(Cherryh, C.J) - El Angel Con La Espada

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C. J.

CHERRYH

NOCHES DE MEROVINGEN

EL ÁNGEL CON
LA ESPADA

ICARO/FANTASIA

1
Título del original inglés: ÁNGEL WITH THE SWORD

Traducido por: RAFAEL


LASSALETTA

1985 by C. J. Cherryh
1990 De la traducción. Editorial EDAF, S. A.
1990. Editorial EDAF, S. A. Jorge Juan, 30, Madrid.
Para la edición en español por acuerdo con DAW BOOKS, INC. N. YORK
(USA).

No está permitida la reproducción total o parcial de este libro, ni su tratamiento


informático, ni la transmisión de ninguna forma o por cualquier medio, ya sea
electrónico, mecánico, por fotocopia, por registro u otros métodos, sin el
permiso previo y por escrito de los titúlales del Copyright.

Depósito Legal: M-7523-1990


I.S.B.N.: 84-7640-387-9

l'RINTED IN SPA1N IMPRESO EN ESPAÑA

Imprime Cofas. S. A. Polígono Industrial Calfersa. Fuenlabrada

2
«UN LIBRO SORPRENDENTE DE UN MAESTRO
DEL GENERO.»
The Baltimore Sun.
«C. J. Cherryh está aquí en plena forma, con un relato
de amor, acción e intriga en un escenario tan bien escrito
que puedes verlo, tocarlo, saborearlo y olerlo.»
(Roger Zelazny, ganador del Premio Hugo, autor de Lord
of
L ig ht y la serie A m ber.)

«Altair Jones es maravillosamente inquebrantable, resuel


ta
y sorprendente... todos los personajes secundarios sonmoco
joyas... cuando una novela es tan buena como ésta, lector
¡el
quiere volver a ella inevitablemente!»
(Anne McCaffrey, autor del éxito Morefa, Dragón Lady of
Pern.)

«Recomendado... el mundo de Merovin que presenta


Cherryh, con su historia de abandono y desesperación, rivali
dad
religiosa y curiosas costumbres sociales, actúa como un
contraste perfecto del espíritu ardiente e independiente de
su heroína.»
Library Journal.

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¡BIENVENIDO A LAS NOCHES DE
MEROV1NGEN!

Con el ÁNGEL CON LA ESPADA inicia el


primer viaje a un nuevo universo mundial
compartido, En los luluros volúmenes de esta serie
de acción, intriga y aventura, NOCHES DE
MEROV1NGEN a. C. J. Cherryh se le unirán autores
de tan a l t a talla como Atine McCaftrcy, Roben
Asprin, Lynn Abhey y otros muchos, cuyos
personajes, creados para esta serie, rondan por los
oscuros canales y merodean por los altos puentes,
formando alianzas inesperadas, librando batallas
por la supervivencia y el dominio, midiéndose en
astucia . y rapidez unos contra otros y todos contra
los numerosos peligros de la más peligrosa e
intrincada de las ciudades, Merovingen. Demos
ahora la bienvenida al ÁNGEL CON LA ESPADA
y esperemos el próximo volumen de NOCHES DE
MEROVINGEN.

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5
ÍNDICE

El ángel con la espada ..................................................... 7


Apéndice .......................................................................... 170
Sobre la unión, Alianza y Merovin. Historia concisa de
Merovin .......................................................................... 171
Cronología ....................................................................... 174
Religiones de Merovin ..................................................... 176
Estaciones y tiempo ......................................................... 178
El Ángel de Merovingen ................................................. 180
La Limpieza y el Restablecimiento ................................. 181
El terremoto ...................................................................... 183
Nombres meroveos ........................................................... 185
Merovin y la moneda ...................................................... 187
Manufacturas y comercio ................................................. 189
Ropa y moda .................................................................... 190
Uniformes y patasnegras ................................................. 194
Armas ................................................................................. 195
Gobierno .......................................................................... 196
Barcos meroveos ................................................................ 198
Argot de los canaleros...................................................... 200
Vida marina merovea........................................................ 202
Estuario ............................................................................. 203
Música Merovingia ............................................................ 204
índice de islas y edificaciones por regiones .................. 205
Mapas ................................................................................ 209

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C. J. Cherryh El ángel con la espada

CAPÍTULO 1

H ABÍA ahora en todo el mundo más de cien ciudades; y era un mundo


mucho mejor que el que habían dejado los antepasados. Estaba la
heptápolis del Chattalen, que se extendía por el mar Negro tomo una línea de
perlas oscuras; estaba la próspera tierra ribereña de Nev Hettek, que enviaba,sus
barcos, traqueteando con sus lentos motores, río abajo por el gran Del, hasta el
mar de Sundance. Había asentamientos cerca de las extrañas ruínas de Nex. Allí
donde la tenacidad humana encontraba un punto de apoyo, aparecía el comercio; y
el mundo, llamado Merovin en los mapas, se las arreglaba lo mejor que podía,
situándose de cara al presente o el futuro entre el conocimiento cierto de que la
humanidad del mundo exterior no tenía interés por él y la esperanza eterna de
que los inhumanos sharrh no quisieran utilizarlo. Con seguridad los sharrh no
tenían la menor intención de dejar en libertad y en el espacio a los esparcidos
habitantes de Merovin.

Por tanto, el mundo (y tengamos en cuenta que sólo en un contexto


religioso los habitantes lo llamaban Merovin) se las arreglaba por sí solo: estas
cien ciudades habían sido creadas por humanos demasiado tenaces para
abandonarlo cuando el tratado humano-sharrh exigió la eliminación de la colonia;
descendían de colonos lo bastante astutos como para esconderse de los grupos de
búsqueda; y lo bastante resistentes como para sobrevivir a la Limpieza, que acabó con
la tecnología. Desde entonces, los sharrh ignoraron a los habitantes de Merovin.
(Aunque había rumores de que algunos sharrh no habían mantenido la parte del tratado
que les correspondía.) El alboroto y la conmoción decayeron; los humanos fugitivos
salieron de las colinas, reconstruyeron las ruinas y procrearon. Después, veinte generaciones
de descendientes los maldijeron pensando que habían sido totalmente estúpidos.
Veinte generaciones de descendientes construyeron las cien ciudades y vivieron en
ellas; en lo más profundo de su corazón tenían la certidumbre de que en algún otro lugar a
la humanidad universal le iba muchísimo mejor que a los humanos de Merovin. Las
estrellas brillaban allí arriba como un paraíso inalcanzable, y los meroveos vivían y
morían bajo ellas con el conocimiento de que sus vidas eran limitadas en la misma
medida que amplios eran los cielos. De ello había que dar las gracias a los antepasados.
Que fueron estúpidos.
Pero había ya algunas maravillas en Merovin. Hasta el alma más sombría y
desesperada admitiría una cierta majestad en las Montañas Neblinosas y el Sundance
verde y agitado; en el Desierto de las Gemas de la fábula, o también, aunque con un
estremecimiento, en las remotas ruinas sharrh de Kervogi y Nex. Había una luna que
inspiraba a los románticos, le llamaban la Luna, y otras dos lunas más que los meroveos
llamaban los Perros y perseguían a la Luna a través de los cielos. Había ciudades como
Susain en las que podían enriquecerse con las minas. Había centros comerciales como
Kasparl, en los que rebosaban los extranjeros llegados por el río y en caravanas.
Merovin tenía sus puntos de esplendor.
Pero en todo ese mundo formado por cien ciudades humanas, probablemente no
había un lugar peor que Merovingen, la ciudad de los mil puentes, de seiscientos
cincuenta años de antigüedad, pero en pie todavía a pesar de su decadencia.
De toda la mala suerte de los antepasados, Merovingen se había llevado la peor
parte. Fue la primera ciudad del mundo. El puerto espacial... bueno, los antepasados

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C. J. Cherryh El ángel con la espada

sabrían lo que habría sido eso. Y en la inefable sabiduría de los antepasados, habían
situado Merovingen en el Det, pensando en el comercio que bajaría por el río en
barcazas baratas y podría ser enviado al mundo exterior desde el puerto espacial.
Pues bien, el comercio bajó por el Det, pero en el puerto espacial crecían las
hierbas y matorrales. Además, el terremoto que río arriba había arrasado la infortunada
Soghon (ciudad que se convertiría en el principal punto de contacto de Merovingen con
el interior), desvió también el curso del Det, que acabó inundando una gran parte de
Merovingen. La ciudad se lanzó desesperadamente hacia arriba sobre pilares, construyó
puentes y siguió creciendo cada vez más arriba y a los lados de las ruinan inundadas de
los antiguos edificios, a pesar de la fiebre y del lento crecimiento del río (o, según solía
dicutirse, el inexorable hundimiento de los pilares de Merovingen). Merovingen vivía, y
ahí estaba su desgracia, sólo lo suficiente para no morir.
Desde la distancia se veía una maravilla de cosas variadas, como un muelle
arruinado de tablas grises sobre el que se habían construido torres, una caprichosa
profusión de agujas de madera con ventanas que daban la impresión de formar un sólo
edificio. (Casi era así, inclinado casi sobre los canales, que habían sustituido a los otros
modos de transporte.) Tenía verdaderamente mil puentes. Una enloquecida red de tres
pisos formada por pasarelas y puentes aéreos, puentes que unían balcones, puentes que
unían puentes, escaleras que unían un nivel con otro, por lo que las casas, tiendas y
fábricas se empujaban unas a otras para obtener al menos una hora de luz del sol,
exceptuando los pisos altos y las torres, que eran el lugar en donde había que vivir si
el destino te había llevado a Merovingen. Las torres disfrutaban de las brisas (y las
tormentas); mientras que los habitantes de las áreas inferiores estaban siempre
dispuestos a mudarse con sus pertenencias si venía la inundación. El conjunto se
agitaba y gemía con los vientos, o ante el empuje de la marea alta que subía por
encima de las aguas superficiales del puerto y entraba en los canales; o, podía temerse,
ante un nuevo paso hacia el olvido de todo el conjunto de la ciudad. Así era el
Merovingen alto.
En la ciudad de abajo se movía un oscuro mundo de barcazas y barqueros,
skips, barcas de pértiga y cualquier navio que pudiera cruzar la red de canales y
cupiera bajo los puentes de Merovingen, que en su mayor parte no tenían una
altura regulada. Abajo, en las profundidades acuáticas de la ciudad, existía el más
ínfimo de los niveles, los cimientos de los edificios en las últimas fases de
apuntalamiento, antes de que también ellos se hundieran y fueran a formar parte de
los cimientos bajo el barro: pequeños rincones de tiendas y tabernas que servían al
desesperado, el que algún día acabaría uniendo sus huesos a esos cimientos subacuáticos,
En ese lugar se producían desapariciones. I.as vidas iban y venían con la misma
transitoriedad que los barcos, los cuales cambiaban de lugar como fantasmas negros
entrando y saliendo de los pilares de los puentes, dirigiéndose hacia algún área soleada
abierta al cielo, para desaparecer de nuevo, silenciosos y ocultos, en la red de
canales. Una vida se acababa, un cuerpo se deslizaba bajo el agua, y a nadie le
incumbía. Y si a alguien le importaba, no tenía dónde acudir con su queja. Había
un gobernador: su nombre era Josef Alexander Kalugin; mas nadie llegaba tan lejos,
pues sobre todo significaba que había alguien rico sentado encima de la columna junto
con otros ricos, quienes eran capaces de comprar muchas muertes sin que a nadie le
importara.
Merovingen, por tanto, seguía adelante lo mismo que el mundo. Su maravillosa
apariencia se apreciaba mejor desde un lugar distante, por ejemplo el lado abrigado
del viento de la bahía. O desde el mar, más allá del Borde. Demás cerca podía
olerse el viento que allí se pudría, los laberínticos canales y puentes de las antiguas

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C. J. Cherryh El ángel con la espada

construcciones de Merovingen, con el desdén de los merovingios últimos por todo lo


que significara un plan coherente. Se alimentaba de las corrientes laterales y
superficiales del fracasado puerto, alabando a los antepasados por su previsión.
Apestaba. Era el refugio de los piratas, los desesperados y los marginados de las
otras ciudades.
Aunque la mayoría de esos desafortunados simplemente habían nacido allí.
Altaír Jones era una de ellos: empujando con la pértiga su apretujado skip por
los negros canales de Merovingen, bajo sus puentes, y a lo largo de sus escasos canales
abiertos, cualquier pequeña carga que hubiera podido contratar un skip construido
en gran parte con tablones de cubierta del viejo Det Star, hasta que estallaron sus
calderas, enviando a su recompensa eterna a los cincuenta y dos tripulantes y los
ochocientos nueve pasajeros. Altaír Jones era una larguirucha patilarga de diecisiete
años; o de dieciséis: lo había olvidado, y su madre no le había dejado otra cosa que
una barca envejecida, la ropas que llevaba puestas y un nombre adventista, lo que no le
era de gran utilidad en una ciudad habitada en su mayor parte por revenantistas.
Descalza, con unos pantalones raídos y una gorra de marinero de río puesta con
inclinación sobre su pelo negro, encima de un rostro oscuro por el bronceado, estaba
lejos de parecerse al chico que pretendió ser hasta que empezó a crecer y engordar;
pero si le mirabas a los ojos sabías que estabas contemplando a alguien que te
agujerearía el barco o los barriles si le dabas motivo para ello; y eso años después
de la ofensa; y mientras tú estuvieras dormido a bordo y sin sospechar nada. En el
río había formas de ganar dinero más fáciles que con Jones. Todos se hacían esa idea
enseguida. Tratabas de negocios con Jones y estabas seguro de que tu carga llegaría allí
donde deseabas si tenías uno o dos barriles que transportar. Y si eras un canalero
honesto y pedías a Jones que te vigilara la barca y las mercancías mientras hacías algo
en la costa, allí estarían sin que nadie las tocara. Cuando subía a tierra, dejando el skip
vigilado por alguien, llevaba un cuchillo y un gancho de barril, que eran sólo las
herramientas de su comercio, pero los ratas de río y los canaleros tenían modos de
utilizarlos que estremecían a los habitantes de los puentes, y hacían que los rufianes de
los laberínticos caminos se lo pensaran dos veces: los habitantes de los canales no
significaban nunca una rica ganancia, y un grito de ¡ware, hey! hacía que entraran en
el asunto todos los ratas de agua que lo hubieran oído, con los ganchos y cuchillos
desenvainados.
Y no es que no hubiera sinvergüenzas y asesinos entre los habitantes de los
canales. Los había; lo mismo que cuerpos que se deslizaban calladamente en la
bahía del Det, y barcas robadas, sobre todo barcas pequeñas de canaleros solitarios que
se encontraban de pronto en algún canal oscuro con la retirada cortada por ambos lados.
Pero Jones era demasiado astuta para que le sucediera eso. Casi siempre manejaba su
skip sin el antiguo motorcito, que en el mejor de los casos sólo funcionaba de manera
caprichosa. Utilizaba la pértiga y el gancho para cruzar entre el tráfico del día con un
diestro cambio de sus pies descalzos y un impulso de la pértiga que le permitía acelerar
el skip en los lugares apretados, pero no corría riesgos por la noche: los refugios profundos
se los dejaba a los grupos y bandas que los dirigían, y el amarre nocturno solía hacerlo
junto al Puente de la Ciudad Alta, en donde podía encontrar sitio junto a otros
canaleros, una desgarbada colección nocturna de embarcaciones desvencijadas, algunas
auténticas barcas de pesca, que salían del Det y del puerto y habían venido a pasar la
noche y a coger suministros; en su mayor parte eran embarcaciones de canaleros;
algunos esquifes o barcos de pértiga contratados, pequeñas barcas y numerosos skips
como el de ella. En sus horas libres solía pescar, principalmente anguilas; los canales
eran nocivos, pero el canal del puerto seguía sano, y cuando las aguas se volvían

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C. J. Cherryh El ángel con la espada

realmente lentas, y tras las tormentas, cuando el mar se precipitaba al Puerto Muerto o
al pantano y el Puerto Plano, navegaba con el motor rodeando el Borde, hacía un fuego
en la playa para marcar su territorio, y pescaba y peinaba el bajío del Sundance bus-
cando lo que hubiera traído la marea, a veces con red y otras con caña, encontrando
de vez en cuando un trozo de madera, una concha rara que regatear o un trozo de
lona que comerciar o vender.
El único comercio que realizaba con regularidad consistía en acudir a la puerta
trasera de las tabernas para comprar algunos barriles; subía los escalones que había al
lado del canal, llamaba a la puerta y el mozo quitaba las cadenas de los barriles,
vendiéndoselos por los escasos peniques que tenía; luego ella volvía a vendérselos al viejo
Hafiz, el cervecero, regresando de nuevo con una carga de cerveza y whisky. Ese era su
comercio, de poco beneficio y muchas horas de trabajo, pero significaba el pan con el que
acompañaba las anguilas de río.
Muy de vez en cuando, en la taberna de Moghi, junto a la Escalera del
Mercado de Pescado, su primer y mejor cliente, conseguía un negocio diferente, unos
cuantos barriles de brandy muy bueno, que llevar canal abajo a Hafiz, junto con los
vacíos. Cómo los conseguía Moghi era una buena pregunta, pues procedían de una parte
muy alta del Det, o incluso del Chattalen. Pero Hafiz tenía sus clientes de la zona
residencial, y cuando ese buen brandy bajaba por el canal, subía luego por él una carga
importante de la mejor cerveza de Hafiz, con lo que un buen dinero viajaba en ambas
direcciones.
Aquella podía ser una de esas noches, pues había un barco fluvial de Nev
Hettek calado a babor de Detside, lo que significaba que mercancías ilícitas se
infiltrarían bajo los puentes de Merovingen, y también significaba que buenas
mercancías llegarían a la zona residencial. Altaír Jones olía las posibilidades.
Por eso se acercó en lo más oscuro de la noche, pasando despacio junto a las
barcas reunidas cerca del puente High-town, como si estuviera buscando un
pumo de amarre, y luego subió por el Gran Canal hasta los pilares de la escalera
del Mercado de Pescado, desde donde una serie de escalones serpenteantes bajaban
desde el triple puente de la parte superior de Merovingen. l.os altos edificios de
madera se superponían; las pasarelas, de un gris plateado bajo la luz de la luna,
unían el espacio entre ellos; y el puente del Mercado de Pescado cruzaba el canal
sobre robustos pilares que formaban una especie de bosque negro y acuoso junto a
uno de los escasos restos de roca solida de Merovingen. Enmarañado con todo ello,
los porches negros de un almacén de segunda mano, una especiería, un horno y la
deteriorada taberna de Moghi, donde la luz del farol del porche bailaba sobre las
aguas e invitaba a los clientes a que se acercaran, a pesar de la puerta cerrada y
de las ventanas atrancadas.
Allí, en esa esquina del porche de Moghi, Altaír se acercaba a un pilar
conveniente y sujetaba el amarre, dejando que la corriente llevara el skip hasta
la escalera del porche de Moghi, unos tablones desvencijados unidos con clavos.
Cuando escuchó unos pasos apresurados sobre las tablas por encima del murmullo de
las bolas del agua del canal se detuvo, sujetándose con una mano a la escalera; su
vista aguda captó un movimiento bajo la luz de la luna, entre los adornos de la
Escalera, en la parte inferior del triple puente.
Vio unos hombres vestidos con mantos. Se quedó helada allí mismo,
aproximando el skip al pilar y manteniéndose lejos del porche iluminado, pues
abundaba la gentuza que se escondía por los puentes del Merovingen nocturno.
Se bajo el borde de la gorra para ocultar los ojos, con el fin de que no brillaran
bajo la luz del farol del porche de Moghi, y mantuvo la cuerda tensa para que el

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C. J. Cherryh El ángel con la espada

barco no se moviera ni chocara contra el porche. El frío y la tensión de los brazos le


produjo un estremecimiento en los músculos.
En el puente, no muy arriba, había media docena de hombres, vestidos todos
con mantos oscuros. Escuchó el murmullo de sus voces cuando se acercaron a la
barandilla. Estaba segura de que para nada bueno. Había veces que los contrabandistas
trataban con Moghi de asuntos que querían mantener en privado, y eso podía ser un
problema. Pero esos hombres parecían otra cosa, vestidos con mantos, encapuchados,
inclinados sobre un peso que subieron a la barandilla.
Entre ellos brilló una forma irregular; luego vio un cuerpo, que cayó en el aire
de la noche y golpeo las aguas negras salpicando de agua a Altair. Ésta retuvo la
respiración y se apretó contra el pilar mientras escuchó unas risas; otro estremecimiento
recorrió sus músculos tensos, mientras la corriente trataba de llevarse la barca, lo
que pudo impedir con un fuerte lirón de sus braxos.
— ¿Lo has visto? —preguntó uno, con voz débil, por encima de su cabexa.
— No —respondió otro— . Está acabado.
Esos hombres se fueron, produciendo sombras entre las barandillas y ruido de
tacones de zapatos de cuero en la Escalera del Mercado de Pescado. El ruido
disminuyó. El problema se alejó del río y subió a Merovingen alto, dirigiéndose
quizá al lugar de donde había salido. En la taberna de Moghi no se movió nada.
Altaír solto el pilar; el skip dio varios golpes siguiendo el movimiento del
agua y Altaír buscó a tientas con sus dedos fríos el nudo de cuerda. Nada de
barriles esta noche, por los Antepasados. Ahora la puerta de Moghi no abriría por
un chasquido, ni aunque llamara, si habían oído eso, pero había otras puertas por
las que podían haber salido los bravucones de Moghi si se habían enterado de lo
que había sucedido, y Ahaír no deseaba que la cogieran ni tener que dar
explicaciones. Soltó el nudo y recogió la cuerda, deseosa de irse.
Un chapoteo llamó su atención. Entrecerró los ojos mirando hacia afuera. Algo
interrumpía el oleaje cerca de los pilares junto al saliente meridional del puente alto; le
pareció una ilusión de la vista... pero no, volvió a verlo. Lo que habían tirado los hombres
de los mantos flotaba. Se quedó totalmente inmóvil, se maldijo a sí misma y se balanceó
con el movimiento del agua, que empujaba también el cuerpo flotante, conduciéndolo en
la misma dirección que la barca suelta, junto a los entresijos del Mercado de Pescado,
bajo el brillo cambiante de la luna y el reflejo de la luz del porche de Moghi. Pasó
junto a los pilares negros del puente alto. Un punto ondulante subía y bajaba en las
brillantes aguas negras iluminadas por el farol de Moghi.
Alguien luchaba allí. A Altair no le gustaba la muerte. Pero una lucha por la vida
merecía al menos ser contemplada. Merecía su curiosidad o algún otro tipo de simpatía
humana.
Vio un brillo blanco y luego escuchó un chapoteo en la oscuridad. No era el
movimiento de las olas. Ese sonido no sincronizaba con el golpear del agua contra los
pilares. Manejó la pértiga tan silenciosamente como pudo y tanteó el agua a media
profundidad.
Una mano emergió a la superficie. Se hundió de nuevo cerca del bote, los dedos
tocaron un pilar y no pudieron agarrase a él.
Altair se arrodilló sobre las pizarras de la inclinada proa y tanteó con la pértiga
junto a ese pilar, aunque no era eso lo que tenía que hacer, no; si alguien tiraba
algo al canal era asunto suyo. Pero esa batalla solitaria era persistente, y allí, en las
oscuras tripas del viejo Det resultaba insoportable. El viejo Det se había tragado algo
correoso, y como era una rata de agua, Altair se puso del lado de ese algo, y en
contra del codicioso y negro Det.

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C. J. Cherryh El ángel con la espada

Dale una oportunidad, sácalo fuera, que luche.


Estúpida, le decía otra pequeña voz interior. Quizá tuvieran testigos. Allí estaban
los puentes. Los asesinos se habían ido en esa dirección, hacia la ciudad alta. Podían estar
viéndola en ese mismo momento. O podía haber otros observando. La gente de Moghi.
O gentes de la orilla, capaces de vender información en los peores lugares; o de
vender un alma, pues al lado del agua habían aprendido el valor relativo de las almas
y el pan.
La pértiga tocó algo blando en el fondo. Algo se agarró a ella bajo el agua, la
sujetó con fuerza y empezó a subir...
Retuvo el aliento y empujó con fuerza la pértiga sobre el fondo pedregoso,
echando la barca hacia atrás, pero ese algo siguió unido a la pértiga, actuando como un
ancla. El agua chapoteó en la proa, apareció una mano blanca y se agarró al borde,
justo a la altura de sus rodillas. Altair sacó el gancho de barril que llevaba en el cinto y
contempló con mudo horror unos dedos que empezaban a deslizarse.
Si le daba con el gancho dejaría lisiado a un hombre para toda la vida. El gancho
era un instrumento seguro. Aquel desgraciado que subía podía ser un truco, una trampa,
un hombre que se ahogaba podría arrastrarla bajo las aguas negras, que matarían a
ambos.
Los dedos resbalaban. Los cogió con la mano que tenía libre y tiró de ellos, soltó el
gancho y tiró con ambas manos, apoyó bien los pies descalzos y tiró hacia arriba y hacia
atrás, irguiéndose, equilibrando el peso muerto en la pesada popa de la barca. Apareció
en el borde el cuerpo flaccido de un hombre, presentando un brazo, la cabeza y un
hombro.
Era un cuerpo demasiado claro hasta en el cabello, un cuerpo joven y bien
formado, envuelto precariamente sobre la proa del skip; hubiera sido un gran
desperdicio alimentar con él a los peces y las anguilas, aunque fuera probablemente un
pobre deudor o un perseguido por las bandas. Probablemente el mismo miembro de una
banda, por lo que lo sensato sería dejar que volviera a deslizarse hacia atrás, para caer
entre los peces y los pilares.
Altaír permaneció en esa misma posición y respiró varias veces, sujetándolo
por su muñeca resbaladiza mientras la barca se agitaba y oscilaba. Luego le pisó
esa mano, se arrodilló sobre su espalda y sacó el otro brazo antes de que cayera
hacia atrás. Esta vez tiró de ambos brazos.
Tiró.
Tonta redomada.
Ella no quería ser un asesino. Ni formar parte de un asesinato. Y por no
dejarse arrastrar por la deriva se había visto de pronto obligada a esa decisión.
Se cayó sobre las pizarras del fondo, dándose un golpetazo y magullándose
la espalda, y tiró del resto del cuerpo del ahogado sobre el borde, aunque le
doliera, pues para él ya era bastante estar a bordo y que ella lo llevara, bastante
caridad para un desconocido. Pero recuperó el aliento y se inclinó hacia
adelante, con una oscilación de la barca, se arrodilló sobre la espalda del ahogado
y le cogió una pierna con fuerza, lo levantó de un tirón y lo lanzó sobre unas
cuerdas empapadas que había encima de la pizarra.
La resistencia al avance del skip que producía su cuerpo en el agua había
desaparecido. La barca giró lentamente, chocó contra un pilar y giró de nuevo,
cambiando gradualmente de perspectiva entre los maderos. Ella se inclinó sobre
él, con las rodillas magulladas sobre la pizarra, se arrodilló a horcajadas sobre
esos restos humanos y se apoyó con toda la fuerza en su espalda, oprimiéndola
para sacar el agua, empujando, empujando y empujando, una vez, dos veces,

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C. J. Cherryh El ángel con la espada

mientras él tenía espasmos y arrojaba el agua sobre el pantoque. El skip se movió


a la deriva chocando por el camino, y con cada golpetazo ella se magullaba
alguna parte de su cuerpo, que valoraba más que esa nada ahogada y s in esperanza.
Casi sin aliento, lanzó juramentos, condenado estúpido. Vas a destrozar mi barca.
Condenado por caer en mi canal. No fue culpa mía. Échales la culpa a ellos.
¿Por qué he tenido que hacer esto? (Golpetazo.) Condenado.
Mientras el skip pasaba a la deriva entre puentes y salientes, por un
momento lo iluminó la luna. Empuja y atrás: empuja y atrás. Dejó que el skip fuera
a la deriva, y girara, y se mantuviera así; no había tiempo para detenerse.
Condenado, condenado, condenado...
—Respira, condenado, respira.
Estaba respirando. Ella sintió que se ahogaba y desfallecía, y que el agua
salía de él; siguió apoyada en él sin dejar de jurar, jadear y jurar, hasta que las
manos del ahogado iniciaron un movimiento febril mientras la barca entraba en
el remolino del Muelle Ventani. Ella recuperó el ritmo, pues los vómitos eran
demasiados para dejarle respirar uniformemente. Empujar y empujar cuando él se
ahogaba, hasta que lo echaba fuera y conseguía que bajara por su garganta otra
bocanada de aire medio líquido.
Bang, otro golpetazo sobre los maderos del muelle con una sacudida que le
hizo apretar los dientes. El viejo Del estaba vivo cuando la marea cambiaba.
Empujar y soltar. Empujar y soltar, hasta que los jadeos de él se hicieron más
pequeños e iguales a los de ella. Thump, contra otro pilar, y un giro vertiginoso
bajo la luz de la luna dirigiéndose hacia el grupo de barcas amarradas durante la
noche junto al Puente Colgante.
Entonces le dejó que respirara a su aire. Estaba tendido, con el rostro vuelto
hacia un lado sobre las pízarras de cubierta, hacia donde se había vuelto tratando
de respirar, y ahora simplemente descansaba, moviendo violentamente los costados
para dejar entrar el aire. Su rostro brillaba con una palidez de cera, era un rostro
fino ahora que había desaparecido su aspecto de ahogado, un rostro hermoso que
parecía muerto, marcando el perfil contra las ásperas tablas del skip; ella se dio
cuenta de pronto que estaba sentada sobre el hombre desnudo más hermoso que
había visto nunca, y se dio cuenta de que se estaba muriendo, como todas las cosas
hermosas en las que el río ponía sus negras manos.
De fiebre, si no se ahogaba. Habia tragado demasiado agua.
Su madre se había muerto así. Ella había salvado a unos gatitos caídos en las aguas
del viejo Det. Y en una ocasión a un niño pequeño de una barcaza de limpieza que se
cayó por la borda. Ninguno de ellos había sobrevivido.
Condenados. También éste. Condenados todos.
El respiró. Ella observó un espasmo, otro débil movimiento de sus tripas, pero esta vez
arrastró sus manos hacia la palanca y trató de moverse. Ella rodó hacia un lado, sobre sus
caderas mientras él se esforzaba por llegar hacia el enrejado seco y sacar las rodillas del
pantoque: puso una rodilla en la pizarra, y ella intentó tirar de él, pero su peso se lo
impedía. Estaba allí tumbado jadeando y tosiendo, y lo intentó de nuevo, como si
fuera el único que lo estuviera haciendo, como si no sintiera nada, no conociera nada
salvo el agua fría en un extremo de su cuerpo y la madera sólida delante de él. Llevó
hacia arriba una rodilla, perdió el asidero, se adelantó de nuevo y empujó poniendo los
brazos bajo su cuerpo. Estaban bajo la sombra de un puente, derivando peligrosamente
hacia un grupo de canaleros amarrados para la noche. Ella se puso en pie y utilizó la
pértiga durante unos momentos, pues el Gran Canal corría perversamente ladeado allí
donde se encontraba con las aguas de la Serpiente, junto al Puente Colgante; evitó la

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C. J. Cherryh El ángel con la espada

colisión y siguió navegando, imaginando ojos curiosos entre las barcas amarradas en la
orilla, vigilantes entre los que no tenían casa y pernoctaban en el puente, viéndola a
ella, con un hombre desnudo y tumbado en su skip, pálido como una estrella de mar.
Empujándose con la pértiga pasó junto a Mantovan, bajo su puente, pasó junto a
Delaree y Ramseyhead, allí donde bajo la luz de la luna el Gran Canal da paso al
Canal, y unas cuantas barcazas buscan abrigo en los muelles para pasar la noche,
esperando la carga del siguiente día.
Una compañía segura, esas barcazas. Una compañía tranquila. Sus costados grandes
y negros se elevan como muros, las olas lamen y chapotean arrastradas por la marea;
y un pequeño skip se deslizó entre el muelle sin ser visto. Entre el casco somnoliento
de una barca de pesca, con las redes levantadas como una telaraña sobre el cielo
nocturno; ahí otra barcaza, y otra, un amigable bosque de pilares y cabos de amarre
que asemejaban viñas en la oscuridad. A lo lejos un barco falkenaer se metía en lo
profundo del puerto, con los mástiles y aparejos formando una membrana sobre la luna
descendente, entre los cuerpos menores de los barcos costeros y las barcazas del Det. Allá
se veía la masa de la Isla Rimmon, con las luces del embarcadero brillantes, y las torres
apagadas, por ser una hora tan tardía.
El sudor le corría por los costados bajo su jersey grande; el sudor le bajaba por las
sienes, bajo la gorra, a pesar del frío nocturno. Encontró un lugar a la orilla del agua
iluminada por la luna y lanzó el pesado cabo alrededor de un pilar, lo ató e hizo un
nudo seguro, por un lado y por el otro, dejándose caer sobre los ríñones, temblorosa.
Se quitó la gorra y se limpió el sudor con el brazo.
El pasajero había llegado a las pizarras secas y yacía cuan largo era, con un pie
todavía metido en el pantoque. Eso significaba que todavía tenía vida suficiente como
para que le importara el frío y la humedad. Una parte de sí misma deseaba que hubiera
lanzado el último suspiro y estuviera simplemente allí esperando a que lo arrojara al canal
en un lugar en donde no molestara ya a nadie; otra parte de ella le decía que ahora
debía sacudirle ligeramente; y una tercera y pequeña parte de su mente simplemente
estaba allí sentada, esperando ver si al final no tendría que pegarle con un gancho de
barril cuando despertara. Pero hasta ese momento nunca se había visto obligada a
convertirse en una asesina, a pesar de que estaba dispuesta a serlo, que hacía tiempo
que había decidido serlo para conservar la vida en la parte baja de Merovingen.
Quizá fuera esa noche. La barca se dejó ir a la deriva y se balanceó sobre las
corrientes que surgieron entre los pilares del puerto. Estaba casi fuera de su territorio.
Casi. Estaban más allá del Dique. Más allá de ese punto en donde comienzan las
corrientes profundas. Y más allá de ese punto ninguna barca puede moverse con
pértiga, salvo bajo los pilares que, cruzando por los puentes de Rimmon, conducen
al Muelle Muerto, a la Mola Fantasmal y al pantano. Permaneció allí sentada,
jadeando, dejando que el sudor se secara al viento y esperando algo, que él se
moviera, su recuperación, no sabía muy bien qué.
El hizo pequeños movimientos, enfebrecidos, y se quedó allí tumbado, con los
ojos abiertos, quizá sin ser capaz de verla, salvo como una masa sombría.
Por tanto no tuvo que pensar en el gancho. Moriría antes de la mañana. Eso era
lo más probable, por el shock y el frío. Como los gatitos. Como el chiquitín de
los Gentry. Los cuerpos hacían eso, se traicionaban a sí mismos dejándose ir después
de haber luchado mucho para regresar del estado de shock. Seguramente ahora
empezaría la fiebre. Y el frío se encargaría de él. El frío se retiraba un poco y quizá
se hubiera roto el cráneo. Tenía señales negruzcas en todo su cuerpo pálido, arañazos
sangrientos, sombras de magulladuras. De una pierna caía un goteo oscuro sobre el

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C. J. Cherryh El ángel con la espada

pantoque. Finalmente parpadeó, volvió a parpadear como en un aleteo sombrío de


sus ojos medio abiertos.
—Estás en mi barca —le dijo ella, por si se preguntaba donde estaba. Volvió a
parpadear. Se quedó allí tumbado un largo momento, sin más movimiento que el
de los ojos y el de la respiración. No se estremecía. Eso sólo podía significar que se
estaba muriendo, sólo que lentamente. — Yo —dijo él—. Yo...
Quizá viviera hasta el amanecer. Si era así, tendría una posibilidad bajo el sol
caliente, solazándose con su calor. Si es que no faltaba demasiado para el amanecer.
Todo estaba en su contra. La hora, el agua del canal que había bebido.
—¿Quieres vivir?
—Humm.
—¿Me oyes?
—Hummm.
—Hay una manta en el escondrijo. Encima de ti. Si quieres métete. Hazlo ahora.
Él sacudió una mano, un brazo, como si con indicar la dirección bastara; y
luego el otro brazo, y una rodilla, y apoyándose en sí mismo avanzó un poco. Otrá
vez. En lentos períodos. Consiguió darse un impulso mayor, esta vez poniendo los
brazos bajo el vientre, como si le doliera; y así debía ser. Finalmente se detuvo.
Ella cogió la pértiga y le pinchó en un costado, como se toca a los animales muertos
del canal, para apartarlos del camino. Muévete.
Se movió. Ella había pensado que esta vez no lo haría. Se arrastró dentro del
abrigo, a mitad de cubierta, se metió todo salvo los pies, y se detuvo allí, sin
preocuparse de que pudieran congelarse. Nada. Iba a tener un hombre que moriría
entre sus pertenencias, allí dentro, de donde sería difícil sacar un peso muerto, y se
quedó sentada allí fuera, con los dientes castañeteándole por el miedo.
Estúpida. Échalo al agua. Dáselo a los peces esta noche, en lugar de mañana;
eso es lo que debería hacer. De todos modos él va a morir. Demasiadas personas te
pueden haber visto. Algunas incluso te conocerán. Si Moghi llega a enterarse de los
problemas que hubo a su puerta y de que tú estuviste allí...
Pero tras pasar mucho tiempo imaginando esa vileza, se abrazo a las rodillas,
comenzó a mecerse y pensar, a mecerse y pensar sin que su pensamiento tornara
forma alguna: a eso los revenantistas lo llamaban pensamientos neblinosos,
pensamientos de ninguna parte, un regreso a las vidas y los hechos pasados que
condenaron a un alma a ir a Merovin, en lugar de a las estrellas; un alma
doblemente condenada a Merovingen; y un alma tres veces condenada al infierno
de la zona de abajo de Merovingen.
Al menos los revenantistas decían que no había un lugar peor. Ese pensamiento
no consiguió animarla; los pensamientos neblinosos se movían en círculos y regresaban,
como tratando de sobrevivir. Esa era la ley en el infierno.
Hasta que un estúpido intervenía en los asuntos de los demás y se cargaba de
karma. Y un hombre moribundo en sus manos; y nada que hacer, salvo sentarse y
esperar; o hacer algo para ayudarle, porque él no tenía fuerzas ni ingenio como para
envolverse en la manta del escondrijo.
Dejó el gancho de barril en una cuerda y puso el cuchillo al lado; era la primera
regla de su madre: no entres en peleas con ningún hombre. Más tarde acuchíllalo, ¿me
entiendes? Tienes que hacerlo, ¿me oyes bien? Nunca amenaces. Limítate a hacerlo.
Aunque tardes veinte años. El mundo ya tiene suficientes bastardos. Quítatelos de
encima en cuanto los veas.
Su madre había matado a un hombre. Quizá a más de uno, decía. No es asunto
tuyo. No es una cosa de la que se deba hablar. Es simplemente algo que haces

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C. J. Cherryh El ángel con la espada

cuando tienes que hacerlo, y si empiezas a hablar de ello te estarás metiendo en más
problemas por sus amigos. ¿Y quién necesita más problemas? Ellos no los quieren, a
menos que estén locos. Y tú tampoco.... al viejo Seb no le caigo muy bien. Te diré por
qué. A quien maté fue a su hermano. Vígilale. Si alguna vez se cruza en tu camino,
serás una estúpida si no te lanzas a por él.
Pero Seb ya estaba muerto. Algún otro lo había hecho por ella. Su madre murió
primero. Que ella supiera, Altair no tenía enemigos. Hubiera sido una estupidez
ganárselos. Pero su madre nunca le había reprochado que sacara a los gatitos del Det.
Sólo cuando sacó del canal al chiquitín de los Gentry, cuando volvió toda mojada y
tiritando a la barca después de que la otra madre le diera las gracias (había buceado
mucho para sacarlo, había llegado hasta el fondo oscuro del Det)... entonces su madre le
dijo: ¿has bebido ese agua? Se lo dijo con los ojos blancos por la cólera. Estúpida. Y le
abofeteó el rostro.
Pasó varios días imaginándose que era amor. Y miedo.
Entonces tenía doce años y los cambios de ánimo de su madre solían asustarla.
Pero quizá los revenantistas tuvieran razón y aquello fuera un pensamiento neblinoso y
su madre viera en su propio futuro. Su madre murió por ese agua, en pleno verano,
cuando era más peligrosa. Murió sin contarle cosas esenciales. Como quién era su
padre. O si era el hombre al que había matado.
Nunca le había dicho lo que tenía que hacer una mujer cuando un hombre entraba
en su barca, sin pasarse de la raya pero pensando que podía tomarla; y ella no sabía en
absoluto si era una estúpida por decir no cuando los hombres le hacían ofertas. No
quería matar a nadie. No quería cometer un error fatal. No sabía cuáles eran las cosas
buenas y cuáles las malas... lo que sí sabía bastante bien era lo que significaba tener
un amante; en las barcazas ocurrían muchas cosas bajo los ojos de Dios y los de todo el
mundo, en las noches calurosas, cuando no se podía estar bajo el escondrijo. Pero que
ella supiera, su madre no había tenido nunca un hombre. Cuando los hombres le gritaban
invitaciones, su madre murmuraba cosas feas. Y mientras Retribución, su madre, vivió,
Altair Jones pretendió que era su hijo, no su hija. Había sido una idea de la madre. Por
eso, cuando empezó a tener pechos, se bañaba por la noche y llevaba ropas sueltas.
Bajó un poco las precauciones después de haberse mostrado demasiado, cuando tenía
doce años y después de que muriera su madre; pero los hábitos eran tenaces, muy
tenaces. Y ahora ella era una estúpida. Y estaba asustada.
Y de una manera confusa se sentía culpable, no estaba segura de si era una
traición de su madre, o algo que le había parecido ver en ella cuando sacaba a unos
gatitos que luchaban por su vida esperando que uno de ellos viviera, después de tanto
esfuerzo. Sé que te va a romper el corazón, le dijo la madre sacudiendo la cabeza. El
pobre animal se ha muerto, Altair. Y ella le dijo: mamá. Sólo eso. Nunca le habló
del dolor que sentía en su interior. Se tragó las lágrimas mientras otro animalito
moría en sus manos. Allí estaban ella y su madre, solas en la barca, sin otro ser
vivo al que tocar. Altaír había visto gatos en las casas ricas, correteando por los
jardines de las galerías. Un año después de la muerte de su madre cogió un gato
callejero, pero estaba tan loco que saltó al Grán y nadó hasta la orilla. Lo dejo
ir; la había mordido media docena de veces, y las mordeduras le dolían. Había
imaginado que sería suave al tacto, y se adaptaría a la vida en la barca. Tendría
lujos, y ella tendría gatitos para vendérselos a las gentes ricas de tierra, y eso
sería bueno para ella. Pero era un animal de tierra. Y su mano, y todo el brazo,
se habían hinchado. Después de eso tuvo la oportunidad de conseguir un gato
domesticado de un pertiguero: ella le gustó al gato, y lo quería. Pero después se
asustó, pues a lo mejor después de darle lo que él quería la mataba y la robaba:

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C. J. Cherryh El ángel con la espada

era un canalero peligroso y podía haber robado el gato a unos clientes ricos...
¿quién podía saberlo?
Por tanto renunció a los gatos. Lentamente renuncio a la posibilidad. Y
también renunció a los hombres.
Hasta que, paso a paso, de una manera confusa, volvió a comportarse
estúpidamente por otro ser que flotaba en el canal. Bueno, se dijo a sí misma
aquella noche hablaba consigo misma muchas veces, mentalmente, con la voz
de su madre. Bueno, por f i n tienes un hombre en tu barca, ¿no es así? Lo
mismo que los condenados gatitos. O quizá como aquel gato ingrato. Y también
tienes un problema, ¿no te parece, Altaír? ¿Qué es lo que vas a hacer? ¿Eh?
¿Dejarle morir?
Tal como estaba, él no le podía hacer ningún daño. El muy estúpido no
tendría la menor oportunidad, pues yo haría algo.
Se sacudió y se arrastró hasta el escondrijo, tiró de la manta, que estaba bajo
él, se acostó y la echó por encima de ambos, pues sabía bien lo que pasaba
cuando el frío del agua se metía en los huesos.
—Mete los pies, estúpido, métete dentro del todo.
El se movió. Altaír trató de ponerle los brazos sobre su cuerpo húmedo y frío y
mantener arreglada la manta, pero era demasiado pesado para meterle un brazo por
abajo; consiguió meterle un brazo bajo la cabeza, a modo de almohada, y se apretó
contra él lo más que pudo. El frío pasó de él a ella, hasta que comenzó a
estremecerse, con grandes y terribles temblores que le acosaron durante varios minutos
hasta que agotó sus últimas fuerzas.
Entonces se quedó quieto.
Esto es el final, pensó Ahair. Ha perdido las fuerzas. Ahora viene la fiebre.
El frío de la lluvia, el frío del viento, el frío del río: pero había una
manera de calentar un cuerpo. Su madre se lo había hecho a ella; ella había
mantenido a los gatitos enfermos apretados contra su corazón, tratando de repetirlo.
Aquello no era lo mismo que cuando su madre y los gatitos; pero dentro del escondrijo
estaba oscuro; y él estaba limpio, los Antepasados lo sabían, tan limpio como podía
estarlo tras haberse mojado en el Det; y todavía más, se estaba muriendo, después no
iría a decírselo a nadie ni se podría reír de ello.
Era egoísta, más que nada por sí misma, restos, que no harían daño, y no irían a
ninguna parte, puesto que él se estaba muriendo. El último ser vivo que había tocado,
realmente tocado y sentido, fue hace cinco años, cuando vivía su madre. Por eso era
egoísta, y quizá cada acto perverso alejara más la retribución; y cada acto bueno la
acercaba... por eso, a lo mejor, lo que ella hacía para tranquilizarle a él
equilibrara la perversidad de su mente.
Diablos. No duele. Y puede ayudar.
Levantó los brazos y se quitó el jersey, desabrochó los pantalones y se los quitó
también, hasta que pudo sentir su piel desnuda pegada a la de él... no provocó
ninguna conmoción: estaba tan frío como un pescado muerto. Pero se frotó contra
él hasta que le dolieron los brazos, le abrazó y le transmitió el calor de su esfuerzo,
y lo volvió a hacer, hasta que se quedó sin aliento. El volvió en sí en medio de
ese proceso y empezó a temblar de nuevo; por eso le resultaba difícil sujetarlo, pero
siguió intentándolo, en ello no había nada sensual, era una lucha en la que no
pensaba cesar, frotarlo con su piel hasta que no tuviera más remedio que descansar, y
calentarlo con su sudor, y volverlo a hacer hasta que finalmente ella estuviera fría o
él tan caliente como ella. Lanzó un largo suspiro al darse cuenta de ello; lo rodeó

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C. J. Cherryh El ángel con la espada

con los brazos para darle calor humano y se acurrucó junto a él sin la menor
sensación de culpa.
Soñó que él había ido a parar al agua y los peces nadaban entrando y saliendo
por las cuencas de sus ojos, quitándole los últimos recuerdos de su cerebro, lo que
había sido o por qué había muerto. Pero él no la atormentaba por ello. Su madre sí,
durante un rato; hasta que entró en un sueño en el que la acusó por la forma en
que se había portado, por la forma en que ella le soplaba a los gatitos. Condenada
tonta, Altair. Condenada tonta. Todo muere. El viejo Det se hace con todo. Ama
la vida, maldice la muerte y sé todo lo buena que puedas.
Tomó una gran inspiración y lanzó un largo suspiro, relajándose, tanto interior
como exteriormente. Comenzó a inventar recuerdos sobre él. Era hijo de un rico
comerciante al que le habían llegado malos tiempos. Había ido río abajo y conoció
la desgracia.
Su padre y su madre enviarían a gentes en su búsqueda. Pero llegarían
demasiado tarde. Encontrarían una o dos baratijas en los mercados, pero sus huesos
yacerían en el fondo del puerto, bajo las quillas de los barcos en movimiento. Ella
se quedaría en el muelle observando a esos hermosos extranjeros recorrer la orilla, y
guardaría el secreto que ellos buscaban, ella, una pequeña rata de canal, se guardaría
el secreto para sí misma y los vería con sus hermosas ropas y sus joyas ofreciendo
recompensas para recuperar a este hombre rico.
Pero él había llegado sin nada, y no podía demostrar su reivindicación para
cobrar el rescate. Por eso de nada servía decirlo; y además era peligroso mezclarse con
los asuntos de los comerciantes ricos. Cuando los ricos se hubieran ido, vendrían los
contrabandistas, los bandidos y las bandas. Ellos eran la ley en el río, en el puerto y en
los canales de Merovingen. Y la colección de huesos lamidos por los peces, allí en el
lodazal del Det, era ya considerable. No tenía ningún deseo de unirse a ellos. De
ahí su silencio.
El barco de los ricos volvería a ascender por el río, sin llevar consuelo a los
parientes.
Altair se apretujó contra él dejándole dormir, para que la vida saliera de él
con la suavidad con que lo hacía de los gatitos ahogados y de los pájaros que
caían en el hielo en invierno, tranquilamente, con un suspiro. Por la mañana le
lanzaría por la borda, deslizándolo, escuchando el chapoteo. Era su secreto.
Posiblemente el acontecimiento más secreto de su vida: cuando casi había salvado al
hijo de un hombre rico y casi había tenido un amante.
En algún momento se quedó dormida y despertó en una maraña desconocida de
miembros masculinos. La despertó un suave ronquido. El ronquido se detuvo. El le
había puesto una mano en el pecho; la rodilla de Altair estaba metida entre el cuerpo
de él, en un lugar que resultaba embarazoso. Se mantuvo quieta. El movió una
pierna y se acurrucó más contra ella, en la negrura invisible del escondrijo, ocultando
la cabeza en el hombro desnudo de Altair. Ella se quedó allí, notando los latidos de
su corazón, pensando si debía levantarse o no, y después de pensarlo le pareció que
no tenía que esforzarse para escapar de un hombre que, si no estaba muerto, al
menos no iba a ser una molestia por la mañana. Sólo era algo cálido, diferente, y
temporalmente todo suyo de una manera que sólo su madre había sido.
Merovingen te lo podía quitar todo, cuerpo, alma, vida y propiedades, si una
mujer era alguna vez lo bastante tonta como para entregar esa línea que decía «no». Y
lo bastante tonta como para compartir esa pequeña parte del mundo que una
pértiga, un gancho de harto y la costumbre de dormir ligeramente podían

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C. J. Cherryh El ángel con la espada

mantener solitario y a salvo de los hombres inclinados a la maldad y el


asesinato.
Entonces, bueno... alguna vez. Quizá alguna vez, en unos días, cuando él se
pusiera bien, si es que se ponía bien; entonces lo dejaría en alguna parte. Según
sus propias condiciones, y le dejaría hacer lo natural en un hombre al que buscan
las bandas, que era montarse en el primer barco que subiera por el Det y no
volver la vista atrás.
Muy lejos de Merovingen, por eso nunca hablaría; de nada de ello. Y por
esa razón era un amante seguro. Altair reflexioneó sobre ello mentalmente y llegó a
esa conclusión. No tenía nada contra ella. Y tenía todos los motivos para
mantenerse oculto y dejarla que le llevara a algún destino; pero si él parecía
tener alguna intención... bueno, entonces ella se daría cuenta enseguida: era
muy hábil para eso. En ese caso, a él le esperaría el gancho; o ella descubriría
quiénes eran sus enemigos y lo entregaría; eso si las cosas parecían ponerse feas.
Si había alguna amenaza de que fuera a quitarle la barca.
Ahora que pensaba en eso, de pronto se dio cuenta de que conocía muchos
modos para tirar a un hombre de su barca. Como esperar a que se quedara
dormido y hacerlo ella misma. O saludar a un tipo como el Tuerto Mergeser y
empezar una pelea; o una docena de estratagemas que se le ocurrirían si las
cosas se ponían feas.
Pero no sería así. El no era de esos. Incluso dormido emanaba bondad.
Durante unos días se mostraría agradecido a la extraña desconocida que había
subido sus restos flotantes a la barca.
El viejo Det le había hecho un regalo, eso era.
¿Un amante de una vida pasada?
Eso sólo si los revenantistas tenían razón.
Pero le parecía dudoso.
En esta vida se tiene lo que se coge. Así se lo había dicho su madre.

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C. J. Cherryh El ángel con la espada

CAPÍTULO 2

V OLVIÓ a despertar en ese calor cercano y desconocido; disgustada: no había


pretendido dormir tanto tiempo, ni tan profundamente. Su pasajero seguía
caliente, pero no parecía el calor de la fiebre; de hecho sudaba saludablemente, con
la cercanía de los cuerpos, cuando fuera del escondrijo, en la oscuridad, oyó los
primeros indicios de actividad, mientras algún barco costero, en el puerto, batía
el agua con su motor dejando una estela a lo largo del canal de poca profundidad
que llevaba al mar. Haciendo con ello que el mundo empezara.
El calor sudoroso que se apoyaba en ella se aguó, ocultó más la cabeza y se
acurrucó con un suspiro, como si los brazos de una mujer formaran parte de su
sueño ordinario; o quizá estaba bien despierto y sabía condenadamente bien
dónde tenía las manos y la cara. Ella se apartó y, buscando las ropas, salió del
abrigo. Se sentó fuera, dejando que el viento fresco enfriara su piel, mientras el
suave balanceo de la barca formaba parte de una mañana extraña, todavía negra,
allí bajo el muelle.
Se pasó una mano por el pelo, notó que le picaba y se dio cuenta de
que no estaba en muy buen estado. Sus ropas no estaban tan mal: las había
lavado tres días antes; pero estaba sudada y le repugnaba ponérselas. Nunca le había
importado pasarse unos días sin un baño: a veces el tiempo era tan frío que no
apetecía bañarse, y ella estaba sola en su barca; en realidad cultivaba
deliberadamente una cierta suciedad: una mujer que iba demasiado limpia se
parecía más a una mujer, y eso podía producir todo tipo de problemas. Emitió un
sonido de disgusto, pero no por la suciedad, sino por la estupidez que la llevaba a
preocuparse por eso; por una vez... bueno, no quería que la consideraran sucia. Él
no lo estaba; estaba limpio y afeitado, sin nada de barba, recordaba, hasta aquella
mañana en que había sentido su barbilla sobre el hombro...
(Así que había ido recién afeitado a su asesinato... ¿una mujer? ¿Había ido a
encontrarse con una amante? Pero los de los capuchones negros no tenían el aspecto
de ser parientes ultrajados.)
Al menos es un hombre quisquilloso. De haber existido suciedad en él, el
canal sólo le habría dejado su olor a pescado, que en la parte baja de Merovingen
se consideraba algo limpio. Así que ella podía ser... quisquillosa, cuando quería
serlo.
Tenía jabón. Cogió la pequeña pastilla de lejía y manteca de cerdo y se inclinó
sobre la borda del barco, bajo la segura media luz anterior al amanecer, subiendo
de nuevo la cabeza que chorreó agua con un ligero chapoteo. No había peligro de
deriva. Se frotó el pelo, no una vez, sino dos y tres veces, y se frotó el cuerpo
con la espuma blanca del agua bajo los pilares, mientras el sol subía lo suficiente
para dar un ligero color de óxido a la pintura vieja de los lados de la barca.
Y cuando salía de su última zambullida se encontró mirando un rostro pálido y
muy vivo que la escudriñaba desde el borde de la barca.
Así que allí estaba ella, con un hombre desnudo arriba de la barca, y ella, en
decidida desventaja, abajo, en el agua fría.
—Atrás —dijo ella con hostilidad—. Atrás.
Pensó que si él se ponía arisco todavía tenía medios, guardaba para él el cuchillo
y el gancho, y los huesos se irían al fondo de la bahía. Lo miró y se agitó. Le
lanzó agua.
—Atrás.

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C. J. Cherryh El ángel con la espada

Eso pareció despertarle el juicio. Se echó hacia atrás precipitadamente,


retirándose unos pasos hacia la proa, mientras ella le miraba con los codos
apoyados sobre el borde. No parecía amenazador, sino más bien aturdido, como le
correspondía a un hombre que había regresado de la muerte desnudo en una fresca
mañana.
Altair metió el jabón en el cubo y le lanzó una mirada dura de recelo para
asegurarse de que se mantuviera alejado. El se había sentado tan humildemente como
pudo, con las rodillas recogidas hacia arriba y a los lados. Altair lo miró de nuevo,
se dio otra zambullida, salió hacia arriba y se deslizó por encima de la borda,
dejando una estela de agua. Se sentó y cogió la ropa, primero la puso en su regazo,
y después se puso el jersey sin detenerse a frotarse el pelo o a secarse el cuerpo con
una toalla. Enseguida se puso los pantalones, rápidamente. Se levantó y tiró de ellos
hacia arriba, sin cometer la estupidez de darle la espalda por pudor. Fijó la mirada
en él demostrando que no se sentía en absoluto violenta y que sólo de momento era
bienvenido en su barca.
El le sustuvo la mirada. Pero no como los chicos sucios que espiaban las
barcas desde los puentes y gritaban insultos, imaginando que estaban viendo más
de lo que veían. El la miró como si una mujer desnuda fuera una maravilla sagrada e
inesperada, mientras la barca se balanceó por la estela que dejó un costero; se sentó
apoyándose en las manos y se balanceó también, siguiendo el movimiento de la
barca.
Tenía un aspecto condenadamente bueno. Altair notó una curiosa y pequeña
aceleración de su corazón, y sintió... calidez. Y extrañamente sintió una alegría
segura, nada violenta y expansiva por lo que había hecho. Sin inquietud. Por los
Antepasados que no quería ser tan blanda de cabeza. Pero quizá fuera natural que
la gente aprovechara las oportunidades cuando estaba enamorada. Como lanzarse
a la Ola del Det cuando llegaba, aunque volcase las barcas y se llevara a los
que no tenían cuidado; era ese tipo de sentimiento que te hacía latir el corazón,
que hacía que todo resultara deslizante e incierto, pero vivo.
—Me llamo Jones —dijo—. Altair Jones. Esta es mi barca —y como vio que
no respondía, añadió—: he decidido que puedes ser mi amante.
El parpadeó y la miró cautelosamente, retrocedió un poco, hasta que su
espalda chocó con la madera del otro extremo. En un instante Altair se sintió
consternada; un instante después se sintió estúpida; y otro instante más tarde
supo que lo era. Un hombre tenía derecho a decir que no. Nunca había oído de
ninguno que lo hiciera, a menos... quizá a él le gustaban los hombres, eso era
todo. Qué desperdicio. Pues era muy guapo. Quizá demasiado. Le miró con
pena.
—Bueno, no tienes ninguna obligación —le dijo con hosquedad. Sacó los otros
pantalones de un lado del escondrijo, los grandes; y otro jersey (tenía tres, todos
de un tamaño que doblaba el necesario); y se los entregó—. Pruébatelos.
El parpadeó y los dejó allí, sobre la pizarra.
—¿Quieres que caigan al pantoque, estúpido?
Los recogió enseguida sin hacer ningún otro movimiento. Su rostro parecía
totalmente blanco con las primeras luces del amanecer. Su cabello rubio estaba
seco y rizado. Apareció otro barco, un barco de pesca que dejaba una estela al
pasar; y el agua produjo un chapoteo contra los pilares.
—¿Eres mudo?
El movió la cabeza, haciendo un gesto negativo.

21
C. J. Cherryh El ángel con la espada

Ella se agachó y buscó otro pequeño paquete que tenía allí, en el


escondrijo, sacando una jarra y cogiendo un trozo de pan y queso que tenía
envuelto. Se lo ofreció. El movió la cabeza.
Estúpida. Abalanzarse sobre él de ese modo. Ese hombre se había golpeado
la cabeza y se había tragado todo el agua. Ofrecerse a él como amante, a él que
se había golpeado el cráneo. Eres condenadamente estúpida, Jones. Trata de
utilizar el cerebro. Probablemente piensa que estás loca.
—Tienes enfermo el estómago, ¿eh?
Un asentimiento.
— ¿Te has hecho daño en la cabeza?
Un asentimiento.
—¿Tienes voz?
—¿Qué estoy haciendo aquí?
Sin el menor chapurreo. Con una voz totalmente clara y pura, una voz
tranquila e inmaculada que la dejó inmóvil a ella, y a la mano que empezaba
a estirar.
Había oído ese acento en la distancia, el acento de las voces señoriales que
bajaban desde la altura de los puentes y salían del interior de los edificios y del
otro lado de las puertas enrejadas.
—Te pesqué en el canal, eso es todo. Te diste un golpe en el cráneo y
tragaste mucha agua. Yo te la saqué —dijo acercándose más a él y agachándose de
nuevo, ofreciéndole la botella hasta la distancia del brazo, con los dedos
descalzos tensos sobre la pizarra, para contrarrestar el movimiento de la barca—.
Bebe. El whisky es la mejor cura que conozco. Tómalo.
Lo cogió y tragó un sorbo haciendo una mueca. Bebió cuidadosamente.
Gesticuló y tragó, una, dos veces, y le devolvió la botella, limpiándose las
lágrimas de los ojos. Entonces empezó a temblar, mienbras ella recogá la
botella.
—Ponte algo de ropa —le dijo ella—. ¿Quieres que te vea la gente?
Tengo una reputación en la que pensar.
Otro parpadeo. Pensó que a lo mejor el golpe en la cabeza le había
estropeado el ingenio. Lo saludó con una mano, movimiento, movimiento, y con
remordimiento por los errores que había cometido.
—Oye, voy a hervirte agua para un té. Con azúcar y todo. Ponte caliente.
El azúcar costaba mucho. Se debería haber mordido la lengua por ese impulso.
Un amante era una cosa; pero el azúcar costaba dinero. Azúcar, tenía un poco que
había guardado para una necesidad especial, durante meses y meses. Pero él lo era,
decidió, él era esa necesidad especial, pura y simplemente, y quizá fuera eso lo
que necesitaba, para aliviar su estómago y recuperar un poco la vida.
Sacó una cerilla y la cocina de aceite, una vieja lata metálica, echa con el fondo
de una vieja lámpara; la puso sobre las pizarras del fondo y cuidadosamente hirvió
agua en uno de los dos recipientes metálicos que tenía. Le añadió el té; y luego
(con un gesto de dolor) el precioso azúcar. Ella misma tomó un sorbo y luego se lo
pasó al pasajero.
—Aquí tienes. Cuidado que no se te caiga.
El se había puesto los pantalones sueltos, con un peligroso tambaleo cuando
trató de ponerse de rodillas; y después el holgado jersey azul: aunque por sus
hombros anchos y brazos largos casi le quedaba pequeño. Se sentó de nuevo con
un movimiento repentino sobre las pizarras del pozo y se quedó oscilando un
momento con el movimiento de la barca. Pero cogió el cuenco y bebió a sorbos

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C. J. Cherryh El ángel con la espada

cautelosos, cuando ya había amanecido plenamente. Estaba todo pálido y arañado, y


con una barba matinal en su hermoso rostro; tenía un corte en el labio, hinchado,
donde debieron golpearle. Bebió; y ella se sentó allí, en cuclillas, con las manos
metidas bajo el jersey, tocándose la piel cálida, y pensó; y pensó.
Era el hijo de un hombre rico.
Había unos que lo querían muerto, que posiblemente no verían bien su
interferencia. Quizá se tratara de matones, y en ese caso no habría problemas; todo
había sido un encuentro fortuito, un asalto y un cuerpo que cayó enseguida al canal.
Por allí aquello no era una novedad, pues esos matones encontraban la seguridad de
su gran número y de la falta de rostro... hasta que se cruzaban con un canalero.
Pero, por otra parte, había más posibilidades que considerar. Como que él tuviera
enemigos personales. Por problemas de la ciudad alta. Problemas que podrían recaer
sobre Altair Jones y su pequeña barca como el Det cuando se inundaba, por lo que sus
huesos acabarían formando parte de la colección del fondo de la bahía.
Problemas de ricos.
Amante. Eso es lo que le había repugnado a él. Era demasiado elevado para ella,
sólo eso. Probablemente nunca había pensado en compartir la cama de una rata del
canal. Podía tener piojos. Con el ceño fruncido consideró ese pensamiento y se dio cuenta
de que no tenía que sentirse personalmente ofendida por el rechazo. Ella tenía 17 años
y era el primer hombre al que se lo pedía. Había empezado por arriba, simplemente.
Una mujer tiene derecho siempre a intentarlo. El era un objeto comercial. Lo que estaba
contemplando era dinero, por los Antepasados, tenía en sus manos los restos flotantes
más valiosos que había sacado nunca del Det. Y quizá... miró con curiosidad esa figura
fina y perdida que sorbía el té y parecía fuera de lugar sobre las viejas tablas de la
barca... quizá él la mandara a las profundidades nada más estar a salvo con los suyos. Ser
guapo no significaba ser justo. Ni generoso. Esa bonita cara y esa mirada preocupada
podían enmascarar a una persona totalmente vil.
Diablos. Probablemente ni siquiera supiera nunca lo que costaba el azúcar,
probablemente tomaba todos los días montones de ella con su comida.
Esa era una manera de averiguar lo que le costaba, y dónde. Estaba tembloroso,
pero no tan débil como para manejarlo descuidadamente. De hecho mostraba signos de
que crecía su firmeza, lo que hizo pensar a Altair en el cuchillo y el gancho de barril
que tenía bajo los harapos, y en el gancho de la barca y la pértiga, que sabía utilizar
con más destreza de lo que pensaría un hombre de tierra. Tenía una papelina de
ángel azul, para la fiebre. Pero si la ponía toda en el té, no estaría en forma
para protestar si lo tiraba por la borda, y menos todavía en forma para nadar.
No es que quisiera hacer esas cosas. Si él valía algo, eso podría significar
enemistarse ton sus enemigos, y por Dios que ella no quería eso.
Tampoco quería ningún trato con los condenados megarys, que negociaban
con cuerpos vivos que debían desaparecer y los vendían a los barcos que zarpaban y
a los esclavistas de la zona alta del río. Ese comercio estaba vivo. La ley lo sabía.
Todos los canaleros lo sabían. Pero ella no les vendería a los megarys ni un gato
enfermo.
Eso sin pensar que después de todo quizá él no fuera un canalla, y se
mereciera todo lo que tenía.
Señor, era tan guapo. Tan rematadamente guapo. Él dejó de sorber el té y
levanteó la vista hacia ella, cuando ella le estaba mirando y pensando en eso,
por lo que la cogió con la guardia bajada.
— ¿Tienes un nombre? —preguntó ella, sentada al borde de la mitad de
cubierta y peinándose los cabellos húmedos con los dedos.

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C. J. Cherryh El ángel con la espada

—Tom —respondió él.


Con segurídad habría algo más que Tom. Sería Tom Algo. Algo Tom Algo,
si vivía en la ciudad de arriba; así que no quería decirle su nombre completo. No
era muy confiado, por tanto. Nada confiado.
—Tom, ¿eso es todo? —le preguntó extendiendo una mano para coger el
cuenco de té vacío—. ¿Tienes una casa?
Tampoco respondió a eso. No inmediatamente.
—No —dijo por fin.
—Entonces vives con los peces, ¿no? Sigues las mareas y te alimentas de
pececitos y de algas. Seguro que volverás allí después de haberte bebido todo
mi té.
No lo había dicho como una amenaza. Pero él pareció cauteloso cuando ella
habló de volver, y Altair se dio cuenta del sentido en el que se lo había
tomado.
—Oye, seis matones te arrojaron al canal esta noche y yo te saqué fuera, porque
carezco de sentido común. Pero si tienes algún lugar al que te gustaría ir, quizá pueda
llevarte allí.
—Yo... —pero se calló. Se quedó sentado, mirando una barca que pasaba y
lanzó el skip contra los pilares.
— ¿Quién te persigue?
Un parpadeo. Sólo eso. Pero después habló:
—Me llamo Mondragon. Thomas Mondragon.
Altair repasó su memoria. No conocía a ningún Mondragon. Eso significaba
que había mentido o que era de río arriba, de Shogon. Incluso de la remota y hostil
Nev Hettek. Campesino seguro que no era. Sintió frío a pesar del jersey y los
gruesos pantalones. El dinero parecía estar más lejos de lo que había pensado; y no
era cuestión de ir hasta Nev Hettek y regresar. Apoyo las manos en las rodillas y
tomó una inspiración profunda.
—¿Tienes algún lugar a donde ir?
Silencio.
—Escúchame, Mondragon, sea cual sea tu nombre. Será mejor que te ocultes
bien. Que te metas en el escondrijo y te quedes agachado, pues se está haciendo de día
y no quiero que la gente te vea; y será mejor que pienses bien lo que tengo que hacer
contigo, porque tienes un solo día, y si no lo has decidido por la mañana volveré al
puerto y te dejaré allí para que tú solo encuentres el camino hasta la ciudad alta.
—¿Dónde vamos?
—Espléndido. Has despertado. ¿Piensas en algún sitio? ¿Tienes algún lugar allí
en la Roca? ¿La Isla de Rimmon? —Rimmon era un refugio para extranjeros ricos—.
¿Tienes amigos?
Parpadeo. Permaneció sentado allí un largo rato, y se pasó una mano por la
nuca. La miró.
—¿Y bien?
Seguro que se ha dañado el cerebro, reconoció Altair.
El pareció confuso. Perdido. Era demasiado real para que estuviera
simulándolo.
—El golpe en la cabeza te hizo eso —murmuró ella—. Diablos. Menudo lío.
Mira, Tom lo que sea. Métete bajo el escondrijo, acurrúcate y duerme, ¿eh?
Altair se levantó en la cubierta, pegó un tirón de la cuerda de amarre y la soltó,
después volvió a popa para quitar la cubierta del motor. Dio un golpe de manivela. Dio
otro mientras se movían a la deriva bajo el embarcadero.

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C. J. Cherryh El ángel con la espada

—¿Dónde vamos?
—Eso no te importa. ¡Cielos, no te vayas a caer...!
El estaba de pie y la barca chocó contra un pilar. Cayó sobre una rodilla, se
rehizo y se sentó.
—¿Es que no tienes cerebro? —le preguntó, ajustando la obturación. Le dio otro
golpe de manivela al motor. Produjo una tos hueca. Tras un cuarto intento, y
manteniendo la obturación sobre la succión, lo consiguió. El motor se puso en marcha
dejando una estela blanca sobre el agua oscura. Soltó el gancho de la caña del timón y
le puso la clavija de sujeción para manejarla antes de que se golpearan contra otro pilar.
Dejó caer el timón y le puso la clavija.
—Vamos, métete dentro. Y escucha. Si nos encontramos con alguien, si me oyes
hablar, diga lo que diga, no saques tu rubia cabeza del escondrijo.
La barca empezó a moverse lentamente entre el chapoteo, bajo los embarcaderos
desiertos. No perdía combustible. Movió la caña del timón y mantuvo el rumbo bajo los
pilares, pues era la manera más tranquila de moverse. Mondragon se puso de rodillas y
se deslizó hacia atrás en el escondrijo, desapareciendo bajo los pies de Altair.
—Eso está bien —gritó por encima del ruido del motor mientras la barca se abría
camino junto a los pilares, comiéndose un combustible que costaba casi tanto como el
azúcar—. Me alegra que seas tan agradecido. Eso está pero que muy bien.
Un momento después, una mano se agarraba al borde de la cubierta. La siguió
un brazo, y después sacó la cabeza.
—Gracias —dijo.
—Será mejor que hagas lo que te digo —así se habría portado su madre. Lo
pronunció con dureza, y con toda la rectitud que habría utilizado su madre—. ¿Qué
pasaría si los matones te vieran, eh, y me persiguieran? A lo mejor no lo recuerdas.
A lo mejor necesitas tiempo para quitarte las telarañas del cerebro, ¿eh? De acuerdo.
Te esconderé. Te comerás mi comida. Dormirás en el escondrijo. Y harás perfectamente lo
que yo te diga. ¿Está claro? Ahora vuelve ahí dentro.
El desapareció enseguida.
Altair siguió sujetando la caña del timón y respiró profundamente, sintiéndose
asombrada.
Vaya, así que ella hablaba y ese hombre rico, ese guapo habitante de la ciudad alta,
se agachaba y hacía lo que le pedía. Volvió a respirar profundamente, con los maderos
pasando en una loca perspectiva hacia el agua marrón iluminada por el amanecer. Esa
mañana estaba en su cubierta teniendo el control de las cosas. Movió la caña cuando la
barca pasó bajo el Atracadero Nuevo y se encaminó por debajo de los puentes de la
Isla de Rimmon, por un pasillo muy oscuro, hacia el agua iluminada del Puerto
Viejo.
Después venía el mar abierto: bajíos en algunos lugares, por lo que se podía
chocar y estropear una barca, si no se era listo y se conocían las corrientes que barrían
el Puerto Muerto, al menos en principio. Para conocerlas bien bastaba con navegar por el
puerto todos los días. Lo que hacían algunos: los habitantes del puerto estaban allí
fuera, y parecían pequeñas islas flotantes en sus balsas con toldos de harapos. Algunos
resultaban patéticos, muchos viejos del río que habían pasado la flor de la edad y cuya
suerte se había acabado, y sobrevivían allí hasta el final. Pero algunos no eran tan
viejos; eran realmente peligrosos. Estaban malditos por una locura que venía de los
Antepasados; y los que eran realmente lunáticos frecuentaban los pantanos y se
aventuraban hasta el Borde. De estos, los patéticos habían muerto, y los
peligrosos habían florecido, sin más escrúpulos que un pez cuchilla ni más
vacilaciones que éste cuando se lanzaba sobre su presa. Era la evolución a

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C. J. Cherryh El ángel con la espada

rendimiento pleno. Los locos astutos sobrevivían mejor, y de vez en cuando el


Gobernador declaraba una operación de limpieza y el brazo de la ley y los
habitantes de la ciudad alta con aficiones deportivas bajaban y limpiaban el Borde
echando de allí a todos los que había.
Como es natural, los locos astutos tomaban las balsas y se iban durante
unos días para regresar nuevamente.
Por eso lo prudente era tener cuidado al cruzar esas aguas, mantenerse alejados
de los otros, pues por lo que se refería a un fondeadero, en el Borde, en aquella
estación, podían costear buscando un hueco libre que tuviera buena visibilidad y
un poco de playa.
Mondragon volvió a sacar la cabeza por encima del borde del escondrijo.
—Puedes salir —dijo Altaír por encima del murmullo del motor y el
chapoteo del agua—. Aunque alguien podría verte desde allí —añadió mirando
dubitativamente hacia la izquierda, donde en la costa rocosa y desolada del Borde
no se veía más que algunas anclas que sobresalían de la superficie y basuras
flotantes que hasta los peces desdeñaban.
—Es un feo lugar —volvió a decir Altair—. Será bueno que vean que hay
un hombre conmigo. ¿Entiendes?
El se cogió al borde de la cubierta media y se delizó fuera, quedándose allí
de rodillas, con los brazos apoyados en la superficie. Todavía parecía un poco
asombrado.
— Parece un buen sitio. Llevaré la barca hasta allí y tú te adelantas y saltas con
la cuerda de proa y das un tirón. ¿Tienes fuerzas para eso?
—¿Dónde estamos?
—Con seguridad que no es tu barrio.
No respondió.
—Esto es el Borde. La vieja pared marina, natural en su mayor parte,
aunque los antepasados construyeron algo. Allí atrás... —dijo señalando con un
brazo hacia el mar abierto—. Ese punto oscuro en el agua es la Flota Fantas-
mal. Y más lejos, en aquella orilla, está el Embarcadero Muerto. Y después está el
pantano; y en esa gran llanura neblinosa está el antiguo puerto.
El se dio la vuelta para verlo, después se puso de rodillas y se levantó,
vacilante.
Volvió a caer sentado con un golpetazo sobre la pizarra, sacudió locamente
los brazos y con rapidez se agarró a la cubierta con una mano.
—Pues sí que eres una ayuda.
Tom se dio la vuelta con el ceño fruncido: ya no tenía ese aspecto de
asombro; por un momento la miró con un rostro duro, que parecía algo más
viejo y peligroso. Luego, esos rasgos duros se relajaron y recuperó la apariencia
estúpida.
—¿Mareado? —le preguntó ella.
Prefería hablar con el tonto. Prefería no despertar lo que había visto en su
rostro un momento antes. Lo que había visto allí por un momento le decía que
era una tonta por no dar la vuelta al timón y regresar a los canales, en donde
había testigos, y al menos podría hacer que la ley se encargara de ese tipo; al
menos eso.
El asintió, pareciendo confuso y sumiso.
Así que él no quería correr a la orilla con la cuerda y quizá se quedaba
varado si ella se empeñaba en que lo hiciera. En parte, tampoco ella lo haría.
Estaba viendo un lugar, y dejó que la barca se acercara todo lo posible, apagando

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C. J. Cherryh El ángel con la espada

el motor. Bajó la caña del timón y dejó caer el ancla de popa, después se deslizó
alegremente hasta la cubierta central, bajó al pozo para coger el ancla de proa y
la lanzó por la borda.
Se quedaron amarrados junto a la orilla. Flotando. Considerando la zona, esa
idea tenía su mérito.
Se dio la vuelta y lo miró, sentado allí en la cubierta sobre las pizarras, con
los pies en el pozo.
—No quería estar manejando esta barca mucho tiempo sin ninguna ayuda —le
dijo alegremente—. Pero es más seguro amarrar aquí. Los locos van por la orilla.
Y estando tú mareado sería preocupante. No me gusta nada pensar en ti
tambaleándote de ese modo si tuviéramos que alejarnos rápidamente de la orilla.
—Locos —comentó él.
Altair señaló con una mano hacia las rocas, hacia la larga cresta del Borde
occidental.
—Por ahí el Borde se une al pantano. Todo tipo de locos puede llegar
caminando hasta aquí, o flotando. Algunos no nos harían daño. Pero muchos sí. Tú
quédate ahí sentado. Haré algo aquí, pescaré un poco. Si te digo tira el ancla, vas
hasta la proa y tiras de esta cuerda —le dijo poniendo encima un pie descalzo—. Es
fácil, ¿no? Yo iré a la popa y tiraré de la otra, si es que hay motivos para hacerlo.
Pero no es probable que suceda. Pero en ese caso no deberíamos cruzarnos en la
cubierta. Chocaríamos uno con otro. Normas de cubierta: el que lleva la pértiga va
por la derecha. Si voy con la pértiga y te cruzas en mi camino te caerás. Me
estorbarías, podríamos agujerear la barca, o podría golpearte en la cabeza; y no
necesitas otro chichón, ¿no te parece? Segunda norma: no toques mis cosas. Están
justo donde las necesito. Utilizo dos gritos: si digo deck, te quedas tumbado, como la
pértiga; esta barca es pequeña y es muy fácil romperse el cráneo. Si grito scup
significa que algo se ha soltado y tienes que cogerlo. En una barca no hay tiempo
para explicar las cosas —añadió inspirando profundamente. Apenas importaba. La idea
estaba en librarse de él. No atraer una atención indebida estando con él era el
problema principal—. Tenemos que hacer algo con tu cabeza. Nunca había visto un
pelo tan rubio. Cualquiera podría verte, brillas como un faro.
Fue hasta la cubierta central y rebuscó en la primera lata, que había a un lado.
Encontró un trozo de un chal negro que utilizaba como toalla. Estaba limpio. En
su mayor parte. Lo olió y se lo tiró.
—Envuélvete con esto la cabeza. Así parecerás un auténtico balsero.
El se quedó quieto, asombrado.
—Torpe —exclamó ella dirigiéndose hacia él, quitándole el chal de las manos y
envolviéndole la cabeza, como un turbante, manteniéndose muy cerca de su
cuerpo.
No había pensado en ello al empezar; lo hizo antes de pensarlo, y se apartó al
darle al chal la última vuelta, con la misma violenta inquietud que había tenido por
la noche. Porque él no era un niño, no era cualquiera, y la única compañía que
había tenido en su vida había sido femenina. El era... diferente. La sensación de
tocarle resultaba distinta; y se acordó de que él había retrocedido cuando ella le
ofreció lo que pensaba era lo más generoso que había ofrecido nunca. Nada
calculado, como una negativa. Sólo una reacción instintiva de un hombre confuso,
por sincero que fuera. Estaban juntos y él se quedaba allí sentado. No hacía nunca lo
que un hombre debía hacer. Como si intentara pasar desapercibido.
Nunca había pensado que fuera guapa. Pero tampoco pensó nunca que
estuviera tan mal. Se tocó la nariz en donde se había golpeado fuertemente con la

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C. J. Cherryh El ángel con la espada

pértiga cuando era una niña que se esforzaba por aprender a navegar. Cuando
lentamente se dirigía hacia un amarre seguro durante una tormenta, y el viejo Det la
golpeó, cuando estuvo sola por primera vez y no era tan fuerte como ahora: la
primera vez que se manejó a solas en una mala tormenta, y se partió la nariz.
Había llegado hasta el amarre ahogándose por la sangre, y medio ciega por el dolor;
pero consiguió amarrar. La nariz se le había quedado un poco plana, y ancha. Quizá
fuera eso. Seguro que el golpe con la pértiga no le había ayudado.
—¿Por qué me estás ayudando?
Ella le devolvió la mirada. Buscó una respuesta rápida, pero se dio cuenta
de que no lenía sentido.
—Vaya. No sé.
Él se quedó un momento pensativo. Tenía ese aspecto de estar pensando.
—¿Cómo llegué a bordo?
— Yo te subí.
—¿Tú sola?
—¿Y quién iba a hacerlo? —preguntó Altair—. Trataste de subir, te cogí y
tiré de ti.
—No recuerdo —dijo él sacudiendo la cabeza—. Eso ha desaparecido. Recuerdo
el agua. Y un puente.
— Media docena de tipos amigables te tiraron, tan desnudo como cuando naciste. ¿No
te acuerdas?
No contestó. Pero ese silencio era una mentira. Altair lo vio en un
pequeño parpadeo de sus ojos. Tom miró a su alrededor.
—¿A qué estamos esperando?
—¿Tienes un lugar a donde ir?
El la miró.
—Puedes descansar —le dijo ella—. El sol está caliente, túmbate ahí y solázate
para que mejoren esos arañazos. No hay prisa.
Altair se dirigió a estribor y arregló las cuerdas y palos, se deslizó luego
hacia la cubierta central y tensó el ancla de popa. Oyó que él se movía y se
volvió, viéndole gatear sobre la cubierta central, e inclinándose peligrosamente
hac i a la horda.
Tom volvió a dar otro traspiés.
—¡Deck! —gritó ella instintivamente; y él se tambaleó allí, con las piernas
abiertas, hasta que ella lo sujetó —. ¡Siéntate! ¡Casi te caes!
El se cogió a su brazo y se sentó sobre la cubierta central, vacilante. Ella se
agachó en cuclillas, segura sobre sus pies descalzos, y lentamente se fue dando
cuenta de los hechos. Tomó conciencia de los pequeños crujidos de sus dedos, del
cambio constante de los músculos de su pierna. Se levantó y le empujó en las
rodillas.
—Oye, manten los pies en el pozo, ¿eh? No te levantes en la cubierta
central, y ten mucho cuidado de levantarte en el pozo. Tienes piernas de tierra,
por no hablar del golpe en el cráneo, que no ayuda mucho. Estas barcas
pequeñas cabecean algo. Ya te acostumbrarás. Llevas las únicas ropas secas que
tengo.
El empezó a dar vueltas con los pies sobre la pízarra. Se dirigió a ella.
—¿Dónde están los sanitarios?
—¿Sanitarios?
—Los servicios —y al ver que ella parpadeaba asombrada añadió a voz en grito
—: pis.

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C. J. Cherryh El ángel con la espada

—Hay un cacharro ahí delante, y está la borda, elige lo que prefieras. Eso
es lo que puedes hacer —pero le vino una imagen y añadió—: hazlo por encima
de la borda; o mejor utiliza el cubo; yo lo hago; seguro que de la otra forma te
caes.
El la miró a ella, y luego miró hacia adelante y atrás, y adelante de
nuevo, como si estuviera esperando algo. Y se sentó donde estaba.
Altaír sintió verdadera pena por él; pero también irritación. Y
personalmente se sintió insultada. Como cuando él la había rechazado. Volvía a
ser lo mismo. Le palmeó una mano de la misma manera que había tocado al gato
ingrato: rápida y cuidadosamente.
—Oye, yo estaré pescando en la popa, ¿de acuerdo? No miraré.
El la miró como pensando que seguramente habría una respuesta mejor.
—¿Eres religioso? —le preguntó nada más ocurrírsele esa idea. Algunos
revcnantistas eran extremadamente pudorosos .
—No —respondió él.
—¿Te gustan los hombres?
—No —respondió con mayor énfasis. Parecía en una situación desesperada.
—¿Sólo que no te gusto yo, eh? Muy bien. No voy a atacarte por eso. No
tienes por qué preocuparte.
Volvió a palmearle en la mano, se levantó, se dirigió a la cubierta central y se
agachó junto a la lata en donde guardaba el resto de los aparejos, meticulosamente
desató y ató los sedales y abrió el tarro del cebo, arrugando la nariz por el hedor. Puso
un poco en el anzuelo y lo lanzó.
Se quedó sentada en la popa con las piernas cruzadas, junto al motor,
observando el corcho y el agua, y el baile del sol en el agua, como había hecho ya mil
veces, y haría otras mil más. Hasta que finalmente percibió los movimientos de él a
través de la barca. Lo sintió en el balanceo de la barca, que le subía por la columna
vertebral y por todos los nervios. Pero lo dejó tranquilo. Finalmente, él regresó a la
cubierta central; y se puso de pie sobre ella. Altair se dio la vuelta, viendo que estaba
siendo cuidadoso, que caminaba agachado, con las manos dispuestas a agarrarse. Cuando
él se sentó cerca de ella, supuso que quería compañía. No había problema. Era
agradable.
—¿Has pescado alguna vez? —le preguntó.
No era algo habitual en un habitante de la ciudad alta, pero a ella le gustaba
cuando no tenía otras cosas que hacer. Era lo mejor del mundo quedarse mirando la
danza del agua y esperando un movimiento del corcho; todo era esperanza. En
cualquier momento podía tener suerte. Un pescador tenía que ser optimista. Una
pesimista no podía aguantarlo.
—Yo... —se acercó más y empezó a sentarse, sacando las piernas por la borda.
—Oye, vas a asustar a los peces. Aparta tu sombra del agua.
—Lo siento —se echó hacia atrás y levantó los pies bajo sus largos brazos. Ella se
volvió y le miró de una forma que no era inamistosa.
—Yo... —volvió a intentarlo de nuevo—. Te estoy realmente agradecido. Por
todo.
Altair se encogió de hombros, volviendo a la pesca pero sintiendo un poco de
frío. Los puentes a media noche y los mantos negros no son buenos. Lo miró.
—No es que no... que no me gustes —dijo él—. Es sólo... que no sé lo
que está pasando.
—Quieres decir que no sabes quién te tiró.

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C. J. Cherryh El ángel con la espada

No era eso lo que él no sabía. Altair lo leyó en sus ojos, en la rapidez con la que
se desenfocaron, mirando hacia otra parte.
—¿Qué hacías por allí?
—Iba a recoger algo en la taberna. Caíste muy cerca de la bara. Buscaste algo
a lo que agarrarte. Y yo estaba allí. Tuviste suerte, supongo.
Tom se quedó un momento pensando en aquello. Sus ojos parpadearon. Eran
verdes como el mar. No, más oscuros. Como el mar en un día malo. Pero de
pronto la nube que había en ellos desapareció, y la miró directamente. Ahora fue ella
la que parpadeó.
Tom se echó atrás rápidamente, y parecía sentirse incómodo.
—Cuidado —dijo Altair. Aquello la había asustado. El corazón le latía con
fuerza. Los Antepasados sabían que él podía estar tan loco como la mitad de los
balseros de por allí. Se sujetó a un palo—. Creo que han picado.
Era mentira. Pero le ayudó a salir de esa incómoda situación. Tiró del sedal y
examinó el corcho y el anzuelo. No tenía cebo.
—Condenados ladrones —exclamó, y después se levantó y fue a por más
cebo.
Volvió a lanzar el sedal y pescó allí de pie, hasta que él se tendió sobre las
cálidas tablas de la cubierta central y se quedó dormido. Luego se sentó y se
dedicó a pescar, y se acordó de que lo único que había hecho era darle un buen
empujón: ese tambaleo suyo, típico de los hombres de tierra, no era simulado,
aunque otras cosas pudieran serlo.
El estaba allí tumbado, tendido como un ser inocente al sol, y ella cogió
un pequeño pez. Lo troceó para que sirviera de cebo y pescó toda la mañana con
el aparejo grande.
Tom despertó cuando ella cogió el primer pez grande. Se revolvió
rápidamente cuando el pez cayó en la cubierta central aleteando y llenándolo de
agua.
—Cógelo —le gritó, pues estaba a su alcance. Lo cogió, se le escapó y
volvió a cogerlo—. ¡El sedal! —gritó ella, y entonces él cogió el sedal y controló
la situación.
Ella le quitó el anzuelo, puso el pez sobre el travesaño y después lo dejó
caer por él.
—¿Cómo está la mano?
El le enseñó una herida que se estaba chupando y le daba punzadas.
—Realmente eres hijo de los Antepasados, ¿no te parece? Eso te dolerá.
El la miró ofendido sin decirle una palabra.
— Ya sé que allí arriba no te enseñaron a pescar, sólo a comer peces. Es
culpa mía. Nunca te enseñaron que hay que cogerlo por atrás. Por detrás de la
aleta o por el sedal. A menos que no tengan dientes. Un aleta roja, no debería
haberte dicho que lo cogieras. Son unos peces malos, con dientes a los lados. Con
ellos hay que utilizar un guante, basta con eso. Pasa lo mismo con los vientres
amarillos. Te pueden dar un buen bocado. Y los ángeles de la muerte son lo que
su nombre dice. Tienen un veneno que te mata antes de que te des la vuelta.
Para comer son buenos, aunque una de sus espinas te puede matar tres días
después de haberla comido.
—Lo sé —dijo él sombríamente, y ella pensó en asesinos y ángeles de la
muerte; y en puentes altos; y bajo la luz del día volvió a sentir escalofríos.
Cebó nuevamente el anzuelo y volvió a lanzarlo. Una bandada de aves marinas se
posó junto a la Flota Fantasmal, y algunos balseros se diri gieron lentamente

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hacia allí para cazarlos. Altaír los estuvo observando hasta que la bandada
emprendió el vuelo.

Al mediodía estaba haciendo el pescado en la pequeña cocina; y con el


estómago lleno, los dos se echaron una siesta, ella acostada sobre un lado, en la
cubierta central, y él se quedó dormido sentado en el mismo lugar en el que se
había quedado tras el almuerzo, en el pozo. Tras un buen lingotazo de whisky
barato de Hafiz y el vientre lleno de pescado de Puerto Muerto.
Ella despertaba de vez en cuando, se asomaba por encima del brazo en el
que estaba apoyada para ver la orilla, la desértica playa amarilla con rocas
marrones; y ver al pasajero, cuyo único movimiento había consistido en tumbarse
sobre un costado sobre las pizarras, acunando la cabeza en un brazo. Allí
estaba tumbado, arropado como un bebé, con un pie descalzo metido bajo una
rodilla. El sol era caluroso, la noche había sido dura y Altaír parpadeó y dejó caer
de nuevo la cabeza sobre un brazo, demasiado somnolienta para hacer otra cosa.

Aquella tarde, a última hora, hizo pan para tomar con el pescado frío;
Modragon-Lo Que Sea salió y se quedó mirándola.
—¿Tienes una cuchilla? —preguntó.
—Tengo un buen cuchillo —respondió tras pensar en ello—. Tiene el
filo de una cuchilla.
Tenía el gancho del barco al alcance, y era una pregunta sincera: para
entonces tenía ya una buena barba. Altair se hizo a un lado y le entregó el
cuchillo metido en una delgada vaina de cinta, pero no el que había utilizado ella
para cortar la cabeza al pez. El lo miró dudoso, pasó el pulgar por el borde y
su mirada se volvió respetuosa.
—¿Qué utilizas, piedra de afilar?
—Piedra azul, y ya puedes tener mucho cuidado —sacó la piedra de su
bolsillo izquiedo y se la entregó.
—Jabón.
—Está en la lata. La primera que te encontrarás en el escondrijo. La pequeña
de color negro. Pero espera. Ya está la cena.
—Quería asearme para cenar.
—Señor, ya tomó un baño anoche.
El la miró quedándose sin habla, con una sensación de ofendido que la hizo
cerrar la boca inmediatamente, mientras él se agachaba y sacaba el jabón de la lata.
Un baño. Después de que casi se ahogaba. Con jabón.
Se asomó por la barandilla y se quitó el jersey.
— ¡Apuesto a que esperas que tenga también ropa limpia! —gritó ella con
tono de burla.
El se dio la vuelta.
—Me gustaría que la tuvieras —dijo con firmeza. Se dio la vuelta, se quitó los
pantalones, demasiado grandes, cogió el cuchillo y la pastilla de jabón en una
mano y se lanzó por la borda en las aguas poco profundas.
—¡Diablos! —por ese lado de la barca no había excesiva profundidad. Ella corrió
para ver si se había roto el cuello, pero allí estaba, nadando agradablemente—. ¿No
miras nunca dónde estás?
—Todo va bien.
—Como pierdas el cuchillo tendrás que encontrarlo antes de subir arriba.

31
C. J. Cherryh El ángel con la espada

El se puso en pie, con el agua hasta la mitad del pecho, y lo sostuvo en alto.
Junto con el jabón. De pronto arrugó la nariz.
—¿No se estará quemando algo?
—¡Diablos! —gritó Altair y echó a correr.
Se había quemado. Puso el pan de fondo negro sobre el pescado frío, apagó
el fuego y se quedó allí sentada, mirándolo.
Después se quitó el jersey, se desabrochó los pantalones y se dirigió al otro
lado de la barca.
El segundo baño en un día. Si a él le gustaba ser limpio, ella podía serlo más.
Subió a la superficie manteniendo la barca entre ellos.
—¿Estás bien? —preguntó él desde su lado.
—Estupendamente. La cena ya se ha quemado, así que igual da que se
quede fría.
Volvió a sumergirse. El fondo era de arena cenagosa y eso la hizo sentirse
mal. Levantó los pies, nadó unas brazadas, se dio la vuelta y comenzó a regresar.
El se dio la vuelta por el borde del barco.
—¿Quieres el jabón?
Ella cruzó el agua, sin poner los pies en el suelo, nadó hacia la mano que él le
extendía y cogió el jabón. El regresó a su lado. Altair se frotó, escupió y lanzó
varios juramentos, y cuando se hubo frotado tanto como para dejar limpias a diez
mujeres, puso el jabón sobre la cubierta central y nadó hacia el otro lado, se subió
por el borde, arrastrando el vientre y se deslizó hasta el pozo.
De nuevo en posesión de la barca. Desde allí podía verle bien a él. Pero no quiso
fijarse en eso, ni mirar en su dirección. Caminó por la cubierta central, se puso los
pantalones y el jersey, guardó el jabón, se sentó allí y se comió la cena, dejando que
el agua del pelo goteara sobre sus hombros.
El tenía que regresar a bordo. Ella le miró implacablemente, mientras él se daba
la vuelta para vestirse, pretendiendo que ella no estaba allí. Había regresado con el
cuchillo, eso podía verlo. Y cuando se acercó a ella con el cuchillo en la mano, Altair
tenía el gancho de barril junto a los pies, por si acaso. Sigió mirándolo mientras se
sentaba y sacaba de su bolsillo la piedra azul, y ella cogió un poco de grasa de la
sartén; él se dispuso a afilar la hoja, y Altair tuvo que admitir que lo hacía
muy bien.
—Puedes comer —le dijo ella.
—Me estoy ocupando de tus propiedades. Yo sé hacerlo bien. Come.
El siguió trabajando en el cuchillo. Mucho rato. Ella terminó de comer, se
asomó por la horda y tiró las espinas de su parte; limpió el plato para
guardarlo.
Después él comió su parte, asomó la sartén por la borda y la sumergió.
—Estúpido, ¿qué estás haciendo?
—Lavándola —respondió él devolviéndole la mirada —. ¿Es que nunca
lavas...?.
Se detuvo antes de ir demasiado lejos, pero ella lo captó perfectamente.
—No hay que lavar una sartén de hierro, Mondragon. Se frota. Es mucho
mejor.Y si empiezas a lavar los platos en el puerto, enfermas. Si lavas
demasiado te pones enfermo. No me gusta ser sucia. Pero no hay un condenado
lugar donde lavar, Mondragon, hasta que llueve, y entonces hace demasiado
frío.
Todo eso se lo dijo gritándole. Se dio cuenta de que estaba gritando y se
calló con un suspiro de exasperación.

32
C. J. Cherryh El ángel con la espada

—Lo siento —dijo él.


—Oye, lo estás haciendo muy bien para ser de tierra. Ni siquiera
perdiste el jabón.
—¿Qué hago con la sartén?
—Trae aquí —la cogió, la frotó con un trapo y la guardó— . Los
primeros calores matarán los gérmenes. Puestos a mojar algo, la sartén es lo que
menos preocupa.
—El pan no estaba malo.
—Gracias.
Puso la tapadera encima de los platos, se sentó en el borde de la cubierta
central, se inclinó y sacó la botella de whisky. Quería un trago. Por el Señor y
los Antepasados, él hacía que el cuerpo le pidiera un trago.
Luego se lo pasó a él, imaginándose que también querría uno.
—A cambio de mi cuchillo.
El se lo entregó, junto con la piedra azul, cogió el whisky y bebió.
La botella pasó del uno al otro varias veces; hasta que de pronto ella
suspiró y miró la botella. Quedaban dos centímetros de líquido ámbar.
—Diablos —dijo ella, pasándosela. Él dio un trago y ella la terminó.
Después se puso a pescar otra vez, pues eso le daba tranquilidad. A través de las
luces del agua se veía Merovingen, unas luces doradas por encima de las aguas que
estaban oscureciendo. El agua chapoteaba y brillaba, descomponiendo los reflejos del
cielo. El corcho se movía, sin problemas.
Tom se puso al lado de ella, en la cubierta y se sentó con las piernas
cruzadas. En silencio. Mirando el agua. Quizá con pensamientos neblinosos,
recordando que el viejo Del se había enfrentado a él y había perdido.
—Eres verdaderamente afortunado —le dijo ella, como saliendo de sí misma
—. Cuando se beben las aguas del canal se cogen las fiebres. Y debiste beber
mucha. Me pasé toda la noche esperando que te subiera la fiebre. A lo mejor el
whisky mató los gérmenes.
—Pildoras —dijo é l —. Tomé muchas contra el agua.
Ella giró la cabeza. Pildoras.
— ¿Quires decir que sabías que alguien te iba a echar al agua?
— No. Las había tomado pensando en el agua de todo Merovingen. Las
cañerías son malas. Dicen que hay que haber nacido ahí para poder bebería.
—Y tú no eres de ahí.
—No.
—¿De dónde eres?
Silencio.
Altaír se encogió de hombros. Muchos canaleros y ratas de río tenían la misma
costumbre. Se ocupaban de sus propios asuntos. Picó un pez, pero no consiguió
atraparlo cuando tiró del sedal.
—Diablos.
Tiró del sedal para ver el anzuelo, pero como ya estaba muy oscuro tuvo que
llevárselo hasta la mano para descubrir que se habían comido el cebo.
—Se suponía que el pez iba a ser nuestro desayuno, no que le íbamos a dar el
suyo.
—¿Vives sola?
—A veces. Pero tengo muchos amigos —esa pregunta siempre la ponía nerviosa; miró
hacia la oscuridad y suspiró—. Bueno, no hay suerte.

33
C. J. Cherryh El ángel con la espada

Aseguró el aparejo y lo puso a un lado, atándolo con cuidado a la borda, cerca de


la barandilla de la cubierta central.
Se dio la vuelta y se volvió a mirarlo, a donde estaba también sentado, no muy
lejos, en la estrecha cubierta, bajo la última luz visible. Su corazón volvía a latir con
fuerza, sin ninguna razón. ¿Es eso razonable? ¿Qué es lo que me asusta?
Oh, nada. Seis hombres vestidos de negro que asesinan a la gente y un hombre
sentado en mi barca en la oscuridad, no es nada. Probablemente le estén buscando.
¿Qué pasará si nos encuentran?
El sabe quiénes son.
Se deslizó por la cubierta central y se levantó en el pozo. El se movió hacia un lado,
levantó los pies, los apartó mientras ella se inclinaba y sacaba una manta del
escondrijo.
—Dormiré en la cubierta —dijo ella, sin añadir: tú te caerías por la borda. Pero lo
pensó. Fue a salir a la cubierta y sintió que él le ponía una mano en el tobillo, sin
sujetarla, sólo... la dejó allí, y sobre la pantorrilla, cuando ella se detuvo.
—No quiero echarte fuera de tu cama.
—Está bien. Yo no voy a rodar fuera de la borda —se sacudió para liberase y se
sentó, envolviéndose en la manta—. Me gusta hacerlo.
El salió y esta vez le puso una mano en la rodilla.
—Jones. Escucha... nunca quise rechazarte. Es sólo que... diablos, Jones. Estoy
confuso. No sé lo que dije. Creo que te insulté. Vamos, ven dentro.
—Está más limpio aquí —de repente sucedía del modo que ella había deseado la
última noche; pero esta era otra noche, no estaba tan loca, y se sentía asustada.
—Vamos —le dijo él tocándole la rodilla—. Ven, Jones.
Cobarde, se dijo a sí misma. Se quedó allí sentada un buen rato, y él permaneció
quieto, sin dar indicios de querer irse.
—De acuerdo —dijo Altair por fin, avanzando con cautela hacia el borde de la
cubierta. El extendió una mano y la sujetó... como si él pudiera mantenerse sobre sus
pies. Ella se puso de rodillas y arrastró la manta dentro del escondrijo, él entró detrás.
Entonces se produjo bastante alboroto mientras arreglaban la manta, lo que hizo que
ella se golpeara la cabeza por su nerviosismo.
—Diablos —nada iba bien. Ella se tumbó y él se limitó a quedarse allí acostado
—. ¿Es que no vas a hacer nada? —preguntó ella al fin.
—¿Quieres que yo...?
—¡Maldito seas! Hijo de los Antepasados, tú... —se levantó apoyándose en los
codos y empezó a moverse como si la barca estuviera ardiendo.
El la cogió y ella le dio un codazo tan fuerte que le hizo gritar. Entonces la
cogió con más fuerza, le puso una rodilla sobre las costillas y le sujetó las manos.
—Jones, Jones... —descendió poco a poco y era evidente que había tomado una
decisión.
Al poco rato Altair se recuperó, al menos de momento; las ropas estaban revueltas
por todos los lados, y las mantas también; se volvió a golpear la cabeza y casi pierde el
sentido. Se cayó hacia atrás, sobre él, y se quedó allí lanzando juramentos mientras él,
suavemente, le tocaba el chichón.
—Maldición, Jones, lo siento.
—Tengo una caja de cerillas —dijo ella. El era muy bueno en lo suyo. Lo sabía.
Ella se quedó allí tumbada, cálida y confortable junto a un cuerpo humano que
respiraba, rodeada por unos brazos por primera vez en muchos años. Y fue algo
lejano, y por encima de lo que ella esperaba. El estaba limpio y no intentaba
hacerle daño: («Maldición, chica, ¿es tu primera vez?» «¡Cállate! ¡No me llames

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C. J. Cherryh El ángel con la espada

chica!» El se calló. Estaba preocupado por ella; y cuando llegó más allá del dolor,
le hizo olvidar el dolor.) El le decía las cosas, y se las enseñaba, de una manera
cortés, así que ella no dijo sus frases: de alguna manera, a lo que él hacía le
correspondían esas palabras hermosas; y a lo que ella esperaba le
correspondían las suyas.
Resultaba en cierta manera apropiado que se hubiera golpeado dos veces la
cabeza. Se sentía molesta; por no hablar de los dos baños que había tomado
ese día, para que él no la considerara despreciativamente. Pero el karma actuó
y ella se comportó como una estúpida dos veces en esa misma noche. Y aterrizó
confusa sobre su pecho, mientras las hermosas manos de Tom le quitaban el
dolor.
Estaba enamorada. Al menos esa noche.
No tienes sentido, Jones. Eres una verdadera hija de los Antepasados. ¿Sabes
quién es este Mondragon? ¿Tienes alguna idea de por qué seis personas querían
arrojarlo al Gran? A lo mejor tenían sus razones.
Pero él no podía estar en el lado malo. Si hubiera sido un asesino, un
ladrón o un loco ella ya lo sabría.
Tiene que regresar al lugar al que pertenece. Yo lo llevaré hasta allí. Un
sitio como éste no es el suyo.
Le dolía la cabeza. Se le reventaba y le dolía como si todo su ser estuviera
tratando de encongerse en ese pequeño lugar. El le acariciaba los hombros con
los dedos.
—¿Algo va mal, Jones?
—Nada en absoluto —tenía los hombros tensos. Se dio cuenta de que él
estaba dándole un masaje en los músculos y trató de relajarlo.
—¿Te sientes apenada?
—No. No —tomó una inspiración. Estropear el mañana por el hoy, le había dicho
su madre. Eso era absurdo. Hoy había estado muy bien. Mañana... mañana. Bueno,
mañana podía ser dentro de dos días. Entonces sería el momento de ingeniárselas para
devolverlo a su tierra. Tomó una inspiración y espiró lentamente. Se acurrucó contra su
hombro y trató de mantener los ojos cerrados.
Pero los volvió a abrir enseguida. A veces oía cosas cuando estaba a punto de
dormirse. El tiempo le hacía trampas, cosas que podían o no estar allí.
Pero las olas tenían un ritmo. Siempre estaba allí. La barca tenía una manera
especial de moverse. El mundo se mecía y movía eternamente de una manera
concreta y con ciertos sonidos; y en ese momento, aunque no había nada que
hubiera oído claramente, sintió el frío del miedo en su interior. Se puso tensa y
empezó a levantarse; él le apretó una mano contra la espalda. Ella llevó con rapidez
una mano contra su boca.
—Creo que he oído algo. Voy a salir hacia atrás, será más fácil. Quédate
quieto.
Empezó a salir hacia atrás y notó que él iba a seguirla. Le hizo retroceder.
—No. Quédate ahí —lo imaginó dando traspiés en la oscuridad—. Lo haré a
mi manera.
Siguió deslizándose, notando el viento frío sobre la piel desnuda; apoyándose en
el vientre salió bajo la luz de las estrellas y se levantó cuiadosamente sobre las
manos para mirar por encima del borde de la cubierta.
Allí fuera había una balsa, una isla oscura y amorfa en las aguas iluminadas
por las estrellas. Tenía el cuchillo en la entrada del escondrijo, y se deslizó sobre
los codos hacia el pozo, cortó la cuerda del ancla con un tajo rápido, se levantó un

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C. J. Cherryh El ángel con la espada

poco, dándose la vuelta y le vio a él allí fuera, bajo las estrellas, manteniéndose
agachado como ella. Se deslizó hacia atrás rápidamente.
—Manten baja la cabeza —le susurró por debajo del ruido del agua—. Hay una
balsa ahí. No es que pueda moverse mucho, pero estoy segura de que son locos.
Se encontraban en la parte más profunda del pozo; cogió una toalla que había
sobre las pizarras, se la enrolló y anudó alrededor de la cintura y él cogió sus
pantalones. Luego ella se levantó y puso una mano en el borde de la cubierta;
él la cogió por un brazo.
—¿Adonde vas?
—A poner en marcha el motor. ¿Puedes arrastrarte hasta allí conmigo y cortar
la cuerda del ancla?
—¿Se pone siempre en marcha?
—La mitad de las veces —respondió ella. Pero no quería pensar en eso. Le puso
el cuchillo en la mano—. Corta esa cuerda. Yo me ocupo de mi motor.
Se escurrió por cubierta como una anguila, deslizándose tan rápido como pudo y
se puso de rodillas tras el motor, levantando la cubierta de madera, mientras
Mondragon se ocupaba de la cuerda.
Cuidado ahora, paso a paso, y precisión en el arranque. El viejo motor era
delicado. Prefería el calor del sol a las noches húmedas.
Los locos la vieron. Se escuchó un chapoteo entre los que manejaban las pértigas
de la balsa. Un murmullo creciente en la oscuridad, que se convirtió en voces.
Bombear algo de combustible, dar al interruptor, ojalá hubiera limpiado hoy el
contacto, y hubiera comprobado la abertura. ¡Antepasados, salvad a una tonta! Vio
que otra cosa se movía en la oscuridad, una segunda balsa, y se apoderó de ella un
auténtico terror. Mondragon estaba de rodillas, a su lado, la barca se movía a la
deriva y la corriente traidora los llevaba hacia las balsas. Movió la manivela una vez,
dos veces, niveló el ahogo, que tendía a succionar demasiado, oyó unos gritos en el
agua y dio otra vuelta a la manivela. Dios mío, ni un sonido surgía del motor.
Ajustar de nuevo la válvula; darle a la manivela. Un pequeño ruido. Volver a la
válvula, ocuparse del punto gastado del eje; la manivela. Un hipo, un hipo.
—Jones...
— ¡Dame el condenado gancho! ¡En el armario! Muévete.
Había que abrir el tope, tirar de la cuerda, si no se inundaría; el aire se llenó de
olor a combustible, mientras Mondragon peleaba de pie junto al armario, con la
barca meciéndose por la acción de las olas y las balsas... Dios mío, Dios mío, son
tres en ángulo, moviéndose con chillidos, gritos y chapoteos... arreglar la abertura,
acuérdate de la válvula, inclinarse, darle a la manivela... un sonido de hipo. ¡Con-
denado motor! La manivela. La balsa más cercana estaba erizada de ganchos, era
espinosa como una estrella de mar. Todos ellos los ondeaban y la noche se llenaba
de gritos. Los hombres se lanzaron al agua y chapotearon hacia ellos.
Manivela, hipo, tos. Soltó la abertura, empalmó la válvula y la perdió. Las
balsas eran un muro de espinas. Mondragon tenía en las manos el gancho. Volver a
poner la válvula. De nuevo la abertura. Manivela. Doble tos. El motor se puso en
marcha. Con solidez. Volver a poner la válvula; darle al tornillo... ¡arriba la caña del
timón, estúpida! Todavía está bajada. Tiró de la barra hacia arriba y puso la clavija,
escudriñó el agua de la orilla por delante, buscando frenéticamente en la oscuridad
las rocas y la arena, mientras la barca avanzaba un poco. No había espacio, no
había ningún espacio salvo un hilo de agua a lo largo de la orilla, en donde
podían chocar con las rocas o embarrancar en la arena, y quedar indefensos.

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C. J. Cherryh El ángel con la espada

La proa giró y cogió esa dirección. Oyó chapoteos en el agua. Mondragon se


movió hacia algo que había en el agua.
— ¡No los enganches! —gritó ella—. ¡Golpéalos! Puedes perder el palo... allí
—un nadador empezaba a subir por la borda. Ware port, a la izquierda, por Dios, a
la izquierda.
Tom lo vio y lanzó el palo sobre el cráneo del que subía y el hombre golpeó
la cubierta. Altair giró más el timón y apretó los dientes mientras la corriente y el
propio y perezoso camino de la barca les acercaba a las balsas más de lo que ella
quería; o quizá las balsas se acercaban más a la orilla, pues en las aguas
superficiales podían utilizar mejor las pértigas, y sólo Dios sabía a qué profundidad
tenían ahora el fondo.
—¡Ware, cuidado, cuidado Mondragón!
Iba a perderlo, ellos iban a cogerle el gancho y quitárselo, o a meterle un
gancho en el cuerpo...
—¡Tratarán de subir por ese lado! Mondragon, cambia de lado, cambia, no
les dejen que te enganchen. Cuidado por delante...
Pues iban a pasar muy cerca de la tercera balsa, demasiado cerca. Cogió con los
dedos el asa de una caja que tenía a los pies y la abrió, mantuvo el timón con
una mano y con la otra rebuscó y sacó la pistola. Apuntó hacia el muro vivo que se
levantaba en ángulo y apretó el gatillo: el retroceso le produjo una sacudida en el
brazo, la detonación le sacudió los oídos, y los locos lanzaron un gran grito mientras
algo caía al agua y una voz chillaba por encima de las demás. Una pértiga chocó
contra otra; ella miró hacia la izquierda, donde Mondragon acababa de dar un golpe, y
apuntó por detrás de él, hacia los ganchos y brazos ondulantes. Un grito y un
lamento. Mantuvo el timón bajo el brazo y lanzó el tercer tiro a la balsa que se
acercaba con resultados similares. Le dolía el brazo derecho; seguía teniendo la caña
del timón bajo el izquierdo, y se apoyó en ella, tratando de mantener la barca lo
más alejado que pudiera de la balsa, tratando de mantener un rumbo justo entre
esas pértigas y el ruido de la balsa cercana.
Una mano se apoyó en la borda, la barca la sintió.
—¡Mondragon! ¡Un intruso!
El lo vio, sujetó el gancho, le dio un golpe de revés y el intruso se volvió
por donde había venido; pero estaban muy próximos, se acercaban cada vez más, los
hombres se habían lanzado a la segunda balsa para llegar hacia ellos por las aguas
poco profundas. Altair disparó; había una oleada de cuerpos por todas partes. Gritos.
Cerca de ella, por encima del borde, apareció un brazo y una cabeza.
—¡A popa, Mondragon! ¡Cuidado a popa!
Reservó la bala para la balsa junto a la que estaban pasando. Les podría salvar
de los ganchos. El intruso subía junto a ella, por el lado de babor, un movimiento
rápido y estaría arriba...
— ¡Mondragón!
La pértiga surgió de la nada y el hombre se fue abajo. La hélice chocó con
algo; Altair sintió la ligera resistencia; pero la barca siguió adelante, con la tercera
balsa junto a ellos ahora, los ganchos muy cercanos, los cuerpos tirándose al agua.
Disparó. Mondragon gritó y los palos entrechocaron.
Un gancho agarró la madera. Altair dio un grito de atención. Mantuvo la caña
del timón; y la barca siguió moviéndose; el entrechocar de los palos era fuerte y podía
escucharse por encima del ruido del motor. Altair vio el mar abierto, se dirigió hacia
él, mientras su posición se acercaba al alcance de los ganchos. Pudo ver a hombres
salvajes, sus cabellos erizados, sus ojos brillantes y sus bocas que gritaban bajo la

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C. J. Cherryh El ángel con la espada

luz de las estrellas, todo el grupo en movimiento, y acercándose como en una


pesadilla. Lanzó un tiro. Sólo uno. Mantuvo la caña del timón y siguió juzgando la
distancia.
El fondo raspó la arena por estribor. El corazón le dio un salto. La resistencia
cesó y la barca siguió adelante; volvió a rascar la arena, silenciosa entre los
ensordecedores gritos de babor, al alcance de los ganchos, Mondragon se defendía
como podía. La sangre corría por su cuerpo. Se tambaleó ante un golpe del palo,
recuperó el equilibrio y lanzó un terrible golpe que echó fuera a un loco. Le
devolvieron más golpes; pero ya estaban pasando junto a la esquina, él estaba fuera
de peligro, y los ganchos se dirigieron hacia ella, varios hombres saltaron tras la
barca; pero era ya tarde. La barca traqueteó, el agua que había ante ellos se
ensanchó, y Altair viró el timón para dirigirse hacia el puerto.
Dios mío, podían haber tenido arcos. Alguno incluso una pistola. Tuvo un
estremecimiento.
He matado a cinco personas. Quizá a seis. Le dolía todo el brazo. Recordó al
hombre que la hélice había destrozado y trató de olvidarlo. Mondragon la estaba
mirando sentado al borde de la cubierta, brillante por el sudor bajo la luz de las
estrellas. El gancho marino estaba de lado sobre el borde, bajo su mano.
Altair fijó el timón, se agachó y abrió la caja de munición. Abrió la vieja
pistola, introdujo cinco cartuchos nuevos y volvió a colocar el tambor en su sitio.
Su madre siempre le había dicho que no disparara el último cartucho. «Nunca vacíes
la pistola, querida, vuelve a cargar los cinco cartuchos; para terminar una pelea será
mucho mejor que te quede una bala». A Retribución Jones no se le podía
preguntar nunca por qué. Sólo se le decía sí mamá. Y así lo había hecho ella. Le
temblaban las manos cuando dejó la pistola, aunque los delgados y bronceados dedos
de Retribución habían manejado esa vieja pistola como si fuera una parte metálica de
sí misma. Tenía estremecimientos en todo el cuerpo. Sintió que su madre le pegaba
por eso, pudo oirlo; tomó aliento, se tranquilizó y recordó que estaba medio desnuda
en la cubierta, y que el motor estaba en marcha, bebiéndose el precioso
combustible.
Maldición. Maldición. No había tiempo para ir con el motor hasta el puerto; si
gastaban combustible tenían que hacerlo a través del puerto, tal como ella lo había
planeado. No tenía dinero para comprar más. Si no pedía un préstamo sólo tenía para
comprar los barriles de Moghi. Le quedaban dos botellas de whisky, un poco de
harina, una paquete de té y dos bocas que alimentar. Maldición, maldición, maldi-
ción. Aminoró velocidad para ahorrar combustible; iban en dirección contraria a la
marea y lo notarían al cruzar la corriente del Borde: el motor se tragaría el
combustible como un borracho se bebe el whisky. Lo conseguirían con lo que
quedaba en el tanque. Y luego el agua estaría tranquila.
Miró a Mondragon, y éste la miró a ella. Sin que se sintieran molestos. No. Lo
recordaba en movimiento, sin mucha habilidad con la pértiga, aunque se acostumbró a
ella rápidamente, encontró su equilibrio, no le habían alcanzado con ningún gancho,
ni dejó que traspasaran su guardia.
—No sabía que tuvieras una pistola —dijo por fin. Todavía jadeaba.
—No me gusta utilizarla.
Mejor que pensara que lo hacía de vez en cuando, y no se hiciera ninguna
idea. Se puso en pie apoyándose con una mano en el timón para guardar el
equilibrio. Estaba sudando y el viento era frío. Sacudió la cabeza e inspiró el
viento por la nariz, mientras escudriñaba el agua por delante. Las luces de la ciudad
estaban ya casi todas apagadas; sólo se veía un par de ellas; y el camino estaba

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C. J. Cherryh El ángel con la espada

limpio: tomar el camino bajo los pilares de los puentes de la Isla de Rimmon. Podía
ser un lugar difícil durante la noche.
Pensó más en ello y aminoró el motor.
—¿Adonde vamos? —preguntó él.
—No sé —y luego añadió porque quería aparentar que tenía todas las
respuestas—: ya hemos tenido bastantes problemas esta noche. Estoy demasiado
cansada para conducir la barca con la pértiga entre los puentes, y segura de que no
quiero amarrar allí; ya hemos tenido bastantes locos esta noche.
—¿Venían de allí?
—Locos o balseros, poca diferencia hay.
Tomó otra inspiración profunda, borró las muertes de su recuerdo y se sintió
orgullosa. Su barca. Ella decía lo que tenían que hacer. Sabía lo que estaba haciendo, y
él se daba cuenta de que ella lo sabía. Vio a su madre, vio a Retribución Jones
manejando el timón en sus recuerdos más antiguos, con la luz del sol sobre el
rostro, y sobre aquellas manos tan hermosas, segura de lo que hacía, de la manera
en que caminaba en aquellos años brillantes, cuando el mundo haría bien en apartarse
de su camino.
Se sujetó la toalla, que se le estaba cayendo, y dio un salto desde la cubierta
central hasta el pozo, se volvió hacia Mondragon, sentado al borde de la cubierta, y
le dijo:
—Te dieron un par de veces.
—Arañazos —contestó poniéndose en pie y sujetándola por los brazos—.
Maldición, chica...
Ella se soltó de sus manos con un movimiento tapido.
—Jones. Llámame Jones.
—Jones —se quedó allí parado, bajo la luz de las estrellas, y no se le ocurtió
nada que decir.
Tampoco a ella. La barca había perdido la mayor parte de su impulso e iba
a la deriva con el chapoteo.
—Tengo un poco de pomada —dijo ella, y como quería volver a estar limpia,
quitarse la capa de sudor y la sensación del tacto de los locos, que todavía permanecía
en su cuerpo, añadió—: voy a tomar un baño.
El no dijo nada. Ella dejó caer la toalla, se dio la vuelta y saltó por un lado.
La caída de otro cuerpo produjo un movimiento del agua a su lado, una suave
corriente de burbujas sobre su piel. El la encontró y la envolvió en sus brazos.
Condenada estúpida, pensó Altair en un momento de pánico: ¿intenta ahogarme, es
después de todo un asesino, quiere la barca...?
Era evidente que no. Altair subió a la superficie con él, empezó a nadar de lado y
sintió que él nadaba a su espalda, brazada a brazada. Recuperó entonces la cordura,
dejó de nadar y bajó los pies.
—Maldición, ¿es que queremos perder la barca?
La vio en la distancia y se lanzó hacia ella con fuertes brazadas.
El se lanzó primero, pero no llegó muy lejos; se hizo a un lado y la
esperó.
Casi la perdieron de nuevo cuando se encontraron.
—Jones —dijo él de una manera que nadie se lo había dicho nunca—. Oh,
Jones —y tuvieron que perseguir la barca por segunda vez.

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C. J. Cherryh El ángel con la espada

CAPÍTULO 3

L A mañana era para despertar lentamente; algo más lentamente de como lo habían
hecho antes, bajo las estrellas, sobre la cubierta central. Después volvieron a
nadar: eso significaba cuatro baños en dos días, y Altair se sorprendió de sí misma.
Lavó también la ropa, la enjabonó bien y la dejó sobre la caña del timón para
que secara un poco al viento, y él lavó la suya, y ambos se sentaron a desayunar por
la tarde, envueltos en toallas y dejando que el viento les secara el pelo. El de
ella era recto. El de él rizado, y tan fino como la seda pálida. El era guapo, todos
los movimientos que hacían eran bellos, la manera en que sobresalían sus músculos
cuando iba a coger un poco de pan, la forma en que el sol le daba en el rostro e
iluminaba sus cabellos. Ella comía y le miraba cada vez que podía. Y suspiraba.
—¿Adonde vamos ahora? —preguntó finalmente, y ella se encogió de
hombros, pues no quería hablar de ello. Por lo visto él tomó eso como una
respuesta.
Pero cuando ella quitó los platos del desayuno, cuando se levantó y vio las
balsas flotando como pequeñas islas en el extremo de Puerto Muerto, se acordó de la
noche, y recordó lo que podía significar intentar encontrar el camino por alrededor
del borde de Puerto Muerto, moviéndose con la pértiga porque se habían quedado
sin combustible. Y eso la decidió. Suspiró de nuevo, se inclinó para coger los panta-
lones que tenía colgados en la caña del timón y se los puso. Y el jersey.
—¿No están todavía húmedos? —preguntó Mondragon, que todavía llevaba
puesta la toalla y estaba de pie en el pozo.
—Tenemos que ponernos en movimiento. ¿Quieres decirme adonde?
—¿Es que tenemos prisa?
—Mondragon —le dijo Altair, yendo hacia donde estaba él y sentándose para
no tener que gritarle por encima del sonido del agua, en el borde de la cubierta,
delante de él—. Tenemos que ir de nuevo hasta el Borde, con eso agotaré todo el
combustible que tengo. Y volver desde allí manejando la pértiga es mucho. En medio
de los balseros y los locos —con el pulgar señaló hacia la ciudad, hacia el bulto
bajo y neblinoso de la Isla de Rimmon—. Tenemos suficiente para llegar hasta los
bajíos de los puentes de Rimmon y puedo llevarte con la pértiga hasta donde quieras
desde ahí, a menos que esté fuera de la bahía. Pero estoy a punto de quedarme sin
provisiones, salvo whisky, tengo que ganarme la vida y la corriente de aquí nos
llevará cada vez más lejos hacia la Flota Fantasmal, y no es un buen lugar: por
allí hay locos, en el banco de arena; y eso está frente a Rimmon, y tengo sólo el
combustible necesario para regresar; he estado vigilando la marea. Así que creo que
será mejor que me digas adonde quieres ir, pues lo que yo tendría que hacer es
regresar a los canales, y creo que tienes razones para no querer eso. Imagino que
tendrás un barco de río al que desearías ir, o quizá a ese barco falkenaer. No puedo
llevarte con la pértiga hasta el embarcadero del Det, es demasiado profundo, pero
puedo llevarte hasta el dique, ahí están las escaleras de Harbormouth; puedes subirlas
y bajar el dique hasta el muelle del Det y volver a bajar de nuevo, es fácil. Eso es lo
más que puedo hacer.
El se quedó callado un momento. Miró las pizarras del suelo y volvió a levantar la
mirada, con los brazos cruzados.
—Déjame en la ciudad —dijo.
Altair notó que su corazón perdía un latido y luego se tensaba.

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C. J. Cherryh El ángel con la espada

—¿Vas a buscar problemas? ¿Caer una vez al canal no ha sido bastante? Dime
dónde te arrojarán la próxima vez, te estaré esperando con la barca.
El la miró tensando las líneas de la boca. Aquello se convirtió en una sonrisa
forzada.
—No te metas en mis asuntos.
—De acuerdo. Por supuesto. Ponte la ropa.
—Jones... —le tomó el rostro entre sus manos obligándola a que le mirara—.
Me gustas mucho, Jones.
Eso le resultaba doloroso. Tomó una inspiración profunda y sintió que algo iba a
romperse. «Oye tío, me has hecho un crío, voy a matarte». ¿Había sido su madre así de
estúpida? ¿Así es como ella había venido al mundo? ¿Una vez que su madre había
bajado la guardia y se encaprichó de un hombre como Modragon? ¿O sólo fue un feo
accidente, o una violación alguna vez que su madre perdiera una pelea? No podía
imaginar a su madre perdiendo.
El se peinó hacia atrás el pelo sin dejar de mirarla. Luego la dejó irse y se deslizó
hasta la cubierta central para ponerse la ropa. ¿Cuándo había encontrado sus piernas?
¿Cuándo había aprendido a moverse en la barca? La última noche, cuando tuvo que
hacerlo, cuando se quedó allí de pie manejando el gancho marino con una habilidad que
aumentaba minuto a minuto.
Está acostumbrado a luchar con la espada, pensó ella. Practica la esgrima.
Habitante de la ciudad alta. Los hay de todos los tipos. Camorristas callejeros.
Duelistas. En la ciudad alta también hay de esos: algunos de ellos son muy ricos.
Algunos de ellos que hablan con esa voz suave como la seda, pero no saben que no
hay que meter una sartén de hierro en el agua, ni coger un pez espinoso por las aletas.
El conocía muy bien las espinas del ángel de la muerte y sabía cuidar de un
buen cuchillo.
No tenía ninguna cicatriz hasta que un gancho lo cogió por el hombro la
noche anterior, y esa la llevaría el resto de su vida; no era profunda, pero tan
ancha como la punta roma de un gancho. (Me recordará, ¿no es cierto? El resto de
su vida. Cada vez que una suave mujer de la ciudad alta le pregunte por esa
cicatriz.)
El sabía luchar. Eso significaba que no era una presa fácil de los diablos de
mantos negros del puente. ¿Entonces cómo le habían cogido? Por el bulto en la
nuca, por eso.
El se puso los pantalones, húmedos todavía por las costuras. El sol los iría
secando: no había que preocuparse de la fiebre.
Altair suspiró de nuevo, después se inclinó junto al escondrijo y sacó la gorra,
se la puso contra el viento, hizo una mueca y sufrió una sacudida en el corazón:
también tenía un bulto en la nuca, donde le habían golpeado. Se puso la gorra un
poco hacia atrás, inclinada sobre la cabeza, se la metió a la fuerza y se dirigió hacia
la cubierta central.
El motor traidor se puso en marcha al tercer golpe de manivela, tal como solía.

Finalmente apagó el motor cuando quedaba suficiente combustible para una


arrancada, quizá para un poco más. «No utilices nunca nada hasta dejarlo vacío», le
había dicho su madre. «Piensa las cosas para no hacerlo. Quedarás indefensa y Murfy
te cogerá, seguro que lo hará». Incluso los adventistas creían en Murfy. Era un santo
del panteón janista. «Le darás al viejo Murfy una oportunidad», le decía su madre

41
C. J. Cherryh El ángel con la espada

cuando metía la pata. «Ya te he dicho que no puedes dar una oportunidad.
Necesitas todas las que tienes».
Subió la caña del timón, tiró de la clavija y dejó que la barra cayera hasta
el gancho del motor. De esa forma la barca costeó hacia los altos pilares entre
el dique y la Isla de Rimmon; y había calculado bien. La proa cruzó por encima de
las aguas superficiales, la línea que era oscura y no verde, sin una pértiga para
empujarse; y mientras estaba cruzando esa línea, recogió la pértiga y caminó hasta
la parte frontal de la cubierta central para ponerla, caminando por estribor; luego
cruzó de lado y caminó por babor, mientras Mondragon se apartaba de su camino.
—¿Puedo ayudarte con eso?
— ¡Diablos, no! Te quedarías aferrado a la pértiga y la barca seguiría su
camino. He visto a muchos principiantes caerse así por la borda.
De nuevo a estribor. Estaba haciendo alardes, manteniendo la barca en
movimiento sin sacudidas, consiguiendo que pareciera algo fácil mientras se dirigían
hacia los pilares. El movimiento la alegró. Lo mismo que el rostro brillante de Tom
bajo la luz del sol, pues de momento todavía contaba con su compañía. No hay que
llorar por el mañana, le diría Retribución Jones. Ni por la tarde. Sus pies descalzos
estaban firmes sobre la cubierta. No daba empujones fuertes, sino diestros. En el
momento adecuado.
—Este tipo de barca se llama skip, aunque no sé por qué. Un skip tiene una
cubierta central y un motor y es más grande que cualquier barca de pértiga. Si sabes
hacerlo, puedes conseguir que se mueva suavemente por el agua; aunque tienes que
conocer sus trucos; todo barco los tiene. Tiene un motor pesado y hace mal los
virajes. Pero también puedes aprovechar eso para los giros si sabes manejar la pértiga.
Cuando está cargado arranca lentamente, y se detiene de la misma manera; entonces
tienes que utilizar las corrientes todo lo que puedas: los canales las tienen, lo
mismo que el puerto y el viejo Det, y algunas son fuertes. Hay que planificar el
camino previamente. Si choca con un muro o con otra barca y la carga cambia de
lugar porque no estaba bien puesta, puede lanzar por la borda a todo el mundo.
Estaban llegando a los pilares. Mondragon se volvió cuando la sombra cayó
sobre ellos, y titubeó cuando se enfrentó a esa perspectiva, al negro laberinto de
pilares que se aproximaba rápidamente.
—Jones...
—Conozco mi camino —dijo trabajando con rapidez, a un lado y a otro—.
Es mejor así, ¿no?
Penetraron entre los pilares, en la oscuridad de los puentes que unían la ciudad
con la Isla de Rimmon y sus mansiones fortificadas. La luz brillaba con fuerza al final,
donde estaba el puerto, y los pilares pasaban a toda prisa junto a ellos.
Mondragon estaba en pie, marcando su silueta sobre esa luz.
Un viaje a través del infierno, o del purgatorio.
Ella lo tenía todo pensado. No iba a permitir que la barca se desviara de
ellos, salvo al final, cuando entrara en la marea del puerto. Se lanzaron hacia la luz
deslumbrante, y los remolinos marrones del agua se convirtieron en el jade brillante
de la bahía profunda.
— ¡Cuidado! —gritó ella, indicándole que iba a girar, metiendo hasta el fondo la
pértiga y moviendo la proa tan certeramente, y empujando tan diestramente, que no se
produjo ninguna sacudida. Mondragon seguía tambaleándose un poco sobre sus pies,
pero se volvió hacia ella y la miró como dando a entender que pensaba que había sido
un truco para desestabilizarlo.

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C. J. Cherryh El ángel con la espada

—Vaya, ya tienes buenas piernas, Mondragon —le dijo ella sonriendo—.


Cuando camines por tierra firme te moverás como un verdadero canalero.
—No me ahogo fácilmente, Jones.
Ella sonrió todavía más. Estaba un poco sudada y la brisa le enfrió la piel. El
viento olía a puerto y madera vieja; ese era el olor de Merovingen y de toda la zona
portuaria. Volvieron a entrar en la oscuridad, bajo otro muelle. Allí había una
barca amarrada, probablemente de un pescador que maldecía su suerte por haber
tenido que quedarse a hacer una reparación. Llegó hasta ella el sonido del martillo,
cuyo eco resonaba en muelles y diques. Redujeron la marcha; se habían desviado
un poco con el giro, pero no corrigió la dirección. Se limitó a dirigirse hacia unas
líneas de agua de color oscuro y brillante que había hacia el frente, entre la serie
de pilares ennegrecidos por el agua.
—¿A qué parte de la ciudad vas, Mondragon? —le preguntó—. No me lo
dijiste.
El se dio la vuelta otra vez y la miró. El sol le iluminó el rostro cuando
entraron otra vez en la luz, y él hizo una mueca y se cubrió los ojos.
—Jones, olvídate de mi nombre. No lo pronuncies por ahí, di sólo que tuviste
un pasajero, di que mi nombre era... cualquiera que sea común por aquí.
—No pasarías por un Hafiz o un Gossen, no con esa piel. Te has quemado,
¿lo sabes?
El se miró reflexivamente el brazo, que estaba enrojecido, y lo volvió a
levantar para cubrirse los ojos.
—Créeme. Olvida ese nombre.
—¿Y por qué me lo dijiste?
Se quedó un momento en silencio. Allí de pie, con la mano levantada, pero la
dejó caer de nuevo cuando se dirigían hacia otro muelle y entraron en la sombra
profunda.
—Debió ser por el golpe en la cabeza —dijo él tranquilamente.
—Tienes verdaderos problemas. ¿Estás seguro que no quieres que te lleve al
embarcadero del Det?
—Lo estoy.
Mondragon... se detuvo por la falta del nombre, lo borró de sus reflejos.
—¿Quieres mi ayuda? —le preguntó pensando que era una estúpida—.
¿Quieres que te oculte durante un tiempo?
De pronto tuvo esa esperanza. Aprovechó la posibilidad de la manera en que la
aprovechaba con los pilares, porque conocía el laberinto, los caminos, sabía sobrevivir
y corría algunos riesgos porque era su estilo. Era... lo que hacía que la vida
mereciera la pena. Y él era uno de esos riesgos.
—Puedo hacerlo. Es fácil.
El se quedó allí de pie, con una mirada en el rostro que indicaba que eso
le tentaba. Con una mirada en los ojos que indicaba que estaba pensando.
—No —dijo finalmente—. Será mejor que no lo hagas.
—¿Tan estúpido eres?
—No.
—Ya te han golpeado la cabeza. ¿Quieres regresar adonde lo intenten de nuevo?
La segunda vez te la abrirán. La segunda vez puede que no esté yo allí para
sacarte.
—Oye, ¿es que quieres llevarme a pasar otra noche con los locos?
Su acento o su lengua; también era hábil en eso. Sonrió a pesar de sí misma.
—No es mala respuesta, nada mala.

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C. J. Cherryh El ángel con la espada

—Jones —la luz volvió y él entrecerró los ojos—. Jones... gracias.


Llegaron a la Desembocadura, en donde el dique se alzaba ante ellos, dejando a
su izquierda los almacenes de RamseyHead. Los pies descalzos de Altair recorrieron
la cubierta con zancadas cortas y rápidas mientras se preparaba para el giro, tocó con
la pértiga por ese lado e impulsó la barca hacia la Desembocadura. Ahora tenía
que trabajar duramente: la Desembocadura tenía siempre tráfico, y algunas salidas del
alcantarillado creaban una estela. Oyó esas gracias pero no tuvo tiempo para
contestarle, sólo podía ocuparse de la rápida corriente, sólo de ese ritmo rápido y
duro de su vida, la que había tenido antes de él y seguiría teniendo después. Y
además, quizá no hubiera nada que decir.
¿Algo como un estúpido «volverás»?
El iba a terminar de nuevo en el canal; o se quitaría esos harapos de
canalero y se vestiría como los habitantes de la ciudad alta, de terciopelo y seda, y
caminaría por los altos puentes sin más interés por las barcas que cruzaban las
sombras que el que tendría por los bichos y gatos salvajes que libraban una guerra
particular en las tripas y sumideros de Merovingen. Terciopelo y seda. Ya no
apoyaría la espalda en las tablas desnudas y en una sucia manta. Tanto si era un
sospechoso habitante de la ciudad alta, o cualquier otra cosa, no era asunto de
ella.
A menos que quisiera trasladar alguna carga.
O pasar una noche barata.
El le había vuelto a dar la espalda, con los ridículos pantalones, demasiado
grandes, un poco caídos. Por el Señor y los Antepasados, menuda pinta tendría en
su mundo. Se lanzarían sobre él, y los condenados pantalones se le caerían. Quizá el
viejo Kilim tuviera un par que le pudiera vender.
¿Pero en qué estoy pensando? ¿Es que queda tiempo? ¿Es que él va a
quedarse? Arrojará esas ropas mugrientas al canal en cuanto esté en su sitio y
tenga las suyas. No, tendrá algún criado que lo haga por él.
No puede pertenecer a las bandas. Seguro que no. No con esa forma de
hablar. Con esa forma en que me habla cuando me toca... en esos momentos no se
pueden elegir palabras bellas si no salen con la misma naturalidad que la
respiración. Yo no puedo abrir la boca, no puedo pensar cosas bonitas, aunque
quisiera. Y desearía poder hacerlo.
Sonrió y empujó con la pértiga por un lado y por el otro dejando atrás el
alto muro negro del dique. Metiéndose bajo el Puente del Puerto y dirigiéndose al
Gran. Mondragon se dio la vuelta y con un reflejo instintivo se sujetó los
pantalones.
—Será mejor que te cubras el pelo —le dijo ella—. Y que te pongas el
jersey. Tienes una piel demasiado blanca.
Se subió a la cubierta para recuperar el jersey; ella metió una mano en la caja
del motor mientras iba de un lado para otro, y se lo arrojó. El se lo puso, se lo
recogió y se tiró de los pantalones de nuevo antes de sentarse al borde de la
cubierta central para coger el pañuelo negro. Se envolvió con él la cabeza,
hábilmente, y se remetió el extremo.
—Puedes llevarme al Puente Colgante.
—Eso está hecho, pero con esta barca me puedo meter también en los canales
pequeños, si lo prefieres.
—El Puente Colgante está bien.
Mantuvo la barca en movimiento, empujando, girando y empujando. Sentía los
pies cálidos sobre la cubierta. Respirar le resultaba difícil. Había tráfico. Mantuvo su

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C. J. Cherryh El ángel con la espada

rumbo dejando a estribor una barcaza que se movía lentamente empujada con pértigas.
Redujo la velocidad, para adaptarla a la habitual en la ciudad.
—¿Siempre trabajas sola con esta barca?
Vaya, ahora viene la historia. Pasan una noche contigo y creen que ya pueden
entrometerse. Así es el amor, Jones. Me lo dijo mamá.
—¿Jones?
—Claro que sí.
Respiraba con dificultad. El sudor le caía por el rostro y hubiera deseado ser un
hombre para poder quitarse el jersey en plena ciudad. Levantó la gorra y se la volvió a
poner sobre el chichón de la nuca sin pensarlo, al tiempo que daba el siguiente golpe.
Los pies le ardían sobre la cubierta. Maldito alarde.
—Sé cuidar bien de mí misma —dijo pensando que era una mentirosa. Tomó
aliento y le sonrió a medias, inclinando la cabeza al pasar por un cruce—. A diferencia
de los habitantes de tu ciudad alta, que son todos unos blandos.
— Yo no lo soy.
—¿Habitante de la ciudad alta? —le dijo con una amplia sonrisa —¿No lo eres?
—¿Qué habrías necho allí sola, la última noche, cuando atacaron los locos?
Ahí está la maldita y estúpida pregunta. No sabe que la culpa fue suya
también.
—Oye tío, no creo que hubiera estado durmiendo sorda y ciega en el
escondrijo, ¿no te parece? Puedes agradecer a tus Antepasados que tenga buen oído,
esa es la verdad. Nunca me acerco tanto. Amarro en el Borde, y duermo en cubierta,
duermo como un gato, y no pueden caer sobre mí tan fácilmente.
—¿Y si hubiera fallado el motor?
Ese pensamiento le produjo un estremecimiento de frío. Ella sopesaba ese tipo
de cosas antes de hacerlas, pero no solía considerarlas después.
—Bueno, no fue así.
—Podría serlo algún día.
—Mira, yo suelo ir al Borde en las estaciones malas; entonces hay más canaleros
y menos locos. Si el motor se me para busco un remolque aunque me cueste un
infierno; ya lo hice una vez —eso era mentira. Fue ella la que había remolcado a un
canalero, uniendo el combustible de ambos para conseguir que el motor funcionara,
y estuvo cobrando en plazos durante un mes—. ¿Hay algún asunto mío más que
quieras conocer?
El mantuvo cerrada la boca.
—Se necesita un condenado estúpido para sacarme de mis costumbres. Para
llevarlo donde sus enemigos no puedan cogerlo, a riesgo de mi propio cuello; quiero
decir que necesitabas una estúpida, y la tuviste. ¿Cómo podía saber yo que no eras
un asesino? ¿Cómo podía saber que no eran los parientes de una mujer de la ciudad
alta los que te arrojaron porque tú habías saltado sobre ella, eh? Eso fue ser una
estúpida, quedarme ahí a solas contigo en mi barca.
—¿Por qué lo hicieste?
—Porque soy una estúpida, por eso. ¿Necesitas una razón mejor?
El se quedó callado un momento. Después le preguntó:
—Jones, ¿qué es lo que va mal?
—Nada.
—Jones, para.
La corriente golpeó la proa. Ella perdió el aliento, cambió bruscamente, se
tambaleó un poco y perdió el equilibrio con el cambio. Estaba cansada. Le dolían los
costados. Tenía los brazos sobrecargados. El sudor le corría por los ojos.

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C. J. Cherryh El ángel con la espada

—Maldición, Jones. ¿Es que quieres matarte? No estamos en una carrera.


Ella le ignoró para concentrarse en otra barcaza, maniobró en la marea de
entrada del puerto de la Serpiente en el Grande, y evitó la estela que se había
formado. No era un lugar para deternerse, las gentes dudarían de su destreza si se
paraba en el Jut y se metía en el tráfico. Alguna barcaza podía chocar con ella, y eso
es lo que se merecería por estúpida. Si hubiera estado sola se habría acercado al
amarre de la Serpiente más cercano y descansaría. Ella le había enseñado un poco de
movimiento; y ahora el maldito habitante de tierra firme tenía un gesto de
preocupación en el rostro y una condenada insistencia en su voz —tonta. Párate.
Apártate, déjame, déjame, déjame—. Presionándola para llevar la barca a su
manera, diciéndole a ella lo que tenía que hacer, cuándo respirar y cuándo escupir,
para luego irse con las cosas hechas un lío porque él tenía en la vida cosas más
importantes que una condenada mujer. Caminar por el maldito mundo enredando a la
gente pagado de sí mismo, pensando que servía de algo. Un hombre que tiene ese
tono no merece que se le escuche. Su madre nunca lo haría. Escúpele a los ojos, le
habría dicho. Los hombres le gritaban desde otras barcazas: ¡Oye guapa, esa barca
es muy grande para ti! Y cosas peores. ¿Oye, necesitas ayuda? Y después le decían
exactamente cuál era la ayuda que pensaban los bastardos que ella necesitaba.
No te metas en mis asuntos, quería decirle. Pero no era esa la despedida que
deseaba. No había que echarle a Mondragon las culpas de todo el mundo. El sólo
hizo lo que otros hacían. Durmió con una mujer y pensó que podría meterse en su
vida, dejándosela toda arreglada antes de volver a su ciudad. Ni siquiera pensó que
acababa de ver la navegación más caprichosa que podía verse en los canales. Un
skip de carga nunca hace alardes ante los pasajeros, como suelen hacer los
pertigueros. Ella acababa de enseñarle una docena de trucos de los que hacen los
canaleros cuando quieren impresionarse unos a otros, esos trucos que marcan
diferencias en la destreza, sobre cómo puede moverse una carga y pasar por lugares
muy justos. Le había enseñado eso a un hombre de tierra. Y lo único que él veía
era a una mujer sudorosa y turbada.
Maldición.
Maldita ella si descansaba. Lo que haría sería llevarle hasta el condenado puente
y dejarlo. Devolverlo adonde lo encontró. Pedirle la ropa. Eso lo pondría en su
sitio.
Comenzó a respirar con mayor tranquilidad ahora que no tenía que dar
tantos golpes de pértiga, pasó junto al Jog, bajo el Puente Parley, y la
respiración le hacía daño en la garganta. Estaba descansando. Eso también era un
truco de canalero, ponerse con el viento a la espalda. Pero él no se dará cuenta de
eso, como no se había dado cuenta de lo difícil que era meterse entre los muelles
y atravesar sus corrientes.
—Jones... —insistió él, mirándola desde el pozo.
—¿Tienes algún problema? —le contestó ella consiguiendo esbozar una
sonrisa.
Evidentemente él se lo pensó mejor. Ella sonrió todavía más y disminuyó la
velocidad, facilitando su respiración.
—Debes saber que hay sitios en donde no se puede parar. Si paras ahí atrás, en
el Jog, alguna barca grande puede chocar contigo. Las corrientes las acercan mucho a
ese muro, y no te ven. Tampoco es que les importe. Los hombres de las barcazas
no se preocupan por una barca.
Tuvo la impresión de que eso sí le causó algún respeto. Mantuvo la boca cerrada,
dándose cuenta quizá de que sabía menos de lo que pensaba.

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C. J. Cherryh El ángel con la espada

Mejor para ti, Mondragon. Tienes cerebro, a pesar de que te pegaron. Yo no


quedaría muy bien en tu ciudad alta. Sería una verdadera molestia. Déjame a mí
la barca, eso es, Mondragon, tú no puedes tenerlo todo.
Yo tendré una docena de amantes.
Y también tomaré precauciones, claro que lo haré.
Ay, Dios mío, como me haya dejado embarazada.
Trabajaré esta barca lo mismo que lo hizo mi madre, eso es lo que haré;
tendré a mi hijo; entonces no estaré sola. Tendré una hija con el pelo como...
Señor, tendrá que luchar con el gancho contra los chicos del puente; le
enseñaré a utilizar el cuchillo, como mamá me enseñó a mí...
O se la entregaré a su maldito padre. Iré directamente a la ciudad alta, a
donde él esté, le entregaré a la mocosa y le desearé suerte,
Y la próxima vez tomaré precauciones. Va a costarme el trabajo de una
semana, imagino que en la farmacia de Mag encontraré algo. Ya lo ha hecho
otras veces.
Tendré que entrar en la tienda, delante de Dios y de todo el mundo, y
pedirle el material; la vieja Mag sonreirá; se lo dirá a esa hermana suya, dios mío, y
la noticia habrá corrido río arriba y abajo para el anochecer, y yo tendré que
defenderme de los intrusos.
¡Oye, la mujer de hielo se ha deshelado!
Oye, Jones, bonita. ¿Quieres ver lo que tengo?
Maldición, no es nada simple.
Las sombras del puente cayeron sobre ellos, el aire se hizo frío, con la
humedad profunda del interior de Merovingen. Las sombras se hicieron todavía más
oscuras, por un momento quedaron cegados, antes de pasar a la luz del día. Tenía un
sabor a cobre en la boca, la silueta borrosa de una barca negra pasó a su lado; la
esquivó, como esquivó por estribor la piedra gris y mal cortada del Jut de
Mantovan. Por delante había otro skip, totalmente cargado y amarrado.
—Estúpido —consiguió maniobrar rodeándolo, con lentos impulsos de sus
músculos doloridos—. Parar en el Gran a la luz del día... —golpeó con la pértiga
contra la barca—. ¡Eres un torpe!
—¡Condenada perra!
—Es el viejo Muggin —inspiró profundamente cuando pasaron. Miró a
Mondragon, que estaba de pie sobre el borde de la cubierta, mirando hacia atrás, a la barca
y su airado ocupante—. El viejo piensa que es el dueño del agua. Ahora ya no maneja
muy bien la barca. Las distancias largas le pueden, y no quiere salir del Gran —
añadió recuperando el aliento y volviendo a impulsar la barca con golpes de pértiga
uniformes—. Aquí hay reglas. O las cumples o te vas.
—¿Quieres descansar, Jones?
—Oye, no lo necesito. Hoy la barca está ligera. Me gustaría que la vieras trabajar,
empujarla cuando va totalmente cargada; eso sí que es trabajar —le salió una tos del
fondo de los pulmones, que le hizo perder un golpe—. Sólo un poco... —tuvo un
segundo ataque de tos, como consecuencia del largo empujón—. Maldición —volvió a
toser, tragó saliva y controló el espasmo—. El frío. El cambio siempre me hace eso.
Pasar de la luz del sol a la sombra que hay bajo los puentes.
Pasaron junto a una pertiguera, sin pasajeros. De búsqueda. Ahora estaban ya bien
metidos bajo los puentes de Merovingen, y el agua era oscura, y los muros de ambos
lados descuidados y tristes, con las ventanas y puertas cruzadas por barras de hierro. No
había allí entradas del canal, salvo a los lugares más bajos que servían a los

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C. J. Cherryh El ángel con la espada

canaleros. Las islas grandes recibían las cargas de los canales en bahías defendidas, dentro
de puertas de hierro que garantizaban que iban a recibir lo que habían pedido.
—¿Qué hay en el Puente Colgante?
No le respondió. Ella dejó de hacer preguntas. Se puso a trabajar tranquilamente
y se limpió el sudor. La ropa ya no estaba limpia. Ni tampoco seca, pues el sudor la
humedecía.
—¿Les estás buscando? —volvió a preguntarle.
El se dio la vuelta y le miró. Las buenas maneras habían desaparecido, como el
humor. Sí, les estaba buscando. Para algo. Así de claro.
—Sí —se respondió ella misma. El no dijo nada—. ¿Quiénes son?
—Ya me ocupo yo de eso.
—Perfectamente. Pero quizá me estén buscando también a mí. ¿No has pensado
en eso?
Altair tomó una inspiración, volvió a respirar. Delante tenían el Puente Colgante,
y la otra salida de la corriente de la Serpiente. Luchó contra ella nada más
encontrarla.
—Ya pensé en ello.
—Qué amable.
—No te haría ningún bien, Jones. Podría empeorar las cosas. Es mejor que te
quedes fuera de ello. Totalmente fuera.
El sol les iluminaba ahora, era uno de los pocos lugares del Gran que permanecía
abierto; por eso le llamaban el Puente Colgante. Se levantaba llamativo con sus calados,
su ángel y sus siniestros arcos de madera.
—Allí está el Ángel —le dijo Altair entre un impulso y otro—. Los
revenantistas dicen que Merovingen durará lo que dure el Ángel sobre el puente. Los
janitas dicen que saca la espada un poco más cada vez que la tierra tiembla. Los
adventistas dicen que resistirá hasta la Retribución.
—He oído hablar de eso —contestó Mondragon. Volvió a mirarla de nuevo,
miró otra vez hacia el puente y de nuevo se volvió hacia ella.
Ella miraba hacia el frente, vigilando el tráfico. Le recorrió la espalda la sensación
de que estaba metiéndose en agua difíciles, de que iba directa a los locos y los balseros,
de vuelta al punto de partida. Apareció el perfil del Puente del Mercado de Pescado.
Allí estaba el porche oscuro y distante de Moghi, bajo las sombras del Mercado de
Pescado, más allá del Muelle Ventani. Había allí skips, barcas pertigueras, y el habitual
grupo de barcazas, las de los vendedores de hortalizas y de pescado, y los cargueros de
pescado amarrados a las anillas junto al mercado, repletos hasta los bordes. Las torres de
madera de la parte alta de Merovingen brillaban con una luz plateada y grisácea bajo
el sol, por encima de la oscuridad, por encima de la red de puentes. Y el Ángel
del Puente Colgante lo presidía todo, con la espada a medio sacar. El mundo a
medio terminar.
¿La estaba metiendo o sacando desde el Gran Terremoto?
A medio camino entre los dos destinos.
Divisó un lugar en la orilla éste y dirigió la proa hacia allí, entre los
vendedores de pescado. Mondragon estaba sentado al borde de la cubierta y se volvió
de nuevo hacia ella, para mirarla mientras se deslizaban hasta el punto de amarre.
Quizá se preguntaba lo que ella quería. Se preguntaba cómo conseguir que la
despedida fuera rápida y limpia. Ella estaba demasiado atareada; guardó la pértiga y
sacó el gancho.
—Hey, Del —gritó al viejo del skip más cercano, enlazando la anilla para
acercarse. Se inclinó y cogió en una mano la cuerda de amarre, la pasó por la

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C. J. Cherryh El ángel con la espada

anilla y la ató. Dio un salto y caminó hasta donde su proa tocaba el otro skip—.
Oye, Del, ¿quieres amarrármelo ahí?
—¿Qué vendes?
—Nada. No estoy comerciando. Sólo quiero pararme un rato.
No había pues competencia. La boca de Del Syleiman se abrió en una
sonrisa.
—Trae, yo lo ato.
—Vale, tendrás que prestarme la cuerda. Perdí las anclas de proa y popa.
Sus cejas blancas subieron y bajaron. Movió la barbilla, cubierta por una barba
desaseada. Había una mujer desdentada en la cubierta central, una montaña de
mujer tras las cestas de anguilas.
—¿Cómo las perdistes?
—Bueno, tuve un abordaje.
Volvió a colocarse la gorra y con el movimiento se pasó el nudillo por la ceja
derecha: Arreglemos primero el asunto de este habitante de la tierra; ya arreglaremos
los nuestros más tarde. El viejo sonrió, lo mismo que la mujer, y el viejo utilizó su
gancho para el amarre.
Altair regresó hasta donde estaba Mondragon, de pie en el pozo, a un paso del
muro del piedra. Esperándola.
Se quedó allí de pie un momento, mirándola a los ojos. Por un momento ella
recordó; le recordó tal como estaba por la mañana, iluminado por el sol.
Entonces él se dio la vuelta y saltó a tierra, descalzo como un canalero, con sus
viejos pantalones, un jersey azul roto por los codos y un turbante negro que no servía
para ocultar su piel blanca y quemada por el sol. Se volvió a mirarla desde allí. Una
vez más.
Ella se quedó en pie con las manos en la cintura, y los pies descalzos
sólidamente plantados sobre la cubierta.
—Suerte —le dijo Altair—. La próxima vez vigila a tus espaldas.
Esa frase hizo vacilar a Tom, como si hubiera acertado en el blanco.
—Suerte —dijo él, se dio la vuelta y se dirigió hacia las escaleras.
No se volvió a mirar, ni una sola vez.
Ni una oferta de devolverle la ropa. Era demasiado rico para pensar que todo lo
que tenía era lo que llevaba puesto.
O quizá para no prometer lo que no podía cumplir.
Se dio la vuelta y se dirigió hacia la proa, en donde Del se ocupaba del
amarre. Se sentó allí en cuclillas.
—Del, ¿qué tengo que pagarte para que me vigiles la barca?
El viejo tenía un ingenio agudo. Aunque no lo pareciera por su cara. Masticó
algo que tenía en la boca y escupió un poco de jugo verde entre la proa de las dos
barcas.
—¿Vigilarla, Jones? ¿Algo limpio?
—Te lo juro —levantó una mano con solemnidad—. ¿Qué tengo que darte?
—Pensaré en ello.
—¡Bueno, piénsalo, maldito tiburón! —Altair pegó un salto por la desesperación.
El viejo Del sabía sacar ventaja de un trato, y atrasar la discusión era un
instrumento poderoso—. Te pagaré, te pagaré, por la sangre de mi corazón que lo
haré; ¡y que el cielo te ayude si veo un arañazo en mi barca!
Buscó entre las pizarras, cogió el cuchillo y el gancho de barriles y dejó
caer las piedras. ¡Síguelo! El aprecio de los otros canaleros exigía un poco de teatro.
Corre, Jones. Sigúele.

49
C. J. Cherryh El ángel con la espada

Maldición.
Podía haberse ido en cualquier dirección. Saltó sobre las maderas envejecidas por
la edad de la escalera del puente, ascendiendo los cuatro tramos hasta el ancho
puente y los arcos del patíbulo.
Allí vio al hombre del jersey azul y el turbante negro dirigirse por el puente
hacia Ventani.
Dirigirse hacia el lugar desde el que le habían arrojado a las fauces del Det.
Un hombre así no deja de meterse en problemas. Es un loco. Tan loco como
los balseros.
Ella lo siguió, pisando silenciosamente las tablas con sus pies descalzos,
colgando en su cinto el cuchillo y el gancho de barriles.

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C. J. Cherryh El ángel con la espada

CAPÍTULO 4

E RA una verdadera tonta por correr por ese puente. Siguiéndole, con los pies
descalzos sobre las planchas calentadas por el sol, una canalero entre los
habitantes de la ciudad alta, las gentes que vestían tela de chambray y cuero, los
comerciantes y tenderos de la ciudad alta; y los guardias de Signeury y los sobrios
colegiales, y los más altos de los ciudadanos, gentes de arriba vestidas todas con
telas finas y encajes, y calzados de elegantes tacones que repiqueteaban sobre las
tablas como un tambor de fiesta. Un vendedor de dulces pregonaba sus mercancías
en la cabeza del puente, bajo el rostro siniestro y pensativo del Ángel, que tenía la
mano dorada bajo su espada. Altair pasó junto a él con grandes zancadas e imaginó
que la espada se introducía una pequeñísima parte en su vaina: aplazar la Retribución
era un acto estúpido. Hija, le diría el Ángel, con su rostro hermoso y grave como
el de Mondragon, ¿por qué haces esto?
Y ella se quedaría allí de pie, titubearía y le diría: Retribución (el ángel llevaba
el nombre de su madre), no lo sé pero excúsame ahora (una precipitada cortesía
mental), ahí está el otro estúpido caminando por la calle, no puedo perderlo...
déjame que lo alcance, Ángel, ya arreglaremos lo mío mañana, yo...
Recorrió con paso ligero el puente y se metió por el lado de la Isla Ventani, sobre
sus galerías y sus elevados puentes situados varias capas por encima, los que daban
sombra al Canal Margrave y al Puente del Ataúd, dejando pasar unas tiras brillantes de
sol que caían sobre la calzada. Un comerciante, poseedor de un trozo de sol, un bien
precioso en ese nivel, había puesto una maceta en una de esas tiras. En otro trozo
de luz, un anciano dormitaba.
Por delante, entre la multitud, Mondragon caminaba ahora más lentamente; lo
mismo hacía ella, manteniendo siempre a la vista el turbante negro y el jersey azul.
Un canalero se movía con bastante libertad en ese nivel, no resultaba particularmente
notable. Podía ser alguien que hacía un recado. Alguien que cumplía una orden. La
taberna de Moghi estaba abajo, en el área portuaria, en la esquina opuesta a
Ventani, la que servía de apoyo al Puente del Mercado de Pescado; si Mondragon
iba a ese mercado estaba dando un rodeo.
Pero no. Cogió el atajo sobre Princeton, donde era mucho más difícil seguirlo sin
ser vista. Altair llegó al Puente de Princeton y se quedó allí quieta un momento,
junto a un poste, hasta que vio que su presa se iba hacia la derecha, por la Calzada de
Princeton.
Entonces se apresuró, caminando con el paso habitual mente alegre y vacilante de
un canalero.
Le vio y le pareció estúpido. Vestido como una rata del canal y caminando como
un habitante de tierra. Los de tierra quizá no lo notaran. Pero un canalero observaría
enseguida que había algo raro. Lo mirarían dos veces, y la segunda mirada podía causarle
problemas, seguro que se los causaba.
Giró a la derecha hacia la Isla Calliste. Se dirigió a la ciudad alta. Altair caminaba
tranquilamente, tomándose el tiempo necesario, y escondiéndose delante de las
tiendas y entre los postes, o entre los viandantes, cuando él se detenía y miraba a
su alrededor.
Así que está preocupado. Piensa que pueden verle. Está tratando de actuar con
naturalidad y no se atreve a tomar los puentes altos; no, va por los bajos,
arrastrándose por aquí con nosotros, los canaleros y las ratas.

51
C. J. Cherryh El ángel con la espada

Gracias, Ángel. Está siendo fácil. Si vuelve al Mercado de Pescado rodeando


Calliste, sabré que es un verdadero tonto.
No. Se dirigía de nuevo hacia el norte, por el puente que lleva a la Isla Yan,
sin detenerse. Un canalero pasó junto a él, se apoyó en la barandilla del Puente Yan y
se quedó mirándolo. Era Ness, que estaba medio ciego. Y Ness seguía mirándolo
cuando Altair pasó a su lado haciendo lo posible para parecer tranquila.
—Hey —dijo Ness—. ¿Qué tal?
—Hola —le dijo Altair procurando no hacer una escena; Mondragon estaba a la
vista y podría seguir viéndolo mientras siguiera en el puente. Un hombre que saluda
cortésmente y le devuelves el saludo.
—Tengo una cita, Ness. ¿Qué tal te va?
—Ah, muy bien. Oye, parece que tienes prisa...
Altair simplemente se fue, pues Mondragon giró inesperadamente hacia el sur.
Recorrió de prisa el puente y tomó la misma dirección.
Rodeando Yan por tanto, dando vueltas y vueltas, y luego por el puente corto
y a través de Williams y Salazar, que estaban delante del Canal del Puerto.
Podría haberle traído hasta aquí fácilmente. No está mucho más lejos de donde
le dejé. ¿Adonde va? ¿Por qué tenía miedo de que le dejara en el puerto? ¿Tenía
miedo de quién pudiera verle? ¿No quería que yo lo viera?
¿Por qué?
El corazón le latía con fuerza. Mondragon se había ido hacia un lado,
metiéndose por una galería que cruzaba el segundo nivel de Salazar. Le siguió a gran
velocidad, reduciendo la distancia en ese lugar oscuro, esa caverna de madera llena de
comerciantes, de mercancías de cuero y zapateros. Los comerciantes pregonaban a
los tenderos. Los comerciantes gritaban ante los tratantes de cuero. Todo el lugar
olía a cuero y aceites, por encima del olor predominante del canal. La luz del sol
caía sobre el lugar cruzando los portillos del final, convirtiendo las figuras en siluetas
donde la galería giraba hacia el Canal del Puerto, haciendo que todo el mundo
pareciera igual, sin detalles. Altair siguió avanzando, tras perder por un momento a su
presa, parpadeó cuando salió a la luz del sol y luego lo vio en el puente que
conducía hacia el norte, a Mars.
Dios mío, ese hombre quiere matarme. No. Él había descansado durante todo el
viaje desde el puerto, por eso se ha movido tan rápidamente. A Altair le volvió a
doler el costado. Sintió el dolor de los pies. Pero él siguió por el lado de Mars y
pasó hasta el puente que llevaba a Gallandry y dio la vuelta a la esquina.
Y desapareció, antes de que ella pudiera dar la vuelta por el lado de
Gallandry. Altair cogió un paso rápido, pegándose al lado de piedra de Gallandry y
miró rápidamente hacia abajo, por el corte que permitía ver la mayor parte del
camino hasta la Isla de Gallandry, techado con una capa sólida que servía de suelo al
piso superior, pero sin mirar más abajo, a la galería con barandilla de hierro que
dominaba la extensión de agua: un pequeño escondrijo estrecho y oscuro en el que
los habitantes de Gallandry se dedicaban a sus negocios, pues solían ser armadores,
factores, importadores que enviaban sus grandes barcazas motoras arriba y abajo
por el Port y el Gran.
Abajo, en la galería de suelo enladrillado, Mondragon llamó a una puerta.
Habló con alguien y entró.
Entonces Altair se derrumbó sobre la pared, decepcionada.
Gallandry. Apenas era interesante. Importadores. Negocios de carga.
Comerciantes. Ciertamente no vivían allí familias elevadas.

52
C. J. Cherryh El ángel con la espada

¿Pero cómo algo que le sucediera a ella iba a ser más maravilloso? No
podía tratarse de nada más que eso, el hijo de un comerciante de río arriba en
dificultades junto a un canal. Ofendió a alguna de las familias, insultó a alguien
de los Mantovan, o incluso a algún rufián del canal, y lo enviaron de alimento a
los peces. Así de sencillo.
Por eso había visitado a su factor merovingio para obtener dinero y ropa en
nombre de su padre, y quizá contratar su venganza. Simple. Así de simple. Luego
se dirigiría al Det y la barca antes de irse, probablemente en una de las barcazas de
Gallandry, probablemente escondiéndose hasta que pudieran sacarle de la ciudad,
a salvo.
Altair dio un gran suspiro. Le dolía el corazón, y tenía dolor en los costados y
los pies. No era nada que pudiera llevar más allá. No tenía ninguna reivindicación
que hacer; a menos que fuera, llamara a la puerta y le dijera a Mondragon que le
devolviera la ropa.
Podría hablar con los de Gallandry para que le dieran una recompensa, y
quizá deseara ante sus Antepasados no haber estado allí delante de sus
compañeros de negocios.
Si no fuera una estúpida lo pondría en una situación violenta y le sacaría todo
el dinero que pudiera. Quizá podría insistir en realizar cargas ligeras para los
Gallandry. El favor que ella les había hecho valía mucho más que unas monedas. Y
entonces los canaleros la respetarían, por los Antepasados que sería así.
Se deslizó hacia abajo, quedándose en cuclillas sobre los talones, empujó la
gorra hacia atrás y se pasó una mano por el pelo.
Tonta. Triplemente tonta. Lo siento, Ángel. Mañana estaré cuerda; pero
perdona que te lo pida, condénalo. Me podía haber dicho la verdad: Jones, llévame
al canal Port, llévame a Gallandry. Podía habérselo hecho, con la misma facilidad que
escupir.
Ven conmigo, podía haber dicho, ven, Jones, quiero que conozcas a estos tipos.
Y entonces me podía haber devuelto mis malditas ropas.
Me podía haber dicho adiós adecuadamente al bajar en Gallandry: «Adiós,
Jones. Pórtate bien. No creo que te vuelva a ver, pero buena suerte».
Se mordió un padrastro, escupió, echó una mirada al muro de piedra que había
junto a la piedra, que no podía verse desde su ángulo.
¿Por qué no me llevó allí?
¿Qué está tramando?
El dolor se detuvo. Pero comenzó a sentir un cosquilleo por la espalda.
¿Qué estará pensando el muy estúpido? ¿Qué estará haciendo ahí?
¿Se encontrará bien ahí dentro?
Demonios, no, él no lo puso todo encima de la mesa. Escurrir el bulto por aquí,
zambullirse en una puerta de esta condenada galería, desaparecer así... él sabrá con
quién se ha reunido ahí, quizá sea un amigo, pero no quería que le vieran, no
quería que yo lo supiera...
No te metas en mis asuntos, Jones.
Condenado estúpido, confiar en los Gallandry. Quizá. Lo que se puede confiar
en ellos. Te cortarán la garganta, Mondragon, estúpido.
O quizá tú seas un tipo peor que ellos, a quien quieren sustituir.
No, si ellos te empujaron tú lo sabrías, quizá. Aunque no viste lo que te venía
encima, por el Señor y los Antepasados, y no viste eso que casi te rompe el cráneo,
¿no es así? Y tú no conoces nada bien Merovingen, me hiciste preguntas cuya
respuesta sabría un hombre que conociera Merovingen, ¿no te parece, Mondragon?

53
C. J. Cherryh El ángel con la espada

Se volvió a colocar la gorra sobre la cabeza, se la encasquetó con fuerza y se


levantó: caminó lentamente por la galería oscura y desértica, deteniéndose junto a la
puerta. Todavía aprovecharía otra oportunidad, pegando el oído a la puerta.
Escuchó voces. Ninguna de ellas altas. Las palabras formaban un murmullo.
Regresó silenciosamente a su puesto anterior. Sobre la barandilla de hierro, a su
lado, la galería terminaba en un pozo negro y un fondo acuático, un corte en donde se
podía amarrar con seguridad una barcaza grande, para cargarla. El agua era verde
negruzca, pues el sol nunca podía llegar a ella. Altair se dirigió hacia la luz del
sol, en un extremo, en donde podría simular dedicarse a algún negocio honesto,
aunque el tráfico era escaso por allí. Había algunos viandantes. Se sentó sobre la
galería de ladrillo, con los pies metidos bajo la barandilla de hierro desde la que se
dominaba el Canal Port, se quedó allí simplemente sentada, con los codos en la
parte baja de la barandilla, los pies oscilando, como cualquier canalero ocioso que
esperara algún asunto en una oficina de Gallandry. Entretanto vigiló la puerta con
el rabillo del ojo, asegurándose que por nada del mundo él pudiera salir de ese
nivel sin que ella lo viera.
Ese nivel. Eso era lo que roía su espíritu. En esos edificios había escaleras
interiores. Había varias formas de entrar y salir. Podía entrar por allí y salir por arriba,
en algún nivel superior, subir a través del edificio. Los puentes enlazaban por detrás
y por delante a Gallandry con otro nivel, yendo a través del Port, por el Canal del
Oeste hasta Mars o diNero y otros lugares del norte. Casi una docena de puentes,
la mayoría de ellos invisibles desde donde estaba sentada. Si hacía algo semejante,
ella no tenía esperanzas. A menos...
De pronto se dio cuenta de que existía otro rasgo en la zona, un hombre
sentado lo mismo que ella, sobre el balcón de la Isla Arden, en el nivel
superior.
No miró enseguida, pero al cabo de un momento se fijó en él y escudriñó la
zona, como si estuviera contemplando los puentes.
También había un vigilante en el puente occidental de Arden, en el mismo
nivel que ella, simplemente sentado.
El corazón le latió más deprisa. ¿Serían gentes de Gallandry? Podría ser.
Podían ser muchas cosas. Se levantó lentamente, se quitó el polvo y se apoyó con los
codos en la barandilla, mirando hacia el Canal Port, observando pasar el tráfico,
mirando una lenta barcaza y una flotilla de skips y barcas pertigueras.
Volvió a mirar hacia Arden. El vigilante de arriba se había movido,
sentándose con una pierna sobre el borde de la balconada; movía las manos como si
estuviera cortando algo.
Maldición. Eran unos tipos verdaderamente nerviosos.
Le tienen vigilado.
También me tienen a mí.
Jones, tonta, no tienes protección.
Deseó que él saliera por esa puerta acompañado de una docena de tipos de
Gallandry.
No, maldición, espero que no lo haga. El y los de Gallandry caminando hasta
allí. Dios sabe que los que vigilaban aquello podían ser la ley. ¿Y qué si eran de
la ley? ¿En qué se había metido Mondragon?
Si son patasnegras, pueden cogerme con los de Gallandry. Cogerme para
hacerme hablar, si no le pueden tener a él, y están lo bastante cerca como para
verme con claridad.
Pero puede que no sean de la ley.

54
C. J. Cherryh El ángel con la espada

Ay, Jones, ¿en qué te has metido?


¿Cómo se enteraron? ¿Estuvieron esperándole por todo el Gran? ¿En Ventani?
No, maldición, son demasiados, se tienen que haber pasado la voz. Estaban vigilando
ya Gallandry. O son de Gallandry, o patasnegras, o quizá de alguna banda; ¿y cuáles
son tus posibilidades de salir de aquí por algún puente, Jones?
Mondragon sigue su camino y algunos malditos sicarios de Gallandry me
acuchillan en un puente, sólo por precaución. ¿Qué importa una rata de agua muerta,
que baje flotando por el Port mañana por la mañana con la basura?
Respiró lentamente, desvió la mirada hacia la galería de la barcaza y cruzó
los dedos.
La ley pudo estar vigilando Gallandry todo el tiempo Cualquiera podría
hacerlo. Mondragon, te metiste en una trampa, estás en ella hasta las cejas.
Se levantó y volvió a desempolvarse los pantalones, echó la gorra hacia atrás y
se rascó la cabeza. Metió las manos en los bolsillos de las caderas y caminó una
docena de pasos por la galería en dirección a Mars. Luego volvió de nuevo. Se
detuvo. Adoptó la pose de un canalero cansado de esperar. Se quedó plantada sobre
un pie, se llevó el otro hasta la rodilla para examinarse los callos, pretendiendo
sacarse una astilla. Después caminó de nuevo por la galería sombreada, con las
manos en los bolsillos, siendo la imagen misma de un barquero que se ha
cansado de esperar.
Llamó a la puerta. Llamó de nuevo.
Se abrió. En el umbral apareció un hombre vestido con ropas de trabajo.
—Oye —dijo ella—, ¿está mi socio ahí todavía?
El hombre tenía un rostro grave, y una gran tripa. Llenaba casi el umbral, pero a
su alrededor podían verse ventanas que daban al canal y dejaban entrar la luz: como
era de esperar, vio allí muchas mesas y cachivaches; otro hombre, del mismo tipo,
se apoyaba en un montón de cajas. El hombre de la cara grave parecía turbado y
confuso.
—Entra —le dijo por fin. Apartó el cuerpo y Altair cruzó el umbral y penetró
en la habitación por el pequeño espacio que él le dejaba.
Había cajas, mesas, papeles y más cajas. Dos ventanas. Una puerta dividía por
dos el espacio de ese piso. Pero no estaba Mondragon. El hombre segundo se movía
como un pez en el cebo, mientras el hombre primero cerraba la puerta a su lado
poniendo su siniestro cuerpo entre ella y la salida.
—¿Qué decías de un socio? —preguntó el hombre segundo.
Altair tragó saliva. Tenía la impresión de que el corazón iba a salírsele por la
garganta. Con el pulgar hizo una señal hacia el Canal Pon.
—Lo que tiene ahí, señor, son ojos por todo el lugar. Yo misma he visto
dos vigilantes, y no parecían amigables. Me imagino que tienen bloqueados todos los
puentes de Gallandry. Así que si me hace el favor de decírselo a mi socio, creo que
me gustaría hablar con él.
—¿Qué socio? —preguntó el hombre segundo.
Llegamos a eso, Jones. Un cuerpo se hunde realmente bien si le atas un par
de piedras. Directamente al fondo del muelle de Gallandry, sin que nadie lo
sepa.
—El que dejé ante la puerta —dijo ella poniendo las manos en las caderas.
—¿Qué tú qué? —dijo el hombre uno apretándose el cinturón y dejando
sobresalir una buena parte del vientre—. Tienes buena imaginación, chica.

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C. J. Cherryh El ángel con la espada

Jones, me llamo Jones, maldito. Altair se sentía enzada y sofocada. Mondragon


dijo que me olvidara de su nombre en la ciudad; menuda tonta sería si les diera el
mío.
—Lo que tenía es un socio que traje hasta aquí —dijo tratando de parecer
ecuánime—. Si no quiere hablar conmigo, puede hacerlo con la ley, que está
rodeando este lugar.
Vaya, sus ojos se volvieron opacos de una manera que indicaba algo siniestro.
—Entonces no es la ley lo que está ahí fuera. Eso significa gentes de Gallandry.
O significa problemas en Gallandry —comentó cruzando los brazos y plantándose
en el suelo con los pies descalzos—. Y habrá bastantes más si no me lleva con mi
socio.
—Creo que será mejor que subas arriba con nosotros —dijo el hombre
segundo.
—Yo no voy a ninguna parte, tráiganlo aquí... ¡hey! —el hombre se
aproximó y ella se movió, con un rápido movimiento hacia el cinto había sacado el
gancho de barriles, y lo tenía en la mano—. Ni lo intentes. Que baje mi socio aquí
o abro al tuyo aquí mismo... verás cómo lo engancho. Sube esas escaleras y baja
con mi socio.
Aquello era un empate. El hombre primero, que estaba junto a la puerta, no
se mostraba entusiasmado de ser herido con un gancho. El hombre segundo
retrocedió apartándose de su alcance.
—Tráelo —dijo Altair—. Bájalo aquí.
—¿Pero qué es lo que pasa? —preguntó el hombre primero. Su voz era aguda
por el pánico.
—Esto es ridículo —dijo el hombre segundo, tratando de avanzar pero
apartando precipitadamente la mano para ponerla fuera del alcance del gancho de
Altair.
—Me da lo mismo —respondió Altair, retrocediendo y vigilándoles a los dos—. Y
ahora vosotros, gallandrys, pues imagino que lo sois, no sois del Comercio, pero
tampoco sois habitantes de la ciudad alta; quizá hayáis visto de cerca lo que se
puede hacer con esto. Puedo enganchar un barril lleno hasta el borde y dejarlo
donde quiera... me basta con cogerlo y soltarlo. ¿Queréis verlo? A uno de vosotros os
podría pasar lo mismo.
El hombre segundo caminó hacia la mesa, pasó junto a ella, apartándose de
la línea de visibilidad de Altair. Ella cogió el cuchillo con la mano izquierda,
reservando la derecha para enganchar a uno, y la izquierda para apuñalarlo o
darle un corte.
—Con la otra mano puedo partir a alguien en dos, voy a tener que sujetarlo
para vigilarlo.
—Hale —dijo ansiosamente el hombre primero apoyándose en la puerta—.
Hale, sube esas malditas escaleras y bájalo. Es mejor que nadie salga herido. A lo
mejor había contratado un barquero. Que te responda.
Se produjo un silencio profundo. Altair mantenía a ambos a la vista; pero el
hombre segundo, el que se llamaba Hale, había dejado de acecharla.
—Seamos sensatos —dijo Hale—. Tú pones a un lado el cuchillo y el
gancho y puedes subir arriba.
—Hagamos algo mejor. Consigue que baje él. Seguro que lo hará. Es amigo
mío. Si no lo hace es porque le habéis hecho algún daño.
—Tráelo —dijo el hombre primero—. Maldición, Hale, sube de una vez.

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C. J. Cherryh El ángel con la espada

—De acuerdo —respondió tras pensarlo un momento—. De acuerdo. Jon,


quédate delante de esa puerta.
Jon pensó también en ello. Un sudor frío le bajaba por el rostro.
—Todo está bien —dijo Altair cuando Hale abrió la puerta y subió por una
escalera—. Jonny, muchacho, no tengo ninguna prisa. Tú no te muevas y yo
esperaré a mi socio.
¿Y qué más, Jones? Ese Hale vendrá con Mondragon o con un montón de tíos,
con espadas. ¿Y qué harás entonces, Jones? Vas a morir aquí, Mondragon se sentirá
verdaderamente apenado, pero así es el negocio, y una caída al canal y una noche
en Puerto Muerto no significan nada para el mundo. Así es como funciona todo,
Jones. Lo siento por ti, Jones. Vas a morir aquí, pasarás a formar parte de los
cimientos de Gallandry, o acabarás en el montón de huesos del fondo del puerto.
Comida para los peces. Qué tontería, Jones. ¿Qué estás haciendo aquí? ¿Por qué no
estás en tu barca?
Lo siento, mamá. ¿Se te ocurre algo?
Que no estés ahí.
Ya me gustaría a mí no estar.
El corazón le latía fuertemente contra las costillas ahora que la amenaza
inminente se había producido. Sonaron unos pasos en el piso superior. Sentía las
rodillas como si fueran de agua. Quizá pudiera asustar a ese hombre para que se
apartara y abriera la puerta antes de echarse a perseguirla...
Pero había que pasar los puentes. Había allí gentes de Gallandry, o algunos
otros vigilantes, y sería peor.
Sonrió a Jonny, con su sonrisa más amistosa. El hombre parecía nervioso.
—Oye —dijo ella—. ¿Crees que a tu compañero se le habrá ocurrido venir
aquí con un tropel de tíos? Espero que no.
—¿Quién eres?
—Pregúntaselo a mi socio. En realidad no soy de esos que van irrumpiendo
en todos los lugares. Pero los tipos que hay ahí fuera, en los puentes, no parecen
muy amistosos. ¿Quieres que caiga en sus manos con todo lo que sé?
Jonny pareció preocupado ante ese pensamiento.
—Vaya, no son de Gallandry, ¿a qué no? ¿Quiénes podrán ser?
Jonny mantuvo la boca cerrada.
—Bueno, apuesto a que podrías averiguarlo —dijo Altair, respondiéndose a sí
misma. Sostuvo en alto el cuchillo y lo estudió, introduciéndolo cuidadosamente
en la vaina, lo primero de lo cual preocupó a Jonny, pero lo segunda le dejó
bastante más tranquilo. El sudor caía formando gotas en su frente. Alguien volvía a
hablar en el piso de arriba, con voz más fuerte. Los pasos llegaron hasta el rellano
y bajaron velozmente. Eran más de uno, una media docena, y finalmente
llegaron hasta la puerta y la luz.
Hale cruzó la puerta seguido de alguien vestido de color rojizo, que iba por
delante de otros: Dios mío Mondragon, con pantalones de terciopelo, una camisa roja
y el cabello húmedo...
... Otro de sus malditos baños.
Jonny se movió, abandonando la defensa de la puerta a los hombres con
espadas en la mano que salieron por 1a escalera detrás de Mondragon, entraron en
la habitación y se esparcieron por ella.
Altair no les miraba a ellos, sino a Mondragon, al ser señorial en el que se
había convertido; a la visión que de pronto había imaginado tener delante de ella.
Los hombres se le echaron encima, espada en mano, para enfrentarse a una

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C. J. Cherryh El ángel con la espada

canalero con gancho y cuchillo: era demasiado. Se quedó quieta, pues no deseaba
que la ensartaran, mientras una de las largas espadas le apartaba la mano del
gancho; ella se quedó quieta. Mientras Jonny, en un ataque de valentía, llegó, cogió
el gancho y se lo llevó. Estúpido. Si ella hubiera decidido morir allí mismo, él
habría caído bajo las hojas de sus propios hombres. Altair miró fijamente a
Mondragon, sin quitarle la vista, aunque uno de los de Gallandry la cogiera por el
brazo, y luego otro, con fuerza, haciéndole sangre.
—Quiero que me devuelvas la ropa —dijo ella—. ¿Me entiendes, socio?
Los ojos de Tom se encontraron con los de Altair. Estaba ahí de pie,
mirándola.
—¿Es que me vais a romper el brazo? —preguntó, y añadió, dirigiéndose hacia
Mondragon, pero sin pronunciar su nombre—: Quería decirte que hay muchos... —
iba a decir que había muchos hombres fuera, pero entonces se quedó fría.
Señor, ¡a lo mejor eran suyos! A lo mejor acababa de estropear algo
poniéndole en problemas.
—Dejarla —dijo con voz firme Mondragon—. Jones, aparta las manos de ese
cuchillo, ¿me oyes?
Extendió la mano esperando ser obedecido. Los hombres que la sujetaban por
los brazos la soltaron, y bajaron las espadas.
—Todo es un maldito lío —dijo ella, y añadió dirigiéndose a Jonny—: Dame
eso. Eso de ahí.
—Dáselo —dijo Mondragon y ella extendió una mano para coger el gancho.
Se sintió humillada al ver que la mano le temblaba. Demasiado.
—Dámelo, maldito —mantuvo la mano extendida, procurando que temblara lo
menos posible—. O, si no, alguna noche colgaré tus tripas encima...
—¡Jones! —dijo Mondragon—. Dáselo, Gallandry, no va a utilizarlo.
El gordo le entregó el gancho. Ella lo cogió y se lo metió en el cinto, en la
hendidura que había hecho para ello; se quitó el polvo y se dirigió hacia
Mondragon, quien se dio la vuelta, cruzó la puerta y subió las escaleras.
Ella caminó tras él. Por detrás, Hale decía que habría que asegurar la puerta,
y los hombres armados le siguieron.
El fondo del canal, pensó Altair sombría, mientras subía las escaleras de
madera detrás de Mondragon. Una pila de huesos en la desembocadura del Det.
Estúpidos Antepasados, lo hice, lo he hecho bien, el viejo Del y su mujer se van
a quedar con mi barca, y el Det va a tenerme en un santiamén.
Ay, Señor, Mondragon, ¿quién eres?

Había una puerta en la parte superior de las escaleras. El hombre de


Gallandry que iba el primero, uno de los espadachines, la abrió delante de
Mondragon, entró y la sostuvo mientras Mondragon y los demás entraban.
Altair entró en la habitación; era una sala grande con muy pocos muebles,
algunas mesas, casi todas pequeñas, menos una, enorme, unas cuantas sillas alargadas,
un mapa amarillento colgado en la pared. Y ventanas, una tras otra, cada una de ellas
tan alta como tres hombres, con los cristales nublados por el olvido. Los muebles
eran escasos. Los ricos podían permitirse desperdiciar tanto espacio. Ella nunca lo
habría imaginado. Se dio la vuelta, colocó las manos en la cintura y miró a
Mondragon, que estaba ahí de pie, con los hombres de Gallandry a su espalda.
Caminó hasta una ventana y miró a través del cristal sucio. El Canal Port estaba
fuera. La galería que daba al tercer nivel de Arden estaba vacía, salvo algún paseante

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C. J. Cherryh El ángel con la espada

casual. No podía ver el puente del segundo nivel. Sobre las agujas de madera de
Arden divisaba el cielo azul. Se volvió para mirar a Mondragon.
—Es cómodo. Puedes verlo todo desde aquí arriba.
Dame una pista, Mondragon
—¿Qué estás haciendo aquí?
—Oye, ya te lo dije, me debes algo.
El se quedó de pie, muy quieto. Finalmente caminó hacia una de las mesas
laterales, abrió un fino recipiente de cristal y vertió un poco de líquido ambarino en
dos vasos. Volvió con ellos y le dio uno.
—¿Veneno? —preguntó ella, teniéndole a él muy cerca, por lo que era capaz
de transmitirle sus indicaciones con los ojos. Maldición, estoy asustada,
Mondragon. ¿Qué significado tiene esto?
—Pensé que lo que te gustaba era el whisky.
Dio un sorbo. Bajaba como el agua y ardía como el fuego. La broma bajaba
todavía mejor, un poco de calor tras el frío de abajo. Se apartó de ella cuando
unos pasos sonaron en las escaleras de madera y Hale entró resoplando en la
habitación.
—Mi transporte —les dijo Mondragon. Tomó un sorbo de su vaso y extendió
la mano señalándola a ella con un gesto de protección—. Le debo dinero.
Maldito seas, Mondragon.
—Y algunas otras cosas —añadió Mondragon. Tomó otro sorbo, volvió hacia atrás
y le entregó a ella el vaso—. Toma, Jones, termínalo. Hale, quiero hablar contigo.
Salió de la habitación detrás de Hale y otros tres. Cerró la puerta. Altair se
quedó allí, con dos vasos de whisky medio llenos en la mano y un lento ataque de
furor que le estaba subiendo al rostro. Tres de los hombres se habían quedado. Uno
de ellos se apoyó junto a la puerta, con los brazos cruzados. Los otros dos parecían
tan fieros como la muerte y los impuestos del gobernador.
Lentamente, Altair vertió el contenido de un vaso en el otro, lo sostuvo en
alto para verlo a la luz de la ventana y caminó hacia la silla más cercana, a cuyo
lado había una mesita. Se sentó, doblando por debajo los dedos descalzos y puso el
vaso vacío sobre la frágil mesita; se echó hacia atrás, ladeó su gorra dejándola con
una inclinación precaria y empezó a beber el whisky ante los gallandrys,
analizándolos atentamente.
Que le debía dinero. Maldito corazón negro, Mondragon.
Sonrió a los guardias. Había marcas de dedos en su brazo derecho, estaba
segura; le dolía mucho.
Te abriré las tripas, Gallandry. Me acordaré de tu rostro. Y tú no verás el
mío, será en una noche oscura.
Así lo decía mamá.
Maté a media docena, mamá. Aunque eran locos. Pero lo hice bien, sí
señor, me quedó una bala.
¿Qué harías tú ahora, aparte de no estar aquí? La puerta se movió. Regresó
Mondragon acompañado de Hale y los demás.
—Jones. ¿Dónde tienes la barca?
Ella sostuvo en alto el vaso de whisky y lo miró con desconfianza.
—Eres muy amable al utilizar mi nombre.
—Jones, no pasa nada —se acercó más a ella, con sus finas ropas—. ¿Quién
está vigilando los puentes? ¿Alguien que conozcas?

59
C. J. Cherryh El ángel con la espada

—No —respondió ella sacudiendo la cabeza—. Simplemente los vi. Y ellos me


vieron paseando por ahí. En ese momento me imaginé que no sería muy inteligente
pasar junto a ellos. Por eso subí y llamé.
—¿Dónde dejaste la barca?
—Eso es asunto mío, ¿no te parece?
—Jones —la señaló con un dedo—. Levántate. Ven —ella se sentó allí y se
quedó mirándolo—. Ven, Jones —esta vez se lo dijo con la mano extendida.
Ella agitó el whisky, se levantó y con frialdad le puso el vaso en la mano.
Su rostro era frío. Luego, lentamente, la boca de Tom se curvó formando
una sonrisa.
Dejó el vaso a un lado con un elegante movimiento de la muñeca, rodeada
por encajes.
—Por aquí, Jones... —le dijo con un gesto hacia el otro extremo de la
habitación, señalándole otra puerta.
Altair no tenía elección. Fue adonde él le decía, y sólo les acompañó Hale.
Éste abrió la puerta, que daba a una habitación con ventanas, como la otra, pero con
verdaderos muebles: sillas de asiento blando; colgaduras en la pared, alfombras y
papeles. Allí había una escalera de madera muy pulida con una alfombra roja.
Mondragon puso su mano en el eje y le indicó a ella que subiera. Altair por el
momento cumplía las órdenes. Subió la escalera llevando a Mondragon muy cerca tras
ella.
Al final, pasado el primer rellano, había un segundo tramo con una puerta a un
lado. Altair vaciló. Mondragon la cogió por el codo y le hizo pasar por la puerta, a
una habitación con suelo de madera pulido, de sillas con tapizado de flores, una
cama con volantes y una alfombra caprichosa.
Ella se dio la vuelta cuando él la soltó. Mondragon cerró la puerta y apoyó en
ella la espalda, quedándose los dos solos.
—Maldición, Jones. ¿Qué pretendes?
—¿Que qué pretendo? Dios mío, pensé que un pobre tipo iba a echarse él
mismo al canal. Fui detrás de él, amablemente, por si acaso, para ver... y me
encuentro ahí fuera a esos escondidos... —con una mano, a través de la ventana
señaló hacia los tejados y torres de Arden—. Me cortaron la retirada. El se apoyó
en la puerta y tenía el rostro rojo por el sol. O por la cólera.
—No tenías que comprometerte en esto.
Eso era alentador. Era lo mejor que le había dicho desde que le puso los ojos en
Gallantry. El alivio le produjo un estremecimiento en las articulaciones.
—¿Y qué querías que hiciera? Tengo mi bote. Conozco los canales. Los vi ahí
fuera... —dijo señalando con el pulgar hacia las ventanas—. Mientras que tú dejaste
que siguieran.
—Por no hablar de las otras cosas que hiciste, como quedarte andando por ahí
fuera atrayendo la atención.
—¡Bueno, no lo hiciste muy bien cuidando de ti mismo! ¿Cómo si no pude
seguirte yo, eh?
Mondragon no respondió nada a eso.
—Ellos... no son tuyos, ¿no es cierto?
—No —respiró profundamente y se dirigió a la silla más cercana. Deshizo el
cinto de la espada y lo colgó sobre el respaldo de la silla, se acomodó y se soltó
el cuello de encaje—. No lo son. Creo saber quiénes son. Pero ahora se ha roto
un pacto tácito. Quizá sea mejor —añadió volviéndose hacia ella y mirándola de
nuevo—. Jones. Jones. No tenías que meterte en estos problemas.

60
C. J. Cherryh El ángel con la espada

—Bueno, pues lo hice —también ella se dirigió hacia una de las alargadas
sillas, dejándose caer en ella, se cogió la gorra antes de que se le fuera hacia atrás
y se la volvió a poner—. El muy imbécil casi me rompe el brazo. Por tratar de
ayudar a un hombre. Por intentar ver que se las arreglaba bien en la ciudad...
—. .. Por tratar de ver adonde iba.
—¿Y cómo voy a saber si le va bien si no sé adonde va?
—¿Eres tonta, Jones? —le preguntó con voz suave—. Sí, Jones, lo eres.
—Muchos problemas, ¿eh?
El fue hacia la ventana, y se quedó mirando hacia fuera, al canal.
—¿Están ahí otra vez?
—Imagino que serán discretos.
—¿Quiénes son?
—Jones —le dijo con un tono triste, volviéndose hacia ella—. No podemos
salir hasta que oscurezca. ¿Quieres comer algo?
—No me estoy muriendo de hambre.
—Digamos que es un favor por otro. Te debo una comida. Había pedido algo y
creo que estará aquí pronto —dijo haciendo un gesto hacia una puerta lateral—. Ahí
hay un baño, el agua todavía no está fría, no le diste tiempo. Ayuda a quitarse el
dolor.
El calor le subió al rostro. Se quedó allí sentada, muy quieta, y después se
levantó, se quitó la gorra y se sacudió con ella la pierna.
—Por supuesto. Estupendo. Quita los dolores —dijo caminando por la
habitación y echando la gorra a una silla. Se desabrochó los pantalones—.
Mondragon, no me extraña que seas tan condenadamente blanco, si te pasas todo
el día lavándote.
Caminó sobre el suelo blanco y se paró delante de una gran bañera de
bronce... ¡bronce! Por el Señor y los Antepasados. Toda la maldita bañera. De
bronce brillante.
Huele como una droguería.
Se quitó el jersey, se bajó los pantalones y metió una mano en el agua.
Cálida como el sol. De pronto recordó la vista que tendría probablemente
Mondragon, y miró hacia atrás, para cerrar la puerta de una patada.
Por las intenciones que él podía tener. Sabía condenadamente bien lo que él
tramaba.
Se subió con cuidado al borde, y se sumergió en el agua caliente y perfumada
hasta la barbilla.
Había soñado con cosas así, sin saber de qué trataba el sueño. Había captado
el olor a perfume de los habitantes de la ciudad alta, y se preguntaba por qué
olerían tanto a limpio.
Por bañarse cuatro o cinco veces al día. Por las bañeras de bronce, el
perfume, el jabón y el agua llena de aceites.
Giró el pie derecho y cogió un cepillo que flotaba en la bañera, frotándose
con él la ennegrecida planta del pie; después hizo lo mismo con el otro. Con el pie
cogió el jabón de la bandeja y se frotó el pelo, se sumergió y volvió a salir con
un perfume en la nariz y en los ojos y un aceite dulce y amargo en la boca.
Por el Señor y los Antepasados, aquello sabía como olía.
La luz provenía de una lámpara de aceite, toda dorada, con una plancha de
bronce para reflejarla. Había un water al otro lado de la habitación, también de
bronce, con todos los equipos que ya había visto en un escaparate de la ciudad alta.

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C. J. Cherryh El ángel con la espada

¿Qué es eso?, le había preguntado a su madre. Y Retribución Jones le había


explicado cómo eran los ricos. Lo que no le dijo es cómo había aprendido aquello,
pero era cierto, y ahí estaba, con su desagüe que iba a parar a los canales, que
llevaban hasta el Det lo que hacía todo el mundo, ricos y pobres.
Probó los grifos de la bañera, eran como los grifos de agua pública de los
depósitos de llenado, que te cuestan un penique la lata, pero estos eran
privados; había gente que poseía esos depósitos. Se quedó unos momentos viendo
correr el agua, luego cerró los grifos y salió de la bañera, para inspeccionar el
water, esa elegancia suprema. Había papel, papel perfumado de usar y tirar, por los
Antepasados; los ricos lo desperdiciaban todo. Utilizó aquello y funcionó. Tiró de la
cadena por segunda vez, por fascinación, para ver bajar el agua y llenarse la
taza.
Por el Señor y mis Antepasados. Y esto ni siquiera es la ciudad alta.
Regresó a la bañera, se sumergió de nuevo hasta la cabeza y volvió a salir sólo
por el placer de hacerlo. Se enjabonó y zambulló de nuevo, y se quedó allí tumbada,
perezosamente, con la barbilla bajo el agua.
Se abrió la puerta. Mondragon entró sin capa, con una copa de vino en su
mano llena de encajes.
—Ha venido la cena —le dijo, entregándole la copa mientras ella se levantaba
hasta las axilas.
—Tío, estás intentando emborracharme.
—Eso es —le dijo sentándose en el borde curvo de la bañera de bronce sin
preocupare de mojar sus finos pantalones—. Espero que me complacerás. Tenemos
toda la tarde.
Altair bebió el vino. No era agrio como el de Moghi. Después de tragar un
sorbo, descubrió un sabor totalmente nuevo. Tomó un segundo sorbo y lo miró.
—Piensas que será más fácil arrojarme al canal si estoy borracha.
—Jones —lo dijo en un tono que pareció ofendido.
Y ella se asustó un poco.
Toda la tarde... ¿para qué?
Del Suleiman estaba en el canal con la barca amarrada a la suya; y empezó a
sumar lo que le debía por cada hora. El precio habría subido considerablemente
cuado él quisiera moverse y tuviera que remolcar una barca. Aunque Mira podía
mover su barca con la pértiga detrás de Del, resoplando y jurando todo el camino:
subirían directamente hasta el Puente de la Ciudad Alta, donde amarraban siempre. Y
comenzarían a pensar cosas como...
Como Jones quizá no regrese. Como algo le puede haber ocurrido a Jones, y así
serán ricos. Por muy honestos que fueran, tenían que pensar en eso. Bebió otro sorbo
de vino.
—¿Vas a arrojarme al canal o vas a contratarme?
—Aquí tienes una bata —dijo sosteniendo en alto la prenda brillante—.
¿Quieres que te ayude a ponértela?
—Qué listo eres.
El se puso en pie y se la entregó. Ella se levantó, salió de la bañera, metió un
brazo, cambió de mano la copa de vino y metió el otro. El la envolvió por detrás,
tocándola ligeramente sólo por la cintura. Ella miró hacia abajo, sorprendida por la
tela brillante, de color negro y dorado, que le cubría todo el cuerpo hasta los pies, y
se fijó en su mano tostada, con callos por la pértiga, las cuerdas y los barriles. Aquello
era una locura. Tan loco como todo lo demás. Recogió la bata cuidadosamente con

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C. J. Cherryh El ángel con la espada

la mano izquierda y le siguió a través de la puerta, tratando de no tropezar y


derramar el vino. El cabello mojado le goteaba y humedecía los hombros.
Señor, ¿es que los ricos son tan despreocupados? ¿No le importa?
Había una bandeja llena de comida en la mesa pequeña situada al lado de la
puerta: Dios mío, había fruta, queso de la zona alta del río, pan y dos jarras de
vino, tinto y blanco, y otras cosas que ni siquiera podía identificar, como salchichas de
Nev Hettek, sólo que más raras, con tiras y trozos de colores oscuros y claros; y
había carne roja, por los Antepasados, carne roja como la que los canaleros veían en
los escaparates de la ciudad alta, y que ella no había probado en su vida.
—Siéntate —le dijo Mondragon.
Se recogió la tela sedosa a su alrededor y se sentó con reverencia en una de
las sillas de aspecto frágil, delante de ese monumento alimenticio. A un movimiento de
Mondragon, ella soltó la bata y cogió una rodaja delgada de carne. Tenía pimienta por
alrededor, algo extraño en el interior, y tantos sabores como el vino que había
tomado.
Probó todas las salchichas, y los quesos, y una pieza auténtica de fruta que dentro de
la boca le produjo unos sabores imposibles a color verde. Mondragon se hizo un
sandwich, se sentó enfrente de ella y se puso a comerlo lentamente; ella se dedicó a
la carne roja y la fruta, y utilizó los dedos, una rodaja y una fruta, una rodaja delgada
y una fruta, porque las otras cosas eran raras, pero no tanto.
Le dio un ataque de hipo y parpadeó mortificada.
—Toma otra copa —le dijo Mondragon con voz calculadora.
Ella lo hizo así y se le fue el hipo. En el otro extremo de la habitación había
una cama ancha, cubierta por encajes, lo que tampoco había visto en toda su vida.
Se bebió el vino, miró la cama y olió a perfume por todas partes. Un calor y un
pánico repentinos la recorrieron de la cabeza a los pies, y de nuevo a la cabeza.
Cogió con los dedos la copa y miró a Mondragon directamente a los ojos.
—Tengo una barca de la que cuidar —le dijo—. ¿Podré regresar a por ella?
Él le cogió la copa de vino de la mano, la sostuvo en la suya y la puso a un
lado. La miró directamente a los ojos.
—Jones. Conocen tu cara. Saben que estás conmigo. No sé qué puedo hacer
contigo, pero voy a tratar de mantenerte lejos del canal, ¿lo entiendes? No quiero que
te hagan daño. Esta noche hay una barcaza que sale de aquí, tú y yo iremos en ella.
Una barcaza de Gallandry, igual a todas las que están entrando y saliendo
continuamente.
—¿Para pasar sin ser vistos?
—Si tenemos suerte.
—¿Suerte? Tengo una barca, he de recuperarla, estarán vigilando todas las
barcas y barcazas que entren y salgan de Gallandry, ¿no es así? Mondragon, esa es la
mayor torpeza que podrías cometer... atraerías a la ley, en nombre de Dios...
—No quiero hacer eso.
Ella lo miró. Quizá había bebido demasiado. Se dio cuenta de que le estaba
mirando.
¿El otro lado de la ley, eh? ¿También los de Gallandry?
—¿Adonde va esa barcaza?
—Fuera del Gran. Tendrás que olvidarte de tu barca —le dijo levantando
una mano y manteniéndola en alto—. Te guste o no.
—Te diré lo que vas a hacer, vas a venir conmigo, te convertiré en un
auténtico canalero.

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C. J. Cherryh El ángel con la espada

El no dijo nada. Pero tras su mirada, en su hermoso rostro, se veía que


estaba pensando.
—Jones. ¿Es que he hecho que te emborraches?
—¿Para qué? ¿Para esa cama? ¿O para que me meta en esa maldita barcaza
contigo?
El levantó la copa y la volvió a poner en su mano.
—Termínala.
Se bebió lo que quedaba de dos tragos. Volvió a dejar la copa.
—Ya la terminé.
—Maldición, Jones —se levantó y le cogió el rostro entre las manos, lo inclinó
dolorosamente hacia arriba y se quedó mirándola tan fijamente que sus ojos podían
bizquear—. ¿Qué edad tienes?
Ella se hizo hacia atrás pero no consiguió escapar.
—¿Qué importa eso?
—Mucho —la sostenía fuertemente con las manos—. Importa muchísimo.
Jones, Jones, sé... sé. Entré en tu vida, fui el primer hombre. No debí haberlo
hecho, sé que tú has puesto en eso más de lo que yo... de lo que yo puedo poner,
Jones, sólo se es joven una vez; después tú has perdido tu buen sentido y te has
puesto a seguirme sin ninguna buena razón, sin ninguna razón. Ni siquiera sabes
lo que quieres, salvo que no estás dispuesta a apartarte de esa primera vez y ser
como el resto del mundo. Si quieres que te haga el amor, lo haré. O si lo
prefieres puedes dormir en esa cama. En cualquier caso, voy a devolverte adonde
perteneces.
Ella le escuchaba, y entretanto fue notando el rostro insoportablemente caliente,
y luego frío. Iba a ponerse a llorar allí mismo, delante de él, pero después metió el
dolor en una caja, la cerró y se sentó en ella, tal como había aprendido a hacer.
Lloriqueando no se gana nada, Jones. Al mundo real no le importa, ¿y quién dijo
que le importara? Pero de todos modos es agradable.
Altair se levantó, y puso sus manos en los brazos de Mondragon, tierna y
sobriamente.
—Mondragon, seguramente tendrás una buena opinión de ti mismo, ¿no es
cierto?
El retrocedió un poco y dejó caer las manos. Altair creyó ver que se sonrojaba
un poco.
—Pues lo que has conseguido —dijo ella, aprovechando ese pequeño poder que
había ganado—, Mondragon, es tenerme en un lío terrible, con esos vigilantes ahí
fuera que conocen mi rostro. Y te debo agradecer también que has pronunciado mi
nombre ante los de Gallandry.
—Ellos no te harán daño.
—Si eso es lo que piensas, eres menos experto que yo.
—No están interesados en ti.
—Ahora sí lo están. Se lo hice pasar bastante mal a Jonny y Hale.
—¿Y por qué te metiste en ello?
—Ya te lo dije. Pero tú podrías haberme presentado bien, podrías haber dicho
esta es Jones, está con nosotros, ha hecho un trabajo. Pero no hiciste eso, y ahora
tengo problemas con ellos.
—Te lo has merecido. Te dije que no te metieras en mis asuntos.
—Bueno, ¿y qué si lo hiciste? ¿Tenía que dejar que un tipo se metiera en una
ciudad extraña después de haber recibido un golpe en la cabeza, y con mi desayuno
en su estómago?

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C. J. Cherryh El ángel con la espada

El la cogió por ambos brazos, la levantó de la silla y la sacudió.


—Jones, esto no es un juego.
—He estado tratando de decírtelo.
—Jones, por el amor de dios.
Ella estaba temblando. No sabía la razón, pero sus músculos comenzaron a
temblar. Quizá era su mano que le hacía daño en el golpe del brazo, y las
vibraciones llegaban hasta el hueso.
—¿Qué puedo hacer contigo?
—No lo sé. Para empezar podrías no romperme el brazo.
El la soltó, le levantó la manga y miró el golpe. Encima de la magulladura
pudo ver con claridad las huellas de los dedos.
—Dios mío, lo siento.
—Oye, no pasa nada —le dijo palmeándole el rostro—. Está bien —añadió
mientras el vino y el doble whisky la golpearon de pronto y sintió un ligero vértigo.
Se tambaleó y parpadeó. Seguramente ahora estaba bizqueando. No importa.
Él la recogió. Ella soltó un grito, pues no estaba segura de que alguien pudiera
cogerla sin estar pensando en soltarla después, y se agarró del cuello de Mondragon,
haciéndole perder el equilibrio. Cruzó atemorizada la habitación hasta que cayó; y
aterrizó en la cama; y él fue tras ella, cogiéndola por ambos lados.
—¡Maldición, Jones!
Ella se quedó allí, con el alcohol dándole vueltas y más vueltas, y le miró
parpadeando. Él se recuperó, le quitó la bata y abrió la mantas.
—Métete.
Altair se metió. Él la tapó con las mantas y se alejó.
—¿Adonde vas? —le preguntó ella, sintiéndose confusa.
—A emborracharme más o menos como tú —respondió él.
—¡Ah! —exclamó ella. Ah. Mientras se iba hundiendo. Luego sintió dolor y se puso
de costado, abrazándose a la almohada. Le miró melancólicamente, mientras él se servía
otra copa de vino, cogía la botella y se sentaba en la silla. Cuando terminó esa copa, se
sirvió otra.
En su rostro ya no se veía el tostado del sol. Con esas elegantes ropas, en este
lugar, todo resultaba sombrío, y se llenaba de pensamientos. El no era el hombre que ella
había conocido en el exterior, el hombre que se reía, y cuyos ojos bailaban. Era alguien a
quien temían los de Gallandry, eso era. Era alguien a quien temían muchas personas.
Eso era lo que pasaba con él.
Finalmente fue a acostarse. Ella notó el movimiento del colchón y despertó,
intentando durante un momento tratar de recordar dónde estaba, y por qué estaba
acostada sobre algo blando, con una ligera luz que entraba por las altas ventanas. De
pronto lo entendió todo y miró a Mondragon, pero él estaba tumbado boca arriba, con
los ojos cerrados, y ella sintió que quería estar solo.
Altair se quedó allí acostada un rato, con los ojos abiertos, y miró la habitación
donde había una jarra de vino vacía sobre la mesa.
Él confía en los de Gallandry, pensó, juntando los datos: cuando su mente estaba
neblinosa, cada parte funcionaba por un lado. El está tratando de descansar.
Posiblemente dolorido. Habla sobre una barcaza que ha de tomar esta noche, y trata
de descansar mientras pueda.
Hacer el amor. No es un crío. Tiene su mente ocupada, eso es. Me lo haría para
tranquilizarme, pero no lo desea, no me desea. No necesita ninguna cría que vaya
agarrada a él, no necesita a nadie tan loco como para venir aquí, y dios sabe en

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C. J. Cherryh El ángel con la espada

qué momento tan inoportuno... le hiciste gritar, Jones; y éste no es un hombre de los
que gritan. Pero aquí lo tienes, bebiendo hasta perder el sentido.
Le has preocupado, Jones.
—¿Qué es lo que has conseguido, eh? Un hombre asustado de la ley. Un
hombre con malos amigos y peores enemigos.
Cerró los ojos y se dejó ir de nuevo, a la deriva, a una nada vaga que hacía
que le doliera el corazón.
Despertó en la oscuridad dándose cuenta de que estaban entrelazados, mientras
alguien llamaba a la puerta.
—Ya he oído, ya he oído —bramó Mondragon como respuesta levantándose
sobre los brazos e inclinándose sobre ella—. ¡Dame tiempo, diablos! —y
accidentalmente se apoyó en ella. Se acercó a su rostro y la palmeó—. Perdona, lo
siento.
—No hay problema, estoy bien —respondió ella agarrándose somnolienta a su
brazo.
La mano de él subió hasta el hombro, y volvió a palmearle la mejilla. Como
al hacer el amor. Distraídamente.
—Cielos, hay que levantarse, hemos de ponernos en movimiento. Vamos.
Salió de la cama creando una corriente de aire. Era difícil moverse. A Altair le
protestaban todos los músculos, y no por dolores fuertes, sino pequeños; pero la
espalda y el brazo magullado le ardían. Se puso en pie y dio unos pasos, abriéndose
camino con las manos entre los muebles, que le resultaban desconocidos. En el baño
estaba encendida una pequeña mecha, por las altas ventanas se veía la luz de las
estrellas, y Mondragon abrió la puerta, dejando que otra luz escasa entrara en la
habitación mientras cogía algo que habían dejado en el suelo al otro lado. Cerró la
puerta y se acercó a Altair, que dormida se sujetaba al respaldo de un sillón.
—Tenemos que vestirnos en la oscuridad —dijo él—. Es mejor que en la casa no
se vean más luces de las normales. Toma. Un jersey y unos pantalones. Te estarán
bien. De los zapatos no estoy seguro. Tuvieron que imaginar cuál era tu número.
Zapatos. ¡Señor! Y medias. Y unas ropas limpias como las que nunca había
llevado. Se las llevó a la nariz y las olió, y el olor era nuevo. Nunca había tenido
ropa nueva. Olió también el cuero de los zapatos, que soltaban un aroma fuerte,
como a tienda de zapatero. Todo aquello le hizo latir el corazón con fuerza y le
produjo escalofríos en la espalda: ropa nueva, la oscuridad, la cautela que
demostraba que aquello no era un juego; en absoluto. Imaginó que en los puentes
había vigilantes vestidos con túnicas negras, acechando el muelle de barcazas de
Gallandry... dentro de poco pueden matarnos y él se preocupa de que las ropas sean
nuevas... él y sus baños, baños y más baños, probablemente piensa que huelo tan mal
como el viejo Muggin. Tenía un sabor terrible en la boca. Vio que se dirigía al
baño, una sombra en la oscuridad, y se acercó a la mesa para lavarse la boca con
vino mientras él estuviera allí. Oyó correr el agua. Se puso los pantalones y
comprobó que le ajustaban. Se puso el jersey y las medias y metió los pies en los
zapatos. Eran ajustados y le apretaban, pero estaban bien. Se levantó y golpeó el
suelo con un pie, y luego con el otro; después se dirigió hacia donde estaba
Mondragon, a esa débil luz que salía de la puerta del baño; cuando pudo verlos, los
zapatos le parecieron nuevos y brillantes, cada uno tenía una elegante hebilla, y
llevaba unas finas medias negras bajo unos pantalones hasta las rodillas atados con
cordones azules. Dios mío, aquellas prendas eran tan finas como las de un
pertiguero mantenido.

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C. J. Cherryh El ángel con la espada

—Toma —Mondragon se echó agua en la cara, se limpió los ojos y le ofreció


su cepillo de dientes.
¡Cepillos de dientes, zapatos con hebilla y ellos tratando de matarnos. Todo
aquello tenía la irrealidad de un sueño, su propio rostro iluminado por la lámpara en
el espejo colgante, mientras Mondragon le dejaba sitio. Metió el cepillo de dientes
en soda, se los frotó y escupió.
—¿Es agua potable? —preguntó con prudencia, lo mismo que había que
hacer con cualquier grifo público.
—Así es —respondió él; ella se volvió hacia el grifo y se lavó la boca.
Mondragon le dejó la toalla y salió del baño.
¿Estoy limpia? ¿He hecho las mismas cosas que él? ¿Pensará que soy sucia?
Se frotó una segunda vez con jabón y se puso una loción perfumada que encontró
en un frasco del lavabo, aunque la detuvo un pensamiento prudente: maldición, estoy
segura de que esos matones van a poder seguirnos por el olfato.
Se frotó las manos, poniéndose a temblar de pronto como si se hubiera hecho
pleno invierno. Tenía ganas de castañetear los dientes. Utilizó el water y salió
rápidamente, por miedo a que Mondragon la dejara. Este se había puesto una camisa
oscura: su rostro parecía pálido bajo la luz nocturna, y desapareció y volvió a aparecer
cuando se puso un jersey. Mondragon cogió el espadín y se lo puso al cinto, y la luz se
reflejó fríamente en el mango. Los pantalones eran oscuros, como el resto de su ropa.
—Si quieres que no te vean —le dijo ella castañeteando los dientes—, ponte
algo en la cabeza.
—Ya lo tengo —apareció algo sombrío en sus manos, un pañuelo; se lo ató a la
nuca dejando al descubierto sólo el rostro—. El cuchillo y el gancho los tienes en esa
mesa, con tu cinturón.
Altair cogió el cinto del cuchillo y se lo ató. Miró hacia atrás y Mondragon, bajo la
luz nocturna, le pareció un desconocido.
—Dios mío, estás tan serio como la muerte —dijo, arrepintiéndose enseguida de
haberlo hecho.
Tiró de su jersey hacia abajo, por detrás, y cogió un trozo de queso de la fuente de
la noche anterior mientras Mondragon se dirigía a la puerta.
Irse de ese lugar, del lujo. De ese refugio seguro. Ese sería el último lugar en el
que podría verle si las cosas iban mal allí abajo, en el muelle de carga. A través de la
puerta abierta, se filtró la escasa luz de la sala.
—Vamos —dijo Mondragon. Y ella le siguió, veloz, metiéndose el queso en el
bolsillo.
Pero echó la vista atrás, hacia la oscuridad, hacia la silla en donde había
arrojado la gorra y hacia el suelo del baño, en donde había dejado la ropa vieja.
Lo enrolló todo y se lo puso bajo el brazo, se colocó la gorra y se la encasquetó
mientras cruzaba a toda prisa la puerta; y salió a la luz, con Mondragon a su
lado. El la cogió del brazo y bajaron los escalones.

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C. J. Cherryh El ángel con la espada

CAPÍTULO 5

E NSEGUIDA estuvieron abajo, y cruzaron la habitación del mapa; un grupo de


sombras les esperaba allí, bajo la escasa luz que entraba por las altas
ventanas, Altair se colgó del brazo con que Mondragon la sujetaba. El avanzó entre
los hombres y ella le siguió, con la mano de él en su brazo izquierdo, mientras
con el derecho sujetaba el hatillo de ropa. Notaba cómo el corazón le latía contra las
costillas, y se dio cuenta de que los zapatos nuevos le hacían daño en los pies.
Los que estaban allí eran Hale y algunos de los otros. Esa compañía no le
alegraba. Las ventanas grandes y altas le produjeron un estremecimiento; se imaginó
unos rostros escudriñando tras el cristal (aunque nadie podía escalar los muros del
Canal Pon; la galería de ese lado de Gallandry estaba un nivel por debajo) y se
imaginó figuras negras cruzando los puentes, por las galerías, junto al lugar de la
orilla a donde ellos iban a i r. ..
¿Estás pensando en eso, Mondragon? Estos hombres de Gallandry no son buenos.
¿Puedes confiar en ellos? ¿Sabes cómo son, sabes que pueden golpear a alguien que
les conteste con impertinencia, sabes que son cobardes, y quizá no demasiado
honestos, porque el robo va con la cobardía como la sal con el pescado, como decía
mamá? Cobarde es sólo otra palabra para tramposo, el que toma el camino más
fácil, el camino más cómodo. Así lo decía mamá.
(Retribución Jones con la pistola en sus hermosas y tostadas manos, aceitándola.
Y la pequeña Altair sentada allí temblando bajo la luz del sol, porque su madre le
hablaba tranquilamente sobre un hombre de tierra que no había cumplido una promesa.
Encontraron a ese hombre flotando en el Serpiente al lunes siguiente, y su madre
entreabrió los labios y dijo «está bien», cuando Muggin les contó la noticia; en
aquellos tiempos Muggin iba un poco más limpio. Su madre no dijo ni una palabra
más.)
Altair mantuvo la respiración y trató de hacer el menor ruido posible con los
zapatos nuevos, mientras Mondragon tiraba de ella siguiendo a los de Gallandry.
Cruzaron una puerta oscura...
—Cuidado con los escalones —dijo Hale; y Mondragon la cogió con fuerza del
brazo mientras ella se sujetaba a la barandilla de las escaleras.
Bajaron y bajaron en una oscuridad total. Altair soltó el brazo, se cambió de
mano el hatillo de ropas y se cogió cuidadosamente a la barandilla, para bajar las
escaleras con unas suelas nuevas y resbaladizas, ciega en la oscuridad, rodeada por un
grupo de hombres de Gallandry, todos los cuales olían a extranjero y a puerto, y
a algo que su nariz no pudo identificar, aparte del conocido olor a canal de las ropas
viejas que llevaba en el brazo, y el olor a baño de su piel. Tenían mucha prisa.
Tiraban de ella. Mondragon iba detrás, bajando y bajando hasta que dos niveles más
abajo encontraron una pequeña lámpara. Había una lámpara nocturna en la
hornacina; llameaba y enviaba sombras móviles en perspectiva sobre las paredes y
escaleras cuando dieron esa última vuelta. A Altair le temblaban las rodillas: acom-
pañada de media docena de hombres que se movían furtivamente y que por los
ruidos que hacían iban armados con espadas y cuchillos. ¿Qué estás haciendo aquí?
Oyó que su madre le preguntaba mentalmente. Vio a Retribución sacudir su oscura
cabeza y mirarla con desaprobación. Altair, ¿qué diablos estás haciendo?
Me gustaría saberlo, mamá.
Perdóname Ángel.

68
C. J. Cherryh El ángel con la espada

Es este hombre...
Bajó el último escalón pensando que las rodillas iban a derrumbarse por los
temblores y con los pies entumecidos por lo que le apretaban los zapatos y las
medias. Demonios, si tuviera que ir más rápido no podría. Flexionó los dedos de
los pies con un esfuerzo resuelto y observó con solemnidad a los hombres que le
rodeaban mientras Hale abría otra puerta: una luz dorada brilló al abrirse iluminando
siniestramente los rostros sombríos. Mondragon, con pañuelo negro y ropas
oscuras, tenía las mejillas hundidas, la nariz aguileña y un aspecto serio y siniestro
parecido al de un ahorcado. Volvió ese rostro hacia ella mientras los hombres
empezaban a salir a la oscuridad. La cogió del brazo y tiró de ella.
No confía en ellos. Quédate a mi lado, me está diciendo. Señor, espero que
sea eso lo que me esté diciendo.
Tomó una inspiración profunda mientras entró en la negrura de un túnel que
olía a ladrillos viejos, humedad y moho. Alguien cerró la puerta por detrás, y
entonces se hizo una oscuridad profunda.
—No está lejos —dijo alguien; la mano de Mondragon oprimió su brazo.
Dios mío, podrían asesinarnos a ambos, podrían acabar con nosotros aquí, esto
es territorio Gallandry y lo conocen aún en la oscuridad, estamos muy cerca del agua,
sería muy fácil tirarnos sin que nadie se enterara nunca.
Alguien, que iba por delante, abrió una puerta antes de que llegaran los
demás. Al otro lado había menos oscuridad, aunque podía ser una ilusión óptica, y
el ruido del agua era más fuerte que el que hacían al caminar. Era un ruido que el
agua haría bajo una bóveda, pues tenía eco. Estaban en la entrada principal de
Gallandry, ahí habían ido a parar: toda la vida había pasado con su barca por allí.
Salieron a la bóveda oscura, en la que sólo una fantasmal luz estelar entraba del
exterior. Frente a ellos, en la entrada, se perfilaba una forma grande y negra, era sólo
la impresión de algo más negro que el resto del lugar, y que se movía con las olas:
era la barcaza. Por el estrecho embarcadero de piedras se movían unas figuras
humanas negras, perfiladas contra el agua del exterior iluminada por las estrellas, y se
ocupaban de atender al monstruo en un silencio mortal.
Había movimiento al lado de Altair; unas suelas de cuero que se arrastraban.
Mondragon le tiró del brazo y ella le siguió. Alguien le conducía a él, y había
alguien más agachado, esperándolos al borde del embarcadero, en donde estaba una
plancha sombría hasta la barcaza; no, eran dos, uno a cada lado, arrodillados allí
para mantener la plancha firme mientras Mondragon subía por ella. Maldición. Unas
tablas cruzadas que no esperaba y los zapatos le hicieron resbalar, pues no estaba
habituada a los tacones: sintió que Mondragon trastabillaba y se recuperaba en esa
superficie inclinada y móvil; sintió una mano que subía por el lado interior por la
rodilla y la sujetaba con fuerza, una mano desconocida, la de un hombre que intentaba
mantenerla erguida. Un segundo impulso la llevó por el otro lado, y recuperó el
equilibrio, cogió el hatillo de ropas y subió con mayor firmeza y rapidez mientras la
plancha se hundía y rebotaba por el impulso, pues ahora Altair ya estaba segura de
los intervalos en los que se encontraban las tablas cruzadas. Otros dos hombres de
Gallandry esperaban en el lado de cubierta de la plancha para ayudarlos a bajar;
cayeron al estrecho saliente de madera que recorría todo el perímetro del enorme
carguero. Altair conocía esas embarcaciones. Recorrió cuidadosamente el estrecho
borde, sacudió el brazo para quitarse de encima la mano con que Mondragon la
había ayudado y caminó tras su figura sombría hasta el borde de la cubierta y la
escalera. Un guía esperaba allí, la detuvo y sujetó con fuerza su brazo. Con un
susurro le pidió que saltara, y le prestó una ayuda, que ella no había pedido,

69
C. J. Cherryh El ángel con la espada

empujándola por la corta escalera sin barandilla que llevaba al pozo. Después le
empujó hacia abajo la cabeza y los hombros haciéndole entrar de rodillas en el
escondrijo de la barcaza, que en comparación con el del skip era como una
caverna.
Avanzó empujando por delante, sobre las pizarras, el hatillo de ropa de
repuesto, y se agachó allí frente a la oscuridad interior, aterrada por el miedo a que
alguien, en aquel agujero negro, estuviera aguardando para cogerla y hacerle Dios
sabría qué, y ella no supiera si defenderse o no. Los dientes le empezaron a
castañetear y apretó con fuerza las mandíbulas. Escuchó unos débiles pasos por
encima de la cabeza, en las tablas del exterior, y se volvió cuando alguien más vino
tras ella. Una mano la tocó y pasó por su pierna.
—¿Eres tú? —susurró, deseando que fuera Mondragon, sofocando una reacción
si no lo era.
—Soy yo —le dijo el otro con un susurro; y mejor que lo fuera, pues el que
habló se agachó y se abrió camino tanteándole la pierna, rodeándola con su brazo,
estrechándola contra él. Desde las escaleras había dejado de temblar, pero volvió
hacerlo entonces e intentó detenerlo. Era por la hora, la habían levantado de la cama y
sacado sin desayunar; un cuerpo siempre tiembla cuando le despiertan
prematuramente y tiene que pasar a un lugar frío. El brazo de él la apretó como
si pensara que el temblor se debía al miedo, maldito fuera. El confiaba en aquel grupo
de piratas y sabía adonde iba su barcaza.
—Yow —gritó alguien, queriendo decir que ahora empezarían a producir ruidos
naturales, los de una barcaza que sale por la noche de Gallandry como todas las
barcazas grandes. Se encendió una lámpara brillante tras tanta oscuridad: en el pozo
profundo y vacío de la barcaza pudo ver las pizarras desnudas y un montón de lona
doblada y rollos de cuerda. Las sombras se movían locamente a través de la escotilla
estrecha del techo abovedado y desaparecían en la oscuridad del canal. Sonaron unos
pasos en la cubierta superior, los barqueros maldijeron y mantuvieron las
conversaciones ordinarias.
—Ellos lo saben —dijo Altair a Mondragon.
—Cierto, no me cabe duda. Pero tienen que hacer algo.
El motor resonó una y otra vez. Se enganchó y resonó hasta que la hélice se
movió y la resistencia bajó el ruido a un traqueteo uniforme y bajo que repetía el
eco de la entrada cerrada. El agua se levantaba y chapoteaba por la popa.
—Ware cable —gritó alguien, lo que significaba que estaban soltando amarras.
Altair sintió el movimiento y pasó el brazo de la cintura de Mondragon, apoyando
la cabeza en su hombro. Frío, Dios mío, el lugar era muy frío. El motor latía y
latía, y su poder se le metía en los huesos.
Una barcaza grande podía llevar debajo una barca pequeña. El ruido del motor
en la noche no era nada extraño: las barcas más grandes se movían siempre por la
noche, para evitar el tráfico. Sus sonidos solitarios cruzaban la oscuridad: raramente,
gracias a los Antepasados; de vez en cuando, una campana tañía en las noches más
oscuras: cuidado, pequeñas gentes, paso, paso, el gigante baja, os puede convertir en
astillas, enviar vuestros huesos al fondo del Det. Amarrar un skip con demasiada
cuerda bajo los puentes cuando un gigante de éstos quería pasar era la ruina; ella lo
había visto una vez. Un hombre, una mujer y un niño atropellados en una noche
lluviosa en la que demasiados canaleros habían amarrado bajo el Puente de Midtown;
voces que gritaban, canaleros a coro tratando de hacerse oír... locos, le había dicho
después su madre, no podían detener a esa barcaza, lo sabían. Pero una persona
chilla siempre en esas circunstancias. El grito hace que uno se sienta mejor. Ahora

70
C. J. Cherryh El ángel con la espada

Altair escuchó una horrible raspadura de la madera sobre hierro. Sonido de astillado.
Gritos de rabia; y la gran sombra negra avanzando entre la lluvia, mientras los restos
del naufragio se agitaban cerca de los pilares de Midtown.
Esa gran sombra negra les tenía ahora en sus tripas, les sacaba del atracadero
del interior de Gallandry, parando los motores en cuanto viraron para entrar en el
Canal Port.
Luego el motor volvió a latir de nuevo. Altair se estremeció otra vez.
Mondragon la sujetó con el brazo.
—¿Adonde va este cachorro? —preguntó ella.
—En estos momentos hacia el Gran. Reducirá la velocidad y tú podrás
bajar...
—Al infierno si lo hago.
—... al dar la vuelta. Necesitarás unos segundos para llegar a la otra orilla.
Puedes hacerlo. Sé que puedes.
—¿Vendrás conmigo?
—Tengo otros asuntos. Ya te lo dije. Vuelve a tu barca.
—Al diablo si puedo. ¿Es que quieres que me mate?
—Puedes ir a cualquier parte y ocultarte. El alboroto no durará. Te lo juro. Mira
—Mondragon se movió y sacó algo, cogió la mano de Altair y puso en ella dos objetos
metálicos redondos y planos—. Es oro, Jones, son dos soles, es lo más que puedo
hacer: escóndete y oculta tu barca durante un tiempo. Compra suministros y ancla
fuera de la bahía. Cómprate también un ancla. Ellos no te cogerán si vas allí. Este es
un problema de ciudad.
Altair había pensado que ya no le quedaban temblores, pero un fuerte
estremecimiento la recorrió. Tenía en la mano las monedas de oro, enormes, pesadas,
desconocidas. Nunca había tocado una moneda de oro como esa. Ni una sola vez.
Tenía una fortuna en la palma de la mano.
—No puedo utilizar estas malditas piezas, en cuanto las enseñara me echarían
encima a la ley; no puedo entrar en ningún sitio y cambiar estas piezas. Maldición,
Mondragon, no tiene sentido. Escóndeme, oculta mi barca... me das algo que no
puedo utilizar y consejos para mantenerme alejada de los problemas... ¿de qué me
valen los consejos de un hombre que mete mi mejor sartén, la única, en el agua del
puerto?
—Calla —le tocó el rostro poniéndole un dedo en los labios. Luego le tocó
la barbilla, y le dio un beso; la noche resultaba vertiginosa con el latido del motor y
esa locura de ir ocultos en el interior de una barcaza. Altaír retuvo el aliento.
—Jones —le dijo él—. Lo harás muy bien, tengo confianza en ti.
—No lo haré.
—Sí, lo harás —le dijo él suavemente.
—Quizá sólo me encuentre con la ley, quizá les diga a los patasnegras lo
que...
El le tapó firmemente la boca.
—Podrías morir, Jones. Podrías morir. ¿Me entiendes?
Altair sacudió la cabeza. El le quitó la mano. Le había hecho daño en la
mandíbula.
—Vas a salir de esta barcaza —le dijo él—. Te llevarás lo que te he dado,
cuídate. No tengo tiempo para más.
—¿Y dónde estaba mi tiempo? ¿Dónde estaba mi «no tengo tiempo» cuando
te saqué de las aguas del puerto, me pasé castañeteando los dientes para darte calor

71
C. J. Cherryh El ángel con la espada

toda la noche, perdiendo quizá los únicos malditos clientes que he tenido mientras
trataba de alejarte de tus condenados asesinos, eh?
El motor traqueteaba. El agua susurraba bajo el casco.
—Nunca podré pagártelo —respondió él—. Así de simple. Nunca podré
pagártelo. Haz lo que te he dicho.
—En un...
El agua cayó atronando en el pozo, por encima de la cubierta, derramándose
desde arriba. Dios mío, no, no era agua: había humo.
— ¡Maldición! —gritó Altair, limpiándose los ojos y tratando de incorporarse.
«¡Ware!», gritaba un barcero desde arriba. El fuego bajó como un meteorito hasta el
pozo. Una lámpara que se abrió, brilló y soltó el fuego, que corrió formando lenguas
instantáneamente, serpientes de fuego que encendían la sentina, se metían por entre
las losetas de madera y llegaban hasta ellos—. Dios mío, Dios mío —gritó Altair
empujando a Mondragon aterrorizada: —¡Fuera, fuera de este agujero!
En ese mismo instante él tiraba también de ella, y el fuego les saltaba a los
rostros, corría bajo las losetas que formaban el suelo del escondrijo y del pozo.
Aquello era un infierno, inmediato y total: un terrible calor y brillo en sus rostros,
hombres que chillaban y ella agarrada al jersey de Mondragon mientras trataba de
subir las escaleras, y él agarrándola a ella, ambos en las escaleras al instante, tratando
de subir a cubierta con llamas a la izquierda y un brillo infernal de ladrillos y
puertas a la derecha.
Ella se sujetó la borda y saltó, agarrándole todavía del jersey; y él fue con ella
al unísono, tambaleándose para recuperar el equilibrio, cambiando de centro de
gravedad y agitando las piernas. Ella cayó de costado, encontrando como suelo el
agua, lo que casi le hizo perder el aliento. Pateó, la ropa le pesaba bajo el agua,
buscando la superficie sin soltar el jersey de Mondragon. Notó que él pateaba y
lo soltó cuando chocó repentinamente con el hombro contra algo enorme y áspero...
Dios mío, la barcaza, la hélice... ay, Dios mío... oyó que el traqueteo se acercaba
más y más y agitó las piernas aterrada, se acercó a Mondragon, o a alguien y salió a
la superficie con el brillo del fuego por todas partes, con el fuego que ardía sobre el
agua, mientras la gigantesca forma negra de la barcaza era un muro en movimiento
que giraba y chocaba contra una pared de ladrillo. Vio otras salpicaduras de agua
encendidas, otras cabezas oscuras que se sacudían, luchando por su vida. Se abrieron
puertas. Atronaron las campanas de alarma.
¡Fuego! ¡Fuego en el canal!
Se movió por el agua buscando desesperadamente, hasta que vio cerca el rostro
pálido de Mondragon. Él gritó algo por encima del rugido del fuego, señaló hacia la
orilla; volvió a señalar.
Ella se dio cuenta de que estaba cogiendo la maldita gorra, pensó en soltarla,
pero luego, asombrándose a sí misma, se la puso en la cabeza, con agua y todo, y
comenzó a nadar. La ropa tiraba de ella, y le hacía respirar jadeante, se movía
pateando a la tijera, como los perros, de cualquier forma que le permitiera respirar.
Allí estaba Mars. Era el estrecho borde de Mars, y de pronto aparecieron multitudes
por todas partes, figuras negras que se apretujaban en los puentes, en las calzadas,
gritos desesperados de los que se ahogaban entre el fuego.
La orilla fue acercándose cada vez más, había allí un muro, donde Mars se
había hundido: los ventanales en arcos y las antiguas puertas habían sido tapadas
con ladrillos, el suelo antiguo rellenado, de la vieja calzada sólo quedaba una
plancha inclinada cuya anchura tenían que recorrer los barqueros cuando costeaban esa
isla. Mondragon se adelantó con fuertes brazadas, se golpeó contra esa plancha

72
C. J. Cherryh El ángel con la espada

inclinada y subió a la orilla salpicando el agua iluminada por el fuego y


tambaleándose para ponerse en pie; se dio la vuelta y recuperó el equilibrio. Había
perdido el pañuelo negro: tenía los cabellos rubios aplastados sobre el rostro. Pero
había conseguido mantener el espadín; colgaba a su costado, como un guardián
centelleante, mientras puso una rodilla en la placa sumergida e inclinada y se
inclinó con una mano extendida hacia Altair.
Consiguió dar unos últimos impulsos con los pies, tranquila, y se abalanzó hacia
una segunda mano que Mondragon le tendía, se agarró a ella, y él se levantó y se
echó hacia atrás, tiró de ella hacia fuera, se tambaleó, casi volvieron a caer los dos
al agua, pero él recuperó el equilibrio y la sacó.
—Dios mío —dijo ella, ahogándose, apoyada en él, respirando y con unas ropas
que le pesaban casi tanto como el cuerpo.
—Vamos —le dijo él, obligándola a ponerse en movimiento, cogiéndola por un
codo. Altair fue con él, chapoteando, procurando mover los brazos para
equilibrarse, pero él la tenía cogida con fuerza por el brazo izquierdo y tiraba de
ella con rapidez. Altair jadeó, escupió el agua que le entraba en la boca, cayéndole
del pelo y la gorra, casi se desgarra las rodillas al mantener el equilibrio sobre la
parte exterior de la repisa en donde él la había dejado. Sus pies cedieron: la repisa
desapareció, y se encontró otra vez con el agua hasta la cintura hasta que él la
sacó de nuevo, y pudo ir tambaleándose hasta la piedra sólida, jadeando y
sintiendo una punzada en las costillas.
Llegaron entonces a terreno firme, con dificultad de movimientos dieron la
vuelta a la esquina y se encontraron con un grupo de personas que trataban de
llevar una barrera de troncos flotantes por el lado del canal para apagar el fuego,
que por la deriva podría llegar hasta allí por encima del agua. La multitud gritaba,
con maldiciones vagas y coléricas, a los dos fugitivos mojados que podían ser los
responsables de su calamidad.
—¿Es esa vuestra barca? —gritó uno dejando caer la parte de barrera que
llevaba para sujetar a Mondragon—. ¿Es vuestra barca esa de ahí?
— ¡No! —le contestó Mondragon, también gritando, con voz profunda y furiosa
—. ¡Íbamos en una pertiguera y esa maldita barcaza casi nos mata!
Fue rápido y creíble, con el acento educado de Mondragon, el pasajero de la
ciudad alta enfadado y que no podía tener ninguna relación con una barcaza: eso
confundió al hombre, que dejó pasar a Mondragon, quien a su vez la arrastró a
ella; entonces Altair trató de correr, pasar junto a otras gentes que llegaban. Eran
dos personas mojadas bastante alejadas ya de la calamidad inmediata de los
bomberos, y tenían la ventaja de moverse con rapidez, antes de que pudieran
hacerles preguntas. Altair jadeaba falta de aire, y avanzaba con un temblor en las
débiles y empapadas rodillas.
Un fuerte repiqueteo se añadió a la noche: la gran campana de Signeury que
indicaba la alarma: ayuda, fuego, catástrofe, fuera, fuera.
Mondragon llegó al embarcadero de la escalera norte de Mars, apoyó la mano
en la barandilla y tiró de ella. Altair abría y cerraba la boca como un pez, y subió
los escalones dando traspiés, cogiéndose a la barandilla con la mano izquierda
mientras Mondragon tiraba de su brazo derecho.
Oyeron unas carreras que repiqueteaban en las tablas del puente norte de Mars,
sobre el Wex, y sobre la galería, mientras algunos tenderos corrían hacia el incendio
con bombas de mano y pértigas. En los puentes de arriba se arremolinaba la
multitud, mirando hacia el incendio, que brillaba como un sol artificial en la

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C. J. Cherryh El ángel con la espada

ciudad. La campana grande de Signeury tañía el toque de alarma. La gente


pasaba junto a ellos en la galería, enloquecida.
—¿Qué ha pasado? —gritó uno cogiendo a Altair por el brazo.
—Una barcaza —respondió jadeante por encima del hombro, mientras
Mondragon no cesaba de tirar de ella, dando la vuelta del Wex con el Splice,
donde había un puente que conducía a Porfirio.
A partir de ahí caminaron tranquilamente. Eran dos fugitivos empapados que
caminaban, sujetándose el uno al otro, por las tablas, ignorando las miradas.
Mondragon se dirigó hacia la Escalera de Porfirio, que conducía al embarcadero;
bajaron los escalones hasta llegar de nuevo hasta el canal, donde el agua negra
chapoteaba en la calzada de piedra. Era un lugar tranquilo, un almacén de esa parte
de Porfirio, que tenía las puertas de hierro cerradas. Mondragon se detuvo, la soltó y
se apoyó en la esquina de la puerta interior; Altair se apoyó en la puerta de
hierro cogiéndose el costado dolorido y dedicándose unos momentos a respirar. El
rostro de Mondragon estaba pálido bajo la luz de las estrellas, y el pelo se le
empezaba a secar y rizar.
—¿Dónde vamos? —preguntó Altair.
—No lo sé —contestó él.
—¡No lo sabe! —se quitó la gorra empapada y la golpeó contra su pierna—.
Maldita sea, ¿entonces por qué tirabas de mí!
Él se quedó mirándola unos momentos con los ojos en blanco, incluso ofendido,
y después hizo señas hacia los puentes que tenían por encima.
—¿Qué querías? —le preguntó con la voz rota—. ¿Qué andáramos como tontos
entre la multitud, chorreando agua? ¿Qué volviéramos a Gallandry? Deben haber
preparado una emboscada en cada puente.
—Pues haber preguntado a alguien que conoce la ciudad. Vamos.
—¿Qué estás tramando? —preguntó poniéndose rápidamente en pie.
Hizo una señal con la cabeza hacia su propio territorio, hacia el Gran. La pesada
campana de Signeury contaba la calamidad a la noche y la ponía nerviosa. En un sólo
instante pensó y rechazó una docena de posibles refugios.
—Caminemos hacia allí. Diablos, si tal como estamos, mojados, subimos a una
barca, nos harán preguntas; y no necesitamos preguntas. Vayamos a algún sitio al que
podamos llegar andando. A la taberna de Moghi. La de Moghi o Liberty... ¡Dios
mío! —metió la mano en el bolsillo derecho. En contra de lo que esperaba, sus
dedos encontraron dos piezas metálicas redondas que no recordaba haber puesto
allí. Pero lo había hecho por instinto, sin pensarlo. Se había metido en el agua hasta
las rodillas. Sacó la mano cuidadosamente, procurando que la luz no iluminara las
monedas—. Las tengo, las tengo, Dios mío, las tengo —repetía presa de
estremecimientos—. Vamos —añadió cogiendo a Mondragon del brazo— ¡Vamos,
maldita sea! ¿Es que estamos esperando a tus amigos?
El se libró de la mano de Altair y la cogió por ambos brazos.
—Jones...
—Escucha, ¿te vas a comportar como un estúpido? Los estúpidos son baratos en
esta ciudad. No hay que temer sólo que tus amigos encapuchados te corten la
garganta. Si caminas por la noche al lado de un canal como si llevaras encima dos
monedas, te encontrarán flotando en el agua. ¿Entiendes?
Mondragon relajó la presión de los dedos. Le estaba escuchando.
—Conozco este lugar —dijo ella tras una inspiración—. ¿Quieres confiar en mí?
Vamos en una dirección equivocada. Ven ahora conmigo, antes de que salga el sol y
resultemos demasiado visibles.

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C. J. Cherryh El ángel con la espada

—Jones, te matarían.
—Ya me lo había figurado —malditos sean los que vierten tanques de
combustible desde los puentes sobre las barcazas, los que incendian los canales. La
pesada campana de Signeury seguía tañendo, anunciando la calamidad a los cuatro
vientos. El ruido repiqueteaba en su cerebro, su enormidad se le hundía en los
huesos, como la enormidad de lo que tenía en el bolsillo.
Cogió a Mondragon de un brazo y se puso ante él; y cuando se volvió el
cielo ya estaba anaranjado por encima de la masa oscura y mellada del Wex y
de Mars.
—¡Dios mío! ¡Mira eso! Si ese fuego cruza las barreras de troncos, puede
acabar con toda la ciudad...
—¿Dónde vamos? ¿Volvemos allí? —con la voz le estaba diciendo que no. Ella le
sacudió y señaló hacia el suroeste.
—Gallandry está en esa dirección, no muy lejos. Lo tendrán vigilado. Estamos
casi en el Gran, subimos un nivel y llegamos al Puente del Mercado Viejo, nos
dirigimos hacia el este y bajamos por el lado del canal.
—Jones —dijo vacilando y cogiéndola de los brazos—. Jones, a Boregy. Ahí
es donde voy.
—El Ten —era dinero viejo. Junto a Signeury. Altair se detuvo. El viento
transportaba el humo y empezaba a enfriar un costado de su cuerpo húmedo—.
Amigos tuyos, ¿eh?
—¿Crees que si cogemos tu barca podrías llevarme hasta allí?
—¿Para hacer qué?
—Te estoy preguntando por la barca ¿Puedes hacerlo?
—¿Para qué, maldita sea?
No hubo respuesta. Nada más que su mirada. Los dientes de Altair empezaron
a castañetear; se abrazó a sí misma.
—Jones, todo va bien.
—Diablos si es así —exclamó apretando los dientes y abrazándose con un brazo
mientras que con el otro hacía un gesto hacia el este—. Tenemos que cruzar el
Gran, no importa cómo. Me estoy congelando.
Él la siguió, le dio el brazo y se acercó a ella, con lo que al menos sintió
más calor por ese lado mientras recorrían la zona lateral de Porfirio, a lo largo
del Splice.
Maldito, me dices que vaya a buscar mi barca. Eso es lo que importa: ve y
encuentra tu barca, Jones, ve a que te corten la garganta, pero no hagas
preguntas, Jones, no importa quién es al que no importa echar aceite al Canal Port
y trata de quemar la ciudad... no, no, eso no tienes porqué saberlo, ¿entiendes?
Maldito seas.
—Maldito —dijo, y estornudó.
—Lo siento.
—Sientes atracción por el agua, ¿te has dado cuenta? —le preguntó Altair
notando que le dolían los pies al caminar, con las pesadas medias húmedas, los
zapatos nuevos que le apretaban, y llenos de agua. A eso había que sumar el viento
que la helaba por el costado derecho; aunque el entumecimiento prometía un rápido
alivio a sus pies. El aire olía a incendio, incluso ahí, y la campana seguía tañendo.
Al rodear la zona norte de Porfirio vieron el Puente del Mercado Viejo. El se
detuvo allí, apoyándose en el muro de ladrillo de Porfirio. El Gran se extendía
ancho y oscuro bajo los pilares del puente. Las barcas tenían que llegar hasta allí
para amarrar, cinco o seis por lo menos atadas fuera de la corriente; tenían allí

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C. J. Cherryh El ángel con la espada

derechos de nocturnidad; Altair conocía los nombres de los barqueros, sabía de


quiénes eran. Pero en ese momento sólo había allí una barca amarrada un
pequeño skip desvencijado metido bajo las sombras de la Escalera del Mercado
Viejo.
—Espérame —le dijo Altair rodeando la ancha repisa del embarcadero y mirando
hacia la extensión oscura del canal, hacia el Puente del Midtown, y hacia la salida
del Canal Port. Por allí no llegaba la iluminación del incendio. Eso era una buena
noticia. No había llegado al Port. Todavía. Miró hacia atrás para asegurarse de que
Mondragon la esperaba.
Se dio cuenta de su mirada preocupada. Le indicó por señales que se quedara
quieto y caminó con tranquilidad por el embarcadero, con toda la tranquilidad que
le era posible entre aquel extraño abandono. Sólo había unas cuantas barcas a la vista
en las oscuras aguas del Gran, y ya se estaban retirando. Los canaleros se habían
movido cuando sonó la campana de alarma, como haría cualquiera. Se habían dirigido
a toda velocidad bien por el Gran abajo para ayudar a apagar el fuego, o bien en
otras direcciones, huyendo aterrorizados, con la visión de todas las maderas de
Merovingen ardiendo como yesca, bajando por el canal o subiendo hacia la Roca,
donde fluye contra sentido el Greve, pues allí podrían estar fuera de peligro si se
incendiaba la ciudad entera.
Sólo éste se había quedado, y el Señor y los Antepasados sabrían a dónde se
habría llevado Del Suleiman su barca. Pues se la habría llevado. Con el motor
encendido y a remolque por detrás si estaba lo bastante preocupado como para
querer escapar.
Recorrió cuidadosamente las escaleras. Vio la lona vieja que tapaba el pozo
del skip que había buscado allí abrigo. Sus costados estaban desgastados por el
tiempo; eran de una madera que parecía plateada bajo la luz de las estrellas, en la
que en las sombras podían verse las manchas. Una barca vieja; una barca que seguía
el camino de su propietario, que se amontonaba entre el tráfico con las otras barcas,
procurando no abandonar una compañía segura
—Hey —dijo para que el ocupante supiera que ella no era un habitante de
tierra—. Hey el de la barca.
La oscura cortina de lona se hizo hacia atrás.
Parte de una cabeza salió a mirar, un mechón de pelo blanco bajo la luz de las
estrellas y las sombras profundas.
—Soy Jones —gritó Altair para identificarse. Señaló con un pulgar hacia el
canal—. Hay una barcaza encendida ahí abajo. Me he quedado sin la barca.
Intento saber adonde la llevó Del Suleiman.
—No ha estado por aquí —la vieja voz era un poco más fuerte—. ¿Retribución?
¿Eres Retribución?
Altair se acercó un poco más.
—¿Mintaka?
La cortina se abrió. Tras el mechón de pelo blanco, salió la cabeza entera.
—¿Qué pasa ahí abajo? ¿Qué sucede?
—Hay un incendio. Bastante malo —le dijo Altair agachándose sobre los talones,
tocándose los pies doloridos y manteniendo el equilibrio con una mano—. Te dejaron
aquí, ¿eh?
—Los muy estúpidos. No pienso ir hasta ahí abajo —dijo con voz temblorosa.
No era la edad, ni petulancia. Era un terror absoluto—. Retribución ha muerto. —
Era mi madre. Murió hace cinco años. ¿Quieres que te ayude a mover la barca?
Cobarde, Jones. Cruel.

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C. J. Cherryh El ángel con la espada

Pero maldita sea, aquí corre un peligro peor. Malditos sean todos los que la
dejaron. ¿Qué va a pasar con el Gran? ¿Dónde está Muggin esta noche? ¿Dónde
están todos?
—¿Harías eso?
—Mi barca está por allí, en algún lado —dijo señalando hacia el sur, hacia los
problemas. Mintaka no miró—. Te diré lo que podemos hacer, me dejas montar y
yo muevo tu barca, ¿eh? Te llevo hacia donde haya gente.
A Mintaka le temblaba la barbilla.
—Es por la artritis. A veces puedo empujarla, pero otras veces no. Creo que
preferiría morir antes que empujarla hacia allí abajo. ¿Qué puedo hacer? ¿Empujar
con todas las barcas de ellos? Quedaría apresada en el fuego, eso es lo que pasaría.
—Bueno, lo haré por ti. Espera un minuto, estoy con un tipo... uno de la
ciudad alta; se mojó allí abajo, no te importará si lo llevo conmigo.
—No sé, no sé si otro...
Era el miedo. Una costumbre entre los viejos solitarios.
—Oye —dijo Altair—, es un buen tipo —miró por encima del hombro, adonde
estaba Mondragon esperando a la sombra de Porfirio—. Señor. ¿Quiere venir aquí,
para dejar que la abuela lo vea, y decirle que no va a dar ningún problema?
Mondragon se acercó, sin alegría. Se acercó más y se sentó sobre los talones, al
lado de Altair y del pequeño skip.
—Señora —dijo él con gravedad.
Mintaka soltó una risita extraña. Seguramente por el señora. Luego volvió a
ponerse sería y precavida.
—Mi barca no es una pertiguera.
—Señora, es una barca que me viene muy bien y estaré encantado de pagarle.
Mintaka abrió bien los ojos. Por lo del pago.
—Es legal, ¿no? —dijo señalando hacia Mondragon.
—Es un buen tipo, abuela Mintaka —respondió Altair poniéndose de pie y
deshaciendo la única cuerda de amarre con una sacudida del nudo, mantuvo el skip
pegado al embarcadero—. Suba a la barca, señor, y métase bajo la lona... está
empapado, abuela, como te dije. Su pelo está húmedo... ¿tienes un pañuelo? ¿Tienes
algo para mantenerle caliente? Te lo pagaré la próxima semana.
—Claro, lo tengo —respondió Mintaka—. Lo tengo.
Mondragon subió y se metió en el pozo; el skip se balanceó, volvió a hacerlo
cuando Altair recogió el cabo del poste y entregó el extremo a Mintaka.
—Hey, ¿quieres coger ese cabo, abuela?
Mintaka se levantó, inclinada y cojeando, se adelantó y cogió la cuerda,
mientras Altair corría por un lado y saltaba a la cubierta central antes de que la barca
se hubiera alejado demasiado. El impacto le produjo dolor en los nervios de los
pies. Hizo una mueca, se recuperó y tomó la pértiga.
—Suéltala, abuela.
La vieja rata de canal tiró del cabo, Altair metió la pértiga y empujó, dejando
que el skip tomara la suave corriente para sacar la proa. Era difícil manejar un skip
cuando la única opción era ir hacia adelante, y en medio estaba el abrigo de lona:
era necesario ir más lento. Pero era el skip más ligero que ella había manejado, sin
motor atrás, sin mucha carga tampoco, sólo un ligero casco que se deslizaba por el
agua como una pertiguera, con un buen estibado.
—Oye, va muy bien —gritó Altair para complacer a la anciana—. Es muy
fácil de manejar, va bien.

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C. J. Cherryh El ángel con la espada

—Va bien, va bien —repitió Mintaka recorriendo las pizarras con el paso
vacilante de un canalero, aunque estaba encorvada. Mondragon se agachó y se metió
bajo la lona; Mintaka levantó el borde y miró adentro—. Señor, póngase cómodo ahí
dentro, no se preocupe por el lío que hay.
—Puedes entrar con él, abuela —dijo Altair—. No le importará.
—Tengo una gorra para él —dijo Mintaka y se inclinó—. Hijo, búsqueme un
saco que hay por ahí, hacia estribor...
Resultaba un poco difícil, pues había varios sacos. Altair impulsó el skip a una
zona en la que las estrellas iluminaban el agua y lo movió a buena velocidad;
Mintaka seguía charlando y buscando el saco adecuado.
—Abuela —dijo Mondragon desde el interior—. Entre, de verdad me
gustaría que lo hiciera.
—Bueno pues —dijo Mintaka, metiéndose por fin en el interior. Entonces se
escuchó una risita nerviosa por encima del suave murmullo del agua—. Hacía
mucho tiempo que no tenía a un chico guapo para mí en el escondrijo, y tú eres
muy elegante. ¿Tienes esposa?
—No —dijo Mondragon con una voz baja pero clara. Altair dio a la barca
un alegre impulso.
Eso por ti, Mondragon. Pórtate bien, te tiene arrinconado, ¿eh? La vieja no
es tan vieja, ¿eh, Mondragon?
—Por aquí está —se oyó a la vieja—, por aquí está. Por aquí tengo todos los
hilos, oye, estás bien mojado, ¿eh? Aquí, aquí, por aquí está. La gente me da restos
de lana, y a veces me dan lana para que les haga algo. Sé tejer muy bien,
aunque tenga las manos rígidas todo el tiempo... por aquí, ojalá tuviera luz, pero
no puedo permitírmela, salvo la de la pequeña cocina. Hago jerseys, jerseys
realmente buenos, ningún hombre que lleve uno de mis jerseys coge un catarro, hago
las puntadas muy finas, ya te digo, si alguna vez quieres un jersey, dame la lana,
yo te haré uno mejor que el que puedas comprar en la ciudad alta. Si quieres un
pañuelo, o unos calcetines bonitos y calientes...
El skip se deslizaba bajo las estrellas y Altair vigilaba los lados del canal a
cada paso, a un lado y al otro. En el nivel del canal se veían las ventanas enrejadas
y con cierres metálicos; ladrillos, tablas y piedras viejas, y de vez en cuando alguno de
los gatos callejeros de Merovingen, deteniéndose para mirar con curiosidad la visión
inusual de un skip solitario en un ancho canal negro.
Debe ser bueno estar sentado ahí, gato. Todavía puedes ver el brillo. Señor,
apuesto a que se ha quemado un puente. Probablemente lo echaron abajo rápido,
vaya, cómo ha tenido que ser el salvamento, hasta el carbón. Con tal de que no se
extienda.
—... he tenido mis veinte o treinta amantes —le decía Mintaka a su prisionero
—. Oye, me movía ligera en aquellos días, solía llevar una pluma en la gorra, y
trabajaba este skip con madre y padre... Min, solía decir padre...
Altair miró hacia atrás. El agua estaba vacía y negra, y en ella bailaban las
luces de la ciudad, por encima había una telaraña de puentes. La soledad resultaba
misteriosa. Por delante, el Puente de Midtown se abría al Gran, los pilares
abundaban a ambos extremos y en el centro estaba el agua libre, por donde pasaba el
tráfico de barcazas, y allí brillaba un agua profunda.Y más allá, junto a la salida al
Port, varias barcas como sombras, que podían detectarse por las áreas que no re-
flejaban nada, mientras que el brillo del agua reflejaba el fuego.
Señor. ¿Está ya en el Gran? Esas serán las barcas que tratan de ganar unos
peniques, pues tienen fuertes motores, y arrastran las barreras contra incendios.

78
C. J. Cherryh El ángel con la espada

Mantuvo el paso vivo; hacía tiempo que notaba el calor y que tenía los pies
entumecidos.
Será mejor ir descalza, pero no tengo tiempo de descalzarme ahora, y de todas
formas ya no me duele mucho.
Con una mano se levantó la gorra y se peinó el pelo con los dedos,
encasquetándosela de nuevo. Lanzó una mirada a estribor, en donde quedaba un
pequeño grupo de barcas.
Viejos. Como la abuela Mintaka. Como Muggin.
La proa entró de nuevo en agua abiertas y Altair mantuvo una velocidad
uniforme, sudándole ahora las manos sobre la pértiga, pues la corriente del Canal
Port, las barcas y el brillo del fuego se acercaban más y más.
Preguntas, maldita sea, es lo que no necesitamos.
—... ¿has comprado ese jersey en la ciudad alta? —decía Mintaka dentro del
abrigo de lona, con indudable interés profesional—. Dios mío, ahora utilizan una
aguja demasiado grande, puntadas de relleno, y luego los puntos dan mucho de sí.
Yo podría hacerte uno...
Altair contempló la flota que se reunía por delante buscando el curso más fácil y
de pronto pensó en dar un largo rodeo, subir por el canal de la Fundición y dar la
vuelta. Era una zona arriesgada, con viejos almacenes, una zona en donde el Det
estaba ganando la partida y los edificios tendrían que ser rellenados, demolidos y
construidos de nuevo. Todavía no había sucedido.
Evitar las preguntas, eso era todo. Pero ay, ahora tendría que contar con
Mintaka.
Cada vez estaba más cerca, podía ver el brillo del incendio y la deriva de las
barcas. Consiguió una velocidad uniforme y empezó a sudar a pesar del frío de las
ropas, respirando con jadeos profundos.
Todo está bien, eres Altair Jones, que vuelves con la abuela Mintaka, en un acto de
amabilidad y simplemente te ocupas de tus asuntos.
Se deslizó entre las primeras barcas allí ancladas, ancladas, nada menos, a la
derecha del Gran Canal. Las familias se apretujaban en las cubiertas de los skips,
envueltos todos en mantas, observando la conmoción como si fuera un día festivo o
se ejecutara un ahorcamiento. Estaban fijos en el incendio, no en ella, gracias a los
Antepasados. Fijos en la conmoción de gritos distantes en la curva donde el Port se
encontraba con el Gran, allí donde todavía podía verse el fuego, aunque ya más
bajo. Las barcas también se arracimaban en ese lugar, negras frente al fuego,
atareadas.
Ocúpate de tus asuntos, Jones, como choques con alguien tendrás que
responder a más de una pregunta, ya verás.
Ahora había mucha conmoción, ruido de otras barcas, mientras ella fue
abriéndose paso. La lona se movió.
—Dios, mira esto —dijo la voz aguda de Mintaka; Altair se encogió y siguió
moviendo la pértiga.
—No es nada, abuela —dijo Altair—. ¿Le has encontrado ya alguna gorra?
—Oh, claro que sí —Mintaka se incorporó y se quedó trastabillando
peligrosamente sobre el pozo, encorvada, formando una silueta irregular sobre los
reflejos del fuego y las sombras móviles de las barcas—. Mira esto, mira... te
aseguro que no he visto tal lío desde que chocaron dos barcazas en el Gran. Te lo
aseguro, deberían llamar a la ley, el gobernador tendría que hacer algo, estos
condenados barqueros ya no respetan nada.
—Tienes razón, abuela —aceptó Altair.

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C. J. Cherryh El ángel con la espada

Maldición, la vieja solitaria era una cuentista. Te empezaba hablar hasta que
perdías la conciencia.
Y al llegar el amanecer la abuela Mintaka tenía una buena historia: cómo Jones y
un hombre rico de cabellos rubios aparecieron totalmente mojados y le ayudaron a
poner la barca en lugar seguro. Dios mío, Jones, ¿y qué vas a hacer ahora?
Sólo son historias, nada más.
—Oí decir que esa barcaza chocó con un pertiguero — dijo Altair—. Allí estaba
todo ardiendo y se acercó a la orilla junto al Puente de Mars; y el pertiguero saltó, lo
mismo que el pasajero; y allí estaba este hombre de la ciudad alta nadando por el Port:
¿sabe usted quién era, señor?
—No —respondió Mondragon desde debajo de la lona—. Yo mismo... tuve que
saltar cuando me encontré con un tropel que traía una barrera contra incendios. Apenas
vi quién me golpeó.
—Yo sí lo vi —dijo Altair alegremente—. Se fue por la derecha de la calzada
de Mars, los condenados corrían para llegar al fuego. Entonces bajé y le eché una
mano y ese tonto se echó sobre mí, sin importarle nada en el mundo. Me golpeó en la
pierna. Le aseguro que me hubiera gustado arreglar con él las cosas entonces, pero ya
era bastante difícil encargarme de este señor, no podía dejarlo allí. Le preguté si había
tragado algo de agua y me dijo que no. Acababa de dejarle la barca al viejo Del
Suleiman y nos pusimos en marcha...
La vista que había a estribor la distrajo: un enorme grupo de barcas; los
observadores se apretujaban allí; y más lejos, el brillo del fuego, un enorme y negro
casco contra un muro, y algo más que ardía en el río. Uno de los puentes faltaba, eso
era lo que había en el río, y ese casco negro y muerto inclinado sobre el fondo era
la barcaza que les había sacado de Gallandry.
Le entró una sensación de frío; era el shock que se producía tardíamente. Resbaló
un momento, se recuperó y rápidamente giró la proa para evitar un posible rasguño
con otra barca anclada. El skip se balanceó. Las cabezas se volvieron hacia ella,
marcando las siluetas. La luz estaba a espaldas de ellos, y daba directamente en
Altair.
—Vaya, estuvo cerca —dijo Mintaka.
—Lo siento, abuela —respondió Altair, que estaba sudando y tuvo que hacer un
giro complicado entre las barcas quietas y las cuerdas de los anclajes.
Estábamos en esa cosa negra. Bajo esa cubierta. Dios mío, si hubiéramos tardado
un segundo más en salir de ese escondrijo habríamos quedado atrapados allí, con ese
combustible que corría entre las losetas, bajo nosotros... seríamos cenizas y trozos de
hueso. Nunca podrían separarnos del resto del carbón. ¿Lograrían salir todos de
ese casco?
¿Qué personas podrían hacer una cosa semejante?
—No hay lugar para anclar —dijo Mintaka y gritó a la siguiente barca—: ¿No
hay lugar para anclar, eh?
—¡Cállate! —le gritó otra voz, y le gritaron otras cosas más—. ¿Quién eres?
—Soy Mintaka Fahd —gritó la anciana—. Y ésta es Retribución, que lleva la
barca, no como vosotros que me dejasteis.
—Está loca —gritó otro—. ¿Y quién es ésa?
Altair dio un impulso con la pértiga.
—Soy Altair Jones —gritó a la noche en general—. Llevo esta barca a lugar
seguro, no como los que echaron a correr y la dejaron. ¿Alguien ha visto a Del
Suleiman?
Durante un momento de relativo silencio, nadie respondió.

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C. J. Cherryh El ángel con la espada

—Bien que se lo dijiste —observó Mintaka, contoneándose hacia delante—.


¿Te oyeron?
—Imagino que sí —murmuró Altair—. Abuela, tu artritis va a empeorar,
será mejor que te sientes.
—Estoy estupendamente —respondió Mintaka, erguida con las piernas abiertas en
la proa. Probablemente no estaba estupendamente. Demasiado maldita para
aceptarlo.
Y Del no había respondido al saludo.
El mayor número de barcas estaba bajo el Puente de la Fundación, tanto en el
centro como a los lados, junto a los pilares. Altair fue hacia allí cautelosamente,
temiendo chocar en aquella zona oscura. Entretanto, Mintaka se contoneaba
regresando a la lona.
—Casi estamos, abuela —le dijo Altair—. ¿Por qué no te sientas mientras
tanto?
—Hey —dijo Mintaka, y Altair también oyó el silencio. La gran campana se
había callado, proclamando que la emergencia había terminado.
—Lo consiguieron —dijo Altair. Por supuesto que sí. Merovingen no podía
arder, sus gentes eran demasiado listas y se movían con rapidez, con independencia
de lo que hicieran los locos encapuchados. Con independencia de lo que la
hubiera comprometido.
Se encogió de hombros para librarse del frío que sentía, e impulsó la barca,
pasó junto a otras barcas amarradas, en este caso por barqueros con el buen sentido
para dejar libre el canal, barcas amarradas tan cerca unas de otras que parecían
gallinas en el asador. Territorio seguro. El skip se movía ahora con mayor velocidad,
era más fácil en el agua de la corriente. Apareció la silueta del Puente de
Southtown, y el puente alto y triple del Mercado del Pescado aparecía detrás como
una sombra.
—Vaya —dijo Mintaka poniéndose de pie junto a la lona—. Se mueve,
vaya si se mueve. Yo solía empujarla así.
—Es una buena barca —dijo Altair.
Mintaka no añadió nada. Cruzó los brazos y pareció un bulto redondo en la
oscuridad.
La sombra del puente de Southtown cayó sobre ellos; era el más corto de la
ciudad. Por la noche, o a primeras horas de la mañana, había que prestar
atención por si se oía la campana de una barcaza, y apartarse rápidamene si sonaba.
—¿Pero adonde quieres ir? —preguntó Mintaka—. Amor, no tengo fuerza para
luchar contra la corriente del Serpiente.
—Bueno, no quisiera dejarte en los estrechos de Southtown, abuela. ¿Qué te
parece la esquina de Ventani?
—Ah, Ventani está muy bien, amor. Te aseguro que no sé lo que habría
hecho.
—Fue una suerte que yo llegara, eso es todo —Altair se dirigió hacia un
lado, en donde había ancladas docenas de barcas, algunas de ellas unas con otras,
dirigiéndose hacia los bajíos en donde sobresalía la roca firme de Ventani, una de las
cuatro formaciones pétreas de la hundida Merovingen—. Oye —dijo viendo un lugar
vacío—. Ahí hay un sitio. Los canaleros de arriba probablemente se asustaron del
fondo, no tendrás problemas con lo ligera que es esta barca. La marea ya ha
llegado. ¿Quieres amarrarla, abuela? —añadió jadeando e introduciendo el skip.
Se metieron entre otros skips.

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C. J. Cherryh El ángel con la espada

—¿Cómo les va por allí abajo? —preguntó un hombre cuando amarraban—.


¿Han acabado con eso?
—Lo han hecho —contestó Mintaka dirigiéndose hacia un lado, y comenzó a
entrar en detalles.
Dios mío, ya había empezado.
Altair guardó la pértiga y se arrodilló sobre la cubierta central. Probablemente
Mintaka bajaría y subiría la lona para difundir la noticia cada vez que se moviera.
Pero no había amarre en la cubierta central y Altair se deslizó en el abrigo,
metiendo debajo la cabeza y los hombros. Apestaba a mantas viejas, lana húmeda
y moho.
—¿Estás despierto? —preguntó a Mondragon.
—Puedo asegurártelo —dijo con una voz totalmente congelada—. ¿Y ahora
adonde vamos?
—Seguimos adelante —lo encontró en la oscuridad y le dio un empujón,
irguiéndose luego para colocarse bien la gorra mientras se arrastraba fuera de la
cortina, saliendo tras él a la oscuridad.
—... Jones me trajo aquí —decía Mintaka a los que estaban al lado—. Dios
mío, aquí está el guapo chico de la ciudad alta, ¿a que es guapo? Jones le sacó del
agua... tengo que contaros eso...
—Abuela —dijo Altair, cogiéndola por un brazo y llevándola a través del pozo
hacia el otro lado—. Me tengo que ir, abuela. Tengo que buscar mi barca y llevar
a este señor a la ciudad alta. Te pagaré la próxima semana.
—¿Seguro que quieres irte? Puedes llevar mi barca mientras encuentras a
Suleiman... incluso puedo llevarte yo a ti cuando hayamos dejado en casa al señor.
—Está ahí mismo, abuela, junto al Mercado de Pescado, no es problema, y no
quiero que la artritis te moleste.
—Abuela Mintaka —dijo Mondragon, buscando en su bolsillo y sacando dos
monedas que tenían un color plateado entre el cobre oscuro—. Quiero darle esto, por
haberme prestado la barca.
El rostro de Mintaka era una incógnita en la sombra.
—¿Lo acepta?
Ella cogió las monedas con las manos abocinadas.
—Está muy bien —dijo con un temblor en la voz—. Estupendamente bien.
—Me gustaría volver alguna vez para que me hiciera un jersey.
—Ah, paso mucho tiempo junto al Puente de Miller —dijo con reverencia
en su voz. Casi con adoración.
Condenado Mondragon, no tienes corazón, engañar así a una anciana. Ella
te cree, ¿no te das cuenta?
—Vamos —dijo Altair.
—Señora —le dijo a Mintaka—. Diga que yo era pequeño y moreno, porque si
mi padre se entera de que estuve en el Port, me pegará fuerte. Allí está esa joven, y
nuestras familias... sería un problema también para ella, ¿lo entiende?
—Oh —respondió Mintaka—. Oh, claro que sí.
—Vamos, señor —dijo Altair, se quitó la gorra y señaló con ella hacia la
costa.

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C. J. Cherryh El ángel con la espada

CAPÍTULO 6

L A orilla era un borde de ladrillo en el que estaban las anillas de amarre y una
calzada desigual y sombría que rodeaba la mayor parte de Ventani, a lo que
había que añadir la elevada y triple estructura del Puente de Mercado de Pescado.
Altair caminaba con rapidez, abriéndose camino por la zona de almacenes hacia la
esquina y dirigiéndose hacia la cabeza del puente, donde brillaba la lámpara de la
taberna de Moghi.
Hasta que Mondragon la sujetó por el brazo.
—Eso es el Mercado de Pescado —susurró.
—Así es.
—¡Maldición! —era un susurro, pero su voz se agrietó al hablar—. ¡Te dije
que a la ciudad alta!
—¿Quieres llegar vivo allí? —le respondió también con un susurro.
—¡Vamos en círculo! ¡Estamos más lejos que cuando empezamos! ¿Te crees
que es una maldita broma?
—Cállate, ¿quieres que nos oiga la abuela? Vamos.
—¿Pero adonde?
—Vamos a ponerte a cubierto mientras consigo mi barca. ¿Tienes alguna otra
moneda?
—Algunas —era una voz razonable. Ligeramente razonable—. ¿Para qué?
—¿Cuántas?
—No sé muy bien. Quizá un dem en total. Te d i . . .
—Sólo quería saberlo —lo cogió del brazo y deslizó los dedos hacia abajo,
hasta su mano—. Sigamos.
—¿Adonde vamos?
—Por aquí —una de las escasas calles de la parte baja de Merovingen salía
tras el muro de piedra que servía de apoyo a las escaleras de madera, un corte oscuro
entre dos edificios que por arriba se convertían en uno solo—. Esto lleva a la
taberna de Moghi. Por atrás. Ya conoces ese lugar, o deberías conocerlo. Ahí es
donde te lanzaron desde el puente. Podemos ir por aquí o por el puente; o
podemos dar un rodeo por Ventani, en el otro lado, y te encontraré un agujero que
no esté ocupado mientras voy a buscar mi barca. Pero con Moghi puedo tratar.
¿Qué prefieres?
Él se había detenido. Estaban cogidos de la mano, y resultaba agradable, pero
Altair recordó la fuerza de Mondragon.
Dios mío, Mondragon, tienes una mente retorcida y me gustaría saber qué estás
pensando.
—El sol está saliendo —dijo ella—. Tenemos que actuar ya. ¿Ves ese color
rojizo del cielo, por allí? No es por el incendio. Si lo prefieres, podemos ir juntos
hasta encontrar mi barca. Pero tengo la sensación de que preferirías estar oculto. Y
evidentemente, a pesar de lo sucedido, este lugar no te asusta particularmente; pues
me dijiste que amarrara allí, en el Puente Colgante.
—No te dije que amarraras allí. Te dije que me dejaras bajar.
—Bueno, fue una suerte que te siguiera, ¿no te parece?
Mondragon movió la mano que tenía suelta y le indicó que siguiera adelante.
—Es cierto —dijo ella; y se metió por el callejón. Sacó del cinto el gancho,
manteniendo con fuerza en el puño el mango de madera. Por si acaso. Oía tras

83
C. J. Cherryh El ángel con la espada

ella los pasos de Mondragon, el rechinar sobre la piedra en ese laberinto que
daba un rodeo hasta la puerta trasera de Moghi.
La puerta que daba al cobertizo estaba siempre abierta. Y aunque pareciera
extraño no robaban nada, ni siquiera una madera perdida cuando las lluvias soltaban
los tablones. Altair abrió la desvencijada puerta y entró, escuchando a Mondragon
hacerlo tras ella.
—Ciérrala.
—Está demasiado oscuro.
—Si Moghi ve aquí una luz, nos cortará el cuello. Cierra la maldita puerta.
La cerró. Altair encontró una cuerda en la pared y tiró de ella, haciendo
sonar una campana en la pequeña guarida de Moghi.
—¿Está él?
—Estará. Ya he llamado. Vendrán a abrir. No te pongas nervioso.
—Maldición, no me gusta que me lleven secuestrado de un extremo a otro de
la ciudad.
—¿Sólo costear el Boregy, eh?
—Eso es lo que pensé que harías, creía que tenías algo en la mente; la barca
de la vieja fue lo mejor que podíamos haber utilizado; nadie la miraría dos veces.
Jones es lista, me dije a mí mismo, sabe salir adelante. Después, no fue así; no
íbamos hacia la ciudad alta; tú tenías que encontrar tu barca para que subiéramos
por nuestra cuenta. Maldición, no tenías que meterte en ese canal atascado si nos
iba a llevar toda la noche. Ahora tenemos una vieja contando la historia por toda la
ciudad, tenemos una más de tus ideas, pero ninguna barca; y si piensas en alguna
trampa infantil para colgarte de mi cuello, estás metiéndote en un juego peligroso.
Altair llevaba el gancho en la mano. Lo levantó y lo dejó quieto; tomó una
inspiración, y otra, y una tercera antes de poder controlar la voz.
—Me gustaría golpearte —dijo ella—. Me gustaría poder hacerlo. Te lo aseguro.
He estado haciendo el trabajo, condenado merodeador; he perdido el sueño, me he
chamuscado, he caído al canal y he salido medio muerta, y he movido la pértiga por
ti arriba y abajo por esta condenada ciudad hasta que me dolió todo el cuerpo... —su
garganta se cerró. Trató de respirar y le golpeó con el dorso de la mano cuando él
trató de tocarla—. Encontraré mi barca, maldita sea, te llevaré al infierno, ¡pero no
me vayas diciendo cómo tengo que hacerlo!
—Jones...
— ¡Quita tus malditas manos de mí!
Le golpeó en el brazo. Con fuerza. La puerta crujió y se abrió, y la luz de
una lámpara iluminó sus rostros. Se dio la vuelta y se llevó una mano a los
ojos.
—Soy Jones —dijo ella.
—¿A quién traes? ¿Quién es?
—Se llama Carlesson.
—¿Es de Falkenaer?
—No. Oye, lo conozco bien, Jep. Puedes dejarnos entrar. Necesito la
habitación de arriba. Asunto privado.
Se produjo un silencio y luego una risita.
—Bueno, parece que el hielo se ha deshecho.
—Cállate Jep, y déjame hablar con Moghi.
—Podéis entrar —la lámpara dejó de iluminarlos directamente, y la sostuvo
más en alto—. Señor, puede entrar y no se equivoque con nosotros, somos una
casa tranquila.

84
C. J. Cherryh El ángel con la espada

—Quiere decir que te matarán si das problemas —le tradujo Altair. Ahora había
hombres en el exterior, bloqueando el callejón; la puerta se había cerrado detrás de
Jep. Si hubiera habido problemas, los problemas se habrían marchado en esa
pequeña barca hacia el puerto, en un santiamén. Y punto final. Pero en la casa de
Moghi no se hablaba mal. Moghi insistía en ello. Y Moghi ni siquiera trataba de
quitar las armas a la gente: esa era otra norma. Un hombre quiere llevar su arsenal,
diría Moghi, y eso es asunto suyo; nunca discutimos con un cliente.
Y se acabó.
Altair pasó al umbral y dejó atrás a Jep, caminó por en medio del almacén
lleno de cosas hasta la puerta interior y allí esperó a Jep y Mondragon. Jep
abrió la puerta por ese lado. Y el vigilante del lado interior (del que Altair siempre
sospechaba) abrió la puerta por el otro.
—Buenos días, Ali.
—Buenos días —Ali, de cabellos rizados, parpadeó ante la luz de la lámpara y
parecía dolorido, tenía su rostro moreno y ancho totalmente torcido—. La casa se
iba a dormir después de todo este alboroto. ¿Es que no tienes decencia?
—Quiero la habitación tranquila, Ali.
—¿Tienes dinero?
—Lo tengo. Dile a Moghi, cuando despierte, que voy a entrar y salir por la
puerta delantera. Y quiero que mi amigo se quede aquí sólo. Ya hablaré con Moghi
al respecto.
Los ojos oscuros de Ali se movieron una y otra vez bajo la luz de la
lámpara.
—¿Habitación, eh? Ven, tenemos una.
En un momento. Moghi tenía otra frase sobre las deudas.
O sobre los socios de negocios que causaban problemas.

La habitación de arriba (Altair pensó que en realidad debía haber más de una)
era un lugar aseado con una lámpara. Jep la encendió con un movimiento elegante
de la muñeca con una cerilla que llevaba en sus dedos callosos. Había una cama
ancha, una silla dura y una mesa con un pequeño jarrón de flores de jade de
Chattalen (el jarrón era barato). No había ventanas. Una pared era de ladrillo, las
otras tres de listones y escayola.
—El baño está al otro lado de la sala —dijo Ali—. La calefacción tiene
combustible, el agua es buena para lavarse, viene de un tanque que hay arriba: la
vacía un chico, como la lata. El agua de beber está en aquella jarra. Aquí pagas
por una habitación de primera clase, y no escatimamos en nada —Ali se dirigió
hacia un armario alto—. Tenemos ropa de baño, toallas, brandy auténtico, vasos
limpios y mantas de sobra. El chico traerá el desayuno a la puerta en una hora.
No molestamos a nuestros clientes. No tienen por qué salir de la habitación si no
quieren.
—Eso está muy bien —dijo Altair.
—Tienes la cara un poco chamuscada, Jones.
Altair estuvo a punto de traicionarse, pero se contuvo.
—Es por el sol, he estado de pesca.
—¿Quieres que te lavemos la ropa?
—Él sí. Yo tengo que salir de nuevo.
—Puedes esperar —le dijo Mondragon—. Y así comes algo.
Ella no le miró.

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C. J. Cherryh El ángel con la espada

—Te diré lo que has de hacer —le dijo a Ali—. Dile a Moghi cuando
despierte que quiero hablar con él.
—¿Vas a tomar el desayuno?
—Lo tomaré cuando vuelva.
—Jones —dijo Mondragon.
Salió por la puerta abierta sin volverse para mirarlo.
Bajó el doble tramo de escaleras, pasando rápidamente a otra puerta y
cruzando una cortina para llegar a la habitación delantera de Moghi, en donde todas
las mesas estaban vacías con las sillas encima, para barrer. Ardía una lámpara nocturna
y la puerta delantera estaba cerrada.
Altair abrió con cuidado la puerta y salió a la mañana que despuntaba, al
porche del lado del canal de Moghi y de nuevo a una de las tablas, bajó por la
gravilla del lado del canal y subió otra vez al borde enladrillado. Pudo ver las
Escaleras del Mercado de Pescado, de tres pisos; miró las barcas sombrías
amarradas más allá de la escalera, junto al almacén de segunda mano de Lewyt. Los
propietarios dormían casi todos en los escondrijos, aunque había un par de ellos
sobre la cubierta central. No había señal de Del Suleiman y su barca; sintió sobre su
cabeza todo el peso de la Escalera del Mercado de Pescado, sintiendo constantemente
que alguien podía estar vigilándola.
Un cuerpo pálido se lanzó desde la barandilla a la oscuridad. Un chapoteo en el
agua oscura.
¿Por qué sin ropa? No tenían seguridad en él. Los malditos casi queman toda la
ciudad ... ¿Qué importa entonces una cuchillada de más o de menos?
Altair se puso a andar (andar, Jones, no correr, no llamar la atención, caminar
como un paseante, un canalero de paseo por la orilla) en la otra dirección,
subiendo de nuevo hacia el porche de Moghi y recorriendo el lado del canal hacia
el Puente Colgante.
Junto al muro de ladrillo de Ventani estaba el grupo habitual de personas sin
hogar que se amontonaban para dormir, aunque la ley caería sobre ellos si acertaba
a pasar por allí, junto a los lados del puente. Pero la ley era muy poco numerosa y
la gente volvía de nuevo, hasta que la ley se ponía de malos modos y los llevaba
en una barcaza a Puerto Muerto, para que vivieran con los locos y los balseros. Altair
nunca había sentido nada amenazador en esas gentes patéticas, hasta ese momento,
hasta que caminó por allí indefensa y a pie. De vez en cuando, una forma envuelta en
andrajos se removía, y un par de ojos se fijaban en alguien que tenía más
posesiones.
Había barcas amarradas a lo largo de todo el camino. Más durmientes, que se
quedaban hasta tarde en esa mañana después de la calamidad de la noche. Llegó a las
escaleras del Puente Colgante y subió y subió, pasando junto al Ángel de la
Espada: buenos días, Ángel, ¿has visto mi barca? Lo sé. Lo siento mucho, siento
haber quemado casi la ciudad.
Quizá la mano sujetaba con más fuerza la espada; bajo esa luz, el rostro del
ángel resultaba sombrío y remoto.
También había por allí gentes dormidas, cada una en un rincón. Altair
caminó aborreciendo el sonido que producían sus pies calzados. Se detuvo
finalmente en una zona en donde nadie dormía y miró por encima de la barandilla,
hacia la orilla este y las barcas allí amarradas.
Del no estaba donde el día anterior. Se apartó de la barandilla y siguió
andando.

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C. J. Cherryh El ángel con la espada

—Hey —gritó llamando a la puerta, y echándose hacia atrás para que


Mondragon pudiera verla por la mirilla. Se descorrió el cerrojo. Se abrió la puerta.
Altair entró cojeando sin mirar a Mondragon, que sujetaba la puerta.
—¿La encontraste?
—No —el desayuno estaba sobre la mesa, dos de los desayunos más grandes
de la casa, y Altair sintió revuelto el estómago por el agotamiento. Mondragon
cerró la puerta y el cerrojo. Ya se había bañado. Claro que se había bañado. Él
estaba allí de pie, con unas bonitas ropas prestadas y con la luz de la lámpara
brillando sobre su cabello rubio y rizado, permitiendo ver el enrojecimiento de la
quemadura del rostro. Altair se dejó caer sobre la cama y se quedó contemplando sus
pies. Tenía lágrimas en los ojos; todavía no eran de dolor, sólo de la sospecha de que
detrás del entumecimiento fuera a sentir un gran dolor. Los pies se le habían secado
un poco. Le volvía a oprimir el costado derecho, e imaginaba la razón.
—¿Dónde estará? —preguntó Mondragon.
—Si lo supiera ya habría ido, ¿no te parece?
—Yo no sé de eso. ¿Quieres desayunar?
—No —contestó mientras cruzaba un tobillo por encima de la rodilla y se
quitaba el zapato. Después se bajó la media, poco a poco, cuidadosamente.
—Oh, Dios mío, Jones.
Miró con curiosidad la mancha rojiza que tenía entre los dedos y en la mayor
parte de la planta y el talón. Contempló la piel que faltaba, la piel en tiras
sanguinolentas y ampolladas. Cambió de pie y se quitó el zapato izquierdo y la
media. Sólo estaba un poco magullado. Dejó caer la media y el zapato y se
entretuvo tocándose los dedos.
—Te calenté agua —dijo Mondragon—. ¿Quieres que te ayude a llegar allí?
—Acabo de cruzar el puente, puedo andar.
Se levantó y cruzó el suelo hasta la puerta con una mueca de dolor, con el pie
derecho rígido sobre la alfombra. Empujó la puerta y entró. Sacó la cabeza.
—No entres —dijo.
Y cerró la puerta de un golpetazo.

Volvió a vestirse en el baño, taciturna, pues tenía otros asuntos en los que
pensar: ropa nueva que parecía como la vieja, polvorienta, manchada y con el
jersey todavía húmedo. Lo mismo que la gorra. La cogió en la mano al salir de la
pequeña y cálida habitación y, cojeando y con muecas de dolor, bajó las escaleras
hasta la taberna.
El ayudante estaba colocando las sillas cuando ella entró; al abrir las ventanas y
la puerta delantera, entró la luz del sol. Ali estaba tras la barra, sirviendo a unos
clientes rezagados de ojos difusos; Ali le hizo una señal con el pulgar hacia el
despacho de Moghi.
Ali le indicó también, cuando llegó delante de la puerta, que Moghi estaba
enfadado. Pero estaba allí para hablar con ella, en el despacho.
Altair se dirigió a la puerta que había junto a la barra. Sólo raras veces se
aventuraba a entrar en ese cubículo lleno de papeles y de todo tipo de cosas, una vez
cuando empezó a trabajar, otra vez cuando Moghi le mandó decir, aunque sólo era
una chica larguirucha y torpe, que tenía que encargarse de un par de barriles
especiales, porque uno de sus trabajadores se había puesto enfermo. Fatalmente. Por la
enfermedad de la codicia. En su recuerdo de aquella noche, Moghi le parecía más
grande de lo que era en realidad. Y nunca podía librarse de esa sensación
destemplada cuando se encontraba ante la puerta de Moghi. Llamó.

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C. J. Cherryh El ángel con la espada

—Moghi, soy Jones.


Le respondió un gruñido.
—Síii —eso fue todo. Ella abrió el pestillo y entró en el apretado despacho.
Unos rayos de luz polvorientos entraban por dos ventanas abiertas; los
cerradores interiores se doblaban hacia atrás, sobre las repisas del interior; y podían
afianzarse con barras por arriba y por abajo, como refuerzo al enrejado de hierro
que había tras el sucio cristal. Había por todas partes papeles y cajones, como una
ola que subía por encima de la superficie sucia de la mesa de Moghi. Moghi estaba
sentado en medio de todo eso, era un hombre de papada caída y calvicie
inminente, de enormes brazos que indicaban que sus enormes tripas no eran todo
grasa.
—¿Cómo te ha ido, Jones?
—Bien y mal.
Él le indicó con un gesto la silla desgastada que había al lado de la mesa.
Ella la arrastró hasta un lugar desde el que pudiera verlo y se sentó. Moghi no
dijo nada. A Altair el corazón le empezó a latir de pronto con fuerza... Señor,
tengo que ser cuidadosa. Tengo que ser verdaderamente cuidadosa.
—Necesito tu ayuda —le dijo—. He perdido una barca.
—¿Dónde la dejaste?
—Con Del Suleiman, junto al Puente Colgante.
—¿Y eso es todo lo que necesitas?
—Y tranquilidad. Mucha tranquilidad. Sería realmente estupendo que la barca
apareciera esta noche en el porche.
La costura que Moghi tenía como boca se puso recta; dejó cerrada la
mandíbula y Altair pudo ver los cálculos que se realizaban tras sus ojos lóbregos.
—Bueno, Jones, ahora vuelve a la vida, arriba en la habitación. Tienes un
compañero realmente guapo, según he oído. Y tú eres una canalero. Me imagino
que no puedes permitirte todo eso. Pero yo tengo reglas fijas, el que pide esa
habitación la tiene. Y no hablamos de dinero. Has traído un material de capricho.
Si quieres una botella de algo especial, sólo díselo a los chicos; si quieres algún
pequeño favor, dímelo a mí. Si los gastos quedan por encima de tus posibilidades,
los añadiremos a la cuenta. Ya me conoces. Nunca pregunto por los asuntos
privados. Por lo que pregunto es por el carácter. Sabes que no tengo dudas,
¿pero de qué se ocupa ese guapo muchacho?
—Es realmente tranquilo.
—Me alegra oír eso. Pero sabes que hay muchos problemas en la ciudad.
Muchos. Y de pronto viene Jones con dinero... sé que tienes dinero, Jones, no
aceptarías una cuenta que no pudieras pagar... y vienes con ese guapo chico tras
haber perdido la barca. No quiero meterme en tus asuntos. Pero mira las cosas
desde mi lado. ¿Querrías aceptar un tipo del que no sabes nada? No me gusta el
ruido. Te aseguro que no quiero que los patasnegras cacen a nadie aquí.
—Moghi —dijo levantando la mano derecha—. Te lo juro. No habrá
patasnegras.
—¿Cuál es su problema?
—Seis tipos tratan de matarlo.
—Ali dice que habla muy bien.
—No es un canalero.
—Excúsame, Jones, sabes que la cosa puede ser muy diferente. El hombre tiene
un asunto con las bandas, eso es un problema pequeño. Las bandas siguen a uno
de la ciudad alta, es porque el dinero grande las ha contratado. Tú misma puedes

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C. J. Cherryh El ángel con la espada

saber todo eso. Por eso quiero que me digas, Jones; ¿ese tipo que habla también te
habló dulcemente? ¿Te ha enrollado? ¿Quizá se metió donde nadie se había
metido contigo, eh?
A Altair le ardía la cara.
—No soy una tonta, Moghi.
—Escucha, tú y yo no habíamos hablado desde que eras una cría. Señor, la
primera vez que te vi ibas por ahí con unos pantalones holgados y una gorra hasta
los ojos... tu madre acababa de morir; y yo te puse de acuerdo con el viejo Hafiz,
¿no lo hice? El no quería tratos con ninguna jovencita, y de no haber sido por mí no
habrías conseguido ese trabajo; te arreglé las cosas por la parte de Hafiz, ¿eh? Y te
dije entonces. . . ¿Qué es lo que te dije, Jones?
—Me dijiste que si no iba lista ese tío me enviaría al fondo.
Moghi soltó una risa nerviosa moviendo sus enormes hombros.
—Y te digo, Jones, que mientras tú o tu madre habéis llevado mis barriles, no
me he tenido que preocupar por contarlos, tenías buen sentido. ¿Sigues
teniéndolo?
—Eso espero.
—¿Pagas tus deudas?
—Sabes que lo hago.
—Todo lo que sucede bajo este techo es negocio, Jones. Tengo una norma.
¿Sabes lo que digo sobre mis hombres y sus maneras bajo este techo? Si Ali, ahí
fuera, te pone una mano encima lo mataría. Así de sencillo. Lo mataría. Y él lo
sabe. Pero ahora te lo digo a ti: si le pones una mano a él, te mataría a ti. ¿Y
sabes por qué? Porque trabajas para mí. No cobras un salario, pero eso da igual.
No quiero combinaciones entre mis empleados a menos que vengan a mí y me lo pidan
adecuadamente. Los amantes enloquecidos se vuelven rencorosos. Y un hombre de mi
negocio no necesita que ningún rencoroso vaya hablando por ahí fuera. ¿Me entiendes?
Ya no estoy hablando con una cría.
—Te entiendo.
—Cuando quiero una mujer, voy al lado este. Nunca traigo una mujer aquí.
Nunca sugiero nada a una mujer que trabaja para mí. Por eso estoy hablando
contigo como lo haría con mi hija. Te digo que si has sido tan tonta como para traer
aquí a alguien que ha conseguido que lo pienses todo al revés, lo que tienes que
hacer es decírmelo, y olvidarte de todo lo que me debas, así que no pienses en el
dinero. Sólo deja que me encargue yo. Piensa en ello, Jones, porque has de vivir por
aquí, y cuando digo vivir quiero decir que si tenemos problemas sabré
encontrarte.
Las manos de Altair empezaron a temblar. Metió la mano derecha en el
bolsillo y sacó uno de los soles de oro. Lo puso en la mesa, delante de él.
Moghi lo cogió, lo frotó entre los dedos, y la miró a ella sin ninguna
expresión.
—Es un negocio —le dijo Altair—. El hombre de ahí arriba es un negocio.
—¿Qué tipo de negocio?
—No del que estás pensando, maldito Moghi. Me conoces —hizo un gesto
hacia el sol que tenía en sus manos—. Dime cuál es el precio en el este. ¿Entregas
esa moneda por una noche?
Moghi elevó el entrecejo.
—¿Entonces a cambio de qué?

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C. J. Cherryh El ángel con la espada

—Gratitud. Por mantener a las bandas lejos de él. Por conseguir mantenerlo
vivo. Esto es dinero, Moghi. Es más dinero del que he visto nunca, y puede
significar relaciones.
—O quizá que te corten la garganta —dijo Moghi haciendo sonar el borde de
la moneda sobre la superficie de la mesa—. ¿Has pensado en eso, chica?
—Jones, jones, Moghi. Y estoy malditamente cansada de pequeñas propinas.
¿Crees que pondría en riesgo mi barca por un hombre que quisiera pagarme por una
noche? Maldición, le abriría las tripas. Tengo esto para gastar. Y mejores perspectivas
de las que he tenido nunca. Por eso confío en este hombre como en un familiar, un
hombre que puede tener mucho de este dinero para que yo lo gaste...
—...Y problemas en la ciudad alta.
—Problemas en la ciudad alta y amigos en la ciudad alta, Moghi. Una cosa
va con la otra.
Los ojos de Moghi se cerraron casi totalmente.
—¿Crees que estás preparada para eso?
—La primera vez que me viste me diste dos monedas de plata y me dijiste que
apostabas que llegaría viva con esos barriles del muelle de Hafiz. Lo que esta
mañana ha pasado de mi bolsillo al tuyo es un sol, ¿qué te parece, Moghi?
Moghi se sentó e hizo rodar una y otra vez la moneda de oro sobre la mesa.
El corazón de Altair latía con cada giro de la moneda y con cada parpadeo de los
oscuros ojos de Moghi.
—¿Crees que te presté esas dos monedas de plata? Estaba apostando en la
otra dirección. A que el hombre que había contratado Hafiz te mataría; y
entonces iba a decir que había robado un correo mío y lo había matado. Entonces
tendría que librarme del contratado de Pon Hafiz. Quedé tan sorprendido como el
diablo cuando apareciste con los barriles en el porche.
Ella sonrió a Moghi y éste le devolvió la sonrisa. Nunca vuelvas con ese
bastardo, solía decirle su madre sobre Moghi. Y añadia: nunca te cruces con él
tampoco.
—Pero Moghi, apuestas sobre cosas seguras, ¿no es cierto? O él me mataba a
mí o yo le mataba a él, o yo le esquivaba y tú bajabas la cuenta del viejo Hafiz. O
una cosa o la otra. Pero ahora tienes ese sol que dice que una antigua empleada está
haciendo dinero, y que si las cosas van bien podrá hacerse mucho más; y si las cosas
van mal no te pasará nada ni a ti ni a este lugar.
—¿Estás segura de que no huelo a humo?
El corazón de Altair casi se le para. ¿Mentirle a Moghi? Sería lo mismo que
beber agua del Det. Se quedó callada un largo momento y luego se inclinó hacia
el frente, con los brazos doblados sobre el borde de la mesa.
—Ellos tienen la peste a humo —dijo ella—. El y yo... estuvimos cerca de allí.
—Se dice que alguien está buscando a un hombre rubio.
—¿Quienes?
—No lo sé. Tienen dinero. No pertenecen a las bandas normales. Extranjeros.
Podría averiguarlo. ¿Quién te vio aquí?
—Nadie nos vio llegar hasta tu puerta.
—¿Cómo llegó hasta Ventani?
—Con Mintaka Fahd. En el escondrijo.
Moghi levantó el entrecejo. Peligrosamente.
—Tampoco a mí me gustó —añadió Altair—. ¿Pero quién puede sacar de ella
una historia cabal? Le conté una docena. Le dije que íbamos hacia el este.
—Si hay rumores... —dijo Moghi.

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C. J. Cherryh El ángel con la espada

—Moghi, tengo que decirte algo. Tú sabes lo que hicieron, sus enemigos, le
tiraron por la Escalera del Mercado de Pescado, subieron furtivamente por el Gran
hasta la escalera y le tiraron, ahí fuera, junto a tu porche. Tú no lo hiciste. Lo sé
perfectamente. Tú le habrías llevado al puerto... si tuvieras que hacer tal cosa. Por
eso tenemos a alguien que no te conoce bien, y que va tirando cuerpos al Ventani
al lado justo de tu puerta. Imagino que eso te sentaría bastante mal.
—Mi porche.
—Fue justo ahí fuera —dijo señalando hacia el canal—. Cuando no vine a recoger
ese barril. Fue esa noche. Puedes preguntárselo a tu muchacho. Tommy nunca abrió
esa puerta. Y yo saqué al pobre tipo, mojado, del río. Pero no lo traje aquí, no.
Entonces no. Había salvado a un hombre de ahogarse y lo llevé a la orilla. No
traería aquí a cualquiera. No lo habría metido en esa habitación. Tiene amigos.
—¿Como quiénes?
—Los gallandry.
Volvió a levantar el entrecejo y luego serenó el rostro.
—Los gallandry han sido detenidos.
A Altair se le revolvió el estómago.
—Por un fuego, poca cosa —dijo Moghi—. Parece que una barcaza chocó
con el Puente de Mars y se hundió en el Port, eso es todo. ¿Estabais vosotros
allí?
—Sabes que estábamos. Quiero mi barca, Moghi. Quiero todo lo que sabes que
puede moverse en la ciudad alta.
—Maldición, arrestaron a los gallandry y alguien entró en Boregy y Malvino
durante el incendio. Mataron a tres personas en Boregy y a una en Malvino. Mi
porche. Mi porche. Esto puede ser caro, Jones.
—Espera un tiempo a que piense lo que podemos hacer. Ese hombre puede
cuidarse de sí mismo, Moghi, no es un estúpido. Ni yo tampoco.
—Va a ser caro.
—Ya me lo imaginaba.
—Hiciste aquí un pago al contado —el sol volvió a girar en sus gruesos dedos
—. Y Jones, soy un hombre sentimental. Realmente me disgustaría que
cometieras un error.
—Oye, si estoy equivocada me lo dices y hablamos de ello.
—Si estás equivocada —dijo Moghi—, sólo tendrás un modo de descubrirlo.
Ahora no te estás encargando de unos barriles de brandy, Jones. Ya no eres empleada
mía. Estás hablando de un asunto totalmente distinto. Hablas de grandes ganancias.
Negocios de las bandas. Te has metido en ello, Jones. Yo me limito a vender cerveza
y alquilar habitaciones. La gente que me causa problemas no regresa por aquí —dijo
inclinándose hacia atrás y metiéndose la moneda en el bolsillo—. Oigo muchas
cosas. Puedo encontrar tu barca.
—Deja tranquila a la abuela Fahd. Si le sucediera algo, alguien recordaría que yo
iba en su barca. Y podrían prestar atención a las cosas que decía.
—Eso fue una verdadera chapuza.
—La mejor entre varias decisiones malas, ya te lo expliqué, ¿no?
—Jones, si no me lo hubieras explicado así, me habría preocupado bastante.
—Ya lo sé.
—Tal como te dije, un pago al contado. Te gustará esa habitación.
—En privado.
—En privado. La vista es tuya.

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C. J. Cherryh El ángel con la espada

De nuevo escaleras arriba, cansada, Dios mío, y con una cojera en el pie, y
dolor en las costillas, los hombros, el brazo y entre los ojos.
Estúpida, condenada estúpida.
¿Qué otra cosa pude haber hecho? Moghi le mataría.
Ya no lo quiero. Pero Moghi le mataría. Lo que menos necesita en el mundo
es otro maldito enemigo más.
Así que Boregy fue atacado... alguien lo sabía. Y Moghi... él sabe siempre
más de lo que dice; quizá ya sabía que recogí a alguien ahí fuera la otra noche, y ya
ha estado preguntando, y conoce a los extranjeros que le persiguen. Por Dios y mis
antepasados, ¿qué voy a hacer?
¿Dónde está mi barca? Maldición, ¿dónde está mi barca? Nadie ha visto a Del,
nadie le ha visto a él ni a mi barca...
La puerta de la habitación se abrió cuando ella llegó al descansillo. Mondragon
estaba de pie, encima de los escalones, con aspecto preocupado.
Estaba allí de pie, con su bata de baño, sin decir una palabra.
Él lo sabe bien, claro que sí.
A Altair le dolía el corazón. Evitó los ojos de Mondragon al subir los escalones
y pasar junto a él, entrando por la puerta que estaba abierta, y sentándose a la
mesa en la que le esperaba el desayuno frío.
Mondragon cerró la puerta y corrió el pestillo. Ella se comió la tostada fría, sin
mirar nunca hacia arriba, mientras él iba a sentarse al lado de la cama, con los brazos
sobre las rodillas.
Maldición, sus amigos han sido detenidos y asesinados. Tengo que hablarle de
lo de Gallandry, Boregy y todo lo demás. Yo. Me he metido en otro condenado
lío, ¿cómo le cuento esas noticias, y hago que se vuelva loco por mi culpa?
La tostada se le quedó como un bulto frío en la garganta. Consiguió bajarlo
con un sorbo de té tibio.
—He oído decir —dijo mirando a Mondragon— que la ley cogió a unos
cuantos de Gallandry. Otros entraron en Boregy y mataron a algunos. También en
Malvino. Lo he sabido por Moghi.
Los músculos de sus mandíbulas se tensaron. Respiró algo más rápido. Eso
fue todo.
—Moghi es el dueño de esto.
—Así es —tomó otro sorbo de té frío y se lo tragó; las manos le temblaban
—. He recorrido todo el maldito canal tratando de encontrar mi barca. La gente de
Moghi va a buscarla. Sabe lo de la barcaza. Sabe lo nuestro y lo de Gallandry. Lo de
los que te tiraron por el puente. Sabe que eres de la ciudad alta y que alguien
con dinero te quiere mal. Dice que han estado haciendo preguntas sobre un hombre
rubio. Unos extranjeros. Conseguí que nos dejara mantener esta habitación. Moghi...
tiene a mucha gente. Y otros muchos le temen.
—¿Confías en él?
—No tenemos otra elección —su voz era áspera. Volvió a morder la tostada y
la tragó con desagrado—. Te tengo aquí. Maldición, la última noche sabía que era
una locura, sabía que teníamos que llegar a un lugar, por suerte no fue a Boregy.
Él se puso en pie y se acercó a su oído.
—¿Habrá alguien escuchando? —preguntó él con un débil susurro.
—Nadie. Lo dijo Moghi. Será cierto.
El se enderezó y apoyó las manos en la mesa. Preocupado. Dios mío, ni un
grito ni una palabra de culpa. Le puso a Altair una mano suave en un hombro,
después se alejó unos pasos, y se quedó dándole la espalda, con los brazos cruzados.

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C. J. Cherryh El ángel con la espada

Ella se comió la tostada fría, bocado a bocado. Finalmente él regresó y se sentó al


lado de la cama, con una rodilla metida en los brazos.
—Quiero sacarte de esto —dijo con tranquilidad—. Jones. Te has portado
siempre muy bien.
Tragó forzadamente un bocado que le dejó un nudo en la garganta. Los ojos
le escocían. Bebió el té, se levantó y fue a abrir el armario, donde estaban el brandy
y los vasos. Abrió la botella y sirvió un poco.
Altair se quedó allí de pie, dándole la espalda mientras bebía un sorbo. Así
consiguió deshacer el nudo de la garganta.
Maldito. Maldito sea todo.
Buenas maneras, Jones. Él lo está intentando. Sirvió el otro vaso, fue junto a
él y se lo dio. Él lo cogió, pero ella no lo miró directamente a los ojos.
Simplemente se alejó con un dolor en el pecho que le dolía como una cuchillada.
El recuerdo de un cuerpo pálido lanzado en la oscuridad.
A través del sol en el agua del puerto, la espuma esparciéndose como cuentas
de cristal bajo la luz.
Y él allí de pie, todo elegante bajo la lámpara de Gallandry, vestido de encajes
y terciopelo rojizo, con una espada al costado.
Ella se volvió finalmente cuando oyó los muelles de la cama. Él había puesto
el vaso sobre la mesa. Después se echó en su lado de la cama.
Se quitó la bata, se metió y cubrió con las mantas hasta los hombros, dejando
la luz.
Ella tomó un sorbo de brandy y se lo tragó hasta que le escocieron los
ojos. El no se movía nada, ni decía una sola palabra.
Altair bebió medio vaso más, se quitó el jersey, cogió el sol que le quedaba
y lo metió en el zapato, dejándolo junto a la cama. Se desabrochó los pantalones y
los tiró al suelo.
Encendió la mecha nocturna que había al lado de la lámpara, sopló la llama
superior y se metió en su lado de la cama.
Al cabo de un momento se movió. Volvió a moverse hasta rozarle a él.
Mondragon tenía los músculos tensos cuando ella le pasó un brazo por encima.
Altair soltó un suspiro y se quedó allí, con dolor en el interior y el exterior,
hasta que el sueño se fue acercando, hasta que quizá al borde de su propio sueño él
se dio la vuelta y le pasó un brazo por encima. Mejor; mejor. Ella lanzó un fuerte
suspiro y se movió. Durante un momento movieron y ajustaron los miembros, con
muecas de dolor, ella por los brazos y él por la espalda, hasta que finalmente ella se
sintió cómoda y en su cráneo entró una niebla oscura que fue bajando por el cuerpo
hasta conducirla a la nada.
—Acabaste durmiendo encima mío —le dijo él al oído cuando despertó, y
ella masculló algo entre dientes y cambió de posición los músculos doloridos,
durmiéndose casi de nuevo de no ser porque las manos de él llamaron su
atención.
—Maldición —dijo ella recordando que no estaba hablando con él. Pues
estaba recordando, confusa en mitad de la noche. Se acordaba de lo de Moghi.
Una moneda de oro en la punta del zapato, su barca perdida y ella con un amante en
la segunda habitación que tenía en ese día—. Maldición.
—¿Va algo mal?
—¿Mal? —pensó en ello y se echó a reír. La risa se volvió histérica, en un
momento poco apropiado—. ¿Que qué va mal? —dijo jadeando porque le faltaba la

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C. J. Cherryh El ángel con la espada

respiración. Volvió a reír hasta que le dolió, y se quedó sin aliento con las lágrimas
humedeciéndole los ojos—. Maldición, van a matarnos.
—¿Jones?
—Mal —era lo único que podía decir, con otra risa histérica. Hasta que él la
detuvo y ella se quedó quieta sintiendo el dolor en las costillas y el estómago—. Dios
mío, Dios mío.
Se abrazaron el uno al otro. Como dos ahogados que se dirigen al fondo.
Allí abajo en la oscuridad, en la oscuridad de ninguna parte.
—Jones —murmuró él—. Jones, ¿estás bien?
—No... no me hagas reír de nuevo.
—No te preocupes. No te preocupes —recorría su cuerpo con las manos, como
ausente.
Ella se movió un momento, pero se quedó sin impulso y permaneció pegada
al brazo de Mondragon.
—Jones —volvió a decirle, despertándola—. ¿Estás despierta?
Altair masculló algo y volvió a pensar en el puerto. Cuando despertaron en cubierta.
La habitación pareció moverse un momento. Recordó la habitación iluminada por la
lámpara, la bañera de bronce. Mondragon con la copa en la mano. Un vino rojo
como la sangre. Mondragon con su rostro entre las sombras de la lámpara, bebiendo y
pensando, lleno de pensamienros. Más viejo. Más profundo y oscuro. Viejo como los
pecados y las mentiras. Sintió que caía en el borde del sueño y parpadeaba ante
el rostro de un extraño, vio a Mondragon con la lámpara nocturna convirtiendo en
fuego sus cabellos. Su corazón se aceleró un momento, con el pánico y el shock del
despertar.
¿Quién es él, maldición? ¿Qué es él? ¿Qué estoy haciendo en la cama con él?
¿Qué es lo que sé de él?
—¿Qué estás mirando? —le preguntó Mondragon.
—No lo sé —su corazón todavía le latía con el terror de la pesadilla. ¿Qué
había estado mirando?
Mondragon le echó el pelo hacia atrás, apartándoselo de la oreja. Se lo hizo
dos veces, pero volvió a caer. No le daba ninguna respuesta. El silencio anidaba en
su pecho, doloroso como la pena y el miedo.
—Estás temblando, Jones. ¿Te encuentras bien?
—Estoy bien.
Él la atrajo hacia sí y acurrucó la cabeza junto a la de ella. Ella se
estremeció más.
Maldición. Nunca estamos él y yo con el mismo ánimo.
Imaginó a Mondragon bordeado la cubierta bajo la luz de la mañana. Con
dificultad.
Él sólo quiere que lo lleve junto a sus amigos. Piensa que debe hacerme el
amor. Cree que ese es el precio.
Un hombre con un gato en venta. Ven, sé buena, mira lo que te daré.
¿Qué está dispuesto a pagar un hombre por su vida?
—No tienes que hacerlo.
—¿El qué?
—Ser amable conmigo. No tienes que hacerlo si no lo deseas.
Todo se detuvo en plena carrera.
—¿Alguna vez dije que no me gustara?
—No sé. A veces pienso que no
—Jones,... yo...

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C. J. Cherryh El ángel con la espada

—En la barca. En el puerto. Retrocediste en la cubierta como si yo fuera


veneno.
—No lo hice.
— ¡Claro que lo hiciste! —Altair lanzó su cabeza hacia atrás y se quedó
mirándolo a él, muy de cerca, casi bizqueando—. Estás intentando que yo haga
cosas, intentando que te lleve aquí y allá, pero no tienes que hacer eso.
—Dios mío, Jones, ¡intente librarme de ti! ¿Qué más puedo hacer? —esas
palabras salieron y murieron. Él se quedó allí tumbado, con una cara de confusión y
dolor—. No me refería a eso.
Una sensación cálida se extendió por ella. Los nudos se fueron deshaciendo en
una especie de benigna satisfacción.
Lo he metido en un lío. Señor, es más agradable que cualquier hombre que
conozca. Mucho más agradable que esos chicos de boca sucia del puente.
Tendría que luchar por esto.
Altair sonrió, perezosamente. Cogió un rizo de la cabeza de Mondragon y lo
enredó en su dedo. Volvió a acercarse a él, hasta que pudieron hablar bajo
susurros.
—En vano trataste de apartarme. Inútilmente. Pero con el tiempo empezaste a
escucharme, ¿no es cierto? He perdido mi barca por ti. En cuanto la recupere
tendremos que pensar lo que haremos.
—He intentado pensar —su voz fue bajando hasta convertirse en un suave
murmullo—. Jones, tengo que ir a la ciudad alta. Allí tengo contactos. No me
preguntes por qué.
—Estoy preguntando. Quieres que encuentre una manera de llegar ahí arriba,
pero yo tengo que conocer las posibilidades. ¿En qué estás metido? ¿Quiénes son
esos locos?
Se quedó en silencio por un tiempo.
—La Espada de Dios.
Nada más oír eso el corazón pareció querer salírsele del pecho y empezó a
latir pesadamente. Se apoyó en un hombro y se inclinó sobre la oreja de
Mondragon, para poder hablarle muy bajo.
—Maldición, ¿qué eres?
—Déjalo.
—¿Que lo deje?
El se quedó mirándola, con una mirada larga y pensativa. Parpadeó varias
veces.
—Altair, tienes un nombre adventista.
—Lo mismo que mi madre, pero eso no significa que fuéramos de la Espada de
Dios. No existe tal cosa en Merovingen.
—Ahora sí.
—¡Estás loco!
—Es la verdad.
Ella se dejó caer boca arriba y se quedó mirando el techo, en el que la lámpara
nocturna provocaba juegos de sombras con la madera y el polvo.
Espada de Dios. Locos militantes dedicados a exterminar las impurezas,
dispuestos a exterminar a los propios sharrh si cogían a alguno en sus manos.
Ayudaron a la Retribución con el asesinato, y Dios sabría con qué más.
Ángel que estás en el puente, que llevas allí tanto tiempo, tú no tienes nada
que ver con esos lunáticos. Tu espada no es la suya.
—Te lo dije —le susurró Mondragon al oído—. No hubieras querido saberlo.

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C. J. Cherryh El ángel con la espada

Ella giró la cabeza, se quedó mirándole muy de cerca, bajo la luz de la


lámpara.
—¿Cuándo te mezclaste con ellos?
El no respondió.
—Bueno, no son tan peligrosos —dijo entonces, para quitarse el frío que sentía
en la garganta—. No tan peligrosos. Si yo fuera a asesinar a alguien me aseguraría
de ello antes de lanzarlo por un puente.
—Estás pensando que pertenecían a la Espada —movió la mano
distraídamente sobre el estómago de Altair—. Supon que simplemente bajé por
el callejón equivocado.
—Pero bueno, ¿por qué... por qué en nombre de Dios te habían quitado la
ropa?
—Porque si sobrevivía aprendería una lección, y si no, no podrían
identificarme. Excepto aquellos que lo supieran.
—¿Por qué?
Hubo un largo silencio.
—Supongamos que ignoré una advertencia.
—No eran de la Espada de Dios, ¿quiénes eran entonces?
—La advertencia llegó detrás de una máscara. La Espada no es el único
problema en la ciudad.
—¿Quiénes?
—Ya he dicho bastante.
—Ni hablar. Ni siquiera has empezado. ¿Qué tienes que ver con ellos que tan
mal te quieren?
Mondragon pasó el dorso de sus dedos por el rostro de Altair.
—No me hagas más preguntas, Jones.
Ella se quedó inmóvil, absolutamente.
—No —exclamó Mondragon sujetándola con fuerza del brazo—. No, Jones,
no me mires así.
—¿Qué eres, en nombre de Dios? ¿Un janita? ¿Un sharrista?
Él se quedó callado un momento. Finalmente sus dedos se relajaron, y
volvieron a tensarse, pero no tanto como antes.
—Fui de la Espada. En otro tiempo —su boca formó una línea dura y sus
ojos brillaron—. Lo abandoné.
—¿Eres de Nev Hettek?
—¿Hablo como los de allí?
—No lo sé. Nunca conocía a alguien de allí. Pero no eres un falkenaer,
tampoco eres del Chat, ni de Merovingen.
—No es necesario que lo sepas. Pero ya habrás entendido por qué no quiero
tenerte a mi alrededor. La espada podría cogerte, en cualquier escondrijo
tranquilo, ¿me entiendes? No les gusta la publicidad. Ni siquiera en el norte. Están
aquí, tienen dinero detrás. La ley lo sabe.
—¿Y no los detienen?
—No quieren hacerlo. Ignoré una advertencia, me quedé. Los que me tiraron
por el puente eran un grupo amigable.
—¿Amigable?
—No pretendían asesinarme. Sólo una segunda advertencia. Porque estoy aquí.
Ahora los de Gallandry han sido arrestados. ¿Me sigues?
—No —sacudió la cabeza con desesperación—. ¿Te refieres a... la ley? La
ley...

96
C. J. Cherryh El ángel con la espada

—... Está presionada. El Signeury está tratando de meter miedo a Gallandry. La


Espada atacó Boregy; y Malvino. No estaban seguros de que yo me encontrara en
esa barcaza. Iban de caza. Y ahora ha muerto gente. Jones, fue la policía la que me
tiró por el puente.
—Dios mío.
—El gobernador no quiere que nada le moleste. No me quiere aquí, en
Merovingen. El gobernador tiene miedo de la Espada; miedo del Colegio; miedo
de su propia policía, de los que puedan estar comprados, y miedo del dinero que
puede contratar asesinos. Pero sobre todo tiene miedo de lo que pueda hacer Nev
Hettek y de los alborotos. Es un hombre enfermo, cuyos herederos se lanzan unos
sobre otros... no puede permitirse tener problemas en el exterior.
Tomó una inspiración profunda y se quedó allí, mirando el techo, a las
sombras que hacía la lámpara. La Espada de Dios: adventistas locos. Militantes.
Asesinos.
Mondragon sujetaba el gancho de la barca con una habilidad cada vez mayor.
Mondragon con la espada al costado, en las escaleras de Gallandry.
Se fue tranquilizando a su lado, entrelazaron los dedos. Se quedaron allí
quietos.
Loca, oía que le decía su madre. Condenada loca, Altair, has llegado demasiado
lejos. La Espada de Dios. Asesinos. Hay mucha suciedad que baja flotando por el
Det. No te sorprendas nunca de nada que aparezca en esta ciudad. Pero tampoco es
necesario que vayas metiendo la mano en ello, ¿no te parece?
Se dio la vuelta y unió los labios a la oreja de Mondragon.
—Mondragon. ¿Qué estás haciendo aquí? ¿Qué es lo que buscas?
Se quedó en silencio mucho tiempo. Luego se levantó y puso uno de los
brazos en el otro lado de Altair, para tapar la luz. Con su aliento movía el
pelo de Altair.
—No utilices ese nombre. Nunca debí decírtelo. Allí estaba loco.
—Yo también —dijo ella volviendo su cabeza para besarlo, somnolientamente,
lejos de la locura que se había producido allí fuera. El viejo calor. El sol sobre la
piel, en el agua. Él apoyó la cabeza en su hombro, y recorrió con las manos su
costado.
—Estoy muy cansado, Jones, muy cansado.
—¿Qué puedo hacer? —murmuró. Su propia mente recorría los bordes, casi
dormida—. ¿Qué puedo hacer?
Aquello fo.rmaba parte de una pesadilla, de un sueño. Una capa de fuego
recorrió su mente, los lados de los canales y los rostros vacíos de los edificios daban
saltos y se movían, se encendían y lanzaban llamas anaranjadas desde las viejas y
polvorientas ventanas de ladrillo; por encima se veía el alto Merovingen, cruzados por
puentes, de madera, vulnerables.
El ángel dorado estaba en su puente y su cabello encendido se convertía en
alambre de oro, ante la luz del sol, ante el rubio de Mondragon. La mano que
sujetaba la empuñadura estaba viva, era la mano de Mondragon, hasta los huesos finos
y la manera en que sobresalían las venas, a pesar de que era de oro. Sujetó la espada
y ésta salió un poco de la vaina.
Espada de Dios.
Ella no podía ver el rostro. Si hubiera visto el rostro hubiera perdido el sentido.
No lo hagas todavía, pidió al ángel; y luchó contra el sueño. Colocó a
Mondragon allí junto a ella, en el puente, para que pudiera saber que ese rostro no
era el suyo. Volvió a hacerse de noche, nuevamente, y el río se aquietó. El ángel

97
C. J. Cherryh El ángel con la espada

estaba allí y brillaba y no brillaba, porque nadie en la ciudad podía verlo de ese
modo: él estaba siempre vivo, sólo que vivía más lentamente, y necesitaba de toda la
vida humana para respirar una sola vez. Sólo sus pensamientos eran rápidos, rápidos
como el rayo; y si veía moverse la espada, la ciudad vivirla cien años.
No lo hagas todavía. Era un pensamiento perverso para una adventista. Ella
debería desear que se acercara la Retribución: la Espada de Dios lo deseaba con celo
fanático; pero ordinariamente, los pequeños adventistas comunes lo deseaban para
algún día, secretamente deseaban que se produjera en la vida de otros, cerca, quizá,
porque ese mundo no era bueno; pero no demasiado cerca, porque ella tenía
planes, y si Merovingen cambiaba, ¿dónde estaría ella, adonde iría, qué sería de
ella?
Yo también pensaba eso, le dijo su madre, sentada en el puente, en la
oscuridad; la gorra inclinada a un lado, cogiéndose las rodillas con los brazos. Luego
miró a Mondragon: ¿quién es? Es muy guapo. Me gusta. Pero tienes que saber,
Altair, que no te pertenece.
Luego la barandilla del puente se quedó vacia. Sólo el río y la oscuridad. La
oscuridad empeoró, y algo se movió en ella.
Algo que estaba llamando.
—Jones —dijo.

—Jones.
El mundo cambió. Altair sintió el aire frío, movió la mano y se cogió un
hombro dolorido. Alguien llamaba a la puerta, suavemente, y Mondragon salió
de la cama.
Ella también salió, haciendo un gesto de dolor al poner un pie en el suelo,
movió una mano de advertencia a Mondragón cuando éste cogió la ropa del suelo
con una mano y la espada con la otra.
—Un momento —dijo Altair en voz alta. Cogió el jersey del suelo y se lo
puso, buscó los pantalones, un montón de sombra junto al armario, y se los puso,
cogió el gancho de barriles que estaba en el cinturón en el suelo. Cuando ella
llegó junto a la puerta, Mondragon ya se había vestido—. ¿Quién es?
—Soy Ali. Encontraron tu barca. Está amarrada cerca de la escalera.
Su corazón se detuvo y volvió a ponerse en marcha.
—Gracias a Dios —dijo sujetando el cinturón y abriendo un poco la puerta, y
luego más al darse cuenta de que Ali estaba solo. Ali con un hatillo en las manos—.
¿Qué hora es?
—Mitad de la primera —respondió Ali, poniendo el hatillo en sus manos, con
gancho y todo—. Tus ropas. Bien limpias. Moghi quiere que muevas esa barca. Los
chicos la están vigilando. Pero no tiene muchos.
—¿Dónde la encontrasteis? ¿Cómo la trajisteis aquí?
—Del Suleiman la trajo, lo encontraron junto al Sanke. Quiere que lo lleves otra
vez allí. Y Moghi quiere que esa barca se vaya...
—Ya voy, ya voy —dijo frotándose los ojos con la mano libre y cerrando la
puerta con el hombro. Se dirigió hacia la cama y echó las ropas. Mondragon llegó
y las deshizo. Ella cogió el cinto, puso el gancho en su sitio, se frotó los ojos para
concentrar la mirada y vio a Mondragon que se abotonaba los pantalones mientras
ella metía el cuchillo en el cinto.
—Vuelve a acostarte —dijo Altair—. Duerme un poco. No sé que hora es, pero
tengo que llevar a Del —su inteligencia había despertado—. Dame algo de cambio.
Un par de peniques. Tengo que pagar a Del.

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C. J. Cherryh El ángel con la espada

—Te acompaño.
—Ya te dije que debes guardar tu cabeza rubia en esta habitación. He pagado
demasiado por ello —descubrió la gorra en la cama de hierro y se la encasquetó—.
No te muevas de aquí. ¿Quieres que le tenga que explicar a Del tu presencia?
¿Quieres estar en boca de todos?
—El mal ya está hecho —dijo con la cara enrojecida bajo la luz—. ¿Qué podrá
decir él que no haya dicho ya Mintaka?
— ¡Tú quédate aquí! ¡No necesito más problemas de los que tengo! ¡Quédate!
¿Me entiendes?
—Maldición, Jones...
—Sólo dame el dinero.
Mondragon fue a coger la bota que tenía al lado de la cama y llegó con los
peniques. Le dio cuatro. Frunció el entrecejo al entregárselos.
—Gracias.
—Jones. Ten cuidado.
—Oye, llevo en estos canales toda mi vida. Tengo amigos ahí fuera y Del es
uno de ellos. Quédate aquí. ¡Y manten esa puerta cerrada!
Salió por ella y la cerró.
—Con cerrojo —gritó a través de la puerta.
Pasó el cerrojo.
Maldición. Un hombre que escucha.
Se dirigió hacia Ali y la lámpara, a tiempo de seguirle escaleras abajo,
rápidamente sobre los pies descalzos bajo las oscilaciones de la luz; nada de zapatos ni
medias para trabajar en el canal, por los Antepasados. Volvía a sentir de nuevo las
tablas sobre los pies, unas tablas lisas y suyas, mejor que los suelos de la ciudad, que
la alfombra de Moghi. Siguió velozmente a Ali, y le cogió abajo.
El propio Moghi estaba esperando abajo de la escalera, con la cabeza y el
rostro brillando por el sudor bajo la lámpara; Moghi, con las mangas enrolladas hacia
arriba y el sonido de los clientes que entraba desde la habitación delantera, una charla
ruidosa, el sonido medio ahogado de un girar; todo eso se filtraba a través de una
puerra cerrada.
—Tu amigo no va.
Viniendo de Moghi eso era una pregunta que significaba tú piensas quedarte
por ahí: ¿Y dónde están los beneficios?
—No, no va —dijo Altair—. Vigílale.
—Eso te costará dinero —respondió Moghi.
Altair sintió que el estómago se le tensaba. Así que había sido rica una o dos
horas y volvía a ser pobre.
—Oye, no va a dar tantos problemas. Ya te pagué...
—¿Té he devuelto la barca, no? Te la he traído aquí mismo. El servicio ha
sido caro. Estás pensando que ese tipo se quede otro día.
—Hasta que vuelva por él. Yo le sacaré de aquí.
Los ojos de bordes gruesos de Moghi parecían doloridos.
—Estás pensando en un destino.
—Esto es su negocio, me despellejaría.
—Era una oferta, Jones.
—Pensaré en ello.
—Todavía tenemos algunas cuentas.

99
C. J. Cherryh El ángel con la espada

—Hablaremos de ello cuando regrese —Dios mío, podría dar problemas a


Mondragon para sacar dinero—. ¡Déjale tranquilo, Moghi! ¡Deja tranquilo a mi socio!
Ya hablaremos, ¿de acuerdo?
Moghi movió una mano como despedida.
—Saca de una vez de aquí esa maldita barca, tengo clientes.
Ella volvió a salir por el almacén y se dirigió al cobertizo.

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C. J. Cherryh El ángel con la espada

CAPÍTULO 7

L A barca estaba allí, frente al almacén de segunda mano, más allá de la Escalera
del Mercado de Pescado: era una escena letárgica, la barca sobre el agua
negra, el barquero dormitando en la cubierta central, la más próxima de las cuatro
barcas amarradas en esa esquina para pasar la noche. Pero ese barquero estaba
vigilante: levantó la cabeza cuando Altair caminó descalza sobre la orilla de piedra. Ali
estaba allí atrás, vigilando. Tommy, el recadero, estaba instalado en alguna parte,
probablemente en el puente, sentado allí con los pies colgando y sus jóvenes ojos
alerta. Resistió el impulso de mirar si estaba allí: Tommy pertenecía a Moghi, y si
Ali decía que estaba allí, tendría que estarlo o Moghi lo mataría.
Tommy estaría allí por la misma razón que Del Suleiman se había perdido un
buen sueño y había empujado la barca con la pértiga a través de la ciudad, sólo
porque los hombres de Moghi se lo sugirieron. Cobrando, evidentemente. Moghi pagaba.
Ella le había pagado a Moghi. Favor por favor.
Llegó hasta el borde y la cubierta central, su preciosa cubierta, su pequeño
trozo de madera, todo lo que poseía en el mundo.
—Hey —dijo a modo de saludo, se encasquetó la gorra firmemente para evitar la
ligera brisa; un ligero viento de aire limpio en una noche limpia: embarcó en su
cubierta y sintió que todo mejoraba.
—Hey —respondió Del Suleiman, sosteniendo la pértiga con ambas manos, en
equilibrio con los dos pies descalzos en el borde de la cubierta, e irguiéndose
sobre las puntas de los dedos: el sentido del equilibrio del canalero—. Hey, Jones,
es una hora fatal.
—Lo siento. Estaba preocupada.
—Los hombres de Moghi. Los hombres de Moghi. Venían alborotando todo
el canal.
—Oye, no fui yo la que les mandó que lo hicieran.
—¿Cómo es que conseguiste que los de Moghi te lo hicieran, eh? Maldición,
la próxima vez búscala tú.
—Pásame la pértiga, yo te llevo.
—No, no, no es cosa tuya. Vamos. ¿Te quieres poner a estribor?
Dios mío, qué generosidad. Del iba a tener que esforzarse el doble con ella
en la barca, el viejo tenía prisa.
—Que no, tranquila.
Altair se agachó y tiró del amarre lateral, el de espera. Del hubiera amarrado
la proa para una espera más larga, habría puesto el ancla (de tenerla) y nunca
habría elegido esa repisa de fondo de piedra, contra la que podría arañarse la barca
si pasaba alguna barcaza grande y producía una ola. (Si había alguna. Si alguna podía
moverse, si habían conseguido sacar del Port el puente y el casco.) Los amarres
ligeros y las puertas traseras no eran lo propio de Del. El viejo estaba nervioso. Eso
se veía en la forma en que se movía.
No podía culpársele. Mira tenía que cuidarse a sí misma mientras que él iba con
esos matones. Tenía que resultarle curioso, Dios mío, tener que irse con ellos
dejándola a ella en algún lugar oscuro.
La barca quedó libre y chocó por la popa. Altair cogió el gancho y se pasó al
lado izquierdo, mientras Del empujaba. Altair apoyó el extremo inferior del gancho
sobre el fondo pedregoso y se inclinó en él al tiempo que Del empujaba.

101
C. J. Cherryh El ángel con la espada

—A la izquierda —dijo Del, y ella mantuvo el palo metido mientras Del


empujaba, para dar la vuelta alrededor del puente—. Arriba el palo —ella seguía
las maniobras de Del, empujando desde estribor, y volvió a hacerlo cuando la
barca se deslizó—. Hin —dijo Del, lo que quería decir que metiera el palo de
nuevo, y que el impulso para el último giro le correspondía a ella.
Altair empujó. La proa giró y el skip se dirigió limpiamente hacia una
abertura entre los pilares del puente.
—Hup —dijo ella, lo que quería decir que levantara la pértiga. Del empujó y
la levantó.
—Yoss —dijo ella alegremente, lo que significaba que siguieran rectos; Del
repitió la misma frase y el skip se deslizó hacia las sombras.
Recordó cuando con su madre movía el skip a pértiga doble. Sus brazos
jóvenes apenas eran lo bastante fuertes como para manejar la pértiga si perdía el
equilibrio.
Y lo perdía a veces. Señor, cómo vuela. Darme un hombre que no distingue
entre las señales de un skip. Pero él puede aprender, ¿no es cierto? Si no fuera de la
ciudad alta.
Espada de Dios. Por Dios y los antepasados, si pudiera olvidarse de todo eso y
quedarse en los canales, si pudiera aprender.
Si no se fuera...
Si no se fuera nunca...
El skip salió de las sombras del Puente del Mercado de Pescado. La luz de una
lámpara brilló a través de una puerta y unas ventanas abiertas, iluminando el porche
y un grupo de barcas amarradas donde Moghi. Las notas tristes del gitar y las voces
de los canaleros fluyeron hasta el agua y se perdieron en la oscuridad.
—¿Y ese hombre de tierra al que perseguías, lo encontraste? —preguntó Del.
Altair notó que el corazón se le detenía.
—Oye, había perdido mi skip, ya tenía bastante con buscarte, ¿no crees?
—¿Y dónde conseguiste el material para que Moghi te hiciera el favor, eh?
—Trabajo para él. Me hace un favor, el que envíe a unos tipos a buscar no
significa nada, ¿no?
Dejaron a la derecha el Muelle de Ventani. Por delante tenían el Puente
Colgante. Un golpe tras otro mantenían la fluidez del skip. El muy condenado
piensa. La curiosidad del hombre. Lo han traído aquí con el dinero de Moghi, y
va a machacarme para conocer la razón. ¿Qué es lo que le había dicho ya? ¿Qué
es lo que ha oído? Dios mío, Mintaka. Altair respiró y empujó. La profundidad estaba
aumentando, y era arriesgado utilizar el palo del gancho como pértiga.
—Maldición, hay un agujero. Déjala moverse.
—Yoss —aceptó Del, y el skip se deslizó por el centro del canal de barcazas,
entre dos series de pilares. Volvió hacia ella su cara demacrada y sin afeitar, bajo la
luz de las estrellas—. Y con respecto a lo de Moghi...
—Oye, yo no voy hablando de los asuntos de Moghi.
—¿Ese tipo rubio es de Moghi?
—Maldito seas, Del...
Se estaban desviando. Del metió la pértiga y volvieron a coger el rumbo.
—Hoy he oído muchos rumores. Muchas historias. ¿Cuánto tiempo hace que te
conozco, eh? Te conocía cuando eras una niña en los brazos de tu madre.
Escúchame chica. Tu madre te estaría pegando toda una semana si te liaras con un
maldito tipo de tierra.

102
C. J. Cherryh El ángel con la espada

Altair notó que el calor le subía al rostro. Tocó el fondo con el gancho y vio
que seguía siendo demasiado profundo.
—Mi madre también solía decir algo sobre los rumores. ¿Quién habla de que me
haya liado con alguien? Llevo la carga de Moghi.
Eso calló al viejo por un momento. Dio un breve impulso con la pértiga
mientras se deslizaban bajo las sombras del Puente Colgante.
—Será mejor que le vigiles, jovencita, y no me estoy refiriendo a Moghi. Él hablará
muy bien, pero eso no significa que sus actos sean también buenos.
—¿Quién lo ha dicho? ¿Quién ha dicho que estoy con nadie? —preguntó mientras
evitaba un pilar—. Cuidado, allí, Del.
—Hin, pierdes el fondo, utiliza el maldito pilar, ¿no te lo enseñó tu madre?
—Está bien, está bien, tú te vas a la izquierda, déjame ayudarte. Iremos más
deprisa.
—¿Iremos? Yo lo haré. Hin, allí. Es un absurdo. Un maldito absurdo que te
mezcles en eso, como tu madre.
El corazón parecía salírsele. Perdió otro golpe. Los pies ampollados le dolían sobre
las tablas.
—¿Qué dices sobre mi madre? —toda su vida había oído insinuaciones. Retribución
Jones hizo esto. Retribución hizo aquello—. ¿En qué se había metido?
—En todos los malditos líos de la ciudad. Moghi. Hafiz. Cuando viniste tú, no dejó
de hacerlo. Mira y yo se lo decíamos, se lo decíamos; «Jones», le decíamos, «vas a
meter a ese bebé por caminos oscuros, y eso te va a pesar». Tratamos de convencerla
para que nos diera el bebé, lo hicimos, podrías haber sido nuestra. Y menuda sorpresa
hubiéramos tenido, pues eres una chica... Yoss allí... pero eso no nos habría importado
ni a Mira ni a mí. Nos hubiéramos quedado contigo. Me ofrecí a hacerlo cuando murió tu
madre. ¿Te acuerdas? Te dije que te trataríamos bien. Pero creo que estabas asustada.
Y creo saber por qué. Por entonces todavía te creías un chico. Seguías con el juego de tu
madre, haciendo el trabajo de Moghi, cargando para ellos por caminos oscuros,
metiéndote por sitios cada vez más oscuros y profundos.
El corazón de Altair latía no sólo por el esfuerzo. Era el viejo asunto.
Hablabas una o dos palabras con un hombre y él se conmovía y trataba de dirigir las
cosas. La cólera crecía en ella, casi la cegaba.
—Hin —dijo Del. Ella empujó y la proa se dirigió hacia la corriente de la
Serpiente, se dirigía hacia la esquina, hacia el extremo alto de la Serpiente.
— ¡Así que estabas en este extremo de la ciudad! Maldición, Del, te busqué
arriba y abajo toda la mañana. ¿Dónde estabas exactamente?
—En la cola de la Serpiente. Junto a Mantovan. Los hombres de Moghi nos
encontraron. Pero para entonces yo ya te buscaba. Había oído que estabas
entrando y saliendo de la casa de Moghi. Diablos, con todo lo que ha estado
sucediendo tenías ese depósito casi vacío. Yo no iba a gastar del mío contigo, y
los chicos de Moghi buscando tu barca y liando a la gente... yoss allí, yoss.
—Lo siento.
—Eso es una frase.
—Te digo que es verdad. ¿Crees que estoy mintiendo?
—Lo que digo es que eres una cría. Estoy diciendo que durante toda su vida tu
madre estuvo entre aquí y la ley; ella sabía dónde estaban los agujeros, ella cruzó
esa línea por un lado y por el otro, yo lo sabía, pero nadie sabía que lo hubiera
hecho; y tu madre nunca puso un pie fuera de ese lado seguro. Quizá nazca de
nuevo en este triste mundo; quizá haya nacido en algún lugar mejor que el nuestro,
pero aunque viniera aquí, dejando un crío y todo, y te enseñara la mitad de lo que

103
C. J. Cherryh El ángel con la espada

sabía, seguirías yendo adonde Moghi y cargándole barriles arriba y abajo de las
aguas de marea...
Había barcas amarradas a lo largo de la Serpiente, entre Bogar y Mantovan, skips
y pertigueras puestas una tras otra, mientras sus barqueros dormían en la cubierta y en
los pozos.
—Calla —susurró Altair mirando enfadada hacia Del—. Te metes demasiado
en los asuntos de los demás. Te pedí que vigilaras mi barca. Eso es todo.
—Y la vigilé bien. Pero me han llegado esos rumores. Iba remolcando tu
barca, jovencita, no creerías que eso no iba a producir habladurías.
—Dije que lo siento.
Del la miró, la miró con la pértiga en sus manos, y luego gritó:
—Maldición, hin, aquí, hin, lento. Una cuarta. Ya llegamos.
Ya estaban. Del subió la pértiga y la metió de nuevo para frenar,
dirigiéndose lentamente hacia el lado de Bogar. La cuarta barca era un skip, el
suyo: de pronto el bulto humano que había sobre la cubierta central se convirtió en
Mira, sentada, y la barca recuperó las líneas familiares. Altair metió con fuerza el
palo del gancho y la proa viró, mientras Del controlaba el acercamiento y reducía
velocidad por su lado.
Cada vez más lento. Mira se puso de pie en el pozo, bajo las sombras de
Bogar.
—Me vuelvo a hacer un negocio, y la próxima semana os contaré a ti y a
Mira toda la historia.
Cogió el palo del gancho en una mano y se dirigió hacia el pozo para deshacer
el amarre de babor y entregárselo a Mira para que lo sujetara mientras subía Del a
bordo; era pura cortesía, pues no había miedo de que Del subiera a la barca
utilizando el gancho. Mira agachó su enorme cuerpo, cogió la cuerda y los acercó,
produciendo un sonido al frotar la cuerda sobre la clavija.
—Hey —le dijo Altair—, no la amarres, Mira.
Del dejó la pértiga. Altair caminó a través del pozo para poner el palo del
gancho con ella, se echó hacia atrás la gorra y regresó con la mano en el bolsillo,
buscando los peniques que tenía allí. Pero se paró en seco y fue a coger el palo
del gancho, mientras Mira se inclinaba; Mira era una sombra que parecía escuchar
algo y obstinadamente iba a hacer el amarre, con su enorme corpachón
olvidándose de las sombras que había en la orilla de Bogar, sombras que se
levantaron y cayeron de pronto en el skip, detrás de Mira.
—¡Ware! ¡Mira!
Escuchó una pértiga tras ella, mientras Del corría con un arma. Pero Mira no
se volvió. Se enderezó como si no hubiera oído que media docena de pies caían en
su pozo. Del fue hacia atrás con la pértiga, mientras las figuras sombrías movían la
barca detrás de Mira sin que ésta les prestara atención: algo iba mal, totalmente mal.
Altair cogió el cuchillo con la mano izquierda, aterrada, y se lanzó hacia la cuerda
de amarre.
El palo golpeó en el borde, con cuerda y todo, dirigido hacia su cuchillo y sus
dedos. La pértiga de Del. Mientras las figuras sombrías se elevaban al lado de Mira y
saltaban precipitadamente sobre el pozo.
— ¡Maldito seas! —le gritó a Del, y se lanzó a un lado de la cubierta de Del,
dirigiéndose rápidamente contra Mira con el cuchillo en la mano. Mira gritó y dio
un paso hacia atrás.
—¡No! —gritó Del—. ¡No!

104
C. J. Cherryh El ángel con la espada

En el momento en que los hombres la golpeaban en la espalda, ella se sujetó a


la camisa de Mira con la misma mano con que llevaba el cuchillo, y le dio un
tirón, mientras las manos que la sujetaban por los hombros tiraban de ella desde la
cubierta hacia el pozo.
—¡Maldición!
—¡Estúpida!
Unas fuertes manos le inmovilizaron el codo, la mano del cuchillo y la del
gancho.
—No le hagáis daño —decía Mira—. ¡No le hagáis ningún daño!
Alguien estaba sobre su costado. Era su víctima. Dejó de patear y luchar; los
hombres que la sujetaban la soltaron, y pudo recuperar la sensación en las manos.
Respiró, y su cerebro recuperó la sensación cuando vio a Del y Mira, y a los
barqueros, levantarse solemnes como jueces en todos los pozos y cubiertas de las
barcas amarradas en la isla de Boga.
Todos eran canaleros. La ley del canalero. Canaleros con la mente llena de
resentimiento, de preguntas o de cualquier otra cosa. No había un lugar donde
escapar, en todo Merovingen.
—No me hizo daño —decía Mira—. Dejar que se vaya, dejar que se vaya.
Altair, Altair, amor... ¡Dejar que se vaya!
—Dejarme —dijo Altair—. ¡Si queréis hablar conmigo, quitar vuestras sucias
manos de mí!
Unas manos le quitaron el gancho y el cuchillo de sus dedos entumecidos.
Entonces la dejaron; ella se sujetó los brazos con una mueca de dolor,
sosteniéndolos hasta que sintió que las articulaciones se habían asentado.
Reconoció a algunos de los hombres, y de las mujeres.
—Vamos —dijo una voz masculina, cogiéndola del brazo y arrastrándola
hacia la orilla.
Ella agitó los brazos y la piernas tratando de liberarse.
—Yo no voy a...
—Vienes con nosotros —escuchó, mientras otra mano la cogía por el brazo
izquierdo, doblándoselo por detrás hasta casi rompérselo. Gritó y se movió para
salvarse, golpeándose la rodilla contra un lado de la barca mientras la arrastraban.
— ¡Dejadme ir, malditos! —el brazo casi se le salió de su sitio. Dejó de
luchar. Caminó dando traspiés sobre los ladrillos desiguales del borde de la entrada de
Bogar, y supo adonde la llevaban—. ¡Déjame ir sola, me estáis rompiendo el brazo!
La presión se alivió. La vista le iba y le venía con llamaradas de dolor, y tropezó
de nuevo mientras un hombre la empujaba hacia una abertura del muro. Lanzó un
grito. Se dio un golpe en la cabeza con un ladrillo mientras el hombre la empujó a
través de una hendidura hecha en los cimientos de Bogar. Quedó cegada por un
momento, libre, pero empezó a tambalearse y tropezar, hasta que otro hombre la
sujetó por el brazo.
Fueron entrando uno tras otro. Los oía en la oscuridad, oía cómo arrastraban
los pies, y también oyó que otro se golpeó la cabeza en el mismo ladrillo, y lanzó
un juramento. Sacudió las manos que la sujetaban.
—Suelta, maldito, no voy a escapar.
Encendieron una cerilla. La luz de una vela iluminó una caverna deshecha de
ladrillos en los que goteaba el agua y montones de cascotes, y una docena de
canaleros, todos con la misma actitud. Era el antiguo almacén de Bogar que se
había podrido en los cimientos, medio utilizado como nueva base de piedra para la
isla, para librarla de la ruina.

105
C. J. Cherryh El ángel con la espada

Los canaleros conocían lugares como ese. Lo mismo que los bichos y los
gatos.
Había una roca plana, una gran lengua de roca. Un hombre grande, con la
camisa abierta y pañuelo al cuello, llevó allí la vela, se sentó y la fijó sobre su
propia cera delante de él. El sudor resbalaba por su rostro sin afeitar. La llama se
movía por la brisa que entraba del exterior y le hacía parecer como un diablo. Se
llamaba Rufio Jobe. No era oficial. Nada lo era en los canales. Pero Jobe era un
hombre que hacía cosas. Que conseguía que las cosas se hicieran. De manera
directa y terminante. Y nadie se lo reprochaba.
—Dame mis cosas —dijo Altair.
Rufio Jobe asentó su enorme masa cuadrada y puso las manos en las rodillas.
—Quizá seas tú la que nos tengas que dar algunas respuestas, pequeña Jones.
—¿Respuestas? ¿Qué respuestas?
—Como, por ejemplo, lo que has estado haciendo.
— ¡No he estado haciendo nada!
—Del —dij Jobe, y miró hacia un lado. También Altair miró hacia allí y vio a
Del Suleiman y su esposa a la izquierda en silencio, con su pelo y su barba blancas,
pareciendo neutrales bajo la luz de la vela, el rostro de ella lleno de lágrimas hasta
la barbilla.
—¿Dónde has estado? —preguntó Del.
—¿Que dónde he estado? —Altair tomó aire y movió los brazos para
soltarse, el izquierdo para quitarse las lágrímas de los ojos—. He estado confiando
en un maldito mentiroso, ¡eso es lo que he hecho! Me podrías haber acuchillado
antes, ¿no crees Del? Toda esa charla era una mentira, Del Suleiman. ¡Eres un
maldito mentiroso! Quieres mi barca, eso es lo que pasa, eso es lo que has querido
durante años...
—Como vuelvas a poner las manos encima de Mira yo te enseñaré, yo...
— ¡No lo hizo! —chilló Mira—. ¡Cállate!
Entonces se produjo un silencio mientras el grito reverberaba en los ladrillos.
Cayó un trozo de piedra. El agua goteaba. Un ladrillo se hundió bajo los pies de
alguien. Altair apartó las manos que amenazaban con sujetarla de nuevo. Estaba
temblando. Sintió que sus tripas eran de agua. Los rostros le rodeaban por todas
partes.
—Maldito mentiroso —murmuró y levantó la cabeza para mirar a Jobe—.
Tengo asuntos privados. Dejé la barca con alguien en quien confiaba. Eso es lo
que hice.
—Eres una cría —le respondió Jobe—. No queremos ser duros contigo. Sólo que
hables. Fuiste tú la que sacaste el cuchillo.
—¿Cómo iba a saber quiénes erais? Lo primero que pensé es que atacabais a
Mira por detrás. Todavía no sabía lo que pasaba. Muchas veces unos amigos han
atacado a otros. Como ahora. ¿Iba a esperar para ver lo que pasaba? Diablos, si yo
voy a soltar mi barca y alguien a quien conozco viene por la espalda y me detiene
procuro librarme de él. El mundo está enloqueciendo. Está enloqueciendo
verdaderamente. Nunca habría acuchillado a Mira; ni ella a mí tampoco. Yo sabía
eso. Pero pensé que si Del había enloquecido lo mismo le habría pasado a ella.
—Eso que dices puede ser cierto y puede que no. La verdad es que hay
mucha locura. Como el incendio de la otra noche. Como asesinatos en la ciudad
alta, y los que lo hicieron se están moviendo por la ciudad. Te aseguro, pequeña
Jones, que no me causa ningún placer el hacerte estas preguntas: era amigo de tu

106
C. J. Cherryh El ángel con la espada

madre. Pero hay una pregunta realmente grave que te tengo que hacer. ¿Sabes algo
de ese incendio?
—Yo estaba allí, pero eso no significa que lo provocara. Sólo estaba allí.
—Y tienes a un pasajero. ¿Quieres decirnos algo sobre él?
—¿Qué tiene que ver con esto?
—Lo llevabas en tu barca. Eso Suleiman puede jurarlo. Ibas siguiendo a un
tipo alto vestido como un canalero pero que caminaba como un habitante del centro.
Más tarde escapaste de ese incendio con ese tipo alto, que parecía un falkenaer.
Bajaste con la barca de Mintaka Fahd desde el Mercado Viejo y le dijiste que él
iba detrás de una chica de la ciudad alta.
—Le encontré cuando cruzaba la ciudad, y resulta que nos vimos atrapados
por el fuego y no pudimos regresar adonde Moghi hasta que nos encontramos con la
abuela Fahd. ¿Quién está tan interesado en mis asuntos?
Su corazón le latía con tanta fuerza que parecía salírsele del pecho. Mentirles a
ellos era algo fatal. Una pequeña mentira era una cosa; una mentira grande era peor,
podía significar la muerte, aparecer muerta una mañana sin que a nadie le importara.
Incluso la sospecha bastaba para que fuera creciendo hasta que uno no tenía ningún
lugar a donde ir salvo el fondo del puerto. Si es que salía viva de ese sótano.
—¿Quién dijo que estaba tramando algo? ¿Quién lo dijo? ¿Fuiste tú, Del
Suleiman? ¿Fuiste tú?
—Chica —le cortó Jobe—. Han corrido muchos rumores. Demasiados rumores. Y
tú conoces las reglas: los problemas no son buenos para los canaleros. No son nada
buenos. Tenemos canaleros que no pueden moverse, tenemos un canal bloqueado,
tenemos la ley por ahí fuera buscando en los canales, tenemos mucha menos carga
por los problemas de la ciudad y eso significa niños y viejos hambrientos. ¿Aceptas
que hay aquí unos intereses legítimos?
—Son iguales que los míos, malditos, iguales que los míos.
—No si te dedicas a una carga diferente.
—¿Cómo? ¿Qué dices que estoy haciendo? No me dedico a nada ilegal, y no
tengo por qué contarte ni a ti ni a nadie mis asuntos privados. ¿Adonde han
llegado las cosas? ¿Es que todo el mundo tiene que contar sus negocios? ¿Decirle a
todo el mundo lo que hay en sus barriles? ¿Adonde hemos llegado? ¡No eran así las
cosas! —tomó aliento. Nunca retrocedas, decía mi madre. A por ellos, Altair—.
Pensáis que podéis abusar de Jones, os creéis que podéis amedentrarla porque
trabaja sola. Pues bien, lo recordaré. Recordaré muy bien quién abusó, y nunca os
atreváis a meter vuestra maldita barca delante de mí, y sin trucos, porque os conozco
a todos. No habríais podido hacer esto con mi madre, y aprenderéis que no lo
podéis hacer con su hija, ya verás, Jobe.
—Eres una cría —dijo Jobe cuando ella se calló.
— ¡No lo soy!
—Tampoco has crecido. Será mejor que hables claro, pequeña Jones. Será mejor
que lo digas mientras seamos pacientes. ¿De qué tipo de negocios se trata y por qué
la pequeña Jones se pone de pronto a ir de aquí para allá dando problemas a toda la
ciudad?
—¿Quién dijo que fuera yo?
—¡La mitad de la ciudad lo dijo! ¿Quieres que lo discutamos de otra forma? No
nos gustaría hacerlo. Pero podemos empezar a hablar en serio ahora, tú, yo y
algunos de tus vecinos, podemos hablar aquí toda la noche; o podemos hacer cosas
que no te gusten. Así que, ¿empiezas a hablar o quieres saber lo que haremos?

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C. J. Cherryh El ángel con la espada

Eran dos docenas o más, casi todos hombres, y casi todos enormes. Ella se negó a
mirarlos, a darles esa satisfacción. Notó que sus tripas empeoraban y que sus
músculos parecían volverse agua.
No cedas. No retrocedas ante nadie, no lo hagas o te tendrán cogida.
¡Piensa, Jones! Tienes que decirles la mayor parte; si revientas no harás bien a
nadie; y si les mientes a éstos habrás muerto en menos de un año.
—Altaír —le dijo Mira con voz suave. Las mandíbulas de esa enorme mujer
temblaban, formando extrañas sombras bajo la luz—. Altair, amor, no has hecho
nada malo, sé que no lo has hecho. Y éstos son los tuyos, no van a causarte ningún
daño, hayas hecho tú lo que hayas hecho, sólo tienes que decirles en qué te
habías metido...
—Eso es —le apoyó Jobe—. Dinos lo que sabes, nadie te va a poner una
mano encima. No es nada personal, pequeña Jones, por nada del mundo
querríamos hacer daño a una cría... eres lo único que tenemos.
— ¡Ya no soy la pequeña Jones! Soy yo misma y dirijo mi barca. ¡Y no he
hecho nada contra el comercio!
—Bueno, tendrás que hacernos creer eso ahora, o antes de mañana. O antes
del siguiente día. ¿Sabes lo que les hacemos a los que perjudican el comercio?
Empezamos por los dedos de las manos y los pies, Jones. No se necesitan todos.
Pero el trabajo se convierte en un puro infierno. Hombres hechos y derechos lloran
cuando se los rompen. Y están las orejas. No se necesitan las dos. Y si no hablas...
bueno, a la isla de Bogar no le importará que le enviemos los huesos de una
canalero. Empezarás a perder los dedos, pequeña Jones. Podemos romperte los más
pequeños. No te haremos demasiado daño.
Altair se dio la vuelta cuando un hombre que había a su lado la sujetó del
brazo, y Mira gritó.
—No, no, no...
Ese grito se le metió en los nervios; y el hombre, era uno de los Mergeser,
corto de ingenio y largo de músculos, la cogió de la mano y le flexionó el dedo
meñique hacia atrás, hacia atrás, a pesar de sus gritos y pateos. Altair lo golpeó en
el hombro, pero fue como si hubiera golpeado la propia roca. Lanzó una mirada
salvaje a Jobe.
—De acuerdo, de acuerdo... ¡ay! Condenado, para, maldito.
—Para —dijo Jobe, y Mergeser se detuvo y la soltó. Ella se sujetó la mano
retorcida y se quedó jadeando—. Cuéntanos, pequeña Jones.
Altair tomó otra bocanada de aire y se sacudió para liberarse de la mano que
Mergeser volvió a poner en su brazo.
—Se trata de un hombre rico y éste...
—¿Quién es?
—No sé su nombre. Tom, así dice que se llama. Ha tenido un encontronazo
con una banda y tratan de matarlo.
—Los hombres ricos siempre saben parar ese tipo de cosas.
—Bueno, ellos lo han estado intentando. El gobernador no hace
completamente nada, ¿qué esperabas? Es un maldito lío de la ciudad alta, y este
cliente mío no está en el lado malo.
—¿Quién prendió el fuego?
—¿Cómo voy a saberlo? —retrocedió de nuevo cuando Jobe hizo un
movimiento. Más verdad. Una verdad más rápida. Casi todo lo que podía contar.
El dolor le subió por el brazo como si fuera fuego—. Maldición, él no es el que
quemó la barcaza. Los que le persiguen son absolutos locos, locos totales y malditos.

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C. J. Cherryh El ángel con la espada

El gobernador ha perseguido a los de Gallandry porque esa es su manera de


mantener la paz, porque no puede encontrar a los locos que quemaron el puente de
Mars y prendieron fuego a la ciudad, por eso va y detiene a los de Gallandry, que
son la víctima. ¿No es lógico esto? ¿No es así como funcionan las cosas en esta
ciudad?
—¿Y qué tienes tú que ver con esto? —le preguntó Jobe con frialdad y calma—.
¿En qué asunto te has metido? ¿Qué carga llevas?
—No llevo más que un pasajero, y no me pongo del lado de nadie que
empiece a prender fuegos, estoy haciendo todo lo posible para que ese tipo llegue a
la ciudad alta, donde tiene amigos, y esa será la forma de que acabe esto antes de
que ellos hagan alguna otra locura. Ellos entraron en la ciudad alta. Ellos mataron
a cuatro personas, ¿quieres apostar una moneda de plata a que no hay gentes de
arriba que repriman a esos locos? ¡Claro que lo harán! Así es como se trata con ellos,
y ningún canalero tiene esos recursos. Yo no he hecho absolutamente nada contra el
comercio; no he hecho ningún maldito trato con unos malditos locos que queman un
puente. ¡Y si los veo ahorcados en el Puente Colgante me alegraré de ello!
—Quizá debías haber pensado en eso antes, ¿no, Jones? ¿Quizá debías haber
pensado en tus amigos?
—Escucha, nunca supe que estaban locos cuando dejé la barca a Del y Mira;
nunca les causé problemas a sabiendas, sólo les dejé la barca para asegurarme de que
mi pasajero llegaba adonde iba, lo cogí y él se preocupó porque sabía que ellos
podían matarme, y yo no lo sabía; me ocultó con los de Gallandry unas horas, y
cuando esos locos quemaron el puente le ayudé a escapar, porque para entonces ya
estaba totalmente segura de que iban a matarlo y deshacerse del asunto. ¿Va eso en
contra del comercio? ¿Está mal lo que he hecho?
—Eres una maldita estúpida, Jones.
—¿Quién es una maldita estúpida? ¿Quien trata de echarle una mano a un hombre
que ha intentado tratarla bien? Entonces seré una estúpida, pero no una miedosa,
Jobe, y no lo seré si puedo elegir una cosa u otra.
Se produjo un murmullo. Aquello parecía sólido. Jobe metió las manos en su
cinto y se puso en pie, bajo la móvil llama de la vela, como un elevado
monumento de sombras.
—Te lo ha dicho —exclamó una voz diferente, una voz de mujer; y una mujer
pequeña y delgada se abrió paso entre las sombras—. Te ha dicho la verdad,
ahora tienes que dejarla ir, ¿no es cierto?
Era Mary Gentry, y el gordo que iba tras ella era su hombre, Rahman. Altair
miró hacia ella notando cómo el pulso le latía en la garganta: Mary Gentry, la de
esa barca, que había desaparecido todos aquellos años, el niño al que había tratado
de salvar era el de Mary, y casi se ahogaba al hacerlo. Después de que el niño cogiera
la fiebre y muriera, Mary Gentry no pudo agradecérselo.
Hasta ahora.
Hasta ahora que era importante.
Que el Señor te dé algo mejor, Mary Gentry.
—¿Qué sabrás tú? —preguntó alguien a Gentry.
—Cállate —gritó el marido. Y su hijo, el hijo que todavía vivía, moreno como
Rahman, que había crecido rápido y mucho, añadió:
—¡No hables así a mi madre, Stinner, o colgaré tus tripas de un gancho!
Altair tomó una respiración profunda. Todo el asunto quedó en empujones y
amenazas de ganchos hasta que separaron a los Gentry-Diazes y a los Stinner,

109
C. J. Cherryh El ángel con la espada

mientras la luz de la vela enloquecía con las sombras y la hoquedad repetía en eco
los gritos de las discusiones.
—¡Silencio! —bramó Jobe, y el silencio se hizo, lentamente. Altair se quedó allí,
con las rodillas temblando, mientas Jobe cerraba los puños—. Jones, será mejor que
lo que has contado sea cierto. ¡Será muchísimo mejor!
—¡Y si vas acusando a alguien de encender fuegos, Rufio Jobe, será
muchísimo mejor que estés en lo cierto! — gritó Altair cerrando un puño y
haciéndole con él un gesto, antiguo y evidente—. Me gano la vida en el agua lo
mismo que todos, traslado barriles y nunca me cruzo con nadie, ni yo ni mi barca.
Hago mis amarres como es debido, vigilo vuestras barcas, pago mis deudas... y dicho
sea de paso, Del Suleiman... —añadió buscando a Del con rabia y dirigiendo la mano
hacia él, con desprecio—. Dime lo que te debo, dime lo que vale haber vigilado mi
barca, y dilo aquí delante de todos. Te pagaré. Hasta el último penique.
—Uno sólo bastará —murmuró Del, moviendo los pies—. Jones... trataba de
ayudar...
Altair se le quedó mirando fijamente.
—¿Lanzaste al Consejo contra mí tratando de ayudar?
— ¡Eres una cría tonta que va con canallas!
—¿Y por eso querías que me rompieran los dedos?
—Fue Jobe el que dijo lo de los dedos —gritó Del—. Pero por el Señor y mis
Antepasados, Jobe nunca lo habría hecho... Jones, olvídate del penique, no
necesito pago.
La respiración le iba y le venía en una serie de bocanadas vertiginosas.
Le mataré, le mataré, este estúpido y triste viejo. A él y a Mira. Como a la
abuela Mintaka. Sin bromas. Después de todos estos años, sin ninguna broma.
Mírales. Locos. Locos que quieren empujarme.
Locos de ganas.
—Ese hombre quiso adoptarme —dijo Altair mirando a Jobe—. El y Mira. No
le guardo rencor. Ni a ti tampoco, Jobe. Pero será mejor que os lo metáis en la
cabeza... —dijo dándose la vuelta y gritándoles a todos ellos, mirándoles uno a uno a
los ojos, en particular a Mergeser—. ¡Si fuera culpable os habría destripado a la mitad
de vosotros! Os aprovechasteis porque no esperaba nada malo de vosotros, me
empujasteis y me llamasteis mentirosa. Del, te pagaré ese penique la próxima semana,
no quiero deudas, pero no voy a discutirlo aquí.
—Jones —dijo Jobe— harás muy bien en salirte de ese asunto. No es
totalmente limpio. Te advierto que te has metido en aguas rápidas, muy rápidas.
Eso no es bueno para el equilibrio de una jovencita.
—Gracias —contestó Altair con acritud, frotándose un brazo dolorido—. Dame
mis cosas, ¿dónde está mi cuchillo?
Se produjo un silencio.
—Dárselo —dijo Jobe, y Alim Settey se levantó y le entregó el cuchillo. Uno de
los hermanos Casey le entregó el gancho que cogió con la otra mano, y se metió
los dos en el cinto. Las manos le temblaban, tanto como las rodillas, pero eran sus
manos lo que ellos podían ver bajo la luz, sus manos que temblaban hasta que el
rostro le enrojeció y la rabia le recorrió interiormente.
—Gracias —dijo. Debes ser cortés, Altair. Era la voz de su madre en la
cabeza. El fantasma de Retribución sentado sobre una pila de ladrillos, con los pies
colgando y la gorra echada hacia atrás. No son tan malos, decía Retribución. Son tus
vecinos, son todo lo que tienes, debes ser cortés con ellos salvo que se vuelvan locos.
Se han vuelto locos, mamá.

110
C. J. Cherryh El ángel con la espada

No te creían, ni la mitad, le decía la voz de Retribución dentro de su cabeza. Y


te dejan marchar, ¿no es así? ¿Actuaría así un loco? ¿O eso es propio de
vecinos?
El más joven de los Mergeser le ofreció la gorra, con rostro solemne y cortés.
Altair cerró el puño, lo abrió y cogió la gorra sin mirarla. Se la puso y caminó hacia
la salida entre los demás, con las piernas tan temblorosas que apenas era capaz de
salir por el boquete. Cuando salió se encontró bajo el viento en la desviación de
Bogar, y se bebió profundamente el aire frío.
Una campana sonaba en algún lugar distante; como un susurro en la noche. El
viento, los puentes y las serpenteantes vías de agua jugaban con esos sonidos,
haciendo que parecieran alternativamente próximos y lejanos.
Ella comenzó a moverse, bajó por la estrecha franja de piedra sobre unas
rodillas que por sí solas parecían desear apartarse de su cuerpo. Otros venían tras ellas;
sobre los gastados ladrillos se oían numerosas pisadas.
—Alguien tiene problemas —dijo uno. Y el campanilleo cesó.
Altair saltó a la cubierta central del skip de Del, y luego a su propia barca, se
agachó y empezó a soltar el amarre mientras los demás se extendían por el lado del
canal. Algunos se quedaron hablando. Otros permanecían en pie, mirando. Las
rodillas de Altair se estremecían, tenía un temblor en las manos y el nudo se le
resistía.
Cada noche, en Merovingen, las campanas sonaban muchas veces. Una tienda
en la que entraban, un tendero que llamaba a los patasnegras y sus vecinos. Nada
inusual.
Lanzó una maldición y consiguió soltar el nudo, se puso en pie y tropezó con
la pértiga, apretando los dientes por el dolor de los brazos. Sintió que las piernas
casi iban a separársele del cuerpo cuando se metió en el pozo y se adelantó para
meter la pértiga y girar el skip.
—Jones —era Del. Del que estaba en la parte posterior de su barca, mientras
Mira jadeaba un poco atrás—. Jones, tengo que hablar contigo. Mira...
—No tengo tiempo —se separó un poco de la barca de Del, lanzó la proa
hacia la corriente de la Serpiente y dejó que ésta la desviara, corriendo de nuevo
hacia la popa para controlar la barca.
—Jones —gritó Del.
—¡Altair! —gritó Mira.
—¿Adonde va? —preguntó alguien.
El agua chapoteaba ruidosamente en los lados de Bogar y Mantovan, y las
voces fueron apagándose conforme se fue alejando de allí.
Fue un pánico estúpido, sin ninguna razón, todos lo comprobarán.
Frena un poco, le decía en su interior la voz de Retribución. ¿Quieres que esos
estúpidos de ahí atrás te vean correr así? ¿En qué estás pensando, Altair?
No sé, no sé, mamá. Y no me importa, malditos sean todos. Tengo que volver
adonde Moghi. Tengo que encontrar a Mondragon, algo va mal. Algo va mal en
alguna parte.
Y lo que va mal es este modo de buscarlo.
La respiración le resultaba difícil, casi dolorosa, cuando se acercó a los pilares
del Puente Colgante, con el skip sobre la corriente de la Serpiente. No había barcas;
sus ojos no vieron un sólo skip o pertiguera amarrados bajo el Puente Colgante, ni
por los alrededores; sólo había visto un skip que bajaba lentamente por el
Margrave, bajo el Puente del Ataúd. Nadie más. Esa ausencia de vida resultaba
siniestra, pero las barcas de los alrededores estaban casi todas en Bogar; la reunión

111
C. J. Cherryh El ángel con la espada

del consejo podía explicar la escasez de barcas; ya las había visto escasear antes, por
causa de un rumor, una boda o un velatorio... podía haber cien razones.
Pasó junto a las sombras del Puente Colgante. El Muelle Ventani se erguía como
un bulto negro en el espejo del agua, y la luz brillaba sobre ésta ante la puerta abierta
de Moghi, revelando media docena de barcas amarradas en el porche. Eso era
normal. Las ventanas y la puerta estaban abiertas. Tonta. ¿Te das cuenta? Casi te dejas
matar por nada. Mondragon está en la cama, durmiendo agradablemente, caliente, sin
saber nada. Ve junto a él y poneos en movimiento. Levántalo para ir a Boregy lo
antes que puedas. Dios mío, los brazos, la mano. Maldición, me duele el dedo.
¿Pero dónde está la música?
¿Y el ruido?
No escucho música, ni tampoco una sola voz. ¡Dios mío! Señor... ¿por qué no
se oye ningún ruido?
Dio otro golpe de pértiga, dejó que el skip se deslizara, y el viento enfrió su
piel a través del sudor.
Amarrar junto al porche, dar un rodeo, ¿por el cobertizo?
¿Andar por ese camino oscuro, meterme en quién sabe qué tipo de trampa?
¡Dios mío, Dios mío! Fue aquí, era la campana de Moghi... ¿dónde está el
vigilante? ¿No se presentarán los malditos patasnegras?
¿En dónde me estoy metiendo?
Viró hacia el Muelle Ventani, y el skip se dirigió hacia un lado y se encaminó
lentamente hacia los pilares oscuros y la pendiente del muelle de carga.
La boca le sabía a sangre. Las costillas le dolían. Entró con fuerza donde los
pilares y chocó el skip lateralmente contra ellos, con tanta fuerza que dio un
traspiés. No había vigilantes en el borde de piedra. No había mendigos sin hogar
esperando allí para hurtar las mercancías de una barca. No había nada. Los pobres y
los gatos sabían cuándo debían irse. Tenían más sentido que una canalero estúpida,
no se entrometían en los asuntos de los demás. Se habían ido. Se habían puesto a
salvo. Ellos no veían nada. Pero lo veían todo.
Viró de nuevo la proa y con la pértiga empujó la barca por el borde oscuro y
poco profundo hasta el lado sur del porche de Moghi, cogió una cuerda de un pilar
con el gancho de barriles, hizo un amarre por el lado de babor y subió la escalera
hacia la luz y el silencio poco natural del interior.
Entonces se detuvo en seco, paralizada ante la visión de los cuerpos tendidos
del suelo iluminado, caídos sobre las mesas, en las sillas, como si la catástrofe
hubiera sido repentina y violenta.
—¡Moghi! —gritó dudando de si cedía al impulso de escapar, de volver a la
segundad de su propia barca, del lugar al que pertenecía una canalero.
Pero Mondragon... pero él dormido arriba...
Cogió el cuchillo y el gancho con ambas manos y entró, mirando a todos los lados,
pero sin ver que se moviera nada. Cruzó toda la sala entre los charcos de las bebidas
derramadas. Había un olor acre, y una neblina en el aire. El olor hizo que le
doliera la cabeza.
Traspasó la cortina negra y pasó al salón, y desde allí, por un estrecho pasillo,
fue hasta las escaleras. Otro cuerpo. Más cuerpos. Uno de ellos se movió.
—¡Ali! —se agachó sobre una inestable rodilla y le sacudió—. ¡Ali! ¿Qué ha
sucedido? ¿Dónde está Moghi? ¿Qué...?
Ali lanzó un gemido y levantó una mano señalando hacia la escalera. Cayó de
nuevo. Hizo otro esfuerzo. Tenía sangre en la boca.
—Moghi... por atrás...

112
C. J. Cherryh El ángel con la espada

Estaba intentando levantarse. Altair lo dejó y trepó por la escalera.


La puerta de la habitación estaba abierta. Altair entró corriendo en el interior,
donde estaba todavía encendida la lámpara nocturna y las ropas de cama se
encontraban medio apartadas. Corrió hacia el otro lado de la cama, y allí no
encontró nada más que la espada de Mondragon.
Rebuscó en las ropas de cama. Ni un rastro de sangre; no había sangre por
ningún lado. Tampoco estaba la ropa de Mondragon, salvo la gorra de punto.
Estaba allí colgada. Pero no estaban las ropas. Por tanto tenía que haberse vestido al
empezar el lío. No le habían cogido dormido. Pero se había arrastrado por la
cama... alguien lo había hecho.
Cogió la espada con la mano del gancho y se dirigió hacia el extremo de la
cama, encontrando sus zapatos, que había dejado allí. Se agachó y movió uno de
ellos con la mano del cuchillo.
La moneda de oro cayó al suelo y se quedó allí brillando bajo la luz de la
lámpara.
Así que ellos... ellos...tampoco se han molestado en robar. No habían buscado
nada en la habitación. No había nada en el mundo que les importara, salvo
Mondragon. Por tanto no eran ladrones ordinarios, no eran ayudantes contratados; y
él se había ido sin dejar un rastro de lucha, salvo las ropas de cama arrugadas, la
espada en el suelo y el aire lleno de un olor acre.
Se metió en el bolsillo la moneda de oro, envainó el cuchillo y el gancho, que
no le servían de nada, y descalza se dirigió hacia el baño, en un último y vano
intento de encontrarlo. No había nada. La cabeza le latía, tenía lágrimas en los ojos
y le bajaba un líquido acuoso por la nariz; se limpió esta última con la manga del
jersey y escuchó abajo una conmoción, voces de hombres y juramentos sordos.
Había personas vivas allí abajo. A pesar del gas que habían soltado en el
edificio, quedaba alguien vivo, y caminaba por abajo.
Si no eran los de la Espada de Dios, que regresaban para matarlos a todos.
Dios mío, ¿es que nadie había oído esa campana? ¿Ni siquiera a Ventani le
importa, ahí arriba? La policía del gobernador no iba a venir, no se dejarían caer por
aquí salvo que quisieran atrapar a Mondragon...
... Y aquí estoy yo, arriba de las escaleras, y sólo puedo salir bajando por ellas.
Abajo podían oírse claramente unas voces, aunque de personas atontadas, todas
de hombre; luego escuchó:
—¡Jones!
Era la voz potente de Moghi, aunque tensa y agrietada. Apretó en el puño la
espada de Mondragon y bajó.
Moghi estaba en la sala, apoyado en un banco, sobre las ropas y toallas que
colgaban de la pared. Allí estaba Ali, con media docena de matones y un joven cuya
camisa de seda de color espliego y negro y maneras ofendidas indicaban que era un
enviado de Ventani. La llamada había llegado arriba: los señores de Ventani
quisieron saber lo que pasaba en los sótanos y el motivo de que la campana sonara.
De la otra habitación llegaban golpes y débiles juramentos. Una silla resbaló y se
rompió. El elegante enviado de los Ventani la miró ansiosamente y le dijo algo a
Moghi: luego salió corriendo, evitando ser testigo si sólo se trataba de que una
canalero bajara las escaleras llevando en la mano una espada de la ciudad alta.
Ventani se había esfumado. Tenía que hacerlo por si venía la ley. Y el propio Ventani
se encargaría de eso.

113
C. J. Cherryh El ángel con la espada

—¿Está ahí arriba? —preguntó Moghi, cuya voz parecía un fantasma de su


estruendo habitual. Los hombres lo rodearon, todos ellos con miradas feas y severas
—. ¿Está ahí arriba, Jones?
Sujetó con fuerza la espada en el puño izquierdo y bajó los últimos escalones,
superada en número y sin ningún otro lugar adonde huir que el que la justicia de los
canaleros pudiera darle. No levantó la espada contra Moghi, ni el gancho. Eso sería
una manera de morir en pocos días, lenta y dolorosamente.
—No. No está ahí —dijo bajando los dos últimos escalones hasta plantarse
erguida en el pequeño patio de Moghi—. Maldición, Moghi... ¿cómo le cogieron?
—El humo —dijo Moghi—. Este maldito humo... — dijo moviendo una
mano de color pálido. El sudor le bajaba por el rostro. Parecía un hombre enfermo—.
Entraron con capuchones y máscaras... Wesh fue a la campana y le lanzaron una de
las estrellas de Chat... está muerto ahí fuera... —Moghi tosió, y con el espasmo se
vovió todo su cuerpo—. No he visto a Tommy ni a Jet. Malditos. ¡Malditos todos!
—Tengo que conseguir ayuda...
—La ayuda no vendrá... los patasnegras no van a mezclarse en esto.
—Ya veremos —dijo Altaír dirigiéndose hacia la puerta, pero estaba bloqueada.
Dos hombres se pusieron delante. Altair se dio la vuelta y miró hacia Moghi—.
¡Tengo que encontrarlo!
—Espera —le dijo Moghi—. Jones, ven aquí.
Así lo hizo. Con ese tono de voz, con los hombres de Moghi en medio de su
camino no tenía otra posibilidad. Se quedó de pie delante de Moghi, y la boca de
éste se convirtió en una línea delgada y pálida en su rostro sudoroso.
—Vas tras él —le dijo Moghi—. ¿Pero sabes detrás de lo que vas?
—Tengo nombres. Boregy. Malvino. Puede encontrar ayuda en algunos sitios —
dijo, agachándose sobre los talones y colocando la espada a través de las rodillas
para que Moghi no la viera—. Esos bastardos tienen oro para comprar problemas,
pueden encontrarlo.
—No son una banda —dijo Moghi con voz áspera—. Los he visto entrar...
audaces, con sus máscaras negras... no dijeron una sola palabra. Sólo tiraron ese
cacharro de humo por la puerta y los diablos negros entraron, sólo entraron, mientras
los clientes caían al suelo, con ese maldito humo... a Wesh le lanzaron una estrella.
El viejo Lewy los maldijo y pensé que había muerto, pero ellos entraron como si su-
pieran adonde iban... los condenados lo sabían todo bien, Jones.
— ¡No fui yo quien habló!
—Entraron aquí como si fueran los dueños de todo, como si conocieran a
donde iban... no son una banda, Jones, no son nada parecido.
—Tengo la otra mitad de lo que te di —dijo buscando desesperadamente en su
bolsillo y sacando una moneda de oro—. Moghi te pagaré; lo haré lo mejor que
pueda. Me voy.
Moghi vaciló, mirando la moneda de oro... sólo mirándola, sin cogerla, como si
Moghi hubiera dudado alguna vez en su vida delante de una moneda. Después apretó
las mandíbulas, extendió una mano de color de cera, la cogió entre dos dedos y la
llevó hacia atrás, sosteniéndola en alto.
—¿Te acuerdas de lo que dije cuando llegaste aquí para que te contratara con
los barriles, Jones? ¿Te acuerdas lo que te dije sobre eso, que les di dos monedas
de plata y aposté por ti contra ese matón de Hafiz? ¿Recuerdas lo que dije? Si
volvías con la carga estabas contratada, y si ibas a parar al fondo del puerto me
darías una excusa.
—Regresé, Moghi.

114
C. J. Cherryh El ángel con la espada

—Jones, quiero las tripas de esos tíos de negro en un gancho. No espero


volverte a ver de nuevo. Pero te dejo en libertad. No permito que unos matones
encapuchados vengan a mi casa y se lleven a ninguno de mis huéspedes. Tendré sus
tripas para el desayuno, no podrán escapar a eso. Pero ahora dime, Jones... —extendió
una mano y cuidadosamente la cogió por el cuello del jersey y la levantó hasta que
Altair pudo notar su aliento cargado de whisky. Tenía todavía la espada en el
regazo; no se atrevió a tocarla, sólo lo suficiente para evitar que se cayera—. Jones,
dime la verdad: todo. O te abro las tripas. Dímelo todo y haré la misma apuesta
que te hice hace cinco años: te daré todo lo que necesites. No es un asunto de
dinero. Esto es un asesinato, ¿me entiendes, Jones? ¿Quién es él? ¿Quiénes son esos
tipos de negro? ¿Por qué irrumpieron en mi bar y envenenaron a mis clientes?
—Espada de Dios —por el ahogo, apenas le salía el aliento; Moghi iba en serio:
quería decir asesinato, y estaba dispuesto a enviarla. Estaba escrito en sus ojos, que la
miraban fijamente, en la mano con que sujetaba su jersey y la sacudía con rabia—.
Espada de Dios... ha escapado de ellos, de algún lugar del norte, creo que... es
un hombre rico, Moghi, nunca te mentí. Tiene amigos ricos, y dinero... lo
recuperarás...
—No es cuestión de dinero —el puño la apretó todavía más, retorciendo el
jersey y cortándole el aliento—. Vas a ir con sus amigos, ¿no es cierto?
—Sí.
—Espada de Dios —la sacudió. Los ojos se le movían en las cuencas. Altair
cayó de rodillas y la espada golpeó el suelo entre ellos—. ¡Espada de Dios! ¿Por
qué lo quieren, eh?
—Creo... —otra sacudida. Altair sintió el vértigo en el cerebro—. Creo que
quieren cerrarle la boca. Él... sabe demasiado.
—¡No le mataron! ¡Se lo llevaron por la puerta delantera! ¡Delante de todo
el mundo, se lo llevaron!
—Entonces... no sé, Moghi, no sé. Pienso que ellos quieren que vuelva.
—¡Que vuelva!
—¡No sé, Moghi!
El puño se relajó, lentamente. El rostro de Moghi estaba blanco, como si fuera
un tísico, y el sudor le cubría.
—Dijiste... —consiguió decir Altair tras tragar una bocanada de aire con olor a
whisky—. Dijiste que me darías lo que necesitara. Dame una lata de combustible.
Dame a uno de tus hombres para que me acompañe... Moghi mis brazos pueden
romperse, he empujado la pértiga desde un extremo de esta maldita ciudad al
otro... tengo que llegar a la ciudad alta, Moghi, tengo que llegar.
—La gente piensa que estoy envejeciendo. Creen que pueden entrar aquí en
cualquier momento y causarme problemas. Creen que pueden hacer lo que quieran
a mis hombres en la ciudad... ¡malditos, malditos todos! Tendrás el combustible,
tendrás todo lo que quieras, Jones. Y volverás aquí con lo que hayas descubierto, para
contármelo, ¿me entiendes?
—Te entiendo, Moghi, te entiendo.
—Darle dos latas —dijo Moghi haciendo una señal hacia el almacén—. Mako,
Killy, llevarlas a su barca. Jones, sal, coge la barca, sube a la ciudad alta y pon en
movimiento a sus amigos ricos. ¡Y ten mucho cuidado, jones, o acabaré contigo!
Altair cogió la espada de Mondragon, se abrió camino entre los hombres que
rodeaban a Moghi, pasó junto a Ali, que se había quedado en el umbral. Cruzó
corriendo la sala común, en donde los clientes, atontados, volvían a la vida, y
algunos se ocupaban de vaciar los estómagos allí donde estaban. Canaleros. Vio sus

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C. J. Cherryh El ángel con la espada

rostros familiares, uno de ellos en la puerta, joven, pecoso, con el pelo en punta,
contemplando la escena como si hubiera perdido el juicio.
—¡Tommy! —exclamó Altair cogiéndolo por el delgado brazo y sacudiéndolo
hasta que por su mirada supo que la había reconocido—. ¡Tommy! ¡Hay muchos
canaleros en la entrada de Bogar! Corre, ¿me entiendes?, corre y diles lo que ha
pasado aquí, diles que se han llevado a un hombre rubio después de envenenar a los
que estaban aquí... ¿me entiendes, Tommy?
—Sí —contestó Tommy mientras le castañeteaban los dientes.
—Moghi está vivo, te despellejará si no lo haces, ¿me oyes bien? Diles que
informen a Moghi, que vengan aquí con lo que sepan. ¿Me oyes?
Tommy lanzó una exclamación mientras ella le sacudía.
—¡Vuela entonces!
Se dio la vuelta y echó a correr, y ya estaba a mitad de camino del Puente
Colgante cuando ella llegó a la escalera del porche, junto al embarcadero, y se
detuvo a mirar. Lanzó la espada de Mondragon al escondrijo, soltó el amarre, sacó
la pértiga y empujó.
Con tranquilidad, Jones, utiliza el cerebro, Jones. Con prisa no se puede
mover una barca que está parada.
Comenzó a maniobrar por alrededor de la barca, dando un impulso desde la
proa y corriendo hacia atrás, hasta la cubierta central, evitando los pilares,
traspasando el laberinto oscuro y profundo hasta colocarse bajo la cabeza de puente,
en donde le habían dicho los hombres de Moghi que estarían. Redujo allí la
velocidad y un gancho salido de la oscuridad le cogió la proa y la atrajo hacia el oscuro
embarcadero.
Los hombres subieron a bordo las dos latas, la dejaron sobre las pizarras,
haciendo que se balanceara el skip.
—Poner una ahí —dijo señalando el lugar con el extremo de la pértiga—.
Ahí... ahí arriba, apoyada en la entrada, así se sujetará.
Dejó la pértiga y fue rápidamente a levantar la cubierta del motor para llegar al
depósito de combustible. Con un movimiento de la gorra el hombre de Moghi
abrió la lata e introdujo la boquilla de la lata en la entrada, dejando caer con un
gorgoteo en el depósito vacío el líquido humeante.
Si hubiera tenido tiempo para arreglar el motor, si pudiera estar segura de
que se va a poner en marcha, Dios mío; no puedo confiar en que funcione, y sé que
estará acabado en cuanto se estropee una vez.
Terminaron de echar el combustible. El hombre cogió la lata y se dirigió
rápidamente hacia la cubierta central.
—¿Quién se queda? —preguntó Altair al ver que ambos abandonaban la
cubierta—. ¿Quién viene conmigo?
—Yo —dijo una voz áspera y temblorosa, mientras un hombre pequeño de
cabellos rizados avanzaba dando traspiés—. Lo dijo Moghi.
—¿Ali?
—No me gustan las barcas —respondió Ali—. Jones, me duele el vientre y la
cabeza me va a matar.
—Maldición, maldición —esa era la ayuda de Moghi. Los deshechos. Un hombre
demasiado enfermo hasta para arrastrarse. Sacó la pértiga de nuevo, sintiendo que
la barca se liberaba en un impulso hacia adelante—. Coge el gancho de la barca
—le dijo a Ali.
—¿Vamos a ir con la pértiga?

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C. J. Cherryh El ángel con la espada

—No vamos a poner en marcha el motor para que esos bandidos negros nos
sigan por la estela, ¿no te parece? ¡Coge ese maldito gancho!
Tambaleándose, Ali fue a coger el gancho.
—No sé cómo... —dijo—. Jones, yo no...
—Golpea frente a mí hacia la proa, y no te caigas, inútil. Procura no caerte o
juro que dejo que te ahogues — exclamó empujando con la pértiga—. ¡Tenemos que
luchar corriente arriba, maldito, empuja!
Ali fue hasta allí e introdujo el extremo romo del gancho. No empujaba
demasiado, pero ayudaba; la brisa que les soplaba por detrás también ayudaba.
Fue contando los golpes por él:
—Hin, Ali, hin, maldito, ¿no te das cuenta de lo que estoy haciendo —le
preguntó empujando con toda la fuerza de sus hombros y su espalda—. Vuelve
aquí, vuelve a la popa y mueve la barca, hombre.
Entre cada empujón tenía el tiempo justo para respirar, no para hablar. Ella y
Ali jadeaban, y el agua chapoteaba mientras el skip se movía a toda la velocidad que
podían conseguir con una pértiga y un ayudante poco habilidoso.
Malditos. Malditos todos.
No había botas. Mondragon se las había quitado para dormir, pero no se
había desnudado; debía estar dormido y no escuchó el lío de abajo, hasta que el
humo entró por su puerta, hasta que quedó atrapado en aquella habitación y el
humo entró.
Mentalmente creó una imagen: Mondragon tumbado en la cama, totalmente
vestido, cuando ella se marchó. Tumbado para dormir encima de las mantas hasta
que el humo entró y supo que algo iba mal, hasta que sus secuestradores entraron por
la puerta y él presentó una última y débil defensa, la espada cayendo al suelo por el
otro lado de la cama mientras ellos le cogían, una lucha en la que quitaron las
sábanas tirándolas hacia la puerta...
Pero las botas. Las botas habían desaparecido. Y la puerta... no recordaba que
el marco estuviera astillado.
¿Llamaron a la puerta? Una voz que él conocía le llamó... fue sorprendido y
empujado hacia atrás en una lucha que terminó en su intento de coger la
espada...
Mondragon entregándole a ella el dinero que le quedaba. Sosteniendo la bota
en la mano y quejándose de las intenciones de Altair.
¿Había ido a terminar de vestirse?
Jadeó por la falta de aire y miró a Ali; al que iba y venía a la habitación
de arriba de Moghi.
—¿Cogieron a Jet?
Ali volvió hacia ella un rostro enfermo, con la boca abierta.
—No sé —consiguió decir entre dos jadeos.
—¿Los viste?
—Los vi... ¡claro que sí! —exclamó Ali tambaleándose y sujetándose al
palo, perdiendo el equilibrio al borde de la cubierta. Altair fue hacia allí y lo
cogió por la parte de atrás de la camisa.
—¿Quiénes eran? ¿Cómo llegaron arriba?
— ¡No lo sé! —exclamó tambaleándose mientras que con un codo rozaba a Altair
en las costillas cuando iba a respirar, haciendo que resbalara hacia atrás—. ¡No lo
sé!

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C. J. Cherryh El ángel con la espada

—Le daré ese informe a Moghi —dijo ella cogiendo la pértiga horizontalmente
y colocándose ante él. Él tenía el gancho de la barca, pero los de tierra no sabían
utilizarlo—. ¿Es que quieres engañarme?
—¿Te has vuelto loca?
—¿Cómo entraron? ¿Por qué mi socio tenía las botas puestas?
—No lo sé, nunca vi...
—¿Fue el propio Moghi?
—Por la puerta delantera —a Ali le castañeteaban los dientes—. La maldita
puerta estaba abierta, entraron.
—El humo subió también al salón de arriba. ¿No fue así?
—Jep... Jep... lo hizo.
—¡Tú lo hiciste, maldito chivato!
Ali le lanzó el gancho de la barca. Ella se movió, hacia abajo. Ali cayó sobre
la cubierta como un saco de patatas, y ella le golpeó con el extremo de la pértiga
cuando vio que iba a ponerse de rodillas. El gancho de la barca rodó hacia la
popa. Altair lo pisó y lo detuvo. Ali no parecía moverse más. Altair cogió el
gancho de la barca y empujó a Ali con los pies, al pozo. Aterrizó sobre los
hombros y quedó boca abajo.
—¡Maldito! ¿Y Moghi?
No. Moghi no mentía, lo conozco, tengo que llevarle este traidor para que
le saque la verdad.
Dios mío, Dios mío, tienen a Mondragon en algún lugar, lo quieren vivo...
¿Qué le estarán haciendo?
Vio delante de la barca los maderos del Puente de Southtown. Había canaleros
que habían amarrado allí para la noche, a lo largo de Calliste. Altair metió la pértiga
y empujó en esa dirección, sintiendo el dolor en las costillas y los brazos. Se deslizó
hacia allí y evitó una pertiguera cuyo casco sólo rozó contra el del skip.
—¡Maldito estúpido! —gritó una voz masculina, de alguien que despertaba del
sueño y la colisión y el daño que le habían producido a su barca.
—Me llamo Jones —dijo Altair jadeando y agachándose en la oscuridad,
tratando de mantener inmóvil el skip—. Necesito ayuda.
—Ayuda... Jones. ¿Has dicho Jones? Me han dicho algo sobre ti. Tú empezaste
ese incendio.
—¡Yo no lo hice! ¡Ya he arreglado eso con Jobe hace una hora!
—¡No quiero tener nada que ver con tus asuntos!
—¡Vamos! —gritó otro desde una barca—. Es Jones. ¡Es la que quemó el Puente
de Mars!
—¡Guardar la distancia! —empujó con la pértiga y puso agua de por medio
entre ella y el pertiguero—. Este ha tratado de matarme. Hubo una lucha donde
Moghi. Y éste, sobornado por alguien, envenenó a una docena de canaleros...
¡maldito sea!
Ali, en el pozo, recuperó la conciencia. Altair dio un salto y con la pértiga le
golpeó a Ali en las costillas. Este lanzó un grito, y cayó fuera de la barca,
produciendo un gran chapoteo.
—Está ahí —dijo Altair—. Será mejor que le pesquéis, no creo que sepa nadar
—exclamó metiendo la pértiga y empujando una y otra vez, mientras Ali se movía
en el agua y se ahogaba entre gritos y jaleos—. ¡No creo que sepa nadar! Decirle a
Moghi que le pregunte por qué mi socio no luchó y por qué la puerta no estaba rota.
¡Este tipo vale dinero!

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C. J. Cherryh El ángel con la espada

Fue alejándose más y más de ellos. Se dio la vuelta y de una patada quitó
la cubierta del motor, lo cebó y tiró de él mientras se levantaban gritos a sus
espaldas.
Se dio un golpe contra un pilar. El skip se desvió, siguiendo la corriente.
—¡Ir por ella! —gritó alguien—. Está tratando de poner en marcha el
motor!
Segundo intento. Una tos, un tintineo.
Vamos, motor.
Altair escuchó los chapoteos, oyó el grito de Ali, oyó que las barcas se
movían. Pero no se volvió a mirar. Volvió a reparar el obturador. Lo intentó de
nuevo. Una tos, otra y otra, un tintineo, y otro.
Consiguió el contacto, conectó la hélice y traqueteó. Sostuvo la posición. El skip
avanzó pesadamente, dirigiéndose hacia aguas abiertas. El ruido del motor apagó el
sonido de los gritos.
Tiró de una clavija y bajó la caña del timón; tiró de la segunda clavija y
puso el timón en su sitio. Se inclinó sobre la caña y la movió mientras dos canaleros
trataban de detenerla, alargando sus amarres.
Pero no fueron lo bastante rápidos. Redujo la válvula de admisión y el
motor fue alejando pesadamente el skip. Altair dejó la pértiga sobre la cubierta,
inclinada sobre el pozo, sujetó bien el timón para pasar entre los pilares del Puente
de Southtown y aumentó la velocidad. Miró hacia atrás, viendo bajo la luz de la
luna una estela blanca poco habitual, y hacia adelante, donde estaba el Puente de la
Fundición.
Por todos los alrededores de la cabeza del puente había barcas amarradas, en
cualquier proyección de los pilares que les sirviera de abrigo frente al Gran Canal.
Por todos los alrededores había ojos que escudriñaban la oscuridad, mientras se
extendía la conmoción. Pensó en dar un rodeo por el Canal de la Fundición,
llegando a Boregy por el camino más tranquilo; pero no había un camino tranquilo,
los canaleros podían cortarlo, bloquear cualquier canal salvo el Gran, cuyas aguas
fluían libremente.
Aceleró al máximo gastando combustible imprudentemente, aprovechó una
extensión recta entre los puentes de la Fundición y Hightown para guardar la
pértiga y el gancho de la barca, y volvió al timón antes de que el skip derivara con
la corriente.
Boregy ya había sido atacado una vez. Estaba frente al Signeury. Eso no les
importaba a las autoridades de la ciudad, al gobernador ni a toda su milicia.
Condenado él, su hijo el relojero y toda su policía domesticada.
La noche extendía su falsa tranquilidad, y sólo el ruido del motor de una barca
cruzaba el corazón urbano, alentando a todos los enemigos que pudieran estar
vigilando y escuchando.

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C. J. Cherryh El ángel con la espada

CAPÍTULO 8

E L eco de los muros del Signeury repitió el ruido del motor; eran unos muros
grandes y vacíos que sólo tenían unas aberturas para los fusiles, y a pesar de lo
grande de la isla contaba con escasos puentes. Bajo sus cimientos había piedra; todo
era de piedra, y mientras el alto Merovingen brillaba con sus luces nocturnas,
mientras en las casas altas las ventanas iluminaban la noche enviando sus reflejos
hacia el bajo Merovingen, el Signeury estaba agazapado como un gigante perverso en
las oscuras aguas del Gran, convirtiendo el sonido del motor en un trueno hueco.
Ninguna barca buscaba abrigo bajo el Cruce de Signeury: estaba prohibido. En
aquellos puentes nada se movía, salvo los hombres de la ley. Altair rodeó con el
brazo la caña del timón, se arrodilló sobre la cubierta y cerró la válvula de admisión,
dejando que el skip se deslizara por el Puente Dorado y el Boregy. Tenía mucha
agua por delante, no necesitaba la pértiga, ahí donde el Gran se volvía traicionero
con la corriente del Greve, y no habían tenido que lanzar grandes piedras de la
zona alta del río para mantener el fondo. La parte alta era un territorio extraño: todo
lleno de islas desconfiadas de muros altos y vacíos, sin la conglomeración de tiendas
y fábricas que era habitual en los canales de abajo junto a los puentes.
Boregy se alzó más allá de la telaraña oscura del Puente Dorado, tan oscuro
como el Signeury, una simple sombra salvo por una o dos luces en sus niveles
superiores. Los costados estaban desérticos. No tenía anillas para el amarre, pues era
la isla vecina del Signeury. Sólo se podía entrar por uno de los puentes del
Signeury; y junto a sus galerías estaba la calzada que los habitantes de la ciudad
alta tenían que tomar para ir al consejo y el Signeury: eso significaba influencia. Así
era Boregy.
Pero, a pesar de ello, fue atacado y mataron a gente; y el gobernador sólo
detuvo a los de Gallandry, que eran unas de las víctimas.
Por el Señor y mis Antepasados, tengo que entrar en ese lugar. Tengo que
ayudarles...
Se puso en pie, tambaleándose, paró el motor y utilizó la pértiga para los
últimos metros, evitando la deriva hacia el muro de Boregy con una sacudida que
casi la saca de la cubierta. Una astilla de la pértiga se le clavó en la palma de la
mano, produciéndole un dolor débil que se perdió entre el zumbido de su cerebro,
entre el pálpito de un dolor de cabeza. Vio la puerta de la guardia, un pequeño
agujero con un rostro diabólico que era la ventana del canal de Boregy. Una
campanilla pendía de una cuerda al alcance de la cubierta del skip. Maniobró y
tiró de ella.
En el interior sonó una campana, un débil sonido entre el chapoteo del agua
en el Gran.
Tiró de nuevo de la cuerda y la puerta de guardia crujió. La boca y los ojos del
diablo se encendieron y se ensombrecieron mientras un rostro humano miraba hacia
afuera desde atrás.
—¿Quién es? —preguntó una voz ronca a través de la boca del diablo, una voz
que se parecía al trueno, el vigilante de la puerta de Boregy, que había tenido que
abandonar sus ocupaciones—. ¿Quién eres?
—Me llamo Jones. Tengo que hablar con Boregy.
—¿Qué dices? Vete al infierno. Los negocios honestos pueden esperar hasta la
mañana.
El rostro se retiró, los ojos del diablo dejaron pasar la luz dorada de una
lámpara y se apagaron al cerrarse la puerta.

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C. J. Cherryh El ángel con la espada

— ¡Maldición! —volvió a coger la cuerda y tiró una y otra vez. El rostro del
diablo dejó pasar la luz y el hombre reapareció tras su mueca.
—¿Quieres que llame a la ley?
—Mondragon —dijo ella—. ¡Mondragon! —gritó, notando que las rodillas le
temblaban al hacerlo. Se sintió mareada. Olvida mi nombre, le había dicho él. Y yo
lo he dicho como una loca aquí fuera.
—¿Cómo te llamas?
—Jones.
—¿Vas sola en la barca?
—Voy sola.
—Vete hasta la entrada, más arriba de la puerta.
Con un golpetazo, la puerta de guardia se cerró de nuevo. El rostro del diablo
quedó otra vez en la oscuridad. Se apartó un poco de la pared, y luego volvió a
meter la pértiga con sus brazos doloridos, empujándola hacia la puerta de hierro.
Ya está hecho. Ya te has metido en los problemas de la ciuda alta, Jones.
Conocen tu nombre y el suyo. ¿No ha sido una tontería?
Pero mamá, Ángel, tenía que llegar ahí. No voy a ningún otro lugar.
¿O sí?
Giró el skip. La pértiga sonó al chocar con la piedra que había bajo el agua, la
proa se desvió y se dirigió hacia la puerta de hierro. Las cadenas subieron de pronto,
los engranajes, movidos por una manivela, producían sonidos metálicos mientras las
grandes válvulas rechinaban, gimiendo al abrirse lo suficiente como para que entrara
un skip. Ella empujó con la pértiga. Bajo esas mandíbulas sólo la esperaba una
oscuridad total.
El fantasma de Retribución apareció en la proa, arreglando un trozo de cuerda.
Miró a Altair, apenas visible en la oscuridad.
El fantasma no decía nada. Sólo estaba allí para hacerle compañía.
Siempre lo controlaste todo, mamá. Nunca dejaste que nadie se acercara a mí.
Nunca dejaste que ninguno de tus conocidos me tocara. Nunca supe cómo eran las
cosas. Nunca supe por qué no teníamos amigos, ni por qué yo tenía que ser un
chico.
Maldición, mamá, podías haber dicho el porqué. Y ahora has vuelto pero
tampoco me das ningún consejo.
Eras una cría, dijo por fin el fantasma. ¿Qué podía decirle a una cría?
Las lágrimas le escocían en los ojos. Manejó la pértiga a ciegas, en la
oscuridad. Las cadenas rechinaron tras ella y las puertas se cerraron lentamente,
con un fuerte ruido, impidiendo que pasara la brisa. Respiró una o dos veces en una
oscuridad total, deslizándose.
Maldito lugar, Altair, condenada y estúpida hazaña, vas a chocar contra una
pared o una escalera; reduce la velocidad.
El fantasma había desaparecido. La oscuridad era completa. De pronto se
iluminó el rectángulo de una puerta abierta, y la luz se esparció por las aguas negras,
y la piedra amarilla de las paredes de la entrada.
Condujo el skip hacia el embarcadero del porche y parpadeó ante la luz. La
puerta abierta era una invitación: de un lugar que acababa de sufrir la invasión y
el asesinato.
Era una estupidez entrar allí. Era una estupidez haber llegado tan lejos,
Altair.
Chocó contra el embarcadero y cogió una anilla de amarre con las manos,
dejando que un extremo de la pértiga cayera en el pozo y el resto quedara inclinada

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C. J. Cherryh El ángel con la espada

sobre el borde de la cubierta. Tensó los músculos cuando la barca retrocedio tras el
golpe; sus doloridas articulaciones protestaron. Braceó sobre los pies descalzos, pasó la
cuerda por la anilla y amarró.
Luego bajó al porche de piedra, subió el único escalón y se metió en la
habitación de piedra iluminada.
La puerta se cerró cuando un hombre que estaba tras ella le dio una patada.
Altair se dio la vuelta y se quedó absolutamente inmóvil, frente a un hombre que
tenía un cuchillo, mientras se abría otra puerta y entraban hombres armados en la
sala del otro lado.

Tuvo que subir por escaleras traseras cruzando lugares oscuros, acompañada de
hombres por delante y por detrás. No le habían quitado el gancho y el cuchillo; ni
le habían puesto las manos encima; pero tenían sus propias armas, sacadas, de acero.
Subió dos tramos por las escaleras interiores, iluminada a trechos con
bombillas; pero no se detuvo, no le importaba nada más que el hombre que llevaba
delante y el que llevaba detrás, y la prisa con que se movían todos.
Abrieron otra puerta pegada a un salón de piedra rojiza y ella se quedó allí
de pie paralizada, con la boca abierta, hasta que se dio cuenta de ello y la cerró
tragando aire.
Por el Señor y mis Antepasados.
Piedra pulida, de color rojo con vetas blancas. Columnas, estatuas de piedra
blanca y negra. Las lámparas daban tanta luz que parecía ser de día: lus eléctrica
blanca, en una lámpara de oro y cristal que lanzaba su luz a todas partes. Tuvieron que
empujarla para que se pusiera de nuevo en movimiento; bajo sus pies heridos, la fría
piedra rojiza del suelo le parecía de seda.
Subieron más, por una escalera tan ancha como toda la habitación delantera de
Moghi. Tan ancha que todo lo que recordaba le parecía pequeño.
Dinero, Dios mío; dinero suficiente para comprar vidas y almas. Dinero
suficiente para pagar todos los problema del mundo. ¡Gallandry no era nada junto a
esto! Ay, Mondragon, ya entiendo por qué me rechazaste en aquella barca; tú eres
de aquí. ¡Por el Señor y la Gloria!
En la parte más alta había una gran mesa dorada; junto a ella estaba de pie
un hombre vestido con una bata de baño azul y dorada, un hombre de cabellos
negros con un gran bigote que caía hacia abajo, y unos ojos negros que la redujeron a
cenizas antes incluso de subir los últimos escalones.
Sacar a este hombre de su cama, hacerles encender todas esas bombillas... este
hombre no está acostumbrado a hablar con ratas de canal, este hombre me mira como
si fuera algo muerto que flota... Dios mío, tengo que vigilar mi boca con éste,
tengo que hablar como lo hacen los de arriba, conseguir que crea que conozco a
Mondragon, o me echarán escaleras abajo y me golpearán. ¿Es éste el propio
Boregy, tan joven? No. No puede ser. Boregy es viejo, ¿no? Quizá sea un hijo
suyo. Tendré que discutir primero con él, y luego con Boregy.
Dios mío, estoy toda sudada, y ellos con todos esos baños.
Se detuvo, se quitó la gorra y la sujetó con ambas manos, quedándose delante
de ese señor que probablemente acababa de salir de la cama, de lo que estuviera
haciendo allí, de ese señor rodeado por hombres armados.
—Mencionaste un nombre —dijo Boregy.
—Sí, señor —murmuró ella. Si él no pensaba decir allí ese nombre, ella se dio
cuenta de que tampoco debía hacerlo. Miró fijamente a esos ojos negros y le pareció
que estaba bajo el agua. Ahogándose en el oscuro y viejo Det.

122
C. J. Cherryh El ángel con la espada

—¿Y bien?
—Está en problemas. ¿Debo decir su nombre?
—¿Conoces a ese hombre?
—Ellos lo tienen. Entraron en donde estaba durmiendo y lo cogieron... no sé
adonde lo han llevado. Tiene que ayudar. Él dijo que los de aquí eran amigos. Él
dijo... que tenía que llegar hasta aquí. Pero ahora no puede. Le han cogido.
—¿Y quién eres tú?
—Jones, señor, Altair Jones. Puede preguntárselo a cualquiera.
No, estúpida. Este hombre no habla con la gente como yo, este hombre no
hace personalmente las preguntas.
Salvo en esos momentos.
—Debes ser la chica de Gallandry —murmuró un hombre.
—Así que logró salir de esa barcaza —dijo Boregy.
—Salió —respondió Altair—. Saltamos, él y yo.
—¿Le llevaste con tus amigos?
—Era lo único que podía hacer... —no, Dios mío, no es eso lo que él quiere
decir, ay Dios mío, veo en sus ojos, está pensando ahora en su sótano—. Diablos, yo
no sé lo entregué, ¡no lo hice!
Boregy la seguía mirando. Altair sentía sus rodillas como si fueran de
mermelada.
El sótano, seguro que piensa en el sótano. ¡Dios mío, salva a una tonta! ¿Qué
le digo, le digo que éramos amantes, le digo algo antes de que él vuelva a
hablarme?
—¿Dónde está ahora? —preguntó Boregy.
—No lo sé, no sé dónde está, he venido hasta aquí para preguntarle adonde se lo
llevaron.
—¿A mí?
—Él me dio su nombre. Tendría que acudir al gobernador, conseguir la ayuda
de la ley, que los de la ciudad alta le encuentren... no le mataron, no había allí
nada de sangre, no era matarle lo que querían... todavía no. Tiene que hacer algo.
Boregy se le quedó mirando fijamente. Finalmente movió una mano.
—Una silla —fue lo que dijo; y uno de los hombres fue corriendo hacia un
lado del salón, donde había una silla. Boregy se dirigió hacia la que él tenía ya allí,
una gran silla de madera al final de la mesa; y se sentó sin dejar de mirarla—.
Siéntate —dijo cuando le trajeron la silla a Altair, una silla dorada y alargada
tapizada en blanco y marrón. El hombre se sentó en el ángulo de la esquina de la
mesa—. Siéntate —repitió Boregy.
—Mis pantalones están mojados —dijo con voz sofocada. El calor subió a su
rostro.
—No importa, siéntate.
Se sentó.
—Vino —dijo entoces haciendo otro gesto—. ¿Dónde fue eso? ¿Qué sucedió?
—Lo dejé donde Moghi. La taberna que hay en el fondo de Ventani. Bajo la
Escalera del Mercado de Pescado. Fui a buscar mi barca, la tenía un amigo. Regresé
y algún condenado... alguien había entrado allí —exclamó mientras los dientes
empezaban a castañetearle y le brotaban lágrimas de los ojos; tomó una inspiración
profunda y luchó contra las dos tendencias. Extendió las manos para cubrir el
intervalo de silencio. Sus palmas estaban ampolladas, incluso los callos—.
Lanzaron un material de humo. Acabó con todos los con... con toda la taberna.
Así se lo llevaron.

123
C. J. Cherryh El ángel con la espada

—Pathati.
Ella parpadeó, sin entender nada.
—Pathati. Gas. Es un arma sharrista.
—Shamsta —todo el mundo se tambaleaba y una razón caía detrás de otra—.
Oh señor, ¿qué tiene que ver el sharh con todo esto?
Boregy no respondió. Un hombre trajo el vino, vino tinto en una botella de
cristal tallado; y copas del mismo material. Ese hombre las dejó en la mesa y las
llenó, dio a Boregy una copa y puso la otra al lado de Altair. Esta la cogió y su
mano tembló. Consiguió mantenerla firme y bebió un sorbo.
—La ley no es una posibilidad en este asunto —dijo Boregy.
Altair parpadeó, indefensa.
—La policía no estará interesada —dijo Boregy.
—Lo lanzaron por el puente.
—¿Qué?
—Los de la ley lo lanzaron por el Puente del Mercado de Pescado. Yo lo
salvé —sus dientes querían castañetear de nuevo. Sentía dolor en el estómago, en
los huesos, en el cráneo por detrás de los ojos—. Pensé que quizá... quizá tenga
amigos que puedan empujar la balanza de la ley por el otro lado, por eso vine
aquí, quiero decir, que si alguien los ha sobornado para que vayan contra él, un
soborno por el otro lado podría salvarlo. ¿No es así?
—No te das cuenta de las dificultades.
—No —las palabras la confundían, no tenían sentido. Aquello parecía una
negativa. Sujetó la copa con ambas manos para que dejara de moverse. Observó con
los ojos la habitación, donde había media docena de hombres en pie, esperando a que
un Boregy y una rata del canal se bebieran el vino. Convirtió esa mirada en un
gesto—. ¿Los tiene a ellos, no? —aunque fueran hombres de tierra parecían
peligrosos. Parecían más peligrosos que los hombres de la ley—. Si sabe adonde se lo
llevaron... señor, tenemos que hacer algo, ellos le tienen, podrían hacer cualquier
cosa.
—Bien podría ser —dijo Boregy dejando la copa encima de la mesa, con unos
dedos largos, blancos y esbeltos. Le lanzó una mirada fulminante—. Has de entender
los incovenientes. Tu llegada aquí ha creado una situación embarazosa, que mal nos
podemos permitir. No estabas en situación de entender eso, probablemente. Pero,
si tal como dices, los de la policía lo lanzaron por el puente, eso indica cuál es la
posición oficial del gobernador, ¿no es cierto? O la opinión de alguien... muy
influyente y de alta posición. Prácticamente es lo mismo.
—Señor, ¡los patasnegras se venderían por un penique!
—No en este caso. No. No por una moneda. Se necesita una moneda diferente.
Y ninguno de nosotros la tiene. El que hayas venido aquí es un inconveniente,
cuando menos.
—¡Ustedes son sus amigos!
—Eramos los amigos de su familia —la copa dio otro giro sin que Boregy
mirara sus manos para ver lo que hacían—. Esa familia ya no existe.
Actualmente es un riesgo. Piensa en la suerte de los Gallandry si dudas de ello.
Mondragon es como un virus.
Altair dejó el vino, empujó la silla hacia atrás y comenzó a levantarse con la
gorra en la mano. Un hombre se adelantó, la empujó para que se volviera a sentar
e impulsó la silla hacia adelante.
—¡Maldito! —el eco repitió su grito en el salón. Una mano pesada descendió
sobre su hombro y los hombres se agitaron con inquietud allí donde estaban. Pensó

124
C. J. Cherryh El ángel con la espada

en su cuchillo. Si lo sacaba estaba muerta. Entendía eso. Miró a Boregy y éste hizo
un gesto con la mano. Le quitaron el peso del hombro izquierdo.
—Tu lealtad habla bien de ti —dijo Boregy—. Has hecho por él todo lo que
podría hacer una mujer. No digo que no aprecie esa cualidad... no tienes que
tener miedo de nosotros. Podría contratar a una empleada llena de recursos. ¿Qué
eres tú... una pertiguera? Estarás al servicio de Boregy, tendrás un puesto para el
resto de tu vida, un puesto muy bien pagado.
—Tengo un skip de carga —murmuró Altair—. Y vendré más tarde si así lo
quiere, y no diré que estuve aquí si lo prefiere, pero ahora tengo que irme, tengo
que encontrarle ya que no me dice adonde se lo llevaron... ¡podría decirme eso!
¡Al menos eso!
Boregy se quedó contemplándola con esa mirada negra que nunca
parpadeaba.
—¿Por qué estás tan interesada?
—¡Porque él no va a obtener de usted ninguna ayuda!
—Bébete el vino.
—No quiero beber vino. ¡Déjeme salir de aquí!
—Jones, así dices que te llamas. ¿Tienes un primer nombre?
—Altair —Dios mío ahora su boca iba a debilitarse, su barbilla iba a empezar a
temblar como la de un bebé. Dios mío, me gustaría matar a este hombre. Podría
matarle y lúego ellos me matarían a mí, si no lo habían hecho antes.
—Yo soy Vega Boregy —dijo cruzando sus blancas manos delante de él, sobre
la mesa—. Por tanto tenemos algo en común. Entenderás a qué me refiero cuando
digo que nuestra influencia es limitada en este caso. Un primo mío y dos de mis
hombres murieron ayer. La Espada ha llegado a este salón: por eso los de Gallandry
fueron arrestados y nosotros no; el gobernador ha tomado eso como prueba de que
somos víctimas y no perpetradores. No nos atrevemos a hablar en favor de
Gallandry. ¿Me estás entendiendo? Como adventistas no podemos permitirnos un
vínculo con los Mondragon, salvo histórico. Tu amigo es una irritación, una peligrosa
inconveniencia.
—¡Él confiaba en usted!
—Podría haberlo hecho, de haber venido calladamente. Pero alguien lo
traicionó. Seguramente alguien en quien confiaba. Por miedo, entiéndelo. Pusieron a
la ley en su pista y eso condujo a sus enemigos hacia él... por extensión, a todos
sus posibles aliados. No pienses que la Espada no está introducida incluso entre la
milicia. Ni que la influencia sharrísta no se ha extendido por Merovingen. ¿Te das
cuenta de en qué te has metido?
—No lo veo. No lo entiendo. No quiero verlo. Déjeme salir de aquí y no diré
una palabra.
—¿Intentas ir a buscarlo?
—No voy a decirle lo que pienso hacer.
—¿Pero qué puedes hacer?
—Tengo mí cuchillo.
—¡Tu cuchillo! ¿Sabes lo que es la Espada de Dios?
—Sé tanto como cualquier canalero honesto, y por eso no quiero tener nada
que ver con ellos. Pero no voy a abandonar. Usted duerma bien, señor, duerma muy
bien y déjeme hacer lo que tengo que hacer, y no le diré a nadie en el mundo lo
que hemos hablado.
—Chica, eres una loca.

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C. J. Cherryh El ángel con la espada

—Lo soy. Lo he sido desde hace unos días. Pero no voy a abandonarle en
manos de ellos.
—Ya sabes que él es de Nev Hettek.
—Nunca lo supe exactamente, pero eso es lo que sospechaba.
—El gobernador de Nev Hettek es un hombre llamado Cari Fon. ¿Sabes que
Fon pertenece a la Espada?
Su corazón dio unos latidos más fuertes que los anteriores.
—Había oído ese rumor.
—Los Mondragon eran adventistas ordinarios, como la mayoría de los habitantes
de Nev Hettek. Una casa antigua y bien situada. Thomas, el hijo pequeño, se
sintió atraído por la Espada. ¿Te sorprede eso?
—Él me dijo que lo había sido, en otro tiempo. Añadió que los había
abandonado.
—¿Qué más te dijo?
Altair sacudió la cabeza.
—Entiéndelo, eso es importante. La razón de que los abandonara. Y el alto
puesto que había llegado a ocupar en sus consejos. Era el amigo íntimo de Fon:
asistía a consejos muy altos de Nev Hettek, por encima incluso de los niveles a los
que tenía acceso por su padre. Quizá Mondragon se enteró de más cosas de las que
quería saber. Pero con independencia de cuáles fueran sus compromisos con ellos,
terminaron. Toda la familia fue asesinada. Salvo Thomas Mondragon. Fue acusado de
saboteador sharrista.
—¡No lo es!
—Esa era la acusación habitual... contra cualquier enemigo del gobernador.
Fue sentenciado a muerte. Su ejecución se fijó por tres veces, y por tres veces se
pospuso. Luego él escapó, de la propia residencia del gobernador, y el rumor bajó por
el río. Con todo lo que él conoce. ¿Entiendes ahora por qué nuestro gobernador quiere
obligarle a salir de Merovingen? Es un problema. Es una verdad que camina sobre
dos pies. Conoce cosas que oficialmente nuestro gobernador no quiere conocer
sobre el funcionamiento interno de Nev Hettek. La palabra es guerra. Guerra contra
el perverso Nev Hettek y su gobernador apostara... en caso de que algunas fuerzas del
Signeury puedan confirmar públicamente las cosas que Thomas Mondragon sabe.
Ellos también le quieren. Los sharristas especialmente: él conoce detalles íntimos
sobre las operaciones de la Espada de Dios, y conoce las tácticas contra ellos. La
policía de aquí le habría interrogado si se hubiera atrevido a conocer oficialmente las
respuestas. La Espada desea con todas sus fuerzas que regrese: ellos son agentes de
Cari Fon. Y si los sacerdotes del Colegio descubren que lo tienen a su alcance y lo
ponen las manos encima, los revenantistas querrán conseguir de él una confesión
pública antes de ahorcarlo. Mientras que nuestro gobernador... el gobernador sólo
quiere que salga de la ciudad antes de que Nev Hettek se convenza de que
Merovingen tiene los recursos para iniciar una guerra. El gobernador es viejo, tiene
que preocuparse de la sucesión, y éstas son las cosas que podrían crear... grandes
dificultades entre sus herederos. Cambios de poder. La Espada lleva aquí varios años;
y ese hecho es conocido en lugares muy altos. Por eso los sharristas son activos...
aunque eso es algo que sería mejor que no te dijeras ni a ti misma, jovencita.
—¿Son los sharristas los que lo tienen? Ese pathat... patha...
—Todos los terroristas se lo prestan unos a otros. La Espada utiliza el pathati.
Lo mismo que los sharristas y los janitas. Eso no significa nada. Yo me inclinaría
por la Espada. Pero no descartaría a los otros. No los descartaría ni aunque dijeran que
lo tienen. Las facciones mienten. Esa es su gran arma. Se culpan de sus acciones unos

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C. J. Cherryh El ángel con la espada

a otros. Y Mondragon conoce lo que son esas mentiras. Ha estado dentro de sus
consejos más íntimos.
—Pero... pero usted tiene a estos hombres... —dijo haciendo un gesto hacia
ellos, hacia los guardias armados—. Ellos mataron a su primo, entraron en su
casa, ¿y no va a hacer nada?
—¿Es que no puedes ver más allá de este momento? Boregy no puede actuar.
Podríamos empezar esa guerra. Podríamos desencadenarlo todo... y tu amigo
Mondragon terminaría con la cabeza en un lazo... en el mejor de los casos. No
importa que facción lo tenga. Algunas son peores que otras. Yo preferiría que
ninguno de mi casa acabara con él en el Justiciario.
—Pues bien, yo no tengo a nadie, nada se interpone en mi camino.
Debería dejarme salir de aquí, déjeme salir, yo encontraré a esos hijos de la
condenación, yo les sacaré las tripas... —no pudo saberse si era un grito o un llanto.
Empujó la silla hacia atrás, pero el hombre que estaba tras ella la detuvo y la
sujetó—. Malditos todos.
—Chica, ¿cómo dijiste que te llamabas?
—Jones. Soy Jones, y ojalá su corazón se vaya al infierno. No sirve para nada, no
es nada, pero debería dejarme salir, no le costaría nada.
—Podría costarme mucho, señora. Podría costarnos todo —dijo poniéndose en
pie y mirándola a ella, atrapada allí contra la mesa. Extendió la mano y le levantó
la barbilla.
Le escupió. Dios mío, me van a matar, ahora mismo.
—No estarás pensando lo que dices, ¿no? No has entendido ni una sola
palabra de lo que he dicho.
—¿Qué significan para mí?
—¿Qué significa una guerra de más o de menos? Quizá nada para ti. Quizá
para ti no sea nada diferente. Pero te aseguro que sí lo es para mí. ¿Cuánto tiempo
hace que lo tienen?
—Quizá... quizá una hora, hora y media... —dijo Altair notando cómo la
barbilla le temblaba en la mano de él. Él la soltó. Altair apretó los puños y casi
deshizo la gorra que tenía en las manos—. ¿Por qué?
—No puedo decirte dónde está. Pero puedo imaginar dos lugares. Uno es la
barca del río que hay en el puerto: lo trajo aquí y podría llevárselo de nuevo. Quizá
se lo llevaron directamente a bordo. Pero también es posible que no lo hicieran
así, pues ese barco es el primer lugar en el que buscaría cualquier oposición, y la
oposición es bastante posible una vez que se extienda la noticia. Apostaría cualquier
cosa a que no se han ido enseguida y a que no utilizarían una barca tan visible.
Preferirán algo menos evidente, como una barca de pesca, o una costera. Hay
puertas de mar a todo lo largo del viejo dique. Ese es el lugar por el que apostaría.
Tienen que encontrar su barca, llevar a ella el prisionero...
—¡Entonces todavía no lo han podido trasladar! No se puede mover nada por
las puertas por la marea. Hay mucha diferencia en las aguas del canal con la marea
alta y la baja...
—Hay otra razón que contemplar, aunque sea desagradable. Ellos tienen
algunas preguntas que hacerle. Y no estamos hablando de bandas, entiéndelo.
Estamos hablando de una organización que ha penetrado en el Signeury, que sabe
que ha estado aquí lo bastante para exponer a algunos de ellos si decide hacerlo.
Algunas personas podrían estar muy interesadas en descubrir todos los contactos
que tiene aquí. Su seguridad está en juego y las órdenes de Cari Fon podrían ocupar
un segundo lugar, después de sus propias preocupaciones. Querrán un lugar y un

127
C. J. Cherryh El ángel con la espada

tiempo para interrogarle en su propio beneficio, un lugar cercano al puerto, un


lugar en el que los vecinos no llamen a la policía.
—¡Eso puede extenderse a todas las aguas de marea!
—Eso creo —Boregy hizo una señal a sus hombres—. Ella se va.
Altair empujó hacia atrás la silla, y esta vez se movió. Se levantó,
apoyándose en la mesa.
—Te envío yo, entiende eso. Es la única ayuda que puedo proporcionarte.
Personalmente te aconsejo que unas lo que sabes y lo que yo te he dicho, y que no
digas ni hagas nada. Pero dudo que me hagas caso. ¿Quieres comida, dinero?
Altair hizo un gesto negativo con la cabeza.
—Tengo que irme, es todo.
Dios mío, me tiene marcada, me ha dicho demasiado, me caeré a un canal
cualquier noche de estas, por orden suya. Tengo que llegar a la puerta, eso es todo,
es lo único que puedo hacer, no puedo pensar en comida, mi estómago no aceptaría
nada, no puedo dormir mientras ellos lo tengan...
Una prisión. Dios mío. ¿Y qué más?
—Señora —oyó que le decía Boregy. En la distancia. Como si hablara con
alguna otra mujer—. Jones —entonces era a ella. Se dio la vuelta en el borde de las
escaleras, recuperó el equilibrio y se quedó mirándolo, mientras él la miraba a ella.
—¿Qué es lo que quiere? ¿Ahora me va a detener?
—¿Quién te ha mencionado nuestro nombre?
—Nadie —dijo sacudiendo la cabeza violentamente—. Yo no voy a . . .
Dios mío, eso es lo que necesita saber, antes de que ocurra algún accidente. ¿A
quién le importa? ¿Quién va a preocuparse aquí?
¿Nadie?
—Eso es cosa mía —respondió Altair, tras lo cual se dio la vuelta y comenzó a
bajar las escaleras. El equilibrio le fallaba. Todo el mundo se acercaba y alejaba
alternativamente, se volvía borroso y volvía a aclararse, el salón con su piedra
rojiza veteada, el brillo de las luces eléctricas.
Una mano la cogió por el codo. Se la quitó con un movimiento y siguió
andando. Ando hasta la puerta y bajó por los escalones, los escalones de piedra áspera
que bajaban hasta el salón, hasta el embarcadero del porche, hasta su barca, que
estaba allí en el rectángulo de luz emitida por la puerta abierta. Tomó una inspiración
profunda para aclarar su dolorida cabeza. El aire estaba frío por el agua, húmedo
bajo la piedra de la bóveda de la entrada. Hierro, piedra y podredumbre. Empezó a
bajar el escalón. La tocaron en el codo.
—Aquí —dijo un hombre, uno de los tres que habían bajado las escaleras con
ella. Las monedas brillaban en su mano extendida, plata y bronce bajo la luz de la
lámpara. Altair miró primero las monedas y luego al que las sostenía.
—Eso no es ninguna ayuda —dijo sin transmitir su amargura. Se le hizo un nudo
en la garganta, que la ahogaba—. Maldición, eso no ayudará nada.
Caminó hacia la cubierta, soltó el amarre.
—¿Le importa que ponga en marcha el motor aquí mismo?
—La familia apreciaría que...
—Claro, claro —las lágrimas se secaron y la fuerza rugió por sus venas como
una explosión de calor—. Que aprecien el infierno —exclamó corriendo a por la
pértiga, con el agua extendiéndose entre ella y los de Boregy—. ¡Malditos cobardes!
Costaba trabajo dar la vuelta al skip. Una parte de éste se encontraba todavía
en la oscuridad cuando los hombres regresaron y cerraron la puerta. Las ruedas
crujieron, la cadena rechinó y la gran compuerta comenzó a admitir las fantasmales

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C. J. Cherryh El ángel con la espada

aguas del canal exterior iluminadas por las estrellas. Regresó la brisa, que entraba con
un sonido agudo en el canal particular de Boregy y salía de nuevo rápidamente.
Movió el skip con la pértiga, sacándolo rápidamente por la estrecha abertura y
dio un giro que lo envolvió en la oscurdad, junto a los muros altos, vacíos y siniestro
del Signeury, mientras el Puente Dorado estaba suspendido sobre el Gran, como
una telaraña oscura sobre el rostro del Signeury.
Empujó el skip hasta los primeros pilares del Puente Dorado, hasta que le dolió
el estómago y los pies llagados le ardieron sobre la cubierta. Luego levantó una
mano, haciendo un rudo gesto hacia la Isla de Boregy, guardó la pértiga y volvió a
poner en marcha el motor. Un intento con la manivela, otro más. Se hizo un lío
con el obturador por causa del temblor de las manos. Una tercera vuelta a la
manivela. Una tos. Una cuarta. Una tos y se puso en marcha. La brisa rodeaba la
esquina de Boregy. Se encasquetó bien la gorra, puso el timón y se sentó para
gobernar la barca, con la caña del timón cogida bajo el brazo. La fuerza había
desaparecido, dejando atrás el frío, dejando unos estremecimientos que le recorrían
las piernas y le hacían castañetear los dientes.
Prisión. Él en una prisión.
Se le ocurrió una imagen peor. Cerró con fuerza los ojos y después los abrió
mucho, tratando de desterrar esa imagen, la de un lugar oscuro iluminado por una
lámpara, como el sótano de Bogar, pero sin amigos a la vista, ninguno; ninguna
esperanza, ni ayuda, ni un consejo para juzgar con mente justa, sólo enemigos.
Ay, Dios mío. Agua de mareas. Agua de mareas y compuertas de mar. Eso es lo
que voy a tener. Había subido por la Serpiente hasta el Gran poco después de que
la campana sonara, y ellos estaban allí cuando la campana sonó. Mataron a Wesh por
eso... yo no estaba muy lejos, casi les vi, estaba muy cerca y no vi ninguna barca
que bajara por el Gran. Sólo la barca que se alejaba por el Margrave... por el
Margrave hacia el oeste... maldita sea los vi, se iban, lo llevaban en esa barca y yo
no sabía nada...
Desde las compuertas de las aguas de marea se va Pogy, a Wharf, y a Mars,
donde Hafiz. Si había crecida podían ir por el portillo del Port, pero si no hacían
eso podían utilizar las puertas, el mojigato de Boregy tenía razón en eso. Y la
marea no llega a su punto culminante hasta el final de la sexta. Tuvieron que...
Parpadeó, sacudió la cabeza hacia arriba al llegar a la muralla de Signeury, viró
en un gran ángulo y volvió a hacerlo para dirigirse al centro del canal, para ir hacia los
enormes pilares del Cruce de Signeury. Se mantuvo bajo la sombra del puente, un
lugar muy oscuro en donde no parecían existir obstáculos, aunque había que
conducir a ciegas. La brisa cobró una violencia repentina, volviéndose más fría.
Podía escuchar el eco del ruido del motor, un latido solitario que se transmitía a
través de la caña del timón a su mano llagada y su codo dolorido; pero no tenía
siquiera el entusiasmo necesario para evitar el contacto del hueso con la madera. Te
duele, le decía algo distante. Muy bien, respondía su mente consciente, pues así
me mantengo concentrada.
Loca estúpida, ¿adonde vas?
Mamá, ¿tienes alguna respuesta para esto?
Diablos, esta vez te has metido en una buena. Son unos locos. ¿Es que no
piensas, Altair? ¿Has comprobado si tienes la pistola? ¿Estás segura de tenerla
todavía ahí?
Aterrorizada abrió la caja adjunta al compartimento del motor. Sus dedos
rebuscaron entre los trapos hasta tocar el metal pulido de la pistola. La munición
también estaba allí, en su pequeña caja. Comprobó el peso. Intacto. La sangre

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C. J. Cherryh El ángel con la espada

volvió a correrle por las venas y su corazón reanudó el agotado latido, parejo al
sonido del motor. Parpadeó y centró de nuevo los ojos. El dolor de cabeza era
más fuerte sobre todo en la nuca y detrás de los ojos.
Maldito humo, tenía ese dolor de cabeza desde que lo olió. Ese pathat. Los
que lo respiraron mucho debían estar peor.
Él debe sentirse muy enfermo.
Mondragon... lo estoy intentando. ¿Pero qué puedo hacer, tú sabes más que
yo, de la Espada de Dios y todo eso, y qué es lo que sé yo? Ni esos tipos ni Moghi
pudieron detenerlos, y además deben tener ayuda de canaleros, pues tienen que estar
en ese canal, y la gente los hubiera visto si transportaban un cuerpo por los
puentes...
—... Canaleros. Canaleros que hagan algo.
Es una lista muy larga. Todos los que se mueven en las aguas de marea, con
todos sus bichos incluidos.
Dejó atrás la Isla de Borg, y la de Bucher.
Podía girar hacia Malvino. Podía acudir a ellos, quizá tuvieran más redaños
que Boregy.
No. Son de la ciudad alta. Ya tuve suerte una vez consiguiendo salir de allí. Tengo
todo lo que necesito. La siguiente vez me podrían cortar el cuello.
¿Adonde voy? ¿Por qué camino? ¿Atajo por el Splice y bajo por el oeste?
Maldición, ¿es que no hay nadie?
Pasó bajo las sombras del puente dirigiéndose hacia Porfirio. Después pasó
junto al Puente del Mercado Viejo. Ni en los pilares ni en las anillas de amarre
había barcas, ninguna, ni siquiera el skip de toldo raído que debía estar allí. El
motor palpitaba, bebiéndose el combustible.
Puedo girar por Wex Bend... no. Ese maldito puente podría estar bloqueado.
Ir por Portmouth, coger el ramal de Sánchez y dirigirme hacia el oeste...
Allí había una barca, un bulto oscuro que subía rápidamente por el Gran
pasando bajo el Puente de Miller, el centro justo del canal, extendiendo a cada
lado una gran estela en forma de V que la luz de las estrellas iluminaba.
Maldición, ¿qué es eso, quién va ahí?
El ruido de ese motor rebotaba en los muros, superponiéndose algunas veces al
suyo. Era un skip. Cualquiera podría ir en él. Y el canal estaba desértico. Eso
significaba que había problemas.
¿Me estarán buscando a mí? Dios mío.
Esforzó la vista, se aferró bien a la caña del timón, dispuesta a tratar de llegar
al Splice, y colocó la otra mano en el obturador para poder abrirlo bien y pasar
rápidamente junto a la otra barca, que se mantenía en el centro del canal, entre dos
grupos de pilares. Había alguien de pie en ese skíp, una silueta en la proa, un
doble brillo blanco bajo la luz de las estrellas, que se movía frenéticamente. Era una
señal. Alguien que se movía.
Quienquiera que fuese, se convertía en un buen blanco.
La estela vaciló y cortó el motor. Altair también apagó el suyo, puso en pie su
dolorido cuerpo y dirigió los ojos fijos hacia la oscuridad, mientras la distacia se
reducía. Bajo la oscuridad de la sombra del puente, un skip se parece a todos los
demás.
Pero la figura de la proa era la abuela Mintaka; uno de los brillos blancos era
su pelo, y el otro un trapo blanco que aleteaba en su mano.
Trató de devolverle el saludo. El corazón le latía con fuerza dentro de las costillas.
¿Qué será? ¿Qué noticias tendrá?

130
C. J. Cherryh El ángel con la espada

¿Le habían encontrado? ¿Alguien le encontró? ¿Está vivo?


—Jones —le saludó Mintaka con una voz quebrada.
Altair detuvo la hélice, giró la proa y se desvió hasta coger la deriva,
reduciendo casi totalmente el motor. El otro skip también redujo la velocidad y vio a
alguien que sacaba un gancho de barca.
Altair cogió su gancho, dejando que la aproximación la realizara el otro skip,
dejando que los otros llegaran hasta ella, pues había varias personas a bordo. No
había cogido el gancho para aproximarse al otro skip.
—Jones —le dijo Mintaka cuando estuvieron cerca, con una voz aguda y
cascada—. Jones... ese joven... ese joven tuyo... Moghi quiere darte un aviso...
Finalmente utilizó el gancho para el acercamiento, se fue a un lado y enganchó
el otro skip, mientras desde la otra barca hacían lo mismo. Era Del el que sujetaba
ese gancho, y también era su skip; la otra figura con un gancho era Mira. Tras ellos
había una sombra que cojeaba y se fue hacia un lado, y era Tommy, el de
Moghi.
—¿Qué sucede? —gritó Altair mientras Mintaka se quedaba sin aliento ni
sentido—. ¿Dónde está?
—Tienes que hablar con Moghi —le dijo bruscamente Tommy—. Jones, ha
pegado a Ali... Ali todavía seguía hablando cuando nos fuimos...
—Pensamos que podríamos detenerte —dijo Del.
—La Espada de Dios —añadió Mintaka con voz temblorosa, mientras su pelo
blanco ondulaba bajo el viento—. Jones, la Espada de Dios ha cogido a ese guapo
chico. No estaba huyendo de su padre, no era de eso de lo que escapaba, nos contó
una historia, Jones... es un extranjero...
—¿Dónde está él? —su cordura se tambaleaba. Estaba apelando a Del—. Del,
por el amor de Dios, ¿dónde está?
—No lo sabemos. Hemos enviado una docena de barcas hacia el puerto por si
acaso han cogido esa dirección, hemos pasado la noticia hacia el este y hacia el
oeste...
—Gracias a Dios por eso —dijo entrechocando su pértiga con la de Del—. Hof
allí. Tengo que irme.
— ¡Fueron esos locos los que quemaron el puente! —gritó Mintaka—.
Esos malditos locos han tratado de quemar la ciudad, han envenenado a gente, la
han matado...
Del apartó su pértiga. Las dos barcas fueron arrastradas por la deriva. Altair
metió un extremo del gancho de la barca en el pozo y dando traspiés regresó
hacia el timón.
El motor de Del cogió fuerza por encima de el del skip de Altair, y todo el
estruendo resonaba en las paredes de Wex y Spellman, sacudiendo el agua.
¿Por qué?
¿Por qué tienen ellos lo que es mío?
Eso es lo que ha hecho la Espada, eso es, quemar la barcaza, gasear a todos
esos canaleros, matar al viejo Wesh. Nada puede atacar el comercio, nada ni nadie
puede atacar a los canaleros sin que éstos contraataquen.
¡Barcas al puerto! Les obstaculizarán, les harán correr.
Pero si los de la Espada llegan a enterarse de que están atrapados...
... ¿Qué es lo que le harán a él?
Empujó el obturador y puso el motor a pleno rendimiento.

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C. J. Cherryh El ángel con la espada

Había una multitud de barcas reunidas donde Moghi, una reunión de


proporciones épicas. Altair paró el motor bajo el Mercado de Pescado, y viró hacia
la masa de barcas que había ante el porche de Moghi, bajo la luz de Moghi, chocando
contra los skips allí amarrados.
—¡Vigila mi barca! —gritó Altair a la barca más próxima—. ¡Perdonadme!
Saltó desde su proa a otra barca, entregó la cuerda de proa a un hombre que
estaba allí y siguió avanzando, pasando por la cubierta central de otra barca y
recorriéndola hasta el extremo.
— ¡Hey! ¡Jones! —gritó alguien—. ¡Es Jones! ¡Aquí vienen Del y los otros!
Pasó junto a otro skip y una pertiguera y subió la corta escalera de Moghi
delante de media docena de curiosos.
—¿Moghi? —preguntó quedándose en el umbral, bajo una ráfaga de viento
frío, frente a un grupo de canaleros que estaban en la habitación principal; pero la
atención de todos estaba dirigida hacia el interior. Un grito salió de pronto de la parte de
atrás, no un grito a plena voz, sino algo rnás feo y doliente—. ¿Moghi?
Todos se volvieron y miraron en su dirección, y después se volvieron hacia Moghi,
que salía del interior, serio, arrastrando la pierna, con una camisa azul cubierta de
mugre. Se limpió las manos en una toalla y la dejó roja.
—Jones —dijo mientras le señalaba con la cabeza hacia la sala de atrás.
—Moghi, yo no...
Moghi volvió a hacer una señal con la cabeza. Altair acudió y Moghi la sujetó por
el brazo, metiéndola a la fuerza en la parte trasera, iluminada por un farol, apestante,
cubierta de sangre y con algo que se parecía a Ali sentado en una silla. Estaban allí
otros cinco de los hombres de Moghi. Uno de ellos era Jep, con un corte en las mejillas y
una terrible mirada en su rostro.
—Este maldito traidor —dijo Moghi, cogiendo un mechón de pelo rizado de Ali.
Éste gritó y la sangre le brotó a borbotones por la nariz y la boca—. Díselo a ella,
díselo maldito; dile lo que acabas de contarnos.
—Es Megary —gimoteó Ali—. Megary... ¡ay!
—¿Por qué?
—Moghi, no, no, Moghi... ¡ay!
—De vez en cuando yo tenía que deshacerme de uno o dos tipos... y este
maldito desecho los vendía a Megary. No los arrojaba al puerto, tal como debía, no;
este ladrón los vendía, vivos o muertos, más abajo del canal. Les llevaba pobres gentes de
los puentes. Locos. Estaba prosperando mucho, ¿no es cierto, Ali?
—¡Ay!
—¡Pero no fueron los Megary los que entraron aquí! —protestó Altair—. ¿A
quién dejó entrar? ¿De dónde venían?
—No lo sabe. El sólo tenía que esperar a un diablo que abriera la parte
delantera y echara ese veneno en la parte de arriba, para que cogieran a ese
hombre tuyo. Eso era todo. Pero no funcionó así. Vinieron por la parte delantera.
No fueron nada tranquilos. Ese humo le dejó a él frío. Y ellos entraron y se
llevaron a tu hombre. ¿No es así, Ali?
—Así fue, así fue... Moghi, nunca pretendí hacer daño al lugar, iban a
sacarlo tranquilamente. ¡Ellos te lo dirán, Moghi! ¡Ellos te dirán lo que hice...!
—!Eres un estúpido y un necio! Ya te he roto un brazo por lo que hiciste.
¡Ahora te llevaré a dar un paseo por el puerto!
—¡No, Moghi, no, Moghi!
—Entonces será mejor que hables, y que hables bien.

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—Te lo dije, te lo dije, me dieron todo este dinero, me dijeron que tenía que
atrapar a ese tipo rubio, supuse que serían de una banda... supuse que se lo llevarían
por detrás, como si él se hubiera ido... que le harían desaparecer de una manera
natural. Ellos no me dijeron que iban a hacer lo otro, no me hablaron del maldito
gas que iban a echar por aquí, no me dijeron que venían por él y por todos...
—Maldito seas —gritó Altair—. ¿Adonde fueron? ¿Dónde te reuniste con ellos?
—Megary, Megary, Megary...
—Y la Espada de dios —dijo Moghi limpiándose la mano en la camisa—. En
cuanto este loco te oyó pronunciar ese nombre en relación con tu hombre, perdió el
buen sentido. Iba a matarte. Ahí en ese canal. Hiciste un buen trabajo al arrojarlo
fuera, un trabajo condenadamente bueno.
—¡No fue así! —gritó Ali—. Yo nunca habría...
—¿Qué tú no habrías qué? —le preguntó Jep cogiéndole por la camisa—.
¿Venderla? ¿Venderla también? ¡Eres un maldito chivato!
—¡Nunca, nunca! Jones, nunca te puse una mano encima, iba a ayudar, te
juro que fue así! ¡Iba a enmendar lo que hice! ¡Díselo, Jones!
—¡Te fuiste contra mí con mi gancho de barca, cabrón! ¡Te mereces lo que
tienes!
—¡No dejes que me maten, Jones!
Altair dio un paso hacia atrás, con un estremecimiento.
—Jones ¡Jones, yo le cogeré, le encontraré, volveré a comprarlo!
—¡Condenado estúpido! ¡Son de la espada de Dios, no podrás
comprárselo!... Moghi, Moghi, Jobe ha mandado a algunos canaleros que vayan
al puerto, y si las cosas se ponen muy mal la Espada lo matará. Sabes que lo
harán. No le dejarán irse. Sin él se meterán en esta ciudad como el pez en el
agua. Tenemos que cogerlo antes de que alguien los coja a ellos.
—Tu dinero no vale tanto como mis hombres, Jones.
—¡Rompieron tu taberna, Moghi! Eso es lo que importa, ¿es que estás
envejeciendo Moghi? Te vas a convertir en un viejo, dejando que los locos entren aquí y
se lleven a un hombre, dejándolos que sobornen a los tuyos para que les ayuden...
—¡Cierra tu maldita boca, jovencita!
—¡No soy una jovencita, Moghi!
—¡Yo tampoco soy un viejo! ¡Pero tú si eres una maldita estúpida por mezclarte
con los de los cultos! ¿Qué querías? ¿Qué quieres que haga?
Los dos estaban gritando. La habitación exterior estaba llena de gente. Altair
apretó los puños y bajó la voz.
—Lo que necesito son seis tipos que vayan conmigo, o siete, para irrumpir en
Megary, eso es lo que haremos, lo sacaremos de allí antes de que puedan siquiera
asustarse.
Se produjo un murmullo en la habitación mientras los que estaban allí
desaparecían.
—¿Con qué? —dijo Moghi—. Si tuviéramos ese humo. Es una jugada
peligrosa.
—¿Dónde están tus redaños? —preguntó Altair mirando a su alrededor, a
unos hombres que se iban alejando más y más.
—Yo no —dijo uno de ellos—. No estoy tan loco como para eso.
—Moghi...
—No se muestran muy entusiastas —respondió Moghi—. No son unos estúpidos.
Ni yo tampoco. Los cogeremos, vaya si los cogeremos, pero no voy a mandar a
ninguno de mis hombres a que irrumpa en Megary. ¿Jep?

133
C. J. Cherryh El ángel con la espada

—Tampoco yo soy muy entusiasta —contestó Jep moviendo los pies y


rascándose el cuello—. Ni los patasnegras entrarían allí.
—Yo iré —gritó Ali— ¡Ay! —gritó cuando Moghi le golpeó.
—Podemos bloquear el puerto —dijo Moghi—. Hagámoslo con inteligencia.
Carlos, Pavel, vais a dar la vuelta por el puerto, quizá podáis ayudar a los
canaleros. Quizá podáis hablar con el viejo Chance, el de la barca del río. Le he
hecho algunos favores, hablará conmigo.
—¡Maldita sea, eso no le ayudará a él!
—¡Lo que tienes que hacer, Jones, es dejar que piensen aquellos que se la van a
jugar! Si quieres ir allí, regalarás a los Megary una buena mercancía, eso si no te vuelan
la cabeza directamente. Y de todas maneras te venderán, a los médicos. Terminarás
sobre una mesa en el Colegio. ¡Así terminarás! O en alguna casa de putas del Nex. ¿Es
eso lo que quieres?
—¡Cuidaré de mí misma, maldita sea! Encontraré a alguien que tenga...
—¡Yo! —gritó Ali—. ¡Jones! ¡Jones! Te juro que no lo volveré a hacer,
cometí un error, Jones, yo iré, yo iré, te juro que lo haré, y lo haré bien, Jones,
yo lo haré, te lo juro por mi madre, Jones, lo juro, lo juro, lo juro.
—Te doy a Ali —dijo Moghi con esa extraña y terrible mirada de sus ojos
profundos—. Él se atrevería a ir contigo al Nex, lo haría.
—¡Maldita sea, Moghi, me lo llevaré, me lo has dado y me lo llevaré!
—Estás loca.
—No lo estoy. ¡Estoy buscando a un hombre en este maldito agujero! Si él es
lo único que tengo, ¡me lo llevaré!
—¡Maldita seas, Jones!
—¡Lo dijiste, dámelo! Si es capaz de andar, me lo llevaré.
—Puedo andar —dijo Alí, con voz áspera—. Jones, puedo andar, puedo...
—¿Quieres esta basura? —preguntó Moghi—. Ya la tienes. Moghi sacó el
cuchillo de su cinto y cortó las cuerdas. Una, dos y tres.
—¡Ay! —gritó Ali. Moghi lo había cogido del pelo, lo levantó de la silla y le
volvió el rostro.
—Si ella no regresa —dijo Moghi acercándose a los ojos de Ali—, tú morirás
por ello. Pero lentamente. Y te encontraré, sabes que lo haré.
—Por mi vida —dijo Ali, con una voz débil y burbujeante—. Lo juro
por mi vida, lo juro por mi...
—¡Llévatelo! —gritó Moghi lanzándoselo. Altair le dio la espalda y salió de
la habitación, cruzando de nuevo la sala principal, con Ali cojeando y arrastrando
los pies tras ella, arrastrando los pies y resollando. Los canaleros se quedaron
mirando.
—Vosotros, los que habéis escuchado indiscretamente —gritó Altair a los que
le rodeaban—. ¿Alguno de vosotros quiere un trozo de Megary?
Los ojos se desviaron en otra dirección, le dieron la espalda. Del estaba allí. La
miró, tocándose la barba blanca de las mejillas.
—Yo iré —dijo Del.
—Tú tienes responsabilidades —respondió Altair, procurando no mirar al viejo
a los ojos—. Vamos, Ali.
Cruzó la puerta y salió al porche; miró hacia atrás a Ali, que arrastraba los pies
tras ella, sujetándose las tripas, vio un círculo de rostros que les miraba a ambos, a
los canaleros que estaban en el porche, a los que estaban en las barcas.

134
C. J. Cherryh El ángel con la espada

—¡Los de Megary! —gritó Altair—. ¡Fueron los de Megary los que ayudaron
a hacer esto! ¿Alguien quiere ir en mi barca? ¡Tenemos que sacar a un hombre
de allí!
Nadie se ofreció voluntario.
—Pues bien, maldita sea. Por lo menos algunos de vosotros podríais ir hacia el
oeste, aquí y allá, tapando los canales para que no puedan pasar en una barca.
—Yo lo haré —gritó Mintaka Fahd ondeando su pañuelo—. ¡Por el Señor y la
Gloria, yo lo haré!
—¿Quién es ese tipo? —era el viejo Jess Gray el que gritaba esa pregunta
desde el centro del grupo de barcas—. ¿A quién tienen?
—¡Se llama Mondragon! —eso va por ti, Boregy, y por todos tus secretos—.
Vino a la ciudad para librarse de los diablos de Nev Hettek. Megary ha estado
comerciando con Nev Hettek y obteniendo ayuda extranjera. Fue el oro de Nev Hettek
el que compró ese veneno. Y Nev Hettek y los de Megary se lo llevaron. ¡No os
arriesgaréis por él, pero harías bien en arriesgaros por lo que los de Megary hicieron
esta noche!
— ¡Quieres que bloqueemos los canales, Jones, y los bloquearemos!
—¡Bien! —dijo Altair pasando del porche a la escalera. Ali iba tras ella,
trastabillando en los escalones. Altair bajó al pozo del skip de Newell y Ali lo hizo tras
ella, con un gruñido de dolor y un balanceo que movió la barca. Los chicos de Newell
estaban sentados en cuclillas, con las bocas y los ojos bien abiertos, mientras Altair
arrastraba por el pozo su sombra sangrienta.
Cruzaron ese skip, pasaron al de Lewis y al de Delacroix. Luego llegaron al suyo,
con Ali resoplando y jadeando para mantenerse a su lado. Altair escuchó un golpeteo
en el pozo de la barca, y otro más ligero después. Un hombre cayó en el pozo al
lado de Ali, una sombra contra la luz, un hombre grande con una capa raída.
—Puedes contar con mi ayuda —dijo con una voz que a Altair le resultó
familiar. Entonces recordó la capa, y el ala del gastado sombrero.
Era el hombre de Mary Gentry. Rahman Díaz. Mary, la que había perdido al
niño. A Mary le quedaba un hijo y su hombre se presentaba voluntario. Rahman
la asustaba, la asustaba por su calma.
—Maldición —exclamó. Otra figura llegó hasta su cubierta, una sombra de
miembros delgados, de un pelo espigado que ondeaba bajo el viento—. ¿Quién?
¿Quién es? ¿Tommy? Condenado, sal de aquí.
—Yo voy también —dijo Tommy con su voz aguda de adolescente—. Yo no
tengo miedo.
— ¡No tiene miedo! —exclamó Altair dirigiéndose hacia su tropa, en la
cubierta central—. ¡No tiene miedo! ¡Maldición! ¡Rahman, suelta esa cuerda!
Rahman fue a coger la cuerda de proa. Ali se dejó caer sentado al lado del
borde de la cubierta y se quedó allí, con un brazo amarrado a la cubierta y el otro
sosteniéndose las tripas.
—Jones. Jones, te juro que nunca, Jones, que nunca tuve corazón para
matarte.
—Por supuesto que no —contestó Altair sacando la pértiga mientras Rahman
cogía el gancho de la barca, que estaba en el pozo, y Tommy andaba nervioso de un
lado para otro—. ¿Te vas o te quedas? —le gritó a Tommy—. Apártate de la proa y
vuelve aquí, maldita sea, al menos haz de lastre, es lo menos que podrías hacer...
—Jones —dijo Ali—. Jones, ese lugar es un laberinto, tienen puertas y más
puertas...

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C. J. Cherryh El ángel con la espada

—¿Vas a decirme eso ahora? —preguntó metiendo la pértiga y empujando el


skip, que se alejó del de Del—. Vigílale, Mira...
Mira levantó melancólicamente una mano y saludó, eso fue todo. Mintaka
Fahd saludó con el pañuelo.
—Hoo —gritó Mintaka—. Hoo los de allí.
—Hoo —gritaron una docena de bocas.
Alrair procuró no ver el rostro de Mary Gentry.
—Vete hacia el sur —dijo Ali tartamudeando; la voz le salía como si fuera
líquida—. Jones, ellos no utilizan ninguna barca grande, es por la puerta del
Wharf; sacan su carga por la puerta del Wharf...
—Rahman, yey —gritó Altair dejando a Rahman que empujara, metiendo la
pértiga dentro y sentándose en cuclillas allí donde estaba, con los dedos de los
pies tensos sobre la cubierta. Su sombra cayó sobre el rostro de Ali, las luces de
Moghi iban quedando tras ellos—. ¿Quieres decir la verdad, maldito vendedor de
carne humana? ¿Dónde?
—Es la verdad, es la verdad, la puerta del Wharf. Se los llevan a todos
por ahí.
—Eres un maldito chivato. ¿Por qué iba a creerte?
—No estoy mintiendo, no, Jones, te lo juro. La puerta del Wharf. Tienen
barcas de río y suben directamente por el Wharf, se lo he oído a veces. Jones,
Moghi me dio a ese pobre cabrito para que lo arrojara al puerto... pero él me
suplicó, me suplicó, Jones, no quería ir al agua. Como no soy un asesino lo
vendí. Esa fue la primera vez. ¿Acaso no es mejor? ¿No es mejor? Ellos lo
querían, Jones, lo querían... nunca he lanzado a nadie al puerto. Los de Megary
no los matan. Sólo...
—... Los venden. ¡Tienes la moral de un tiburón, Ali! ¿Cuánto sacas por
una persona, eh?
— ¡Ellos van a decirlo! Ellos van a decirlo si no lo hice esta vez... Jones, se
suponía que no iba a salir así...
—Apuesto a que no —dijo Altair poniéndose en pie y fijándose en el rostro
pálido y de ojos redondos de Tommy. ¿Cómplice? ¿O inocente? Cogió la pértiga y
comenzó a empujar. —Vamos a Megary. Primero. Para ver. Para saber cómo están
las cosas.
—Jones —protestó Ali.
—Cierra el pico.
Rahman se limitaba a empujar con la pértiga, sin decir una palabra.

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C. J. Cherryh El ángel con la espada

CAPÍTULO 9

M OVER el skip con Rahman llevando otra pértiga era un trabajo fácil. Ahora no
había pánico, sólo el movimiento rítmico del agua, lo mismo que cualquier otro
viaje nocturno por el Merovingen bajo. Altair daba sus impulsos con seguridad y
tranquilidad, dejando que Rahman utilizara la mayor parte de la fuerza.

No puede estar esta noche en un extremo de la ciudad y en otro. Dios mío,


¿cuánto tiempo tenemos? Poco después de oscurecer estaba con Jobe; después de la
medianoche regresaba de Boregy, maldito sea.
Tenemos tres o cuatro horas hasta el amanecer. Cerca de dos horas antes de
que la marea arrastre la barca por esas puertas.
St es que piensan abandonar la ciudad esta noche.
Tienen que hacerlo. Demasiada gente está buscando a Mondragon... la Espada se
habrá enterado de la reunión de casa de Moghi... seguramente sabrán que los canales
van a ser bloqueados y tratarán de llegar a alguna parte. ¿Y qué tiene que ver Megary
con todo esto? Los de Megary tienen que estar asustados, eso es. Los de Megary se
han metido en problemas, se han mezclado demasiado con sus amigos extranjeros.
La Espada está dirigiendo esto. Nadie más. Tengo que conseguir liberarlo, tengo
que estar preparada para cuando el comercio bloquee estos canales. Preparada para
hacer algo, tengo que planearlo.
Conseguir sacarlo antes de que sepan que están atrapados.
Conseguir sacarlo de Merovingen.
Encontrarle algún barco, en el mar. Sacarle de aquí, por su bien.
Y no volverle a ver nunca.
¿Qué otra cosa puedo hacer?
Empujó con fuerza, hasta que los brazos le dolieron más, y las tripas menos.
Estúpida Jones. El mañana no está al alcance, ¿no es cierto? No te aguarda nada
bueno allí, ¿no te parece?
Dejó de pensar en ello.
Mamá, mamá, ¿te has ido esta noche? No te culpo. Me he metido en un
verdadero lío. No me extraña que no estés demasiado orgullosa de mí.
El camino doblaba hacia el Gran, y la sombra se fue haciendo más oscura
todavía bajo el laberinto de puentes que cubrían lo que en otro tiempo habían
sido las calles del Puerto Viejo.
Las barcas se estaban moviendo en algún punto a sus espaldas. Los skips y
pertigueras amarrados aquí eran escasos y alejados unos de otros, simples sombras a lo
largo de los edificios. Gentes viejas. Los desinteresados. Los aislados.
Eran los que se habían metido por los caminos oscuros, y no tomaban parte en
el tráfico con los canaleros honestos.
Esos canaleros honestos, que se habían quedado donde Moghi, se estaban
dando toda la prisa que podían y tratando de averiguar adonde había ido aquella
barca: Altair se dio cuenta de que tardarían mucho. Y los canales y las compuertas del
mar quedarían bloqueados. Aproximadamente en una hora, cuando un número
suficiente de ellos se hubiera organizado y puesto en su sitio. Cuando hubieran
hablado con un número suficiente de ratas de agua de cabeza dura, que nunca iban
a Moghi ni se atascaban alrededor de Megary, negociando con ellos quién iba a
bloquear aquellos lugares en los que posiblemente habría lucha.
Más conversación y más retraso.

137
C. J. Cherryh El ángel con la espada

—Dirígete a la Factoría —le dijo a Rahman, y cambió la proa en esa


dirección. El remolino del Gran estaba empujando el skip; el viento era fuerte. El
skip se desvió, pero la práctica que tenían les permitió transformar la desviación en
el giro correcto, metiendo ella la pértiga en el momento oportuno. Rahman volvió a
empujar sin decir una palabra; no había dado ni un sólo consejo desde que subió a
bordo.
Rahman nunca hablaba. Nunca habló en todos aquellos años desde que Altair
sacó a su hijo y el de Mary del fondo del Det, después de que él mismo hubiera
bajado al fondo y saliera a la superficie con las manos vacías.
Lo sabía, eso era, sabía que el bebé había muerto, incluso aunque siguiera
vivo. Mi madre lo sabía y él lo sabía; y él se quedó allí sin decir nunca gracias. Y
ahora no habla. ¿Qué es lo que él sabe y yo ignoro?
Dios mío, él es un revenantista. Le añadí karma al sacar a ese bebé vivo.
Añadí karma a ese alma del bebé muerto, a todos ellos, a Rahman, Mary y Javi, y
Rahman no puede dejar que me maten sin pagar esa deuda, tiene que salvar todas
sus almas por lo que yo hice al salvar al bebé, o nunca podrán liberarse de este mundo
hasta que ellos y yo nazcamos juntos de nuevo y paguen lo que deben. Está
pensando en su próxima vida, eso es lo que está haciendo, por el Señor y mis
Antepasados, tengo a un suicida en mis manos.
Y Tommy... él sólo es un loco más, que ha venido aquí, sin que yo sepa por
qué. Pero sí sé por qué tengo a Ali.
Un suicida, un loco y un maldito traidor.
Pasaron junto a la Isla de Méndez y la Fife, en donde las alimañas recorren
los estrechos bordes y gritan al ver pasar al skip. Un gato se escabulló en una esquina
de Méndez iluminada por las estrellas; era una sombra, lo mismo que las víctimas
que buscaba.
—Hey, tenemos un señalizador ahí —dijo, aprovechando la pausa para respirar
y señalando el palo erguido en la esquina de la desecha Ulger—. Hin.
—Yey —dijo Rahman—. Ware gancho.
La proa giró gracias a su fuerte impulso.
—Ware a proa.
Altair metió la pértiga en el pozo, más allá de la cabeza de Ali, y se sentó en
cuclillas, dejando que Rahman se encargara de coger el amarre más cercano al
señalizador. Altair leyó el viejo palo allí sentada, escudriñando a través de la
oscuridad, hacia la cuerda atada al palo, mientras hacía un jury, o amarre rápido,
en la anilla.
—Maldito lugar —dijo, viendo que la parte superior de la cuerda estaba
podrida y cubierta de sal—. El nivel ha cambiado aquí sin que hayan tocado esto
en diez años.
—Todo va muy rápido —dijo Rahman—. La marea subirá mucho, hay viento
del mar.
—Los contrabandistas también tendrán que hacer frente a eso —respondió
Altair, sentándose allí y mordiéndose los nudillos. El viento era fuerte. Luego
escucharon un sonido potente. ¿Una explosión? De momento pensaron que se debía
al viento. Luego Altair miró instintivamente hacia el cielo, y atronó de nuevo—.
Dios mío, es un trueno.
—Suena como si algo estuviera explotando —dijo Rahman agachado junto a
ella.
Todavía no se veía nada. Las estrellas seguían siendo claras sobre las masas
negras del agua de marea. Altair rehízo mentalmente una tormenta marina, el muro

138
C. J. Cherryh El ángel con la espada

negro que avanzaba, lleno de rayos, y la forma en que esas tormentas llegaban. Antes
la calma, y el viento... los vientos.
El trueno resonó de nuevo, distante; y al mismo tiempo no muy lejano.
—Ellos oirán eso. Dios mío, esa barca que viene... tendrán que vigilarlo,
tendrán que moverse antes...
—O se echarán atrás.
—No apostaría por ello. Dios mío, eso nos va a meter en problemas, el mar
va a entrar y por detrás los de Moghi todavía no se habrán organizado... estoy
segura de que no lo habrán hecho.
—Oyeron el trueno —dijo Tommy—. Lo oyeron, Jones.
—¡Lo mismo que los malditos esclavistas! Se irán pronto, mientras esté todavía
oscuro. Sólo Dios sabrá que otras cosas se están moviendo... tenemos que ir, no
podemos perder el tiempo esperando.
Rahman gruñó, encogió sus enormes hombros y escupió sobre la cubierta.
—Yey.
El karma.
Suicidio. El trueno resonó de nuevo.
—Maldita sea —exclamó Altair, concentrando la vista en el bulto oscuro y de
cabeza rizada que tenía delante. Se cambió la pértiga de mano y le dio un
codazo para que la mirara—. Ali. ¿Por dónde saldrán? ¿Por la entrada de Megary?
—No lo sé.
Le dio un codazo más fuerte.
—Ali, creía que ibas a ser más útil.
— ¡No estoy mintiendo!
—Bueno, pero tampoco estás ayudando.
—Hay un embarcadero al sur, junto a la entrada.
—Lo conozco.
—Una antigua puerta de carga, con escasa pendiente —dijo Ali con
respiración sibilante, y vacilante. El viento hizo crujir una tabla—. He conducido la
barca de Moghi hasta allí sobre la pendiente. Llamé a esa puerta. Ellos salen y
toman... toman la entrega.
—Así es como funciona.
—Jones —dijo levantándose un poco, apoyado en el borde de la cubierta—.
Dios mío, Jones, ¿no vas a coger ese camino? No podrás entrar, nos matarían.
—No nos matarán. Nos venderán río arriba, ¿no es así? Rahman, tengo que
preguntar algunas cosas a nuestro amigo. ¿Querrías llenar ese tanque? Tengo
una lata llena en el pozo.
—Yo le ayudaré —dijo Tommy, con un susurro más que con una voz.
—Cállate —dijo Altair. Tienes que aprender a mantener la voz baja...
Así se lo había dicho Retribución en esos mismos canales de las aguas de
marea. La enseñó a mantener la voz baja, y la golpeaba en la oreja si se
olvidaba.
Me enseñaste los caminos oscuros, mamá, creía que todos los conocían.
—Y ahora, Ali —le dijo con su voz más suave y más baja. El viento soplaba
por el canal, ondulando el cabello que le caía por debajo de la gorra—. Ya he
matado a gente antes, Ali. Es cierto. Eso no me asusta. Te lo digo por si acaso
tenías pensado gritar.
Notó un movimiento en el pozo a su izquierda, cuando Rahman encontró la lata
de combustible. La puso sobre la cubierta y después salió él, con pies de gato, a
pesar de lo grande que era.

139
C. J. Cherryh El ángel con la espada

—Ali —dijo Altair—. ¿Me has oído? ¿Me entiendes?


—Te he oído —dijo Ali. Apoyó la frente sobre la cubierta, agarrándose con un
brazo las tripas—. Jones, la puerta de Wharf, te juro por mi madre que es la puerta
de Wharf, no estoy mintiendo, pero no podemos entrar por ese sitio, tienen puertas
y barrotes...
—¿Has estado allí, eh?
El blanco de los ojos de Ali brilló cuando miró hacia arriba.
—Nunca estuve.
—Mientes, Ali. Pero a mí no vas a mentirme. Tu madre está reuniendo mucho
karma, ¿no crees?
—Una vez. Sólo una vez estuve dentro.
—¿Cada vez más y más dentro, no? Vendiendo personas de los puentes...
—En el invierno, en el invierno... Jones, se quedan allí congelados, los de
Megary les dan comida, tienen una cama caliente...
—Lo mismo que mi socio.
—¡Eso ha sido algo distinto!
—Ali, acuérdate de la escena en el porche de Moghi. Se necesita mucho para
poner en marcha a los del comercio, pero ya están en movimiento. Y allí estabas tú
en pie, ante el público, conmigo, cuando dije lo de los de Megary. ¿Sabes en qué te
convierte eso?
—En un hombre muerto.
—Puede suceder de tres modos distintos. Yo, Moghi o los de Megary. O
cualquier canalero de la ciudad. Ahora hay mucha gente que no te quiere.
—Nunca te he mentido.
—Tienes una manera de comprarme tu vida. Quizá yo pueda arreglarlo con
Moghi. ¿Me entiendes? ¿Y sabes lo que te harían los de Megary? ¿Lo sabes, Ali?
—Lo sé —entre el castañeteo de los dientes se le escapaba la respiración—.
Pero no conozco el resto. Juro que no lo conozco, nunca llegué hasta el final.
—¿Sabes lo que quiero que hagas por mí, Ali?
—Dios mío, Jones. No puedo. No lo haré.
—Puedes mentir muy bien, Ali, sé que puedes hacerlo —le dijo, notando
cómo le llegaba el olor a combustible. Escuchó los ruidos que Rahman y Tommy
hacían en su trabajo, el gorgoteo del líquido que iba cayendo en el tanque—.
Rahman, no lo eches todo. En el número cinco tengo una botella. ¿Quieres
llenarla? Mete dentro un trapo viejo.
—¿Tienes cerillas? —preguntó Rahman preocupándose por los hechos.
—Muchas.
—Jones —dijo Ali, casi en un susurro—. ¿Qué vas a hacer?
—Sólo algo que me enseñó mi madre.
—¿A qué te refieres? —preguntó Tommy—. ¿Qué es lo que va a hacer?
Pero nadie le respondió. Rahman se agachó sobre una rodilla y cogió la
borella y el trapo.
El viento se llevó más olor a combustible.
—Tienes dos botellas —dijo Rahman.
—No son demasiadas —respondió Altair, sin levantarse, mordiéndose
pensativamente un callo.
¿Estás segura de que está ahí dentro, Jones? No, no lo estás. No estás tratando
con los de Megary, lo sabes. La Espada de Dios...
Los de la Espada son gente rica.

140
C. J. Cherryh El ángel con la espada

Revenantista de la ciudad. ¿Y qué otra cosa puede hacer que los extranjeros
entren y salgan de la ciudad lo mismo que las barcas de Megary?
Señor, tienen comprada a la ley, comercian con cadáveres para los doctores del
Colegio, nadie les hace preguntas, por nada del mundo persiguen sus barcas.
Dios mío, preguntas, dijo Boregy. Querrán hacerle preguntas. ¿Y qué le
estarán haciendo?
—¿Dónde los guardan? —preguntó a Ali—. ¿En el piso de arriba o en el de
abajo?
—En el de abajo. Creo que es en el de abajo.
Maldición, está todo cubierto de barrotes. No hay manera de irrumpir allí;
deben tener mucho cuidado para que ninguno pueda escapar.
Por el Señor y la Gloria. Entonces nadie puede salir. ¿Y quién más en la ciudad
nunca tiene que preocuparse de que entren los ladrones?
—¿Cómo es el piso de abajo? ¿Cómo está distribuido?
—Tienen... —empezó a decir Ali, haciendo un dibujo sobre la cubierta al lado
de los pies de Altair, con un dedo tembloroso que movía sobre la pintura desgastada
—. Tienen el salón que he visto. Una puerta al sur. Entras. Luego hay pasillos a
izquierda y derecha, y las escaleras...
—¿Adonde conducen?
—No lo sé, arriba... arriba. Tienen una especie de almacén, creo que allí hay
un lugar grande en donde ponen el material regular, el legal; eso es aquí. Arriba
del todo, no sé; allí arriba viven los de Megary. Quizá tengan otras cosas, pero no lo
sé. Sólo sé que nada más hay dos pisos.
—¿Vas a hacerme ese favor?
—Jones... —dijo Ali con un fuerte castañeteo de dientes—. Me duele,
maldita sea. No puedo...
—Oye, todavía estás vivo, ¿no? No estás en el fondo del puerto. En las
tripas del viejo Det no hay dolor. ¿Quieres que le diga a Moghi que volviste a
atacarme?
—No —castañeteó—. No.
—¿Lo harás por mí?
—Yo... de acuerdo, de acuerdo...
—Rahman. Vamos a subir la barca un poco, ¿estás preparado?
—Sí —respondió. Había echado todo el combustible. Los objetos sueltos habían
sido estibados. Rahman se sentó en cuclillas sobre la cubierta, descansando, y
Tommy bajó al pozo. Luego Rahman se puso en pie mientras ella soltaba el
amarre y se levantaba también, cogiendo la pértiga.
Altair empujó ligeramente sobre el borde. Rahman empujó por su lado y el skip
se movió suavemente, separándose de la esquina de Ulger y volviendo al centro
estrecho de la Factoría.
Calder y Ulger quedaron atrás, oscuramente iluminadas por las estrellas. Los
puentes eran más escasos en las aguas de marea. La mayoría de las islas tenían
ahora sólo dos pisos, y los antiguos pisos primeros estaban llenos y casi todos
hundidos. Calder no tenía repisa, sólo una galería que rodeaba el piso alto, y el
último puente de Ulger parecía una extensión baja y decrépita por la que
difícilmente pasaría un skip con el que manejara la pértiga en pie.
Rahman gruñó, pues también se había dado cuenta de ello.
—Poco espacio por ahí —le dijo Altair a Rahman cuando iban a pasar por
debajo—. Hin. Hin ahí.
—Yey.

141
C. J. Cherryh El ángel con la espada

Desvió la barca hacia el centro alto del puente y esquivó una tabla colgante que
apenas dejaba espacio para la cabeza. No había pilares. Era un puente improvisado
entre dos puertas del segundo piso, abandonado cuando la inundación y la
pobredumbre se hicieron cargo del canal de Calder.
—Maldita sea, la ciudad debería haber arreglado esto —dijo Altair notando su
cabeza clara, muy clara. Olía el combustible, muy débilmente, por encima del olor
del canal—. ¿Dónde tienes las botellas?
—En el número cinco.
—A babor, ya-hin.
Avanzaron lentamente hacia la Factoría, luego doblaron hacia el oeste; la barca
se dirigió hacia el norte por la corriente del canal del oeste. Un único y solitario
skip con toldo de trapos viejos ocupaba el saliente. Al pasar, el viento trajo una ráfaga
de aire maloliente.
Muggin. Dios mío, es el viejo Muggin... Dios mío. Ángel, haced que siga
durmiendo.
¿Por qué mantiene en funcionamiento ese condenado skip?
¿Por los de Megary? No podría. A los viejos no les queda suficiente ingenio. No
podría cazarles gentes de los puentes.
—Muggin, ne —dijo Rahman.
—Sigue —susurró Altair—. A estribor, hin.
La proa giró suavemente. El viento les dio de lleno cuando entraron en el canal
oeste y ella miró hacia arriba, parpadeando lúgubremente ante la sombra negra que
había en el cielo. No había estrellas, sólo el parpadeo de los rayos, dorado entre el
humo. Desvió la vista hacia la Isla Megary, a un rostro vacío, casi sin ventanas, de
tablas y ladrillos viejos. Ahora los podían ver a ellos desde detrás de las lúgubres
ventanas cubiertas de barrotes. Pero sólo era un skip dedicado a sus asuntos. Un skip
que sólo llevaría a bordo a una familia, tráfico ordinario durante la noche: podían ser lo
único que pareciera ordinario en el canal, pues esa noche las barcas escaseaban en las
aguas de marea.
Seguramente había en el aire un olor a problemas. Los que carecían de hogar
no andan rondando por allí, las barcas honestas no se detienen, y no hay nadie más en
los alrededores. Usualmente sólo seis o siete skips infectados de ratas, y nada más.
Ellos lo olían, lo olían en todas las aguas de marea.
Dios mío, ¿estarán vigilándonos desde las ventanas?
Tampoco había en Megary una repisa al lado del agua. Y por encima no se
veía nada más que las ventanas cubiertas de barrotes, con las contraventanas cerradas,
en el piso superior que daba al canal. No podía recordar, de toda su vida anterior,
cómo era el piso alto de ese edificio por los otros lados.
Altair indicó un giro por la esquina norte de Megary, donde el canal oeste, un
giro habitual que había tomado muchas noches, pues era un atajo al regesar de
Hafiz. Pero nunca antes había mirado hacia arriba.
En el lado norte estaba el embarcadero delantero. La puerta parecía sólida. Las
ventanas de ambos lados estaban cubiertas de barrotes y cerradas. En el interior no se
veía el menor hilo de luz. Las ventanas de arriba estaban también enrejadas y
cerradas con contraventanas que dejarían filtrar la luz de existir ésta.
¿Y si tienen las ventanas pintadas de negro por el interior?
Dios mío. Supongamos... supongamos que ya se lo han llevado de aquí, que
vieron esa tormenta desde las ventanas de arriba, se lo llevaron a alguna otra parte y
yo no puedo encontrarlo...
Supongamos que ni siquiera vinieron aquí...

142
C. J. Cherryh El ángel con la espada

—Ya-hin.
Altair tomó una inspiración profunda y gastó toda esa energía en un impulso
para acercar el skip a la isla y dar la vuelta, allí donde la punta sur de Hafiz se
veía en el canal de las aguas de marea. Miró hacia arriba esforzándose por ver las
escasas ventanas del extremo estrecho de Megary. Estaban tan oscuras como las
demás.
La esquina de Megary giraba abruptamente hacia el dique sur. La proa del
skip apuntó por un momento al canal corto que daba a la puerta de Marsh, que no
era más que un foso oscuro que tenían delante, con un siniestro parpadeo de la
oscuridad iluminada por los rayos. Allí estaba Puerto Muerto. La Flota Fantasmal.
La tormenta, que acechaba prácticamente en silencio, tal como lo hacían las
tormentas marinas, empujando la marea ante ellos hasta inundar las compuertas
marinas inutilizadas por los terremotos.
Siguieron balanceándose, doblaron la proa hacia la punta del dique, apuntalada,
hacia la curva estrecha que habla entre Megary y Amparo.
Megary tenía una galería por este lado en el segundo nivel; por el Señor y la
Gloria, una enorme y hermosa galería sin escalera exterior. Ni un maldito puente
que la uniera con otras islas. Rostov había tenido un puente hacia Megary desde el
norte, pero lo desmantelaron en una pelea. El del sur, que la unía con Amparo,
cayó en un terremoto y nadie lo levantó. Desde Amparo pasaban por Calder. Y
Rostov le había dado la espalda a los esclavistas.
Pero allí había una galería colgante, a la izquierda de la entrada de barcas, en
la que se encontraban dos barcas amarradas, un skip destruido y una esbelta barca de
placer.
Dios mío, esto es Ciudad Alta. Es un capricho. Fíjate en el brillo de la
pintura.
—Silencio, ho —dijo sujetando la pértiga para reducir la velocidad. Rahman
se puso a su lado y el movimiento del skip se redujo mientras fijaban la vista en esa
entrada—. Tengo que llegar ahí.
—Yey —dijo Rahman, y sacó el gancho sujetando con él la proa del viejo
skip. Altair guardó la pértiga sin hacer el menor ruido, se tocó el cinto para ver si
tenía el gancho y el cuchillo, y luego bajó a cuatro patas al pozo, levantó la
tapadera de la lata de cerillas que había al borde del escondrijo, metió unas cuantas
en el bolsillo y miró a Ali, que estaba acurrucado muy cerca.
—Recuerda lo que dije.
—Jones, vamos a morir.
—Entonces será probablemente por tu culpa. ¿Entiendes?
—Te entiendo, te entiendo —respondió Ali, cuyos dientes habían vuelto a
castañetear. Seguía sujetándose la tripa con los brazos. Altair levantó la vista hacia
el rostro sombrío de Rahman y a los ojos abiertos de Tommy.
—Rahman —susurró—. Con ese motor hay que intentar ponerlo en marcha tres
veces, enciéndelo primero y luego sujeta el obturador con la mano. Aquí —dijo
entregándole las cerillas, tras lo cual se agachó y sacó algo metálico de una
segunda lata. Tuercas, pernos y tornillos. Se quedó con uno y guardó en el bolsillo el
resto—. Arrojaré uno de éstos, si escuchas el chapoteo pones a Ali aquí, junto a esa
puerta. Manten abierta la puerta de carga. ¿Me entiendes? Coje una de las botellas.
La lanzas y conviertes eso en un infierno; arrojas la otra directamente a las barcas.
—Yey.

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C. J. Cherryh El ángel con la espada

Los ojos sombríos de Rahman parpadearon en la sombra, con el movimiento de


su pensamiento. Calculándolo todo, mientras ella se ponía en pie y el viento producía
un sonido agudo en la entrada.
Maldita sea, nunca le hagas un favor a un revenantista. Si se da cuenta de ello
te odiará. El hombre quiere morir. Quiere mantener fuera de esto a Mary y sus
chicos. Maldita sea, me odia.
Fue junto al motor, sacó la pistola y se metió en el bolsillo algunas balas de
más. La sostuvo ante la luz para comprobar la recámara, y cuando levantó la vista
hacia Rahman se dio cuenta de que éste tenía un aspecto diferente.
La cría no está jugando a nada pequeño, tío. Esta cría no es tan estúpida
como tú pensabas. Esta cría es la hija de su madre. Imagínatelo, Rahman Díaz.
Levantó la rodilla que había apoyado sobre la cubierta, se quitó la gorra y
se la entregó a Tommy.
—Guárdala, como la pierdas te despellejo.
—Claro —contestó Tommy aterrado.
Metió una palanca en el cinto y miró hacia arriba, a la parte inferior de la
galena, a los puntales de madera que se entrelazaban por detrás y por dentro de la
entrada.
Esa entrada terminaba por atrás en un cobertizo de barcas en ruinas, junto a la
puerta del muelle de las barcas. Las ventanas de toda la entrada estaban defendidas con
barrotes, todas cerradas, sin que se viera luz alguna.
Saltó al skip viejo, vigilando el escondrijo; pero nada se movió allí. Cruzó a la
cubierta de la barca de placer y caminó por ella hasta el borde de la entrada.
La puerta estaba cerrada, como era de esperar. Miró hacia arriba, al cobertizo,
miró la madera vieja allí apilada.
Dejó la pistola y cogió una tabla, la puso sobre el techo del cobertizo de barcas,
comprobó el ángulo y miró de nuevo hacia arriba, donde los puntales sujetaban el
piso alto de Megary. Directamente encima del cobertizo.
Va a crujir, va a gemir en el momento en que me ponga en ese techo.
Pero, Dios mío, está muy bien cómo sacan ese puntal saliendo del muro; es
buena madera negra de río arriba, y la entrada es toda de ladrillo, sólida como un
puente de la ciudad alta.
Eso si no me rompo el cuello tratando de subir ahí arriba.
Cogió la pistola, calculó el ángulo y la tracción de los pies descalzos sobre la
textura de la plancha en dirección ascendente. Tomó una inspiración profunda.
¿No se diferencia nada de una cubierta al aire libre, no es cierto? Y es
condenadamente mucho más estable.
¿Pero estará podrido el techo? ¿Dónde estarán los montantes del techo?
Cruzó la plancha, pasó al techo y una tablilla se soltó. Cayó abajo. Agachó una
rodilla sobre la pendiente del techo, encontró una zona podrida y se quedó tendida,
temerosa de moverse mientras el terrible ruido de la tabla rota resonaba en la entrada.
Se estremeció convulsivamente, sintió un dolor agudo en el muslo y jadeó falta de
aire mientras arrastraba su peso hacia arriba.
No perdí la pistola, menos mal, no perdí la pistola ni dejé caer nada.
¿Tengo un corte? ¿Es eso un clavo?
Arrastró la pierna separándola más y más de la tabla rota, extendiéndose como
una estrella de mar por las tablillas podridas mientras una ráfaga de viento sacudía
una tabla suelta y el trueno resonaba. El dolor redujo su visibilidad y luego se
alivió lentamente. Siguió arrastrándose hacia arriba, hasta la parte más alta del
techo.

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C. J. Cherryh El ángel con la espada

Si eso cede estoy perdida, estoy muerta o algo peor.


Dios mío, Dios mío, si pudiera ponerme de pie y alcanzar ese madero.
Miró hacia atrás, al skip que se movía tranquilamente en la oscuridad, como
cualquier barca en un amarre nocturno. Otro obstáculo más alto sobre las tablillas.
Otra tablilla que se soltó y cayó en el agua, con un chapoteo. Dios mío, no, no,
Rahman. Eso no es la señal, no vayas a esa puerta.
¡Sube, date prisa estúpida!
Le resultaba difícil respirar. Se apoyó en el borde y sintió que toda la
edificación protestaba.
No dejes tu peso sobre el madero de arriba ni un segundo más de lo necesario.
¿Y qué vas a hacer con la maldita pistola, Altair?
Era la voz de su madre. Retribución sentada encima de los maderos, en la gran
horquilla negra de maderos que mantenían la tambaleante sección alta de Megary.
Me pueden volar las tripas, mamá.
Se metió el jersey dentro de los pantalones y apretó el cinturón hasta que le
dolió, abrió el cuello del jersey y metió allí la pistola, por delante. Después se puso de
rodillas, gateando por el madero con los dos brazos mientras el cobertizo temblaba
bajo sus pies.
Giró hacia arriba, se colgó boca abajo con los brazos y las piernas, y fue
avanzando mientras sentía que la pistola se deslizaba lentamente del estómago y
caía por la parte trasera del jersey. Maldición. Se quedó allí.
¿Cómo me daré la vuelta?
Lo harás condenadamente bien, Altair.
Gracias, mamá, gracias.
Se deslizó más arriba con un talón y una rodilla. La pistola se alejó todavía
más por su espalda. El dedo torcido le dio un tirón y por un momento perdió la
visibilidad, hasta que respiró con fuerza el viento, colgada en esa posición.
No funcionará. Dios mío, no puedo sostenerme, mis brazos van a soltarse.
Se deslizó un poco más hacia la galería. Se golpeó la cabeza contra las tablas
en donde los puntales, más delgados, estaban claveteados.
Pasó un brazo por un puntal. Le pareció sólido. Arriesgó la mano lesionada,
pasó el codo por alrededor de esa madera, tomó más aire y soltó el madero en el
que se sujetaba con los pies.
Los brazos doloridos se torcieron bajo su peso. Con un esfuerzo consiguió
enganchar el otro codo alrededor del puntal. Subió un poco más entonces. Consiguió
sujetarse con el antebrazo derecho y puso una rodilla en un madero, mientras la
pistola se deslizaba por la parte posterior del jersey y la maldita palanca se
enganchaba en una tabla.
Otro impulso hacia arriba. Un clavo chirrió. Puso el segundo pie en un puntal,
enganchó el pie izquierdo de nuevo en la madera y fue subiendo centímetro a
centímetro con el torso arqueado hacia arriba y temblando.
Una cascada de objetos salió de su bolsillo y cayó en el agua de abajo,
produciendo un chapoteo.
—Maldición, maldición, no, Rahman, esa tampoco es la señal, no te muevas...
Se quedó allí colgada, jadeando. Un último frenesí de fijaciones de manos y
ganchos de codo, de un pequeño puntal al siguiente, para terminar esta vez con la
cabeza más alta que los pies, y con fuerte dolor en un pie atrapado entre dos
tablas.
Consiguió ponerse en pie, se agarró al puntal de la esquina de la galería y dio
otro paso. Toda la barandilla se combó cuando la tocó. Puso el pie

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C. J. Cherryh El ángel con la espada

cuidadosamente en el borde lateral de la galería, por fuera de la barandilla,


utilizando ésta para equilibrarse apoyando todo el peso, y se sujetó con la mano
buena de la cadena con la que colgaba la galería del edificio principal.
Dios mío.
Las rodillas se le doblaban más que la barandilla. Era como si las piernas se le
fueran a separar del cuerpo. Levantó una pierna pasándola por la barandilla y
dejándola en el suelo de tablas, se aferró a la cadena con los brazos casi flaccidos y
pasó la otra pierna por encima de la barandilla. Una fila de contraventanas de la
galería dejaban pasar la luz, y una puerta iluminaba el fondo de las tablas del
exterior. Toda la galería tenía un aspecto precario y retorcido, inclinada hacia el canal,
colgada por cadenas del techo del edificio. El viento silbaba en la esquina. Y la masa
de nubes se veía por encima del techo de Amparo, más cercana y siniestra por los
rayos.
Se inclinó hacía el exterior desde la esquina. Era visible un extremo del skip.
Todavía estaba allí. Tragó aire y buscó la pistola entre el suéter hasta que se levantó
éste y la cogió. Las manos le temblaban por la fatiga; necesitó la fuerza de las dos
para soportar el peso de la pistola. Su cerebro, cegado por el pánico, la llevaba en
todas las direcciones.
¡La puerta, estúpida! Prueba la puerta.
Retrocedió por la inestable galería hasta los ladrillos de la fachada, sujetó la
pistola con ambas manos y se acercó a la puerta, pegó una oreja a la madera de
ésta, con la pintura desgastada, y escuchó voces masculinas. También oyó algo
diferente. Parecía un quejido e hizo que una sensación helada le recorriera las venas.
Malditos sean, malditos. Su corazón se movía espasmódicamente. Las manos
le temblaban al sujetar la pistola y al tratar de levantar suavemente el pestillo.
Cerrada.
Pero están aquí. Esos malditos están aquí, la Espada y los demás, los de esa
barca de capricho que hay en el muelle. Los de Megary no poseen nada semejante.
Tienes una posibilidad. Piénsalo, Jones, pon tu cerebro en funcionamiento y quítate
los temblores. ¿Quién si no iba a salvarlo?
Caminó con pasos cuidadosos por la galería que rodeaba el nivel superior de
Megary.
Un crujido.
Recuperó los latidos del corazón y dio el siguiente paso, se acercó más al
ladrillo, donde las tablas eran más firmes bajo sus pies, hasta la primera ventana
cerrada con maderas, pero con una grieta que dejaba salir la luz.
Había hombres en el interior. Figuras móviles en esa visión astillada que le
permitía la grieta. Un cuerpo pasó por delante de la ventana y ella retrocedió un
momento, reteniedo la respiración.
Entonces una voz gritó en el canal, bajo la galería:
—¿Quién eres? ¿Quién eres?
—¡Dios, es Muggin!
Oyó pasos dentro de la habitación.
—Deja eso —dijo alguien, con acento de la ciudad alta—. Que no se vea la luz.
—Es sólo algún lío de canaleros... —dijo otro, mientras el corazón le latía
tan fuerte que Altair pensó que le iba a romper las costillas.
—¿Qué andáis rondando por aquí? Nada bueno, te he visto, Ali. ¡A ti también,
Tommy! ¿De dónde habéis sacado ese skip?
Más pasos. Una puerta se abrió y se cerró a la derecha de la habitación.

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C. J. Cherryh El ángel con la espada

Dios mío, si salen aquí fuera... ¿dónde terminará esta pared? Si les hubiera
agujereado primero las barcas, les hubiera vaciado los tanques.
Buscó frenéticamente un lugar donde esconderse. Pero no había ninguno. La
puerta se abrió hacia adento. Sujetó la pistola y apuntó hacia la puerta, con
manos temblorosas.
Entonces se hizo el silencio abajo. Sólo se oía el chapoteo del agua.
Más tranquilidad.
Todo ha salido mal, todo mal, Rahman no va a llegar ahora a esa puerta
abierta, no podré contar con ayuda, tendré que hacerlo yo sola. Dios mío, ojalá
Rahman pueda hacer algo. Quizá piense en ello.
¿Qué puede hacer? Está Muggin.
El agua chapoteó, se escuchó el suave sonido de una pértiga entre el trueno del
viento y el movimiento de los guijarros.
—¡Bueno, lo siento! —Se oyó decir a Muggin.
Altair pegó la oreja a la contraventana. Las voces del interior eran ahora más
débiles.
—... descubrirlo.... Megary se ocupará de ello.... Puerto... No van a conseguir
nada...
El trueno sonaba entre las nubes, más cercano que antes. ¿Dónde estará él,
maldita sea? ¿Estará incluso aquí? No me atrevo a mirar, probablemente alguien esté
observando por esa grieta, me encontraría con su ojo si me pusiera delante de la
contravetana.
—... Olvídalo —dijo alguien—....La tormenta está llegando... ahí... marea...
—... A través del puerto...
Otra voz.
—... Maldición...
Un grito repentino, rápidamente sofocado. Un gemido.
Altair apretó la mano de la pistola.
—¡Yo! —se oyó que gritaban abajo. Y luego un golpeteo, un puño sobre la
puerta distante—. ¡Soy Ali, malditos, dejadme entrar! Tengo noticias...
—¿Qué es eso? —dijeron desde el interior—.
—Maldición. ¿Qué están haciendo ahí fuera? —dijeron cerca de la puerta.
—Será mejor que bajes a ver.
Una puerta se abrió y se cerró con un golpetazo. La llamada proseguía en la
puerta de carga.
Por el señor y la gloria, Rahman está haciendo todo lo que puede.
Se agazapó bajo la primera ventana, se dirigió hacia la siguiente y se levantó
lentamente, sacando el cuchillo con la mano izquierda. Vio el pestillo, una sombra
en la ranura, y acercó el ojo a la grieta para asegurarse. Una gran habitación
abovedada, con paredes de escayola, una puerta, pocos muebles. Había tres hombres.
Cambió de ángulo y vio una pared de ladrillo, un...
... A Mondragon tumbado allí en el suelo. Uno de los tres hombres le golpeó
en las tripas y él se acurrucó para protegerse, con su cabeza rubia metida entre los
brazos encadenados.
Altair tragó saliva. Tomó varias respiraciones como preparádose para la
zambullida profunda. Piensa. Piensa, Jones. Pon tu sangre en movimiento. La
mano le sudaba en la culata de la pistola y sus ojos siguieron escudriñando, ahora con
frialdad, rápidamente e incluyéndolo todo, mientras el trueno sonaba en las nubes.
Un hombre junto a las contraventanas. Y un pestillo de bronce brillante en esa
puerta cerrada.

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C. J. Cherryh El ángel con la espada

Deslizó la hoja del cuchillo por la ranura de la contraventana, lo levantó, cogió


la madera con la punta del cuchillo y tiró hacia fuera.
Malditos.
Movió la contraventana hacia un cristal sucio y una ventana cerrada, abrió fuego
por allí y el primer hombre cayó al segundo disparo. El segundo hombre corrió
hacia la puerta y el tercero, vestido como de la ciudad alta, se lanzó tras un sofá para
cubrirse.
Lo alcanzó, disparó al segundo y se inclinó por la ventana abierta para disparar
al cuarto. Lo hirió. Giró y le disparó de nuevo. El segundo hombre llegó a la
puerta abierta y salió por ella mientras Altair apartaba el cristal de la ventana y
metía una pierna, hacía una mueca de dolor al colgarse y saltaba dentro con los
dos pies. Se tambaleó pero recuperó el equilibrio sobre un pie y corrió.
Llegó hasta la puerta, corrió el pestillo y la cerró.
—¡Jones! —gritó Mondragon.
Se dio la vuelta, vio al hombre que estaba de rodillas tras el sofá y le
disparó.
¿Cinco, van cinco balas? ¡No, maldita sea, seis! Metió las manos en los
bolsillos y buscó desesperadamente.
Nada. No le quedaba una sola bala. Se arrodilló junto a Mondragon mientras
éste se levantaba apoyándose en los ladrillos. Tenía el rostro blanco cubierto de sudor
y manchado por un corte de la frente. El cabello estaba pegado sobre las sienes, y
la sangre corría con el sudor.
—Jones —dijo, mientras unos pasos atronaban en las escaleras del interior.
Agarró con las manos esposadas la cadena del cuello, tirando de ella frenéticamente
por donde se unía a la pared de ladrillos—. Jones: ¡Dispara contra esa maldita
cadena!
—¡Me he quedado sin munición! —dijo dejando caer la pistola y el
cuchillo y sacando del cinto la palanca mientras golpeaban la puerta—. Tengo
esto.
—Maldita sea... dámelo, sal por esa ventana...
—¡Dispara a la cerradura! —gritó alguien en el exterior.
—¡Jones, sal de aquí! ¡No puedes ayudarme!
—Que me condene si no puedo.
Sacó por fin del cinto la palanca e introdujo el extremo curvo bajo el borde de
la abrazadera de la cadena, mientras los disparos astillaban la sólida puerta.
—Dios mío —dijo Mondragon girando sobre las rodillas para coger la palanca,
poniendo en ello toda su fuerza hasta que se le marcaron las venas y el rostro se le
oscureció.
Los tornillos gimieron al soltarse del cemento, uno y dos Los otros dos se
aflojaron. De nuevo golpes en la puerta. Más tiros en el exterior, ensordecedores.
Altair unió su fuerza a la de Mondragon y la abrazadera se soltó, con los tornillos y
todo.
— ¡Vamos! —dijo cogiendo la pistola y envainando el cuchillo—. ¡En el
nombre de Dios, levántate! —dijo tirando de él. Mondragon consiguió levantarse, se
tambaleó y recuperó el equilibrio—. ¡Vamos!
Cuando Altair llegó a la puerta él iba detrás. Ella hurgó desesperadamente en el
pestillo y la cerradura. Tras ellos, la puerta interior cedía, abriéndose una grieta
tras otra en la madera bajo los repetidos golpes.
La puerta aguantaba en el marco. Hasta que con una sacudida se abrió.
—Salta —gritó Altair dirigiéndose hacia la barandilla.

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C. J. Cherryh El ángel con la espada

Trató de saltar por encima. Pero cedió la barandilla entera, lanzándola hacia el
exterior.
Gritó al caer en el aire oscuro, trató de prepararse para el aterrizaje y cayó
en el agua como si estuviera sentada, el agua se le metió por la nariz con el
golpe, haciéndole casi perder el sentido mientras otro gran impacto golpeaba el
agua.
Caerán sobre nosotros, nos cogerán en el agua, tienen pistolas allí arriba...
¿Está nadando? La cadena podría haberle golpeado, haberle roto el cuello.
¡Dios mío! Mondragon...
Se golpeó la espalda contra el fondo del canal, se enderezó y dio una patada en
el suelo sucio para subir a la superficie. Su cabeza salió del agua, respiró, escupió el
agua de Det y miró asustada al lado de un skip, a un skip con toldo de trapos que se
movía allí delante de ella. Mondragon subió a la superficie y volvió al hundirse. Un
gancho apareció en las manos de una figura harapienta situada en la cubierta del
skip, la enganchó por el jersey y la subió.
—¡Maldición! —exclamó Jones, ahogándose y escupiendo agua.
—Casi das en mi barca —gritó el viejo Muggin con su voz agrietada—.
¡Malditos locos!
Un motor rugió en la oscuridad. Volvió a rugir. Una tercera vez. Y se puso en
marcha. A través del agua pudo ver unas llamaradas de fuego, que salían de los
muros, caían sobre los harapos del toldo de Muggin, sumiendo sus rasgos en
caracteres demoníacos.
Altair dio una patada y giró cuando un skip se acercó hacia ellos con el
motor a baja potencia, con Tommy en la proa tratando de econtrarles.
Explosiones. Los disparos levantaban pequeños penachos en el agua
iluminada por el fuego.
— ¡Jones! —gritaba Tommy, agitando una mano mien tras la proa iba
hacia su cabeza y ella trataba desesperadamente de apartarse del camino, se
subía por el lado del skip de Muggin agarrándose al borde mientras su propio
skip se acercaba y luego retrocedía.
—Mondragon... ¡maldito Muggin, suéltalo!
Muggin empujó con el gancho y Mondragon se hundió, saliendo luego
desesperadamente con las manos encadenadas, giraba y se lanzaba contra el skip
de Altair con una furiosa embestida. Altair lanzó la pistola a bordo por encima del
agua y saltó ella misma para agarrarse al borde de su skip.
—¡Ayúdale! —gritó a Tommy, que al verla a ella había abandonado a
Mondragon—. Condenado, ayúdale a él, ¡va a meterse bajo la proa!
Se movió bajo el agua, se lanzó hacia arriba y puso los brazos por encima del
borde aprovechando el último impulso, mientras el skip empezaba a moverse. Un
disparo cayó en el pozo. Otro levantó el agua más allá. Tommy cogió a
Mondragon y Rahman puso el motor a todo gas.
—¡Tommy! —gritó Altair, sujetándose con ambos brazos en la borda. El
agua tiraba con más y más fuerza de sus piernas. Se estaba destrozando los
brazos sobre el borde y la fuerza de sus músculos desaparecía—. ¡Tommy,
maldita sea!
Apareció una sombra. Alguien la cogió del jersey por la mitad de la espalda,
tiró de ella, la sujetó por los pantalones y la deslizó hacia arriba, por encima del
borde, con las piernas y los brazos extendidos.

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C. J. Cherryh El ángel con la espada

Gateó por encima de un cuerpo, escuchó un gruñido de dolor y pudo ver el


rostro sudoroso de Ali mientras el skip aceleraba dando la vuelta a la esquina oeste
de Amparo.
—¡Barcas! —gritó a Ali mientras hacían el giro—. Barcas, maldita sea... ¡da
la vuelta de nuevo! Mondragon —añadió jadeando en el intervalo de protección
que les daba Amparo, gateando sobre las pizarras del pozo hasta donde estaba él
tumbado boca abajo—. Mondragon...
Este se movió. Se levantó sobre las manos, y ella gateó de nuevo hacia la proa
para coger la bomba de incendios. Detrás de Amparo, oyéndose el eco en el dique, se
encendió otro motor; y luego otro.
—¡Rahman! —gritó, mirando hacia donde éste estaba agachado junto a la caña
del timón, sujetándola con toda la fuerza que tenía—. ¡Van a cortarnos el
camino!
—Yey —contestó Rahman con un grito. El motor iba ya a plena potencia.
—Quitarme la maldita cadena —estaba diciendo Mondragon—. La
cadena...
—El hacha —dijo ella recuperando la capacidad de pensar. Dejó de mover la
bomba y se metió a buscar el hacha en el borde del pozo, la cogió y gateó sobre
las pizarras hasta donde estaba Mondragon, con las manos esposadas a ambos lados
del borde de la barca. Ali le cogió el hacha, dejándola caer con un gran golpe que
separó dos eslabones y se clavó en la madera.
Los ladrillos y ventanas de Amparo dieron paso repentinamente al canal del
oeste, en donde un barco de placer rugía tras ellos.
—¡Deck! —gritó Altair, lanzándose entre Mondragon y Ali mientras los tiros
sonaban por un lado. Rahman lanzó un grito ahogado y el timón giro-. ¿Rahman?
¡Rahman!
—¡Deck! —gritó Rahman con voz ronca mientras los altos muros del dique
del sur se apartaban de ellos y podían ver la compuerta marina y el Puerto Viejo
con los parpadeos de los rayos.
—¡Maldición, vamos a hundirnos!
—¡Por los vientos del mar! —gritó Rahman, mientras Altair caía sobre la cubierta
boca abajo, pegada a las pizarras, esperando que el golpe despedazara el skip.
El motor rugió pasando el dique y el sonido se extendió por el agua abierta,
sin que el eco lo devolviera.
Altair levantó la cabeza y vio el puerto a su alrededor, el Muelle Muerto, el
chapoteo de las aguas poco profundas, iluminado todo por un rayo.
Los bajíos de la Flota Fantasmal. Gateando se puso de rodillas y vio a Rahman
apoyado en la caña del timón, con el skip a la deriva.
—¡Jones! —gritó Mondragon, mientras ella se abría camino agarrándose a la
cubierta. Altair cogió el timón, que estaba bajo el brazo caído de Rahman, y tiró del
timón hacia un lado cuando apareció un muro negro donde no tenía que estar.
Consiguió virar y pasar entre unas barca de pesca de alta proa y el cable del ancla;
mientras los disparos astillaban la popa y el motor seguía oyéndose tras ellos. Brilló
un rayo. Más disparos. Se agachó todo lo que pudo tras la caja del motor, virando
hacia un lado y otro sobre los bajíos, y consiguió apartarse de ellos, hacia donde el
viento traía el olor de las hierbas muertas y los cascos a la deriva de las balsas le
advertían que las aguas se hacían más y más profundas.
Se escuchó un motor más potente.
—¡Es ese pesquero! —gritó Ali—. ¡Es el esclavista! ¡Salgamos de aquí, apártate
de él!

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C. J. Cherryh El ángel con la espada

—¡Lo estoy intentante! ¡Tommy, pon un trapo en ese maldito agujero, ¡la
entrada del agua nos retrasa!
A su lado Rahman se movió, trató de ayudar y cayó de nuevo. Apareció ante
ellos una balsa, erizada de ganchos. Unos gritos salvajes resonaron en la noche.
¡Locos, son los locos!
Rahman se movió de nuevo, fue a un lado de la cubierta, iluminada a ráfagas
por los rayos.
—¡Vuelve atrás! —le gritó Altair mientras los disparos caían tras ellos. El
Muelle muerto lo tenían a babor. Altair sujetó la válvula de admisión para obtener la
más mínima fracción de fuerza que pudiera, movió el timón y vio que Rahman estaba
en popa. Ali lo había visto y lo había arrastrado hasta allí. La última botella. El
olor a combustible se extendió por encima del viento y la podredumbre.
—¡Abajo! —les gritó—. Meteros en el pozo...
Cuando el motor terminó el combustible, renqueó y se calló.
—¿Qué ha sucedido? —gritó Tommy—. ¿Qué pasa?
Siguieron deslizándose, movidos por el viento, sacudidos por el chapoteo. Altair
se puso de rodillas y dio una vuelta a la manivela. Una tos seca. Lo repitió.
Dios mío.
—¡Dame la pistola! —gritó—. ¡Tommy! ¡Mi pistola! ¡En el pozo!
Había municiones abajo. Levantó la tapa y buscó la pequeña y pesada caja entre
los trapos, vio las barcas que se acercaban rápidamente, a los locos que se
aproximaban a ellos por un lado y la gran sombra del pesquero que venía por
detrás.
Apareció Mondragon con la pistola, moviéndose sobre la cubierta central con el
estrépito que provocaba al arrastrarse tirando de la cadena.
—La espada está en el escondrijo —dijo ella—. La traje...
Le entregó la pistola y volvió a gatear hacia el pozo, Altair abrió la recámara y
empezó a cargarla, con precisión, con las manos temblorosas, mientras la distancia
entre ellos se reducía. Mantuvo la proa a las olas, para ganar toda la velocidad que
pudiera. Allí ya no les disparaban. Sabían que su presa iba cada vez más lenta, que ese
motor acabaría por pararse.
Cerró la recámara con un golpe, vio la masa espinosa de una balsa que se
acercaba cada vez más por babor, iluminada por los rayos. Unas figuras harapientas
movían una docena de pértigas, girando la balsa lenta y tenazmente, como lo hacían los
balseros. El sonido de los motores de las barcas más ligeras, que iban tras ellos, quedó
ahogado por el del motor del pesquero que iba ya en su persecución.
Más y más cerca, hasta que lo cubrió todo por detrás y redujo la velocidad
para el alcance.
—¡Rahman! —gritó Altair.
—La tengo —gritó Ali, y el fuego chispeó en el viento, un trapo prendió y esa
chispa de fuego saltó por encima de la alta proa.
Explotó en la cubierta del barco esclavista. Los hombres gritaron y maldijeron.
Apareció uno y Altair disparó. Cayó hacia atrás. Aparecieron más, y el skip siguió
dirigiéndose hacia un lado, con el motor moribundo. Surgieron hombres dispuestos con
los ganchos de barca y ella disparó a otro en el momento en que la proa del esclavista
chocaba contra un costado del skip y los hombres saltaban a bordo.
—¡ Mondragon... maldición!
La espada destelleó bajo la luz del fuego, una figura rubia vestida de oscuro se
lanzó hacia los intrusos y los rechazó. Un gancho se movió hacia él, pero Altair lanzó al
hombre por la borda de un disparo. Rahman gritó y ella disparó al barco de placer que

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C. J. Cherryh El ángel con la espada

se aproximaba por su lado, mientras los intrusos trataban de subir y Mondragon se lo


impedía por un lado con la espada, y Ali por el otro con el hacha. Tommy cogió el
gancho de la barca y casi golpea con él a Ali en la espalda.
—¡Cuidado a popa! —gritó Rahman. Altair miró hacia allí y disparó a un
fusilero que el fuego dejaba ver en la proa del pesquero, mientras un trueno estallaba
en sus oídos, como los motores, como un gran motor, mayor incluso que el del
pesquero.
Una proa surgió del brillo del fuego y de la oscuridad iluminada por los rayos
convirtiendo en astillas el barco de placer, deshaciéndolo y echando abajo a los
hombres; entonces los últimos intrusos se lanzaron a la barca que quedaba y
trataban de ponerla en marcha. Otros disparos los arrojaron al agua. El gran barco
pasó como un muro móvil, con una marcha lenta que agitó el mar. Los disparos
sonaban por encima de sus cabezas, apuntando al pesquero incendiado y a los
locos. Se podían oír los gritos que salían de la balsa. Mientras desde la borda del
barco grande aparecían hombres que les disparaban con rifles.
Ali se quedó helado. Tommy dejó la pértiga. Sólo Mondragon mantuvo la
espada en alto un momento. Y lentamente la dejó caer a su lado y se agachó
en cubierta.
Altair volvió a meter la pistola en la caja tapando lo que hacía con la rodilla.
Dejó caer la tapa, todo con pequeños movimientos, mientras Rahman se apoyaba
sobre un brazo, mirando a los hombres vestidos de oscuro que les apuntaban a
todos con las armas. El pesquero seguía ardiendo.
—¡Coger un cabo! —les gritó una voz—. ¡Canalero, coge un cabo!
—¡Al infierno! —gritó Altair levantándose y enfrentándose a los rostros y las
armas—. ¡Al infierno! ¡Si vais a remolcarnos, decirnos adonde!
Entre los otros rostros apoyados en la borda apareció uno pálido. La luz del
incendio iluminaba su cuello, tan rojo como la sangre o los rubíes.
—Hay otras posibilidades —le dijo el de la cara blanca—. ¡Pero ninguna de ellas
os favorece!
—¡El comercio tendrá que decir algo al respecto!
—Que vengan —dijo el de la cara blanca, apuntándole con un brazo largo
con los puños cubiertos de joyas. Se dio la vuelta y desapareció de la borda,
dejando allí sólo a las armas y a los tripulantes.
—Maldición, yo cojo el cabo —gritó Altair—. ¡Yo lo cojo!
La cubierta era enorme, de una madera clara y lisa, con herrajes de bronce, y
un elevado alcázar en popa. Altair miró a su alrededor con la boca abierta,
asombrada, de pie al lado de Mondragon, y miró hacia atrás por la izquierda
mientras subían a bordo a Rahman, atado a una tabla y envuelto en mantas.
—¿Van a salvarle o qué van a hacer?
Tommy y Ali subieron los últimos, por sí solos. Se llevaron a Ali, con un
hombre a cada lado. Cogieron a Tommy, que por el pánico comenzó a luchar,
cuando ya era tarde. No le sirvió de nada. Eran hombres grandes. Y Tommy muy
pequeño.
Les apuntaban con armas. Se llevaron a Rahman, atado en la tabla, y
desaparecieron con él bajo cubierta.
Altair se estremecía, quería apoyarse en Mondragon, sujetarse a él. Pero él se
mantenía apartado. Y ella sospechaba el motivo. Era el único favor que podía
hacerle.
Un hombre les registró por si llevaban armas. Mondragon estaba de pie y
quieto, sobre sus pies. Ese mismo hombre registró a Altair, que vio que el rostro

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C. J. Cherryh El ángel con la espada

de Mondragon se endurecía. Altair le miró por encima del hombro de ese hombre,
cerró los ojos y los volvió a abrir.
No hagas ninguna estupidez, Mondragon, por favor.
—¿De quién es este barco? —preguntó con voz ronca—. ¿De quién es?
Nadie le respondió.
El pesquero seguía ardiendo, convirtiéndose en un esqueleto negro que se
hundía allí, para unirse a la Flota Fantasmal. Con todos los demás.

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C. J. Cherryh El ángel con la espada

CAPÍTULO 10

E L camino hacia abajo fue una pesadilla de vértigo, una confusión de escaleras y
pasillos, hasta un cubículo oscuro que olía a las enormes cuerdas que casi lo
llenaban, todas ellas buenas cuerdas de un barco grande, colocadas ordenadamente. Había
luz eléctrica por las escaleras y el corredor, y un hombre encendió la luz dentro del
almacén de cuerdas, iluminándolo todo.
Altair entró primero, después Mondragon, y la puerta se cerró. Echaron el
cerrojo dejándoles la luz, y los pasos se alejaron. Luz eléctrica. En el vientre de un
barco. El del rostro blanco, sus joyas y sus brillos por encima de la borda, apuntándoles con
el brazo y dando la orden de que los recogieran.
La enorme proa de hierro convirtió una barca en astillas. Sin apenas notarlo, y lo
mismo podría haberles aplastado a ellos, de no ser porque el del rostro blanco quería a
Mondragon; llevándose a los demás como algo extra.
Se dejó caer sobre el rollo de cuerda más próximo, notando que las piernas se le
separaban del cuerpo, y apoyó la cabeza entre las rodillas para que dejara de girar. Sus
brazos estaban debilitados; la mano le dolía, con un latido sordo. Los pies le escocían,
eso era todo. Las tripas le dolían. Oyó un arrastrar de cadenas y levantó la cabeza,
viendo que Mondragon se había dejado caer en actitud similar sobre otro rollo de
cuerdas, golpeando al hacerlo en las tablas con la cadena del cuello. La miró.
Altaír estornudó y luego tuvo una explosión violenta e inútil.
—Maldición —exclamó con un hilo de voz—. Tú y el agua. Otra vez lo
mismo, ¿no?
El se limitaba a mirarla.
—¿Quiénes son? —preguntó ella.
—No lo sé —respondió él.
—¿La Espada?
—No lo sé —dijo ahogando su voz hasta convertirla en un susurro sordo. Se
tocó la oreja y movió el pulgar hacia las paredes y el techo.
¿Escuchas?
¿Alguien estaba escuchando?
Entonces se oyó un trueno lento en el barco, diferente del que se había
producido en el horizonte. La cubierta.se estabilizó con su impulso.
—Ya lo descubriremos —dijo ella pensando en los pequeños skips que habría
fuera, en Puerto Nuevo, los skips y los vecinos que le habrían ayudado de haber
podido llegar hasta allí, si un disparo no hubiera dado en el depósito de combustible.
Skip que ese monstruo podía aplastar sin ningún problema.
Los llevaban hacia el mar.
O río arriba.
Quizá quieran mi barca para poder echar las sondas. O quizá sólo quieran
hundirla.
Ya lo podrían haber hecho, es más fácil que escupir. Es otra cosa. Lo que
quieren es sondear. Dios mío, ¿qué están haciendo con Rahamn? ¿Y con Tommy y
Ali? ¿Interrogarlos? ¿Con Rahman ya medio muerto?
Pobre Mary. Lo siento Mary Gentry, no quisiera haber sido la causa de que
algo te dañara.
Miró con tristeza a Mondragon. El la miró del mismo modo.
—Jones —dijo con una voz insegura—. ¿Por qué no me dejaste solo?

154
C. J. Cherryh El ángel con la espada

—No lo sé —dijo encogiéndose de hombros y notando un dolor en la


garganta—. Imagino que porque soy una estúpida.
Una especie de mueca se formó en el rostro de Mondragon, que dejó caer la
cabeza en las manos y deslizó éstas hacia la nuca. Se quedó así, y ella lo miró
mientras el barco atronaba con ese sonido peculiar de un enorme motor.
Comenzaron a moverse y Mondragon levantó el rostro, como si pudiera ver
adonde iban. Ella tenía un buen mapa en su cabeza. Estaban dando la vuelta por
el extremo del Muelle Muerto, se dirigían al Puente de Rimmon, por donde ese
monstruo tenía que haber entrado en el puerto. La parte central era lo bastante
alta como para dejar pasar a un barco tan grande, incluso con mareas de
tormenta.
—¿Estás bien? —preguntó finalmente Altair.
—Claro —dijo él, parpadeando y mirándola. Levantó la cadena y la colgó
sobre el hombro, la mitad a un lado y la mitad al otro, dividiendo el peso en el
cuello. Se tocó la rozadura del cuello.
—Estás sangrando —dijo ella.
—Ya me lo imaginaba —contestó él mirándose los dedos y limpiándoselos en
la rodilla. Sus ojos parecían magullados. Tenía la boca hinchada por un lado, donde
le habían golpeado. La sangre del pelo se había secado—. ¿Cómo diablos llegaste allí?
—Estamos en las aguas divisorias —dijo encogiéndose de hombros.
—¿ Q u é ?
—Ahí fuera —añadió haciendo un gesto vago—. Te seguí por toda la
maldita ciudad.
—¿Cómo me encontraste?
—Hablé con un hombre.
El parpadeó, parecía perdido.
—Se suponía que iba a funcionar mejor —dijo ella.
—Diablos, casi lo conseguimos.
—Incluso con el depósito de gasolina estropeado.
Por un momento se sintió mejor. Luego tomó conciencia del sonido del motor,
que rugía sin un solo fallo.
No nos detenemos en Rimmon.
Se levantó, tambaleándose al hacerlo, y vio que estaba tenso, y movía sus
manos como si fuera a cogerla. Se sentó junto a él, se apoyó en su hombro, y el la
rodeó con un brazo por la cintura, apoyando su cabeza junto a la de ella. La cadena
sonó. Cuando puso una mano en el estómago de Altair el metal de la muñeca
brilló, y luego se desdibujó como todo lo demás.
Altair estornudó y se limpió la nariz. Se apoyó donde estaba caliente y él la
rodeó con el otro brazo.
Bajo los puentes de Rimmon. Oyó el sonido del motor, escuchó el trueno
distante, oyó el ruido de los puentes.
Después el motor disminuyó la marcha, mientras su corazón empezaba a latir
más rápido.
—Nos dirijimos al mar —dijo finalmente Mondragon, cuando pudo sentir el
movimiento.
Pero el motor iba cada vez más lento, y la barca se movió con el viento.
—Rimmon —dijo ella con un suspiro, mirando las vigas, las cuerdas y la luz
brillante, y volviéndose para mirar asustada a Mondragon—. No vamos al mar, no
estamos remolcando un skip con una tormenta próxima. Eso es Rimmon. De ahí
procede este barco. Es un yate de Rimmon.

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C. J. Cherryh El ángel con la espada

—Pertenecerá a alguna familia.


—Al de la cara blanca, quien quiera que sea. ¿Tienes algún amigo en la Isla
de Rimmon?
—No —contestó él.
Lo dijo con absoluta claridad.
Todo el barco se llenó de gritos e idas y venidas durante un rato, mientras los
motores lo conducían hasta algún amarre de la Isla de Rimmon. El trueno gruñía
arriba. El barco se movió con la tranquilidad que lo hacen los barcos grandes en el
muelle, y después se oyeron pasos durante un rato en las cubiertas inferiores.
—¿Están vigilados los puentes de la Isla de Rimmon? —preguntó
Mondragon.
—Lo dudo —respondió Altair con interés. Su pulso se aceleró. Seamos
amables, quizá así se descuiden.
—Nos escaparemos si podemos —añadió Mondragon—. ¿Conoces este lugar?
—Mejor que tú.
La miró directamente a los ojos. Alguien bajaba las escaleras que daban al
corredor. Más de uno, con botas pesadas.
—De acuerdo. Tú guiarás.
Altair sintió los dolores, todas las magulladuras y golpes. Se levantó sobre las
doloridas piernas. Las rodillas le temblaron dolorosamente.
No puedes correr, Jones.
Ya no puedes correr.
—No soy la única que se ha escapado de una prisión del gobernador —dijo
ella con un silbido—. Tú lo conseguiste.
—¿Quién te lo dijo? —se puso en pie y le sujetó los brazos—. ¿Quién te
dijo eso?
—Arriba en Nev Hettek. ¿No fue así?
—¿Con quién has estado hablando?
Los pasos llegaron hasta la puerta.
—Con Boregy... Vega Boregy —silbó ella—. Me echó cuando fui a verlo.
—Dios mío.
Sonó la cerradura. A Altair se le hundió el corazón al verlo, como si hubiera
perdido la última esperanza.
—¿Hice mal, no?
Buscaba desesperadamente alguna esperanza en sus ojos.
Él la miraba como si ella le hubiera disparado al corazón Se abrió la puerta.
Miró hacia allí, esperando menos pistolas de las que había.
Son cuatro, Dios mío. Nos van a despedazar.
—Parece que conoces toda clase de trucos, hettekker — dijo un hombre
vestido con un jersey oscuro y una capa de cuero impermeable, lo mismo que
todos los demás—. Espada de Dios, ¿no es eso?
—Vosotros tenéis las armas —dijo Mondragon levantando una mano vacía.
—El caso es que podrías echar a correr con la esperanza de que te matáramos
—dijo el mismo hombre—. Lo que haríamos sería dispararle a ella. En cuanto
parezca que quieras hacer algún movimiento. Tú eres valioso, pero ella no. Así que
ponte contra esa pared y abre las piernas.
—Te entiendo —dijo Mondragon tocándola ligeramente en el brazo. Después
fue hacia la pared y adoptó la actitud que querían. Un hombre se puso junto a ella,
apuntándole al estómago.
¿Hago algo? ¿Le doy una posibilidad? Cielos.

156
C. J. Cherryh El ángel con la espada

Un golpe estalló en su cráneo.


Cayó hacia atrás sobre la cubierta, con el cañón de una pistola en el rostro,
mientras un hombre arrastraba a Mondragon hacia la pared sin que opusiera
resistencia. Se puso en pie con la cabeza apoyada en la madera y les dejó que le
encadenaran las manos por detrás.
Maldita sea.
Altair miraba a la pistola y al hombre.
De todas formas van a matarme. No soy nada para ellos. No valgo una moneda,
Mondragon, te tienen cogido. Ahora van a hacer un agujero en mi cabeza.
—Arriba —dijo el hombre de la pistola. Sus piernas y sus brazos se movieron
automáticamente. Casi había terminado de levantarse cuando el hombre la cogió del
jersey por el hombro y la arrastró hacia la puerta.
Otro la sujetó por el brazo y tiró de ella.
Recorrieron el corredor, iluminado con bombillas. Subió las escaleras y salió
al color gris del amanecer, el viento y la lluvia.
Miró hacia atrás y parpadeó por lo neblinoso de su visión, e hizo una mueca
por la molestia que le provocaba el pelo en los ojos. Llevaban a Mondragon entre
dos hombres. Su rostro blanco y su pelo claro brillaban con un blanco poco natural
bajo la luz de la tormenta, y era un rostro extraño, el que ella había visto en la sala
de abajo de Gallandry, terriblemente serio bajo la luz de la lámpara.
Era el rostro del ángel del puente, Retribución vuelto a la vida, pálido y
terrible.
No. No lo era. No era el ángel. Espada de Dios. El no tiene ningún karma
especial, no más que yo. Está pensando en la Retribución, en mantenerse vivo, no
va a abandonar y ellos lo saben, todavía se asustan de él.
El hombre le tiró del codo. Altair parpadeó en la niebla y fue adonde la
llevaban, hacia un lado del barco, la pasarela y la rampa que bajaba hasta el muelle.
Caminó por ella, doliéndose con la fuerza con que la sujetaban del brazo. Miró
hacia arriba y los edificios y lugares cobraron sentido; Takazawa estaba delante de
ellos, con sus torres, casi todas de madera, elevándose locamente. Pero el hombre se
volvió hacia ella, la volvió hacia el edificio del sur, de piedra marrón solemne, las
ventanas cruzadas con barrotes, y una serie de alas, terrazas y puntales añadidos aquí
y allá, donde el terremoto había agrietado los muros.
Nikolaev. La más rica Isla de Rimmon. De ahí venía el hombre de rostro blanco.
Uno de ellos. Con un poder que llegaba hasta el Colegio y el Signeury.
Se volvió hacia atrás para mirar a Mondragon, pero dejó de verlo cuando el
hombre tiró de ella hacia adelante, obligándola a avanzar.
Abajo estaba el muelle, con Mondragon y sus guardias detrás. Arriba, filas y
filas de escalones de piedra agrietada cortadas en el escaso lecho rocoso de
Merovingen. Subiendo hasta una puerta que sólo un terremoto podría sacar de sus
goznes, de madera sólida, reforzada con hierro y herrajes de bronce.
Se abrió ante ellos; alguien les había visto llegar. Se abrió y los tragó sacándoles
de la lluvia, el viento y el frío, llevándolos a un lugar con tanto eco como Boregy. Allí
había más guardias y direcciones. A ella llevarla a la sala éste, ordenaron.
— ¡No voy! —gritó; y la bóveda repitió locamente voy-voy-voy. Se volvió para
mirar a Mondragon, quien le hizo una señal con los ojos que significaba ve. El trueno
retumbó por encima del salón. La lluvia caía con fuerza en el exterior y entraba en el
suelo pulido, por lo que los hombres empujaron la puerta para cerrarla. El que la
sujetaba del brazo tiró de ella.
—Maldito seas... —gritó.

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C. J. Cherryh El ángel con la espada

Maldito seas... repitió el eco del salón. El sonido siguió repitiéndose mientras el
hombre tiraba de ella hacia un salón lateral.
¿Querrá tomarse libertades? Lo mataré. Lo mataré antes que ellos me maten a
mí.
Subieron unas escaleras, recorrieron otro pasillo hasta otra habitación en donde
había otros hombres apoyados en un lado. Abrieron una puerta y el hombre que la
sujetaba del brazo la hizo girar y la dejó tambaleándose en mitad de una hermosa
alfombra, frente a unos muebles pulidos y una ventana solitaria desde la que se veía
llover copiosamente tras las hojas de un cristal fino como el diamante.
También tenía barrotes de hierro.
La puerta se cerró con estrépito tras ella, y se oyó el ruido de un pestillo.

Comenzó a pasear, porque estaba demasiado cansada y dolorida como para


dejarse caer.
Los mataré, pensaba. Si alguna vez salgo de aquí, regresaré alguna noche y
los destriparé. Quemaré este lugar y toda la Isla de Rimmon con él.
Ellos también tienen que saber eso, así que no podré salir de aquí.
Mamá, tu hija se ha metido en un lugar sin salida. Lo siento.
Pero estuvo bien cómo terminamos con ese maldito barco esclavista y toda la
Espada de Dios.
Retribución Jones apareció en la cama con las piernas cruzadas. Se echó la gorra
hacia atrás, sobre el cabello negro, y miró a izquierda y derecha.
No está mal el sitio, ¿eh, Altair?
Maldita sea, mamá, ¿qué puedo hacer?
Dejó de caminar. El fantasma desapareció del ojo de su mente sin ni siquiera
dejar una arruga en la cama.
Altair se quitó el polvo de la pierna con la mano buena. La pierna le picaba y
vio el desgarrón en los pantalones.
Había sido un clavo.
Luego empezó a dolerle. Con un dolor como todos los demás, distante y
sombrío. Volvió a caminar, fue hasta la ventana y regresó. Allí fuera sólo estaba el
mar grisáceo, y las nubes y la lluvia que se derramaba contra el cristal. Fue hasta el
baño y regresó. Una bañera de mármol y un water de bronce. Más elegante
todavía que el de Gallandry. En el borde de mármol había botellas. Perfumes. Vio
los cajones y pensó que alguien podía haber olvidado algo útil en esa prisión dorada.
Probó en todos, rebuscó entre las ropas apretadas.
No había nada más que toallas, sábanas, y toda una serie de ropas masculinas.
De seda. De lana. Y un par de jerseys.
Regresó hasta la cama y se colgó del poste, contemplando el cobertor de encaje
y las hermosas y finas almohadas. Rodeó el poste con el brazo y se balanceó sobre
los pies.
Maldición, no. Estoy sucia.
Se pasó la manga por la nariz, y luego la olió. Olía a sal y agua del puerto.
Él no lo haría, maldita sea si lo hago yo.
Condenados presumidos de la ciudad alta.
Caminó tambaleándose hasta el baño. Colocó todas las botellas en el borde
ancho de la bañera de mármol y se metió en ella, vacía. Abrió completamente los
grifos, puso el tapón y metió la cabeza bajo el agua fría, comprobando cómo se iba
poniendo caliente. Ante esa fría relajación, los músculos se agitaron y se sintió enferma
y estremecida. Se quedó allí un momento, mientras se fue calentando, y se pasó las

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C. J. Cherryh El ángel con la espada

manos por el pelo. Hizo una mueca de dolor cuando los dedos encontraron el bulto
del lado del cráneo. Después se tocó la nuca, donde el antiguo bulto estaba
desapareciendo, y recordando cómo se lo había hecho tragó aire, volvió a respirar y
metió la cabeza bajo el agua, para quitarse la sal de los ojos y el escozor de la
garganta.
Botellas. Malditos. Cristal.
Salió de la bañera con el agua todavía brotando de los grifos, vertió el perfume
de una botella grande por el desagüe y una vez vacía la envolvió en una toalla
gruesa.
La dejó en el borde de la bañera.
Necesitó dos botellas para conseguir una buena, una botella larga de cristal
resistente. Envolvió el resto con la toalla, abrió el cajón de ropas y metió el
pequeño bulto por la parte de atrás.
Después se vistió, con sus pantalones, manchados de sal, y un jersey azul de
hombre. Metió cuidadosamente la botella de cristal grande en su cintura, la parte de
arriba como un mango, el resto inclinado en la parte delantera hueca de la cadera. Se
ajustó el jersey por encima y se sentó cuidadosamente en la cama. Por el peso de su
cuerpo se movió. Lanzó un suspiro, abrió los cobertores y cerró los ojos, dejándose caer
en la oscuridad.
... No voy a dejar que irrumpan aquí, por los Antepasados, arrastrándome
desnuda a parte alguna...
... No voy a darles ideas que no tengan. Me quieren, eso está bien, me las
arreglaré con ellos, les dejaré hacer lo que quieran hasta que tenga una
oportunidad...
¿Adonde se lo llevaron? ¿Le estarán tratando igual que a mí? Dios mío,
espero, espero.
La cárcel de un hombre rico, eso es esto. Si un hombre rico se pone a mal con el
Signeury le envían a alguna familia para que lo vigile.
Y lo llevan en esa larga barca negra hasta el Justiciario, y no vuelve a ver la
luz de nuevo.
A un hombre rico no lo ahorcan en el puente. Tienen formas distintas. No les
gusta que gentes como yo vean a un hombre rico colgado en el patíbulo...
Le cortan la cabeza, ¿no es cierto?
Después de haber conseguido lo que quieren.

Se oyó ruido de una cerradura. Altair recuperó el sentido comprendiendo


aterrorizada que un hombre había entrado. Levantó la cabeza, se olvidó del cristal
hasta que notó que la parte superior se deslizaba por la piel, por encima de la cintura, y
volvía a enderezarse cuando ella se levantaba. La lluvia caía sobre la ventana. En la
distancia se oía el trueno. El hombre estaba ahí de pie, detrás de él, fuera de la habi-
tación, había otros.
—Traerla —dijo ese.
Entraron dos hombres para hacerlo. Ella levantó las manos.
—Oye, ya voy, ya voy.
Llevarme hasta donde haya puertas, para descubrir dónde está él... ¡no me
pongáis una mano encima!
—A un lado. Dejarla pasar.
El hombre que estaba más cerca le dejó sitio. Altair pasó furtivamente a su lado y
salió a la sala.

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C. J. Cherryh El ángel con la espada

—¿Adonde?... —empezó a preguntar. Pero el hombre que la llevaba se limitó a


caminar por la sala. Ella iba detrás, con los pies descalzos en medio de sus pisadas de
botas, y pensando en la espalda que tenía ante ella, sin protección.
Pensando también en los tres hombres armados que había tras ella.
Otro grupo se aproximaba a ellos desde el frente, por el otro lado de una gran
escalera descendente. Vio a los hombre de Nikolaev, vio la cabeza rubia alta y visible
entre ellos, más y más cerca. Tenía las manos libres. Le habían quitado la cadena del
cuello. Llevaba puesta una camisa blanca. La vio. Ella siguió caminando dócil y
tranquila, hacia las escaleras en donde los dos grupos se encontraron; y se encontró con
él en la ancha escalera de mármol.
Él la miró una vez. Eso fue todo.
No quiere hablarme. Yo tampoco. No quiero decir nada.
Altair le miró a los ojos una segunda vez, cuando ya estaba bajando, y le hizo un
ligero gesto con los ojos, tensando los párpados.
No estoy indefensa, Mondragon.
Los ojos de él parpadearon. Quizá lo hubiera captado.
El apartó la vista de ella, miró hacia donde le llevaban, hacia un salón de piedra
con eco iluminado por una claraboya del techo. La lluvia caía sobre ella como el trueno,
más fuerte cuando hubieron traspasado el alero. Y se fue reduciendo cuando los guías
los alejaron de allí, repitiendo el eco sus pasos cuando se aproximaron a un salón
lateral, pasos de talones fuertes que resonaban en ese enorme lugar.
Sonidos fríos. Sonidos duros. Agua y piedra.
Me he conseguido un cuchillo, Mondragon. No sé si podremos salir, pero si nos ponen
en esa barca negra podremos saltar por la borda y nadar tan rápido como sepamos.
La ciudad tiene tantos agujeros como puentes. Los conozco todos.
Estoy asustada, maldita sea. No me gustan estos tipos tan corteses. Ellos y su
forma de saludarte de una manera y de otra, y luego envenenar la bebida que te
dan.
Un corredor salía del gran salón por la parte frontal; giraron por allí y un hombre
que iba delante llamó a una puerta, abrió una rendija de ésta y luego la abrió totalmente
para que pasaran.
Era una habitación de tamaño mediano, para los niveles de los ricos, terminada
toda en madera e iluminada con una luz eléctrica que brillaba como el fuego. Altair se
detuvo al lado de Mondragon, viendo al hombre del rostro blanco ante una chimenea
encendida, con su camisa negra y un brillo de rubíes en el cuello alto, sentado
hacia el lado en un sillón pasando una pierna con la bota sobre el brazo de éste. En
su mano tenía un papel, de color crema y nuevo. Lo dejó sobre la pequeña mesa
de al lado, junto a una copa de brandy.
Entonces se molestó en observar su presencia.
—Sir Mondragon —le dijo entonces, inclinándose hacia atrás sin quitar la
pierna del brazo del sillón, y entrelanzando las manos encima del estómago—. Me
alegro de verle con mejor aspecto.
Mondragon no dijo nada.
—Siéntese, sir —dijo con un gesto de la mano—. Tráiganle una silla a la joven
—añadió, cogiendo la copa de brandy y ofreciéndosela a ellos enarcando las cejas,
mientras un hombre levantaba una silla—. ¿Quieren? ¿No? No me cabe duda de
que la señora tendrá algún conocimiento del brandy, dado el tráfico al que se
dedica.
Altair miró al hombre. Se está refiriendo al contrabando.
Señor, ¿es que necesitan una acusación contra mí?

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C. J. Cherryh El ángel con la espada

—Yo la contraté —dijo Mondragon—. Sólo es un transporte.


—Un skip, sir, se dedica a la carga. ¿Qué es lo que llevaba? —preguntó
levantando la copa de líquido ambarino—. ¿Barriles de brandy de las aguas de
marea? Creo que esa es la especialidad de la señora. ¿Están seguros que no quieren
una copa?
Mondragon se encongió de hombros. El del rostro blaco chasqueó los dedos y
aparecieron las copas en una mesa situada al lado de la habitación, tras lo cual llegó
un hombre con una bandeja y dos copas de brandy. Mondragon tomó una. Altair
cogió la suya del tapete de encaje y miró el rostro sin expresión del criado. Dios
mío, ¿qué es él, una especie de liquidador?
Volvió a mirar al del rostro blanco, a esa voz absolutamente tranquila, que era
al mismo tiempo de Merovingen y de la ciudad alta. Ni siquiera de la Isla de
Rimmon. Totalmente de la ciudad alta, y revenantista sin la menor duda, en esta
casa.
—Tengo que felicitarle —dijo el del rostro blanco—. En una sola noche ha
conseguido provocar la huida total de los esclavistas y de la Espada de Dios. La
milicia entera no ha conseguido tanto en un año. ¿Qué proyecto propone para el
fm de semana?
Mondragon levantó la copa e hizo un gesto lateral a Altair.
—Déjela a ella. Quiere interrogarme a mí. Ella no necesita estar al tanto de
nada que yo sepa.
—Ah, entonces, está dispuesto a responder.
—Le diré todo lo que quiera. A ella devuélvale la barca y déjela salir de
aquí.
El del rostro blanco frunció los labios cubiertos a medias por la barba.
—¿Espera llegar muy lejos, señora?
—No lo sé. Lo intentaría.
—¿Intentar qué? ¿Otro ataque con bombas incendiarias, esta vez contra mis
huestes de Nikolaev?
Aquello había dado en el blanco. Permaneció sentada y quieta y trató de
mantener el rostro inmóvil. Puso la copa en la mesa, entre ella y Mondragon. No
bebería de ese brandy, no necesitaba alcohol, con la cabeza hecha ya un lío. Maldito
seas, rostro blanco.
Tengo un cuchillo de cristal en mi bolsillo, rostro blanco. Antes de que puedan
detenerme él y yo te mandaremos al menos a ti a tu próxima vida.
Quizá podamos salir de aquí, meternos por los callejones de Rimmon, los
puentes.
Hay que pasar esa gran puerta de ahí fuera. Y evitar a medio centenar de
matones. Es cosa segura.
—Canalero —dijo el del rostro blanco—. ¿Cuándo te implicaste en esto?
—Me recogió en el Gran —respondió Mondragon—. Un pasajero. Sólo soy un
pasajero
—¿Es eso así, señora?
—Él no mentiría.
Los labios del de rostro blanco se curvaron en una sonrisa sardónica. Volvió a
levantar la copa, bebió, y su sonrisa no mejoró.
—Le sería fácil hacer carrera en el gobierno, señora. ¿Qué sabe de este hombre?
—Sólo lo que él dijo.
Se produjo un silencio largo y mortal.
—Ya dije que yo respondería a sus preguntas —afirmó Mondragon.

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C. J. Cherryh El ángel con la espada

—Lo hará. Claro que sí —añadió bebiendo otro sorbo de brandy. El del
rostro blanco dejó el vaso y se dio la vuelta en el sillón, poniendo los dos pies en el
suelo—. ¿Sabe con quién está tratando, Mondragon?
—Eso no importa. Sé quién no es.
—Se ha ido escabullendo de un lado a otro. Usted no tiene lealtad. Es un
hombre astuto al que no le importa lo más mínimo cambiar de bando cuado
cambia el viento. Incesantemente. Es el tipo de hombre al que todos deberían temer...
dada su capacidad.
—Ya le dije que respondería a todo lo que quiera. ¿Quiere que hablemos? De
acuerdo. Le diré mi precio.
El del rostro blanco apoyó los codos en los brazos del sillón tocándose las
puntas de los dedos.
—La señora.
El trueno resonó en el exterior. Altair compuso una mueca de desagrado y apretó
las manos sobre el brazo del sillón.
—Si quiere mi silencio, tendrá que dejarle salir a él.
—Cállate, Jones.
—No, no —dijo el del rostro blanco levantando una mano elegante, con el codo
en el brazo del sillón—. La señora Jones ha captado excelentemente el problema. No
cree que viva lo suficiente para llegar a esa barca.
Cierto, rostro blanco, cierto.
—... Y quiere que usted lo sepa. Su mano es pequeña, pero la maneja con
fuerza devastadora. Y acepta el juego suyo y el mío. Usted estaba comprando
tiempo con la esperanza de que la señora no llegara a tener demasiada información.
Su mano es la más débil. Tiene el as, pero tiene también demasiadas
responsabilidades.
Mondragon hizo un indefenso movimiento de mano sobre el brazo del sillón.
—Me tiene en una mala posición. No dudo de que pueda aplicar ahora la
persuasión. Pero eso no le garantiza la verdad, ¿no es cierto?
—Ah, bien, bien jugado. ¿Amenazo a la señora ahora? —preguntó mirando a
Altair—. Pero él me mentiría en la mitad de lo que me dijera. ¿No es así?
—Él no es un estúpido.
—Le aseguro que tiene talento para el Consejo. Ciertamente él ha girado en
una y otra dirección. Pero los giros se estrechan cada vez más. Sería relativamente
simple garantizar su conducta: lo único que tengo que hacer es mantenerle con
buena salud. Quizá le permita visitarle de vez en cuando.
Dios mío, la prisión de nuevo; para él es una prisión igual que la otra...
Lanzó una mirada a Mondragon, captó otra mirada de él, captó esa expresión
en sus ojos: miedo callado, pero miedo profundo.
—Es aceptable —dijo Mondragon, volviendo a mirar al del rostro blanco.
—Pero entonces... iría distribuyendo las cosas que quiero saber. Para conservar
las vidas de ambos. Y la señora sería... una explosión de mecha lenta. Otras facciones
la encontrarían... rápidamente. Sería incómodo y peligroso para usted, señora.
—Me quedaré con él —dijo mirando a Mondragon y viendo que algo se abría,
algo vital.
—Nos matará a ambos —dijo Mondragon claramente—. Cuando lo haya
conseguido.
—No lo hará. Tú y yo trabajaremos para él. Apuesto a que estos matones no
son tan buenos como nosotros. ¿Quiere usted a alguien que conozca el canal, que

162
C. J. Cherryh El ángel con la espada

conozca todos los agujeros y rincones de las islas? Me tiene a mí. ¡Ningún maldito
culto nos pondrá la mano encima a él y a mí, en modo alguno! ¡Yo los destriparé!
El del rostro blanco la miraba con un vivo parpadeo de los ojos. Luego,
luego esos ojos se cerraron divertidos.
—Ahí, tenemos, Mondragon, el auténtico corazón oscuro de Merovingen, a
esta señora de vista aguda que sin duda nos trajo este buen brandy. Tiene una
paciencia limitada, y lo ha demostrado esta noche. Estoy seguro de que en su
nombre se están haciendo investigaciones ahora. Una mujer honesta. Ella negociaría.
¿Pero cómo consigo mantenerle a usted, sir?
Mondragon no dijo nada.
—Entiéndalo, señora. Él sabe que yo conozco su carácter. Que nunca se resiste
a la persuasión a menos que le importe. Si él jurara hoy, las circunstancias de
mañana le harían jurar a mis enemigos con la misma pasión total. Que equivale a decir
con ninguna. Creo que debió ser en algún tiempo un gran idealista. Y saliendo de
esas cenizas, es desde luego un amoral total. Nev Hettek le puso tras los barrotes... y
vea cómo sucedió eso. Debió ser contratado... ¿no es así, Mondragon?
—Ya es suficiente —dijo Mondragon encogiéndose de hombros.
—El tratará con usted —dijo Altair. Su corazón le latía con fuerza, cada vez
con más fuerza, y las manos le sudaban—. Mondragon, en el nombre de
Dios...
—Hablemos de dinero —dijo el del rostro blanco—. Hablemos de mis recursos.
Dice que no me conoce. ¿Y usted, señora? ¿No? Bueno, debería ofenderme. Pero dudo
de que también desconozcan el rostro de mi padre. Padre. Ciudad alta.
Altair parpadeó y sacudió la cabeza desesperadamente. ¿Boregy? ¿Es otro
Boregy?
¿En una casa revenantista?
—Kalugin —dijo el del rostro blanco—. Pavel Anastasi Kalugin.
Dios mío. El hijo del gobernador. El gobernador. El Signeury.
—Mondragon, es...
—Kalugin —dijo Mondragon con una voz débil y lejana—. Entonces esto
es oficial.
—No del todo —dijo Kalugin cruzando una pierna sobre la otra y poniendo la
mano en el tobillo de la de arriba—. Cuéntele, señora.
—Él... —Señor, ¿qué puedo decir y qué no puedo?—. Es el hijo número tres.
Vive en la Roca. Su hermano y su hermana viven en el Signeury.
—Es usted muy diplomática, señora. Lo que la señora quiere decir es que mi
padre y yo no nos llevamos bien. Una historia muy vieja, ¿no es así? El hermano
Mikhail es tan dócil a los deseos de papá, el hermano Mikhail no tiene un solo
interés, salvo sus relojes y pequeños inventos, no podría encontrar el lavabo si no
tuviera una orden de papá y un consejero que le guiara. El pobre Mikhail no
durará una semana cuando le suceda en el puesto, y evidentemente el Consejo lo
votará a él. Tatiana es la siguiente decisión. La hermana es tan buena con papá, tan
práctica. Igual que su madre, dice papá. Y seguro que lo es. Tatiana sabe dónde está
enterrado todo el mundo en el Signeury y el hermano Mikhail será uno más en la lista
en breve tiempo —Kalugin se hizo a un lado, cogió el brandy y bebió un sorbo
—. No es que yo esté privado de partidarios. Así que, como ve, tenemos la partida en
tablas. Veo un cierto peligro en Nev Hettek. Yo estoy a favor de la milicia. Eso no
es muy popular. Y aquí está usted. ¿Entiende la situación?
Altair miró del uno al otro. Kalugin sonreía. El rostro de Mondragon estaba
tan tranquilo y frío como el del Ángel.

163
C. J. Cherryh El ángel con la espada

—Empiezo a entenderlo.
Altair se mordió el labio. Sabía a sangre.
—¿Qué es lo que quiere? ¿Mondragon? Mondragon, eso no es bueno, ¿no es
cierto?
Mondragon dejó la copa de brandy a un lado, sobre la mesa.
—Está hablando de una confesión pública, un juicio. Su vindicación pública.
Tiene una causa, tiene la opinión pública a su favor, tiene el poder de la milicia y sus
propios partidarios. Yo tengo el hacha, supongo, ¿por eso están aquí? Pero eso nos
lleva al sitio de donde partimos. No puede dejar viva a Jones para que lo
contradiga. Eso lo sé. Todos lo sabemos. Ahora bien, no sé cuánto tiempo podré
resistir si aplica la persuasión... pero usted tampoco sabe eso. No podrá confiar en
nada de lo que le diga.
Los ojos de Kalugin parpadearon. Frunció la boca divertido, y convirtió luego
ese gesto en una sonrisa perezosa.
—Esa es la última carta, ¿no?
—En realidad no sabe cuántas puedo tener.
La sonrisa se hizo más fría.
Dios mío, ahora va a empezar conmigo, eso va hacer. ¿Y qué podré hacer yo?
Si le mato matarán a Mondragon.
Pero rápidamente.
—No —dijo Kalugin—. La verdad es que no lo sé. Pero manifiesta algo muy
interesante. La señora tuvo que encontrarlo, encontrar un pequeño punto sin defensa
para que usted apareciera, un espléndido amoral totalmente en ruinas. Usted es
capaz de lealtad. De una lealtad profunda. Lo único que tengo que hacer es
mantenerla a ella viva. Lo único que tiene usted que creer es que la mantendré
viva mientras tenga el poder necesario para ello.
—¿Va su palabra? —preguntó Mondragon, con cortesía y falsedad.
Dios mío, Mondragon, tú y yo sabemos que eso es como una bola de nieve en
el infierno, ¿no es así?
Kalugin frunció los labios.
—¿Duda de ello?
—Desde luego que no
—Desde luego que no. Pero yo no le impondría tanto a su credulidad.
—¿Tiene alguna proposición?
—Dios mío, no le falta descaro.
—No si no le creo, señor.
Kalugin levantó una mano haciendo una seña a los hombres.
—La señora necesitará ropa. Algo... para la casa. El señor está algo mejor, aunque
no mucho —hizo una segunda señal con la mano, y luego la bajó, dejándola en el
regazo—. Ya ven. Huéspedes. Una transformación instantánea. Así de fácil.
¿Qué está tramando, Mondragon?
Conoce trucos, sé que los conoce, en toda la ciudad cuentan historias sobre este
Anastasi Kalugin.
—Tengo amigos aquí —dijo Altair—. ¿Estarán vivos? ¿Vamos a dejarlos a su
suerte? El hombre tiene una familia. Una esposa y un hijo... —cállate, Jones,
estúpida, estás tratando con el diablo mismo.
—Las mejores atenciones —dijo Kalugin—. Conmigo viaja siempre mi médico. Ese
hombre corrió un riesgo esta mañana, ¿no es así, Josef? ¿Pero se está comportando
bien? ¿Así es? ¿Lo ve? Sólo lo mejor. Me atrevería a decir que el muchacho puede

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C. J. Cherryh El ángel con la espada

irse en cuanto deje de llover. Los otros dos en cuanto quieran, y puedan. ¿No me da
las gracias, señora?
—Gracias.
Kalugin se rió sin emitir ningún sonido. Hacía girar ociosamente en su mano la
copa de brandy, posada sobre la mesa. Llegó un hombre y la llenó de una jarra,
sin que Kalugin lo mirara.
—La señora fue a Boregy la noche pasada. Pidió que lo rescataran. De
todos los hombres del mundo, a Vega Boregy. Su primo acababa de ser asesinado,
su viejo tío en estado de coma... sin duda no le han hablado al anciano acerca del
pobre Spoir. Y Vega vuelve de su exilio en Rajwade, y en cuestión de horas, y
tranquilamente, pone la casa en sus manos. Vega es uno de los partidarios,
señora. Este hecho no es del todo público, aunque lo haya apartado de su tío. Sus
noticias le impresionaron tanto que vino a verme directamente, aquí a Nikolaev.
Entretanto, el puerto estaba inusualmente lleno de canaleros... lo que siempre es un
mal signo. Evidentemente envié un mensaje al Signeury: nunca está de más
cumplir los formulismos. Difícilmente podría pensar que la señora lo lograba.
Pero ese barco esclavista va y viene, mejor dicho iba y venía, con cierta
regularidad. El Signeury lo sabe. Nunca ha deseado molestar.
Vete al infierno, Kalugin.
—Entonces usted estaba esperando en el puerto —dijo Mondragon.
—Estaba esperando. Ya ve que no se me pasan muchas cosas.
—Gracias a usted el asunto tuvo éxito.
—Me alegro. Tengo pensado sobrevivir a mis dos hermanos. Desearía que
considerara ese hecho. Los términos, Mondragon. Voy a soltarlos. A los dos. Ahí está
su skip, señora, amarrado al yate de Nikolaev, a plena vista de Dios y de todos.
Soy un huésped de los Nikolaev, no es un secreto. Sus tres compañeros correrán
rumores. Y si a esta ciudad le fallara la imaginación, mis propios agentes harán
correr vagos rumores concernientes a su unión para conmigo y el destino de la
oposición que pudiera desear ponerle las manos encima. ¿Se da cuenta? Si sirve a
mis intereses descubrirá que mi brazo es muy largo y le puede proteger. Si traiciona
esos intereses en cualquier cosa, o me da alguna información falsa en nuestras
entrevistas, descubrirá igualmente que mi brazo es largo. ¿Le satisface eso, señora?
¿Seguirá deseando atacar a Kalugin con bombas incendiarias?
Altair se estremeció. Apretó las manos y tomó una inspiración profunda. Dios
mío. Vivos. Vivos y fuera de este lugar. Mondragon, ¿será eso verdad? ¿Es una
mentira del diablo?
—No es necesario esperar á que deje de llover, señor.
—¿Cómo, no va a quedarse y a gozar un rato de la compañía de Mondragon,
que estoy segura es muy entretenida?
— ¡Dijo que le dejaba ir!
—Claro, pero después de que me haya dicho todo lo que quiero oír.
Después de que se siente conmigo, revise mis mapas y me ayude a hacer unas
listas, señora.
—Así volvemos al principio —dijo Mondragon—. La deja salir a ella. Yo me
quedo aquí, sin saber lo que vale su palabra.
—Oh, pero ella puede quedarse. Y usted aún seguiría preguntándose si iba a
salir vivo. Tiene que confiar en mí. Al menos en ese pequeño asunto.
Mondragon cogió la copa de brandy y la bebió hasta el final. Dejó la copa
vacía.

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C. J. Cherryh El ángel con la espada

—Un compromiso. Ella dejará un mensaje diariamente. En donde Moghi, en


Ventani. Sus agentes le entregarán uno mío.
—Complicado. No vale.
—Le permitirá salir de aquí.
—Le dará una oportunidad de esconderse si le transmite una sospecha de mala
fe. Claro que sí. Y no dudo que pensará en todas las otras pequeñas molestias. Como
decírselo todo.
—Me alegro que sea usted quien hable de ello. No quiero que piense que lo
he hecho ya.
Kalugin se quedó sin expresión un momento, enarcando enseguida las cejas.
—Sería muy imprudente, Mondragon.
—Hablo totalmente en serio.
—Estoy seguro de ello. Yo también dudo que pueda haberle contado todo. Estoy
seguro que la experiencia de la señora en la navegación tiene sus límites; y su
capacidad con los mapas tiene probablemente límites mayores. No, señora. ¿Está su
barca en buen estado?
—Tiene un depósito agujereado; y también un agujero en el fondo. Por eso
nos cogió.
—Jones.
—Creo lo que dice la señora. Un agujero en el depósito y otro en el fondo.
No creo que sea un gran problema. Alguno de mis hombres irá con usted. Estoy
convencido de que Rimmon es un buen lugar para reparar una barca de ese
tamaño. Dijo que no necesitaba esperar a que cambiara el clima.
—Cambié de opinión. Puedo esperar. Puedo esperar aquí toda una semana. O
dos.
—No querrá complicar las cosas. No, señora. Estoy muy ansioso de contar con
toda la atención de nuestro amigo. Ponga en marcha el motor. Tome los suministros
que necesita. Dinero si lo quiere. Ahora es empleada mía.
Al diablo si lo soy. Al diablo si lo soy en caso de que le ponga una mano
encima. Le sacaré las tripas con un gancho, Kalugin.
—Señora, ¿entiende el trato? Cada mañana sin fallar dejará una nota en la
taberna de Ventani. Cada mañana, un hombre se la llevará. ¿Sabe escribir, señora?
—Sí. Pero no tengo nada con qué hacerlo.
—Cuestión de suministro. Es muy simple. Esas cosas son sencillas. Mis hombres
se encargarán de los detalles. Lo único que tiene que hacer es pedir. Pero ahora tendrá
que irse, señora, aunque lo lamento mucho, sin hablar con él en privado. Estoy
convencido de que este hombre haría algo poco limpio, y no quiero que tenga que
soportar esa carga. Despídanse en público y vayase a recoger sus pertenencias.
Ella miró a Mondragon. Él asintió, con un movimiento de los ojos. Es verdad,
entonces. Vete. Vete fuera. De pronto le picaron los ojos, y estuvo a punto de
caerse, con un impulso recuperó el equilibrio.
No puedo andar bien. No puedo andar, me fallan las piernas. Mondragon
extendió su mano. Tomó la de ella y la estrechó. Ella encontró vida en sus dedos, y
la estrechó también. Los dedos se separaron.
Altair caminó unos pasos, se volvió para mirar a la espalda de Mondragon y al
rostro blanco de Kalugin, sobre el cuello de rubíes y la camisa negra; puso una
mano en la cadera, apartó a un lado el jersey, sacó un objeto y lo lanzó.
El cristal golpeó la alfombra al lado del sillón de Kalugin, y se rompió por la
mitad mientras las armas salían de las pistoleras en toda la habitación. Mondragon
se levantó de la silla, y se quedó inmóvil como todos los demás.

166
C. J. Cherryh El ángel con la espada

—Eso era por si acaso —dijo ella con calor sobre el frío del ambiente.
Se dio la vuelta y salió.
—Siéntese —oyó a Kalugin decir tras ella. También escuchó que las pistolas
volvían a sus fundas y que varios hombres salían tras ella.
No puede hacerme daño. Todavía. Tienen que entregar cartas, ¿no es así?

Esa mañana Moghi tenía una mirada deprimida, tras la barra, a la hora del
desayuno, con las mandíbulas hundidas y caídas sobre la barbilla mientras limpiaba
unos vasos. Ali dejó de barrer; todavía tenía rastros de moratones en los ojos; y volvió
a hacerlo cuando Altair le miró.
Fue hasta la barra con la carta del día siguiente, totalmente recubierta de hilo,
y notó una tranquilidad inusual entre los clientes matinales de la taberna, pertigueros y
regulares de Ventani casi todos, que tomaban el desayuno. La conocían. Todo el
mundo en el Merovingen de abajo conocía a Altair Jones, y sabía de las misteriosas
cartas que se cambiaban todas las mañanas ella y un hombre de la ciudad alta que
llegaba a la taberna de Moghi.
—No está aquí —dijo Moghi, frotando un vaso demasiado viejo como para que
sirviera para algo—. No ha venido todavía.
—¿Qué hora es?
—No lo sé, la hora.
Se quedó allí de pie un momento. Puso la carta en el mostrador. Su mano
tembló al hacerlo.
—Bueno, pon ésta con la otra. El hombre se llevará las dos. Llega con retraso,
eso es todo.
—Así es —dijo Moghi—. Tómate un huevo. Paga la casa.
Generosidad. De Moghi. Moghi pensaba que eso era malo.
—Gracias. Gracias —dijo caminando hacia la puerta trasera que llevaba a la
cocina—. Té y huevo —dijo y Jep la miró—. No, no viene.
—Uhm —dijo Jep sacando un huevo con motas grises de la bandeja,
mirándolo y cogiendo otro. Echó ambos sobre la parrilla y añadió una rebanada
de pan.
Altair cogió el plato cuando Jep se lo sirvió. Junto con una taza de té, los
llevó hasta la sala principal y se sentó a comer.
Un retraso, eso es todo, sólo un retraso, tendrán algún lío, algo que les ha
hecho perder tiempo.
Cómete el desayuno, estúpida, no te cuesta nada.
Empujó el huevo alrededor del plato, lo comió en trozos grandes, se tragó el
pan y se bebió el té.
Se quedó esperando. El chico llegó y le llenó de nuevo la taza de té, y se lo
bebió.
Malditos, me están mirando.
Finalmente empujó hacia atrás la silla, arañando el suelo de madera. Caminó
hasta la barra, llamando la atención de Moghi antes de llegar allí.
—Voy a dar un paseo —dijo—. Volveré dentro de un rato.
—Huh —respondió Moghi, que siguió arreglando los vasos.
Salió por la puerta a plena luz del día, se encasquetó bien la gorra y se quedó
mirando las aguas grises de la mañana en el Gran, entre el Mercado de Pescado y la
madera de color gris claro del Puente Colgante. Se habían reunido allí los skips, al
otro lado del Mercado de Pescado; un par de pertigueros salió de la taberna de
Moghi por detrás de ella y se dirigieron a la escalera que conducía a las barcas

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C. J. Cherryh El ángel con la espada

amarradas en el porche de Moghi; un numeroso grupo de barcas, como peces


negros, y la de Altair, más grande, estaba amarradas más lejos.
—Hey —gritó ella desde el porche—. ¿Vais a salir, queréis que aparte mi skip?
—No, tenemos sitio.
Estaba muy justo. Los pertigueros empezaron a salir, uno tras otro. Más
barqueros salieron de la taberna de Moghi hablando de los asuntos del día.
Maldición, no se había imaginado que amarrara tan lejos.
—La moveré —murmuró, y bajó por la escalera, caminó por encima de media
docena de pertigueras amarradas muy cerca unas de otras, y cruzó una de ellas, pasó
hasta su propia proa y deshizo el amarre. Las barcas retrocedieron, tomándose tiempo
para ello. Ella sostuvo el skip con la pértiga, se dirigió hacia un vacío que se estaba
haciendo al borde del porche y guardó la pértiga, corriendo para coger la cuerda de
proa y amarrarla mientras los últimos pertigueros se iban y se oía el retumbar de
los zuecos de los paseantes que iban hacia las tiendas.
Se retiró a la popa y se sentó al borde de la cubierta central, sacó la piedra
azul de donde la tenía guardada, junto a los pies, sacó el cuchillo y se puso a
afilarlo, pues el día anterior lo había utilizado para cortar unas telas.
El maldito sentido del tiempo de los habitantes de la ciudad alta.
Le daré una hora.
Entonces se puso a pensar en algo. Tendré que ir a Rimmon, eso es lo que haré.
No. Averiguaré dónde está Kalugin. Es resbaladizo. Podría estar en Nikolaev.
Podría haber vuelto a Kalugin. No haré nada estúpido, actuaré con lentitud y calma.
Les daré algún pequeño regalo, como el que le hice al barco esclavista. Tuvieron que
salir corriendo. Y luego les esperaremos yo y éste.
La hoja estaba empañada.
Le daré una hora, luego tendré que ir a algún lugar en donde no le sea fácil
encotrarme.
El agua cayó sobre el acero. Se limpió los ojos con el dorso de la mano que
sujetaba el cuchillo, y siguió limpiándolo.
Los pasos de unos pies calzados con cuero sonaron en el porche, llegaron
hasta el borde y se detuvieron. Ella miró hacia arriba y vio el perfil borroso de un
hombre que se encontraba allí de pie con ropas de la ciudad alta. Parpadeó y vio
que la luz del día se quedaba sobre su pelo.
Dios mío.
Dios mío. Envainó el cuchillo, dejó caer la piedra y se puso de pie en el pozo,
mirando hacia el elegante hombre que había en el porche, el hombre que se dirigió a
la escalerilla y bajó a las pizarras del pozo de su skip.
Tenía muy buen aspecto. Estaba allí de pie como si ya no supiera mantener el
equilibrio en un skip. De su costado colgaba una bonita espada. Las ropas eran
hermosas.
¿Te las has arreglado bien con Kalugin, eh Mondragon?
—Jones...
Volvía a hablar bien. Te mueves como una anguila. A una mujer se le rompe
el corazón por ti y tú vuelves oliendo como un habitante de la ciudad alta, y sin
ninguna señal.
—¿Tienes sitio para un pasajero?
—Claro, no llevo carga. ¿Vas algún sitio en particular, así vestido?
—Jones, maldita sea.
Altair se echó hacia atrás la gorra, y volvió a ponérsela, se limpió los dedos
en el jersey.

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C. J. Cherryh El ángel con la espada

—Tienes muy buen aspecto.


—Estoy muy bien.
—¿Te vas de la ciudad?
—No, yo... —hizo un gesto vago hacia la ciudad alta, moviendo una mano
envuelta en puños de encaje—. Me quedo en Boregy. Hasta que pueda encontrar
algún otro lugar. Me mudé a últimas horas de la noche. La barca de Boregy me
dejó en la esquina... —su voz se quedó suspendida—. Llego tarde, ¿no?
—Diablos, no mucho —sus pestañas estaban húmedas cuando parpadeó.
Maldito hombre. ¿Se dará cuenta de que estoy llorando? ¿Me verá?—. Pareces
estar muy bien.
—También tú —dijo acercándose a ella, oliendo a perfume, limpio, con una
capa de lana y pechera de encaje, y ella se echó hacia atrás, apartando de su vista las
manos ennegrecidas por el cuchillo, y golpeándose la pierna contra la cubierta
central—. Jones, vamos a algún lugar.
Ella se le quedó mirando.
—Estás contratado por Kalugin, ¿no?
La boca de Mondragon se puso tensa.
—Tengo un patrón. Así es como vive un extranjero en está ciudad.
—Maldición, ¿confías en que...?
—Probablemente algún día será el gobernador. Conozco a los de su tipo.
Suelen ganar.
—Sí, suelen hacerlo.
—No tenía otra elección, Jones.
Ella tomó varias respiraciones breves. Volvió a limpiarse las manos.
—Bueno, eso es otra cosa, ¿no?
—¿Quieres que quite el amarre?
Altair parpadeó, puso un gesto de asombro.
—Diablos, los de la ciudad alta no hacen esos trabajos —dijo pasando junto a
él, avanzando con los pies descalzos y tirando de la cuerda. Miró hacia arriba y vio
allí a Ali, sentado en el borde del porche. Jep estaba tras él—. Diablos, ¿quieres
que corran los rumores? —preguntó mientras les hacía una señal—. Decidle a
Moghi que ya lo tengo.
—¿Adonde vas, Jones? —atronó la voz de Moghi.
—No lo sé. ¡Cuidado atrás! —cogió la pértiga y empujó—. Lo sabremos cuando
lleguemos allí.
Metió la pértiga abajo. La proa cruzó por las sombras del Mercado de
Pescado y salió Gran arriba.
—¡Y no te atrevas a abrir las cartas, Moghi! ¡Me acuerdo de los nudos que
hice!

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C. J. Cherryh El ángel con la espada

APÉNDICE

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C. J. Cherryh El ángel con la espada

SOBRE LA UNION, ALIANZA Y MORIVIN.


UNA HISTORIA CONCISA DE MEROVIN

La historia de Merovin es la historia de un error. Desde el principio de la


historia de la Alianza y la Unión (año 2530 de nuestra Era), hubo una proclamación
conocida popularmente como la Doctrina Gehenna: declaraba como dogma político
que ningún material genético de Terran debía ser introducido en una ecología
alienígena compatible; y que la humanidad no debía contactar con ninguna especie
alienígena, y no debía aterrizar en ningún planeta a menos que fuera invitada por
una especie sapiente dominante. El sentido práctico de esto era el siguiente: que la
humanidad se limitaría al espacio y dejaría a los mundos que se estaban desarrollando
en libertad, para que lo hicieran sin contaminación de ningún tipo; y que la
humanidad no contactaría con especies que no tuvieran vuelos espaciales avanzados.
La teoría que se escondía tras esto era que dicha especie: (1) habría evitado
mezclarse con sistemas de poder avanzado, y (2) habría aprendido lo suficiente
sobre su propia ecología planetaria como para idear sistemas de protección frente a
la contaminación en niveles críticos.
La Doctrina Gehenna guió a la humanidad en el siglo vigésimo sexto; en el
siglo vigésimo séptimo sufrió alguna erosión. La humanidad no se extendió en una
esfera coherente desde la Tierra, sino desde Tau Ceti, y en la dirección general de
Vega y Sirio, por los delgados caminos que podían utilizar las naves de ruta, hacia
las estrellas de las que la humanidad podía servirse; y la falta de centralización con-
llevó una falta de control central.
De las dos superpotencias humanas, Alianza (cerca del centro del espacio
humano) era sobre todo un territorio coherente que contaba con un gobierno coherente.
Unión se extendió hacia el exterior en una serie de radios que se asemejaban sobre
todo a una red de corredores de cohesión cada vez menor: la Unión se dio cuenta
enseguida de que nunca llegaría a ser un gobierno compacto y coherente, que estaba
condenada a extenderse. Había impuesto determinadas medidas educativas a sus
ciudadanos para asegurar una conformidad subyacente (la Alianza lo denominaba
lavado mental), y se limitaba a encogerse de hombros cuando las líneas de la
colonización se extendían hacia el exterior más allá de su alcance o comprensión.
La Unión pedía la paz de sus partes componentes; y violaba la Doctrina Gehenna
no como una política colectiva (pues carecía de tal), sino localmente. La realidad era
que la Unión aplicaba la Doctrina Gehenna más a la humanidad que a los contactos
con alienígenas: se preocupaba muy poco de lo que sucedía dentro de una unidad
local, en una ruta estelar aislada, o en un mundo particular, en tanto en cuanto
lo que salía de esa unidad y entraba en el espacio de otra unidad dejaba a sus
vecinos solos, por lo que en general se obedecía la ley de la Unión.
Merovingen fue un ejemplo del tipo de accidente al que era proclive la Unión:
una colonia de exploración lanzada en el 2608 por alguien alejado de la capital de
la Unión, Cyteen, en una pequeña estrella de la clase G con un planeta parecido a la
Tierra: era demasiado atractivo para que se resistieran determinados intereses
económicos. Estaban en un período general de expansión, y en la confianza de la
nueva ciencia, los mundos no podían quedar ya exentos.
La expedición avanzó precipitadamente en todos los niveles, preocupada por
atraer la atención de los niveles superiores del supragobierno de la Unión (por la
idea general de que el gobierno tendía a interesarse por todo lo que tardara
demasiado y tuviera excesivas perturbaciones locales). Esa prisa tuvo una
consecuencia predecible: informes geológicos precipitados, estudios climatológicos
precipitados, objeciones de oficiales de campo reprimidas por superiores cuyos
superiores podían enfadarse si los planes no se cumplían. Vigilancia zonal
precipitada.
Y un encubrimiento totalmente ilegal de lo que los funcionarios coloniales
intentaron denominar formación natural; pautas de fractura. Un geólogo puso
objeciones y fue acallado. No se consultó con ningún arqueólogo; resultó
totalmente evidente que fuera aquello lo que fuera, estaba profundamente enterrado,
totalmente abandonado, y no tenía consecuencia alguna para la colonia. Alguien,

171
C. J. Cherryh El ángel con la espada

hacía mucho tiempo, había colonizado el mundo y lo había abandonado. Esa era la
opinión predominante tras la mayoría de las puertas de la misión de vigilancia. La
palabra que se utilizaba tras esas puertas era formación basáltica. La exploración audi-
tiva de las estrellas cercanas no recogió presencia alienígena ni actividad. El mundo
no la tenía. Todo resultaba muy seguro. El pueblo y los escalones superiores no lo
sabrían hasta... bueno, más tarde. Hasta que la colonia ya se hubiera fundado.
Las cosas iban muy bien; como una caída desde un risco. Los colonos
desembarcaron; construyeron y construyeron, los cultivos prosperaron, la colonia
consiguió un nivel industrial II, a la estación espacial se le añadieron nuevas
secciones, el puerto de lanzaderas amplió el perímetro, los promotores se
enriquecieron, y para las empresas que regresaban a la estrella madre todo eran
sonrisas y complacencias.
Entonces fue cuando aparecieron los antiguos propietarios.
Se daban así mismos el nombre de sharrh. Comunicaron con los humanos en
el 2652: no permitieron contacto en la otra dirección y utilizaron su excelente
dominio de la lengua humana para transmitir un ultimátum. La colonia de Merovin
tenía que ser eliminada. O la eliminarían ellos.
Esto era una perturbación que prometía la existencia de verdaderos problemas. El
gobierno central podía verse implicado. Las empresas se pelearon por desentenderse
del asunto, lo que comprometía cualquier defensa que pudiera haberse hecho; y todo
con el precipitado revoltijo de acontecimientos que produjo el equipamiento de
Cyteen con naves de guerra: algún funcionario de escasa importancia, cuya cabeza
estaba ya en el cadalso, había robado algunas microfichas estropeándoles todo el asunto
a los funcionarios de Cyteen interesados. Otras cabezas rodaron... figurativamente. Y
el gobierno de Cyteen comprendió que todo el esfuerzo colonizador era una
monumental serie de encubrimientos, lo que significaba que no podía confiarse en
ningún dato.
Ahora, en la crisis, el coloso que había sido el gobierno central de la Unión
podía moverse con notable diligencia. En esa época, la atención de la Unión estaba
puesta en otro descubrimiento, en ese período de prosperidad que precedió a las
guerras mri-regul. Deseaba liberarse de cualquier molestia para prevenir un
empeoramiento de sus relaciones con la alianza. Por eso el gobierno se limitó a
aconsejar a los sharrh que la colonia no estaba autorizada, recuperando la Doctrina
Gehenna para asegurar a los sharrh que si no querían contacto, no lo habría. Final de
la Declaración. Ningún sharrh entraría en el espacio humano. Ningún humano en-
traría en el espacio sharrh. Estaban tratando con xenófobos y con un gobierno
alienígena de exigencias y parámetros desconocidos; la palabra que podría definirlo
todo sería descontacto. Descontacto; descompromiso; desmantelamiento.
Llegaron naves de guerra humanas con transportes, quitaron la estación
espacial, quitaron de las ciudades de ese mundo todos los documentos que pudieran
beneficiar a los sharrh; y ordenaron a los colonos que embarcaran en las lanzaderas
espaciales para ser transportados a un espacio humano Los colonos acudieron a toda
prisa al puerto espacial, y desde las primeras cargas hubo más dificultades para
retener a los que querían embarcar que para obligarles a que lo hicieran.
Luego les tocó el turno a los colonos que veían el asunto de otra forma.
Aterrizaron tropas para reprimirlos. Las ciudades fueron incendiadas. Los colonos
independentistas tomaron las colinas y devolvieron el fuego.
Ese fue el final. La Unión tenía otra política: no perder vidas de soldados
protegiendo a personas que disparaban contra el ejército. La Unión ordenó a sus
fuerzas que se retiraran en el 2655, sacó sus naves de esa región, se llevó todo y
se fue, transmitiendo un último informe a los sharrh, en el sentido de que la
humanidad aceptaría un contacto pacífico, pero consideraba que a partir de ese
momento dicho contacto estaría a la discreción de los sharrh: si los sharrh querían
tenerlo.
La Unión cerró la puerta de ese corredor espacial y siguió con sus asuntos,
bordeando cuidadosamente desde ese momento toda la región, aunque no dejó de
escuchar los mensajes provenientes de esa dirección. Los sharrh eran territorialmente
más pequeños que la Unión. En caso de guerra, ésta podía ganar. Pero el combate

172
C. J. Cherryh El ángel con la espada

no producía porcentajes. Si había una lección que la Unión había aprendido era la
de que las partes componentes tendían a producir perturbaciones internas siempre
que el gobierno central se vinculara en alguna otra zona en un problema prolongado;
y la Unión se limitaba a evitar los conflictos a menos que su autoridad fuera
desafiada o cuestionada. Decidió considerar este incidente no como un
cuestionamiento de su autoridad, sino como una posibilidad de castigar a algunas
empresas que se habían sobrepasado. A ellas se les achacó la culpa. Y la Unión, o
mejor dicho el cuerpo central del pulpo que era la Unión, se limitó a crecer un poco
y a controlar con algo más de intensidad ese corredor de acceso.
Pero desgraciadamente, los problemas de Merovin sólo estaban comenzando.

173
C. J. Cherryh El ángel con la espada

CRONOLOGÍA
Nota: Algunas fechas se dan para un marco de tiempo y referencia generales; las fechas pertinentes a
Merovin van con asterisco.

AÑO ACONTECIMIENTO LOCAL

2600 * Erosión de la Doctrina Gehenna.


2608 * Aterrizaje en la colonia Merovin.
2623 Primer contacto Alianza-Unión con majat de A Hyi II (Cerdin). Se
comen a la tripulación..
2652 * Los sharrh piden la eliminación de la colonia de Merovin.
2653 * El tratado Unión-Sharrh cede a Merovin.
2654 * Las tropas de la unión se llevan a los colonos.
2655 * Se completa el éxodo de Merovin.
2657 * La limpieza de Merovin.
2658 * 1 DL Los sharrh se retiran; en otros lugares, los primeros gehennam en
abandonar su mundo llegan a Fargone.
2659 * 2 DL Terremoto menor en el valle del Det, Merovingen.
2672 * 14 El calendre de Nev Hettek organiza las milicias del valle del Det:
comienza el Restablecimiento.
2679 * 21 Los merovingios desafían a Nev Hettek.
2680 * 22 Los merovingios, unidos a otras milicias, rechazan el poder de Nev
Hettek.
2690 * 32 Gran terremoto en el valle del Det.
2691 * 33 Inundación en Merovingen.
2695 * 37 Inundación en Merovingen.
2698 * 40 Inundación en Merovingen.
2699 * 41 Inundación en Merovingen.
2700 * 42 Inundación en Merovingen; se encuentra el Ángel de Merovingen.
2701 * 43 Primer contacto de la alianza con los regul y los mri; se rompe el
dique de Merovingen.
2702 * 44 Inundación en Merovingen.
2703 45 Comienzan las guerras mri: en general durante todo este período,
puesto que el asalto regul-mri vino de un lado de la Alianza que no
implicaba a la Unión, la Alianza luchaba por sí sola. Además, la
Alianza, por su antigua desconfianza hacia la Unión, temía un ataque
de ésta por sus flancos, y la organización de seguridad de la Alianza,
(AISec) fundada trescientos años antes por Signy Mallory, resultó
muy potente frente a la constitución formada por Damon Konstantin.
La Alianza se convirtió interiormente en un estado policial, represivo
y sospechoso. La Unión, aunque estaba preocupada, no fue capaz de
intervenir en el espacio de la alianza hasta que la guerra empeoró.
2710 * 52 Algaradas adventistas en Merovin; Nev Hettek interviene en
Merovingen y se pierde el ángel original.
2712 * 54 El ángel de Merovingen es puesto en el puente. Nev Hettek es
expulsado de Merovingen.
2720 * 62 El puerto de Merovingen queda destruido por un importante
terremoto; las compuertas del mar se abren; los barcos se hunden.
Milagrosamente, el Ángel sigue en pie. Se forma un banco de arena
por encima de los barcos naufragados, completando la devastación.
2721 * 63 Se inicia en Merovingen el puerto nuevo.

174
C. J. Cherryh El ángel con la espada

AÑO ACONTECIMIENTO LOCAL

2722 64 El centro gubernamental de la alianza es trasladado a Haven desde


Pell, para acercar al gobierno central a la zona de guerra y mejorar el
tiempo de reacción. Pell queda reducida a una capital regional,
aunque siga siendo el centro cultural de la Alianza, ya que no el
administrativo.
2724 * 66 La rebelión de Faisal; termina el restablecimiento.
2730 72 Caída de Haven ante los mri: la Alianza pide finalmente la ayuda de
la Unión. Esa ayuda es discutida en el consejo de la Unión mientras
cae Haven, y las fuerzas de la Unión, cuando llegan, son recibidas
por las fuerzas de la Alianza con desconfianza y cólera, pues no
entienden qué limitaciones se han producido en el frente interior.
Había sido una política de AISec mantener la guerra fuera del
territorio nacional, en Pell; pero ahora hay intensos sufrimientos
económicos y las pérdidas de vidas ya no pueden ser ocultadas.
2743 85 Final de las guerras mri: se recupera Haven.
2748 90 Regul llega a la crisis interior por causa del contacto humano y se
vuelve totalmente xenófoba.
2749 91 La Alianza sufre la revolución mientra AISec encuentra resistencias
y se restaura la constitución de Konstantin. Durante este período la
Unión observa un prudente silencio.
2779 * 121 Terremoto en Chattalen.
2805 * 147 Pequeño terremoto en el valle del Det.
2907 * 249 Importante inundación en Merovingen.
3141 483 Masacre de los Meth-marens de las estrellas Hydri.
3187 529 La ruptura Manan de la Alianza en una pequeña riña limitada a un
grupo estrecho de estrellas, pero la lucha durará mil años. La Unión
no se ve implicada.
3241 * 583 Altair Jones nace en Merovin.
3243 * 585 Pequeño terremoto en Merovingen.
3253 * 595 Retribución Jones muere en la inundación.

175
C. J. Cherryh El ángel con la espada

RELIGIONES DE MEROVIN

SHARRISTAS

Los sharristas creen que si los humanos pueden volverse semejantes a los sharrh,
estos se aplacarán y dejarán a Merovin tranquila. Evidentemente, se supone que los
sharrh no molestarán en absoluto a los humanos de este mundo, salvo que algunos de
ellos tienen inclinaciones a la piratería y no tienen el menor escrúpulo de utilizar a sus
veneradores.
Debe tenerse en cuenta que los humanos implicados en el culto sharrista tienen
amplias diferencias, desde aquellas denominaciones sin aspecto religiosos hasta
aquellos otros con creencias muy metafísicas en el sentido de que pueden convertirse
físicamente en sharrh, o renacer como sharrh, volviéndose cada vez más parecidos a los
sharrh.

ADVENTISTAS

Los adventistas esperan que la humanidad regrese con armas superiores, derroten
a los sharrh y lleven a Merovin a la comunidad humana por la fuerza. Los adventistas
son de opiniones agresivas y a menudo se ven implicados en tramas y tecnologías
prohibidas. Dan a sus hijos nombres técnicos o de estrellas; o nombres como Esperanza
o Retribución. En esto puede verse ya su filosofía. Los de inclinación mística esperan
apresurar el día del Advenimiento mediante oraciones, y creen en un dios de la
retribución. En general, creen en el karma, pero lo consideran como un karma colectivo
de todos los merovios, que debe ser purificado para permitir la recompensa. Una
subcultura, los adventistas inmateriales, conocidos generalmente como los predicadores,
creen que la recompensa será de carácter más metafísico y consideran que la vida
humana sólo mejorará cuando los humanos hayan adquirido suficiente virtud como para
reparar sus pasados pecados de codicia y corrupción. Otra subcultura, la Espada de
Dios, entrena a sus miembros en artes marciales y dedica sus energías a obtener el poder
temporal, destruir la influencia sharrista y prepararse para la guerra, en la creencia de
que Dios someterá al mundo a una segunda limpieza antes de la recompensa, y
gratificará sólo a aquellos humanos que se unan en la destrucción de los sharrh,
devolviéndolos a su mundo de origen. De estas dos subculturas dependen otras diversas
culturas, cada una de las cuales se diferencia en algún punto del dogma, pero éstos son
los dos extremos del pensamiento adventista.
Muchos gobiernos tienen leyes que reprimen a los adventistas, pero están
reconocidos oficialmente en Soghon y Nev Hettek.

REVENANTISTAS

Esta religión cree en la reencarnación, considera que Merovin es un lugar de


prueba para las almas, o un lugar de castigo (las denominaciones difieren sobre este
punto), y que mediante la virtud es posible renacer en un punto superior de la escala
social de Merovin, y finalmente en otro mundo humano, en un largo progreso del karma
adquirido disminuyendo los vínculos con Merovin.
El revenantismo es la más formal de las religiones merovias, y la más extendida.
Es la religión mayoritaria de Merovingen y Canbera.

176
C. J. Cherryh El ángel con la espada

Tiene ceremonias y rituales elaborados, sobre todo los relacionados con el


nacimiento, la muerte y la mayoría de edad.

IGLESIA DE DIOS

Este culto afirma seguir las antiguas veneraciones humanas basadas en la


revelación y en los documentos rescatados de la Limpieza. Son sobre todo una entidad
Wold, pero mantienen una sede religiosa en Gothhead y son fuertes entre los falkenaers.
Se dividen en muchas denominaciones. Casi todas creen en una vida del más allá de
todas las especies, tanto de los sharrh como de los humanos.

NUEVOS MUNDEADORES

Este culto desciende de la Iglesia de Dios, y mantiene que la auténtica creencia se


ha perdido y hay que volver a redescubrir y aproximarse a dios sin la menor referencia a
los documentos u objetos del culto. Los nuevos mundeadores tienen tres
denominaciones: escolásticos, que creen que el enfoque debe ser intelectual; los
arrebatados, que buscan la revelación; y los revisionistas, que tratan de aplicar ambas
teorías. Predominan en Megar.

JANITAS

Seguidores de Althea Jane Morgoth, generalmente politeístas que practican los


rituales mágicos y curativos. Jane Morgoth era una campesina del Alto Ligur que
convenció a un gran número de seguidores de que tenía poderes, y dirigió los disturbios
ligures hasta que fue detenida y ejecutada en el 432. Sus seguidores creen que se
convirrió en un espíritu doble: curativo para los creyentes y vengativo para los no
creyentes. Esta creencia se vio estimulada por la muerte de tres de sus jueces en ese
mismo año; y se cuenta que ningún miembro del jurado vivió más de un decenio. Los
detractores afirman que ello se debió a los asesinatos cometidos por miembros del culto,
y en tres casos por fallo cardiaco que podía atribuirse al hostigamiento.
Los janitas predominan en el Liger rural, pero también se sabe de su existencia en
Suttani y en las Islas de Fuego.

177
C. J. Cherryh El ángel con la espada

ESTACIONES Y TIEMPO

El concepto de tiempo en Merovin se basa en una práctica del siglo vigésimo


séptimo, que se retrotrae a la cronología militar de la vieja Tierra, modificada por las
exigencias de la Limpieza.
El resultado es un reloj de veinticuatro horas y un año de doce meses.
Los meses son (a partir de un origen numérico modificado por la historia y la
práctica agrícola): primo; dos; plantación; verdecimiento; cuartina; quinto; sexto; septo;
cosecha; caída; cambio; barbecho.
Los meses tienen veintiocho días, salvo barbecho, que tiene veintinueve. Hay
también un día del cambio, que sirve como unidad de intercalado para ajustar las
irregularidades del año. Este día puede tener en realidad más de un día de duración; es
fijado por el astrónomo de Merovingen, decretado por el gobernador y por todos los
otros gobernadores. Sin embargo, en la práctica es bien conocido de antemano que va a
hacerse tal decreto, por lo que el acontecimiento es prácticamente simultaneo a pesar de
la lentitud de las comunicaciones, pues hay más de un astrónomo en el mundo. Ese día
se celebra de diversas maneras: los revenantistas lo consideran como tiempo de
meditación; los adventistas consideran que es un día que no puede ser registrado, por lo
que cualquier acto que no tenga consecuencias permanentes deja de estar prohibido: en
las ciudades adventistas es un carnaval. En Merovingen se dice entre los adventistas que
el ángel duerme sólo ese día; para los revenantistas, eso es herejía.
Las semanas son de siete días salvo la última de barbecho, que tiene ocho. Los
días de la semana son domingo, lunes, martes, miércoles, jueves, viernes y sábado. Los
orígenes de los nombres se han olvidado.
Los días tienen veinticuatro horas en el reloj cívico (pero popularmente,
retrotrayéndonos a la Limpieza y la Restauración en que el tiempo se reconocía sin el
beneficio de relojes precisos), el día se compone aproximadamente de las horas
transcurridas entre las seis de la mañana y va hasta las dieciocho horas, hasta la
oscuridad, tras lo cual hay una variedad de descripciones de tiempos regionales. Un
hablante merovingio describirá a otro, sin hablar oficialmente, las horas de la oscuridad
como rondas, de las que hay seis antes del amanecer; por ejemplo, la parte anterior de la
primera ronda es el principio de la oscuridad completa; el final de la quinta se produce
un par de horas antes del amanecer; el final de la sexta es la primera percepción del
amanecer.
Las fiestas más universales son el 24 de cosecha, fecha en la que empezó la
Limpieza, y el 10 de primo, aceptado generalmente como la fecha de su terminación. El
24 de cosecha es un día de tristeza y sobria reflexión para todas las religiones. El 10 de
primo es día de celebración, a veces con licenciosidad. El 24 de cosecha es una fecha
particularmente tensa para la policía en las ciudades en donde la presencia adventista es
fuerte, pues lo que los merovios llaman melancolía puede producir excesiva
indulgencia, lo que a su vez conduce a alucinaciones o decisiones inspiradas
religiosamente y aceptadas con sangre fría por parte de los grupos o individuos que
actúan directamente contra enemigos reales o imaginarios. En una ocasión famosa, un
grupo de veinte adventistas de Soghon se dispuso a destruir las ruínas sharrh de Kevogi,
abriéndose camino entre tres compañías de las milicias que habían sido enviadas desde
Soghon y Merovingen para detenerlos. Se perdieron ciento cincuenta y dos vidas antes
de que el último de ellos fuera sometido. El único superviviente de la acción era un
hombre de veintidós años llamados Tom Caney, herido en el asalto final y ahorcado
posteriormente en Merovingen. El incidente suele recibir el nombre de Rebelión Faisal,
por el de su principal instigador. Otras fiestas son importantes para determinados grupos

178
C. J. Cherryh El ángel con la espada

religiosos, celebrándose sólo en algunos lugares; hay otras que conmemoran


acontecimientos locales, como la fiesta del Ángel, del 20 al 25 de barbecho, en
Merovingen, que une una serie de observancias religiosas en una fecha mutuamente
acordada. El tono general de la fiesta es de purificación y absolución en recuerdo de la
intervención divina; pero las sectas difieren considerablemente en su interpretación. La
práctica entre todas las sectas implica en ofrecer regalos, buscar arreglo a las amistades
rotas y hacer votos antes del final del año: hay una creencia en Merovingen según la
cual esta fiesta es previa a la Limpieza; y por tanto es la única fiesta que hay en el
período transcurrido entre el 24 de cosecha y el 10 de primo. Incluso hay una leyenda
según la cual en el valle del Det, durante el día más oscuro del invierno, cuando los
sharrh cazaban a los humanos por todo el valle, un grupo de humanos hambrientos
decidió celebrar esta fiesta antigua, y en una oscura cueva de las colinas, mientras los
ataques se sucedían en el valle, se dieron unos a otros regalos que se convirtieron en un
milagro: pues cada uno de ellos contó con cosas secretas que, al sacarlas a campo
abierto ayudaron a la supervivencia de todo el grupo. La historia es posiblemente
apócrifa; pero la fiesta es observada por todas las sectas y líneas del valle del Det en una
u otra forma; y la práctica y la leyenda han sido recogidas por los falkenaer, quienes
devotamente insisten en que la sede del milagro fueron las Islas Falkenaer.

179
C. J. Cherryh El ángel con la espada

EL ÁNGEL DE MEROVINGEN

El Ángel, que es una copia anterior a la Limpieza, fue colocado en su lugar actual
en el año 55 tras la Limpieza, precisamente el 25 de barbecho, en una ceremonia cívica.
El original, descubierto hacia el 22 DL en las ruinas de Merovingen, desapareció
cuando fue robado por el gobernador de Nev Hettek al intervenir en los disturbios
adventistas del 53 DL; la barcaza que lo transportaba se unió en el Det, algunos creen
que como resultado de un sabotaje adventista; dicen otros que la barcaza fue golpeada
por un rayo durante una tormenta; lo que se quiere dar a entender es que el rayo tiene un
origen divino.
La leyenda afirma varias cosas sobre el Ángel, que es una figura dorada, de
tamaño doble al natural, de un ser alado, vestido con una túnica suelta, que está
metiendo o sacando una espada. Los adventistas dicen que el nombre del Ángel es
Retribución, y que está sacándola. Otros dicen que la espada sale y se mete en la vaina
un poco según sean los actos de la humanidad, que adelantan o retrasan el día de la
Retribución. Evidentemente esto no puede medirse por el gran número de personas que
hay en el mundo, pero algunos adventistas insisten en que hay un movimiento
mensurable.
Los revenantistas afirman que el nombre del Ángel es Michael, y está envainando
la espada que produjo el terremoto.
La Iglesia de Dios está de acuerdo con ese nombre y afirma que es un testigo
divino de los asuntos humanos y permanecerá defendiendo al mundo frente a los sharrh
hasta que la Iglesia recupere su pureza original.
Los janítas y los nuevos mundeadores lo han incorporado a sus creencias como
una entidad de la cólera divina que defiende a la humanidad frente a los sharrh: los
janitas lo llaman el Vigilante, y los otros simplemente el Ángel. Hay réplicas del Ángel
que se veneran en Suttani, las Islas Falken, el Goth y Kasparl.

180
C. J. Cherryh El ángel con la espada

LA LIMPIEZA Y EL RESTABLECIMIENTO

Hay un acontecimiento que recibe el nombre de Pequeña Limpieza, consistente en


la demolición voluntaria de estructuras y la eliminación de la información peligrosa
dejada por las fuerzas humanas frente al avance de los sharrh, y en cumplimiento del
tratado sharrh-humanos. Esta demolición estaba pensada también para obligar a la
rendición de los resistentes.
Incluía también cumplimientos posteriores. Accidentalmente aseguró la
supervivencia humana al conducir a los colonos hacia las colinas para escapar a la
detención; además endureció las actitudes de los resistentes más decididos, cuyo núcleo
fuerte quedó convencido (tras las repetidas traiciones de las autoridades) de que la
amenaza alienígena había sido maquinada por las empresas o por el gobierno para
quitarles su tierra.
Pero en el 24 de cosecha del año 2657 de la antigua cronología (utilizada todavía
con fines religiosos y en los documentos oficiales), los sharrh llegaron a erradicar los
últimos restos de asentamiento humano en Merovin.
Dieron el primer golpe en la estación espacial, que para entonces era sólo un casco
vacío y saqueado. Atacaron también las ciudades más importantes con bombas
fracciónales C, pues por fortuna para la ecología y los supervivientes no utilizaron
armas atómicas. Los ataques posteriores se hicieron a corta distancia, con fuegos
dirigidos, y finalmente con demoliciones y misiles aire-tierra o con rifles, cuando los
cazadores sharrh buscaron supervivientes de sitio en sitio, y quizá, aunque las
motivaciones sharrh permanecen oscuras, buscaban archivos.
Los humanos perdieron terreno rápidamente, y finalmente dedicaron la mayor
parte de sus energías no al ataque, sino a la evasión. Así continuó la situación durante el
largo invierno del 2657-58, durante el cual los humanos sufrieron hambre y exposición
a los elementos.
En una fecha aceptada generalmente como el 10 de primo, los sharrh dejaron de
atacar las colinas y retiraron sus patrullas. Después de eso, abandonaron el mundo.
Hasta que la primavera estaba en su apogeo, los primeros humanos no se
aventuraron a regresar a sus antiguas tierras. Algunos eran verdaderos resistentes; otros
eran predadores humanos tan dispuestos a atacar a los sharrh como a los otros seres
humanos. Y durante los siguientes años así fueron las condiciones en el valle del Det, en
Megar y en el río Kaspar.
Finalmente, lugares como Kaspar se extendieron, formando sobre las ruinas
puestos comerciales; lo mismo sucedió en lugares como Merovingen, Soghon y Nev
Hettek, en donde granjeros y comerciantes se restablecieron; y los duros falkenaer,
quienes acabaron con los árboles de sus islas para hacer barcos de tipos muy distintos
que habían utilizado en los días coloniales, habían sido los pescadores de la colonia
fundacional.
Este período de reconstrucción recibe el nombre de Restablecimiento. Se extendió
durante más de cincuenta años antes de que la vida humana en Merovin consiguiera dar
una sensación de permanencia. Fueron años duros en los que numerosos bandidos de
fama local, líderes y aspirantes a líderes ascendían y caían, dejando un legado escaso.
En el área de Susain fue famoso el bandido Sager, cuya banda se perdió al infiltrarse
entre los esquivos habitantes del desierto que viven sobre todo del comercio y de
pequeños robos en los alrededores de Susain; mientras que en el valle del Det, Nev
Hettek tomó su milicia y marchó hacia el sur en el 2672, barriendo a las milicias locales
mediante la persuasión y la amenaza hasta que llegaron al mar y a Merovingen,
utilizando el Det como vía de suministro y comunicación que los bandidos no podían

181
C. J. Cherryh El ángel con la espada

defender. En general esta acción militar fue saludada con alivio, y dio a los
asentamientos del valle del Det la primera sensación de restablecimiento de la cultura y
el comercio humanos. Nev Hettek llegaría a ser después la capital de todo el valle, pero
Merovingen se negó a aceptar su autoridad, y la resistencia merovingia estimuló a las
milicias a que recordaran sus lealtades regionales, lo que sirvió, más que ningún otro
factor, para poner fin al sueño de Nev Hettek de ser la capital del mundo.

182
C. J. Cherryh El ángel con la espada

EL TERREMOTO

Entre los desastres relacionados con la Limpieza estuvo el Gran Terremoto. Las
opiniones meroveas difieren con respecto a si los sharrh activaron la falla del valle del
Det o si la calamidad fue simplemente un desastre natural espectacularmente
desafortunado. En cualquier caso, los terremotos fueron conocidos desde el año
posterior a la Limpieza, pero remitieron desde el 2662.
Luego, en el 2690, un terremoto de gran magnitud causó graves daños a lo largo
del Det, desde Nev Hettek hasta Merovingen, con efectos menos desastrosos para esta
última, una de las más prósperas ciudades posteriores a la Limpieza, construida sobre
las ruinas dejadas por los antepasados. En Merovingen hubo perturbaciones de las
mareas e inundaciones, mientras Nev Hettek sufría grandes daños y Rogón quedaba
totalmente cubierta y abandonada.
Los tenaces supervivientes se entregaron a la reconstrucción; pero la naturaleza
reservó algo particularmente cruel para los habitantes de Merovingen. Menos
perturbados por las consecuencias posteriores que Nev Hettek y, ciertamente, que la
miserable Soghon, enviaron ayuda al norte, a Soghon y los supervivientes de Rogón,
incluso cuando ellos mismos estaban sufriendo por las inundaciones.
El área fue presa de perturbaciones sísmicas durante los años siguientes; y en
Merovingen hubo inundaciones en los veranos del 2691, 2695, 2696, 2698, 2699 y
2700, en general una simple inundación de las calles, aunque las del 2696 y el 2700
fueron lo bastante altas como para causar grandes daños. Las primeras inundaciones
fueron atribuidas a pequeños hundimientos y a lluvias fuera de estación, las cuales
fueron conocidas tanto durante los ataques de los sharrh como después de ellos. Se
expresó la teoría de que los incendios que se habían producido junto con el terremoto
dejaron desértica la tierra, impidiendo la retención del agua en las tierras superiores.
Pequeños diques y bancos de arena aliviaron el problema durante la mayoría de los
años.
Hubo un incidente curioso, cuando la inundación puso al descubierto el Ángel de
Merovingen, que parecía tener un origen olvidado (unos dicen que milagroso), y surgió
entre las ruinas de la residencia original del gobernador. Fue considerado como un signo
de esperanza por los ciudadanos desesperados, y contribuyó a la resolución de los
merovingios de permanecer en la sede de su ciudad.
Pero en el 2701 los diques se rompieron y las inundaciones se mantuvieron hasta
el invierno, aunque en la mayoría de los barrios las aguas tenían tan escasa profundidad
que podían ser vadeadas. Los merovingios, desesperados, llenaron los sótanos con
escombros, construyeron puentes y sobrevivieron lo mejor que pudieron.
De esa forma Merovingen se convirtió en una ciudad de puentes, aunque el
alcance pleno de la calamidad no sería evidente hasta el año 2702, cuando la inundación
empeoró. Los merovingios, prevenidos por el miedo a Nev Hettek y por las
inhospitalarias condiciones que había a ambos lados de su puerto, permanecieron alerta.
Las condiciones empeoraron gradualmente y parecieron estabilizarse en el 2710,
fecha en la que Nev Hettek intervino en Merovingen cuando estaba inundada, pero fue
incapaz de tomarla.
Sin embargo, la naturaleza no había terminado con Merovingen, pues en el 2720
un terremoto y una posterior tormenta se combinaron alterando los límites del puerto,
que llevaba ya algún tiempo encenagándose y había sufrido numerosas dificultades.
Muchos barcos del puerto se soltaron de sus amarres y se dirigieron a su destrucción,
formando un banco de arena que impidió utilizar el puerto en los siguientes años. Se
estableció un anclaje nuevo y más profundo al otro lado de la Isla de Rimmon. La

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C. J. Cherryh El ángel con la espada

construcción de enormes diques y la reducción final de tasa de hundimientos ayudó a


estabilizar la ciudad y el puerto.
Persiste la leyenda de que los ahogados se levantan del puerto durante las peores
tormentas y tripulan los barcos enterrados en los bajíos de Puerto Muerto, y se afirma
que ocasionalmente se elevan y navegan durante las tormentas especialmente malas.
Otras supersticiones afirman que los muertos reclutan a marineros; que todos los que
mueren en el mar van a los barcos hundidos y que cuando el último humano salga de
Merovin la Flota Fantasma le seguirá.
El Puerto Muerto ha quedado como refugio de los perdidos y los desesperados, los
marginados de todas las ciudades de arriba y abajo del Det.

184
C. J. Cherryh El ángel con la espada

NOMBRES MEROVEOS

En general, los nombre meroveos reflejan la frecuencia de los nombres del área
del espacio de la que procedían los colonos: esa zona era una frontera, y como la
mayoría de las fronteras tenía una población multiétnica y políglota.
Muchos nombres de lugar originales honran a un descubridor, por ejemplo el
propio nombre de Merovin: o fueron el capricho de los colonos o elaboradores de
mapas; o fueron referentes históricos a rasgos geográficos de otros mundos; y
finalmente, algunos nombres sharrh empezaron a utilizarse tras el primer comunicado
que identificaba algunos lugares reivindicados por los sharrh.
Durante el Restablecimiento operaron dos fuerzas en el lenguaje: en primer lugar,
una descomposición de la educación formal y el hecho de que algunos grupos eran
bilingües, utilizando un equivalente terreno del lenguaje de las naves: algunas áreas
pequeñas y remotas estaban dominadas realmente por esos lenguajes de familia,
derivados de orígenes terráqueos. En segundo lugar, en la última parte del
restablecimiento se entendió que era mucho lo que se había perdido, y se hizo un
esfuerzo consciente por recuperar las formas originales, tanto en nomenclatura como en
lenguaje, adhiriéndose a ellas.
Teniendo en cuenta la tasa ordinaria de cambio lingüístico en una sociedad sin
telecomunicaciones, sin grandes enseñanzas o incluso con una alfabetización mínima en
una gran parte de la población, los seiscientos años de vida en Merovin produjeron un
gran número de dialectos regionales, tan divergentes que los ciudadados medios de
regiones muy separadas no podían entenderse entre ellos. Pero esta tendencia del
lenguaje a cambiar rápidamente se vio contrapesado: el interés profundo de los
meroveos por recuperar el contacto con la humanidad, o conservar su cultura frente a
los cambios que los meroveos del Restablecimiento vieron acelerarse en su tiempo.
La influencia de la religión sobre esta conservación es extrema, pero variada: los
adventistas, creyendo que la humanidad llegaría para rescatarles, creían que había una
razón muy importante para conservar su lenguaje original, para que pudieran entender
las instrucciones que les dieran, confiando en que el lenguaje de los salvadores hubiera
permanecido inalterable: conservaban un recuerdo de las enseñanzas profundas. Los
revenantistas, en cambio, no creían en una intervención, pero sí en el hecho de que la
conservación de los modos de los antepasados es un mérito, y que una especie de karma
colectiva o simpatía hacia el resto de la humanidad aumenta la probabilidad de volver a
nacer en otro mundo.
En la práctica, los sacerdotes y los hombres religiosos ricos hablan una lengua
educada y conservadora que era corriente seiscientos años antes; aunque sigue
existiendo, incluso entre las clases altas educadas, una lengua vernácula que cambia con
mucha mayor rapidez, palabras nuevas que sazonan un lenguaje más conservador y que
en general desaparecen cuando dejan de estar de moda. Por tanro hay cambio, aunque
lento. Por otra parte, los distintos oficios han producido una lengua vernácula propia
para hablar del trabajo y de los asuntos con herramientas que los antepasados sólo
conocían en principio. Y los analfabetos (o los analfabetos funcionales, puesto que
algunos aprenden las letras por motivos religiosos, pero no tiene habilidad para leer)
poseen una lengua vernácula que sólo se mantiene unida a la corriente principal
conservadora por la necesidad de comunicarse con los miembros de las clases altas.
Dentro de la comunidad analfabeta hay una tendencia de las poblaciones alienadas a
desarrollar una jerga o argot pensado específicamente para no ser entendidos por los que
ellos no desean. En algunas áreas se ha convertido en un dialecto impenetrable; y en
otras, en donde los lenguajes terráqueos han complicado el problema, puede decirse que

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C. J. Cherryh El ángel con la espada

existen lenguas evolucionadas nuevas. Un ejemplo de esto lo tenemos en las Islas


Falken, en donde la lengua neoterráquea original y la creación de una tecnología de los
barcos de madera totalmente nueva han creado una lengua que ningún extranjero puede
entender.
Asimismo, un canalera de Merovingen o un campesino del alto Det pueden
introducir deliberadamente un acento tan extremo que un extranjero sólo oirá algunas
palabras inteligibles; y además malinterpretará mal sus significados contextúales.
En general, los nombres personales y de familia han resistido los cambios mucho
mejor que los nombres de lugar. Esa vinculación con los antepasados personales es algo
que pocos meroveos quieren abandonar, sobre todo en el nombre de familia. En el
nombre personal hay más flexibilidad, con influencias religiosas; incluso son muchos
los sharristas que no desean abandonar las ventajas de un nombre de antepasado:
algunos nombres tienen en particular ventajas sociales o económicas, pues sirven para
establecer vínculos con las familias ricas o los héroes del Restablecimiento, o para
establecer vinculaciones con privilegios unidos a determinados nombres. En Nev
Hettek, el nombre Schuler incluye el derecho al primer puesto en la carrera de remos de
la feria de otoño y en Merovingen los Eber tienen derecho a peticiones directas al
gobernador sin pasar por el justiciario.

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C. J. Cherryh El ángel con la espada

MEROVIN Y LA MONEDA

En general, el mundo funciona con el patrón oro, y cada banco o ciudad puede
acuñar su propia moneda.
Merovingen y otras ciudades del Det tienen básicamente un sistema monetario
estándar, aunque las acuñaciones difieran en la impresión.
Ejemplos de tales acuñaciones, sus nombres coloquiales y sus valores en onzas se
incluyen a continuación; añadiendo también una comparación con la acuñación de
moneda de finales del siglo XX considerando el oro a 425 dólares la onza, y la plata a 8
dólares.

ACUÑACIÓN MEROVINGIA

Acuñación de oro

Sol (dek) 1,60 onzas 680 dólares


Demi (dem) 0,70 onzas 297 dólares
Dece (tenner) 0,35 onzas 148,75 dólares
Gramo (pieza) 0,035 onzas 14,87 dólares

Acuñación de plata

Luna (plata) 1,60 onzas 12,80 dólares


Media (media) 0,70 onzas 5,60 dólares
Dece de plata (trozo de plata) 0,35 onzas 2,80 dólares
Gramo de plata (libby) 0,035 onzas 0,28 dólares

Acuñación de bronce
(El bronce y el cobre se consideran como partes de una luna de plata, y fluctúan con el
valor de la luna.)

Penique 1/10 de luna 1,28 dólares


Medio penique (trozo de penique)1/20 lunas 1,64 dólares
Centavo 1/100 lunas 0,128 dólares

Acuñación de cobre

Cobre (trozo) 1/10 centavos 0,0128 dólares

ACUÑACIÓN DE CHATTALEN

Acuñación de oro

Crédito (cred) 1,60 onzas 680 dólares


Demis (demi) 0,80 onzas 340 dólares
Dekas (dek) 0,16 onzas 68 dólares

187
C. J. Cherryh El ángel con la espada

Acuñación de plata

Estándar (redondo) 0,35 onzas 2,80 dólares


Penique de plata (skimmer) 0,035 onzas 0,28 dólares

Acuñación de cobre

Penique (flor) 1/10 estándar 0,28 dólares


Medio penique (medio) 1/20 estándar 0,14 dólares
Centavo 1/100 estándar 0,03 dólares

Podemos hacernos una idea del valor real de las monedas conociendo el de la onza
de oro y plata en el mercado actual; pero los niveles de vida varían mucho o hay una
gran diferencia en el nivel tecnológico, o una amplia separación entre ricos y pobres,
por lo que es una buena medida conocer el costo de un elemento básico, como, por
ejemplo, el suministro de pan de un día.
En Merovingen con dos centavos se compra una hogaza de pan o un pescado
decente; pero habría que pagar dos o tres lunas por una libra de carne importada; y
mientras un jersey (una medida mejor que unos zapatos, puesto que allí los zapatos son
un lujo) puede costar al lado del canal media luna, ese mismo jersey subirá de precio
hasta ocho lunas en una tienda del centro de la ciudad; y un pañuelo de seda (tela
importada) podría costar un dece de oro o cuatro lunas de plata. En Merovingen hay una
gran diferencia entre el lujo y la necesidad.

BANCA

Cada ciudad acuña su propia moneda en oro, plata y metal base. También hay
dinero escrito, pues los comerciantes y banqueros intercambian letras de crédito que son
muy parecidas a los billetes de banco, transferibles con las firmas y sellos apropiados,
para evitar el envío físico de oro y otras mercancías valiosas de una ciudad a otra, dados
los riesgos de pérdidas. Pero un ladrón astuto que esté bien encubierto puede robar y
negociar letras de crédito: la corrupción está muy asentada. El ladrón común, a menos
que esté bien situado, no recibirá por los objetos robados un precio que se acerque a su
verdadero valor: ése es el principal motivo que los aleja de robar esos papeles. Pero ello
no detiene a los que se encuentran en una alta posición y pueden blanquearlo
ilegalmente mediante instituciones dispuestas a cooperar.

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C. J. Cherryh El ángel con la espada

MANUFACTURA Y COMERCIO

En Merovin hay algunos importantes centros manufactureros. La mayoría de las


industrias están localizadas lejos de los centros de población. Algunas industrias, como
las del hierro y el acero, las escasas refinerías existentes y las pequeñas industrias del
plástico están bien organizadas, dando empleo permanente al personal cualificado, pero
se consideran como una ocupación de alto riesgo, y hay pocas personas que deseen
empleo en lo que podría ser el objetivo primordial de otra Limpieza, como es fácil de
imaginar. En general, las ciudades no toleran que esos centros estén cercanos, por lo que
se encuentran aislados, lo que reduce todavía más el número de aspirantes al trabajo.
Como ejemplo, digamos que en Merovingen hay comerciantes, industrias
pequeñas y pequeñas operaciones, como la orfebrería; hay servicios, como los de las
tabernas; una reducida fundición de hierro; hay también pequeñas cervecerías y
destilerías, además de importadores y exportadores. Están también los que se dedican al
transporte de carga por los canales. Hay que contar con los banqueros, los propietarios
ricos, los recién llegados y las víctimas de desastres, como las inundaciones o las
perturbaciones políticas. Y en esta economía, numerosos transeúntes y pobres viven al
día, siguiendo la tradición de los antepasados que llegaron del espacio y entendían muy
bien los beneficios del reciclaje. Todo lo que se tira es clasificado y utilizado
descendiendo de clase social hasta que al final es muy poco lo que queda.
Merovingen exporta pescado, sal y productos del mar; artesania, encaje y cuero,
algunas drogas y medicinas, y elementos de la industria rural; algunas armas; forja fina;
y fertilizantes.
Importa productos derivados del petróleo, algunas drogas, textiles, cereales, carne,
cuero y metales no transformados.
Es representativo del comercio en el valle del Det, y muy representativo de otras
áreas, el ajustarse a lo que abunda localmente (en Nev Hettek, por ejemplo, hay un
cinturón de cereales que se utilizan en todo el valle del Det, y tiene animales de
pastoreo, pero importan algo de pescado y producen muy poco petróleo).
Los trópicos producen otros elementos que llegan a Merovingen, entre ellos
materias primas y lujos exóticos, intercambiándose por el petróleo, totalmente ausente
en Chattalen.

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C. J. Cherryh El ángel con la espada

ROPA Y MODA

Puesto que la tecnología de Merovin había retrocedido a mital del siglo 27, la
tecnología merovea es una mezcolanza de lo móderno y lo improvisado. Merovin ha
olvidado muchas cosas que conoció en otro tiempo; algunas áreas del globo recuerdan
cosas que otras han olvidado gracias a la presencia de un grupo particular de individuos
que retuvo el conocimiento, por la conservación de archivos, o por la predominancia de
una industria que falta en otros lugares: un ejemplo de esto último es la industria del
petróleo, reducida a unas escasas áreas del globo.
Es una tecnología avanzada reducida a otra anterior, y estorbada por un elemento
artificial: el que se desapruebe la tecnología avanzada.
Los muebles, los vestidos e incluso las manufacturas tienden hacia el barroco: la
ornamentación por la ornamentación, pero se fundamentan en una época clásica (el
siglo 27) que fue de una simplicidad austera, y de alta tecnología. Por eso en muchos
aspectos esa tendencia barroca choca con el ideal clásico y el resultado es una
combinación de la simplicidad pragmática del siglo 27: por ejemplo, la idea de que
vestidos y muebles deben ser ante todo cómodos: y la tendencia de los artesanos
meroveos a embellecer y complicar lo que producen. La moda existe en alguna de las
ciudades más grandes, especialmente en las asentadas en el río Det, pues el río permite
un movimiento de los ciudadanos ordinarios superior al usual (salvo en los
comerciantes) entre una ciudad y otra, y existe una división social considerable. En el
valle del Det, pero también, aunque de manera diferente, en el tropical Chattalen, hay un
concepto de moda cambiante, con todos los gastos que ello implica.
Pero bajo esa concepción subyace el persistente ideal clásico, que mira hacia atrás,
a la comodidad esbelta y simple de los vestidos del siglo 27, hecho con materiales
avanzados y sin ninguna distinción particular entre géneros. Por ello, con independencia
de cómo hayan llegado a ser los vestidos en cada lugar, todos proceden del mismo
origen. Como la prosperidad del período colonial se estableció en la mente popular
como el resumen del desarrollo humano, hay una tendencia a conservar las prendas
clásicas añadiéndoles ornamentos y nuevos equipamientos.
En el Bajo Merovingen, algunos factores económicos inciden en el estilo del
vestido. En Merovin hay ganado procedente de la Tierra, importado con los humanos,
pero el término abarca también a los animales nativos, incluyendo el tamaño y los
hábitos de los cerdos (aunque no el sabor). Como refrigeración, lo único que existen son
los sótanos frescos y las casetas construidas sobre manantiales, pues en las tierras del
sur el hielo es un bien muy escaso. En su mayor parte la carne está ahumada, desecada,
conservada en salmuera o enlatada. Una ciudad como Merovingen, en la que abunda el
pescado, importa poca carne, salvo para los paladares de los ricos; algunas pequeñas
ciudades del norte suministran a Merovingen la escasa cantidad de carne fresca que
consume. El hecho de que Nev Hettek y Soghon sean áreas ganaderas que satisfacen la
mayor parte de sus necesidades, unido a los problemas de refrigeración y a que
Merovingen se provee de vacas locales, tiende, paradójicamente, a impedir el desarrollo
de una industria ganadera importante en el norte de Megon. Todo cambiaría si la
refrigeración fuera algo común. Pero dada la situación, el único producto de origen
animal que baja por el río en gran abundancia es el cuero, aunque de nuevo con cierta
escasez, dado su precio relativamente alto, por lo que la realidad en una ciudad
construida sobre canales dicta que la mayoría de los merovingianos, que viven junto a
los canales, vayan al trabajo con zuecos de madera, aunque guarden un par de zapatos
de cuero para salir de los locales, o aunque el ir descalzo sea más aceptable que llevar
zancos sobre los ruidosos puentes y galerías de la parte alta de Merovingen. Los

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C. J. Cherryh El ángel con la espada

canaleros, en cambio, van descalzos salvo en las épocas más frías, pues el calzado suele
estar mojado la mayor parte de las veces; en las épocas de peor clima suelen llevar una
sorprendente variedad de calzado, que va desde las botas de cuero a lonas atadas con
cuerdas, siendo esto último lo más frecuente. El único objeto de cuero que suele poseer
un canalero es un cinturón. Los habitantes del centro de la ciudad llevan objetos de
cuero gruesos y prácticos que esperan les duren muchos años; y sólo los muy ricos
mantienen a los acaudalados zapateros. Pero la clase rica no basta para estimular una
importante industria de la carne y el cuero en el norte; todo lo cual nos sirve como
ejemplo de la dificultad de la economía, el comercio y el estilo merovingio.
Una gran parte del conocimiento de la industria textil sobrevivió a la Limpieza.
No hay industria que apoye la rama textil sintética, y dada la abundancia de materiales y
fibras naturales locales, y el miedo universal a la tecnología, no hay ímpetu para crear
una importante industria plástica. Por ejemplo, en el valle del Det hay algo de industria
lanera, la mayor parte de la cual se utiliza en la zona septentrional, más fría; localmente
se cultiva en abundancia una planta semejante al lino, que produce un material muy
práctico parecido al lino o el algodón; digamos que en una ocasión los coléricos
campesinos revenantistas quemaron una barca de una refinería de Nev Hettek que
experimentaba con hojas de plástico, pues lo consideraban como una amenaza a su
modo de vida y una provocación al sharrh.
La tejeduría es un arte muy avanzado, y utiliza algunos telares eléctricos; el
jacquard y la pana son inencontrables. Hay un tejido muy resistente utilizado para velas
llamado chambrys. El chambrys es un tinte de diversos colores (especialmente añil,
marrón y negro), y lo utilizan de manera casi general los miembros de la clase obrera: es
una fibra más dura y flexible que el algodón, resiste la abrasión y tiene una duración
notable. La fibra de lino es muy utilizada, aunque preparada de un modo distinto, para
el tejido de punto. Hay seda importada de Chattalen, de gran calidad. Hay fieltro y piel;
y también hay una fibra importada de origen vegetal muy semejante al algodón cardado
y que rara vez se ve en las tierras del Sundance. La impermeabilización se suele hacer
con aceite y cera, aunque en el Wold está iniciándose una industria del caucho que se
enfrenta a diversos contratiempos de naturaleza similar al incidente de los campesinos
del valle del Det.
La moda del vestir casi universal en el valle del Det consiste en unos pantalones
duraderos y un jersey, ya se trate de una rata de canal merovingio o un habitante de la
ciudad alta, de las más altas clases sociales, o de un ciudadano de la industrial Nev
Hettek. Pero mientras en las tierras del norte suelen llevar botas hasta la rodilla en todas
las estaciones, los pertigueros merovingios van como norma general con zapatos, y los
pantalones les llegan hasta mitad de la pantorrilla; además suelen llevar medias negras o
marrones que no muestran los efectos de un remojón ocasional o de la suciedad. Los
que van en skip suelen ir descalzos; el canalero viste de manera muy similar, salvo por
las medias y zuecos, o en ocasiones los zapatos de cuero; mientras el residente en el
centro de la ciudad mantiene un cierto talento para la moda, con finas botas hasta la
rodilla, un pañuelo, un jersey hecho con cuello alto bordado o una manga de seda
amplia, siempre con una cierta coordinación de colores, usualmente oscuros, para
distinguirse de los nuevos ricos: y no es inusual que acompañe ese atuendo de un útil
cinto con espada o cuchillo. En Merovingen no es inadecuado un pañuelo atado a la
cabeza, pues las nieblas estacionales causan estragos entre los peinados cuidadosos; y
tampoco es infrecuente que se remate con un sombrero, usualmente de ala ancha, muy
útil para el tiempo inclemente. Los sombreros han tenido un desarrollo práctico en el
que se manifiesta el carácter local: algunos son de forma tradicional, como la gorra del
canalero; pero la vanidad es un rasgo poderoso entre los acomodados.

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C. J. Cherryh El ángel con la espada

Hay una distinción de género que estaba presente ya en el período clásico y que
todavía se conserva en el valle del Det y en la mayoría de los lugares: sobre todo las
mujeres de clase alta, aunque en general las de todas las clases, utilizan cosméticos. Hay
algunas comunidades en las que no es así, sobre todo las que están dominadas por
ciertas sectas revenantistas. Los cosméticos son comunes en hombres y mujeres en el
área de Chattalen. Las joyas van desde las muy elaboradas (en las regiones de Chattalen
y Suttani) a las de estilo restringido (en Merovingen). En Merovingen, los anillos son
prácticamente universales, un sólo pendiente no es infrecuente en ambos géneros, y los
collares para las ocasiones formales se suelen llevar sobre el cuello de la familia (en
ambos géneros), aunque entre la auténtica élite suele ir cosido sobre el cuello, por lo que
el portador se ve obligado a tener muchos collares si tiene un amplio guardarropa.
Muchos aspirantes a la alta clase social cargan a sus criados con el trabajo de transferir
constantemente las joyas a las diversas camisas.
El vestido ordinario de los habitantes merovingios de la ciudad alta son botas y
pantalones ajustados, usualmente de color oscuro, aunque no siempre; y una camisa de
lino blanca (algunos años, de cualquier color), usualmente hasta la cadera, y atada con
un cinto, de mangas anchas bordadas en los puños y en el cuello alto con dibujos de
flores; una modificación de esto es el diseño de la camisa de obrero, de tela más
duradera.
Formalmente, hay otros dos estilos de camisa, destinadas a meterse bajo el
pantalón, de una manga ancha, convencional, con el cuello abierto hasta el tercer botón;
se lleva a menudo con un pañuelo brillante; esas camisas suelen ser de diseños o colores
vivos; un segundo tipo, más conservador, aunque también de mangas generosas, sirve
de prenda interior para llevar bajo un jersey; y si está hecha de seda suele tener encaje
en los puños y en la parte frontal, ocultando los botones. (Es una circunstancia peculiar
que los merovingios utilicen muy poco los encajes que dan fama a sus artesanos,
mientras que en cambio sean algo básico en la moda de Nev Hettek; en Merovingen es
más normal utilizar encajes en la ropa de mesa y los cortinajes, a excepción de algunas
piezas muy finas.) Esta camisa, más ajustada, se lleva en ocasiones sociales en las
estaciones en que se necesita una capa; en Merovingen se utiliza una capa ajustada hasta
la cintura, de hombros ligeramente acolchados; más raramente, una especie de levita
apropiada incluso para las ocasiones más formales. Durante el día es aceptable llevar
cualquier calzado que esté de moda; por la noche los pantalones deben ser largos, y
zapatos ligeros de lona de tacón moderado.
Toda esta moda mantiene en marcha la industria textil de Merovingen: la moda
puede quedar fijada una noche por el más mínimo cambio del sastre del gobernador,
quien como es natural hace cambios pequeños pero frecuentes, y en el caso del
gobernador actual tiene un cliente elegante pero envejecido cuya figura necesita ser
mejorada: de esta manera, los ciclos del estilo en Merovingen van desde lo osado y
experimental a lo conservador, con más capacidad de ocultamiento, en períodos
dictados por el envejecimiento y sustitución final del líder que marca las tendencias.
Prendas adicionales son el poncho que llevan los canaleros y los habitantes más
pobres, fabricados a menudo a partir de una alfombra que ya ha sido utilizada
demasiados años. Otros ponchos más delicados están hechos de lona o lana engrasada, y
tienen cierta calidad impermeable.
Hay una variedad de mantos comunes entre las clases media y alta, desde los que
están hechos con lana engrasada utilitaria a los fabricados con lanas muy finas, ligeros y
fluidos.

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C. J. Cherryh El ángel con la espada

La ropa es indicativa con bastante precisión de la clase social, y entre la clase


obrera suele señalar la ocupación del que la lleva. Hay escasos uniformes, con la notable
excepción del de la milicia o policía local. (Ver uniformes y «patasnegras»).

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C. J. Cherryh El ángel con la espada

UNIFORMES Y PATASNEGRAS

El uniforme de la policía o milicia (en muchas ciudades los términos son


intercambiables) de Merovingen, Nev Hettek y, tradicionalmente, de todo el valle del
Det, es una capa marrón hasta la cintura sobre una camisa negra, pantalones marrones
hasta la rodilla y medias negras y zapatos bajos negros: de ahí el apodo de
«patasnegras».
Originalmente, esa fue la milicia que durante la Limpieza se dedicó a operaciones
guerrilleras y procura de alimentos. El uniforme (y la tradición y normas con los que se
organizan los departamentos de policía modernos) se hizo durante el Restablecimiento,
cuando surgieron algunos conflictos interhumanos y fue necesario proteger a los
ciudadanos contra el bandidaje. El uniforme se basó en lo que se llevaba realmente en
las colinas: los pantalones hasta las rodillas se humedecían menos con la hierba mojada;
y las botas, o incluso los calcetines y zapatos, eran un lujo en aquellos difíciles tiempos.
Las medias hasta la rodilla y la uniformidad del color llegaron cuando Calendre de Nev
Hettek organizó la primera fuerza de policía o milicia formal, limpió de bandidos la
región del Det y estableció zonas locales de defensa.
La milicia no estaba bien equipada: las medias negras eran más baratas que las
botas de cuero, y el uniforme marrón tenía en aquellos tiempos todo tipo de tonos y
telas, acompañándose de cualquier arma que el miliciano pudiera aportar por su cuenta.
Unirse a la milicia en aquellos tiempos era una forma de comer con regularidad. Sigue
siendo así: los patasnegras tienen un buen salario, siguen comprándose los uniformes y
las armas, dictados ahora por el estatus, salvo en las ciudades pequeñas, en las que la
milicia puede componerse de un puñado de individuos más o menos formalizados; o en
las aldeas, que tienen un sólo oficial que se enfrenta a los personajes locales más por la
fuerza de su personalidad que por la de las armas, y cuyo uniforme es un asunto de su
entera discreción.
El equipo de la policía moderna está regulado: en la calle es habitual un espadín,
una vara y unas esposas. Hay armas, pero sólo las llevan en determinadas ocasiones:
ejecuciones públicas, funerales estatales y épocas de turbulencia. Las armas de fuego
tienen una cierta mística ceremonial, debida en parte al propio miedo al arma, y en parte
al miedo al sharrh; e incluso puede atribuirse más a la temible violencia cultista. El que
la policía vaya armada es un recordatorio público y solemne del último recurso a la
autoridad.

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C. J. Cherryh El ángel con la espada

ARMAS

En Merovingen no hay restricciones al uso de las armas, y lo mismo sucede en la


mayoría de asentamientos y ciudades de todo Merovin: las ciudades fueron formadas
por una población armada, una buena parte de los ciudadanos del valle del Det puede
ser adventista, y creen con pasión religiosa que podrán tomar las armas en el Día de la
Retribución (ver religiones), por lo que se enfrentan al posible desarme con una fuerza
armada. Lo mismo sucede con algunos janitas. En realidad no hay muchos ciudadanos
de Merovin que acepten ser desarmados, sea cual sea su religión, pues a algunos les
pone nervioso el sharrh, a otros los ladrones, a otros la ley, a otros los fanáticos, y otros
muchos simplemente no desean abandonar esa ventaja para su supervivencia por si
acaso sobreviene una segunda Limpieza.
Hay las siguientes armas: de fuego, sobre todo revólveres; algunos antiguos de
avancarga de la época de la Limpieza; algunos rifles; ocasionalmente explosivos. Armas
de filo, sobre todo del estilo de la espada terrestre, el espadín o estoque, y,
ocasionalmente, machetes; y cuchillos que van desde el estilete a la espada corta,
dependiendo del lugar y la oportunidad. El arte de la esgrima se practica a una o dos
manos (estoque y mano izquierda en algunas ciudades, arte que se está extendiendo
mucho). La razón de que se haya reinventado la espada como arma es la misma que la
de las opciones de baja tecnología: facilidad de producción, silencio, y el miedo general
entre la población a la idea de que los sharrh podrían intervenir si el nivel tecnológico
creciera demasiado. Las espadas y las dagas tienen una aceptación popular porque son
armas «no provocativas», diciendo esto en referencia a los sharrh.
Hay rumores de la existencia de armas antiguas, pero los rumores de este tipo
nunca han sido demostrados.
Hay también venenos, garrotes y diversas artes marciales, sobre todo entre los
adventistas y los janitas, y en particular la Espada de Dios.
El río, el canal y el litoral marino de Merovin cuentan con una serie de
herramientas que pueden convertirse fácilmente en armas: los toneles y bicheros son
particularmente mortales; también cuentan con cuchillos, pasadores y agujas de amarrar,
machetes y, ocasionalmente, armas de fuego, y de vez en cuando un lanzador de
granadas por resorte que sustituye al cañón. Las «granadas» pueden ser cualquier cosa,
desde una bomba incendiaria a explosivos reales con diversas espoletas.

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C. J. Cherryh El ángel con la espada

GOBIERNO

El gobernador vive en el Signeury (originalmente, se escribía Signeurié), que es


una isla grande y fortificada situada en el Gran Canal. Ese cargo es a veces hereditario,
a menudo usurpado, con frecuencia obtenido mediante la connivencia política, el
asesinato, golpe de estado o cualquier otra perturbación, incluyendo el soborno al
Mantenedor del Sello, quien en una ocasión falsificó un testamento.
Las sentencias se ejecutan dentro del Justiciario, y ocasionalmente en el Puente
Colgante, que no recibe ese nombre por su forma arquitectónica. Los patasnegras son
los oficiales del Signeury y forman su policía: portan armas de fuego. Véase: Armas. El
tribunal está en el Signeury, y con raras excepciones las ejecuciones se practican en el
Justiciario.
Por encima de todo está el gobernador, y directamente responsable ante él están el
mantenedor del sello y el astrónomo.
Responden ante el gobernador, con la intermediación del mantenedor del sello, los
jefes de la casa y el justicial en jefe, que dirige el Justiciario. Asimismo, los jefes de las
asociaciones comerciales responden por medio del mantenedor del sello; pero el
maestro del puerto responde independientemente ante el gobernador y el astrónomo.
El justicial tiene bajo su autoridad al ejecutor, que dirige la prisión; el justicial del
consejo, o ayuda parlamentaria legal del consejo; y el justicial abogado, que es el fiscal
general; asimismo, el justicial está por encima del jefe de archivos del consejo; y
evidentemente todo esto funciona dentro del Justiciario.
El sacerdote del Colegio Revenantista es una figura religiosa que no responde ante
ninguno de los anteriores, pero los apoya en sus cargos y mediante los servicios del
Colegio, especialmente con el mantenimiento de los relicarios y archivos, aconsejando
sobre leyes de clerecía, investigando los casos de provocación. Responde directamente
ante el sacerdote el abogado del Colegio, su brazo legal; y el bibliotecario, que es el
archivero. Todas las operaciones se realizan dentro del Colegio bajo la autoridad
sacerdotal.
El milícial en jefe responde ante el gobernador y el Consejo y dirige la milicia,
que popularmente recibe el nombre de patasnegras. Por tanto es al mismo tiempo jefe
militar y de policía; en caso de crisis tiene algunas funciones independientes. Por debajo
del milicial en jefe está el armero, a cargo de las armas y la intendencia; el jefe de obras,
que es el principal ingeniero civil y militar (el jefe de obras también informa al maestro
del puerto y al astrónomo); y finalmente está el brazo legal, el milicial abogado, que
dirige la justicia militar.
La rama legislativa está encabezada por el consejero jefe, elegido de entre los
miembros del Consejo, que se compone a su vez de los jefes de las casas y comercios y
de cualquier otro grupo de interés con derecho a un escaño.
El gobernador o el Consejo pueden invocar al milicial en jefe, cuya
responsabilidad reside sólo ante el gobernador del Consejo, pero no ante el consejero
jefe.
Los jefes de las casas pueden apelar al gobernador y tienen un puesto dentro del
Consejo.
El consejero jefe es elegido bianualmente por el Consejo.
El milicial en jefe es designado por el Consejo y aprobado cada cinco años,
aunque en realidad suele ser un puesto vitalicio.
El gobernador elige a su sucesor, pero la sucesión debe ser aprobada por el
Consejo, el milicial en jefe y el astrónomo. El gobernador mantiene su puesto de por
vida, o hasta que dimite o es impugnado, lo que debe producirse dentro del Consejo y

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exige un voto mayoritario del ochenta por ciento de todos los miembros de alto y bajo
grado del Consejo y la Milicia.
Ningún documento legal es oficial sin el Sello; el mantenedor del sello es de
hecho el vicegobernador, y realiza el trabajo de éste en muchos casos.

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C. J. Cherryh El ángel con la espada

BARCOS MEROVEOS

MARINOS
Los barcos de carga marinos suelen ser de vela, con motores diesel que utilizan
muy pocas veces. Las rutas más comunes son costeras, de ida y vuelta al Chattalen o a
los asentamientos de Cambera y Savajen; uno pocos cruzan el Cabo de las Tormentas
para llegar a Wold; y una gran variedad de embarcaciones surcan el Mar Interior de
Wold. Los falkenaers son los marinos más osados de Merovingen, y sus naves se
encargan de la mayor parte de la carga, y de los pasajeros que se atreven a realizar
viajes marinos. Las islas rocosas de Falkenaer son el único puerto de conveniencia de
estos marinos, y el centro de su lealtad. Las tripulaciones nacen en los barcos y pueden
vivir hasta el último día sin haber visto las islas Falken, a las que, sin embargo, los
falkenaers mantienen una enorme devoción.
Los praesi de Wold del Sur y los jakkinin de Sirene son también marinos famosos:
pero los praesi se ganan la vida con la pesca, y tras viajes que duran largos meses
vuelven a sus puertos de origen.
La navegación en el Sundance, al sur de Chattalen, es rara, salvo en el caso de los
navios costeros. En el sur de Sundance abundan los tifones y vientos contrarios.

BARCOS FLUVIALES
Los barcos que surcan el Det van desde las pequeñas barcas de proa roma, de unos
veinticinco pies de longitud, utilizados por los lugareños, a los grandes paquebotes de
viajeros, de los que los más famosos son el Obligation y el Sundancer: de triple
cubierta, casco hueco, impulsado a hélice, de unos doscientos cincuenta pies de longitud
y treinta pies de manga, ofrecen camarotes y pasajes en cubierta. El malogrado Del Star
era más grande, de trescientos pies de longitud y treinta y cinco de manga; y se movía a
vela, en lugar de a motor.
La mayor parte de la carga se transporta en el Det en barcazas de motor, muchas
de las cuales aceptan también pasajeros.
Las falúas del Río Goth de Nevander son similares, pero utilizan una vela
triangular.
En las vías acuáticas más pequeñas de Wold y Megon se utilizan navios de tipo
similar, pero de menor tamaño.

LOS BARCOS DE MEROVINGEN


Algunos navios del Río Det pueden llegar más allá del puerto. Sin embargo, la
mayor parte de la carga se transfiere a pequeñas barcas de los canales de forma
demasiado ecléctica para poder describirla aquí, pero los tipos más notables son:

1. El SKIP: Un navio de fondo plano y proa sin punta, de unos cinco por veintidós
pies, con un motor interior muy pequeño.
El lugar para vivir suele consistir en un toldo de lona alquitranada con un par de
palos y cuerdas elásticas, pero no es práctico tenerlo levantado mientras se utiliza la
pértiga, que exige caminar constantemente entre proa y popa.
El suelo está empizarrado para el drenaje del agua; la parte trasera tiene un
pequeño cuchitril delante del motor, bajo una especie de cubierta elevada, sobre donde
puede caminar el pertiguista. Es común buscar abrigo en este lugar, a pesar de lo
apretado. El cubículo (los canaleros lo llaman escondrijo) tiene cinco por cinco, con 1,2
pies de pared del motor por detrás y un espacio de 1,5´ por encima. Por tanto hay unos
dieciséis pies de espacio libre de carga sobre las pizarras por la parte delantera, más la

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C. J. Cherryh El ángel con la espada

superficie de cubierta. Una gran parte del equipo se guarda a los lados del cubículo, por
lo que el espacio central es muy escaso.
La cubierta tiene un pequeño reborde que impide que las cosas se caigan por la
borda y la pértiga, de unas 12' de longitud, se guarda junto con el bichero paralela con el
borde, en un lugar especial. Los otros elementos grandes se guardan al aire libre,
cambiándose de sitio según sean las necesidades. Las cuerdas y aparejos se guardan a
los lados del pozo delantero, y están allí hasta que se necesitan.
La proa no es realmente cuadrada, pues tiene una ligera curvatura. Este tipo de
barco es el más común en Merovingen.

2. El CANALERO (o canalera): Es un tercio más grande que el skip, y se utiliza


para las cargas pesadas en las vías acuáticas principales.

3. EL BARCO DE PÉRTIGA (o pertiguera): Una embarcación sin motor parecida


a la góndola, larga y delgada, y utilizada comúnmente para el alquiler, utilizándose en
Merovingen como taxi.

4. EL LAÚD: Catamarán, barco que se limita a la bahía y suele moverse a vela o


remo, utilizándose para la pesca pequeña y la carga dentro del puerto.

5 . LA CHALUPA: Una embarcación de diez remos, estilo góndola, utilizada para


funerales y ceremonias estatales.

6. EL COSTERO: Uno de los barcos de pesca, de lados altos y ancho de manga en


relación con su longitud. Navega por el borde del Sundance.

7. EL BARCO DE CAPRICHO: Una motora para los ricos, utilizada


generalmente sólo en el centro.

8. El YATE: Un barco grande de vela y motor, utilizado sobre todo por los más
ricos para el transporte en el río o a lo largo de la costa.

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C. J. Cherryh El ángel con la espada

ARGOT DE CANALEROS

Los antepasados de Merovin no eran espaciales, sino habitantes de las estaciones y


empleados de las empresas fundadoras, algunas de las cuales tenían su base en un
planeta. Los primeros meroveos eran políglotas, con alguna influencia de la cultura
espacial, con la que trabajaban.
Los acontecimientos se combinaron para deshacer la conformidad lingüística: la
Limpieza y la falta de educación formal.
Pero otros factores, como las religiones, tendían a prevenir la separación.
Además estaba la necesidad de enfrentarse a nuevas profesiones y entornos, lo que
significaba un vocabulario nuevo.
Entre las influencias predominantes estaba el francés antiguo, italiano, turco,
inglés, ruso, hindi, alemán y la lengua de influencia eslava de la estación de la Unión
Estándar de Fargone.
Añadamos a esto la gramática abreviada y el canto melodioso del lenguaje de los
barcos.
Las lenguas meroveas varían considerablemente, sobre todo las comerciales, las
profesionales, que deliberadamente tratan de excluir a los ajenos al comercio.
Un ejemplo es la jerga de los canaleros merovingios, que es muy contextual, como
la mayoría de las lenguas no escritas: una palabra puede tener doce significados,
dependiendo de la situación y el tono de voz.
¡Warel ¡Cuidado!
¡Ware hey! ¡Calamidad! ¡Alarma!
Ware port Vigila la izquierda del barco.
Ware stara a Vigila la derecha del barco.
Ware deck (A veces sólo \deck\) Golpea la cubierta.
¡Scup! Un objeto va a rodar por encima de la borda. Puede
combinarse con indicación de la dirección, como a popa, a
babor, a estribor
¡Bow a-port,
a-stard'd! Giro a la izquierda, derecha.
Hin Poner la pértiga en el fondo.
Ya-hin Introducir la pértiga.
Hey-hin Doy la pértiga.
Hup Levantar la pértiga del fondo.
Yoss Manteniendo el rumbo.
She's a wash Hay un desastre (agujero) aquí.
Doble pértiga Dos personas en la pértiga: (el de la pértiga de estribor marca
el paso e inicia la llamada).
Nudo Cualquier nudo hecho para amarrar;
(2) el aro de metal para el amarre.
Nudo nocturno Amarrar por delante y por los lados para tener estabilidad.
Nudo completo El mismo procedimiento que el nudo nocturno.
Nudo hury Un nudo rápido en un sólo punto.
Hof ¡Fuera! ¡Atrás!
Haw ¡Alto! ¡Detente!
Conseguir
oblicuamente Poner objeciones; bloqueo; oposición.
Ne (1) Ahora.
(2) Espera.

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C. J. Cherryh El ángel con la espada

Ney No.
Yey (Expresa acuerdo, consentimiento que reconoce orden o
petición.)
Yey y haw (Literalmente sí y para). Dar el «yey y haw»: decirle a alguien
lo que ha de hacer.
No distinguir el
hin del bey (Literalmente, no diferenciar entre la señal de giro y la
advertencia de colisión). Varía de acuerdo con la aplicación:
(1) de un canalera: es un estúpido;
(2) de un hombre de tierra adentro: es un ignorante.

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C. J. Cherryh El ángel con la espada

VIDA MARINA MEROVEA

Los océanos meroveos cubren una gran parte del globo y en ellos abunda la vida
de baños y la natación: algunas de sus criaturas son legendarias, como el Kraken de
múltiples brazos, que se supone habita en las profundidades del Sundance. Otros
animales simplemente son raros, como la flor marina, que extiende velos polícromos
parecidos a la jalea sobre tres metros de superficie.
Algunas áreas, como las Islas Falken, el Mar de Wod y el Mar Negro concentran
la industria pesquera más potente.
En el estuario del Det abunda la pesca, pero no se exportan muchos productos
pesqueros. En Merovingen son conocidos los siguientes peces de mar apresados por los
barcos costeros:
El cola blanca: un pez delgado y plateado, con una notable serpentina blanca que
sale de la parte superior de la aleta de cola: de sabor delicado, raro y caro. Raramente
alcanza los cinco kilos de peso.
El plateado: pez común y prolífico de sabor rico y graso. Tiene aproximadamente
un palmo de longitud, y se pesca abundantemente con redes.
El veleta: un pez de esqueleto cartilaginoso, de color verde a plateado, de entre
dos y tres metros de longitud, que se pesca con anzuelo. La carne es sabrosa, pero
contiene una toxina, por lo que hay que prepararlo con cuidado.
La anguila marina: como el nombre indica, un animal parecido a una anguila de
dientes impresionantes, de color marrón a negro, comestible pero difícil de coger. Las
más grandes alcanzan los dos metros, y pesan hasta trece kilos.
La ballena: un mamífero grande de cuerpo esbelto, con rostro de gato y
numerosos dientes. Generalmente su color es el de tinta china. Está prohibido cazarlo,
se encuentra sobre todo en las aguas antarticas, pero en algunas estaciones se atreve a
llegar al ecuador. Es un predador de los otros peces y mamíferos marinos. No se sabe
que ataque a los humanos. Hay informes sobre ballenas de hasta cien metros de
longitud. Peso desconocido.
El tiburón: un pez primitivo y rápido que viaja en bancos. De hasta quince metros
de longitud, aunque la mayoría de los ejemplares sólo tienen de dos a cinco metros, y un
riesgo notable para los pescadores. El tiburón ataca cualquier cosa inferior a su tamaño.
Su color habitual es del verde al negro. Si se sazona bien, su carne es comestible.

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C. J. Cherryh El ángel con la espada

ESTUARIO

Un pez de estuario nada libremente en aguas saladas y dulces. El río Det tiene una
gran variedad de estos peces, quizá por la compleja naturaleza de su estuario, que va
desde las aguas quietas y superficiales, casi estancadas, a las aguas profundas del
puerto.
Son notables:
La anguila de agua dulce: de color marrón a negro, y de un metro o menos de
longitud, que prospera en las peores aguas. Un alimento básico entre los pobres.
El aleta cortante: un pez voraz, espinoso y de dientes de aguja que debe
manejarse con cuidado. Puede alcanzar los cinco kilos. Se mueve mucho en el sedal y
destruye las redes. Es un alimento muy bueno, de carne blanca y delicada.
El vientreamaríllo: por las toxinas de las aletas y la dolorosa mordedura, es otro
pez difícil de manejar. A veces es apresado con redes, llega a alcanzar los diez kilos, y
proporciona una carne blanda pero agradable.
El dorso espinoso: huesudo, con muchas aletas espinosas que están planas sobre el
cuerpo hasta que se le coge. Es grueso, sin dientes, se alimenta en el fondo y llega a
pesar entre tres y seis kilos, siendo un alimento excelente tomado en filetes.
El cabezagruesa: pez del fondo, grande, con una prominencia carnosa bien visible
encima de los ojos, sin dientes, pero voraz y omnívoro. Puede alcanzar los treinta kilos
y después de los primeros años se va al mar, donde llega a alcanzar más de cien.
El aleta roja: así llamado por el hermoso rojo anaranjado de la cola y las aletas
dorsales, un pez pequeño (como máximo dos palmos de longitud) que es excelente
como alimento, aunque su pesca produce problemas. Su mordedura es notablemente
dolorosa.
El ángel de la muerte: el más hermoso de los peces del estuario, con aletas de
color negro, sobre un cuerpo amarillo y plateado. Merece plenamente su nombre. Las
tres espinas frontales, y la espina ventral inoculan una toxina tan letal, y de efectos tan
duraderos, que la espina seca de un ángel de la muerte puede matar a una víctima
semanas después de haber sido pescado, si se mantiene intacto el saco venenoso del
lado ventral de la espina. Pero si se quitan las espinas y las glándulas internas, el ángel
de la muerte, aproximadamente de un kilo de peso, es delicioso y ligeramente
embriagador, aunque si se come en exceso puede producir una reacción tóxica. En
algunos individuos sensibles esa reacción se produce mucho antes, aunque en todo
Merovingen sólo hay datos de una muerte por esa causa.

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MÚSICA MEROVINGIA

En Merovin, la música tiene las mismas raíces que el lenguaje (ver Lenguaje):
étnicas y populares. También está influida por los cantos del espacio, que son étnicos y
variados, y constituyen la historia viva de una nave.
Algunas canciones sobrevivieron a la Limpieza. Otras son baladas de héroes de la
época de la Limpieza y el Restablecimiento, contando relatos de la resistencia y la
reconstrucción.
Hay canciones amorosas y una rica y variada música litúrgica; las marchas,
canciones de trabajo, cantos marinos y tonadillas populares, que van y vienen con la
moda, suelen ocultar intenciones políticas.
Los instrumentos principales son: el cuerno, un instrumento de metal, modulado
con los labios, de formas y tonos cada vez más complejos.
El tambor: los tamborileros son un entretenimiento callejero popular en las fiestas;
con tambores se señalan también las ejecuciones y las ocasiones solemnes.
El gitar: instrumento de cuerda de cuello largo.
El sitar: variedad del gitar, pero mucho más grande, de cuerdas resonantes y
cámara de resonancia redonda: este instrumento es de origen meroveo, por la gran
modificación de un instrumento terráqueo. Común en el Chattalen, y conocido en el
norte y en Nevander, suele servir de acompañamiento a los tambores y campanillas.
El arpa: instrumento de cuerdas verticales de origen antiguo, reproducido en
Merovin a imitación de una descripción tradicional.
Carillón: todo tipo de campanas.

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ÍNDICE DE ISLAS Y EDIFICACIONES POR REGIONES

LA ROCA: (ÉLITE RESIDENCIAL)


1. La Roca
2. Exeter
3. Rodrigues
4. Navale
5. Columbo
6. McAllister
7. Basargin
8. Kalugin (parientes del gobernador)
9. Tremaine
10. Dundee
11. Kuzmin
12. Rajwade
13. Kuminski
14. Ito

LAGOONSIDE
15. Mobo
16. Lindsey
17. Cromwell
18. Vanee
19. Smith
20. Cham
21. Sparker
22. Yucel
23. Deems
24. Ortega
25. Bois
26. Nansur

CENTRO DEL GOBIERNO


27. Spur (milicia)
28. Justiciarlo
29- Colegio (revenantistas)
30. Signeury

LAS DIEZ ISLAS (RESIDENCIA DE ÉLITE)


31. Carswell
32. Kistna
33. Elgin
34. Narain
35. Zorya
36. Eshkol
37. Romney
38. Rosenblum
39. Boregy
40. Dorjan

LA ORILLA SUR

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Élite de segunda fila


41. White
42. Eber
43. Chávez
44. Bucher
45. San Juan
46. Malvino (adventista)
47. Mendelev
48. Sofía
49. Kamat
50. lier

LAS RESIDENCIAS
Principalmente ricos o miembros del gobierno
51. North
52. Spellbridge
53. Kass
54. Borg
55. Bent
56. French
57. Cantry
58. Porfirio
59. Wex

OESTE
Clase media alta
60. Novgorod
61. Ciro
62. Bolado
63. diNero
64. Mars
65. Ventura
66. Gallandry (adventista)
67. Martel
68. Salazar
69. Williams
70. Pardee
71. Calliste
72. Spiller
73. Yan
74. Ventaní
75. Turk
76. Princeton
77. Dunham

ZONA PORTUARIA
Clase media
78. Golden
79. Pauley
80. Eick
81. Torrence

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82. Yesudian
83. Capone
84. Deva
85. Bruder
86. Mohán
87. Deniz
88. Hendricks
89. Racawski
90. Hofmeyr
91. Petri
92. Rohan
93. Herschell
94. Bierbauer
95. Godwin
96. Arden
97. Aswad

ZONA DE MAREAS (BARRIO BAJO)


98. Hafiz (cervecería)
99- Rostov
100. Ravi
101. Greely
102. Megary (esclavista)
103. Ulger
104. Méndez
105. Amparo
106. Calder
107. Fife
108. Salvatore
109. Spellman
110. Fundición
111. Vahan
112. Sarojin
113. Nayab
114. Petrescu
115. Hagen

ESTE
(MEDIA BAJA)
116. Mercado de Pescado
117. Masud
118. Knowles
119. Cossan (adventista)
120. Bogar
121. Mantovan (adventista)
122. Salem
123. Delaree

ISLA RIMMON
(ÉLITE/MERCANTIL)
124. Khan

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125. Raza
126. Takezawa
127. Yakunin
128. Balaci
129. Martushev (ricos)
130. Nikolaev

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