Asja Lacis - Recuerdo de Walter Benjamin en Capri
Asja Lacis - Recuerdo de Walter Benjamin en Capri
Asja Lacis - Recuerdo de Walter Benjamin en Capri
La primavera y el verano los pasamos con [Bernhard] Reich en Italia. (Mi pequeña hija
Daga había enfermado de neumonía y los médicos recomendaron urgentemente Capri).
Hicimos escala en Roma y Nápoles y permanecimos unos meses en Capri. Vivíamos en una
pequeña casa, cubierta completamente de hojas de parra. En la noche se podía ver claramente
la cumbre del Vesubio y en ocasiones un resplandor.
En Capri también residía Sofia Krylenko, la hermana del conocido revolucionario,
entonces comisario de justicia.
icia. Bernhard Reich y yo visitamos con ella al líder de los futuristas,
Emilio Marinetti, y a Máximo Gorki en Sorrento. Marinetti vivía en Capri, en una villa en un
hermoso gran parque. Su vivienda estaba decorada con muebles poco habituales para la época.
época
En Moscú habíamos estudiado las diez tesis del futurismo de Marinetti y discutido sobre ellas.
Marinetti nos hablaba de Gabriele d'Annunzio y nos leía en voz alta sus escritos sobre la
guerra. Su mujer sólo vestía dos colores: negro y blanco.
Una vez, sin
n esperarlo, se presentó Brecht con Marianne. Nos describió muy
vivamente Positano y nos recomendó visitar allí a Caspar Neher. Fuimos en una lancha a
motor. Positano era un lugar muy especial. Parecía un avispero: los hombres vivían en celdas
excavadas en la roca. Entonces todavía era un lugar bien salvaje. Sólo unos pocos artistas, que
no necesitaban ninguna comodidad e incluso la despreciaban, vivían en Positano.
Reich debía regresar por unos días a Munich. Yo iba a menudo a comprar con Daga a
la Piazza. En una ocasión quise comprar almendras en una tienda. No sabía cómo se decían las
almendras en italiano, y el vendedor no entendía lo que yo quería de él. A mi lado había mi
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hombre y dijo: «Señora, ¿me permite ayudarla?» «Por favor», respondí. Conseguí las almendras
y salí con mi paquete a la Piazza. El caballero me siguió y me preguntó: «¿Me permite
acompañarla y ayudarla con el paquete?» Lo miré y él continuó: «Permítame presentarme:
Doctor Walter Benjamin». Le dije mi nombre.
Mi primera impresión: gafas que despedían pequeños destellos de luz, grueso cabello
oscuro, nariz fina, manos torpes (el paquete se le caía continuamente de las manos). En
conjunto: un intelectual de verdad, uno de los acomodados. Me acompañó hasta casa, se
despidió de mí y me preguntó si podía visitarme.
Vino ya al día siguiente. Estaba en la cocina –si se le podía llamar cocina a aquella
cabina– y cocinaba espaguetis, encendía con paja el fuego. Yo llevaba un vestido gris que en
uno de los lados tenía un roto (lo había olvidado). Pronto trabó amistad con Daga. En Dirección
única habla de una pequeña muchacha que se negaba a saludar al invitado porque todavía no se
había lavado, pero que después de haberlo hecho entró desnuda en la habitación para saludar.
Se trataba de Daga. Mientras comíamos los espaguetis dijo: «La observo desde hace dos
semanas. Cómo usted, en su traje blanco, con Daga, con sus largas piernas, no atraviesan la
Piazza, sino que como flotan por ella.»
Se desarrolló una animada conversación. Le hablé de mi teatro infantil en Orel, de mi
trabajo en Riga y en Moscú. De inmediato se despertó por su interés por el teatro infantil
proletario y por Moscú. Tuve que seguir hablándole no sólo del teatro moscovita, sino también
de las nuevas costumbres socialistas, de los nuevos escritores y poetas; le mencioné a
Libedinski, Babel, Leonov, Katajev, Serafimovich, Mayakovski, Gastev, Kirilov, Guerasimov,
le hablé de la Kollontai y de Larissa Reissner. Él, a su vez, me habló de la literatura francesa
moderna, de André Gide y de Los monederos falsos, de Marcel Proust, a quien encontraba
increíble, y me tradujo varias páginas de descripciones de éstos. Me proporcionó en unas pocas
frases retratos literarios de Vildrac, Duhamel, me tradujo sus pasajes favoritos de las novelas de
Giradoux, cuya intelectualidad y delicados análisis del alma elogiaba. Más tarde, ya en Berlín,
me dio a leer América, la novela inacabada de Kafka. Kafka me causó una honda impresión.
Más tarde me proporcionó El castillo y los relatos cortos de Heinrich von Kleist, por los cuales
estaba fascinado. Uno de sus escritores favoritos era Jean Paul.
Benjamin llevaba en Capri una vida desordenada. A menudo no comía nada al
mediodía, como mucho una tableta de chocolate.
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Una ocasión apareció muy contento y dijo: he alquilado finalmente una casa fabulosa,
venga a echarle un vistazo. Para mi sorpresa, la casa era un agujero en una jungla de viñedos y
rosas salvajes.
A menudo me hablaba de su trabajo. Le pedí que me leyera en voz alta su traducción
de Charles Baudelaire. Ya antes me gustaba mucho Baudelaire. Me habló mucho sobre Goethe,
sobre todo de Las afinidades electivas, que le fascinaba. Decía que era una obra muy moderna en
su psicología y en los problemas presentados, y me comentó que trabajaba en un ensayo sobre
este libro. Se había metido a fondo en el trabajo de El origen del drama barroco alemán. Supe por él
que se trataba de un análisis de la tragedia barroca alemana del siglo XVII, que sólo unos pocos
especialistas conocían, pues estas tragedias nunca fueron representadas. Torcí el gesto: ¿Por
qué se ocupa de literatura muerta? Estuvo en silencio un rato y luego dijo: en primer lugar llevo
al campo de la ciencia, de la estética, una nueva terminología. Para hablar de lo que pertenece al
nuevo drama se necesita entonces del concepto de “tragedia”, pero se utilizan
indiscriminadamente, sólo como palabras [en alemán se emplean dos términos: Tragödie,
Trauerspiel, N.T.]. Yo muestro las principales diferencias entre ambos términos para la tragedia
(Tragödie, Trauerspiel). El drama del barroco expresa la desesperación y el descontento hacia el
mundo: son en verdad obras muy tristes. La actitud de los trágicos griegos, de los verdaderos
trágicos, y del destino, sigue siendo rígida en comparación. Esta diferencia percepción del
mundo y la actitud hacia él es importante. Esta diferencia, asimismo, había de ser tenida en
cuenta y que procurase finalmente una diferencia entre ambos estilos, concretamente entre
Tragödie y Trauerspiel. La dramática del barroco es, de hecho, el origen de que la literatura
alemana del siglo XVIII y XIX se amplíe a los dramas trágicos.
En segundo lugar, dijo, se trata de un estudio y no de una mera investigación
académica, tiene una conexión inmediata con problemas muy actuales de la literatura
contemporánea. Puso énfasis en particular que en su trabajo la dramática barroca era una
búsqueda de un lenguaje análoga a la que caracterizaba la aparición del expresionismo. Por eso
me he ocupado tan extensamente de la problemática artística de la alegoría, el emblema y el
ritual, dijo. Los estéticos tenían hasta entonces la alegoría como un medio artístico de segunda
fila. Él quería demostrar que la alegoría es un medio de un alto valor artístico, es más, que es
una forma especial de la experiencia estética.
Entonces no estuve satisfecha con sus respuestas. Le pregunté si también veía analogías
en la forma de ver el mundo (Weltanschaaung) de los dramáticos del barroco y los expresionistas
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y qué intereses de clase expresaban. Él me respondió vagamente y añadió luego que estaba
leyendo a Lukács y comenzaba a interesarse por una estética materialista. Entonces, en Capri,
no entendí correctamente la relación exacta entre la alegoría y la poética moderna.
Retrospectivamente, me doy ahora cuenta de lo perspicazmente que Walter Benjamin había
visto a través los problemas de forma modernos. En los años veinte surgieron las piezas de
agitprop y la dramática de Brecht (Mahagonny, La pieza de aprendizaje de Baden sobre el acuerdo), en
las que la alegoría funciona como un medio de expresión de valor. En la dramática occidental,
por ejemplo en los dramas de Genet, también en Peter Weiss, el ritual es un factor importante.
En Capri me explicó que su trabajo sobre el drama barroco alemán tenía una gran
importancia para su carrera. Quería emplearlo como escrito de habilitación para conseguirlo
una plaza de profesor en una universidad. Como en muchos puntos difería de los dogmas
tradicionales e indirectamente polemizó contra Johannes Volkelt, el papa del a estética, tuvo
dificultades y tuvo que actuar diplomáticamente. [La obra de Benjamin, considerada uno de las mejores
sobre este tema, fue rechazada por las universidades, dando comienzo a una carrera profesional de su autor
atravesada de dificultades en los márgenes de la academia. N.T.]
Ahora releo una vez más el libro y me doy cuenta de lo ingenuo que fue Walter.
Aunque el escrito parece académicamente correcto, con citas muy eruditas, también en francés
y en latín, aunque es brillante y abarca un material tan enorme, es sin embargo claro que este
libro no lo había escrito ningún académico, sino un poeta que estaba enamorado de la lengua y
desplegaba hipérboles para construir unos aforismos brillantes. Walter Benjamin me escribió
poemas. Estaban compuestos en versos arcaicos, en hexámetros y alejandrinos. Eran ricos en
contenido y magistrales en la forma.
Benjamin me acompañó a una Festo en Capri y Anacapri. Fuimos a la Piazza y vimos
allí un espectáculo maravilloso: carretas de fuegos artificiales de diferentes colores corriendo a
toda velocidad arriba y abajo, atravesando la noche y emitiendo reflejos dobles: por arriba, en
el cielo, y por debajo, en el mar. Una combinación de ornamentos tan llena de fantasía y tan
increíble como aquella yo nunca antes la había visto. Estábamos hipnotizados. Cuando me
acompañó a casa me dijo: «Eso le cuesta al Estado un buen dinero. Los de arriba entienden, sin
embargo, que ha valido la pena. El pueblo no necesita solamente panem, sino también circenses.»
En una ocasión llevaba un libro de hebreo consigo. Me dijo que estaba aprendiendo
hebreo. Quizás emigraría hacia Palestina. Su amigo Scholem le había prometido allí una
existencia segura. Me quedé sin habla. Luego tuvimos una fuerte discusión: el camino de un
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intelectual progresista llevaba a Moscú, pero en ningún caso a Palestina. Hoy puedo decir con
tranquilidad que si hubo alguien que consiguió que Walter Benjamin no emigrase a Palestina,
ésa fui yo.