Nueva York - Gay Talese Una Serie de Encuentros Casuaes
Nueva York - Gay Talese Una Serie de Encuentros Casuaes
Nueva York - Gay Talese Una Serie de Encuentros Casuaes
CASUALES
1
hormigas sobre el Empire State. Probablemente las hormigas fueron
llevadas allí por el viento o los pájaros, pero nadie lo sabe a ciencia
cierta; nadie en Nueva York sabe nada de las hormigas, como
también lo ignora todo sobre aquel mendigo que va en taxi a la calle
Bowery; o sobre el tipo elegante que hurga en los cubos de la basura
en la Sexta Avenida; o sobre la “médium” de la zona oeste, en la
Calle Setenta, que alega: “Yo soy clarividente, clarioyente y
clarisensual”.
2
porque, según el señor Feder, está debilitado por los lavados y las
permanentes demasiado frecuentes.
3
A pesar de que esta ilusión es debida, en parte, a una imaginación
calenturienta, también se debe a la increíble habilidad de los
fabricantes de maniquíes, que los han dotado de ciertas
características individuales, según la teoría de que dos mujeres –
aunque sean de plástico o de cartón piedra--, no son exactamente
iguales. Como resultado, los maniquíes de Peck & Peck son de
figuras juveniles y pulcras, mientras en Lord & Taylor parecen de
muchachas más serias, bajo ráfagas de viento. En Saks son recatadas
pero maduras, mientras que en Bergdorf no tienen edad pero sí
aspecto de sobria riqueza. Las facciones de las figuras de la Quinta
Avenida están inspiradas en algunas de las mujeres más atractivas
del mundo –mujeres como Suzy Parker, que posó para los de Best &
Co., y Brigitte Bardot, que inspiró algunos de los maniquíes de Saks.
La preocupación por hacer a los maniquíes casi humanos,
dotándolos de curvas, es tal vez responsable de la extraña atracción
que tantos habitantes de Nueva York sienten por estas vírgenes
sintéticas. Esta es la razón por la que algunos escaparatistas hablan
con frecuencia a los maniquíes y les dan apodos, y por la que los
maniquíes desnudos en los escaparates atraen inevitablemente a los
hombres, disgustan a las mujeres y están prohibidos en la ciudad de
Nueva York. Algunos maniquíes son asaltados por pervertidos. Hace
poco fue descubierto un esbelto maniquí de una tienda de White
Plains en un sótano con la ropa arrancada, el maquillaje estropeado y
evidentes señales de intento de violación. La policía una noche
organizó una trampa y cogió al atacante: un hombrecillo tímido, el
portero de la finca.
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La mayoría de ellos se concentran alrededor de los mercados de
pescado en Greenwich Village y en las zonas tanto del Este como
del Oeste donde abundan los cubos de basura. Sin embargo, no hay
parte de la ciudad que esté sin sus gatos vagabundos. Y los garajes
abiertos toda la noche en lugares tan activos como la Calle
Cincuenta y Cuatro, han contado hasta veinte gatos alrededor del
Teatro Ziegfield por la mañana temprano. Tropas de gatos patrullan
por la noche los muelles en busca de ratas. Los vigilantes de las vías
del metro han descubierto gatos que viven en la oscuridad y que
aparentemente nunca son atropellados por los trenes, aunque a veces
son electrocutados por el tercer carril. Cerca de veinticinco gatos
viven a veinticinco metros de profundidad en la estación Grand
Central; son alimentados por los obreros del subsuelo y nunca salen
a la luz del día.
5
Sociedad--. Y parecían felices en la ONU. Uno de ellos solía
quedarse dormido encima de un diccionario chino”.
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nunca vagabundea--, incluido el privilegio de dormir en el
escaparate.
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encargado de la estación de gasolina que duerme al lado de Sloppy
Louie con la radio encendida.
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9
nombre de sus clientes, pero en su mayoría son ricas y de mediana
edad.
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Los porteros ante los que pasa todas las mañanas son generalmente
un grupo de diplomáticos de la acera que cuentan entre sus amigos a
algunos de los hombres más poderosos, de las mujeres más guapas y
de los perros falderos más delicados. La mayoría de las veces los
porteros son altos, de rasgos ligeramente góticos y poseen ojos lo
bastante agudos para identificar a los que dan buenas propinas a una
manzana de distancia en día de niebla espesa.
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convenciones--. El portero del Brass Rail, Cristos Efthimiou, dice
que los sin puerta saben cuándo es su día (los lunes y los jueves), y
entonces ofrecen sus servicios en la Séptima Avenida o en la Calle
Cuarenta y Nueve.
11
Nueva York, cuando llueve, hay menos suicidios; pero cuando luce
el sol y los habitantes de Nueva York parecen felices, las personas
deprimidas se hunden todavía más en la depresión y el Hospital de
Bellevue suele acoger a más suicidas.
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den las ocho para pagar cuarenta centavos por un asiento cómodo y
dormirse en el teatro fresco, oscuro y lleno de humo.
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En Nueva York la Fifth Avenue Lingerie Shop (ropa interior de
señoras) se encuentra en Madison Avenue; la Madison Pet Shop
(pajarería) está en Lexington Avenuem y la Lexington Hanf
Laundry (lavandería) está en la Tercera Avenida. Nueva York tiene
120 casas de empeño y es también el sitio en que el hermano del
obispo Sheen, el doctor Sheen, comparte su oficina con un doctor,
Bishop (obispo).
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En Nueva York, desde el alba hasta el crepúsculo y hasta el alba
nuevamente, día tras día, se puede oír el restregar continuo de las
ruedas en el piso de hormigón del Puente George Washington. El
puente no está nunca completamente inmóvil. Vibra con el tránsito.
Se mueve con el viento. Sus gruesas venas de acero se dilatan con el
calor y se contraen con el frío; su plataforma está a veces en verano
tres metros más cerca del río Hudson que en invierno. Es una
estructura casi flexible, de una belleza llena de gracia que, como
irresistible seductora, sustrae secretos a los románticos que la
contemplan, a los escapistas que se tiran de ella, a la muchacha
regordeta que recorre el vano de más de un kilómetro de largo
intentando adelgazar, y a los 100 mil automovilistas que cada día
recorren, tienen un encontronazo, intentan pagar menos peaje del
debido y se encuentran embotellados en ella.
Pocas personas saben que el puente fue construido en una zona por
donde los indios solían vagar, en donde se han empeñado batallas y
donde, en los primeros tiempos coloniales, los piratas eran colgados
a lo largo de las orillas para escarmiento de otros marinos
aventureros. Ahora el puente está emplazado en donde las tropas de
Washington tuvieron que replegarse ante los invasores británicos
que más tarde conquistaron Fort Lee y Nueva Jersey, encontrando
las ollas todavía en el fuego, los cañones abandonados y las
vestimentas desparramadas a lo largo del trayecto recorrido por la
guarnición de Washington que se había batido en retirada.
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El acceso al Puente George Washington está a treinta metros más
de altura que el pequeño faro colorado que se convirtió en algo
anticuado cuando surgió el puente en 1931; sus accesos por el lado
de Nueva Jersey están a tres kilómetros de donde Albert Anastasia
vivió detrás de un alto muro custodiado por mastines; sus salidas de
peaje de Jersey están a siete metros de donde un camionero sin
permiso de conducir intentó pasar con cuatro elefantes en el
remolque… y lo hubiera conseguido si uno de los elefantes no se
hubiese caído. El vano superior está a setenta metros de donde un
guarda de la autoridad portuaria se subió para decir a un suicida:
“Escucha, hijo de p…, si no te bajas en seguida, voy a disparar”, y el
hombre bajó en seguida.
Los guardas del puente están alerta las veinticuatro horas del día.
Tienen que hacerlo. En cualquier momento puede que haya un
accidente, una avería o un suicidio. Desde 1931 un centenar de
personas han saltado desde el puente. Más del doble han sido
retenidos. Los que saltan del puente para suicidarse lo hacen deprisa
y silenciosamente. Dejan al borde de la pista automóviles,
chaquetas, gafas y a veces una carta que dice: “Quiero asumir solo
toda la responsabilidad” o “No quiero vivir más”.
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yergue encima de los almacenes de Liberty-Pac, en el número 43 de
la Calle Sesenta y Cuatro Oeste.
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La estatua ha llevado en la mano durante decenios su antorcha
apagada en este vecindario de golpeadores de pelotas de boxeo,
cocineros de bares y guardas de almacén; por encima de botones con
pocas propinas, policías y hombres disfrazados de mujeres con
tacones altos que abandonan sus cuatro paredes por escaleras de
incendio después de la medianoche y se pasean por esta ciudad tal
vez demasiado libre.
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Central de Policía, en Centre Street. Cuando Jimmy Buns, cuyo
verdadero apellido es Mancuso, era pequeño, los policías sentados
enfrente le gritaban: “Eh, chico, ¿quieres ir a la esquina y traernos
café y bollos (buns)?”. Jimmy siempre estaba dispuesto y en seguida
empezaron a llamarle Jimmy Buns, o tan sólo Buns. Ahora Jimmy
es un anciano, de pelo blanco, con una hija llamada Jeannie. Pero
Jeannie nunca ha llevado su apellido; también ella es Jeannie Buns.
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insólita: un radiador que pierde agua, una tubería de vapor rota, algo
de humo o un ladrón. Si un caco intentara escaparse, los perros lo
alcanzarían fácilmente, se meterían entre sus piernas y le harían
caer. Sus ladridos han alertado a los guardas muchas veces por cosas
de nimia importancia, pero nunca a causa de un ladrón: ninguno se
ha atrevido a quedarse después del cierre desde que en 1952 llegaron
los perros.
20
Nueva York es una ciudad de hombres sin rostro, sentados
anónimamente en las taquillas del metro vendiendo billetes a gente
apresurada. Cada día de la semana aparecen ante ellos más de cuatro
millones de pasajeros. Los taquilleros no tienen cabeza, ni cara, ni
personalidad: sólo dedos. Excepto cuando dan información, su
vocabulario consiste generalmente en tres palabras: “¿Cuántos, por
favor?”.
Y la gente sonríe.
Como es un hombre que pasa ocho horas del día viendo a los
neoyorquinos ir y venir, empujar, estrecharse y precipitarse hacia las
puertas que se van cerrando, De Villas ha estado en condiciones no
sólo de ver, sino también de comprender una vasta porción de la
naturaleza humana en acción.
21
gastado dinero en comprarse estuches para los billetes, cuando han
utilizado uno, en seguida compran otro para sustituirlo.
22
en cuando se intercambiaban una sonrisita. Otras veces se creían
intachables. Cuando el tren llegó, la siguió y la miró mientras ella
se sentaba enfrente con las rodillas juntas, con las manos
enguantadas en su regazo, y los ojos azules mirando de frente con
inocencia.
23
preguntas, arrancando con los discos verdes, procurando ir a la hora,
evitando los baches en el suelo de Con Edison, implorando a los
pasajeros para que se vayan hacia atrás, escuchando el incesante
sonido del timbre y sufriendo de dolores en la espalda, de úlceras,
de hemorroides y presas de un incontenible deseo de estrellar el
autobús contra un muro y marcharse.
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pregunta, o no deteniéndose en una parada mientras tocan el timbre.
Día tras día los conductores siguen esta eterna rutina reiterativa y
saben lo que pueden esperar –y cuándo—de los tres millones de
pasajeros que viajan en los autobuses cada día de la semana.
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sube deposita el bulto en el suelo, busca en el bolso y, después de
que le he devuelto el cambio, se le ocurre pedir un billete de
transferencia de tres centavos. Tengo así dos transacciones con ella.
Naturalmente, cuando pide la transferencia, lo hace en voz tan baja
que casi no se la oye, pero si se enfada por alguna razón se la puede
oír en todo el autobús.
“Las señoras son tan indeseables que los hombres ya no les ceden
los asientos en los autobuses de Nueva York. Los hombres están
sentados en la parte trasera del coche y hacen como que no ven a las
mujeres de pie en el pasillo. Se acercan el periódico a la cara, o se
sacan de un bolsillo un papel y empiezan a escribir algo como si se
tratara de algún negocio importante. Los hombres tienen tanto afán
en conservar sus asientos que a veces se pasan de parada”.
--3--
26
Por la tarde, mientras miles de secretarias salen taconeando de las
oficinas de Nueva York, otro ejército de mujeres se dispone a entrar
en ellas. Desde el crepúsculo hasta la madrugada estas mujeres
dominan aparentemente a Nueva York. Ocupan asientos en la Bolsa,
presiden Consejos de Administración y amenazan con los puños a
invisibles agentes de publicidad. Entran sin hacerse anunciar en las
lujosas oficinas de poderosos hombres de negocios y pronuncian
discursos silenciosos en los dictáfonos. Tienen encendidas las luces
de los rascacielos toda la noche y sus siluetas armadas de escobas se
vislumbran en las ventanas y recuerdan un aquelarre.
27
ejecutivo deja a propósito trozos tentadores de papel medio
colgando de un escritorio para comprobar el estricto cumplimiento
de las reglas por las limpiadoras.
Algunas veces sus propios hijos saben tan poco acerca de las
limpiadoras como aquellos desagradecidos fumadores empedernidos
de 9 a 5 que llegan briosos por la mañana y proceden a llenar
ceniceros, colmar los cestos de papeles y a remover polvo y
suciedad para esas damas nocturnas de la brigada de los cubos.
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algunas viejecitas marchitas que dicen haber sido en sus tiempos
bailarinas de las Floradora Girls.
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29
Lo que no quieren es buscar los números en la guía telefónica de
Manhattan, que tiene 780 mil nombres, 1830 páginas, que pesa más
de dos kilos y es demasiado gorda para que la puedan romper en dos
los alumnos de Charles Atlas y Vic Tanny, los cuales, de todos
modos, dicen que están cansados del truco y parece que se
preguntan: “¿A quién le hace falta?”.
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--¿Limpia, señor?
--¿Limpia, señor?
--Eh, señor, ¿limpia?
30
la gente y murmurando: “¿Limpia, limpia?”, como los vendedores
de postales pornográficas.
31
ambicioso adolescente que en su caja lleva escrito: “Limpia 5c, Tasa
20c—Total 25c”.
Cuando hace calor en Nueva York, las mujeres se pasean con trajes
vaporosos, los coches deportivos están descapotados y de las
ventanillas abiertas de los autobuses asoman hileras de codos que
parecen aletas. Los adoradores del sol se tuestan en las terrazas de
32
los hoteles y en los bancos de las orillas de los ríos, y los obreros de
la construcción recorren con pasos cortos las altas vigas y llevan a
veces camisetas y a veces van con el torso desnudo.
El Central Park y la Quinta Avenida están llenos de personas que
no tienen prisa. Caminan por la sombra. Reman lánguidamente en el
lago del parque. Algunos intentan que los leones marinos despierten
de su sueño y entren en el agua fría, pero no lo logran. En las
ventanas de los barrios bajos se pueden ver mujeres de brazos
gordos con los mentones apoyados en las manos, mirando a la gente
que quema energías en la calle. En Greenwich Village los jugadores
de bolos toman las cosas con calma. Los comercios anuncian trajes
de quita y pon. Y en las tiendas de la vecindad los clientes hablan
del calor intercambiando la consabida frase convencional:
Y así sin cesar, día tras día. La gente no tiene nada más que decirse.
Nueva York, como ha dicho Hamilton Basso, es una ciudad de
vecindarios en la que nadie tiene ningún vecino.
33
--8--
A las dos y cuarenta y nueve minutos de la tarde del miércoles 12 de
mayo de 1959, en una vasta zona de Manhattan se fue la luz y
muchos barrios estuvieron a oscuras con los relojes parados, la
cerveza caliente, la mantequilla derretida y las conversaciones
íntimas a la luz de las velas en bares sin televisión. Fue estupendo.
La gente tenía algo de qué hablar.
Era posible tomarse un trago tranquilamente y cruzar la calle a
pesar de imaginarios discos rojos. Inquilinos acostumbrados a los
ascensores tuvieron que subir las escaleras a pie, para variar. Las
personas se duchaban y se secaban en la sombra. Los hombres
afeitaban barbas que no veían.
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Schickler, un amable propietario de un pequeño restaurante en el
207 East Broadway, de sesenta y cinco años…”
--¿Qué ha sucedido?
35
Los vecinos, molestos por las preguntas de los extraños, sacudían
la cabeza. Los reporteros y los cámaras subieron a la vivienda de
encima del restaurante, encontrándose con los familiares del señor
Schickler que lloraban, maldecían y decían: “Váyase, váyase”.
36
Los testigos dijeron a la policía que los atracadores eran
portorriqueños, y el subjefe Edward Feeley, jefe de los detectives del
East Side, asignó en seguida el caso a cincuenta de sus hombres,
entre los cuales una docena hablaban en español.
37
3--NUEVA YORK, CIUDAD DE EXCÉNTRICOS
38
suministra cuentas a los indios, que a su vez las venden a los
turistas, y una profesora de la New School da clases con frecuencia
sobre “andar, estar de pie, estar sentados y estar echados”.
39
Cooperativa para Giros Norteamericanos a Todo el Mundo, Inc.
Nueva York es la ciudad favorita de Maya Deren, la gran autoridad
en magia vudú, que vive en el número 61 de la calle Morton con
diecinueve gatos y un marido, Teiji Ito, que toca treinta y nueve
instrumentos musicales… casi siempre de noche. Es la ciudad de la
esperanza para Billy Klenosky, un autor de canciones cuya obra
maestra: “April in Siberia”, fue elegida “la Bomba del Mes” por la
estación de radio WINS.
40
En el Manhattan central hay una escuela para escritores de “gags”
sin trabajo; en la zona oeste hay una escuela para aspirantes a
danzarinas del vientre; en la zona este hay una escuela flotante: es el
“John B. Brown”, un antiguo carguero de la serie Liberty en el
muelle 22, que es usado para el entrenamiento de 300 estudiantes de
las artes marineras y donde también dan clases de escuela
secundaria.
41
Cuando atracan en el puerto, allí están los hombres de Swift
esperando recolectar toda la ropa sucia que traigan las tripulaciones.
42
Nueva York es una ciudad esquizofrénica para la fascinadora
modelo que posa en el vestíbulo del Waldorf al lado de un Cadillac,
lleva un traje de Simonetta y joyas por valor de 100 mil dólares.
Luego, a las cuatro de la tarde, se cambia rápidamente de ropa, coge
un tren y se dirige apresuradamente a su piso de tres habitaciones en
Queens, donde ha de preparar la cena para su familia.
Nueva York es una ciudad eternamente sucia para los limpiadores
de ventanas de las Naciones Unidas, y una ciudad de frustraciones
para los directores de hoteles que no pueden evitar que centenares de
ceniceros y de toallas sean robados por los huéspedes. Hay
momentos en que parece que toda la ciudad de Nueva York es capaz
de volverse loca o de estallar en tumultos.
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Siete Este, llevaba un cartel que decía: “Norteamericanos, alerta: la
guerra bacteriológica ha comenzado”.
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simpatía y ponderó su eficacia y su atractivo con sus amistades.
Otras celebridades también le alquilaron el coche en ocasiones
especiales y, finalmente, llegó a poseer cinco Cadillac y un próspero
servicio de alquiler.
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Hay un centenar de asiduos en Foley Square. Muy a menudo se
conocen entre sí, cenan juntos y son expertos en procedimientos.
Pero los asiduos raramente van todos a la misma sala.
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“No sé cómo puede llamarme –dijo--. Soy licenciado en Derecho,
por la Universidad de Harvard, pero nunca he ejercido. Soy soltero.
Soy un Phi Beta Kappa y me doctoré “magna cum laude”. He
publicado folletos de música y he grabado discos, pero siempre me
han gustado los pájaros. Yo soy un pájaro por derecho propio. Mi
mayor pena es que los autores de canciones no sean pagados cada
vez que se canten sus canciones. Los autores de canciones son como
las aves. Consiguen sólo los restos y las migajas”.
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El señor Krasilovsky es un hombre de aspecto viril, de cincuenta y
ocho años, con el pelo muy corto, una cara redonda, brazos robustos
y uñas sucias.
--Puedo desarmar, transportar e instalar cualquier cosa, por muy
grande, pequeña o complicada que sea, más deprisa que cualquier
otro en Nueva York—dice con modestia el señor Krasilovsky. Y en
seguida explica cómo trasladó la estatua de Thomas Jefferson, de
doce toneladas de peso, desde Astoria a Washington; la estatua de
ocho toneladas de George Washington desde Providence hasta
Mount Vernon; una pila atómica al Hospital Mount Sinai; doce
toneladas de campanas a la Grace Church; un árbol de Noel de
dieciséis metros a Walt Street; y cuatro ordenadores Univacs a
través de la ventana de un tercer piso en la remington Rand, a pesar
de que algunos escépticos dijeran que era imposible hacerlo.
El señor Krasilovsky empezó a aprender el negocio de desplazar
maquinaria en Brooklyn, a la edad de nueve años, de un tío suyo
muy listo, aunque analfabeto, llamado Samuel Krasilovsky, que
firmaba con una “X”, pero que era conocido por sus amigos como
Charlie. En aquel tiempo el tío Charlie, ayudado por su hermano
David y, naturalmente, por su joven sobrino Mike, transportaba
cajas de caudales en un carro tirado por un caballo. La firma era
llamada oficialmente “S. Krasilovsky & Bro”. Los tres siguieron en
sociedad durante unos veinte años, pero cuando David decidió que
ingresaran en la firma sus dos hijos, Monroe y Harry, Mike puso
objeciones. Y en 1939 se marchó, abriendo su propio negocio de
transportes. Entonces su historia se complicó.
Las dos firmas Krasilovsky empezaron a robarse clientes
recíprocamente y a hacer propaganda una contra otra. Los clientes,
confundidos, nunca sabían con qué Krasilovsky estaban tratando, o
hablando, o protestando, o pagando. Así que, para dejar las cosas
claras, Mike empezó a anunciarse en la guía telefónica: “Acordaos
de Mike. Hay sólo un Mike Krasilovsky”.
49
Más adelante, en 1957, entró en el negocio de transporte de
maquinaria Milton el tercer hijo de David: un listo muchacho que
había estudiado en el Brooklyn Collage y que decidió cambiar su
nombre telefónico de Milton a Mick y también eliminar la V de su
apellido: así que la firma se convirtió en “Mick Krasilosky” con lo
cual no sólo se puso delante de Mike en la guía, sino que empezó a
robarle muchos clientes.
Esto puso a Mike furioso. Así que tomó en traspaso la “Atlas—
York Safe Corp” y nuevamente se encontró en cabeza.
Luego, uno de los primos de Milton tomó en traspaso la “Acme
Safe Co.” Por lo que Mike inició la “Ace Trucking Co”.
Seguidamente Marvin, el otro primo de Milton, tomó como
nombre la “AAA Acme Krasilovsky Safe Co”.
Nadie sabe cómo Mike consiguió ser el primero en la guía, aunque
únicamente tuvo que pasarse a un servicio de contestaciones
telefónicas, al 237 de la Primera Avenida, que se llama “A”.
En cualquier caso, solamente en la página 894 ha logrado Mike
tener registrado su teléfono dieciocho veces: como Krasilovsky
Mike, KrasiloUsky Mike y Krasilovsky BROS., sin contar la Ace
Trucking o la Atlas—York Safe Corp.
El número de Milton aparece en la guía trece veces: como
Krasilovsky Milton Inc., Krasilosky Mick, Krasilovsky D & S (por
su padre David y el difunto tío Samuel, conocido como Charlie); y
alternando las últimas cuatro letras de su apellido de –vsky a –osky,
pero todavía no –usky.
“Todas estas tonterías no han ayudado en absoluto al negocio –
admite Milton Krasilovsky en su oficina de Green Street, en
Brooklyn--. Los clientes prefieren dirigirse a sitios en donde haya
menos confusión”.
Mientras la mitad del clan de los Krasilovsky se pelea por el
negocio de los transportes, la otra mitad se ha retirado del negocio
por completo.
Uno de los hijos de Mike se ha hecho abogado. Otro hijo está en
Viena estudiando para sacerdote congregacionista. La hija de Mike,
Phyllis Krasilovsky, se ha convertido en una famosa escritora de
50
cuentos infantiles. La mujer de Mike, conferencista en la Nueva
Escuela de Investigación Social, en Greenwich Village, ha adoptado
el seudónimo de Harriet Krass. (El hermano de Mike, Monroe,
también tiene una mujer que ha cambiado su nombre por el de
Harriet Krass).
Monroe II, el hijo de David, en gran parte responsable de la
escisión de la dinastía de los Krasilovsky, se ha pasado desde hace
tiempo a otras actividades. Su hermano Harry está parado. El padre,
David, se ha retirado.
Pero Mike Krasilovsky no se achica. Nada le molesta mientras en
la guía telefónica de Nueva York haya sólo un Mike Krasilovsky.
51
todas las salas infantiles de los hospitales de la ciudad. En cualquier
ocasión el señor Dubois es real y solemne, un hombre de
significación histórica.
El señor Dubois, con más de setenta años y poco propenso a andar
con remilgos, admite haber fracasado como imitador de animales en
los primeros tiempos de la radio. Recuerda que era un parado
crónico, y que por fin aceptó un empleo como guarda de la capilla
de San Pablo en la parte baja de la ciudad, donde una vez el propio
Washington había participado en el culto. De repente, dijo el señor
Dubois, toda su veneración infantil hacia Washington revivió.
Empezó a repetir a sus amigos la plegaria de Washington (que había
aprendido de memoria en la escuela). Y cuando le pidieron actuar en
una ceremonia en el aniversario del nacimiento de Washington en la
Iglesia Metodista de John Street, fue hombre feliz.
“Tuve la impresión de que daba un significado místico a mi vida –
explicó el señor Dubois--. Repetí la plegaria, y, de algún modo, sentí
el espíritu del viejo George. Al terminar, el predicador me largó un
dólar… allí estaba el retrato de Washington”.
El señor Dubois compró a un actor amigo un uniforme colonial,
pero, debido a su trabajo constante, logra con dificultad retirarlo de
la tintorería a tiempo para el trabajo siguiente. Porque el actuar
como Washington es un trabajo para todo el año: los servicios de
Dubois son requeridos el Día de la Bandera, el Día de la
Constitución y muchos otros días festivos. Rara vez descansa.
Pero siempre tiene tiempo para visitar los hospitales por la noche.
Allí intenta alegrar a los pacientes con sus sonidos que imitan a
perros, a coches, a barcos y a aviones; los niños del Bellevue adoran
sus imitaciones y lo aprecian mucho más que los de la radio de
antaño. También le han apodado “Mr. Sunshine” (Señor Brillo
Solar) y no tienen la menor idea de que para miles de habitantes de
Nueva York él es el primer presidente de los Estados Unidos.
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Joe Barbagallo, barbero jefe de las Naciones Unidas, ha aprendido a
coexistir felizmente con Oriente y Occidente siguiendo el sistema de
no discutir, no esquilar y no hacer esperar. Algunos de los más
eminentes diplomáticos del mundo juran por sus tijeras, se asombran
de su rapidez y se relajan, confiados en su navaja. Han llamado
desde Washington para coger hora y, ya en el sillón, rara vez le
dicen cómo tiene que hacer el trabajo; el señor Barbagallo tampoco
les dice cómo han de regentar las Naciones Unidas, así que le parece
muy justo que no le digan cómo ha de cortar el pelo.
Doce años en el oficio en las Naciones Unidas le han enseñado,
entre otras cosas, que ordinariamente el pelo ha de ser cortado corto
por encima de las orejas para los rusos, largo por delante y corto en
la nuca para los franceses, largo en la nuca con patillas para los
ingleses y, en fin, muy corto delante, de lado y atrás para los chinos.
“Algunas personas dan instrucciones sobre cómo quieren que se
les corte el pelo –ha reconocido el señor Barbagallo--, pero nueve
veces sobre diez sus instrucciones son equivocadas. Yo les doy la
razón, pero obro según mi criterio. Con cortar siempre menos de lo
que el cliente me dice, es difícil que me equivoque”.
Han contado entre sus incondicionales clientes a Trygve Lie (“tan
sólo un repaso”); a Dag Hammarskjôld (“el pelo es muy ralo, vaya
con mano ligera”); a Andrew W. Cordier (“corto en los lados y
atrás”); al doctor Ralph J. Bunche (“un poquito alrededor”); a Henry
Cabot Lodge (“repase ligeramente alrededor de las orejas, pero no
demasiado corto”).
Los temas políticos en general no son discutidos en las butacas del
señor Barbagallo. Dado que quiere conservar su actitud de completo
aislamiento, habla deliberadamente con los ingleses de cricket, con
los norteamericanos exclusivamente del tiempo, y con los italianos
sobre las mujeres.
Cuando las Naciones Unidas iniciaron sus actividades en Lake
Success, Joe Barbagallo, que trabajaba en Queens, solicitó el empleo
y fue tomado a prueba. Nadie le ha quitado oficialmente lo de la
prueba y él ha seguido trabajando todos estos años lo más
53
desapercibido posible en su pequeña tienda del edificio del
Secretariado.
Uno de sus ayudantes es su hermano Gus. Gus corta el pelo de Joe
y Joe corta el de Gus, pero ambos prefieren afeitarse solos.
Nadie ha admirado la habilidad de Joe Barbagallo más que el ex
ministro de Asuntos Extranjeros de Pakistán, Muhammed Zafrilla
Khan, que a menudo telefoneaba desde Washington para pedir hora
y llegaba en avión para cortarse el pelo. Hace unos años, durante una
disputa sobre Cachemira, los periodistas espiaron al representante
pakistaní que salía solapadamente de las Naciones Unidas. Pensaron
que habría alguna noticia sensacional y empezaron a llamar a la
delegación pakistaní. Pero la contestación fue:
--Muhammed ha ido a que le repararan la barba. Es el único sitio
donde se lo hacen bien.
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llegan a los 20 mil dólares. Ha actuado en películas de monstruos, ha
sido contratado como el Payaso Feliz, ha aparecido como luchador,
ha prestado sus voz profunda para anuncios publicitarios, ha actuado
en “El vaquero más alto del mundo” en el Madison Square Garden,
para los Ringling Bros, y ha vendido fondos mutuos. Su oficina de
Fondos Mutuos está en la Calle Cuarenta y Dos, a poca distancia del
hotel donde suelen parar los luchadores enanos… con los que se ha
encontrado sin pisarlos. En su última película, “La cabeza que no
quería morir”, que no ganó ningún Oscar, Ed hacía el papel del hijo
de Frankestein. En este film mordisqueaba el brazo de un doctor,
lanzaba una chica medio desnuda encima de una mesa, quemaba una
casa y hubiera hecho muchas más barrabasadas sino hubiese sido,
como él dice, “una película de presupuesto limitado”.
Hace un año—dijo—un empresario de lucha me contrató y en el
acto me dieron el nombre de “Eliécer Har Carmel, Campeón
Mundial de Lucha de Israel”. Nunca había luchado antes de
convertirme en campeón. Lo único que me pedían era que apareciera
en algunos espectáculos de lucha, que estrangulara al anunciador del
ring, que actuara como un auténtico loco y que viera cómo los
demás luchadores brincaban para evitarme. Así que actué algunas
veces, pero nunca conseguí realizar un encuentro. Me he retirado
invicto.
Ed Carmel llegó con sus padres a América cuando tenía tres años
y medio.
--Mi infancia—explicó—ha sido muy dura.
Era el blanco de todo género de burlas; en la escuela era reservado
y solitario en casa.
--Nunca he pegado a nadie –dijo--, a no ser que fuera atacado.
Sabía que, si me enfadaba y le zurraba a alguien, ningún juez
hubiera tenido indulgencia conmigo. Así que toda mi vida he sido
objeto de burlas, ya sea de hombres bajitos borrachos, o de esos
cobardes gamberros del metro que me insultan cuando están en
grupo.
Después de graduarse en la Taft High School en 1954, había
frecuentado el City Collage, donde había actuado en el grupo de
55
teatro, había escrito sobre deportes en el periódico del “campus”,
había presentado su candidatura como vicepresidente de su clase, y
había sido elegido.
--Después de dos años en el City Collage de Nueva York, pensé
que podía lanzarme al frío mundo y lograr un empleo como locutor
o como actor—dijo--. Así que dejé la escuela, pero en todos los
sitios donde me presentaba me preguntaban si tenía experiencia
previa. Intenté que me dieran un papel en la comedia de Broadway
“The tall store”, de la que era protagonista un jugador de baloncesto,
pero era demasiado alto.
El único empleo que pudo lograr en televisión fue para papeles de
monstruo, y lo que tenía que hacer hasta ahora ha consistido en
gruñir y rugir. Si encuentra algún consuelo en su vida, tal vez sea el
convencimiento de que en Nueva York es mejor ser conspicuo que
no serlo.
--En Nueva York—dijo el Hombre Más Alto—tengo la sensación
de que soy alguien. Cuando voy en el metro quiero dar sensación de
prosperidad; no puedo salir sin ir bien vestido y llevar corbata. Sé
que todo al que encuentre en Nueva York será atraído—o repelido—
a causa de mi tamaño.
El Hombre Más Alto de Nueva York tiene una sonrisa irónica, es
extremadamente inteligente y posee un sentido del humor mojado en
vitriolo.
--Nueva York –siguió murmurando—es una ciudad excitante.
Cada día representa un nuevo desafío, un paso más hacia la úlcera.
En esta ciudad uno espera siempre recibir la visita de algún hijo de
perra, pero no sucede nunca.
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vecindario asomándose a las ventanas y tirándole monedas de cinco,
de diez y de veinticinco centavos. Algunas terminan debajo de
coches estacionados, pero consigue coger al vuelo la mayor parte.
El saxofonista es un músico callejero llamado Joe Gabler; en los
últimos treinta años ha dado serenatas en cada manzana de Nueva
York y ha recogido a veces hasta 100 dólares en monedas. También
ha sido el blanco de cubos de agua, de latas vacías de cerveza y ha
sido perseguido por niños y perros salvajes. A veces, acompañado
por su hermano Carl, un guitarrista delgado que suele oler a cerveza,
Joe recorre una treintena de kilómetros al día, durante los siete días
de la semana. Tanto Joe como Carl se han criado en la zona este y
llegaron al tercer grado en la escuela primaria. Joe, más adelante, fue
al reformatorio. Pero antes de cumplir los veinte años recorrían los
bares tocando.
--Desde entonces hemos viajado por las calles –dice Joe--. Carl
toma nota de las calles donde pasamos cada día y nunca volvemos a
la misma más de una vez al año. Siempre que vamos al distrito
portorriqueño, en la zona oeste, tocamos música española y
llevamos sombreros de paja. Hay una señora en la Calle Cuarenta y
Nueve que nos da cinco dólares siempre que tocamos “When Irish
eyes are smiling”.
--¿Qué hacéis con todo el dinero?—le preguntaron a Joe.
--Se va—contestó él.
--¿Pensáis dejar alguna vez la calle para buscar empleo en alguna
parte?
--Hasta que muramos seguiremos en la calle—contestó en tono
dramático Joe.
--No tenemos más remedio –dijo Carl con calma.
--00—
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la carroña, como también la de cualquier otro animal muerto de los
parques zoológicos, hipódromos o establos.
Di Angelo y Tortorici recogen al año por término medio más de
200 caballos, 5º novillos, 30 corderos, 20n toros, 10 ciervos, 5 vacas,
2 burros y casi invariablemente un león, un elefante o un mono. En
los últimos años fueron llamados para llevarse un hipopótamo de
dos toneladas del Zoo de Prospect Park, para pescar una tortuga de
cerca de quinientos kilos en la bahía de Bowery, y para retirar un
tiburón de dos metros setenta que alguien había abandonado en Park
Avenue, a la altura de la Calle 150, en el Bronx.
--Nuestro trabajo es como el de los entierros en el ejército—
explica el señor Tortorici--. Nadie lo quiere.
Nadie lo quiere, posiblemente, salvo los señores Tortorici y Di
Angelo, que se ofrecieron para el empleo y admiten que es más
variado que la recogida de basuras y no obliga a andar tanto cuando
se barren las calles.
Estos Carontes del reino animal de Nueva Cork esperan cada
mañana en el Departamento de Sanidad del Muelle 70, en la Calle
Veintidós, en el East River, hasta que oyen la señal de tres
campanadas que anuncia que un animal ha muerto en algún lugar de
Nueva Cork. Un empleado del Departamento de Sanidad baja con la
dirección y entonces Tortorici y Di Angelo suben a un camión
equipado con cables y manivelas y se van.
--Para las ovejas tenemos que llegar pronto, antes de que los
gusanos las invadan –explica Tortorici--. Realmente, las ovejas
muertas desprenden un olor horrible, mucho peor que los caballos.
Las ovejas le quitan a uno el apetito.
Después de amarrar las patas de atrás de los animales y subirlos al
camión, se dirigen a la compañía de conversión de Van Iderstein en
Long island City. A menudo recorren las Fifth Avenue y Park
Avenue y ninguno de los peatones presta la menor atención al gran
camión del Departamento de Sanidad, a pesar de que a su paso les
llega algún tufillo.
Los animales muertos son regalos de la ciudad de Nueva Cork a la
Van Iserstein , que, además de usar sus pieles, convierte los huesos
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en cola y fertilizantes; los residuos de carne en pienso para gallinas y
otros animales domésticos; incluso rescata las uñas de los cascos de
los caballos.
Aunque nadie podría calcular el valor al por mayor de un caballo
muerto, los carniceros de Van Inserstein consideran el cansado rocín
de un buhonero mucho más valioso. Bistec por bistec, que un veloz
pura sangre de Belmont.
--Conseguimos mucha más grasa del viejo caballo de un buhonero
y esta grasa produce mucho más sebo—ha explicado un hombre de
Van Iserstein--. Los caballos de carreras son demasiado delgados.
Después de que Di Angelo y Tortorici han descargado su camión
en la Van Iserstein, su vehículo es rociado con una sustancia
perfumada. Los dos respiran hondo y sonríen. Luego suben a su
camión y vuelven al muelle 70 oliendo como los representantes de
desodorantes.
---000—
59
Treinta y Ocho Oeste. A las ocho de la mañana estaban a más de 26
grados centígrados. Eleanor Steber cantó Il Trovatore en el Lewison
Stadium y gustó a todo el mundo. Una limpiadora polaca quedó
aprisionada en un ascensor de Wall Street durante cinco minutos en
el piso 37. Antes de medianoche un coche se precipitó a una
profundidad de doce metros en el East River con un hombre y una
mujer dentro, después de recorrer a toda velocidad el muelle de
Tiffany Street. Nadie volvió a verlos hasta que la noche del sábado
16 de julio un robusto buzo de alta mar, moviéndose en el cieno
resbaladizo, encontró los cuerpos y puso un gancho en el
parachoque posterior del automóvil para que fuera izado a la
superficie.---CREO QUE AQUÍ DEBE IR UN ESPACIO EN
BLANCO. LA HISTORIA QUE SIGUE, LA DEL BUZO,
PARACE INDEPENDIENTE.
60
valor. Barney Sweeney ha estado buscando este anillo durante una
semana antes de rendirse y tampoco ha conseguido nunca acercarse
suficientemente a la pieza de acero como para poderla enganchar. Se
había hundido en el lodo y siempre que se le acerca se hunde un
poco más. “Cuando las cosas se nos hunden, los buzos decimos que
“Se han ido a China”.
El Nueva York de Barney es un piso de fango y, generalmente, al
andar se hunde en él hasta las rodillas. Cuando se encuentra abajo,
difícilmente puede ver algo a medio metro de distancia, y cuando
pasa por encima un remolcador que remueve aún más el lodo,
Barney se queda temporalmente ciego. Así que tiene que andar a
tientas. Sin embargo, todavía es capaz de hacer agudas
observaciones sobre la conducta humana: sobre cómo mueren las
personas.
--El hombre que cayó con el coche en el muelle Tiffany estaba,
según la policía, loco por su mujer—ha dicho Barney--. Bueno,
cuando alcancé los cuerpos, encontré que él había cambiado de
parecer exactamente antes de alcanzar el agua. Había intentado
desesperadamente salir del automóvil. Noté señales de patinazo en el
borde del muelle y él tenía la mitad del cuerpo fuera de la ventanilla.
El coche estaba boca arriba, como siempre se quedan los
automóviles cuando se posan en el fondo. Según Barney, sucede
esto porque el peso del motor hace que el coche caiga de cabeza
hasta abajo y luego, por inercia, el automóvil da media vuelta y
queda con las cuatro ruedas hacia arriba. Había otros cuatro coches
patas arriba en el mismo lugar de Tffany Street la noche del 16 de
julio. Los examinó y por lo hundidos que estaban debían de llevar
allí por lo menos ocho meses.
--Creo que esta zona de Tiffany Street es el sitio apropiado para
deshacerse de los automóviles –dijo--. La gente tira los coches allí
para cobrar el seguro.
Barney Sweeney, que tiene cuarenta y ocho años, pesa ciento
ochenta kilos con su ropa de trabajo y cien kilos desnudo.
Ordinariamente cobra 125 dólares al día, aunque a veces trabaja por
un porcentaje sobre el valor de lo que se recupera; o también se
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sumerge bajo la condición de doble o nada: si rescata el objeto
perdido, se le pagan 250 dólares; si no, nada. Logra una media de
150 días de trabajo al año, en gran parte por encargo del
Departamento de Policía, las autoridades portuarias, estibadores o
ciudadanos particulares. En tales trabajos ha rescatado una sortija de
brillantes de 20 mil dólares que se le había caído a una señora desde
un pesquero (ganó mil dólares) y toneladas de rocas de sulfato que
se habían ido a pique cuando una barcaza había chocado contra un
muelle de hormigón. También encontró la dentadura postiza
superior de un capitán de barco que había caído en el East River
(valía 165 dólares y Barney hizo el trabajo gratis).
Dado que en el fondo hace muchísimo frío y el trabajo es
agotador, Barney permanece bajo el agua sólo cerca de hora y media
al día. Se sumerge desde un pequeño bote en donde su equipo
formado por dos hombres se ocupa de las bombas de aire. Aparte de
las anguilas y peces sucios, hay bien poca vida en la Nueva York de
Barney. Por el teléfono que une el buzo con la superficie habla con
su hijo Jack, un adolescente que a menudo le ayuda, igual que
Barney solía hacer con su padre.
--Mi padre murió accidentalmente durante un buceo—ha dicho
Barney--. Se le paró el corazón. Desde luego, a su edad no tenía por
qué estar abajo. Cuando le sacamos la última vez tenía setenta y dos
años.
Barney espera que su hijo no continúe la tradición familiar.
--No estoy enviando a Jack a la universidad para que sea un buzo
—dice.
El verano pasado Jack trabajó parte del tiempo como ayudante de
su padre y parte como empleado del Chase Manhattan Bank. Un día,
cuando unos obreros estaban trabajando en los cimientos de un
nuevo edificio, una barrena con punta de diamante se cayó en un
pozo de setenta y cinco centímetros hasta una profundidad de treinta
metros. Se llamó a Barney Sweeney. Pero Barney, que bebe ocho
botellas de cerveza diarias—“estoy caliente en invierno y fresco en
verano”—era demasiado gordo para el trabajo. Y el joven Jack no
tenía bastante experiencia. Así que fue contratado un buzo flaco de
62
una firma rival para recuperar la barrena. Fue una de las pocas veces
en que en Nueva York los Sweeney no pudieron mantener la fe en
su lema: “Vuestra pérdida es nuestra ganancia”.
---000---
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para bocadillos completamente equipado por 350 dólares, un carrito
para fruta por 125, carros de traperos por 105, carros para tiendas de
comestibles por 75.
--Mi padre fabricaba carros de mano por 12 dólares cada uno
durante la Depresión –dijo el señor Amerman--.Había entonces 8
mil carritos de mano en Nueva York. Pero cuando se marchó el
alcalde La Guardia, las autoridades de la ciudad ordenaron que los
buhoneros tenían que sacar licencia. Esto quería decir que estaban
en continuo movimiento para evitar a los guardias. Debido a que
nadie puede estar andando desde las siete de la mañana, muchos
vendedores callejeros se han visto obligados a renunciar a esta
actividad.
El señor Amerman no se ha hecho rico con su arte, pero, como
para sus antepasados, es para él cuestión de orgullo el hacer los
mejores carros de mano de la ciudad. Su única pena, aunque no muy
grande, es que sus hijos no estén interesados en la tradición.
---000---
64
de un prestamista y, según William Zeckendorf, “Kyle no se ha
equivocado nunca”.
En el último dictamen del señor Kyle, el edificio de 59 pisos de la
Pan Am, que en 1962 se levantó encima de la estación Grand
Central, valdrá más del doble del Empire State con sus 102 pisos,
que él en 1951 evaluó en 45 millones de dólares. Ha llegado a esta
conclusión tan sólo al cabo de tres días de trabajo en el examen de
los documentos de Pan Am y de los proyectos de la obra. A los
constructores, Edwin S. Wolfson y unos socios ingleses, les pasó
una factura de 50 mil dólares por su peritaje. Cuarenta años de
experiencia respaldaban la evaluación del señor Kyle. Cuarenta años
en los que él no ha dejado que nada descomponga su rutinaria
exactitud.
Estos tasadores no pueden desde luego equivocarse en sus
cálculos. Los bancos y las sociedades de seguros dependen de ellos
para una evaluación precisa de una propiedad antes de que sea
comprada, vendida o hipotecada. Todos los grandes bancos de
Nueva York y las compañías de seguros han requerido los servicios
del señor Kyle. Por haberlo dicho él han llegado a conceder un
préstamo de 60 millones de dólares a un cliente. Se dice que Gordon
Kyle ha evaluado un 70 por ciento los edificios que en Maniatan se
elevan veinte o más pisos. Entre ellos está el Empire State, el
Chrysler y docenas de edificios de oficinas y hoteles, sin contar
otros de distinto tipo, como el Carnegie Hall, la estación de
Brooklyn`s Bush, los almacenes Saks en la Quinta Avenida, el
Metropolitan Club, Grossinger`s, la Bolsa, la Cleveland Welding
Plant, Knickerbocker Village y las caballerizas Belait, cerca de
Baltimore, propiedad del difunto William Woodward, Jr.
Años de largos paseos en Nueva York como cobrador de
alquileres, una subsiguiente carrera como agente inmobiliario y, por
fin, la presidencia de la Cruikshank Company y del New York Real
Estate Borrad han ayudado a Gordon I. (“Jimmy”) Kyle a adquirir la
experiencia que ahora le permite decir: “Conozco cada metro
cuadrado de Maniatan” y “Hábleme de cualquier manzana y le diré
lo que hay en ella”.
65
También sabe cuánto valía cada metro cuadrado hace diez años y
cuánto valdrá dentro de diez años. Sabe que el aire y la luz solar que
flanquean determinado edificio de oficinas en la Quinta Avenida
están garantizados porque el propietario paga anualmente 35 mil
dólares por “derechos de aire” encima de un edificio más bajo al
lado y ésta es también una garantía contra la posible edificación de
otro rascacielos que quite la vista y desilusione a los inquilinos que
pagan rentas elevadas por tener sol. Sabe que el solar del número 1
de Wall Street, donde está situada la Irving Trust Company, se ha
vendido a 700 dólares el pie, y dice que éste es el terreno de más
valor en Maniatan. La esquina más activa de Maniatan, según dice,
está ocupada por el “puesto” de Nedick en la Calle Treinta y Cuatro
y Broadway, por donde pasan diariamente 300 mil personas.
Con asombroso conocimiento de estos hechos y de las
inmobiliarias, el señor Kyle pudo evaluar el edificio de Pan Am
cuando todavía no estaba construido. Los planos de los arquitectos
enseñaban que tendría la superficie rentable más grande de Nueva
York –doscientos sesenta y seis mil metros cuadrados--, que tendría
70 ascensores, 21 escaleras mecánicas y un espacio de trabajo para
25 mil personas. Dado que él había tasado anteriormente las
cercanías de la estación Grand Central en repetidas ocasiones, era
una cuestión muy sencilla evaluar el rascacielos todavía inexistente.
Pero cuando el edificio que tiene que tasar existe, el señor Kyle
suele siempre examinarlo desde el techo hasta el sótano. En acción y
en apariencia se asemeja a un inspector general. Es un hombre bajo
que anda siempre con los hombros echados para atrás y sacando el
pecho, la barbilla levantada y con la cara ceñuda. Su nariz, un
instrumento de punta muy fina, parece siempre dispuesta a husmear
algún fallo; sus ojos azul pálido giran continuamente en el sentido
de las agujas de un reloj cuando está mirando un rascacielos. Su
manera de ser es directa, sus palabras pocas, pero justas.
--¿Cuántas plazas hay aquí?—preguntó recientemente al director
de un hotel de Manhattan, mientras se encontraban en el restaurante
principal.
--Mil doscientas cuarenta y cuatro—contestó el hombre.
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--¿Toman la calefacción del metro?
--Sí, vapor.
--Quisiera ver un par de dormitorios—dijo el señor Kyle.
--Sí, señor.
--¿No tienen ustedes ascensores automáticos?—preguntó mientras
subían.
--No, señor—contestó el otro mientras le hacía pasar a una
habitación.
--¿Esos cuartos, ¿son los más baratos?
--Sí.
--¿Son para indeseables?
--No, señor, ¿por qué?
--Poca luz –contestó Kyle.
El hotelero se encogió de hombros. Kyle seguía tomando notas,
--¿están completos?—preguntó seguidamente Kyle.
--Tenemos un 78 por ciento de ocupantes –contestó el director--.
En verano bajamos a un 55 o 60 por ciento.
Los ojos de Kyle examinaron los muebles, miró luego desde las
ventanas, observó el enlosado del cuarto de baño y luego se fijó en
el piso.
--¿Esta alfombra es del tipo corriente?
--Estoy seguro de que no –contestó el otro.
Al salir, Kyle pasó una mano por la pared para determinar si el
papel de tapicería era del tipo barato o del caro. Luego fueron a la
habitación 1701.
--Bastante nueva, pero no veo ningún aparato de televisión –
observó Kyle.
--Esta es una habitación individual de ocho dólares –explicó el
hombre.
--Necesita ser pintada –dijo Kyle.
Kyle tomó algunas notas más, luego pasó el dedo por detrás de la
puerta para ver si había polvo. A los cinco minutos de haberse
despedido del director, Kyle estaba vagando por el terrado y luego
habló con los encargados de los ascensores, que suelen ser grandes
fuentes de información, especialmente cuando tiene que tasar casas
67
de pisos o edificios de oficinas. El ascensorista está enterado de los
últimos chismorreos, sabe cuántas habitaciones están vacías, conoce
las posibilidades económicas de los inquilinos, cuánto beben los
encargados y fragmentos de información que van recogiendo porque
delante de ellos la gente habla libremente.
En el terrado, Kyle examinó el papel alquitranado, las láminas de
cobre, los ladrillos. Luego hincó una uña entre los ladrillos para ver
si el cemento era débil, desgastado o permeable a la lluvia.
--Si hay goteras –explicó—hay siempre disgustos con los
inquilinos.
Examinó seguidamente con cuidado la unidad acondicionadora de
aire, la golpeó con el puño y tomó más notas.
--Es muy importante inspeccionar estos edificios personalmente –
dijo--. Se tienen nuevas impresiones y se advierten deficiencias y
factores negativos. Primero se visita el lugar con el dueño o el
director, y se continúa luego por cuenta propia. En general, los
propietarios dan toda clase de facilidades; tienen el deseo de
agradar. Si tuviera la impresión de que son, digámoslo así,
reservados, empezaría a examinar todo con más detenimiento.
Naturalmente, muchas veces se me dan cifras incorrectas sobre los
costes de mantenimiento y las rentas. O anteponen a las cifras un
“aproximadamente”. Esto puede significar cualquier cosa. Pero yo
conozco el valor del espacio. Y conozco los alquileres –añadió con
énfasis.
Bajó del terrado, examinando sobre la marcha habitaciones y
oficinas. Cuanto más bajaba, el terreno que pisaba se iba haciendo
menos caro; los pisos superiores, algunas veces del valor de
cincuenta y ocho dólares el metro cuadrado, son invariablemente
más caros que los pisos bajos, porque ofrecen más luz y aire.
--Ahora todo el mundo compra luz y aire –dijo el señor Kyle.
Dos horas después llegaba al sótano, donde, bajo las miradas
sospechosas del encargado, examinó las tuberías y el sistema de
calefacción. Luego se dirigió a la calle, cruzó Park Avenue, donde el
metro cuadrado vale entre mil ochocientos y dos mil doscientos
dólares; luego a la Quinta Avenida, donde el metro cuadrado cuesta
68
de 2.700 dólares para arriba. Explicó que la Quinta Avenida valía
más que Park, porque los túneles del metro eliminaban los sótanos, y
el ruido de los trenes de Grand Central se podía oír a menudo en
muchos sitios de Park Avenue.
Una hora más tarde, el señor Kyle había vuelto a su despacho del
número 45 de Wall Street y examinaba las hojas desparramadas en
su escritorio. Los teléfonos sonaban sin parar, con llamadas locales y
conferencias, desde fuera, de banqueros y constructores que pedían a
Kyle ver esto o aquello. En este momento, William Zeckendorf,
acomodado en el lujoso ático de Weeb & Knapp, estaba ordenando a
gritos a su secretaria que le pusiera en comunicación con Kyle. La
encargada de la centralita en Wall Street dijo:
--El señor Kyle está comunicando.
--¿Tardará mucho?—preguntó Zeckendorf.
--No lo sé –contestó la chica.
--Mire a ver si lo averigua—pidió Zeckendorf.
Un minuto después Kyle estaba al aparato.
--Diga.
--¿Jimmy?
--Sí, Bill.
--¿Cómo está hoy tu cerebro?
--Cada vez más débil, Bill.
--Bueno, mira, Jimmy, habrás leído en los periódicos lo del
Astor… Quisiera saber si puedes darle un vistazo…
--Bill, lo haré, pero mañana tengo estos inmobiliarios…
--Que se los lleve el diablo –dijo Zeckendorf.
--Lo haré después –dijo Kyle con mayor firmeza.
--Está bien, chico –contestó Zeckendorf más suavemente.
--¿Estarás allí mañana?
--¿Por qué no?
--Hasta la vista, entonces –saludó Kyle.
--De acuerdo, chico.
(Clic).
Estas conversaciones entre poderosos hombres de agencias
inmobiliarias y Kyle son típicamente informales. Y cuando Kyle les
69
da a conocer la cifra de su evaluación, ordinariamente no se la
discuten; aunque a veces uno o dos refunfuñan que el edificio vale
más (particularmente si lo quieren vender) o menos (si lo piensan
comprar). Pero Kyle no da su brazo a torcer.
--No es conveniente en este negocio –explica--. No se puede hacer
lo que la gente pide. Yo puedo probar todo lo que he firmado. Me
hago la idea de que cada una de mis tasaciones es una declaración
jurada delante de un tribunal.
Gran parte de la competencia del señor Kyle se creó en sus días de
cobrador de alquileres, un trabajo que asumió al ser licenciado del
ejército y después de haber dejado la Wesleyan University, en
Middletown, Connecticut. Cobraba alquileres para la United Cigar
Company, entonces propietaria de muchísimos inmuebles en Nueva
York.
--Poseían casi todas las esquinas más importantes de la ciudad –
recuerda Kyle--. Y yo, durante dos años, subí y bajé a oscuros
recibidores de casas pobres y a sótanos polvorientos, con los
bolsillos llenos de dinero. Las personas que pagaban las rentas más
bajas guardaban a menudo el dinero en botellas de leche. Una vez,
después de haber cobrado el alquiler a un hombre furioso, me dio
una patada en el trasero cuando estaba bajando la escalera. Nunca lo
olvidaré. Yo no era más que un chiquillo, pero esos años fueron los
más importantes de mi vida. Me enseñaron, sin que yo me diera
cuenta, el valor del espacio.
En 1921 abandonó el cobro de alquileres para abrir su propia
oficina de corretaje y de evaluación. A principio de los años treinta
fue contratado por el superintendente de Bancos del estado de Nueva
York para tasar las propiedades inmobiliarias de los Bancos en todo
el estado. En 1936 se incorporó a la Cruikshank Company, y hace
dos años fue elegido su presidente. Cobra entre 15 mil y 20 mil
dólares por evaluar un rascacielos, y generalmente no tarda más de
una semana en cada uno. En 1951 tardó dos semanas en recorrer de
arriba abajo el Empire State Building antes de su venta, y pasó una
cuenta de 25 mil dólares. Los 50 mil que cobró por la tasación del
Pan Am se cree que es la retribución más elevada que se haya
70
pagado nunca a un tasador; un precio tanto más asombroso cuanto el
edificio no existía todavía.
--Me encuentro—dice el señor Kyle fumando un pitillo con filtro
—en una profesión altamente especializada y lucrativa.
---000---
Una mujer gorda, con una bolsa de Macy en una mano y su hijo en
la otra, estaba esperando con impaciencia en el mostrador de
Nedick. Miró a su hijo y le preguntó:
--¿Qué quieres tomar, Maa-vin?
--Una hamburguesa.
--Toma uno de salchichas –dijo ella.
--Quiero una hamburguesa –chilló el nene.
La señora le golpeó en la cabeza con la bolsa y él empezó a dar
gritos, pero ella repitió:
--Toma un bocadillo de salchichas.
Marvin tomó el bocadillo de salchichas.
Nadie en Nedick le hizo el menor caso; estaban todos demasiado
ocupados en comer y, además, este género de incidentes se registra
casi todos los días en el “puesto” de Nedick en la Calle Treinta y
Cuatro, el puesto de salchichas más activo del mundo.
Como había señalado el señor Kyle, cada día pasan por allí 300
mil personas. Y 8 mil de ellas entran (o son empujadas) en Nedick
durante cerca de cuatro minutos para engullir una media diaria de
700 hamburguesas, 1.000 tasas de café, 5 mil bocadillos de
salchichas y 5.500 naranjadas. Nedick ocupa tan sólo 110 metros
cuadrados de espacio y está arrimado a una esquina de los
almacenes R. H. Macy.
--Pero nosotros siempre decimos que Macy está al lado de Nedick
—dice el presidente Lewis H. Phillips.
El “puesto” de salchichas ha crecido en esa esquina desde 1947.
Factura anualmente cerca de 400 mil dólares con las naranjadas a 10
centavos, los bocadillos de salchicha a 20 y las hamburguesas a 40.
Día y noche la registradora tintinea, las hamburguesas se asan
71
encima de planchas calientes, la naranjada fluye en los vasos y el
aire está lleno de tocino chirriante y de confusa tensión, con
fragmentos relampagueantes de breves diálogos entre empleados y
clientes.
--¿Sí, señorita?
--Una hamburguesa –dice la cliente.
--¡Hamburguesa! –grita la camarera al cocinero.
--¡Aquí está! –contesta él gritando.
--¡Vasos! –anuncia a la camarera el que los lava.
Sin ninguna excepción, los otros 84 locales de Nedick –59 de los
cuales están en Manhattan—son más pacíficos.
--Tenemos que conseguir que la gente entre y salga del Nedick de
la Calle Treinta y Cuatro en menos de cuatro minutos; si no,
perdemos dinero –explica el señor Phillips, que de pequeño
empleado ha llegado a la presidencia--.Esta es la razón por la que no
tenemos taburetes. Si los tuviéramos, muchos encenderían un
cigarrillo y se entretendrían demasiado tiempo. En verano, en la
Calle Treinta y Cuatro dejamos de servir café a las diez y media de
la mañana, porque tardan demasiado en beberlo. Antes teníamos un
ejecutivo que quería añadir a la lista ensalada de fruta y
emparedados de queso, pero yo sabía que los clientes tardarían cerca
de catorce minutos en comerlos. Dije que no.
Se ha calculado que si un parroquiano fumaba un cigarrillo en el
Nedick de la Calle Treinta y Cuatro, la empresa perdería 2 dólares
de los ingresos totales. Se cree que Nedick paga anualmente de renta
95 mil dólares por el pequeño local de la esquina y, con los salarios
y otros gastos, tiene que vender 1.000 bocadillos de salchichas y
naranjadas para no perder. Todos estos alimentos son colocados en
un mostrador de dieciocho metros de largo, y tan sólo treinta y una
personas pueden apretujarse al mismo tiempo. Detrás del mostrador,
los veintiséis empleados de Nedick se evitan con habilidad, recogen
monedas, dan vueltas a las hamburguesas, pinchan salchichas y
echan naranjada en los grandes recipientes rodeados de hielo. La
famosa bebida tiene un 20 por ciento de naranja mezclado con agua,
limón y azúcar.
72
De vez en cuando los empleados reciben la visita del señor
Phillips, que es considerado el rey del negocio de la comida rápida y
un hombre siempre dispuesto a dar a sus amigos una tarjeta que
dice: “Un bocadillo y una bebida (Gratis). L. H. Phillips”.
--Cuando entro en uno de mis establecimientos, toda mi gente sabe
que yo he empezado como empleado a 18 dólares la semana,
preparando salchichas en la esquina de la Calle Veintisiete y
Broadway –dice el señor Phillips chupando un puro--. He
progresado por el camino difícil. Nada de familia o amigos. Empecé
poniendo por escrito algunas sugerencias acerca de cómo se podría
lograr un servicio más rápido en Nedick. Por ejemplo, se me ocurrió
la idea de tener el concentrado de naranja en recipientes de litro, con
lo cual se eliminaban las latas de cuatro litros, que presentaban
serios problemas de almacenaje y de eliminación, sin contar con que
los empleados se cortaban a menudo los dedos al abrirlas. También
se me ocurrió empaquetar los bocadillos de salchicha en cajas
plegables de cartón. Y he tenido muchas ideas de las que ahora no
me acuerdo. Pero le diré una cosa: si hubiese sido presidente de esto
hace quince o veinte años, no habría hoy en Nueva York “Chock
Full o´Nuts” (otra cadena de restaurantes para gente con prisa).
Aunque gran parte de los agitados clientes no lo sabe, el local
ocupa un estrecho edificio antiguo de cinco pisos. Nedick usa tan
sólo los dos primeros: el segundo tiene armarios metálicos para los
empleados y una pequeña oficina para el gerente, Thomas F. Magee.
Los otros tres pisos están vacíos y no son usados para nada. El viejo
edificio ha sido motivo de pelea entre la familia Smith, que es la
propietaria y lo alquila a Nedick, y la familia Straus, propietarios de
Macy. La discordia en los Smith y los Straus se remonta a más de
cincuenta años atrás, cuando un comerciante de tejidos, Robert S.
Smith, tenía unos almacenes en la Calle Catorce Oeste, al lado de
Macy. Era una competencia de la que no se excluían los golpes. El
señor Smith a veces colocaba un cartel que decía: Anexo o entrada
principal. Y muchos clientes de Macy eran así atraídos por error a la
tienda de Smith.
73
Cuando los almacenes Macy decidieron mudarse más arriba, en la
Calle Treinta y Cuatro, el señor Smith, como también otros
comerciantes de la Calle Catorce, se dieron cuenta de que el
vecindario perdería mucha afluencia de clientes. Macy, mientras
tanto, estaba tratando en secreto de comprar todos los solares de la
manzana de la Calle Treinta y Cuatro para poder construir sus
grandes almacenes. Sin embargo, había una pequeña parcela que se
resistió a los esfuerzos de Macy –la de la esquina, propiedad de un
sacerdote, Alfred Duane Pell, que en esos momentos viajaba por
España y había rehusado aceptar los 250 mil dólares ofrecidos por
Macy hasta volver a los Estados Unidos. En cuanto regresó, Smith le
ofreció 375 mil dólares por la propiedad de la esquina. Todavía no
están claros los motivos precisos de Smith; la versión de Macy es
que se trató de una maniobra para fastidiar, mientras los herederos
del señor Smith dicen que fue tan sólo un intento de ir con los
tiempos. En todo caso, el reverendo Pell aceptó el ofrecimiento de
los 375 mil dólares del señor Smith, que los Straus rehusaron
igualar. Los Straus procedieron a construir el gran edificio alrededor
de la reducida parcela. El sitio era demasiado pequeño para que
Smith pudiera edificar una tienda de tejidos, así que alquiló la vieja
casa de Pell a distintos inquilinos, hasta que en 1947 llegó Nedick,
que convirtió la planta baja en un lucrativo puesto de bocadillos.
Además de lo que cobran por el alquiler de Nedick, los herederos
de Smith imponen un pago sustancioso a Macy por el privilegio de
colgar un letrero publicitario en los pisos superiores del viejo
edificio.
--Ganamos dinero con esa parcela—dijo Robert Smith Kiliper,
tesorero de la empresa familiar de los Smith--. Y queda como una
especie de monumento al abuelo. Algunas veces he acariciado
también la idea de alquilar ese gran letrero a Gimbel—añadió con
una sonrisa irónica, en consonancia con las tradicionales relaciones
Smith-Straus--. Así que no se sorprenda usted si un día, al mirar para
arriba, ve allí un letrero de Gimbel. No se sorprenda usted.
---000---
74
Cada mañana temprano, un caballero de baja estatura con corbata de
pajarita se dirige presuroso al depósito de los trenes de mercancías y
empieza a husmear vagones cargados de heno con la atención (y las
cejas levantadas) de un meticuloso probador de té. John Muhlhan
husmea el heno durante horas, y es considerado uno de los máximos
expertos del país en heno para caballos. Lo extraño es que ha estado
vendiendo heno en el corazón de la Calle Cuarenta y Dos durante
cuarenta y cinco años y casi ninguno de sus vecinos se ha dado
cuenta de ello.
Por otro lado, el señor Muhlhan no comprende que pueda parecer
raro el que un mercader de heno prospere en Madison Avenue.
--Tengo mis oficinas en la Calle Cuarenta y Dos y Madison porque
es conveniente –dice--. Verá usted: desde aquí puedo trasladarme
fácilmente en tren, en metro o en taxi a los muelles de Brooklyn, al
río Hudson, o a cualquier otro lugar donde llega el heno en barcazas
o en trenes.
Cuando llega el heno el señor Muhlhan se inclina sobre él e inhala.
“Sin siquiera abrir las puertas del vagón de mercancías puedo decir
si el heno es bueno o malo”, dice. Importa cerca de 500 toneladas de
heno por semana desde Michigan, Ohio y desde el norte del estado
de Nueva York y, después de husmearlo y dar su visto bueno, lo
vende a comerciantes al por menor en la ciudad y en todo el país. El
heno será suministrado más tarde a caballos de carreras, caballos de
la policía y varias castas de ganado que lo puedan digerir.
Antes que él, el padre del señor Muhlhan vendía heno y paja a los
propietarios de caballos en el Bronx. De hecho, en 1923 en la ciudad
de Nueva York había veintiocho vendedores de heno y otros piensos
que pertenecían a la Nacional Hay Association. Ahora tan sólo
queda el señor Muhlhan. En su oficina del número 50 de la Calle
Cuarenta y Dos Este tiene a mano un saquito de heno maloliente,
que suele husmear para mantener su nariz entrenada en cómo huele
el heno en malas condiciones. Cuando alguien le visita pasa el
saquito de uno a otro como si se tratara de entremeses, y, si uno hace
una mueca al hedor, lanza una larga requisitoria contra los
75
agricultores que producen esta basura. Se asemeja a cualquier otro
hábil vendedor de Madison Avenue.
---000---
76
los dibujos toscos. Algunos chicos lo hacen para parecer muy
machos, algunas muchachas lo hacen como rebelión por ser mujeres,
como las mujeres ainas, en el norte del Japón, que se hacían tatuar
en el labio superior unos bigotes. Algunas personas tienen motivos
prácticos por hacerse tatuar, contando con ello para ocultar cicatrices
o lunares o para imprimir el tipo de sangre o los números de la
Seguridad Social. Otros admiten haberlo hecho por una apuesta, o
porque los compañeros lo han hecho, o para probar que aguantaban
el dolor o sencillamente porque sus padres les habían prohibido que
lo hicieran.
Los ídolos actuales del grupo de tatuados de Nueva York son Dick
Hylan, que tiene estrellas tatuadas en la cara, en las palmas de las
manos y en el interior de los labios; y Jack Drácula, que lleva en la
frente un águila con las alas desplegadas, otras dos águilas en las
mejillas y estrellas alrededor de los ojos, de las orejas y de la nariz.
Jack Drácula, que cuando niño quería crecer y convertirse en
mosaico, ha sido tatuado 244 veces, y dice:
--La gente piensa que estoy chiflado. Pero no me avergüenzo de
ser tatuado. Aunque cuando paso por la calle la gente grita y todos
preguntan: “¿Por qué lo ha hecho?”. Les digo que quiero ser el
hombre tatuado más guapo del mundo… La gente cree que estoy
loco.
---000---
77
vía. Los hombres tardan cerca de cinco minutos en cada estación en
recoger la basura, aunque a veces pierden algo de tiempo luchando
con algún borracho empeñado en subirse al tren vacío. Los
basureros lo rechazan. Él se tambalea y se apoya en una máquina de
chicles. Luego el tren se encamina lentamente y el ruido de los
recipientes metálicos resuena en el túnel silencioso.
--Arrancamos chicles de los suelos de las estaciones durante todo
el año—dijo uno de los hombres--. La goma de mascar mantiene
unidos los andenes del metro. En verano recogemos montones de
medias naranjas exprimidas en los puestos de naranjada; en invierno
son más los envases de café. Las mujeres dejan los pañuelos de
papel metidos detrás de los asientos y creen que nadie se da cuenta.
Hace dos años encontramos un esqueleto humano cerca de la Calle
Setenta y Seis Oeste. Nadie sabe cómo pudo llegar allí.
Aunque muchos de los recogedores de basuras son conductores,
dicen que prefieren el tren de los desperdicios, que los tiene
levantados toda la noche.
--Preferimos las basuras a las personas –ha explicado uno de ellos.
---000---
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--Lo siento, señoras –dijo Mielziner quitándose la chaqueta y
sentándose en un asiento de la fila catorce--. Pero tenemos que
apagarles las luces ahora mismo.
--Está bien --dijo una de ellas.
Así que las señoras dejaron su tarea y se fueron lentamente a la
parte de atrás, para sentarse en los escalones alfombrados a charlar y
a mirar, mientras las luces de la sala se apagaban, el telón subía y
empezaba el espectáculo.
Luces verdes, azules, amarillas saltaron al escenario desde muchos
puntos distintos, y bañaron la escena en un azul apagado,
iluminando vagamente el cuarto de una pensión proyectado por
Mielziner; luego, lentamente, una luz cálida enfocó con nitidez una
habitación con una silla y una mesa donde se apilaban en desorden
algunos libros.
La cara de Mielziner estaba iluminada débilmente en la oscuridad
por una bombilla de diez vatios enganchada a un escritorio
improvisado frente a él. Un interfono en forma de caja estaba
también allí y permitía a Mielziner hablar desde su asiento con el
jefe de electricistas, George Gebhardt, sepultado en un montón de
equipos de iluminación, de escaleras y de cables retorcidos, y quien,
tras bastidores, se servía de un sinfín de interruptores.
Con los ojos medio cerrados Mielziner estuvo mirando la luz
reflejada en el cuarto de la pensión y, por fin, dijo con voz suave:
--No, no está bien, George. Intentémoslo de nuevo.
George dijo que bien, y el telón volvió a bajarse y la Escena
Primera de las luces fue repasada otra vez… y luego una tercera…
hasta que por fin Mielziner se declaró satisfecho. El ensayo del
alumbrado continuó a través de toda la obra (sin actores, sin música,
sin aplausos, solamente con las luces que jugueteaban en el
escenario) durante tres horas. Luego se terminó.
Veinticuatro horas más tarde iba a ser el estreno de la obra. Pero se
trataba del último día de trabajo para Mielziner y la mayoría de los
tramoyistas y técnicos contratados para preparar la escena y la
iluminación. La interpretación detallada de las luces de Mielziner,
cuidadosamente anotada, fue entregada a los que participarían en el
79
espectáculo, sólo que tras bastidores, y quienes cada noche la
seguirían al pie de la letra.
---000---
Cada día, en Nueva Cork, siete detectives con placas de plata van
buscando por la ciudad las huellas de algunos de los delincuentes
más eruditos: los ladrones de libros. Estos siete detectives son
empleados de la New York Public Library para ayudar a recuperar
los miles de libros sustraídos cada año por lectores olvidadizos,
descuidados, de manos ligeras, o por los toxicómanos.
De las 13 mil personas que diariamente toman prestados libros a la
Biblioteca, una media de 500 no devolverá el volumen en la fecha
fijada, y cerca de veinticinco retendrán los libros dos o tres meses
después de la fecha de devolución. De estos veinticinco muchos son
toxicómanos, que toman prestados los libros con tarjetas falsificadas
y los venden a las librerías de segunda mano para poder comprar la
droga.
Cuando un libro tiene un retraso de treinta días, los siete
detectives, capitaneados por un policía veterano llamado John T.
Murphy, son avisados. Empiezan la búsqueda en la última dirección
conocida del que tomó el libro, y desde allí la caza puede conducir
( y muchas veces conduce) a los detectives a algunos de los más
raros y remotos rincones de la ciudad de Nueva York, e incluso más
allá. En los últimos años, el señor Murphy y sus hombres han
logrado alcanzar a Andre Porumbeanu, el travieso chofer que antes
de escaparse y casarse con la heredera Gamble Benedict, de la alta
sociedad neoyorquina, no había devuelto una copia de God´s
Country and Mine. Los detectives también encontraron la pista de
seis libros en la persona del difunto Julián A. Frank, el hombre de
quien se sospechó haber llevado una bomba a bordo del avión que
estalló encima de Carolina del Norte con setenta pasajeros y tal vez
con los seis libros de cosmonáutica y de aventuras que él había
tomado prestados.
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Aunque las personas que retienen libros intencionadamente treinta
o más días corren el riesgo de ser condenados a prisión, Murphy se
contenta con rescatar los libros y cobrar los cinco centavos de multa
al día, además de proscribir a los culpables de las bibliotecas.
Muchas multas han alcanzado hasta los 100 dólares en algunos
casos. Hace poco, Murphy y sus hombres cogieron en Brooklyn a
una pequeña señora que tenía retenidos en su casa 1.200 libros.
Lograron encontrar su pista, a pesar de sus varios seudónimos,
comparando la letra de las varias tarjetas usadas y advirtiendo que
retiraba invariablemente novelas románticas. Así que no fue más
que cuestión de tiempo. Cuando la señora fue atrapada, la enviaron a
un manicomio. Era una insaciable cleptómana, pero una delincuente
muy leída.
--000—
--ESTE TEMA ES INTERESANTE, LO MISMO QUE LAS
SECTAS RELIGIOSAS--
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Cerca del 80 por ciento de los clientes de las adivinas de Nueva
York son mujeres, y los problemas que exponen a las profetisas son
problemas de amor, de matrimonio, de salud y de riqueza, por este
orden. Los hombres se interesan generalmente por asuntos de dinero
y luego por el amor. Dado que las adivinas (por la módica suma de 2
dólares) generalmente quieren agradar, suelen predecir mejoras para
todo el mundo en un plazo de seis meses o un año.
--Las mujeres también nos preguntan: “¿Me engaña mi marido?” y
“¿Este hombre no buscará mi dinero?”, y también “¿Dónde podré
encontrar un hombre bueno?”.
Una adivina contestó:
--Si supiera dónde encontrarlo, iría en su busca y a lo mejor
conseguía casarme.
Puesto que los seres humanos tienen tendencia a recordar las
predicciones que se han realizado y a olvidar lo demás, un número
sorprendente de personas les tienen mucho respeto y temor a las
adivinas. Hay algunos neoyorquinos que, más pronto o más tarde,
acaban siendo víctimas de timos de gitanos. Las gitanas todavía
hacen uso de uno de los timos más antiguos: empieza cuando una
adivina convence al cliente de que su dinero está bajo influencias
satánicas y de que se lo tiene que llevar a ella para que sea
“bendecido”. Cuando lo hace, la adivina lo empaqueta y da
instrucciones al cliente de que el bulto no ha de ser abierto en las
veinticuatro horas siguientes, dando así al ladrón tiempo más que
suficiente para desaparecer antes de que la víctima se dé cuenta de
que su fajo de billetes se ha convertido en recortes de periódicos.
Algunas mujeres policías disfrazadas de prostitutas ingenuas y
enamoradas, visitan con frecuencia a las adivinas, piden consejos y
esperan que intenten timarlas.
--Podemos detener a las adivinas bajo acusación de conducta
desordenada tan sólo cuando predicen el futuro o se les sorprende
intentando robar dinero –ha explicado una policía de Nueva York,
Clare Faulhaber--. Si tan sólo hablan de lo guapa que es una y de
cómo nadie nos aprecia, entonces no hay nada que hacer. En todo
caso, este juego de gato y ratón con las adivinas de Nueva York es
82
un gran deporte. Las gitanas recortan las fotografías de las policías
que publican los periódicos, sacan gran número de copias y las
distribuyen entre todas las demás gitanas de la tribu. Nos hablamos
de tú con muchas de ellas y somos muy amigas.
Cuando tienen que explorar los distintos lugares de Nueva York,
las mujeres de la Policía interpretan muchos papeles. La señorita
Faulhaber explica:
--Si vamos a salones de té en algunos sectores nos vestimos de
prostitutas. Cuando las policías tienen que ir a la calle Houston, en la
ciudad baja, generalmente llevan batas de casa y zapatos sin tacones.
En la calle Orchard, en la zona este, tratamos de ir lo más
desaliñadas posible. En la Octava Avenida, por las calles de la
Cuarenta en adelante, llevamos cestos de la compra e incluso vamos
acompañadas de algún niño para que nos crean de la vecindad. En la
zona este nos cuidamos más y llevamos sombrero y guantes.
Recientemente, en una sesión espiritista en la Calle Ochenta Oeste,
la señorita Faulhaber, todavía felizmente soltera a pesar de las
repetidas predicciones de las gitanas sobre un hombre moreno y
guapo que la persigue, fue vestida con traje de embarazada.
--Era un sábado a las seis de la tarde y cerca de cincuenta
personas, todas muy bien, se encontraban en esta casa de fachada de
piedra, sentadas en sillas plegables, escuchando a una mala pianista
en el acompañamiento de los himnos –cuenta la señorita
Faulhaber--. Era una sesión de grupo, cosa corriente en Nueva York,
y es fácil entrar en ellas. Basta mirar el sábado las páginas religiosas
del Times y se encuentran los anuncios de las reuniones
“espiritistas”. Bueno, pronto entró la médium. Era una señora bajita
de cierta edad, de pelo cano, que llevaba un traje de noche. Las
personas se colocaron en círculo alrededor, y ella empezó a decir:
“Me llegan las vibraciones… vibraciones de una mujer que lleva
dentro de sí una nueva vida. ¿Hay alguien aquí que lleve dentro de sí
una nueva vida?”.
“Yo estaba allí –sigue diciendo la señorita Faulhaber—con un traje
de embarazada que todos podían ver, y la única cosa abultada que
tenía debajo eran el cinturón y la funda con mi pistola calibre 32.
83
Más adelante, la médium hizo pasar una bandeja y la gente colocaba
en ella billetes de unoy cinco dólares. Las luces se amortiguaron.
Entonces fue cuando ella empezó a entrar en “trance” profundo y
empezó a hablar. Primero fue el “tío Bill” de alguien y luego fue la
madre de algún otro, pero lo que más me molestaba era que
cualesquiera que fuesen los espíritus, todos cometían los mismos
errores gramaticales.
Dado que las médiums que comunican con los espíritus algún día
se reunirán también con ellos, existe siempre la necesidad de
entrenar nuevos talentos. En Nueva York, por lo tanto, hay clases de
desarrollo para médiums en toda la zona de las Calles Setenta y
Ochenta de Manhattan, y también en Brooklyn. En estas clases, las
médiums veteranas enseñan a las aspirantes los trucos del oficio. Las
médiums, a veces, se hacen competencia en este negocio con el
mismo vigor de los almacenes Macy y Gimbel, y en algunas
ocasiones llega a haber hasta una guerra de precios cuando una
médium, para fastidiar a otra, ofrece un curso de lecciones de 10
dólares por sólo cinco.
Quirománticas y adivinas de bolas de cristal –la policía raramente
encuentra bolas de cristal en Manhattan, pero se han topado con
algunas en Coney Island –compiten con las médiums y otras
adivinas para ganarse clientes, así que la rivalidad puede ser muy
aguda. Las mujeres de la Policía de Nueva York dicen que algunas
gitanas informan con frecuencia a la policía acerca de las actividades
no del todo correctas de otras de su raza, siendo este el sistema
gitano de mantener la competencia dentro de límites razonables.
A pesar de nuestra era puramente científica, las médiums y las
gitanas son parte importante de la vida de Nueva York y deberían
seguir prediciendo un porvenir dichoso mientras existan mujeres que
sospechan de sus maridos y chicas solteras que quieren saber:
“¿Dónde puedo encontrar un hombre bueno?”. ( 27.247 palabras
hasta aquí)
--000—
84
ESTE TEMA ES INTERESANTE. AVERIGUAR SI HAY EN
NUESTRO MEDIO OFICINAS DE MATRIMONIO Y OTRAS
COSAS SIMILARES COMO LO QUE APARECE EN
TELEVISIÓN OFRECIÉNDOSE Y BUSCANDO HOMBRES O
MUJERES.
85
estaba cubierta de brillantes y viajaba en un Cadillac. Era tan gorda
como antes.
El señor Pauline, que fue presentado a su propia mujer hace treinta
y cuatro años por un agente matrimonial (su padre), dice que aunque
muchas mujeres prefieran hombres de profesiones liberales, la
mayoría se contenta con un tipo estable, formal y no aparatoso que
esté en condiciones de mantenerlas.
--No quieren artistas o actores, o algo parecido –dijo--. Una vez
tuve a un actor que era el sustituto de Sam Lavene en Guys and
Dolls. Este individuo vivía en el Lambs Club, pero no lograba
encontrar a ninguna que quisiera casarse con él. Las mujeres no
quieren hombres que trabajen a salto de mata y logren de vez en
cuando pequeños papeles. Prefieren un fontanero o un carpintero
antes que un actor.
“Otra cosa sobre las mujeres –siguió explicando—es que la edad
no tiene tanta importancia como la estatura. Una mujer está más
dispuesta a casarse con un hombre que le lleve veinte años que con
uno más bajo que ella. Por otro lado, la mayoría de los hombres
quieren mujeres muy guapas o muy atractivas. Algunos las quieren
ricas. Y unos pocos, muy pocos, quieren mujeres que sean
inteligentes”.
Si un cliente quisiera mujeres muy formales, el señor Pauline se
las podría proporcionar. Tiene un fichero aparte con los nombres de
200 damas que no fuman y de 400 que no beben. Si un hombre
deseara rubias alemanas de nacimiento, un agente de la Calle
Cincuenta y Nueve Este tiene montones de ellas, sin contar un par
de condes europeos empobrecidos, algunas princesas gordas y una
docena de archiduques. Y en el Lee Morgan´s Scientific
Introduction Service, en la Calle Setenta y Nueve Este, hay
fotografías, datos estadísticos y números de teléfono de muchas
mujeres inteligentes que han tenido éxito en sus carreras, pero cuya
dedicación al trabajo ha hecho que el amor pasara de largo.
Algunos agentes matrimoniales afirman tener más de diez mil
nombres de personas solteras en sus ficheros, y uno de ellos, Clara
Lane, de la Calle Cuarenta y Dos, tiene en su haber 8 mil bodas en
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los últimos diez años. Sacan sus clientes por medio de anuncios en
los periódicos que los aceptan (muchos los rechazan), o leyendo las
necrologías y enviando más adelante circulares al miembro
superviviente de la pareja. Dicen que investigan todas las
credenciales y las declaraciones de los clientes en perspectiva antes
de proporcionarles encuentros, y parecen abrigar un escepticismo
permanente acerca de la vida, lo que tal vez explique por qué más de
la mitad de ellos no parecen haber encontrado su media naranja.
Aunque una gente de la Calle Cuarenta y Dos, Ellen Joy, dice que
uno de cada seis clientes masculinos que entrevista se le declara.
Pero en el momento en que el bueno se presenta, ella afirma que
sabrá reconocerlo.
--Sobre el aspecto que pueda tener no se puede generalizar –dice
ella, pero mi hombre ideal tiene que ser muy comprensivo. Tiene
que venir de un buen ambiente y ser culto. Lo que quiero no es un
hombre que me pueda ofrecer la luna, sino uno que desee hacerlo.
Mientras hablaba tenía la mirada perdida en el espacio, con las
manos juntas y en sus ojos parecía leerse el cartel que aparece en
muchas oficinas de agencias matrimoniales. Aquel que dice: “Nunca
es demasiado tarde”.
---000---
Las tendencias agresivas de ciertos hombres de Nueva York se
desahogan cuando golpean con una bola de dos toneladas un muro,
atacan a una avenida y hacen añicos las creaciones de otros
hombres. Nada es lo suficientemente grande, fuerte o imperecedero
como para resistir a esos asesinos; nada es tan sentimentalmente
firme como para estar siempre a salvo de los golpes de estos
expertos que esgrimen la bola de metal.
En la ciudad hay por lo menos cuarenta hombres competentes en
el manejo de la bola, pero entre ellos hay tan sólo una docena escasa
de viejos profesionales que tengan una vista tan buena como para
abatir un muro ladrillo a ladrillo a treinta metros de distancia. Desde
la misma distancia pueden hacer caer la bola encima de una moneda
de diez centavos. Pueden balancear la bola como si jugaran al billar,
haciéndola rebotar de un muro a otro, y dejarla volver luego hacia
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atrás para abatir limpiamente una chimenea. Algunas veces lanzan la
bola con toda la fuerza contra un muro; otras veces golpean
ligeramente, resquebrajando el hormigón. Hay contratistas que han
suspendido durante semanas los trabajos de demolición esperando y
pidiendo que uno de estos seis especialistas estuviera libre para
encargarse de la tarea. Algunas veces les pagan más de 300 dólares
por semana por hacer añicos las cosas.
Esta media docena de hombres ha destruido miles de edificios de
Nueva York en los últimos treinta años. Sus hazañas y sus caras son
conocidas por miles de aficionados que ven el espectáculo desde la
acera. Se trata de Benny Newberg, un especialista flaco, de 61 años,
que destruyó las Tombs; Jim Allitt, un inglés de brazos robustos, de
66 años, que aniquiló el hipódromo; Mike Catusco, de 52 años, que
asoló Ebbets Field; Matt Sullivan, de 62, que derribó la Librería de
las Naciones Unidas; Ralph Principe, de 54, que destruyó el Produce
Exchange, y Gil Schultz, de 39, que echó abajo todo lo que se
encontraba en el camino del nuevo edificio del Time-Life y que
también ha derribado hectáreas enteras de barrios populares. Un día,
en Brooklyn, Schultz dio tal sacudida contra una destartalada casa
de cinco pisos, que toda la estructura se vino debajo de un solo
golpe.
Los barrios pobres son los más fáciles de destruir, mientras que las
armerías, las cárceles, los bancos y las iglesias, todos con paredes
muy gruesas, son los más difíciles. A Newberg le costó más de un
año derribar los Tombs, que habían hospedado 500 mil criminales
durante su existencia y estaban construidas como un castillo
medieval.
Una de las residencias particulares que presentó más dificultades
fue el viejo palacio Schwab, en Riverside Drive y la Calle Setenta y
Dos. Tenía muros de granito de medio metro de espesor. Charles
Schwab lo había construido para que durara eternamente. Pero
cuando su mujer falleció, él se cansó de sus setenta y cinco
habitaciones y se mudó a un hotel. Jim Allitt tardó casi seis meses en
derribar sus altas torres y gruesos muros.
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Pero los hombres de la bola metálica están muy contentos cuando
los muros son gordos y el desafío es mayor. Sienten tanta emoción
como los espectadores de la acera cuando, después de un impacto
directo, los muros empiezan a resquebrajarse, los pisos se
derrumban y toda la estructura se cae entre un nubarrón de polvo.
Aunque ganan 4,90 dólares la hora y son maestros en su oficio, a
los hombres pagados para destruir cosas les es denegado
eternamente un privilegio:nunca podrán señalar un bonito trabajo de
artesanía y decir con orgullo: “Esto lo he hecho yo”.
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La Octava Avenida es el sitio en que unos maleantes atacaron a un
descargador llamado Clifford Johnson y provocaron que su ojo de
cristal cayera a una alcantarilla. Es el sitio en que un cocinero,
llamado Rafael Torres, furioso porque un autobús no se detuvo en
una parada, subió a un taxi, alcanzó al automóvil y acuchilló al
conductor.
En septiembre, cuando Manhattan se agitaba protestando por la
presencia en las Naciones Unidas de Kruschev, de Castro y de Tito,
una niña de ocho años fue muerta por una bala perdida en el
restaurante El Prado, en la Octava Avenida.
Todos los años llega el circo a la Octava Avenida, e,
inevitablemente, un león o un toro se escapan y juguetean en medio
del tránsito, haciendo bastante publicidad a la empresa. Cada mes
tiene que intervenir la policía para dominar a masas de gente que se
manifiestan en contra de la bomba atómica, o reclaman mayores
salarios, o se apretujan para pedir un autógrafo a Antonio Rocca.
Se puede casi adivinar lo que está sucediendo en el interior del
Madison Square Garden observando a los que están afuera. Cuando
Rocca está luchando, la entrada de la Octava Avenida está llena de
Portorriqueños y se puede oír la voz del anunciador del ring que
chilla: “¡Amigos! No tiren más objetos al ring”. En noches de
boxeo, se ve a los pequeños tipos de dinero fácil vestidos de oscuro,
con camisas blancas, de pie alrededor de la taquilla, puro contra
puro. Antes de una exhibición hípica se ve a los hombres de frac y
chistera y a las jóvenes rubias, tipo Town & Country. En noches de
partidos de baloncesto se ve a muchachos altos de pelo corto con
jerseys en los alrededores del Garden. Y cuando hay circo, la Octava
Avenida es un escenario de adultos apresurados acompañados de
tres o cuatro niños. Entre la clientela de Nedick se cuentan enanos y
vaqueros.
Por toda la Octava Avenida hay “drug stores” que venden a
precios de saldo. Algunos tienen unos teléfonos tan pegajosos que
da asco arrimarlos a los oídos. Es una calle por la que pasan de prisa
los espectadores de los teatros para ir al Restaurante Downey´s y los
que viven fuera de la ciudad para ir a la estación de Pennsylvania,
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tratando de no fijarse en los mendigos, en los homosexuales y en el
predicador de la Calle Cuarenta y Dos que grita gesticulando:
“¡Pecadores, pecadores! La Biblia enseña que sin derramamiento de
sangre no se redime el pecado…” Y un muchacho picado de viruela
y con el pelo grasiento, chilla: “¡Está usted lleno de mierda, señor!”.
Y el predicador con cara descompuesta contesta: “Chico, necesitas
ser salvado”. Y luego un gran policía irlandés se acerca y ordena a la
gente: “Andando, andando, fuera de la acera”. Algunos se arriman
más al predicador, pero la mayoría se marcha, aunque no a la
velocidad de los usuarios que corren a la Terminal de la Autoridad
Portuaria, donde cada semana olvidan en los autobuses docenas de
paraguas, abrigos y maletas en las 1.300 cajas-depósito de la
estación. Los objetos olvidados llegan a tal volumen, que cada año
la autoridad portuaria organiza una subasta en los sótanos de la
estación de la Calle Cuarenta y Uno. Esto atrae a la Octava Avenida
a los cazadores de gangas y a pelotones de traperos de Ludlow Street
que son llamados Los cuarenta ladrones, y también a Harry The
Gonif, Eddie, de Poughkeepsie, y Cheap Charlie, cuyos almacenes
de trastos viejos, según se dice, contienen la mayor colección de
guantes disparejos del mundo.
--Bien –dice el subastador con su voz de barítono cansado, desde
su elevada tarima en el sótano lleno de humo--, tengo aquí una capa
de piel. No voy a decir que se trate de visón…
--Es lobo—interviene Harry The Gonif.
--Déjeme tocar—pide una señora.
--Catorce dólares—dice Cheap Charlie.
--Dieciséis dólares—puja Harry The Gonif.
--Suyo es—dice el subastador.
--Déjeme tocarla—insiste la señora.
El hombre no le hace caso. Este día tiene que subastar demasiadas
cosas y no puede perder el tiempo con una señora aficionada. Esto
complace a los traperos, porque a ellos también les gustan los
aficionados, ya que se suben los precios demasiado y les privan de
buenas gangas.
91
--La cosa más cara olvidada en la consigna de la estación de
autobuses fue cheques de dividendos de acciones por valor de 50 mil
dólares –dijo John M. Hanrahan, encargado de los equipajes de la
Autoridad Portuaria--. No los vendimos en subasta; los entregué al
Servicio de Compras y Administración y, por lo que sé, todavía
siguen allí. Un millonario excéntrico de la sección de Greenpoint, en
Brooklyn, se los dejó olvidados y luego desapareció y nadie sabe lo
que ha sido de él.
Mientras hablaba, el tránsito de la Octava Avenida continuaba
resonando sobre nuestras cabezas, y en la parte baja, en Abingdon
Square, unos niños hacían rebotar una pelota contra la pared de la
difunta casa de baños, sin prestar atención a los descargadores que
volvían del trabajo, a las gordas señoras italianas cargadas de
vituallas, al alto y delgado portorriqueño de pie en la esquina, con
dedos finos, ojos alerta y con una cicatriz en la cara producida por la
navaja de otro. Una manzana más arriba se oía el timbre de la caja
registradora en el mercado La Ideal, y el olor del pescado que se
desprendía de De Martino casi alcanzaba al vecindario griego con su
taberna Port Said, donde se oye el sonido de las castañuelas y se
admiran las redondeadas formas de la danzadora de vientre con
bonito pelo y ombligo tembloroso.
En la Calle Treinta, los mozos del Centro del Vestuario empujaban
filas de prendas colgadas en percheros múltiples entre camiones y
personas, y en una escuela para barberos en la Calle Cuarenta y
Tres, cinco novatos cortaban el pelo a 45 centavos por cabeza.
Frente a ellos había un cuartel: “¡Llamada a todos los hombres!
Ahora podéis teñiros el pelo en vuestro color natural, incluido rubio
plata, rubio platino, rubio dorado o cualquier otro color: rojo,
castaño o negro. Todo el trabajo hecho con reserva absoluta”.
Arriba, en las Calles Cuarenta y Cincuenta, hay más hoteles
baratos, más “delikatessen”, más personas con cutis feo. En esta
sección, la Octava Avenida es una calle de oscuros boxeadores y de
tabernas de las que son parroquianos. El ex púgil y masajista de
señoras Biz Mackey suele beber en la de Bill Dunn. Otros hombres
de nariz rota van a la taberna de Mickey Walter, enfrente. En las
92
paredes de la taberna Neutral Corner, en la Calle Cincuenta y Cinco,
hay centenares de fotografías de boxeadores que ahora son gordos y
están olvidados.
Detrás del mostrador del Neutral Corner hay un apuesto joven de
treinta y pico de años, de pelo rubio rizado y ojos azules: un hombre
que era boxeador, pero que ahora ha engordado. Se llama Tony
Janiro. Muchas de las fotografías de las paredes muestran a Janiro en
acción: pegando un puñetazo en las costillas de un rival, lanzando a
otros a través de las cuerdas, orgullosamente de pie en la esquina
neutral mientras el árbitro está contando sobre el cuerpo sin sentido
de su contrincante. Fueron colgadas en el bar por el propietario,
Frankie Jacobs, que fue el entrenador de Janiro y creía que llegaría a
ser el campeón mundial de los pesos Walter si hubiera vencido su
debilidad: las mujeres. Pero Janiro nunca lo consiguió. Perseguía a
las mujeres y bebía whisky. Así que a los veinticuatro años era
hombre acabado. Se retiró, y Jacobs, que había comprado la taberna
Neutral Corner, le dio el empleo de barman.
Hoy el ex boxeador friega los vasos de cerveza y el ex entrenador
todavía le reprocha en voz alta (para que lo oigan los parroquianos):
--¡Whisky y mujeres! He aquí lo que ha arruinado a Tony Janiro.
Oh, yo lo vigilaba, es verdad; por la noche acostumbraba colocar mi
cama delante de su puerta para que no pudiera salir. Pero él salía.
¿Verdad, Tony, que te escapabas?
Janiro, siempre fregando los vasos, se vuelve lentamente a su
antiguo entrenador y dice tranquilamente:
--No me arrepiento de nada de lo que he hecho, Jay. Lo único que
lamento son las cosas que no he hecho.
Los clientes escuchan distraídamente porque ya han oído todo esto
muchas veces: la historia de cómo entre 1945 y 1951 Janiro estaba
camino de convertirse en campeón, y lo hubiera logrado si se
hubiera entrenado más severamente y no se hubiera sentido tan
semental.
Es lo que se oye con demasiada frecuencia entre la humareda del
bar marrón oscuro: representantes y entrenadores que se quejan
93
como mujeres en una lavandería pública porque sus chicos han
quebrantado las reglas del entrenamiento.
--¿Cómo es posible que después de ciento veinte combates no
estés más señalado?—preguntó un cliente a Janiro.
--Tengo un tipo de piel que no se corta—explicó Tony--. Por
ejemplo, mi hermano Freddie era boxeador; si le golpeabas en un
codo terminaba con un ojo morado. Tenía ese tipo de piel. Le
golpeaban en un codo y le salía un ojo morado.
--Cómo tenías tanto éxito con las mujeres?
--En Nueva York, si tienes dinero –explicó Janiro—atraes a las
mujeres. ¿Verdad? El dinero las atrae.
--¿Cuánto has ganado?
--Cerca de 500 mil dólares. He perdido trece encuentros sobre 120.
He tenido bolsas grandes con Greco, Graziano y Beau Jack. Era un
chico pobre de Youngstown y vine a Nueva York cuando tenía
dieciséis años. Cuando tuve diecinueve boxee en el Madison Square
Garden. Estaba rodeado de muchos tíos que bebían a mi costa en el
hotel. Si me compraba un traje se lo compraba a ellos también…
---0000---
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Bloomingdale Heights. Uno de los puntos más elegantes de Nueva
York era la Grand Ópera House, que Jim Fisk había comprado en
1869 para Josie Mansfield, una actriz conocida como la “Cleopatra
de la Calle Veintitrés”. Fish había adornado el edificio con barrocas
puertas de caoba, con arañas de cristal y sillas con tachuelas de oro.
Pero después de su muerte, el lugar fue declinando. Y en 1938 tenía
un cine, máquinas para hacer rosetas de maíz, y boleras donde los
chicos que recogían los bolos recibían propinas de cinco centavos
con cara de mal humor.
La gran decadencia de la Octava Avenida comenzó a principios
del siglo, cuando las secciones residenciales empezaron a surgir en
la zona este y las casas del oeste se convirtieron en moradas
populares. En 1925 se cavaron grandes hoyos en la Octava Avenida
para el metro. Un día de junio de 1927 los obreros sacaron seis
ataúdes de la Octava Avenida y la Calle Cuarenta y Cuatro: ataúdes
de madera cara. El cementerio había sido parte de la finca Medcef-
Eden, adquirida en 1803 por John Jacob Astor. Los obreros
limpiaron rápidamente la zona de ataúdes, construyeron el metro e
instalaron máquinas automáticas para la venta de goma de mascar.
Hoy, cerca de la antigua finca Medcef-Eden, en la estación del
metro de la Calle Cuarenta y Dos, hay futbolines y muchachos con
pantalones sin vueltas, muy ceñidos, que menean las caderas.
Durante el verano de 1960, cuando la Grand Ópera House
entorpecía los planes de un gran grupo residencial, se personaron los
equipos de remodelación.
El último toque de la antigua elegancia desapareció de la Octava
Avenida.
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de ochenta y pico de años, ha sido cochero en Nueva York desde
1901, y se agarra a sus riendas lo mismo que a su pasado.
Cuando no hace calor, no sale; únicamente se queda fuera del
Plaza con otros miembros del equipo de chisteras: Bne Potter, que
da de comer manzanas a su caballo; Broadway Jack, un chofer de
taxi arrepentido, y unos pocos más que, al primer centelleo en los
ojos de un turista, preguntan en seguida:
--¿Coche?
Durante su carrera en Nueva York, el señor Phillips ha llevado
personas tan dispares como Enrico Caruso, John D. Rockefeller y
Arnold Rothstein.
--Rothstein me debe dos dólares—dice el señor Phillips, chupando
un cigarrillo que le han ofrecido--. Oh, lo llevaba a él y a su rubia
por toda la ciudad. Entonces, en Park Avenue la calzada estaba
polvorienta y The-Tavern-on-the-Green era ub redil. Tiffany se
encontraba en la Calle Quince. Una vez llevé al campeón de los
pesos pesados, Bob Fitzsimmons al restaurante de Jack en
Broadway. Cuando llegamos me dijo:
--Ven, chico, bebe algo.
Ben Potter se acercó y dijo:
--Una vez tenía yo un caballo ruidoso, llamado Murphy, y una
noche un policía me paró y quiso ponerme una multa porque decía
que mi caballo turbaba el descanso. Preguntó cómo se llamaba el
caballo y cuando le dije que Murphy, este gigante de policía irlandés
paró de escribir y exclamó: “Demonios, no puedo multar a un
caballo con ese nombre”.
--Así era en aquellos días—dijo el señor Phillips--. Entonces
llevábamos buenas chisteras, pero las que tenemos ahora son
baratas. Si llueve, ¡buenas noches! Las compramos a un tio que se
presenta con lotes de sombreros usados y pregunta: “¿Cuánto me da
por estos?”. Yo siempre digo “dos dólares”, y nunca le doy más.
En toda su existencia, la mayoría de los cocheros han transportado
por Central Park a los famosos y a los infames. Prefieren acordarse
de los viejos días en que los coches de caballos recorrían toda la
ciudad y no sólo Central Park.
96
--Pero nunca me retiraré de esta actividad—dice el señor
Phillips--. Me da igual morir en el pescante que en cualquier otro
sitio.
---000---31.398 palabras—
97
Schrafft estuvieran entre los dos millones que acogieron con vítores
a la señorita Ederle en 1926, el año en que cruzó a nado la Mancha y
fue honrada con una bienvenida en el bajo Broadway bajo una lluvia
de confeti. Entonces el presidente Colidge la había llamado “La
mejor chica de Norteamérica”. Recibió propuestas de matrimonio y
alguien escribió una canción llamada “Tell me, Trudy, who is going
to be the Lucki one?”.
La señorita Ederle tendrá unos cincuenta años y pesa ochenta
kilos. Lleva un aparato para sordos. Nunca se ha casado.
--Estuve enamorada una vez—recuerda--. En 1929. Estaba
prácticamente comprometida con aquel hombre. Era un tipo atlético,
de uno ochenta de alto. Puede parecer tonto, pero una vez le dije:
“Con mi oído defectuoso puedo ser difícil para un hombre…”.
Naturalmente, esperaba que me dijera: “Cariño, no me importa nada
lo de tu oído. Yo te quiero”. En cambio dijo: “Creo que tienes razón,
Trudy. Sería difícil para un hombre”. De todos modos, no lo he
olvidado.
A nueve manzanas de distancia, en una taberna llena de humo, un
hombre delgado de pelo cano, hace todo lo posible para que se
acuerden de él. Ofrece de beber a todo el mundo, y distribuye
tarjetas que dicen: “Billy Ray, Último Púgil Superviviente de los
Nudillos Desnudos”. Ray, que ahora tiene cerca de noventa años, era
un tipo tan duro que cuando el reglamento impuso los guantes de
boxeo se retiró. Ahora estaba en un taburete del Neutral Corner y
Tony Janiro le estaba sirviendo otro trago. Bill Ray tenía los ojos
medio cerrados y estaba ejerciendo un antiguo privilegio de Nueva
York; el de rememorar cosas pasadas.
--En los años ochenta un corte de pelo costaba sólo diez centavos
–divagaba--…Echaron a Florence Burns del hipódromo de
Sheepshead Bay por fumar… O, me encantaba ir a la Calle Catorce
y oír a Maggie Cline cantar “Throw Em Down, McCloskey”…
Dicen que Steve Brodie no se tiró del puente de Brooklyn… Son
todos unos mentirosos… yo lo ví… estaba presente.
Podría estar contando cosas todo el día…Jersey Jimmy, el
carterista nacional, tenía una taberna en la Bowery… Algunas
98
veces uno se encontraba con difuntos sentados en la barra. Después
de un velorio los hombres traían a los muertos consigo, los
sentaban en la barra y empezaban a beber… Cuando habían
terminado, el barman preguntaba: “¿Quién paga?”. Ellos
señalaban al difunto… y se marchaban.
---0---0---
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considerado pobre, tenía escondido en un colchón miles de dólares,
y ante estas noticias todo el vecindario se emocionada. Así sucedió
el primero de abril de 1960 en el caso de una extraña y apacible
señora que solía recoger basura en las calles y que fue encontrada
muerta en su piso del número 831 de la Calle 163 Este, encima de
un montón de harapos, con casi 100 mil dólares.
Durante treinta años, en el Bronx, la señora Helen Kay, que era
lectora de Spinoza, había sido vista recogiendo harapos, cascos de
bebidas y alimentando gatos. Vestía siempre muy pobremente e iba
desaliñada, aunque se decía que en su piso había docenas de
sombreros de plumas muy elegantes y trajes de época que ella nunca
se ponía. Los vecinos decían que había frecuentado la universidad,
pero no sabían dónde. Tenían la idea de que hablaban varios
idiomas, pero desconocían cuáles. Sabían que era la viuda de un
doctor --¿o tal vez un dentista?--. La veían diariamente hurgar en los
cubos de basura y, sin embargo, sabían bien poco sobre esta
septuagenaria a la que llamaban “la señora de los andrajos”.
La policía del Bronx no logró descubrir parientes o familiares.
Pero en los montones de harapos en el piso de 46 dólares al mes,
descubrieron ocho libretas de ahorros con depósitos que en conjunto
sumaban más de 46 mil dólares y 124 acciones de American &
Telegraph, además de obligaciones en otras sociedades.
Así que aquella soleada mañana de abril, se abrieron las ventanas
en el piso de la señora de los andrajos, “por primera vez en veinte
años”, dijo el encargado del inmueble. Y tres hombres armados de
escobas barrieron las pilas de papel, de abrigos viejos y de cascos de
soda vacíos.
--Siempre le decía que tenía que gozar un poco de la vida –dijo
Lillian Richman, la sombrerera que trabajaba en la tienda de abajo--.
Le decía que debía mudarse al Concourse Plaza.
El cuerpo de la “señora de los andrajos” que nadie reclamó fue
llevado al depósito de cadáveres del Hospital Jacobi; su dinero
entregado al administrador público del Bronx, está todavía en espera
de una decisión estatal; su piso, repintado y con el alquiler
incrementado, está ocupado ahora por una familia de portorriqueños.
100
Esto ocurre en Nueva York, donde mueren 250 personas cada día
y donde los vivos se precipitan a los pisos vacíos. Esto es lo que
pasa en esta ciudad grande, impersonal, dividida en departamentos,
donde en la página 29 del periódico de la mañana hay retratos de
muertos; en la página 31 fotografías de prometidos; en la página 1
fotos de los que gobiernan al mundo y que gozan de los años
prósperos antes de terminar en la página 29.
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EL TEXTO QUE SIGUE ES UN MODELO PARA UN RETRATO
DE ALEJANDRO O DE MUCHOS COMO ÉL.
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profesor de Harward que una noche sorprendió a su mujer en la
cama con otro hombre. Disparó y mató a los dos y fue condenado a
prisión. Después de ser puesto en libertad pasó cuatro años sin dar
golpe y bebiendo en la Bowery hasta que un día se presentó a los
Voluntarios en busca de ayuda.
Muchos hombres de la Bowery buscan ayuda, pero la mayoría se
hunden en el fango y allí se quedan. No tienen otro sitio adonde ir,
aunque algunos dicen que se quedan en la Bowery porque quieren.
Uno de ellos es un alegre mendigo barbudo que se llama a sí mismo
“Bozo, Rey de los Vagabundos Intelectuales”.
Cualquier noche de verano se puede encontrar a Bozo gozándola
en la Sammy´s Bowery Follies con una cerveza en la mano y
espuma en los labios. Lleva puestas cuatro o cinco camisas a un
tiempo, un traje de baño debajo de los pantalones y un impermeable
enrollado en su bandolera. La mayoría de sus camisas llevan
números ( o nombres de equipos).
Por la tarde nada y toma baños de sol en Coney Island, donde
algunas señoras italianas o judías le dan emparedados y fruta. Por la
noche duerme debajo del entarimado del paseo en la orilla del mar,
o, si hace demasiado frío, se queda en un dormitorio de la Bowery
pagando 70 centavos.
Es un hombrecito tan alegre y extravagante que muchas personas
lo convidan a cenar “para reírse”. Y por las noches, algunos
“legionarios” lo invitan a fiestas y al final le largan dos o tres
dólares. Dado que a los turistas les encanta hacerse fotografiar al
lado de su larga barba blanca en Sammy´s Bowery Follies, la
dirección del local lo considera una “atracción” y lo convida a
cerveza.
--Después de todo –dice—no soy un vagabundo cualquiera: soy un
vagabundo clásico, dinámico y extraordinario.
El verdadero nombre de Bozo es Frederick Aloisius Clarke. Nació
en Provincetown, Massachussets, por el año 1892. Dice que de
joven se hizo marinero y que más tarde estuvo varios años viajando
con espectáculos verbeneros, primero como mozo, luego como
blanco en un “stand” de tiro de pelota, y por fin como anunciador en
102
las tiendas de fenómenos y masajista de un grupo de bailarinas
llamadas “The Eight Virginia Rosebuds”.
Bozo confiesa haberse casado tres veces, todos matrimonios
breves y desagradables. Guiñando el ojo dice que el concubinato es
mejor. Cuando se le pregunta si ha tenido hijos, su contestación es
siempre la misma.
--Siempre que paso por delante de un orfanato, tiro algunos
centavos por encima de la tapia. Quiero que algo le toque a mis
hijos.
Cultiva la amistad (y se hace con las señas) de casi todos los que
conoce, y a veces se presenta sin previo aviso a la hora de cenar.
Con su gorroneo y una pequeña pensión que dice recibir por su
participación en los incidentes de 1914 en la frontera mexicana,
logra vivir a su gusto.
Bozo dice que Nueva York es una ciudad buena para los
vagabundos, pero añade que no le gustaría morir aquí y ser
sepultado con los muertos desconocidos en la fosa común. En las
raras ocasiones que habla de la muerte, la expresión despreocupada
de Bozo cambia de pronto y se tiene la impresión de que no está
completamente satisfecho de ser un vagabundo en la Bowery. Sabe
muchas cosas sobre la fosa común; sabe que está en la isla de Hart y
que allí hay presos. Y sabe que son los presos los que sepultan a los
muertos cada semana en la fosa común: cavan grandes hoyos lo
bastante anchos para 150 ataúdes de pino, y colocan una piedra
encima de cada uno de ellos “y uno ni siquiera sabe cuál es su
maldita piedra”.
Algunas veces Bozo se siente tan solo y triste en la Bowery, que se
pasa a la bebida fuerte y se abandona a una juerga alcohólica.
Durante algunas semanas nadie le vuelve a ver en Sammy´s.
Ordinariamente acaban encontrándole en el arroyo, con la cara sucia
y varias contusiones, porque cuando se entrega al alcohol se vuelve
ofensivo e insulta a hombres importantes de la Bowery, que lo
golpean. Pero luego se recupera y unos días después vuelve a ser el
feliz vagabundo intelectual que bebe cerveza en Sammy´s, que da
103
palmadas en la espalda, que ríe, que posa para fotografías con los
turistas y que dice:
--Hace cinco años yo era un vagabundo. Ahora ¡miradme!
Y más tarde, por encima de las canciones y del ruido de los jarros
de cerveza, se le oye gritar:
--Yo no soy un vagabundo corriente; yo soy clásico, dinámico…
---000---000---
104
el caso de que afloren algunos huesos, se recogen, se colocan en otra
caja de pinto y se vuelven a enterrar en la fosa,
Y así continuamente en Potter´s Field. Los muertos no tienen
descanso. Como ha dicho el novelista William Styron, estas
personas mueren dos veces, tres veces.
Y así será siempre en la ciudad de Nueva York: los pobres
mueren, sus cuerpos se quedan sin identificar durante algunas
semanas en el depósito de cadáveres de la ciudad, y luego son
enviados para ser sepultados no en la ciudad de su elección, sino en
esta apartada isla donde su vista no va a producir más ninguna
molestia a los vivos. Se convierten en polvo a una veintena de
kilómetros de Times Square; lejos de las muchedumbres apretadas,
lejos de los masajistas de señoras; lejos del fabricante de carros de
mano; de los aficionados a los tribunales; de los porteros; de los
enanos luchadores y de las telefonistas que dicen:
--Si la gente quisiera buscar los números…
Y del anunciador del metro que dice:
--Cuidado al salir, por favor…
Y del cinéfilo que grita:
--Pero, ¡usted es Nita Naldi!
Y del vagabundo bebedor de cerveza que, hasta el día de su muerte
convencerá a todos, salvo a los enterradores, gritando:
--Yo no soy un vagabundo corriente; soy un
Vagabundo clásico,
Dinámico.
Extra-
O
R
D
I
NARIO.
105
NOTA: Este es un libro extraordinario. Un ejemplo de cómo captar
el espíritu de una ciudad. Hay viñetas y personajes que me servirán
para elaborar algunas crónicas un poco más a fondo sobre Bogotá.
Y, desde luego, algunos perfiles de personajes que he conocido:
Alejandro Osorio, Panda, Rafael Ángel, Guillermo Bustamante,
Sonia Truque, Fernando Arellano, Fernando Denis, etc. Un material
similar podría ser publicado en El Espectador.
Hay que leer con cuidado a ROBERTO ARLT, el de los aguafuertes
porteños
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