Memorias de José Juan Tablada

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MEMORIAS DE JOSÉ JUAN TABLADA (fragmento)

De la Institución Kathain pasé al Colegio de Grosso


que ocupaba una vieja casa colonial de la calle del
Coliseo Nuevo, exactamente enfrente del teatro
Principal, donde a la sazón actuaban las compañías de
la zarzuela de Arcaraz y las Morrione y del curro
Isidoro Pastor.
La familia Grosso fue benemérita por los servicios
que prestó a la niñez y a la juventud por ella educadas
durante varias generaciones y se componía de cuatro
hermanos: don Miguel, don Ángel, don Enrique y don
Salvador. El primero como mayor y más autorizado
era el director del colegio y aunque de finísimas
maneras y suave de palabra, sabía imponer su
autoridad y exigir la obediencia. Don Ángel, robusto y
grave, era de pocas palabras. Don Enrique además de
profesor de varias materias era encargado de la
disciplina escolar, y Salvador, el más joven, era
familiar y aun travieso con nosotros, sin perder su
jerarquía. Todos ellos eran maestros, habían nacido
para educar y además eran lingüistas admirables,
dominando sobre todo el francés, que era el idioma
oficial del colegio.
Allí aprendí ese idioma que creo conocer tanto
como mi propia lengua; pero para muestra de los
magníficos métodos del Colegio de Grosso en la
enseñanza del cautivador idioma citaré a Francisco M.
de Olaguíbel, que lo aprendió allí y que sin haber
estado nunca en Francia, dominaba absolutamente el
idioma aun en sus formas arcaicas y en su moderno
argot, admirando a los mismos franceses que con él
conversaban.
Causa de la desazón de los hermanos Grosso, que
de todas maneras buscaban el prestigio de su colegio,
fue la apertura en los bajos de la casa de un café
frecuentado por la gente de trueno, servido por
mujeres y que tenía por nombre El Barómetro,
instrumento innecesario allí donde la única e
invariable presión atmosférica era la de las
tempestades… En el mismo patio del colegio se alzó
una barraca de madera donde estaban las cocinas y
gabinetes del café que abría a la calle. No podíamos
tener los educandos una vecindad más impropia, pues
aunque la vida del tabernario figón era esencialmente
nocturna, algo de ella trascendía a las horas
escolares. Durante las horas de estudio solían
llegarnos cantos de voces aguardentosas y furtivas
apariciones de mujeres pintarrajeadas y ligeras de
ropa atraían la perversa curiosidad de los alumnos.
Nuestros sistemas urbanos y cívicos eran
lamentables en aquellos tiempos de la presidencia de
don Manuel González. No sólo se toleraba que aquel
Barómetro, continuo escenario de riñas y escándalos,
se levantara frente a uno de los primeros teatros de la
ciudad y se incrustara dentro del recinto mismo de un
establecimiento de educación, sino que permitía que
el distrito que en las ciudades sajonas se llama la zona
roja, cuartel de las mujeres de vida libre, se instalara
en varias de las calles más céntricas y transitadas…
En efecto, casi cuatro manzanas con sus dieciséis
calles correspondientes, cerca del Gran Teatro
Nacional y a un costado de la Alameda, eran los
dominios de aquella población que con buena
voluntad y algo de optimismo, podría llamarse la
Citerea capitalina.
Su núcleo lo formaban los dos callejones de López
que atravesaban de la calle de la Independencia a la
que entonces se llamaba del Puente de San Francisco
y que fue arrasada para el emplazamiento del
moderno teatro.
A uno y otro lado de esos dos callejones se abrían
aquellas hospitalarias casas que fueron tan del agrado
de Aristóteles, si hemos de creer cierto epigrama de la
Antología que dice:

El Estagirita era pequeño, calvo, tartamudo,


goloso y libertino, siempre metido en casa de
cortesanas.

La densidad de la población de Citerea era grande en


aquellas rúas, pero sus dominios se extendían mucho
más allá, diseminándose y llegando hasta el jardín de
Tarasquillo por un rumbo y por el otro hasta el callejón
de Santa Isabel, también arrasado y que entonces
desembocaba en el lado oriental de la Alameda.
Durante el día aquellas mansiones gratas al
Estagirita, permanecían absolutamente cerradas y en
nada se distinguían de las demás, sino quizás en un
carácter común a todas ellas, al estar situadas en el
piso bajo de las casas o mejor dicho en ser casas de
un solo piso…
Pero al caer la tarde, a la prima noche, a la hora
de los murciélagos y de las estrellas, todas aquellas
habitaciones se iluminaban tanto como era posible
cuando la luz eléctrica no se había aún generalizado y
abrían francamente puertas y ventanas que eran
como aparadores donde se ostentaba la mercancía.
Las casas de rango se velaban con cortinas
transparentes y románticas lámparas a media luz,
mientras las inferiores cubrían a medias sus puertas
con ciertas celosías verdes que en aquella época
usaban sólo esas casas y las cantinas de los arrabales.
El dramatis personae de aquellos parajes
recordaba cierto cuadro de Zuloaga llamado La calle
de Sierpes de Sevilla… Ellas, con holgadas batas o
ropones, aparatosos peinados con listones y flores,
mantones valencianos, zapatillas bordadas con
lentejuelas, de altos y sonoros tacones cuyo resonar
sobre las baldosas era uno de los ruidos
característicos del vecindario aquel… Ellos, los más
conspicuos eran toreros o tipos más o menos
“flamencos” y los muchachos de vida disipada,
concurrentes a las cantinas de Messer, de Peter Gay,
del Congreso Americano o de los billares de Iturbide,
cuarteles generales de la bohemia hasta cierto punto
dorada…
Por las noches aquella humanidad se concentraba
en dos establecimientos célebres por el relajamiento
habitual y por los escándalos y aun tragedias que de
aquel resultaban.
Eran la cantina de Capellanes, lugar sombrío
como una venta de mal abrigo, sin los rebuscamientos
de lujo que inauguró Peter Gay con su primer bar
americano, y el Tívoli Central con salones de baile y
gabinetes en torno de un jardín. Los dos
establecimientos se enfrentaban diagonalmente, en
sendas esquinas de los callejones de López.
La taberna, cuádrale el nombre castizo de
Capellanes, era mala copia de la matritense y estaba
gobernada por un tal Diego Soto que parecía un
comparsa del Gil Blas de Santillana y torvo y
silencioso, intimidaba con su aspecto y su fama de
jaque desalmado a los hampones y lechuguinos
trasconejados que formaban su parroquia, a la vez
que con inexplicable fascinación de Tenorio, atraía a
sus paisanas las daifas andaluzas. Cuando se iniciaba
una riña, volaban los vasos y se desdoblaban las
navajas “que cantan al abrirse”, reculaban los rijosos
ante Diego que hendía el tumulto con brazos de
nadador y los cerraba luego en torno de las hembras
desmayadas a punto.
Aquel Capellanes y aquel Diego, su patrón,
parecían unir en la leyenda báquica los figones y
tabernas del Periquillo Sarniento, con los bares y
cantinas extranjeras de tiempos posteriores.
Allí el pasado luchó con el presente; las magras
de jamón serrano con los ostiones al cátchup, las
nobles cañas de manzanilla con el coctel corrosivo y
con las pintorescas barajas, los dados de ruido
macabro sobre el mármol como si se deshicieran en
huesos de la manos de los jugadores.
En el Tívoli Central había árboles, flores y
fuentes… Aquello no era la crápula descarada que
reinó después. Por las callecillas enarenadas iban en
parejas las traviatas y los armandos, y el amor
alquilado se juraba fidelidad. Los lovelaces
cabecicanos y atufados por varios oportods, se
enternecían al oler de pronto las madreselvas de la
niñez y Consuelo a la Mexicana llegaba al baile con su
cicatriz en la mejilla y la María de Jorge Isaacs bajo el
brazo… ¿Cómo no creer con noble optimismo en la
redención absoluta al oír el entonces flamante Sobre
las olas bajo los truenos en flor y los farolillos
venecianos, al borde de una fuente donde se asomaba
la luna? La corteza de los árboles guardó por mucho
tiempo iniciales célebres en la galantería, grabadas a
navaja junto a corazones traspasados, mucho tiempo
después de que se hiciera polvo el tatuaje correlativo
en el torneado brazo que hirió al florido brazo
arbóreo…
He dicho que había escándalos y aun tragedias
entre la gente de trueno que concurría al Tívoli
Central… pero se registraron menos en toda su larga
historia que en un solo periodo de sesiones de las
modernas cámaras de diputados…Y diré que se
bailaba “relajo” en aquel Tívoli, pero agregaré que si
los parroquianos de aquel lugar público hubieran visto
bailar jazz en los cabarets de ahora donde baila todo
el mundo, ¡habrían telefoneado con escándalo al
patriarcal general Carballeda, entonces inspector de
policía!
Era complemento de aquella vida una especie de
gran parada, de cortejo o desfile que dos veces al día,
a la hora meridiana del aperitivo o la vesperal del
ajenjo, como la señalaba el calendario de los
calaveras, transcurría por las calles de San Francisco y
de Plateros.
En carruajes de lujo, en carretelas de bandera
azul o en simples calandrias de amarilla banderola
desfilaban por esas calles las fáciles heroínas en
quienes ponía su ilusión la pecadora juventud de
entonces.
Presenciar ese desfile, oír los nombres de las
bellezas profesionales de boca de un amigo iniciado o
que pretendía serlo, era el pecado venial de los
tímidos escolapios entre cuyo gremio me contaba yo.
- Vamos a ver el rodeo – me decía aquel
condiscípulo Carlos Águila, de quien nunca volví a
sabe, pero que a mis ojos admirados era la imagen
perfecta del Tenorio. Y parados en una esquina
veíamos el desfile y él me revelaba los nombres
pintorescos.
- Mira, esas dos son Carmita la Mazantini y su
íntima amiga la Mascota… Aquella otra que viene sola
es Antoñica, por quien se arruinó Bernal en la partida
de Tacubaya.
- ¡Adiós, primorosa! – decía impetuoso a otra
sonriente jamona que al ras de nuestra banqueta
pasaba en una carretela abierta inundándonos con un
olor de patchuli y se pavoneaba, sacando el pecho,
gozando de mi ingenua admiración que le suponía
hondo ascendente en el mundo galante.
Así desfilaban todas las seudobeldades cuyos
nombres y favores se cotizaban en el muro cerámico
de la galantería metropolitana… La mayor parte eran
españolas, robustas asturianas y gallegas o gráciles y
cimbradoras andaluzas. Los muchachos colegiales de
12 a 15 años podíamos ignorar los nombres de sabios
y artistas, pero no de quienes desfilaban a diario por
las principales avenidas. En la recreación del colegio
lucíamos nuestra erudición y la pintoresca
nomenclatura, nombres de pila seguidos de lugar de
origen: Julia, la Montañesa, Lola, la Malagueña,
Estrella, la Gallega, nombres bárbaros como África y
suaves como Dulce María o Remedios, otros
sugestivos como Carmen la de los lunares, otros
grotescos y vulgares como la Tachuela, o la Mugre…
Los nombres franceses solían figurar
discretamente: Nelie, Margot o Gabriela, y los
nombres sajones eran casi insólitos. Alguna Fanny
trasconejada, Etta o Margaret nostálgicas y
enigmáticas… En cambio los nombres y alias
mexicanos eran ultrapintorescos y sugestivos: Pancha
la Gendarma, la Cohetera, la Bolas, la Palos, varias
poblanas y morelianas y un sinnúmero de tapatías.
Rememorando hoy aquella concupiscencia de la
vida urbana y la pecadora ciudad en cuyo riñón
cantinas y casas públicas ofrecían constante
tentación, intensificada por el diario desfile de las
daifas a lo largo de las calles céntricas, disculpo los
extravíos en que la juventud aquellos tiempos haya
podido incurrir y me asombro de que los estragos no
hayan sido mayores.
La perversión moral creada por aquel estado
cosas llegaba al grado de identificar la hombría y la
fuerza masculina con la práctica de todos los vicios y
la exhortación a quebrantar las prohibiciones tomaba
la forma de una disyuntiva imperiosa.
Frente al primer cigarro, la primera copa de
alcohol o el primer intento de escapada nocturna, el
amigo corruptor que había pasado con orgullo por
semejante ordalía, decía invariablemente:
– Si no haces esto, ¡no eres hombre!
Y ante los temidos epítetos de joto, marica, poco
hombre, etcétera, el neófito tenía que sucumbir a
pesar de las náuseas físicas o morales que el tabaco,
el alcohol y la hembra de voz ronca y rasgados
ademanes, pudieran producir en su sensibilidad de
adolescente.

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