(Cherryh, C.J) - El Angel Con La Espada
(Cherryh, C.J) - El Angel Con La Espada
(Cherryh, C.J) - El Angel Con La Espada
CHERRYH
NOCHES DE MEROVINGEN
EL ÁNGEL CON
LA ESPADA
ICARO/FANTASIA
1
Título del original inglés: ÁNGEL WITH THE SWORD
1985 by C. J. Cherryh
1990 De la traducción. Editorial EDAF, S. A.
1990. Editorial EDAF, S. A. Jorge Juan, 30, Madrid.
Para la edición en español por acuerdo con DAW BOOKS, INC. N. YORK
(USA).
2
«UN LIBRO SORPRENDENTE DE UN MAESTRO
DEL GENERO.»
The Baltimore Sun.
«C. J. Cherryh está aquí en plena forma, con un relato
de amor, acción e intriga en un escenario tan bien escrito
que puedes verlo, tocarlo, saborearlo y olerlo.»
(Roger Zelazny, ganador del Premio Hugo, autor de Lord
of
L ig ht y la serie A m ber.)
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¡BIENVENIDO A LAS NOCHES DE
MEROV1NGEN!
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ÍNDICE
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C. J. Cherryh El ángel con la espada
CAPÍTULO 1
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C. J. Cherryh El ángel con la espada
sabrían lo que habría sido eso. Y en la inefable sabiduría de los antepasados, habían
situado Merovingen en el Det, pensando en el comercio que bajaría por el río en
barcazas baratas y podría ser enviado al mundo exterior desde el puerto espacial.
Pues bien, el comercio bajó por el Det, pero en el puerto espacial crecían las
hierbas y matorrales. Además, el terremoto que río arriba había arrasado la infortunada
Soghon (ciudad que se convertiría en el principal punto de contacto de Merovingen con
el interior), desvió también el curso del Det, que acabó inundando una gran parte de
Merovingen. La ciudad se lanzó desesperadamente hacia arriba sobre pilares, construyó
puentes y siguió creciendo cada vez más arriba y a los lados de las ruinan inundadas de
los antiguos edificios, a pesar de la fiebre y del lento crecimiento del río (o, según solía
dicutirse, el inexorable hundimiento de los pilares de Merovingen). Merovingen vivía, y
ahí estaba su desgracia, sólo lo suficiente para no morir.
Desde la distancia se veía una maravilla de cosas variadas, como un muelle
arruinado de tablas grises sobre el que se habían construido torres, una caprichosa
profusión de agujas de madera con ventanas que daban la impresión de formar un sólo
edificio. (Casi era así, inclinado casi sobre los canales, que habían sustituido a los otros
modos de transporte.) Tenía verdaderamente mil puentes. Una enloquecida red de tres
pisos formada por pasarelas y puentes aéreos, puentes que unían balcones, puentes que
unían puentes, escaleras que unían un nivel con otro, por lo que las casas, tiendas y
fábricas se empujaban unas a otras para obtener al menos una hora de luz del sol,
exceptuando los pisos altos y las torres, que eran el lugar en donde había que vivir si
el destino te había llevado a Merovingen. Las torres disfrutaban de las brisas (y las
tormentas); mientras que los habitantes de las áreas inferiores estaban siempre
dispuestos a mudarse con sus pertenencias si venía la inundación. El conjunto se
agitaba y gemía con los vientos, o ante el empuje de la marea alta que subía por
encima de las aguas superficiales del puerto y entraba en los canales; o, podía temerse,
ante un nuevo paso hacia el olvido de todo el conjunto de la ciudad. Así era el
Merovingen alto.
En la ciudad de abajo se movía un oscuro mundo de barcazas y barqueros,
skips, barcas de pértiga y cualquier navio que pudiera cruzar la red de canales y
cupiera bajo los puentes de Merovingen, que en su mayor parte no tenían una
altura regulada. Abajo, en las profundidades acuáticas de la ciudad, existía el más
ínfimo de los niveles, los cimientos de los edificios en las últimas fases de
apuntalamiento, antes de que también ellos se hundieran y fueran a formar parte de
los cimientos bajo el barro: pequeños rincones de tiendas y tabernas que servían al
desesperado, el que algún día acabaría uniendo sus huesos a esos cimientos subacuáticos,
En ese lugar se producían desapariciones. I.as vidas iban y venían con la misma
transitoriedad que los barcos, los cuales cambiaban de lugar como fantasmas negros
entrando y saliendo de los pilares de los puentes, dirigiéndose hacia algún área soleada
abierta al cielo, para desaparecer de nuevo, silenciosos y ocultos, en la red de
canales. Una vida se acababa, un cuerpo se deslizaba bajo el agua, y a nadie le
incumbía. Y si a alguien le importaba, no tenía dónde acudir con su queja. Había
un gobernador: su nombre era Josef Alexander Kalugin; mas nadie llegaba tan lejos,
pues sobre todo significaba que había alguien rico sentado encima de la columna junto
con otros ricos, quienes eran capaces de comprar muchas muertes sin que a nadie le
importara.
Merovingen, por tanto, seguía adelante lo mismo que el mundo. Su maravillosa
apariencia se apreciaba mejor desde un lugar distante, por ejemplo el lado abrigado
del viento de la bahía. O desde el mar, más allá del Borde. Demás cerca podía
olerse el viento que allí se pudría, los laberínticos canales y puentes de las antiguas
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realmente lentas, y tras las tormentas, cuando el mar se precipitaba al Puerto Muerto o
al pantano y el Puerto Plano, navegaba con el motor rodeando el Borde, hacía un fuego
en la playa para marcar su territorio, y pescaba y peinaba el bajío del Sundance bus-
cando lo que hubiera traído la marea, a veces con red y otras con caña, encontrando
de vez en cuando un trozo de madera, una concha rara que regatear o un trozo de
lona que comerciar o vender.
El único comercio que realizaba con regularidad consistía en acudir a la puerta
trasera de las tabernas para comprar algunos barriles; subía los escalones que había al
lado del canal, llamaba a la puerta y el mozo quitaba las cadenas de los barriles,
vendiéndoselos por los escasos peniques que tenía; luego ella volvía a vendérselos al viejo
Hafiz, el cervecero, regresando de nuevo con una carga de cerveza y whisky. Ese era su
comercio, de poco beneficio y muchas horas de trabajo, pero significaba el pan con el que
acompañaba las anguilas de río.
Muy de vez en cuando, en la taberna de Moghi, junto a la Escalera del
Mercado de Pescado, su primer y mejor cliente, conseguía un negocio diferente, unos
cuantos barriles de brandy muy bueno, que llevar canal abajo a Hafiz, junto con los
vacíos. Cómo los conseguía Moghi era una buena pregunta, pues procedían de una parte
muy alta del Det, o incluso del Chattalen. Pero Hafiz tenía sus clientes de la zona
residencial, y cuando ese buen brandy bajaba por el canal, subía luego por él una carga
importante de la mejor cerveza de Hafiz, con lo que un buen dinero viajaba en ambas
direcciones.
Aquella podía ser una de esas noches, pues había un barco fluvial de Nev
Hettek calado a babor de Detside, lo que significaba que mercancías ilícitas se
infiltrarían bajo los puentes de Merovingen, y también significaba que buenas
mercancías llegarían a la zona residencial. Altaír Jones olía las posibilidades.
Por eso se acercó en lo más oscuro de la noche, pasando despacio junto a las
barcas reunidas cerca del puente High-town, como si estuviera buscando un
pumo de amarre, y luego subió por el Gran Canal hasta los pilares de la escalera
del Mercado de Pescado, desde donde una serie de escalones serpenteantes bajaban
desde el triple puente de la parte superior de Merovingen. l.os altos edificios de
madera se superponían; las pasarelas, de un gris plateado bajo la luz de la luna,
unían el espacio entre ellos; y el puente del Mercado de Pescado cruzaba el canal
sobre robustos pilares que formaban una especie de bosque negro y acuoso junto a
uno de los escasos restos de roca solida de Merovingen. Enmarañado con todo ello,
los porches negros de un almacén de segunda mano, una especiería, un horno y la
deteriorada taberna de Moghi, donde la luz del farol del porche bailaba sobre las
aguas e invitaba a los clientes a que se acercaran, a pesar de la puerta cerrada y
de las ventanas atrancadas.
Allí, en esa esquina del porche de Moghi, Altaír se acercaba a un pilar
conveniente y sujetaba el amarre, dejando que la corriente llevara el skip hasta
la escalera del porche de Moghi, unos tablones desvencijados unidos con clavos.
Cuando escuchó unos pasos apresurados sobre las tablas por encima del murmullo de
las bolas del agua del canal se detuvo, sujetándose con una mano a la escalera; su
vista aguda captó un movimiento bajo la luz de la luna, entre los adornos de la
Escalera, en la parte inferior del triple puente.
Vio unos hombres vestidos con mantos. Se quedó helada allí mismo,
aproximando el skip al pilar y manteniéndose lejos del porche iluminado, pues
abundaba la gentuza que se escondía por los puentes del Merovingen nocturno.
Se bajo el borde de la gorra para ocultar los ojos, con el fin de que no brillaran
bajo la luz del farol del porche de Moghi, y mantuvo la cuerda tensa para que el
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colisión y siguió navegando, imaginando ojos curiosos entre las barcas amarradas en la
orilla, vigilantes entre los que no tenían casa y pernoctaban en el puente, viéndola a
ella, con un hombre desnudo y tumbado en su skip, pálido como una estrella de mar.
Empujándose con la pértiga pasó junto a Mantovan, bajo su puente, pasó junto a
Delaree y Ramseyhead, allí donde bajo la luz de la luna el Gran Canal da paso al
Canal, y unas cuantas barcazas buscan abrigo en los muelles para pasar la noche,
esperando la carga del siguiente día.
Una compañía segura, esas barcazas. Una compañía tranquila. Sus costados grandes
y negros se elevan como muros, las olas lamen y chapotean arrastradas por la marea;
y un pequeño skip se deslizó entre el muelle sin ser visto. Entre el casco somnoliento
de una barca de pesca, con las redes levantadas como una telaraña sobre el cielo
nocturno; ahí otra barcaza, y otra, un amigable bosque de pilares y cabos de amarre
que asemejaban viñas en la oscuridad. A lo lejos un barco falkenaer se metía en lo
profundo del puerto, con los mástiles y aparejos formando una membrana sobre la luna
descendente, entre los cuerpos menores de los barcos costeros y las barcazas del Det. Allá
se veía la masa de la Isla Rimmon, con las luces del embarcadero brillantes, y las torres
apagadas, por ser una hora tan tardía.
El sudor le corría por los costados bajo su jersey grande; el sudor le bajaba por las
sienes, bajo la gorra, a pesar del frío nocturno. Encontró un lugar a la orilla del agua
iluminada por la luna y lanzó el pesado cabo alrededor de un pilar, lo ató e hizo un
nudo seguro, por un lado y por el otro, dejándose caer sobre los ríñones, temblorosa.
Se quitó la gorra y se limpió el sudor con el brazo.
El pasajero había llegado a las pizarras secas y yacía cuan largo era, con un pie
todavía metido en el pantoque. Eso significaba que todavía tenía vida suficiente como
para que le importara el frío y la humedad. Una parte de sí misma deseaba que hubiera
lanzado el último suspiro y estuviera simplemente allí esperando a que lo arrojara al canal
en un lugar en donde no molestara ya a nadie; otra parte de ella le decía que ahora
debía sacudirle ligeramente; y una tercera y pequeña parte de su mente simplemente
estaba allí sentada, esperando ver si al final no tendría que pegarle con un gancho de
barril cuando despertara. Pero hasta ese momento nunca se había visto obligada a
convertirse en una asesina, a pesar de que estaba dispuesta a serlo, que hacía tiempo
que había decidido serlo para conservar la vida en la parte baja de Merovingen.
Quizá fuera esa noche. La barca se dejó ir a la deriva y se balanceó sobre las
corrientes que surgieron entre los pilares del puerto. Estaba casi fuera de su territorio.
Casi. Estaban más allá del Dique. Más allá de ese punto en donde comienzan las
corrientes profundas. Y más allá de ese punto ninguna barca puede moverse con
pértiga, salvo bajo los pilares que, cruzando por los puentes de Rimmon, conducen
al Muelle Muerto, a la Mola Fantasmal y al pantano. Permaneció allí sentada,
jadeando, dejando que el sudor se secara al viento y esperando algo, que él se
moviera, su recuperación, no sabía muy bien qué.
El hizo pequeños movimientos, enfebrecidos, y se quedó allí tumbado, con los
ojos abiertos, quizá sin ser capaz de verla, salvo como una masa sombría.
Por tanto no tuvo que pensar en el gancho. Moriría antes de la mañana. Eso era
lo más probable, por el shock y el frío. Como los gatitos. Como el chiquitín de
los Gentry. Los cuerpos hacían eso, se traicionaban a sí mismos dejándose ir después
de haber luchado mucho para regresar del estado de shock. Seguramente ahora
empezaría la fiebre. Y el frío se encargaría de él. El frío se retiraba un poco y quizá
se hubiera roto el cráneo. Tenía señales negruzcas en todo su cuerpo pálido, arañazos
sangrientos, sombras de magulladuras. De una pierna caía un goteo oscuro sobre el
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cuando tienes que hacerlo, y si empiezas a hablar de ello te estarás metiendo en más
problemas por sus amigos. ¿Y quién necesita más problemas? Ellos no los quieren, a
menos que estén locos. Y tú tampoco.... al viejo Seb no le caigo muy bien. Te diré por
qué. A quien maté fue a su hermano. Vígilale. Si alguna vez se cruza en tu camino,
serás una estúpida si no te lanzas a por él.
Pero Seb ya estaba muerto. Algún otro lo había hecho por ella. Su madre murió
primero. Que ella supiera, Altair no tenía enemigos. Hubiera sido una estupidez
ganárselos. Pero su madre nunca le había reprochado que sacara a los gatitos del Det.
Sólo cuando sacó del canal al chiquitín de los Gentry, cuando volvió toda mojada y
tiritando a la barca después de que la otra madre le diera las gracias (había buceado
mucho para sacarlo, había llegado hasta el fondo oscuro del Det)... entonces su madre le
dijo: ¿has bebido ese agua? Se lo dijo con los ojos blancos por la cólera. Estúpida. Y le
abofeteó el rostro.
Pasó varios días imaginándose que era amor. Y miedo.
Entonces tenía doce años y los cambios de ánimo de su madre solían asustarla.
Pero quizá los revenantistas tuvieran razón y aquello fuera un pensamiento neblinoso y
su madre viera en su propio futuro. Su madre murió por ese agua, en pleno verano,
cuando era más peligrosa. Murió sin contarle cosas esenciales. Como quién era su
padre. O si era el hombre al que había matado.
Nunca le había dicho lo que tenía que hacer una mujer cuando un hombre entraba
en su barca, sin pasarse de la raya pero pensando que podía tomarla; y ella no sabía en
absoluto si era una estúpida por decir no cuando los hombres le hacían ofertas. No
quería matar a nadie. No quería cometer un error fatal. No sabía cuáles eran las cosas
buenas y cuáles las malas... lo que sí sabía bastante bien era lo que significaba tener
un amante; en las barcazas ocurrían muchas cosas bajo los ojos de Dios y los de todo el
mundo, en las noches calurosas, cuando no se podía estar bajo el escondrijo. Pero que
ella supiera, su madre no había tenido nunca un hombre. Cuando los hombres le gritaban
invitaciones, su madre murmuraba cosas feas. Y mientras Retribución, su madre, vivió,
Altair Jones pretendió que era su hijo, no su hija. Había sido una idea de la madre. Por
eso, cuando empezó a tener pechos, se bañaba por la noche y llevaba ropas sueltas.
Bajó un poco las precauciones después de haberse mostrado demasiado, cuando tenía
doce años y después de que muriera su madre; pero los hábitos eran tenaces, muy
tenaces. Y ahora ella era una estúpida. Y estaba asustada.
Y de una manera confusa se sentía culpable, no estaba segura de si era una
traición de su madre, o algo que le había parecido ver en ella cuando sacaba a unos
gatitos que luchaban por su vida esperando que uno de ellos viviera, después de tanto
esfuerzo. Sé que te va a romper el corazón, le dijo la madre sacudiendo la cabeza. El
pobre animal se ha muerto, Altair. Y ella le dijo: mamá. Sólo eso. Nunca le habló
del dolor que sentía en su interior. Se tragó las lágrimas mientras otro animalito
moría en sus manos. Allí estaban ella y su madre, solas en la barca, sin otro ser
vivo al que tocar. Altaír había visto gatos en las casas ricas, correteando por los
jardines de las galerías. Un año después de la muerte de su madre cogió un gato
callejero, pero estaba tan loco que saltó al Grán y nadó hasta la orilla. Lo dejo
ir; la había mordido media docena de veces, y las mordeduras le dolían. Había
imaginado que sería suave al tacto, y se adaptaría a la vida en la barca. Tendría
lujos, y ella tendría gatitos para vendérselos a las gentes ricas de tierra, y eso
sería bueno para ella. Pero era un animal de tierra. Y su mano, y todo el brazo,
se habían hinchado. Después de eso tuvo la oportunidad de conseguir un gato
domesticado de un pertiguero: ella le gustó al gato, y lo quería. Pero después se
asustó, pues a lo mejor después de darle lo que él quería la mataba y la robaba:
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era un canalero peligroso y podía haber robado el gato a unos clientes ricos...
¿quién podía saberlo?
Por tanto renunció a los gatos. Lentamente renuncio a la posibilidad. Y
también renunció a los hombres.
Hasta que, paso a paso, de una manera confusa, volvió a comportarse
estúpidamente por otro ser que flotaba en el canal. Bueno, se dijo a sí misma
aquella noche hablaba consigo misma muchas veces, mentalmente, con la voz
de su madre. Bueno, por f i n tienes un hombre en tu barca, ¿no es así? Lo
mismo que los condenados gatitos. O quizá como aquel gato ingrato. Y también
tienes un problema, ¿no te parece, Altaír? ¿Qué es lo que vas a hacer? ¿Eh?
¿Dejarle morir?
Tal como estaba, él no le podía hacer ningún daño. El muy estúpido no
tendría la menor oportunidad, pues yo haría algo.
Se sacudió y se arrastró hasta el escondrijo, tiró de la manta, que estaba bajo
él, se acostó y la echó por encima de ambos, pues sabía bien lo que pasaba
cuando el frío del agua se metía en los huesos.
—Mete los pies, estúpido, métete dentro del todo.
El se movió. Altaír trató de ponerle los brazos sobre su cuerpo húmedo y frío y
mantener arreglada la manta, pero era demasiado pesado para meterle un brazo por
abajo; consiguió meterle un brazo bajo la cabeza, a modo de almohada, y se apretó
contra él lo más que pudo. El frío pasó de él a ella, hasta que comenzó a
estremecerse, con grandes y terribles temblores que le acosaron durante varios minutos
hasta que agotó sus últimas fuerzas.
Entonces se quedó quieto.
Esto es el final, pensó Ahair. Ha perdido las fuerzas. Ahora viene la fiebre.
El frío de la lluvia, el frío del viento, el frío del río: pero había una
manera de calentar un cuerpo. Su madre se lo había hecho a ella; ella había
mantenido a los gatitos enfermos apretados contra su corazón, tratando de repetirlo.
Aquello no era lo mismo que cuando su madre y los gatitos; pero dentro del escondrijo
estaba oscuro; y él estaba limpio, los Antepasados lo sabían, tan limpio como podía
estarlo tras haberse mojado en el Det; y todavía más, se estaba muriendo, después no
iría a decírselo a nadie ni se podría reír de ello.
Era egoísta, más que nada por sí misma, restos, que no harían daño, y no irían a
ninguna parte, puesto que él se estaba muriendo. El último ser vivo que había tocado,
realmente tocado y sentido, fue hace cinco años, cuando vivía su madre. Por eso era
egoísta, y quizá cada acto perverso alejara más la retribución; y cada acto bueno la
acercaba... por eso, a lo mejor, lo que ella hacía para tranquilizarle a él
equilibrara la perversidad de su mente.
Diablos. No duele. Y puede ayudar.
Levantó los brazos y se quitó el jersey, desabrochó los pantalones y se los quitó
también, hasta que pudo sentir su piel desnuda pegada a la de él... no provocó
ninguna conmoción: estaba tan frío como un pescado muerto. Pero se frotó contra
él hasta que le dolieron los brazos, le abrazó y le transmitió el calor de su esfuerzo,
y lo volvió a hacer, hasta que se quedó sin aliento. El volvió en sí en medio de
ese proceso y empezó a temblar de nuevo; por eso le resultaba difícil sujetarlo, pero
siguió intentándolo, en ello no había nada sensual, era una lucha en la que no
pensaba cesar, frotarlo con su piel hasta que no tuviera más remedio que descansar, y
calentarlo con su sudor, y volverlo a hacer hasta que finalmente ella estuviera fría o
él tan caliente como ella. Lanzó un largo suspiro al darse cuenta de ello; lo rodeó
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con los brazos para darle calor humano y se acurrucó junto a él sin la menor
sensación de culpa.
Soñó que él había ido a parar al agua y los peces nadaban entrando y saliendo
por las cuencas de sus ojos, quitándole los últimos recuerdos de su cerebro, lo que
había sido o por qué había muerto. Pero él no la atormentaba por ello. Su madre sí,
durante un rato; hasta que entró en un sueño en el que la acusó por la forma en
que se había portado, por la forma en que ella le soplaba a los gatitos. Condenada
tonta, Altair. Condenada tonta. Todo muere. El viejo Det se hace con todo. Ama
la vida, maldice la muerte y sé todo lo buena que puedas.
Tomó una gran inspiración y lanzó un largo suspiro, relajándose, tanto interior
como exteriormente. Comenzó a inventar recuerdos sobre él. Era hijo de un rico
comerciante al que le habían llegado malos tiempos. Había ido río abajo y conoció
la desgracia.
Su padre y su madre enviarían a gentes en su búsqueda. Pero llegarían
demasiado tarde. Encontrarían una o dos baratijas en los mercados, pero sus huesos
yacerían en el fondo del puerto, bajo las quillas de los barcos en movimiento. Ella
se quedaría en el muelle observando a esos hermosos extranjeros recorrer la orilla, y
guardaría el secreto que ellos buscaban, ella, una pequeña rata de canal, se guardaría
el secreto para sí misma y los vería con sus hermosas ropas y sus joyas ofreciendo
recompensas para recuperar a este hombre rico.
Pero él había llegado sin nada, y no podía demostrar su reivindicación para
cobrar el rescate. Por eso de nada servía decirlo; y además era peligroso mezclarse con
los asuntos de los comerciantes ricos. Cuando los ricos se hubieran ido, vendrían los
contrabandistas, los bandidos y las bandas. Ellos eran la ley en el río, en el puerto y en
los canales de Merovingen. Y la colección de huesos lamidos por los peces, allí en el
lodazal del Det, era ya considerable. No tenía ningún deseo de unirse a ellos. De
ahí su silencio.
El barco de los ricos volvería a ascender por el río, sin llevar consuelo a los
parientes.
Altair se apretujó contra él dejándole dormir, para que la vida saliera de él
con la suavidad con que lo hacía de los gatitos ahogados y de los pájaros que
caían en el hielo en invierno, tranquilamente, con un suspiro. Por la mañana le
lanzaría por la borda, deslizándolo, escuchando el chapoteo. Era su secreto.
Posiblemente el acontecimiento más secreto de su vida: cuando casi había salvado al
hijo de un hombre rico y casi había tenido un amante.
En algún momento se quedó dormida y despertó en una maraña desconocida de
miembros masculinos. La despertó un suave ronquido. El ronquido se detuvo. El le
había puesto una mano en el pecho; la rodilla de Altair estaba metida entre el cuerpo
de él, en un lugar que resultaba embarazoso. Se mantuvo quieta. El movió una
pierna y se acurrucó más contra ella, en la negrura invisible del escondrijo, ocultando
la cabeza en el hombro desnudo de Altair. Ella se quedó allí, notando los latidos de
su corazón, pensando si debía levantarse o no, y después de pensarlo le pareció que
no tenía que esforzarse para escapar de un hombre que, si no estaba muerto, al
menos no iba a ser una molestia por la mañana. Sólo era algo cálido, diferente, y
temporalmente todo suyo de una manera que sólo su madre había sido.
Merovingen te lo podía quitar todo, cuerpo, alma, vida y propiedades, si una
mujer era alguna vez lo bastante tonta como para entregar esa línea que decía «no». Y
lo bastante tonta como para compartir esa pequeña parte del mundo que una
pértiga, un gancho de harto y la costumbre de dormir ligeramente podían
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CAPÍTULO 2
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—¿Dónde vamos?
—Eso no te importa. ¡Cielos, no te vayas a caer...!
El estaba de pie y la barca chocó contra un pilar. Cayó sobre una rodilla, se
rehizo y se sentó.
—¿Es que no tienes cerebro? —le preguntó, ajustando la obturación. Le dio otro
golpe de manivela al motor. Produjo una tos hueca. Tras un cuarto intento, y
manteniendo la obturación sobre la succión, lo consiguió. El motor se puso en marcha
dejando una estela blanca sobre el agua oscura. Soltó el gancho de la caña del timón y
le puso la clavija de sujeción para manejarla antes de que se golpearan contra otro pilar.
Dejó caer el timón y le puso la clavija.
—Vamos, métete dentro. Y escucha. Si nos encontramos con alguien, si me oyes
hablar, diga lo que diga, no saques tu rubia cabeza del escondrijo.
La barca empezó a moverse lentamente entre el chapoteo, bajo los embarcaderos
desiertos. No perdía combustible. Movió la caña del timón y mantuvo el rumbo bajo los
pilares, pues era la manera más tranquila de moverse. Mondragon se puso de rodillas y
se deslizó hacia atrás en el escondrijo, desapareciendo bajo los pies de Altair.
—Eso está bien —gritó por encima del ruido del motor mientras la barca se abría
camino junto a los pilares, comiéndose un combustible que costaba casi tanto como el
azúcar—. Me alegra que seas tan agradecido. Eso está pero que muy bien.
Un momento después, una mano se agarraba al borde de la cubierta. La siguió
un brazo, y después sacó la cabeza.
—Gracias —dijo.
—Será mejor que hagas lo que te digo —así se habría portado su madre. Lo
pronunció con dureza, y con toda la rectitud que habría utilizado su madre—. ¿Qué
pasaría si los matones te vieran, eh, y me persiguieran? A lo mejor no lo recuerdas.
A lo mejor necesitas tiempo para quitarte las telarañas del cerebro, ¿eh? De acuerdo.
Te esconderé. Te comerás mi comida. Dormirás en el escondrijo. Y harás perfectamente lo
que yo te diga. ¿Está claro? Ahora vuelve ahí dentro.
El desapareció enseguida.
Altair siguió sujetando la caña del timón y respiró profundamente, sintiéndose
asombrada.
Vaya, así que ella hablaba y ese hombre rico, ese guapo habitante de la ciudad alta,
se agachaba y hacía lo que le pedía. Volvió a respirar profundamente, con los maderos
pasando en una loca perspectiva hacia el agua marrón iluminada por el amanecer. Esa
mañana estaba en su cubierta teniendo el control de las cosas. Movió la caña cuando la
barca pasó bajo el Atracadero Nuevo y se encaminó por debajo de los puentes de la
Isla de Rimmon, por un pasillo muy oscuro, hacia el agua iluminada del Puerto
Viejo.
Después venía el mar abierto: bajíos en algunos lugares, por lo que se podía
chocar y estropear una barca, si no se era listo y se conocían las corrientes que barrían
el Puerto Muerto, al menos en principio. Para conocerlas bien bastaba con navegar por el
puerto todos los días. Lo que hacían algunos: los habitantes del puerto estaban allí
fuera, y parecían pequeñas islas flotantes en sus balsas con toldos de harapos. Algunos
resultaban patéticos, muchos viejos del río que habían pasado la flor de la edad y cuya
suerte se había acabado, y sobrevivían allí hasta el final. Pero algunos no eran tan
viejos; eran realmente peligrosos. Estaban malditos por una locura que venía de los
Antepasados; y los que eran realmente lunáticos frecuentaban los pantanos y se
aventuraban hasta el Borde. De estos, los patéticos habían muerto, y los
peligrosos habían florecido, sin más escrúpulos que un pez cuchilla ni más
vacilaciones que éste cuando se lanzaba sobre su presa. Era la evolución a
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el motor. Bajó la caña del timón y dejó caer el ancla de popa, después se deslizó
alegremente hasta la cubierta central, bajó al pozo para coger el ancla de proa y
la lanzó por la borda.
Se quedaron amarrados junto a la orilla. Flotando. Considerando la zona, esa
idea tenía su mérito.
Se dio la vuelta y lo miró, sentado allí en la cubierta sobre las pizarras, con
los pies en el pozo.
—No quería estar manejando esta barca mucho tiempo sin ninguna ayuda —le
dijo alegremente—. Pero es más seguro amarrar aquí. Los locos van por la orilla.
Y estando tú mareado sería preocupante. No me gusta nada pensar en ti
tambaleándote de ese modo si tuviéramos que alejarnos rápidamente de la orilla.
—Locos —comentó él.
Altair señaló con una mano hacia las rocas, hacia la larga cresta del Borde
occidental.
—Por ahí el Borde se une al pantano. Todo tipo de locos puede llegar
caminando hasta aquí, o flotando. Algunos no nos harían daño. Pero muchos sí. Tú
quédate ahí sentado. Haré algo aquí, pescaré un poco. Si te digo tira el ancla, vas
hasta la proa y tiras de esta cuerda —le dijo poniendo encima un pie descalzo—. Es
fácil, ¿no? Yo iré a la popa y tiraré de la otra, si es que hay motivos para hacerlo.
Pero no es probable que suceda. Pero en ese caso no deberíamos cruzarnos en la
cubierta. Chocaríamos uno con otro. Normas de cubierta: el que lleva la pértiga va
por la derecha. Si voy con la pértiga y te cruzas en mi camino te caerás. Me
estorbarías, podríamos agujerear la barca, o podría golpearte en la cabeza; y no
necesitas otro chichón, ¿no te parece? Segunda norma: no toques mis cosas. Están
justo donde las necesito. Utilizo dos gritos: si digo deck, te quedas tumbado, como la
pértiga; esta barca es pequeña y es muy fácil romperse el cráneo. Si grito scup
significa que algo se ha soltado y tienes que cogerlo. En una barca no hay tiempo
para explicar las cosas —añadió inspirando profundamente. Apenas importaba. La idea
estaba en librarse de él. No atraer una atención indebida estando con él era el
problema principal—. Tenemos que hacer algo con tu cabeza. Nunca había visto un
pelo tan rubio. Cualquiera podría verte, brillas como un faro.
Fue hasta la cubierta central y rebuscó en la primera lata, que había a un lado.
Encontró un trozo de un chal negro que utilizaba como toalla. Estaba limpio. En
su mayor parte. Lo olió y se lo tiró.
—Envuélvete con esto la cabeza. Así parecerás un auténtico balsero.
El se quedó quieto, asombrado.
—Torpe —exclamó ella dirigiéndose hacia él, quitándole el chal de las manos y
envolviéndole la cabeza, como un turbante, manteniéndose muy cerca de su
cuerpo.
No había pensado en ello al empezar; lo hizo antes de pensarlo, y se apartó al
darle al chal la última vuelta, con la misma violenta inquietud que había tenido por
la noche. Porque él no era un niño, no era cualquiera, y la única compañía que
había tenido en su vida había sido femenina. El era... diferente. La sensación de
tocarle resultaba distinta; y se acordó de que él había retrocedido cuando ella le
ofreció lo que pensaba era lo más generoso que había ofrecido nunca. Nada
calculado, como una negativa. Sólo una reacción instintiva de un hombre confuso,
por sincero que fuera. Estaban juntos y él se quedaba allí sentado. No hacía nunca lo
que un hombre debía hacer. Como si intentara pasar desapercibido.
Nunca había pensado que fuera guapa. Pero tampoco pensó nunca que
estuviera tan mal. Se tocó la nariz en donde se había golpeado fuertemente con la
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C. J. Cherryh El ángel con la espada
pértiga cuando era una niña que se esforzaba por aprender a navegar. Cuando
lentamente se dirigía hacia un amarre seguro durante una tormenta, y el viejo Det la
golpeó, cuando estuvo sola por primera vez y no era tan fuerte como ahora: la
primera vez que se manejó a solas en una mala tormenta, y se partió la nariz.
Había llegado hasta el amarre ahogándose por la sangre, y medio ciega por el dolor;
pero consiguió amarrar. La nariz se le había quedado un poco plana, y ancha. Quizá
fuera eso. Seguro que el golpe con la pértiga no le había ayudado.
—¿Por qué me estás ayudando?
Ella le devolvió la mirada. Buscó una respuesta rápida, pero se dio cuenta
de que no lenía sentido.
—Vaya. No sé.
Él se quedó un momento pensativo. Tenía ese aspecto de estar pensando.
—¿Cómo llegué a bordo?
— Yo te subí.
—¿Tú sola?
—¿Y quién iba a hacerlo? —preguntó Altair—. Trataste de subir, te cogí y
tiré de ti.
—No recuerdo —dijo él sacudiendo la cabeza—. Eso ha desaparecido. Recuerdo
el agua. Y un puente.
— Media docena de tipos amigables te tiraron, tan desnudo como cuando naciste. ¿No
te acuerdas?
No contestó. Pero ese silencio era una mentira. Altair lo vio en un
pequeño parpadeo de sus ojos. Tom miró a su alrededor.
—¿A qué estamos esperando?
—¿Tienes un lugar a donde ir?
El la miró.
—Puedes descansar —le dijo ella—. El sol está caliente, túmbate ahí y solázate
para que mejoren esos arañazos. No hay prisa.
Altair se dirigió a estribor y arregló las cuerdas y palos, se deslizó luego
hacia la cubierta central y tensó el ancla de popa. Oyó que él se movía y se
volvió, viéndole gatear sobre la cubierta central, e inclinándose peligrosamente
hac i a la horda.
Tom volvió a dar otro traspiés.
—¡Deck! —gritó ella instintivamente; y él se tambaleó allí, con las piernas
abiertas, hasta que ella lo sujetó —. ¡Siéntate! ¡Casi te caes!
El se cogió a su brazo y se sentó sobre la cubierta central, vacilante. Ella se
agachó en cuclillas, segura sobre sus pies descalzos, y lentamente se fue dando
cuenta de los hechos. Tomó conciencia de los pequeños crujidos de sus dedos, del
cambio constante de los músculos de su pierna. Se levantó y le empujó en las
rodillas.
—Oye, manten los pies en el pozo, ¿eh? No te levantes en la cubierta
central, y ten mucho cuidado de levantarte en el pozo. Tienes piernas de tierra,
por no hablar del golpe en el cráneo, que no ayuda mucho. Estas barcas
pequeñas cabecean algo. Ya te acostumbrarás. Llevas las únicas ropas secas que
tengo.
El empezó a dar vueltas con los pies sobre la pízarra. Se dirigió a ella.
—¿Dónde están los sanitarios?
—¿Sanitarios?
—Los servicios —y al ver que ella parpadeaba asombrada añadió a voz en grito
—: pis.
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C. J. Cherryh El ángel con la espada
—Hay un cacharro ahí delante, y está la borda, elige lo que prefieras. Eso
es lo que puedes hacer —pero le vino una imagen y añadió—: hazlo por encima
de la borda; o mejor utiliza el cubo; yo lo hago; seguro que de la otra forma te
caes.
El la miró a ella, y luego miró hacia adelante y atrás, y adelante de
nuevo, como si estuviera esperando algo. Y se sentó donde estaba.
Altaír sintió verdadera pena por él; pero también irritación. Y
personalmente se sintió insultada. Como cuando él la había rechazado. Volvía a
ser lo mismo. Le palmeó una mano de la misma manera que había tocado al gato
ingrato: rápida y cuidadosamente.
—Oye, yo estaré pescando en la popa, ¿de acuerdo? No miraré.
El la miró como pensando que seguramente habría una respuesta mejor.
—¿Eres religioso? —le preguntó nada más ocurrírsele esa idea. Algunos
revcnantistas eran extremadamente pudorosos .
—No —respondió él.
—¿Te gustan los hombres?
—No —respondió con mayor énfasis. Parecía en una situación desesperada.
—¿Sólo que no te gusto yo, eh? Muy bien. No voy a atacarte por eso. No
tienes por qué preocuparte.
Volvió a palmearle en la mano, se levantó, se dirigió a la cubierta central y se
agachó junto a la lata en donde guardaba el resto de los aparejos, meticulosamente
desató y ató los sedales y abrió el tarro del cebo, arrugando la nariz por el hedor. Puso
un poco en el anzuelo y lo lanzó.
Se quedó sentada en la popa con las piernas cruzadas, junto al motor,
observando el corcho y el agua, y el baile del sol en el agua, como había hecho ya mil
veces, y haría otras mil más. Hasta que finalmente percibió los movimientos de él a
través de la barca. Lo sintió en el balanceo de la barca, que le subía por la columna
vertebral y por todos los nervios. Pero lo dejó tranquilo. Finalmente, él regresó a la
cubierta central; y se puso de pie sobre ella. Altair se dio la vuelta, viendo que estaba
siendo cuidadoso, que caminaba agachado, con las manos dispuestas a agarrarse. Cuando
él se sentó cerca de ella, supuso que quería compañía. No había problema. Era
agradable.
—¿Has pescado alguna vez? —le preguntó.
No era algo habitual en un habitante de la ciudad alta, pero a ella le gustaba
cuando no tenía otras cosas que hacer. Era lo mejor del mundo quedarse mirando la
danza del agua y esperando un movimiento del corcho; todo era esperanza. En
cualquier momento podía tener suerte. Un pescador tenía que ser optimista. Una
pesimista no podía aguantarlo.
—Yo... —se acercó más y empezó a sentarse, sacando las piernas por la borda.
—Oye, vas a asustar a los peces. Aparta tu sombra del agua.
—Lo siento —se echó hacia atrás y levantó los pies bajo sus largos brazos. Ella se
volvió y le miró de una forma que no era inamistosa.
—Yo... —volvió a intentarlo de nuevo—. Te estoy realmente agradecido. Por
todo.
Altair se encogió de hombros, volviendo a la pesca pero sintiendo un poco de
frío. Los puentes a media noche y los mantos negros no son buenos. Lo miró.
—No es que no... que no me gustes —dijo él—. Es sólo... que no sé lo
que está pasando.
—Quieres decir que no sabes quién te tiró.
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C. J. Cherryh El ángel con la espada
No era eso lo que él no sabía. Altair lo leyó en sus ojos, en la rapidez con la que
se desenfocaron, mirando hacia otra parte.
—¿Qué hacías por allí?
—Iba a recoger algo en la taberna. Caíste muy cerca de la bara. Buscaste algo
a lo que agarrarte. Y yo estaba allí. Tuviste suerte, supongo.
Tom se quedó un momento pensando en aquello. Sus ojos parpadearon. Eran
verdes como el mar. No, más oscuros. Como el mar en un día malo. Pero de
pronto la nube que había en ellos desapareció, y la miró directamente. Ahora fue ella
la que parpadeó.
Tom se echó atrás rápidamente, y parecía sentirse incómodo.
—Cuidado —dijo Altair. Aquello la había asustado. El corazón le latía con
fuerza. Los Antepasados sabían que él podía estar tan loco como la mitad de los
balseros de por allí. Se sujetó a un palo—. Creo que han picado.
Era mentira. Pero le ayudó a salir de esa incómoda situación. Tiró del sedal y
examinó el corcho y el anzuelo. No tenía cebo.
—Condenados ladrones —exclamó, y después se levantó y fue a por más
cebo.
Volvió a lanzar el sedal y pescó allí de pie, hasta que él se tendió sobre las
cálidas tablas de la cubierta central y se quedó dormido. Luego se sentó y se
dedicó a pescar, y se acordó de que lo único que había hecho era darle un buen
empujón: ese tambaleo suyo, típico de los hombres de tierra, no era simulado,
aunque otras cosas pudieran serlo.
El estaba allí tumbado, tendido como un ser inocente al sol, y ella cogió
un pequeño pez. Lo troceó para que sirviera de cebo y pescó toda la mañana con
el aparejo grande.
Tom despertó cuando ella cogió el primer pez grande. Se revolvió
rápidamente cuando el pez cayó en la cubierta central aleteando y llenándolo de
agua.
—Cógelo —le gritó, pues estaba a su alcance. Lo cogió, se le escapó y
volvió a cogerlo—. ¡El sedal! —gritó ella, y entonces él cogió el sedal y controló
la situación.
Ella le quitó el anzuelo, puso el pez sobre el travesaño y después lo dejó
caer por él.
—¿Cómo está la mano?
El le enseñó una herida que se estaba chupando y le daba punzadas.
—Realmente eres hijo de los Antepasados, ¿no te parece? Eso te dolerá.
El la miró ofendido sin decirle una palabra.
— Ya sé que allí arriba no te enseñaron a pescar, sólo a comer peces. Es
culpa mía. Nunca te enseñaron que hay que cogerlo por atrás. Por detrás de la
aleta o por el sedal. A menos que no tengan dientes. Un aleta roja, no debería
haberte dicho que lo cogieras. Son unos peces malos, con dientes a los lados. Con
ellos hay que utilizar un guante, basta con eso. Pasa lo mismo con los vientres
amarillos. Te pueden dar un buen bocado. Y los ángeles de la muerte son lo que
su nombre dice. Tienen un veneno que te mata antes de que te des la vuelta.
Para comer son buenos, aunque una de sus espinas te puede matar tres días
después de haberla comido.
—Lo sé —dijo él sombríamente, y ella pensó en asesinos y ángeles de la
muerte; y en puentes altos; y bajo la luz del día volvió a sentir escalofríos.
Cebó nuevamente el anzuelo y volvió a lanzarlo. Una bandada de aves marinas se
posó junto a la Flota Fantasmal, y algunos balseros se diri gieron lentamente
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C. J. Cherryh El ángel con la espada
hacia allí para cazarlos. Altaír los estuvo observando hasta que la bandada
emprendió el vuelo.
Aquella tarde, a última hora, hizo pan para tomar con el pescado frío;
Modragon-Lo Que Sea salió y se quedó mirándola.
—¿Tienes una cuchilla? —preguntó.
—Tengo un buen cuchillo —respondió tras pensar en ello—. Tiene el
filo de una cuchilla.
Tenía el gancho del barco al alcance, y era una pregunta sincera: para
entonces tenía ya una buena barba. Altair se hizo a un lado y le entregó el
cuchillo metido en una delgada vaina de cinta, pero no el que había utilizado ella
para cortar la cabeza al pez. El lo miró dudoso, pasó el pulgar por el borde y
su mirada se volvió respetuosa.
—¿Qué utilizas, piedra de afilar?
—Piedra azul, y ya puedes tener mucho cuidado —sacó la piedra de su
bolsillo izquiedo y se la entregó.
—Jabón.
—Está en la lata. La primera que te encontrarás en el escondrijo. La pequeña
de color negro. Pero espera. Ya está la cena.
—Quería asearme para cenar.
—Señor, ya tomó un baño anoche.
El la miró quedándose sin habla, con una sensación de ofendido que la hizo
cerrar la boca inmediatamente, mientras él se agachaba y sacaba el jabón de la lata.
Un baño. Después de que casi se ahogaba. Con jabón.
Se asomó por la barandilla y se quitó el jersey.
— ¡Apuesto a que esperas que tenga también ropa limpia! —gritó ella con
tono de burla.
El se dio la vuelta.
—Me gustaría que la tuvieras —dijo con firmeza. Se dio la vuelta, se quitó los
pantalones, demasiado grandes, cogió el cuchillo y la pastilla de jabón en una
mano y se lanzó por la borda en las aguas poco profundas.
—¡Diablos! —por ese lado de la barca no había excesiva profundidad. Ella corrió
para ver si se había roto el cuello, pero allí estaba, nadando agradablemente—. ¿No
miras nunca dónde estás?
—Todo va bien.
—Como pierdas el cuchillo tendrás que encontrarlo antes de subir arriba.
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El se puso en pie, con el agua hasta la mitad del pecho, y lo sostuvo en alto.
Junto con el jabón. De pronto arrugó la nariz.
—¿No se estará quemando algo?
—¡Diablos! —gritó Altair y echó a correr.
Se había quemado. Puso el pan de fondo negro sobre el pescado frío, apagó
el fuego y se quedó allí sentada, mirándolo.
Después se quitó el jersey, se desabrochó los pantalones y se dirigió al otro
lado de la barca.
El segundo baño en un día. Si a él le gustaba ser limpio, ella podía serlo más.
Subió a la superficie manteniendo la barca entre ellos.
—¿Estás bien? —preguntó él desde su lado.
—Estupendamente. La cena ya se ha quemado, así que igual da que se
quede fría.
Volvió a sumergirse. El fondo era de arena cenagosa y eso la hizo sentirse
mal. Levantó los pies, nadó unas brazadas, se dio la vuelta y comenzó a regresar.
El se dio la vuelta por el borde del barco.
—¿Quieres el jabón?
Ella cruzó el agua, sin poner los pies en el suelo, nadó hacia la mano que él le
extendía y cogió el jabón. El regresó a su lado. Altair se frotó, escupió y lanzó
varios juramentos, y cuando se hubo frotado tanto como para dejar limpias a diez
mujeres, puso el jabón sobre la cubierta central y nadó hacia el otro lado, se subió
por el borde, arrastrando el vientre y se deslizó hasta el pozo.
De nuevo en posesión de la barca. Desde allí podía verle bien a él. Pero no quiso
fijarse en eso, ni mirar en su dirección. Caminó por la cubierta central, se puso los
pantalones y el jersey, guardó el jabón, se sentó allí y se comió la cena, dejando que
el agua del pelo goteara sobre sus hombros.
El tenía que regresar a bordo. Ella le miró implacablemente, mientras él se daba
la vuelta para vestirse, pretendiendo que ella no estaba allí. Había regresado con el
cuchillo, eso podía verlo. Y cuando se acercó a ella con el cuchillo en la mano, Altair
tenía el gancho de barril junto a los pies, por si acaso. Sigió mirándolo mientras se
sentaba y sacaba de su bolsillo la piedra azul, y ella cogió un poco de grasa de la
sartén; él se dispuso a afilar la hoja, y Altair tuvo que admitir que lo hacía
muy bien.
—Puedes comer —le dijo ella.
—Me estoy ocupando de tus propiedades. Yo sé hacerlo bien. Come.
El siguió trabajando en el cuchillo. Mucho rato. Ella terminó de comer, se
asomó por la horda y tiró las espinas de su parte; limpió el plato para
guardarlo.
Después él comió su parte, asomó la sartén por la borda y la sumergió.
—Estúpido, ¿qué estás haciendo?
—Lavándola —respondió él devolviéndole la mirada —. ¿Es que nunca
lavas...?.
Se detuvo antes de ir demasiado lejos, pero ella lo captó perfectamente.
—No hay que lavar una sartén de hierro, Mondragon. Se frota. Es mucho
mejor.Y si empiezas a lavar los platos en el puerto, enfermas. Si lavas
demasiado te pones enfermo. No me gusta ser sucia. Pero no hay un condenado
lugar donde lavar, Mondragon, hasta que llueve, y entonces hace demasiado
frío.
Todo eso se lo dijo gritándole. Se dio cuenta de que estaba gritando y se
calló con un suspiro de exasperación.
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chica!» El se calló. Estaba preocupado por ella; y cuando llegó más allá del dolor,
le hizo olvidar el dolor.) El le decía las cosas, y se las enseñaba, de una manera
cortés, así que ella no dijo sus frases: de alguna manera, a lo que él hacía le
correspondían esas palabras hermosas; y a lo que ella esperaba le
correspondían las suyas.
Resultaba en cierta manera apropiado que se hubiera golpeado dos veces la
cabeza. Se sentía molesta; por no hablar de los dos baños que había tomado
ese día, para que él no la considerara despreciativamente. Pero el karma actuó
y ella se comportó como una estúpida dos veces en esa misma noche. Y aterrizó
confusa sobre su pecho, mientras las hermosas manos de Tom le quitaban el
dolor.
Estaba enamorada. Al menos esa noche.
No tienes sentido, Jones. Eres una verdadera hija de los Antepasados. ¿Sabes
quién es este Mondragon? ¿Tienes alguna idea de por qué seis personas querían
arrojarlo al Gran? A lo mejor tenían sus razones.
Pero él no podía estar en el lado malo. Si hubiera sido un asesino, un
ladrón o un loco ella ya lo sabría.
Tiene que regresar al lugar al que pertenece. Yo lo llevaré hasta allí. Un
sitio como éste no es el suyo.
Le dolía la cabeza. Se le reventaba y le dolía como si todo su ser estuviera
tratando de encongerse en ese pequeño lugar. El le acariciaba los hombros con
los dedos.
—¿Algo va mal, Jones?
—Nada en absoluto —tenía los hombros tensos. Se dio cuenta de que él
estaba dándole un masaje en los músculos y trató de relajarlo.
—¿Te sientes apenada?
—No. No —tomó una inspiración. Estropear el mañana por el hoy, le había dicho
su madre. Eso era absurdo. Hoy había estado muy bien. Mañana... mañana. Bueno,
mañana podía ser dentro de dos días. Entonces sería el momento de ingeniárselas para
devolverlo a su tierra. Tomó una inspiración y espiró lentamente. Se acurrucó contra su
hombro y trató de mantener los ojos cerrados.
Pero los volvió a abrir enseguida. A veces oía cosas cuando estaba a punto de
dormirse. El tiempo le hacía trampas, cosas que podían o no estar allí.
Pero las olas tenían un ritmo. Siempre estaba allí. La barca tenía una manera
especial de moverse. El mundo se mecía y movía eternamente de una manera
concreta y con ciertos sonidos; y en ese momento, aunque no había nada que
hubiera oído claramente, sintió el frío del miedo en su interior. Se puso tensa y
empezó a levantarse; él le apretó una mano contra la espalda. Ella llevó con rapidez
una mano contra su boca.
—Creo que he oído algo. Voy a salir hacia atrás, será más fácil. Quédate
quieto.
Empezó a salir hacia atrás y notó que él iba a seguirla. Le hizo retroceder.
—No. Quédate ahí —lo imaginó dando traspiés en la oscuridad—. Lo haré a
mi manera.
Siguió deslizándose, notando el viento frío sobre la piel desnuda; apoyándose en
el vientre salió bajo la luz de las estrellas y se levantó cuiadosamente sobre las
manos para mirar por encima del borde de la cubierta.
Allí fuera había una balsa, una isla oscura y amorfa en las aguas iluminadas
por las estrellas. Tenía el cuchillo en la entrada del escondrijo, y se deslizó sobre
los codos hacia el pozo, cortó la cuerda del ancla con un tajo rápido, se levantó un
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poco, dándose la vuelta y le vio a él allí fuera, bajo las estrellas, manteniéndose
agachado como ella. Se deslizó hacia atrás rápidamente.
—Manten baja la cabeza —le susurró por debajo del ruido del agua—. Hay una
balsa ahí. No es que pueda moverse mucho, pero estoy segura de que son locos.
Se encontraban en la parte más profunda del pozo; cogió una toalla que había
sobre las pizarras, se la enrolló y anudó alrededor de la cintura y él cogió sus
pantalones. Luego ella se levantó y puso una mano en el borde de la cubierta;
él la cogió por un brazo.
—¿Adonde vas?
—A poner en marcha el motor. ¿Puedes arrastrarte hasta allí conmigo y cortar
la cuerda del ancla?
—¿Se pone siempre en marcha?
—La mitad de las veces —respondió ella. Pero no quería pensar en eso. Le puso
el cuchillo en la mano—. Corta esa cuerda. Yo me ocupo de mi motor.
Se escurrió por cubierta como una anguila, deslizándose tan rápido como pudo y
se puso de rodillas tras el motor, levantando la cubierta de madera, mientras
Mondragon se ocupaba de la cuerda.
Cuidado ahora, paso a paso, y precisión en el arranque. El viejo motor era
delicado. Prefería el calor del sol a las noches húmedas.
Los locos la vieron. Se escuchó un chapoteo entre los que manejaban las pértigas
de la balsa. Un murmullo creciente en la oscuridad, que se convirtió en voces.
Bombear algo de combustible, dar al interruptor, ojalá hubiera limpiado hoy el
contacto, y hubiera comprobado la abertura. ¡Antepasados, salvad a una tonta! Vio
que otra cosa se movía en la oscuridad, una segunda balsa, y se apoderó de ella un
auténtico terror. Mondragon estaba de rodillas, a su lado, la barca se movía a la
deriva y la corriente traidora los llevaba hacia las balsas. Movió la manivela una vez,
dos veces, niveló el ahogo, que tendía a succionar demasiado, oyó unos gritos en el
agua y dio otra vuelta a la manivela. Dios mío, ni un sonido surgía del motor.
Ajustar de nuevo la válvula; darle a la manivela. Un pequeño ruido. Volver a la
válvula, ocuparse del punto gastado del eje; la manivela. Un hipo, un hipo.
—Jones...
— ¡Dame el condenado gancho! ¡En el armario! Muévete.
Había que abrir el tope, tirar de la cuerda, si no se inundaría; el aire se llenó de
olor a combustible, mientras Mondragon peleaba de pie junto al armario, con la
barca meciéndose por la acción de las olas y las balsas... Dios mío, Dios mío, son
tres en ángulo, moviéndose con chillidos, gritos y chapoteos... arreglar la abertura,
acuérdate de la válvula, inclinarse, darle a la manivela... un sonido de hipo. ¡Con-
denado motor! La manivela. La balsa más cercana estaba erizada de ganchos, era
espinosa como una estrella de mar. Todos ellos los ondeaban y la noche se llenaba
de gritos. Los hombres se lanzaron al agua y chapotearon hacia ellos.
Manivela, hipo, tos. Soltó la abertura, empalmó la válvula y la perdió. Las
balsas eran un muro de espinas. Mondragon tenía en las manos el gancho. Volver a
poner la válvula. De nuevo la abertura. Manivela. Doble tos. El motor se puso en
marcha. Con solidez. Volver a poner la válvula; darle al tornillo... ¡arriba la caña del
timón, estúpida! Todavía está bajada. Tiró de la barra hacia arriba y puso la clavija,
escudriñó el agua de la orilla por delante, buscando frenéticamente en la oscuridad
las rocas y la arena, mientras la barca avanzaba un poco. No había espacio, no
había ningún espacio salvo un hilo de agua a lo largo de la orilla, en donde
podían chocar con las rocas o embarrancar en la arena, y quedar indefensos.
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limpio: tomar el camino bajo los pilares de los puentes de la Isla de Rimmon. Podía
ser un lugar difícil durante la noche.
Pensó más en ello y aminoró el motor.
—¿Adonde vamos? —preguntó él.
—No sé —y luego añadió porque quería aparentar que tenía todas las
respuestas—: ya hemos tenido bastantes problemas esta noche. Estoy demasiado
cansada para conducir la barca con la pértiga entre los puentes, y segura de que no
quiero amarrar allí; ya hemos tenido bastantes locos esta noche.
—¿Venían de allí?
—Locos o balseros, poca diferencia hay.
Tomó otra inspiración profunda, borró las muertes de su recuerdo y se sintió
orgullosa. Su barca. Ella decía lo que tenían que hacer. Sabía lo que estaba haciendo, y
él se daba cuenta de que ella lo sabía. Vio a su madre, vio a Retribución Jones
manejando el timón en sus recuerdos más antiguos, con la luz del sol sobre el
rostro, y sobre aquellas manos tan hermosas, segura de lo que hacía, de la manera
en que caminaba en aquellos años brillantes, cuando el mundo haría bien en apartarse
de su camino.
Se sujetó la toalla, que se le estaba cayendo, y dio un salto desde la cubierta
central hasta el pozo, se volvió hacia Mondragon, sentado al borde de la cubierta, y
le dijo:
—Te dieron un par de veces.
—Arañazos —contestó poniéndose en pie y sujetándola por los brazos—.
Maldición, chica...
Ella se soltó de sus manos con un movimiento tapido.
—Jones. Llámame Jones.
—Jones —se quedó allí parado, bajo la luz de las estrellas, y no se le ocurtió
nada que decir.
Tampoco a ella. La barca había perdido la mayor parte de su impulso e iba
a la deriva con el chapoteo.
—Tengo un poco de pomada —dijo ella, y como quería volver a estar limpia,
quitarse la capa de sudor y la sensación del tacto de los locos, que todavía permanecía
en su cuerpo, añadió—: voy a tomar un baño.
El no dijo nada. Ella dejó caer la toalla, se dio la vuelta y saltó por un lado.
La caída de otro cuerpo produjo un movimiento del agua a su lado, una suave
corriente de burbujas sobre su piel. El la encontró y la envolvió en sus brazos.
Condenada estúpida, pensó Altair en un momento de pánico: ¿intenta ahogarme, es
después de todo un asesino, quiere la barca...?
Era evidente que no. Altair subió a la superficie con él, empezó a nadar de lado y
sintió que él nadaba a su espalda, brazada a brazada. Recuperó entonces la cordura,
dejó de nadar y bajó los pies.
—Maldición, ¿es que queremos perder la barca?
La vio en la distancia y se lanzó hacia ella con fuertes brazadas.
El se lanzó primero, pero no llegó muy lejos; se hizo a un lado y la
esperó.
Casi la perdieron de nuevo cuando se encontraron.
—Jones —dijo él de una manera que nadie se lo había dicho nunca—. Oh,
Jones —y tuvieron que perseguir la barca por segunda vez.
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CAPÍTULO 3
L A mañana era para despertar lentamente; algo más lentamente de como lo habían
hecho antes, bajo las estrellas, sobre la cubierta central. Después volvieron a
nadar: eso significaba cuatro baños en dos días, y Altair se sorprendió de sí misma.
Lavó también la ropa, la enjabonó bien y la dejó sobre la caña del timón para
que secara un poco al viento, y él lavó la suya, y ambos se sentaron a desayunar por
la tarde, envueltos en toallas y dejando que el viento les secara el pelo. El de
ella era recto. El de él rizado, y tan fino como la seda pálida. El era guapo, todos
los movimientos que hacían eran bellos, la manera en que sobresalían sus músculos
cuando iba a coger un poco de pan, la forma en que el sol le daba en el rostro e
iluminaba sus cabellos. Ella comía y le miraba cada vez que podía. Y suspiraba.
—¿Adonde vamos ahora? —preguntó finalmente, y ella se encogió de
hombros, pues no quería hablar de ello. Por lo visto él tomó eso como una
respuesta.
Pero cuando ella quitó los platos del desayuno, cuando se levantó y vio las
balsas flotando como pequeñas islas en el extremo de Puerto Muerto, se acordó de la
noche, y recordó lo que podía significar intentar encontrar el camino por alrededor
del borde de Puerto Muerto, moviéndose con la pértiga porque se habían quedado
sin combustible. Y eso la decidió. Suspiró de nuevo, se inclinó para coger los panta-
lones que tenía colgados en la caña del timón y se los puso. Y el jersey.
—¿No están todavía húmedos? —preguntó Mondragon, que todavía llevaba
puesta la toalla y estaba de pie en el pozo.
—Tenemos que ponernos en movimiento. ¿Quieres decirme adonde?
—¿Es que tenemos prisa?
—Mondragon —le dijo Altair, yendo hacia donde estaba él y sentándose para
no tener que gritarle por encima del sonido del agua, en el borde de la cubierta,
delante de él—. Tenemos que ir de nuevo hasta el Borde, con eso agotaré todo el
combustible que tengo. Y volver desde allí manejando la pértiga es mucho. En medio
de los balseros y los locos —con el pulgar señaló hacia la ciudad, hacia el bulto
bajo y neblinoso de la Isla de Rimmon—. Tenemos suficiente para llegar hasta los
bajíos de los puentes de Rimmon y puedo llevarte con la pértiga hasta donde quieras
desde ahí, a menos que esté fuera de la bahía. Pero estoy a punto de quedarme sin
provisiones, salvo whisky, tengo que ganarme la vida y la corriente de aquí nos
llevará cada vez más lejos hacia la Flota Fantasmal, y no es un buen lugar: por
allí hay locos, en el banco de arena; y eso está frente a Rimmon, y tengo sólo el
combustible necesario para regresar; he estado vigilando la marea. Así que creo que
será mejor que me digas adonde quieres ir, pues lo que yo tendría que hacer es
regresar a los canales, y creo que tienes razones para no querer eso. Imagino que
tendrás un barco de río al que desearías ir, o quizá a ese barco falkenaer. No puedo
llevarte con la pértiga hasta el embarcadero del Det, es demasiado profundo, pero
puedo llevarte hasta el dique, ahí están las escaleras de Harbormouth; puedes subirlas
y bajar el dique hasta el muelle del Det y volver a bajar de nuevo, es fácil. Eso es lo
más que puedo hacer.
El se quedó callado un momento. Miró las pizarras del suelo y volvió a levantar la
mirada, con los brazos cruzados.
—Déjame en la ciudad —dijo.
Altair notó que su corazón perdía un latido y luego se tensaba.
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—¿Vas a buscar problemas? ¿Caer una vez al canal no ha sido bastante? Dime
dónde te arrojarán la próxima vez, te estaré esperando con la barca.
El la miró tensando las líneas de la boca. Aquello se convirtió en una sonrisa
forzada.
—No te metas en mis asuntos.
—De acuerdo. Por supuesto. Ponte la ropa.
—Jones... —le tomó el rostro entre sus manos obligándola a que le mirara—.
Me gustas mucho, Jones.
Eso le resultaba doloroso. Tomó una inspiración profunda y sintió que algo iba a
romperse. «Oye tío, me has hecho un crío, voy a matarte». ¿Había sido su madre así de
estúpida? ¿Así es como ella había venido al mundo? ¿Una vez que su madre había
bajado la guardia y se encaprichó de un hombre como Modragon? ¿O sólo fue un feo
accidente, o una violación alguna vez que su madre perdiera una pelea? No podía
imaginar a su madre perdiendo.
El se peinó hacia atrás el pelo sin dejar de mirarla. Luego la dejó irse y se deslizó
hasta la cubierta central para ponerse la ropa. ¿Cuándo había encontrado sus piernas?
¿Cuándo había aprendido a moverse en la barca? La última noche, cuando tuvo que
hacerlo, cuando se quedó allí de pie manejando el gancho marino con una habilidad que
aumentaba minuto a minuto.
Está acostumbrado a luchar con la espada, pensó ella. Practica la esgrima.
Habitante de la ciudad alta. Los hay de todos los tipos. Camorristas callejeros.
Duelistas. En la ciudad alta también hay de esos: algunos de ellos son muy ricos.
Algunos de ellos que hablan con esa voz suave como la seda, pero no saben que no
hay que meter una sartén de hierro en el agua, ni coger un pez espinoso por las aletas.
El conocía muy bien las espinas del ángel de la muerte y sabía cuidar de un
buen cuchillo.
No tenía ninguna cicatriz hasta que un gancho lo cogió por el hombro la
noche anterior, y esa la llevaría el resto de su vida; no era profunda, pero tan
ancha como la punta roma de un gancho. (Me recordará, ¿no es cierto? El resto de
su vida. Cada vez que una suave mujer de la ciudad alta le pregunte por esa
cicatriz.)
El sabía luchar. Eso significaba que no era una presa fácil de los diablos de
mantos negros del puente. ¿Entonces cómo le habían cogido? Por el bulto en la
nuca, por eso.
El se puso los pantalones, húmedos todavía por las costuras. El sol los iría
secando: no había que preocuparse de la fiebre.
Altair suspiró de nuevo, después se inclinó junto al escondrijo y sacó la gorra,
se la puso contra el viento, hizo una mueca y sufrió una sacudida en el corazón:
también tenía un bulto en la nuca, donde le habían golpeado. Se puso la gorra un
poco hacia atrás, inclinada sobre la cabeza, se la metió a la fuerza y se dirigió hacia
la cubierta central.
El motor traidor se puso en marcha al tercer golpe de manivela, tal como solía.
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cuando metía la pata. «Ya te he dicho que no puedes dar una oportunidad.
Necesitas todas las que tienes».
Subió la caña del timón, tiró de la clavija y dejó que la barra cayera hasta
el gancho del motor. De esa forma la barca costeó hacia los altos pilares entre
el dique y la Isla de Rimmon; y había calculado bien. La proa cruzó por encima de
las aguas superficiales, la línea que era oscura y no verde, sin una pértiga para
empujarse; y mientras estaba cruzando esa línea, recogió la pértiga y caminó hasta
la parte frontal de la cubierta central para ponerla, caminando por estribor; luego
cruzó de lado y caminó por babor, mientras Mondragon se apartaba de su camino.
—¿Puedo ayudarte con eso?
— ¡Diablos, no! Te quedarías aferrado a la pértiga y la barca seguiría su
camino. He visto a muchos principiantes caerse así por la borda.
De nuevo a estribor. Estaba haciendo alardes, manteniendo la barca en
movimiento sin sacudidas, consiguiendo que pareciera algo fácil mientras se dirigían
hacia los pilares. El movimiento la alegró. Lo mismo que el rostro brillante de Tom
bajo la luz del sol, pues de momento todavía contaba con su compañía. No hay que
llorar por el mañana, le diría Retribución Jones. Ni por la tarde. Sus pies descalzos
estaban firmes sobre la cubierta. No daba empujones fuertes, sino diestros. En el
momento adecuado.
—Este tipo de barca se llama skip, aunque no sé por qué. Un skip tiene una
cubierta central y un motor y es más grande que cualquier barca de pértiga. Si sabes
hacerlo, puedes conseguir que se mueva suavemente por el agua; aunque tienes que
conocer sus trucos; todo barco los tiene. Tiene un motor pesado y hace mal los
virajes. Pero también puedes aprovechar eso para los giros si sabes manejar la pértiga.
Cuando está cargado arranca lentamente, y se detiene de la misma manera; entonces
tienes que utilizar las corrientes todo lo que puedas: los canales las tienen, lo
mismo que el puerto y el viejo Det, y algunas son fuertes. Hay que planificar el
camino previamente. Si choca con un muro o con otra barca y la carga cambia de
lugar porque no estaba bien puesta, puede lanzar por la borda a todo el mundo.
Estaban llegando a los pilares. Mondragon se volvió cuando la sombra cayó
sobre ellos, y titubeó cuando se enfrentó a esa perspectiva, al negro laberinto de
pilares que se aproximaba rápidamente.
—Jones...
—Conozco mi camino —dijo trabajando con rapidez, a un lado y a otro—.
Es mejor así, ¿no?
Penetraron entre los pilares, en la oscuridad de los puentes que unían la ciudad
con la Isla de Rimmon y sus mansiones fortificadas. La luz brillaba con fuerza al final,
donde estaba el puerto, y los pilares pasaban a toda prisa junto a ellos.
Mondragon estaba en pie, marcando su silueta sobre esa luz.
Un viaje a través del infierno, o del purgatorio.
Ella lo tenía todo pensado. No iba a permitir que la barca se desviara de
ellos, salvo al final, cuando entrara en la marea del puerto. Se lanzaron hacia la luz
deslumbrante, y los remolinos marrones del agua se convirtieron en el jade brillante
de la bahía profunda.
— ¡Cuidado! —gritó ella, indicándole que iba a girar, metiendo hasta el fondo la
pértiga y moviendo la proa tan certeramente, y empujando tan diestramente, que no se
produjo ninguna sacudida. Mondragon seguía tambaleándose un poco sobre sus pies,
pero se volvió hacia ella y la miró como dando a entender que pensaba que había sido
un truco para desestabilizarlo.
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rumbo dejando a estribor una barcaza que se movía lentamente empujada con pértigas.
Redujo la velocidad, para adaptarla a la habitual en la ciudad.
—¿Siempre trabajas sola con esta barca?
Vaya, ahora viene la historia. Pasan una noche contigo y creen que ya pueden
entrometerse. Así es el amor, Jones. Me lo dijo mamá.
—¿Jones?
—Claro que sí.
Respiraba con dificultad. El sudor le caía por el rostro y hubiera deseado ser un
hombre para poder quitarse el jersey en plena ciudad. Levantó la gorra y se la volvió a
poner sobre el chichón de la nuca sin pensarlo, al tiempo que daba el siguiente golpe.
Los pies le ardían sobre la cubierta. Maldito alarde.
—Sé cuidar bien de mí misma —dijo pensando que era una mentirosa. Tomó
aliento y le sonrió a medias, inclinando la cabeza al pasar por un cruce—. A diferencia
de los habitantes de tu ciudad alta, que son todos unos blandos.
— Yo no lo soy.
—¿Habitante de la ciudad alta? —le dijo con una amplia sonrisa —¿No lo eres?
—¿Qué habrías necho allí sola, la última noche, cuando atacaron los locos?
Ahí está la maldita y estúpida pregunta. No sabe que la culpa fue suya
también.
—Oye tío, no creo que hubiera estado durmiendo sorda y ciega en el
escondrijo, ¿no te parece? Puedes agradecer a tus Antepasados que tenga buen oído,
esa es la verdad. Nunca me acerco tanto. Amarro en el Borde, y duermo en cubierta,
duermo como un gato, y no pueden caer sobre mí tan fácilmente.
—¿Y si hubiera fallado el motor?
Ese pensamiento le produjo un estremecimiento de frío. Ella sopesaba ese tipo
de cosas antes de hacerlas, pero no solía considerarlas después.
—Bueno, no fue así.
—Podría serlo algún día.
—Mira, yo suelo ir al Borde en las estaciones malas; entonces hay más canaleros
y menos locos. Si el motor se me para busco un remolque aunque me cueste un
infierno; ya lo hice una vez —eso era mentira. Fue ella la que había remolcado a un
canalero, uniendo el combustible de ambos para conseguir que el motor funcionara,
y estuvo cobrando en plazos durante un mes—. ¿Hay algún asunto mío más que
quieras conocer?
El mantuvo cerrada la boca.
—Se necesita un condenado estúpido para sacarme de mis costumbres. Para
llevarlo donde sus enemigos no puedan cogerlo, a riesgo de mi propio cuello; quiero
decir que necesitabas una estúpida, y la tuviste. ¿Cómo podía saber yo que no eras
un asesino? ¿Cómo podía saber que no eran los parientes de una mujer de la ciudad
alta los que te arrojaron porque tú habías saltado sobre ella, eh? Eso fue ser una
estúpida, quedarme ahí a solas contigo en mi barca.
—¿Por qué lo hicieste?
—Porque soy una estúpida, por eso. ¿Necesitas una razón mejor?
El se quedó callado un momento. Después le preguntó:
—Jones, ¿qué es lo que va mal?
—Nada.
—Jones, para.
La corriente golpeó la proa. Ella perdió el aliento, cambió bruscamente, se
tambaleó un poco y perdió el equilibrio con el cambio. Estaba cansada. Le dolían los
costados. Tenía los brazos sobrecargados. El sudor le corría por los ojos.
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canaleros. Las islas grandes recibían las cargas de los canales en bahías defendidas, dentro
de puertas de hierro que garantizaban que iban a recibir lo que habían pedido.
—¿Qué hay en el Puente Colgante?
No le respondió. Ella dejó de hacer preguntas. Se puso a trabajar tranquilamente
y se limpió el sudor. La ropa ya no estaba limpia. Ni tampoco seca, pues el sudor la
humedecía.
—¿Les estás buscando? —volvió a preguntarle.
El se dio la vuelta y le miró. Las buenas maneras habían desaparecido, como el
humor. Sí, les estaba buscando. Para algo. Así de claro.
—Sí —se respondió ella misma. El no dijo nada—. ¿Quiénes son?
—Ya me ocupo yo de eso.
—Perfectamente. Pero quizá me estén buscando también a mí. ¿No has pensado
en eso?
Altair tomó una inspiración, volvió a respirar. Delante tenían el Puente Colgante,
y la otra salida de la corriente de la Serpiente. Luchó contra ella nada más
encontrarla.
—Ya pensé en ello.
—Qué amable.
—No te haría ningún bien, Jones. Podría empeorar las cosas. Es mejor que te
quedes fuera de ello. Totalmente fuera.
El sol les iluminaba ahora, era uno de los pocos lugares del Gran que permanecía
abierto; por eso le llamaban el Puente Colgante. Se levantaba llamativo con sus calados,
su ángel y sus siniestros arcos de madera.
—Allí está el Ángel —le dijo Altair entre un impulso y otro—. Los
revenantistas dicen que Merovingen durará lo que dure el Ángel sobre el puente. Los
janitas dicen que saca la espada un poco más cada vez que la tierra tiembla. Los
adventistas dicen que resistirá hasta la Retribución.
—He oído hablar de eso —contestó Mondragon. Volvió a mirarla de nuevo,
miró otra vez hacia el puente y de nuevo se volvió hacia ella.
Ella miraba hacia el frente, vigilando el tráfico. Le recorrió la espalda la sensación
de que estaba metiéndose en agua difíciles, de que iba directa a los locos y los balseros,
de vuelta al punto de partida. Apareció el perfil del Puente del Mercado de Pescado.
Allí estaba el porche oscuro y distante de Moghi, bajo las sombras del Mercado de
Pescado, más allá del Muelle Ventani. Había allí skips, barcas pertigueras, y el habitual
grupo de barcazas, las de los vendedores de hortalizas y de pescado, y los cargueros de
pescado amarrados a las anillas junto al mercado, repletos hasta los bordes. Las torres de
madera de la parte alta de Merovingen brillaban con una luz plateada y grisácea bajo
el sol, por encima de la oscuridad, por encima de la red de puentes. Y el Ángel
del Puente Colgante lo presidía todo, con la espada a medio sacar. El mundo a
medio terminar.
¿La estaba metiendo o sacando desde el Gran Terremoto?
A medio camino entre los dos destinos.
Divisó un lugar en la orilla éste y dirigió la proa hacia allí, entre los
vendedores de pescado. Mondragon estaba sentado al borde de la cubierta y se volvió
de nuevo hacia ella, para mirarla mientras se deslizaban hasta el punto de amarre.
Quizá se preguntaba lo que ella quería. Se preguntaba cómo conseguir que la
despedida fuera rápida y limpia. Ella estaba demasiado atareada; guardó la pértiga y
sacó el gancho.
—Hey, Del —gritó al viejo del skip más cercano, enlazando la anilla para
acercarse. Se inclinó y cogió en una mano la cuerda de amarre, la pasó por la
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anilla y la ató. Dio un salto y caminó hasta donde su proa tocaba el otro skip—.
Oye, Del, ¿quieres amarrármelo ahí?
—¿Qué vendes?
—Nada. No estoy comerciando. Sólo quiero pararme un rato.
No había pues competencia. La boca de Del Syleiman se abrió en una
sonrisa.
—Trae, yo lo ato.
—Vale, tendrás que prestarme la cuerda. Perdí las anclas de proa y popa.
Sus cejas blancas subieron y bajaron. Movió la barbilla, cubierta por una barba
desaseada. Había una mujer desdentada en la cubierta central, una montaña de
mujer tras las cestas de anguilas.
—¿Cómo las perdistes?
—Bueno, tuve un abordaje.
Volvió a colocarse la gorra y con el movimiento se pasó el nudillo por la ceja
derecha: Arreglemos primero el asunto de este habitante de la tierra; ya arreglaremos
los nuestros más tarde. El viejo sonrió, lo mismo que la mujer, y el viejo utilizó su
gancho para el amarre.
Altair regresó hasta donde estaba Mondragon, de pie en el pozo, a un paso del
muro del piedra. Esperándola.
Se quedó allí de pie un momento, mirándola a los ojos. Por un momento ella
recordó; le recordó tal como estaba por la mañana, iluminado por el sol.
Entonces él se dio la vuelta y saltó a tierra, descalzo como un canalero, con sus
viejos pantalones, un jersey azul roto por los codos y un turbante negro que no servía
para ocultar su piel blanca y quemada por el sol. Se volvió a mirarla desde allí. Una
vez más.
Ella se quedó en pie con las manos en la cintura, y los pies descalzos
sólidamente plantados sobre la cubierta.
—Suerte —le dijo Altair—. La próxima vez vigila a tus espaldas.
Esa frase hizo vacilar a Tom, como si hubiera acertado en el blanco.
—Suerte —dijo él, se dio la vuelta y se dirigió hacia las escaleras.
No se volvió a mirar, ni una sola vez.
Ni una oferta de devolverle la ropa. Era demasiado rico para pensar que todo lo
que tenía era lo que llevaba puesto.
O quizá para no prometer lo que no podía cumplir.
Se dio la vuelta y se dirigió hacia la proa, en donde Del se ocupaba del
amarre. Se sentó allí en cuclillas.
—Del, ¿qué tengo que pagarte para que me vigiles la barca?
El viejo tenía un ingenio agudo. Aunque no lo pareciera por su cara. Masticó
algo que tenía en la boca y escupió un poco de jugo verde entre la proa de las dos
barcas.
—¿Vigilarla, Jones? ¿Algo limpio?
—Te lo juro —levantó una mano con solemnidad—. ¿Qué tengo que darte?
—Pensaré en ello.
—¡Bueno, piénsalo, maldito tiburón! —Altair pegó un salto por la desesperación.
El viejo Del sabía sacar ventaja de un trato, y atrasar la discusión era un
instrumento poderoso—. Te pagaré, te pagaré, por la sangre de mi corazón que lo
haré; ¡y que el cielo te ayude si veo un arañazo en mi barca!
Buscó entre las pizarras, cogió el cuchillo y el gancho de barriles y dejó
caer las piedras. ¡Síguelo! El aprecio de los otros canaleros exigía un poco de teatro.
Corre, Jones. Sigúele.
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Maldición.
Podía haberse ido en cualquier dirección. Saltó sobre las maderas envejecidas por
la edad de la escalera del puente, ascendiendo los cuatro tramos hasta el ancho
puente y los arcos del patíbulo.
Allí vio al hombre del jersey azul y el turbante negro dirigirse por el puente
hacia Ventani.
Dirigirse hacia el lugar desde el que le habían arrojado a las fauces del Det.
Un hombre así no deja de meterse en problemas. Es un loco. Tan loco como
los balseros.
Ella lo siguió, pisando silenciosamente las tablas con sus pies descalzos,
colgando en su cinto el cuchillo y el gancho de barriles.
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CAPÍTULO 4
E RA una verdadera tonta por correr por ese puente. Siguiéndole, con los pies
descalzos sobre las planchas calentadas por el sol, una canalero entre los
habitantes de la ciudad alta, las gentes que vestían tela de chambray y cuero, los
comerciantes y tenderos de la ciudad alta; y los guardias de Signeury y los sobrios
colegiales, y los más altos de los ciudadanos, gentes de arriba vestidas todas con
telas finas y encajes, y calzados de elegantes tacones que repiqueteaban sobre las
tablas como un tambor de fiesta. Un vendedor de dulces pregonaba sus mercancías
en la cabeza del puente, bajo el rostro siniestro y pensativo del Ángel, que tenía la
mano dorada bajo su espada. Altair pasó junto a él con grandes zancadas e imaginó
que la espada se introducía una pequeñísima parte en su vaina: aplazar la Retribución
era un acto estúpido. Hija, le diría el Ángel, con su rostro hermoso y grave como
el de Mondragon, ¿por qué haces esto?
Y ella se quedaría allí de pie, titubearía y le diría: Retribución (el ángel llevaba
el nombre de su madre), no lo sé pero excúsame ahora (una precipitada cortesía
mental), ahí está el otro estúpido caminando por la calle, no puedo perderlo...
déjame que lo alcance, Ángel, ya arreglaremos lo mío mañana, yo...
Recorrió con paso ligero el puente y se metió por el lado de la Isla Ventani, sobre
sus galerías y sus elevados puentes situados varias capas por encima, los que daban
sombra al Canal Margrave y al Puente del Ataúd, dejando pasar unas tiras brillantes de
sol que caían sobre la calzada. Un comerciante, poseedor de un trozo de sol, un bien
precioso en ese nivel, había puesto una maceta en una de esas tiras. En otro trozo
de luz, un anciano dormitaba.
Por delante, entre la multitud, Mondragon caminaba ahora más lentamente; lo
mismo hacía ella, manteniendo siempre a la vista el turbante negro y el jersey azul.
Un canalero se movía con bastante libertad en ese nivel, no resultaba particularmente
notable. Podía ser alguien que hacía un recado. Alguien que cumplía una orden. La
taberna de Moghi estaba abajo, en el área portuaria, en la esquina opuesta a
Ventani, la que servía de apoyo al Puente del Mercado de Pescado; si Mondragon
iba a ese mercado estaba dando un rodeo.
Pero no. Cogió el atajo sobre Princeton, donde era mucho más difícil seguirlo sin
ser vista. Altair llegó al Puente de Princeton y se quedó allí quieta un momento,
junto a un poste, hasta que vio que su presa se iba hacia la derecha, por la Calzada de
Princeton.
Entonces se apresuró, caminando con el paso habitual mente alegre y vacilante de
un canalero.
Le vio y le pareció estúpido. Vestido como una rata del canal y caminando como
un habitante de tierra. Los de tierra quizá no lo notaran. Pero un canalero observaría
enseguida que había algo raro. Lo mirarían dos veces, y la segunda mirada podía causarle
problemas, seguro que se los causaba.
Giró a la derecha hacia la Isla Calliste. Se dirigió a la ciudad alta. Altair caminaba
tranquilamente, tomándose el tiempo necesario, y escondiéndose delante de las
tiendas y entre los postes, o entre los viandantes, cuando él se detenía y miraba a
su alrededor.
Así que está preocupado. Piensa que pueden verle. Está tratando de actuar con
naturalidad y no se atreve a tomar los puentes altos; no, va por los bajos,
arrastrándose por aquí con nosotros, los canaleros y las ratas.
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¿Pero cómo algo que le sucediera a ella iba a ser más maravilloso? No
podía tratarse de nada más que eso, el hijo de un comerciante de río arriba en
dificultades junto a un canal. Ofendió a alguna de las familias, insultó a alguien
de los Mantovan, o incluso a algún rufián del canal, y lo enviaron de alimento a
los peces. Así de sencillo.
Por eso había visitado a su factor merovingio para obtener dinero y ropa en
nombre de su padre, y quizá contratar su venganza. Simple. Así de simple. Luego
se dirigiría al Det y la barca antes de irse, probablemente en una de las barcazas de
Gallandry, probablemente escondiéndose hasta que pudieran sacarle de la ciudad,
a salvo.
Altair dio un gran suspiro. Le dolía el corazón, y tenía dolor en los costados y
los pies. No era nada que pudiera llevar más allá. No tenía ninguna reivindicación
que hacer; a menos que fuera, llamara a la puerta y le dijera a Mondragon que le
devolviera la ropa.
Podría hablar con los de Gallandry para que le dieran una recompensa, y
quizá deseara ante sus Antepasados no haber estado allí delante de sus
compañeros de negocios.
Si no fuera una estúpida lo pondría en una situación violenta y le sacaría todo
el dinero que pudiera. Quizá podría insistir en realizar cargas ligeras para los
Gallandry. El favor que ella les había hecho valía mucho más que unas monedas. Y
entonces los canaleros la respetarían, por los Antepasados que sería así.
Se deslizó hacia abajo, quedándose en cuclillas sobre los talones, empujó la
gorra hacia atrás y se pasó una mano por el pelo.
Tonta. Triplemente tonta. Lo siento, Ángel. Mañana estaré cuerda; pero
perdona que te lo pida, condénalo. Me podía haber dicho la verdad: Jones, llévame
al canal Port, llévame a Gallandry. Podía habérselo hecho, con la misma facilidad que
escupir.
Ven conmigo, podía haber dicho, ven, Jones, quiero que conozcas a estos tipos.
Y entonces me podía haber devuelto mis malditas ropas.
Me podía haber dicho adiós adecuadamente al bajar en Gallandry: «Adiós,
Jones. Pórtate bien. No creo que te vuelva a ver, pero buena suerte».
Se mordió un padrastro, escupió, echó una mirada al muro de piedra que había
junto a la piedra, que no podía verse desde su ángulo.
¿Por qué no me llevó allí?
¿Qué está tramando?
El dolor se detuvo. Pero comenzó a sentir un cosquilleo por la espalda.
¿Qué estará pensando el muy estúpido? ¿Qué estará haciendo ahí?
¿Se encontrará bien ahí dentro?
Demonios, no, él no lo puso todo encima de la mesa. Escurrir el bulto por aquí,
zambullirse en una puerta de esta condenada galería, desaparecer así... él sabrá con
quién se ha reunido ahí, quizá sea un amigo, pero no quería que le vieran, no
quería que yo lo supiera...
No te metas en mis asuntos, Jones.
Condenado estúpido, confiar en los Gallandry. Quizá. Lo que se puede confiar
en ellos. Te cortarán la garganta, Mondragon, estúpido.
O quizá tú seas un tipo peor que ellos, a quien quieren sustituir.
No, si ellos te empujaron tú lo sabrías, quizá. Aunque no viste lo que te venía
encima, por el Señor y los Antepasados, y no viste eso que casi te rompe el cráneo,
¿no es así? Y tú no conoces nada bien Merovingen, me hiciste preguntas cuya
respuesta sabría un hombre que conociera Merovingen, ¿no te parece, Mondragon?
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canalero con gancho y cuchillo: era demasiado. Se quedó quieta, pues no deseaba
que la ensartaran, mientras una de las largas espadas le apartaba la mano del
gancho; ella se quedó quieta. Mientras Jonny, en un ataque de valentía, llegó, cogió
el gancho y se lo llevó. Estúpido. Si ella hubiera decidido morir allí mismo, él
habría caído bajo las hojas de sus propios hombres. Altair miró fijamente a
Mondragon, sin quitarle la vista, aunque uno de los de Gallandry la cogiera por el
brazo, y luego otro, con fuerza, haciéndole sangre.
—Quiero que me devuelvas la ropa —dijo ella—. ¿Me entiendes, socio?
Los ojos de Tom se encontraron con los de Altair. Estaba ahí de pie,
mirándola.
—¿Es que me vais a romper el brazo? —preguntó, y añadió, dirigiéndose hacia
Mondragon, pero sin pronunciar su nombre—: Quería decirte que hay muchos... —
iba a decir que había muchos hombres fuera, pero entonces se quedó fría.
Señor, ¡a lo mejor eran suyos! A lo mejor acababa de estropear algo
poniéndole en problemas.
—Dejarla —dijo con voz firme Mondragon—. Jones, aparta las manos de ese
cuchillo, ¿me oyes?
Extendió la mano esperando ser obedecido. Los hombres que la sujetaban por
los brazos la soltaron, y bajaron las espadas.
—Todo es un maldito lío —dijo ella, y añadió dirigiéndose a Jonny—: Dame
eso. Eso de ahí.
—Dáselo —dijo Mondragon y ella extendió una mano para coger el gancho.
Se sintió humillada al ver que la mano le temblaba. Demasiado.
—Dámelo, maldito —mantuvo la mano extendida, procurando que temblara lo
menos posible—. O, si no, alguna noche colgaré tus tripas encima...
—¡Jones! —dijo Mondragon—. Dáselo, Gallandry, no va a utilizarlo.
El gordo le entregó el gancho. Ella lo cogió y se lo metió en el cinto, en la
hendidura que había hecho para ello; se quitó el polvo y se dirigió hacia
Mondragon, quien se dio la vuelta, cruzó la puerta y subió las escaleras.
Ella caminó tras él. Por detrás, Hale decía que habría que asegurar la puerta,
y los hombres armados le siguieron.
El fondo del canal, pensó Altair sombría, mientras subía las escaleras de
madera detrás de Mondragon. Una pila de huesos en la desembocadura del Det.
Estúpidos Antepasados, lo hice, lo he hecho bien, el viejo Del y su mujer se van
a quedar con mi barca, y el Det va a tenerme en un santiamén.
Ay, Señor, Mondragon, ¿quién eres?
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casual. No podía ver el puente del segundo nivel. Sobre las agujas de madera de
Arden divisaba el cielo azul. Se volvió para mirar a Mondragon.
—Es cómodo. Puedes verlo todo desde aquí arriba.
Dame una pista, Mondragon
—¿Qué estás haciendo aquí?
—Oye, ya te lo dije, me debes algo.
El se quedó de pie, muy quieto. Finalmente caminó hacia una de las mesas
laterales, abrió un fino recipiente de cristal y vertió un poco de líquido ambarino en
dos vasos. Volvió con ellos y le dio uno.
—¿Veneno? —preguntó ella, teniéndole a él muy cerca, por lo que era capaz
de transmitirle sus indicaciones con los ojos. Maldición, estoy asustada,
Mondragon. ¿Qué significado tiene esto?
—Pensé que lo que te gustaba era el whisky.
Dio un sorbo. Bajaba como el agua y ardía como el fuego. La broma bajaba
todavía mejor, un poco de calor tras el frío de abajo. Se apartó de ella cuando
unos pasos sonaron en las escaleras de madera y Hale entró resoplando en la
habitación.
—Mi transporte —les dijo Mondragon. Tomó un sorbo de su vaso y extendió
la mano señalándola a ella con un gesto de protección—. Le debo dinero.
Maldito seas, Mondragon.
—Y algunas otras cosas —añadió Mondragon. Tomó otro sorbo, volvió hacia atrás
y le entregó a ella el vaso—. Toma, Jones, termínalo. Hale, quiero hablar contigo.
Salió de la habitación detrás de Hale y otros tres. Cerró la puerta. Altair se
quedó allí, con dos vasos de whisky medio llenos en la mano y un lento ataque de
furor que le estaba subiendo al rostro. Tres de los hombres se habían quedado. Uno
de ellos se apoyó junto a la puerta, con los brazos cruzados. Los otros dos parecían
tan fieros como la muerte y los impuestos del gobernador.
Lentamente, Altair vertió el contenido de un vaso en el otro, lo sostuvo en
alto para verlo a la luz de la ventana y caminó hacia la silla más cercana, a cuyo
lado había una mesita. Se sentó, doblando por debajo los dedos descalzos y puso el
vaso vacío sobre la frágil mesita; se echó hacia atrás, ladeó su gorra dejándola con
una inclinación precaria y empezó a beber el whisky ante los gallandrys,
analizándolos atentamente.
Que le debía dinero. Maldito corazón negro, Mondragon.
Sonrió a los guardias. Había marcas de dedos en su brazo derecho, estaba
segura; le dolía mucho.
Te abriré las tripas, Gallandry. Me acordaré de tu rostro. Y tú no verás el
mío, será en una noche oscura.
Así lo decía mamá.
Maté a media docena, mamá. Aunque eran locos. Pero lo hice bien, sí
señor, me quedó una bala.
¿Qué harías tú ahora, aparte de no estar aquí? La puerta se movió. Regresó
Mondragon acompañado de Hale y los demás.
—Jones. ¿Dónde tienes la barca?
Ella sostuvo en alto el vaso de whisky y lo miró con desconfianza.
—Eres muy amable al utilizar mi nombre.
—Jones, no pasa nada —se acercó más a ella, con sus finas ropas—. ¿Quién
está vigilando los puentes? ¿Alguien que conozcas?
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—Bueno, pues lo hice —también ella se dirigió hacia una de las alargadas
sillas, dejándose caer en ella, se cogió la gorra antes de que se le fuera hacia atrás
y se la volvió a poner—. El muy imbécil casi me rompe el brazo. Por tratar de
ayudar a un hombre. Por intentar ver que se las arreglaba bien en la ciudad...
—. .. Por tratar de ver adonde iba.
—¿Y cómo voy a saber si le va bien si no sé adonde va?
—¿Eres tonta, Jones? —le preguntó con voz suave—. Sí, Jones, lo eres.
—Muchos problemas, ¿eh?
El fue hacia la ventana, y se quedó mirando hacia fuera, al canal.
—¿Están ahí otra vez?
—Imagino que serán discretos.
—¿Quiénes son?
—Jones —le dijo con un tono triste, volviéndose hacia ella—. No podemos
salir hasta que oscurezca. ¿Quieres comer algo?
—No me estoy muriendo de hambre.
—Digamos que es un favor por otro. Te debo una comida. Había pedido algo y
creo que estará aquí pronto —dijo haciendo un gesto hacia una puerta lateral—. Ahí
hay un baño, el agua todavía no está fría, no le diste tiempo. Ayuda a quitarse el
dolor.
El calor le subió al rostro. Se quedó allí sentada, muy quieta, y después se
levantó, se quitó la gorra y se sacudió con ella la pierna.
—Por supuesto. Estupendo. Quita los dolores —dijo caminando por la
habitación y echando la gorra a una silla. Se desabrochó los pantalones—.
Mondragon, no me extraña que seas tan condenadamente blanco, si te pasas todo
el día lavándote.
Caminó sobre el suelo blanco y se paró delante de una gran bañera de
bronce... ¡bronce! Por el Señor y los Antepasados. Toda la maldita bañera. De
bronce brillante.
Huele como una droguería.
Se quitó el jersey, se bajó los pantalones y metió una mano en el agua.
Cálida como el sol. De pronto recordó la vista que tendría probablemente
Mondragon, y miró hacia atrás, para cerrar la puerta de una patada.
Por las intenciones que él podía tener. Sabía condenadamente bien lo que él
tramaba.
Se subió con cuidado al borde, y se sumergió en el agua caliente y perfumada
hasta la barbilla.
Había soñado con cosas así, sin saber de qué trataba el sueño. Había captado
el olor a perfume de los habitantes de la ciudad alta, y se preguntaba por qué
olerían tanto a limpio.
Por bañarse cuatro o cinco veces al día. Por las bañeras de bronce, el
perfume, el jabón y el agua llena de aceites.
Giró el pie derecho y cogió un cepillo que flotaba en la bañera, frotándose
con él la ennegrecida planta del pie; después hizo lo mismo con el otro. Con el pie
cogió el jabón de la bandeja y se frotó el pelo, se sumergió y volvió a salir con
un perfume en la nariz y en los ojos y un aceite dulce y amargo en la boca.
Por el Señor y los Antepasados, aquello sabía como olía.
La luz provenía de una lámpara de aceite, toda dorada, con una plancha de
bronce para reflejarla. Había un water al otro lado de la habitación, también de
bronce, con todos los equipos que ya había visto en un escaparate de la ciudad alta.
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qué momento tan inoportuno... le hiciste gritar, Jones; y éste no es un hombre de los
que gritan. Pero aquí lo tienes, bebiendo hasta perder el sentido.
Le has preocupado, Jones.
—¿Qué es lo que has conseguido, eh? Un hombre asustado de la ley. Un
hombre con malos amigos y peores enemigos.
Cerró los ojos y se dejó ir de nuevo, a la deriva, a una nada vaga que hacía
que le doliera el corazón.
Despertó en la oscuridad dándose cuenta de que estaban entrelazados, mientras
alguien llamaba a la puerta.
—Ya he oído, ya he oído —bramó Mondragon como respuesta levantándose
sobre los brazos e inclinándose sobre ella—. ¡Dame tiempo, diablos! —y
accidentalmente se apoyó en ella. Se acercó a su rostro y la palmeó—. Perdona, lo
siento.
—No hay problema, estoy bien —respondió ella agarrándose somnolienta a su
brazo.
La mano de él subió hasta el hombro, y volvió a palmearle la mejilla. Como
al hacer el amor. Distraídamente.
—Cielos, hay que levantarse, hemos de ponernos en movimiento. Vamos.
Salió de la cama creando una corriente de aire. Era difícil moverse. A Altair le
protestaban todos los músculos, y no por dolores fuertes, sino pequeños; pero la
espalda y el brazo magullado le ardían. Se puso en pie y dio unos pasos, abriéndose
camino con las manos entre los muebles, que le resultaban desconocidos. En el baño
estaba encendida una pequeña mecha, por las altas ventanas se veía la luz de las
estrellas, y Mondragon abrió la puerta, dejando que otra luz escasa entrara en la
habitación mientras cogía algo que habían dejado en el suelo al otro lado. Cerró la
puerta y se acercó a Altair, que dormida se sujetaba al respaldo de un sillón.
—Tenemos que vestirnos en la oscuridad —dijo él—. Es mejor que en la casa no
se vean más luces de las normales. Toma. Un jersey y unos pantalones. Te estarán
bien. De los zapatos no estoy seguro. Tuvieron que imaginar cuál era tu número.
Zapatos. ¡Señor! Y medias. Y unas ropas limpias como las que nunca había
llevado. Se las llevó a la nariz y las olió, y el olor era nuevo. Nunca había tenido
ropa nueva. Olió también el cuero de los zapatos, que soltaban un aroma fuerte,
como a tienda de zapatero. Todo aquello le hizo latir el corazón con fuerza y le
produjo escalofríos en la espalda: ropa nueva, la oscuridad, la cautela que
demostraba que aquello no era un juego; en absoluto. Imaginó que en los puentes
había vigilantes vestidos con túnicas negras, acechando el muelle de barcazas de
Gallandry... dentro de poco pueden matarnos y él se preocupa de que las ropas sean
nuevas... él y sus baños, baños y más baños, probablemente piensa que huelo tan mal
como el viejo Muggin. Tenía un sabor terrible en la boca. Vio que se dirigía al
baño, una sombra en la oscuridad, y se acercó a la mesa para lavarse la boca con
vino mientras él estuviera allí. Oyó correr el agua. Se puso los pantalones y
comprobó que le ajustaban. Se puso el jersey y las medias y metió los pies en los
zapatos. Eran ajustados y le apretaban, pero estaban bien. Se levantó y golpeó el
suelo con un pie, y luego con el otro; después se dirigió hacia donde estaba
Mondragon, a esa débil luz que salía de la puerta del baño; cuando pudo verlos, los
zapatos le parecieron nuevos y brillantes, cada uno tenía una elegante hebilla, y
llevaba unas finas medias negras bajo unos pantalones hasta las rodillas atados con
cordones azules. Dios mío, aquellas prendas eran tan finas como las de un
pertiguero mantenido.
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CAPÍTULO 5
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Es este hombre...
Bajó el último escalón pensando que las rodillas iban a derrumbarse por los
temblores y con los pies entumecidos por lo que le apretaban los zapatos y las
medias. Demonios, si tuviera que ir más rápido no podría. Flexionó los dedos de
los pies con un esfuerzo resuelto y observó con solemnidad a los hombres que le
rodeaban mientras Hale abría otra puerta: una luz dorada brilló al abrirse iluminando
siniestramente los rostros sombríos. Mondragon, con pañuelo negro y ropas
oscuras, tenía las mejillas hundidas, la nariz aguileña y un aspecto serio y siniestro
parecido al de un ahorcado. Volvió ese rostro hacia ella mientras los hombres
empezaban a salir a la oscuridad. La cogió del brazo y tiró de ella.
No confía en ellos. Quédate a mi lado, me está diciendo. Señor, espero que
sea eso lo que me esté diciendo.
Tomó una inspiración profunda mientras entró en la negrura de un túnel que
olía a ladrillos viejos, humedad y moho. Alguien cerró la puerta por detrás, y
entonces se hizo una oscuridad profunda.
—No está lejos —dijo alguien; la mano de Mondragon oprimió su brazo.
Dios mío, podrían asesinarnos a ambos, podrían acabar con nosotros aquí, esto
es territorio Gallandry y lo conocen aún en la oscuridad, estamos muy cerca del agua,
sería muy fácil tirarnos sin que nadie se enterara nunca.
Alguien, que iba por delante, abrió una puerta antes de que llegaran los
demás. Al otro lado había menos oscuridad, aunque podía ser una ilusión óptica, y
el ruido del agua era más fuerte que el que hacían al caminar. Era un ruido que el
agua haría bajo una bóveda, pues tenía eco. Estaban en la entrada principal de
Gallandry, ahí habían ido a parar: toda la vida había pasado con su barca por allí.
Salieron a la bóveda oscura, en la que sólo una fantasmal luz estelar entraba del
exterior. Frente a ellos, en la entrada, se perfilaba una forma grande y negra, era sólo
la impresión de algo más negro que el resto del lugar, y que se movía con las olas:
era la barcaza. Por el estrecho embarcadero de piedras se movían unas figuras
humanas negras, perfiladas contra el agua del exterior iluminada por las estrellas, y se
ocupaban de atender al monstruo en un silencio mortal.
Había movimiento al lado de Altair; unas suelas de cuero que se arrastraban.
Mondragon le tiró del brazo y ella le siguió. Alguien le conducía a él, y había
alguien más agachado, esperándolos al borde del embarcadero, en donde estaba una
plancha sombría hasta la barcaza; no, eran dos, uno a cada lado, arrodillados allí
para mantener la plancha firme mientras Mondragon subía por ella. Maldición. Unas
tablas cruzadas que no esperaba y los zapatos le hicieron resbalar, pues no estaba
habituada a los tacones: sintió que Mondragon trastabillaba y se recuperaba en esa
superficie inclinada y móvil; sintió una mano que subía por el lado interior por la
rodilla y la sujetaba con fuerza, una mano desconocida, la de un hombre que intentaba
mantenerla erguida. Un segundo impulso la llevó por el otro lado, y recuperó el
equilibrio, cogió el hatillo de ropas y subió con mayor firmeza y rapidez mientras la
plancha se hundía y rebotaba por el impulso, pues ahora Altair ya estaba segura de
los intervalos en los que se encontraban las tablas cruzadas. Otros dos hombres de
Gallandry esperaban en el lado de cubierta de la plancha para ayudarlos a bajar;
cayeron al estrecho saliente de madera que recorría todo el perímetro del enorme
carguero. Altair conocía esas embarcaciones. Recorrió cuidadosamente el estrecho
borde, sacudió el brazo para quitarse de encima la mano con que Mondragon la
había ayudado y caminó tras su figura sombría hasta el borde de la cubierta y la
escalera. Un guía esperaba allí, la detuvo y sujetó con fuerza su brazo. Con un
susurro le pidió que saltara, y le prestó una ayuda, que ella no había pedido,
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empujándola por la corta escalera sin barandilla que llevaba al pozo. Después le
empujó hacia abajo la cabeza y los hombros haciéndole entrar de rodillas en el
escondrijo de la barcaza, que en comparación con el del skip era como una
caverna.
Avanzó empujando por delante, sobre las pizarras, el hatillo de ropa de
repuesto, y se agachó allí frente a la oscuridad interior, aterrada por el miedo a que
alguien, en aquel agujero negro, estuviera aguardando para cogerla y hacerle Dios
sabría qué, y ella no supiera si defenderse o no. Los dientes le empezaron a
castañetear y apretó con fuerza las mandíbulas. Escuchó unos débiles pasos por
encima de la cabeza, en las tablas del exterior, y se volvió cuando alguien más vino
tras ella. Una mano la tocó y pasó por su pierna.
—¿Eres tú? —susurró, deseando que fuera Mondragon, sofocando una reacción
si no lo era.
—Soy yo —le dijo el otro con un susurro; y mejor que lo fuera, pues el que
habló se agachó y se abrió camino tanteándole la pierna, rodeándola con su brazo,
estrechándola contra él. Desde las escaleras había dejado de temblar, pero volvió
hacerlo entonces e intentó detenerlo. Era por la hora, la habían levantado de la cama y
sacado sin desayunar; un cuerpo siempre tiembla cuando le despiertan
prematuramente y tiene que pasar a un lugar frío. El brazo de él la apretó como
si pensara que el temblor se debía al miedo, maldito fuera. El confiaba en aquel grupo
de piratas y sabía adonde iba su barcaza.
—Yow —gritó alguien, queriendo decir que ahora empezarían a producir ruidos
naturales, los de una barcaza que sale por la noche de Gallandry como todas las
barcazas grandes. Se encendió una lámpara brillante tras tanta oscuridad: en el pozo
profundo y vacío de la barcaza pudo ver las pizarras desnudas y un montón de lona
doblada y rollos de cuerda. Las sombras se movían locamente a través de la escotilla
estrecha del techo abovedado y desaparecían en la oscuridad del canal. Sonaron unos
pasos en la cubierta superior, los barqueros maldijeron y mantuvieron las
conversaciones ordinarias.
—Ellos lo saben —dijo Altair a Mondragon.
—Cierto, no me cabe duda. Pero tienen que hacer algo.
El motor resonó una y otra vez. Se enganchó y resonó hasta que la hélice se
movió y la resistencia bajó el ruido a un traqueteo uniforme y bajo que repetía el
eco de la entrada cerrada. El agua se levantaba y chapoteaba por la popa.
—Ware cable —gritó alguien, lo que significaba que estaban soltando amarras.
Altair sintió el movimiento y pasó el brazo de la cintura de Mondragon, apoyando
la cabeza en su hombro. Frío, Dios mío, el lugar era muy frío. El motor latía y
latía, y su poder se le metía en los huesos.
Una barcaza grande podía llevar debajo una barca pequeña. El ruido del motor
en la noche no era nada extraño: las barcas más grandes se movían siempre por la
noche, para evitar el tráfico. Sus sonidos solitarios cruzaban la oscuridad: raramente,
gracias a los Antepasados; de vez en cuando, una campana tañía en las noches más
oscuras: cuidado, pequeñas gentes, paso, paso, el gigante baja, os puede convertir en
astillas, enviar vuestros huesos al fondo del Det. Amarrar un skip con demasiada
cuerda bajo los puentes cuando un gigante de éstos quería pasar era la ruina; ella lo
había visto una vez. Un hombre, una mujer y un niño atropellados en una noche
lluviosa en la que demasiados canaleros habían amarrado bajo el Puente de Midtown;
voces que gritaban, canaleros a coro tratando de hacerse oír... locos, le había dicho
después su madre, no podían detener a esa barcaza, lo sabían. Pero una persona
chilla siempre en esas circunstancias. El grito hace que uno se sienta mejor. Ahora
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Altair escuchó una horrible raspadura de la madera sobre hierro. Sonido de astillado.
Gritos de rabia; y la gran sombra negra avanzando entre la lluvia, mientras los restos
del naufragio se agitaban cerca de los pilares de Midtown.
Esa gran sombra negra les tenía ahora en sus tripas, les sacaba del atracadero
del interior de Gallandry, parando los motores en cuanto viraron para entrar en el
Canal Port.
Luego el motor volvió a latir de nuevo. Altair se estremeció otra vez.
Mondragon la sujetó con el brazo.
—¿Adonde va este cachorro? —preguntó ella.
—En estos momentos hacia el Gran. Reducirá la velocidad y tú podrás
bajar...
—Al infierno si lo hago.
—... al dar la vuelta. Necesitarás unos segundos para llegar a la otra orilla.
Puedes hacerlo. Sé que puedes.
—¿Vendrás conmigo?
—Tengo otros asuntos. Ya te lo dije. Vuelve a tu barca.
—Al diablo si puedo. ¿Es que quieres que me mate?
—Puedes ir a cualquier parte y ocultarte. El alboroto no durará. Te lo juro. Mira
—Mondragon se movió y sacó algo, cogió la mano de Altair y puso en ella dos objetos
metálicos redondos y planos—. Es oro, Jones, son dos soles, es lo más que puedo
hacer: escóndete y oculta tu barca durante un tiempo. Compra suministros y ancla
fuera de la bahía. Cómprate también un ancla. Ellos no te cogerán si vas allí. Este es
un problema de ciudad.
Altair había pensado que ya no le quedaban temblores, pero un fuerte
estremecimiento la recorrió. Tenía en la mano las monedas de oro, enormes, pesadas,
desconocidas. Nunca había tocado una moneda de oro como esa. Ni una sola vez.
Tenía una fortuna en la palma de la mano.
—No puedo utilizar estas malditas piezas, en cuanto las enseñara me echarían
encima a la ley; no puedo entrar en ningún sitio y cambiar estas piezas. Maldición,
Mondragon, no tiene sentido. Escóndeme, oculta mi barca... me das algo que no
puedo utilizar y consejos para mantenerme alejada de los problemas... ¿de qué me
valen los consejos de un hombre que mete mi mejor sartén, la única, en el agua del
puerto?
—Calla —le tocó el rostro poniéndole un dedo en los labios. Luego le tocó
la barbilla, y le dio un beso; la noche resultaba vertiginosa con el latido del motor y
esa locura de ir ocultos en el interior de una barcaza. Altaír retuvo el aliento.
—Jones —le dijo él—. Lo harás muy bien, tengo confianza en ti.
—No lo haré.
—Sí, lo harás —le dijo él suavemente.
—Quizá sólo me encuentre con la ley, quizá les diga a los patasnegras lo
que...
El le tapó firmemente la boca.
—Podrías morir, Jones. Podrías morir. ¿Me entiendes?
Altair sacudió la cabeza. El le quitó la mano. Le había hecho daño en la
mandíbula.
—Vas a salir de esta barcaza —le dijo él—. Te llevarás lo que te he dado,
cuídate. No tengo tiempo para más.
—¿Y dónde estaba mi tiempo? ¿Dónde estaba mi «no tengo tiempo» cuando
te saqué de las aguas del puerto, me pasé castañeteando los dientes para darte calor
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toda la noche, perdiendo quizá los únicos malditos clientes que he tenido mientras
trataba de alejarte de tus condenados asesinos, eh?
El motor traqueteaba. El agua susurraba bajo el casco.
—Nunca podré pagártelo —respondió él—. Así de simple. Nunca podré
pagártelo. Haz lo que te he dicho.
—En un...
El agua cayó atronando en el pozo, por encima de la cubierta, derramándose
desde arriba. Dios mío, no, no era agua: había humo.
— ¡Maldición! —gritó Altair, limpiándose los ojos y tratando de incorporarse.
«¡Ware!», gritaba un barcero desde arriba. El fuego bajó como un meteorito hasta el
pozo. Una lámpara que se abrió, brilló y soltó el fuego, que corrió formando lenguas
instantáneamente, serpientes de fuego que encendían la sentina, se metían por entre
las losetas de madera y llegaban hasta ellos—. Dios mío, Dios mío —gritó Altair
empujando a Mondragon aterrorizada: —¡Fuera, fuera de este agujero!
En ese mismo instante él tiraba también de ella, y el fuego les saltaba a los
rostros, corría bajo las losetas que formaban el suelo del escondrijo y del pozo.
Aquello era un infierno, inmediato y total: un terrible calor y brillo en sus rostros,
hombres que chillaban y ella agarrada al jersey de Mondragon mientras trataba de
subir las escaleras, y él agarrándola a ella, ambos en las escaleras al instante, tratando
de subir a cubierta con llamas a la izquierda y un brillo infernal de ladrillos y
puertas a la derecha.
Ella se sujetó la borda y saltó, agarrándole todavía del jersey; y él fue con ella
al unísono, tambaleándose para recuperar el equilibrio, cambiando de centro de
gravedad y agitando las piernas. Ella cayó de costado, encontrando como suelo el
agua, lo que casi le hizo perder el aliento. Pateó, la ropa le pesaba bajo el agua,
buscando la superficie sin soltar el jersey de Mondragon. Notó que él pateaba y
lo soltó cuando chocó repentinamente con el hombro contra algo enorme y áspero...
Dios mío, la barcaza, la hélice... ay, Dios mío... oyó que el traqueteo se acercaba
más y más y agitó las piernas aterrada, se acercó a Mondragon, o a alguien y salió a
la superficie con el brillo del fuego por todas partes, con el fuego que ardía sobre el
agua, mientras la gigantesca forma negra de la barcaza era un muro en movimiento
que giraba y chocaba contra una pared de ladrillo. Vio otras salpicaduras de agua
encendidas, otras cabezas oscuras que se sacudían, luchando por su vida. Se abrieron
puertas. Atronaron las campanas de alarma.
¡Fuego! ¡Fuego en el canal!
Se movió por el agua buscando desesperadamente, hasta que vio cerca el rostro
pálido de Mondragon. Él gritó algo por encima del rugido del fuego, señaló hacia la
orilla; volvió a señalar.
Ella se dio cuenta de que estaba cogiendo la maldita gorra, pensó en soltarla,
pero luego, asombrándose a sí misma, se la puso en la cabeza, con agua y todo, y
comenzó a nadar. La ropa tiraba de ella, y le hacía respirar jadeante, se movía
pateando a la tijera, como los perros, de cualquier forma que le permitiera respirar.
Allí estaba Mars. Era el estrecho borde de Mars, y de pronto aparecieron multitudes
por todas partes, figuras negras que se apretujaban en los puentes, en las calzadas,
gritos desesperados de los que se ahogaban entre el fuego.
La orilla fue acercándose cada vez más, había allí un muro, donde Mars se
había hundido: los ventanales en arcos y las antiguas puertas habían sido tapadas
con ladrillos, el suelo antiguo rellenado, de la vieja calzada sólo quedaba una
plancha inclinada cuya anchura tenían que recorrer los barqueros cuando costeaban esa
isla. Mondragon se adelantó con fuertes brazadas, se golpeó contra esa plancha
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—Jones, te matarían.
—Ya me lo había figurado —malditos sean los que vierten tanques de
combustible desde los puentes sobre las barcazas, los que incendian los canales. La
pesada campana de Signeury seguía tañendo, anunciando la calamidad a los cuatro
vientos. El ruido repiqueteaba en su cerebro, su enormidad se le hundía en los
huesos, como la enormidad de lo que tenía en el bolsillo.
Cogió a Mondragon de un brazo y se puso ante él; y cuando se volvió el
cielo ya estaba anaranjado por encima de la masa oscura y mellada del Wex y
de Mars.
—¡Dios mío! ¡Mira eso! Si ese fuego cruza las barreras de troncos, puede
acabar con toda la ciudad...
—¿Dónde vamos? ¿Volvemos allí? —con la voz le estaba diciendo que no. Ella le
sacudió y señaló hacia el suroeste.
—Gallandry está en esa dirección, no muy lejos. Lo tendrán vigilado. Estamos
casi en el Gran, subimos un nivel y llegamos al Puente del Mercado Viejo, nos
dirigimos hacia el este y bajamos por el lado del canal.
—Jones —dijo vacilando y cogiéndola de los brazos—. Jones, a Boregy. Ahí
es donde voy.
—El Ten —era dinero viejo. Junto a Signeury. Altair se detuvo. El viento
transportaba el humo y empezaba a enfriar un costado de su cuerpo húmedo—.
Amigos tuyos, ¿eh?
—¿Crees que si cogemos tu barca podrías llevarme hasta allí?
—¿Para hacer qué?
—Te estoy preguntando por la barca ¿Puedes hacerlo?
—¿Para qué, maldita sea?
No hubo respuesta. Nada más que su mirada. Los dientes de Altair empezaron
a castañetear; se abrazó a sí misma.
—Jones, todo va bien.
—Diablos si es así —exclamó apretando los dientes y abrazándose con un brazo
mientras que con el otro hacía un gesto hacia el este—. Tenemos que cruzar el
Gran, no importa cómo. Me estoy congelando.
Él la siguió, le dio el brazo y se acercó a ella, con lo que al menos sintió
más calor por ese lado mientras recorrían la zona lateral de Porfirio, a lo largo
del Splice.
Maldito, me dices que vaya a buscar mi barca. Eso es lo que importa: ve y
encuentra tu barca, Jones, ve a que te corten la garganta, pero no hagas
preguntas, Jones, no importa quién es al que no importa echar aceite al Canal Port
y trata de quemar la ciudad... no, no, eso no tienes porqué saberlo, ¿entiendes?
Maldito seas.
—Maldito —dijo, y estornudó.
—Lo siento.
—Sientes atracción por el agua, ¿te has dado cuenta? —le preguntó Altair
notando que le dolían los pies al caminar, con las pesadas medias húmedas, los
zapatos nuevos que le apretaban, y llenos de agua. A eso había que sumar el viento
que la helaba por el costado derecho; aunque el entumecimiento prometía un rápido
alivio a sus pies. El aire olía a incendio, incluso ahí, y la campana seguía tañendo.
Al rodear la zona norte de Porfirio vieron el Puente del Mercado Viejo. El se
detuvo allí, apoyándose en el muro de ladrillo de Porfirio. El Gran se extendía
ancho y oscuro bajo los pilares del puente. Las barcas tenían que llegar hasta allí
para amarrar, cinco o seis por lo menos atadas fuera de la corriente; tenían allí
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Pero maldita sea, aquí corre un peligro peor. Malditos sean todos los que la
dejaron. ¿Qué va a pasar con el Gran? ¿Dónde está Muggin esta noche? ¿Dónde
están todos?
—¿Harías eso?
—Mi barca está por allí, en algún lado —dijo señalando hacia el sur, hacia los
problemas. Mintaka no miró—. Te diré lo que podemos hacer, me dejas montar y
yo muevo tu barca, ¿eh? Te llevo hacia donde haya gente.
A Mintaka le temblaba la barbilla.
—Es por la artritis. A veces puedo empujarla, pero otras veces no. Creo que
preferiría morir antes que empujarla hacia allí abajo. ¿Qué puedo hacer? ¿Empujar
con todas las barcas de ellos? Quedaría apresada en el fuego, eso es lo que pasaría.
—Bueno, lo haré por ti. Espera un minuto, estoy con un tipo... uno de la
ciudad alta; se mojó allí abajo, no te importará si lo llevo conmigo.
—No sé, no sé si otro...
Era el miedo. Una costumbre entre los viejos solitarios.
—Oye —dijo Altair—, es un buen tipo —miró por encima del hombro, adonde
estaba Mondragon esperando a la sombra de Porfirio—. Señor. ¿Quiere venir aquí,
para dejar que la abuela lo vea, y decirle que no va a dar ningún problema?
Mondragon se acercó, sin alegría. Se acercó más y se sentó sobre los talones, al
lado de Altair y del pequeño skip.
—Señora —dijo él con gravedad.
Mintaka soltó una risita extraña. Seguramente por el señora. Luego volvió a
ponerse sería y precavida.
—Mi barca no es una pertiguera.
—Señora, es una barca que me viene muy bien y estaré encantado de pagarle.
Mintaka abrió bien los ojos. Por lo del pago.
—Es legal, ¿no? —dijo señalando hacia Mondragon.
—Es un buen tipo, abuela Mintaka —respondió Altair poniéndose de pie y
deshaciendo la única cuerda de amarre con una sacudida del nudo, mantuvo el skip
pegado al embarcadero—. Suba a la barca, señor, y métase bajo la lona... está
empapado, abuela, como te dije. Su pelo está húmedo... ¿tienes un pañuelo? ¿Tienes
algo para mantenerle caliente? Te lo pagaré la próxima semana.
—Claro, lo tengo —respondió Mintaka—. Lo tengo.
Mondragon subió y se metió en el pozo; el skip se balanceó, volvió a hacerlo
cuando Altair recogió el cabo del poste y entregó el extremo a Mintaka.
—Hey, ¿quieres coger ese cabo, abuela?
Mintaka se levantó, inclinada y cojeando, se adelantó y cogió la cuerda,
mientras Altair corría por un lado y saltaba a la cubierta central antes de que la barca
se hubiera alejado demasiado. El impacto le produjo dolor en los nervios de los
pies. Hizo una mueca, se recuperó y tomó la pértiga.
—Suéltala, abuela.
La vieja rata de canal tiró del cabo, Altair metió la pértiga y empujó, dejando
que el skip tomara la suave corriente para sacar la proa. Era difícil manejar un skip
cuando la única opción era ir hacia adelante, y en medio estaba el abrigo de lona:
era necesario ir más lento. Pero era el skip más ligero que ella había manejado, sin
motor atrás, sin mucha carga tampoco, sólo un ligero casco que se deslizaba por el
agua como una pertiguera, con un buen estibado.
—Oye, va muy bien —gritó Altair para complacer a la anciana—. Es muy
fácil de manejar, va bien.
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—Va bien, va bien —repitió Mintaka recorriendo las pizarras con el paso
vacilante de un canalero, aunque estaba encorvada. Mondragon se agachó y se metió
bajo la lona; Mintaka levantó el borde y miró adentro—. Señor, póngase cómodo ahí
dentro, no se preocupe por el lío que hay.
—Puedes entrar con él, abuela —dijo Altair—. No le importará.
—Tengo una gorra para él —dijo Mintaka y se inclinó—. Hijo, búsqueme un
saco que hay por ahí, hacia estribor...
Resultaba un poco difícil, pues había varios sacos. Altair impulsó el skip a una
zona en la que las estrellas iluminaban el agua y lo movió a buena velocidad;
Mintaka seguía charlando y buscando el saco adecuado.
—Abuela —dijo Mondragon desde el interior—. Entre, de verdad me
gustaría que lo hiciera.
—Bueno pues —dijo Mintaka, metiéndose por fin en el interior. Entonces se
escuchó una risita nerviosa por encima del suave murmullo del agua—. Hacía
mucho tiempo que no tenía a un chico guapo para mí en el escondrijo, y tú eres
muy elegante. ¿Tienes esposa?
—No —dijo Mondragon con una voz baja pero clara. Altair dio a la barca
un alegre impulso.
Eso por ti, Mondragon. Pórtate bien, te tiene arrinconado, ¿eh? La vieja no
es tan vieja, ¿eh, Mondragon?
—Por aquí está —se oyó a la vieja—, por aquí está. Por aquí tengo todos los
hilos, oye, estás bien mojado, ¿eh? Aquí, aquí, por aquí está. La gente me da restos
de lana, y a veces me dan lana para que les haga algo. Sé tejer muy bien,
aunque tenga las manos rígidas todo el tiempo... por aquí, ojalá tuviera luz, pero
no puedo permitírmela, salvo la de la pequeña cocina. Hago jerseys, jerseys
realmente buenos, ningún hombre que lleve uno de mis jerseys coge un catarro, hago
las puntadas muy finas, ya te digo, si alguna vez quieres un jersey, dame la lana,
yo te haré uno mejor que el que puedas comprar en la ciudad alta. Si quieres un
pañuelo, o unos calcetines bonitos y calientes...
El skip se deslizaba bajo las estrellas y Altair vigilaba los lados del canal a
cada paso, a un lado y al otro. En el nivel del canal se veían las ventanas enrejadas
y con cierres metálicos; ladrillos, tablas y piedras viejas, y de vez en cuando alguno de
los gatos callejeros de Merovingen, deteniéndose para mirar con curiosidad la visión
inusual de un skip solitario en un ancho canal negro.
Debe ser bueno estar sentado ahí, gato. Todavía puedes ver el brillo. Señor,
apuesto a que se ha quemado un puente. Probablemente lo echaron abajo rápido,
vaya, cómo ha tenido que ser el salvamento, hasta el carbón. Con tal de que no se
extienda.
—... he tenido mis veinte o treinta amantes —le decía Mintaka a su prisionero
—. Oye, me movía ligera en aquellos días, solía llevar una pluma en la gorra, y
trabajaba este skip con madre y padre... Min, solía decir padre...
Altair miró hacia atrás. El agua estaba vacía y negra, y en ella bailaban las
luces de la ciudad, por encima había una telaraña de puentes. La soledad resultaba
misteriosa. Por delante, el Puente de Midtown se abría al Gran, los pilares
abundaban a ambos extremos y en el centro estaba el agua libre, por donde pasaba el
tráfico de barcazas, y allí brillaba un agua profunda.Y más allá, junto a la salida al
Port, varias barcas como sombras, que podían detectarse por las áreas que no re-
flejaban nada, mientras que el brillo del agua reflejaba el fuego.
Señor. ¿Está ya en el Gran? Esas serán las barcas que tratan de ganar unos
peniques, pues tienen fuertes motores, y arrastran las barreras contra incendios.
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C. J. Cherryh El ángel con la espada
Mantuvo el paso vivo; hacía tiempo que notaba el calor y que tenía los pies
entumecidos.
Será mejor ir descalza, pero no tengo tiempo de descalzarme ahora, y de todas
formas ya no me duele mucho.
Con una mano se levantó la gorra y se peinó el pelo con los dedos,
encasquetándosela de nuevo. Lanzó una mirada a estribor, en donde quedaba un
pequeño grupo de barcas.
Viejos. Como la abuela Mintaka. Como Muggin.
La proa entró de nuevo en agua abiertas y Altair mantuvo una velocidad
uniforme, sudándole ahora las manos sobre la pértiga, pues la corriente del Canal
Port, las barcas y el brillo del fuego se acercaban más y más.
Preguntas, maldita sea, es lo que no necesitamos.
—... ¿has comprado ese jersey en la ciudad alta? —decía Mintaka dentro del
abrigo de lona, con indudable interés profesional—. Dios mío, ahora utilizan una
aguja demasiado grande, puntadas de relleno, y luego los puntos dan mucho de sí.
Yo podría hacerte uno...
Altair contempló la flota que se reunía por delante buscando el curso más fácil y
de pronto pensó en dar un largo rodeo, subir por el canal de la Fundición y dar la
vuelta. Era una zona arriesgada, con viejos almacenes, una zona en donde el Det
estaba ganando la partida y los edificios tendrían que ser rellenados, demolidos y
construidos de nuevo. Todavía no había sucedido.
Evitar las preguntas, eso era todo. Pero ay, ahora tendría que contar con
Mintaka.
Cada vez estaba más cerca, podía ver el brillo del incendio y la deriva de las
barcas. Consiguió una velocidad uniforme y empezó a sudar a pesar del frío de las
ropas, respirando con jadeos profundos.
Todo está bien, eres Altair Jones, que vuelves con la abuela Mintaka, en un acto de
amabilidad y simplemente te ocupas de tus asuntos.
Se deslizó entre las primeras barcas allí ancladas, ancladas, nada menos, a la
derecha del Gran Canal. Las familias se apretujaban en las cubiertas de los skips,
envueltos todos en mantas, observando la conmoción como si fuera un día festivo o
se ejecutara un ahorcamiento. Estaban fijos en el incendio, no en ella, gracias a los
Antepasados. Fijos en la conmoción de gritos distantes en la curva donde el Port se
encontraba con el Gran, allí donde todavía podía verse el fuego, aunque ya más
bajo. Las barcas también se arracimaban en ese lugar, negras frente al fuego,
atareadas.
Ocúpate de tus asuntos, Jones, como choques con alguien tendrás que
responder a más de una pregunta, ya verás.
Ahora había mucha conmoción, ruido de otras barcas, mientras ella fue
abriéndose paso. La lona se movió.
—Dios, mira esto —dijo la voz aguda de Mintaka; Altair se encogió y siguió
moviendo la pértiga.
—No es nada, abuela —dijo Altair—. ¿Le has encontrado ya alguna gorra?
—Oh, claro que sí —Mintaka se incorporó y se quedó trastabillando
peligrosamente sobre el pozo, encorvada, formando una silueta irregular sobre los
reflejos del fuego y las sombras móviles de las barcas—. Mira esto, mira... te
aseguro que no he visto tal lío desde que chocaron dos barcazas en el Gran. Te lo
aseguro, deberían llamar a la ley, el gobernador tendría que hacer algo, estos
condenados barqueros ya no respetan nada.
—Tienes razón, abuela —aceptó Altair.
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C. J. Cherryh El ángel con la espada
Maldición, la vieja solitaria era una cuentista. Te empezaba hablar hasta que
perdías la conciencia.
Y al llegar el amanecer la abuela Mintaka tenía una buena historia: cómo Jones y
un hombre rico de cabellos rubios aparecieron totalmente mojados y le ayudaron a
poner la barca en lugar seguro. Dios mío, Jones, ¿y qué vas a hacer ahora?
Sólo son historias, nada más.
—Oí decir que esa barcaza chocó con un pertiguero — dijo Altair—. Allí estaba
todo ardiendo y se acercó a la orilla junto al Puente de Mars; y el pertiguero saltó, lo
mismo que el pasajero; y allí estaba este hombre de la ciudad alta nadando por el Port:
¿sabe usted quién era, señor?
—No —respondió Mondragon desde debajo de la lona—. Yo mismo... tuve que
saltar cuando me encontré con un tropel que traía una barrera contra incendios. Apenas
vi quién me golpeó.
—Yo sí lo vi —dijo Altair alegremente—. Se fue por la derecha de la calzada
de Mars, los condenados corrían para llegar al fuego. Entonces bajé y le eché una
mano y ese tonto se echó sobre mí, sin importarle nada en el mundo. Me golpeó en la
pierna. Le aseguro que me hubiera gustado arreglar con él las cosas entonces, pero ya
era bastante difícil encargarme de este señor, no podía dejarlo allí. Le preguté si había
tragado algo de agua y me dijo que no. Acababa de dejarle la barca al viejo Del
Suleiman y nos pusimos en marcha...
La vista que había a estribor la distrajo: un enorme grupo de barcas; los
observadores se apretujaban allí; y más lejos, el brillo del fuego, un enorme y negro
casco contra un muro, y algo más que ardía en el río. Uno de los puentes faltaba, eso
era lo que había en el río, y ese casco negro y muerto inclinado sobre el fondo era
la barcaza que les había sacado de Gallandry.
Le entró una sensación de frío; era el shock que se producía tardíamente. Resbaló
un momento, se recuperó y rápidamente giró la proa para evitar un posible rasguño
con otra barca anclada. El skip se balanceó. Las cabezas se volvieron hacia ella,
marcando las siluetas. La luz estaba a espaldas de ellos, y daba directamente en
Altair.
—Vaya, estuvo cerca —dijo Mintaka.
—Lo siento, abuela —respondió Altair, que estaba sudando y tuvo que hacer un
giro complicado entre las barcas quietas y las cuerdas de los anclajes.
Estábamos en esa cosa negra. Bajo esa cubierta. Dios mío, si hubiéramos tardado
un segundo más en salir de ese escondrijo habríamos quedado atrapados allí, con ese
combustible que corría entre las losetas, bajo nosotros... seríamos cenizas y trozos de
hueso. Nunca podrían separarnos del resto del carbón. ¿Lograrían salir todos de
ese casco?
¿Qué personas podrían hacer una cosa semejante?
—No hay lugar para anclar —dijo Mintaka y gritó a la siguiente barca—: ¿No
hay lugar para anclar, eh?
—¡Cállate! —le gritó otra voz, y le gritaron otras cosas más—. ¿Quién eres?
—Soy Mintaka Fahd —gritó la anciana—. Y ésta es Retribución, que lleva la
barca, no como vosotros que me dejasteis.
—Está loca —gritó otro—. ¿Y quién es ésa?
Altair dio un impulso con la pértiga.
—Soy Altair Jones —gritó a la noche en general—. Llevo esta barca a lugar
seguro, no como los que echaron a correr y la dejaron. ¿Alguien ha visto a Del
Suleiman?
Durante un momento de relativo silencio, nadie respondió.
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CAPÍTULO 6
L A orilla era un borde de ladrillo en el que estaban las anillas de amarre y una
calzada desigual y sombría que rodeaba la mayor parte de Ventani, a lo que
había que añadir la elevada y triple estructura del Puente de Mercado de Pescado.
Altair caminaba con rapidez, abriéndose camino por la zona de almacenes hacia la
esquina y dirigiéndose hacia la cabeza del puente, donde brillaba la lámpara de la
taberna de Moghi.
Hasta que Mondragon la sujetó por el brazo.
—Eso es el Mercado de Pescado —susurró.
—Así es.
—¡Maldición! —era un susurro, pero su voz se agrietó al hablar—. ¡Te dije
que a la ciudad alta!
—¿Quieres llegar vivo allí? —le respondió también con un susurro.
—¡Vamos en círculo! ¡Estamos más lejos que cuando empezamos! ¿Te crees
que es una maldita broma?
—Cállate, ¿quieres que nos oiga la abuela? Vamos.
—¿Pero adonde?
—Vamos a ponerte a cubierto mientras consigo mi barca. ¿Tienes alguna otra
moneda?
—Algunas —era una voz razonable. Ligeramente razonable—. ¿Para qué?
—¿Cuántas?
—No sé muy bien. Quizá un dem en total. Te d i . . .
—Sólo quería saberlo —lo cogió del brazo y deslizó los dedos hacia abajo,
hasta su mano—. Sigamos.
—¿Adonde vamos?
—Por aquí —una de las escasas calles de la parte baja de Merovingen salía
tras el muro de piedra que servía de apoyo a las escaleras de madera, un corte oscuro
entre dos edificios que por arriba se convertían en uno solo—. Esto lleva a la
taberna de Moghi. Por atrás. Ya conoces ese lugar, o deberías conocerlo. Ahí es
donde te lanzaron desde el puente. Podemos ir por aquí o por el puente; o
podemos dar un rodeo por Ventani, en el otro lado, y te encontraré un agujero que
no esté ocupado mientras voy a buscar mi barca. Pero con Moghi puedo tratar.
¿Qué prefieres?
Él se había detenido. Estaban cogidos de la mano, y resultaba agradable, pero
Altair recordó la fuerza de Mondragon.
Dios mío, Mondragon, tienes una mente retorcida y me gustaría saber qué estás
pensando.
—El sol está saliendo —dijo ella—. Tenemos que actuar ya. ¿Ves ese color
rojizo del cielo, por allí? No es por el incendio. Si lo prefieres, podemos ir juntos
hasta encontrar mi barca. Pero tengo la sensación de que preferirías estar oculto. Y
evidentemente, a pesar de lo sucedido, este lugar no te asusta particularmente; pues
me dijiste que amarrara allí, en el Puente Colgante.
—No te dije que amarraras allí. Te dije que me dejaras bajar.
—Bueno, fue una suerte que te siguiera, ¿no te parece?
Mondragon movió la mano que tenía suelta y le indicó que siguiera adelante.
—Es cierto —dijo ella; y se metió por el callejón. Sacó del cinto el gancho,
manteniendo con fuerza en el puño el mango de madera. Por si acaso. Oía tras
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ella los pasos de Mondragon, el rechinar sobre la piedra en ese laberinto que
daba un rodeo hasta la puerta trasera de Moghi.
La puerta que daba al cobertizo estaba siempre abierta. Y aunque pareciera
extraño no robaban nada, ni siquiera una madera perdida cuando las lluvias soltaban
los tablones. Altair abrió la desvencijada puerta y entró, escuchando a Mondragon
hacerlo tras ella.
—Ciérrala.
—Está demasiado oscuro.
—Si Moghi ve aquí una luz, nos cortará el cuello. Cierra la maldita puerta.
La cerró. Altair encontró una cuerda en la pared y tiró de ella, haciendo
sonar una campana en la pequeña guarida de Moghi.
—¿Está él?
—Estará. Ya he llamado. Vendrán a abrir. No te pongas nervioso.
—Maldición, no me gusta que me lleven secuestrado de un extremo a otro de
la ciudad.
—¿Sólo costear el Boregy, eh?
—Eso es lo que pensé que harías, creía que tenías algo en la mente; la barca
de la vieja fue lo mejor que podíamos haber utilizado; nadie la miraría dos veces.
Jones es lista, me dije a mí mismo, sabe salir adelante. Después, no fue así; no
íbamos hacia la ciudad alta; tú tenías que encontrar tu barca para que subiéramos
por nuestra cuenta. Maldición, no tenías que meterte en ese canal atascado si nos
iba a llevar toda la noche. Ahora tenemos una vieja contando la historia por toda la
ciudad, tenemos una más de tus ideas, pero ninguna barca; y si piensas en alguna
trampa infantil para colgarte de mi cuello, estás metiéndote en un juego peligroso.
Altair llevaba el gancho en la mano. Lo levantó y lo dejó quieto; tomó una
inspiración, y otra, y una tercera antes de poder controlar la voz.
—Me gustaría golpearte —dijo ella—. Me gustaría poder hacerlo. Te lo aseguro.
He estado haciendo el trabajo, condenado merodeador; he perdido el sueño, me he
chamuscado, he caído al canal y he salido medio muerta, y he movido la pértiga por
ti arriba y abajo por esta condenada ciudad hasta que me dolió todo el cuerpo... —su
garganta se cerró. Trató de respirar y le golpeó con el dorso de la mano cuando él
trató de tocarla—. Encontraré mi barca, maldita sea, te llevaré al infierno, ¡pero no
me vayas diciendo cómo tengo que hacerlo!
—Jones...
— ¡Quita tus malditas manos de mí!
Le golpeó en el brazo. Con fuerza. La puerta crujió y se abrió, y la luz de
una lámpara iluminó sus rostros. Se dio la vuelta y se llevó una mano a los
ojos.
—Soy Jones —dijo ella.
—¿A quién traes? ¿Quién es?
—Se llama Carlesson.
—¿Es de Falkenaer?
—No. Oye, lo conozco bien, Jep. Puedes dejarnos entrar. Necesito la
habitación de arriba. Asunto privado.
Se produjo un silencio y luego una risita.
—Bueno, parece que el hielo se ha deshecho.
—Cállate Jep, y déjame hablar con Moghi.
—Podéis entrar —la lámpara dejó de iluminarlos directamente, y la sostuvo
más en alto—. Señor, puede entrar y no se equivoque con nosotros, somos una
casa tranquila.
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—Quiere decir que te matarán si das problemas —le tradujo Altair. Ahora había
hombres en el exterior, bloqueando el callejón; la puerta se había cerrado detrás de
Jep. Si hubiera habido problemas, los problemas se habrían marchado en esa
pequeña barca hacia el puerto, en un santiamén. Y punto final. Pero en la casa de
Moghi no se hablaba mal. Moghi insistía en ello. Y Moghi ni siquiera trataba de
quitar las armas a la gente: esa era otra norma. Un hombre quiere llevar su arsenal,
diría Moghi, y eso es asunto suyo; nunca discutimos con un cliente.
Y se acabó.
Altair pasó al umbral y dejó atrás a Jep, caminó por en medio del almacén
lleno de cosas hasta la puerta interior y allí esperó a Jep y Mondragon. Jep
abrió la puerta por ese lado. Y el vigilante del lado interior (del que Altair siempre
sospechaba) abrió la puerta por el otro.
—Buenos días, Ali.
—Buenos días —Ali, de cabellos rizados, parpadeó ante la luz de la lámpara y
parecía dolorido, tenía su rostro moreno y ancho totalmente torcido—. La casa se
iba a dormir después de todo este alboroto. ¿Es que no tienes decencia?
—Quiero la habitación tranquila, Ali.
—¿Tienes dinero?
—Lo tengo. Dile a Moghi, cuando despierte, que voy a entrar y salir por la
puerta delantera. Y quiero que mi amigo se quede aquí sólo. Ya hablaré con Moghi
al respecto.
Los ojos oscuros de Ali se movieron una y otra vez bajo la luz de la
lámpara.
—¿Habitación, eh? Ven, tenemos una.
En un momento. Moghi tenía otra frase sobre las deudas.
O sobre los socios de negocios que causaban problemas.
La habitación de arriba (Altair pensó que en realidad debía haber más de una)
era un lugar aseado con una lámpara. Jep la encendió con un movimiento elegante
de la muñeca con una cerilla que llevaba en sus dedos callosos. Había una cama
ancha, una silla dura y una mesa con un pequeño jarrón de flores de jade de
Chattalen (el jarrón era barato). No había ventanas. Una pared era de ladrillo, las
otras tres de listones y escayola.
—El baño está al otro lado de la sala —dijo Ali—. La calefacción tiene
combustible, el agua es buena para lavarse, viene de un tanque que hay arriba: la
vacía un chico, como la lata. El agua de beber está en aquella jarra. Aquí pagas
por una habitación de primera clase, y no escatimamos en nada —Ali se dirigió
hacia un armario alto—. Tenemos ropa de baño, toallas, brandy auténtico, vasos
limpios y mantas de sobra. El chico traerá el desayuno a la puerta en una hora.
No molestamos a nuestros clientes. No tienen por qué salir de la habitación si no
quieren.
—Eso está muy bien —dijo Altair.
—Tienes la cara un poco chamuscada, Jones.
Altair estuvo a punto de traicionarse, pero se contuvo.
—Es por el sol, he estado de pesca.
—¿Quieres que te lavemos la ropa?
—Él sí. Yo tengo que salir de nuevo.
—Puedes esperar —le dijo Mondragon—. Y así comes algo.
Ella no le miró.
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—Te diré lo que has de hacer —le dijo a Ali—. Dile a Moghi cuando
despierte que quiero hablar con él.
—¿Vas a tomar el desayuno?
—Lo tomaré cuando vuelva.
—Jones —dijo Mondragon.
Salió por la puerta abierta sin volverse para mirarlo.
Bajó el doble tramo de escaleras, pasando rápidamente a otra puerta y
cruzando una cortina para llegar a la habitación delantera de Moghi, en donde todas
las mesas estaban vacías con las sillas encima, para barrer. Ardía una lámpara nocturna
y la puerta delantera estaba cerrada.
Altair abrió con cuidado la puerta y salió a la mañana que despuntaba, al
porche del lado del canal de Moghi y de nuevo a una de las tablas, bajó por la
gravilla del lado del canal y subió otra vez al borde enladrillado. Pudo ver las
Escaleras del Mercado de Pescado, de tres pisos; miró las barcas sombrías
amarradas más allá de la escalera, junto al almacén de segunda mano de Lewyt. Los
propietarios dormían casi todos en los escondrijos, aunque había un par de ellos
sobre la cubierta central. No había señal de Del Suleiman y su barca; sintió sobre su
cabeza todo el peso de la Escalera del Mercado de Pescado, sintiendo constantemente
que alguien podía estar vigilándola.
Un cuerpo pálido se lanzó desde la barandilla a la oscuridad. Un chapoteo en el
agua oscura.
¿Por qué sin ropa? No tenían seguridad en él. Los malditos casi queman toda la
ciudad ... ¿Qué importa entonces una cuchillada de más o de menos?
Altair se puso a andar (andar, Jones, no correr, no llamar la atención, caminar
como un paseante, un canalero de paseo por la orilla) en la otra dirección,
subiendo de nuevo hacia el porche de Moghi y recorriendo el lado del canal hacia
el Puente Colgante.
Junto al muro de ladrillo de Ventani estaba el grupo habitual de personas sin
hogar que se amontonaban para dormir, aunque la ley caería sobre ellos si acertaba
a pasar por allí, junto a los lados del puente. Pero la ley era muy poco numerosa y
la gente volvía de nuevo, hasta que la ley se ponía de malos modos y los llevaba
en una barcaza a Puerto Muerto, para que vivieran con los locos y los balseros. Altair
nunca había sentido nada amenazador en esas gentes patéticas, hasta ese momento,
hasta que caminó por allí indefensa y a pie. De vez en cuando, una forma envuelta en
andrajos se removía, y un par de ojos se fijaban en alguien que tenía más
posesiones.
Había barcas amarradas a lo largo de todo el camino. Más durmientes, que se
quedaban hasta tarde en esa mañana después de la calamidad de la noche. Llegó a las
escaleras del Puente Colgante y subió y subió, pasando junto al Ángel de la
Espada: buenos días, Ángel, ¿has visto mi barca? Lo sé. Lo siento mucho, siento
haber quemado casi la ciudad.
Quizá la mano sujetaba con más fuerza la espada; bajo esa luz, el rostro del
ángel resultaba sombrío y remoto.
También había por allí gentes dormidas, cada una en un rincón. Altair
caminó aborreciendo el sonido que producían sus pies calzados. Se detuvo
finalmente en una zona en donde nadie dormía y miró por encima de la barandilla,
hacia la orilla este y las barcas allí amarradas.
Del no estaba donde el día anterior. Se apartó de la barandilla y siguió
andando.
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Volvió a vestirse en el baño, taciturna, pues tenía otros asuntos en los que
pensar: ropa nueva que parecía como la vieja, polvorienta, manchada y con el
jersey todavía húmedo. Lo mismo que la gorra. La cogió en la mano al salir de la
pequeña y cálida habitación y, cojeando y con muecas de dolor, bajó las escaleras
hasta la taberna.
El ayudante estaba colocando las sillas cuando ella entró; al abrir las ventanas y
la puerta delantera, entró la luz del sol. Ali estaba tras la barra, sirviendo a unos
clientes rezagados de ojos difusos; Ali le hizo una señal con el pulgar hacia el
despacho de Moghi.
Ali le indicó también, cuando llegó delante de la puerta, que Moghi estaba
enfadado. Pero estaba allí para hablar con ella, en el despacho.
Altair se dirigió a la puerta que había junto a la barra. Sólo raras veces se
aventuraba a entrar en ese cubículo lleno de papeles y de todo tipo de cosas, una vez
cuando empezó a trabajar, otra vez cuando Moghi le mandó decir, aunque sólo era
una chica larguirucha y torpe, que tenía que encargarse de un par de barriles
especiales, porque uno de sus trabajadores se había puesto enfermo. Fatalmente. Por la
enfermedad de la codicia. En su recuerdo de aquella noche, Moghi le parecía más
grande de lo que era en realidad. Y nunca podía librarse de esa sensación
destemplada cuando se encontraba ante la puerta de Moghi. Llamó.
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saber todo eso. Por eso quiero que me digas, Jones; ¿ese tipo que habla también te
habló dulcemente? ¿Te ha enrollado? ¿Quizá se metió donde nadie se había
metido contigo, eh?
A Altair le ardía la cara.
—No soy una tonta, Moghi.
—Escucha, tú y yo no habíamos hablado desde que eras una cría. Señor, la
primera vez que te vi ibas por ahí con unos pantalones holgados y una gorra hasta
los ojos... tu madre acababa de morir; y yo te puse de acuerdo con el viejo Hafiz,
¿no lo hice? El no quería tratos con ninguna jovencita, y de no haber sido por mí no
habrías conseguido ese trabajo; te arreglé las cosas por la parte de Hafiz, ¿eh? Y te
dije entonces. . . ¿Qué es lo que te dije, Jones?
—Me dijiste que si no iba lista ese tío me enviaría al fondo.
Moghi soltó una risa nerviosa moviendo sus enormes hombros.
—Y te digo, Jones, que mientras tú o tu madre habéis llevado mis barriles, no
me he tenido que preocupar por contarlos, tenías buen sentido. ¿Sigues
teniéndolo?
—Eso espero.
—¿Pagas tus deudas?
—Sabes que lo hago.
—Todo lo que sucede bajo este techo es negocio, Jones. Tengo una norma.
¿Sabes lo que digo sobre mis hombres y sus maneras bajo este techo? Si Ali, ahí
fuera, te pone una mano encima lo mataría. Así de sencillo. Lo mataría. Y él lo
sabe. Pero ahora te lo digo a ti: si le pones una mano a él, te mataría a ti. ¿Y
sabes por qué? Porque trabajas para mí. No cobras un salario, pero eso da igual.
No quiero combinaciones entre mis empleados a menos que vengan a mí y me lo pidan
adecuadamente. Los amantes enloquecidos se vuelven rencorosos. Y un hombre de mi
negocio no necesita que ningún rencoroso vaya hablando por ahí fuera. ¿Me entiendes?
Ya no estoy hablando con una cría.
—Te entiendo.
—Cuando quiero una mujer, voy al lado este. Nunca traigo una mujer aquí.
Nunca sugiero nada a una mujer que trabaja para mí. Por eso estoy hablando
contigo como lo haría con mi hija. Te digo que si has sido tan tonta como para traer
aquí a alguien que ha conseguido que lo pienses todo al revés, lo que tienes que
hacer es decírmelo, y olvidarte de todo lo que me debas, así que no pienses en el
dinero. Sólo deja que me encargue yo. Piensa en ello, Jones, porque has de vivir por
aquí, y cuando digo vivir quiero decir que si tenemos problemas sabré
encontrarte.
Las manos de Altair empezaron a temblar. Metió la mano derecha en el
bolsillo y sacó uno de los soles de oro. Lo puso en la mesa, delante de él.
Moghi lo cogió, lo frotó entre los dedos, y la miró a ella sin ninguna
expresión.
—Es un negocio —le dijo Altair—. El hombre de ahí arriba es un negocio.
—¿Qué tipo de negocio?
—No del que estás pensando, maldito Moghi. Me conoces —hizo un gesto
hacia el sol que tenía en sus manos—. Dime cuál es el precio en el este. ¿Entregas
esa moneda por una noche?
Moghi elevó el entrecejo.
—¿Entonces a cambio de qué?
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—Gratitud. Por mantener a las bandas lejos de él. Por conseguir mantenerlo
vivo. Esto es dinero, Moghi. Es más dinero del que he visto nunca, y puede
significar relaciones.
—O quizá que te corten la garganta —dijo Moghi haciendo sonar el borde de
la moneda sobre la superficie de la mesa—. ¿Has pensado en eso, chica?
—Jones, jones, Moghi. Y estoy malditamente cansada de pequeñas propinas.
¿Crees que pondría en riesgo mi barca por un hombre que quisiera pagarme por una
noche? Maldición, le abriría las tripas. Tengo esto para gastar. Y mejores perspectivas
de las que he tenido nunca. Por eso confío en este hombre como en un familiar, un
hombre que puede tener mucho de este dinero para que yo lo gaste...
—...Y problemas en la ciudad alta.
—Problemas en la ciudad alta y amigos en la ciudad alta, Moghi. Una cosa
va con la otra.
Los ojos de Moghi se cerraron casi totalmente.
—¿Crees que estás preparada para eso?
—La primera vez que me viste me diste dos monedas de plata y me dijiste que
apostabas que llegaría viva con esos barriles del muelle de Hafiz. Lo que esta
mañana ha pasado de mi bolsillo al tuyo es un sol, ¿qué te parece, Moghi?
Moghi se sentó e hizo rodar una y otra vez la moneda de oro sobre la mesa.
El corazón de Altair latía con cada giro de la moneda y con cada parpadeo de los
oscuros ojos de Moghi.
—¿Crees que te presté esas dos monedas de plata? Estaba apostando en la
otra dirección. A que el hombre que había contratado Hafiz te mataría; y
entonces iba a decir que había robado un correo mío y lo había matado. Entonces
tendría que librarme del contratado de Pon Hafiz. Quedé tan sorprendido como el
diablo cuando apareciste con los barriles en el porche.
Ella sonrió a Moghi y éste le devolvió la sonrisa. Nunca vuelvas con ese
bastardo, solía decirle su madre sobre Moghi. Y añadia: nunca te cruces con él
tampoco.
—Pero Moghi, apuestas sobre cosas seguras, ¿no es cierto? O él me mataba a
mí o yo le mataba a él, o yo le esquivaba y tú bajabas la cuenta del viejo Hafiz. O
una cosa o la otra. Pero ahora tienes ese sol que dice que una antigua empleada está
haciendo dinero, y que si las cosas van bien podrá hacerse mucho más; y si las cosas
van mal no te pasará nada ni a ti ni a este lugar.
—¿Estás segura de que no huelo a humo?
El corazón de Altair casi se le para. ¿Mentirle a Moghi? Sería lo mismo que
beber agua del Det. Se quedó callada un largo momento y luego se inclinó hacia
el frente, con los brazos doblados sobre el borde de la mesa.
—Ellos tienen la peste a humo —dijo ella—. El y yo... estuvimos cerca de allí.
—Se dice que alguien está buscando a un hombre rubio.
—¿Quienes?
—No lo sé. Tienen dinero. No pertenecen a las bandas normales. Extranjeros.
Podría averiguarlo. ¿Quién te vio aquí?
—Nadie nos vio llegar hasta tu puerta.
—¿Cómo llegó hasta Ventani?
—Con Mintaka Fahd. En el escondrijo.
Moghi levantó el entrecejo. Peligrosamente.
—Tampoco a mí me gustó —añadió Altair—. ¿Pero quién puede sacar de ella
una historia cabal? Le conté una docena. Le dije que íbamos hacia el este.
—Si hay rumores... —dijo Moghi.
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—Moghi, tengo que decirte algo. Tú sabes lo que hicieron, sus enemigos, le
tiraron por la Escalera del Mercado de Pescado, subieron furtivamente por el Gran
hasta la escalera y le tiraron, ahí fuera, junto a tu porche. Tú no lo hiciste. Lo sé
perfectamente. Tú le habrías llevado al puerto... si tuvieras que hacer tal cosa. Por
eso tenemos a alguien que no te conoce bien, y que va tirando cuerpos al Ventani
al lado justo de tu puerta. Imagino que eso te sentaría bastante mal.
—Mi porche.
—Fue justo ahí fuera —dijo señalando hacia el canal—. Cuando no vine a recoger
ese barril. Fue esa noche. Puedes preguntárselo a tu muchacho. Tommy nunca abrió
esa puerta. Y yo saqué al pobre tipo, mojado, del río. Pero no lo traje aquí, no.
Entonces no. Había salvado a un hombre de ahogarse y lo llevé a la orilla. No
traería aquí a cualquiera. No lo habría metido en esa habitación. Tiene amigos.
—¿Como quiénes?
—Los gallandry.
Volvió a levantar el entrecejo y luego serenó el rostro.
—Los gallandry han sido detenidos.
A Altair se le revolvió el estómago.
—Por un fuego, poca cosa —dijo Moghi—. Parece que una barcaza chocó
con el Puente de Mars y se hundió en el Port, eso es todo. ¿Estabais vosotros
allí?
—Sabes que estábamos. Quiero mi barca, Moghi. Quiero todo lo que sabes que
puede moverse en la ciudad alta.
—Maldición, arrestaron a los gallandry y alguien entró en Boregy y Malvino
durante el incendio. Mataron a tres personas en Boregy y a una en Malvino. Mi
porche. Mi porche. Esto puede ser caro, Jones.
—Espera un tiempo a que piense lo que podemos hacer. Ese hombre puede
cuidarse de sí mismo, Moghi, no es un estúpido. Ni yo tampoco.
—Va a ser caro.
—Ya me lo imaginaba.
—Hiciste aquí un pago al contado —el sol volvió a girar en sus gruesos dedos
—. Y Jones, soy un hombre sentimental. Realmente me disgustaría que
cometieras un error.
—Oye, si estoy equivocada me lo dices y hablamos de ello.
—Si estás equivocada —dijo Moghi—, sólo tendrás un modo de descubrirlo.
Ahora no te estás encargando de unos barriles de brandy, Jones. Ya no eres empleada
mía. Estás hablando de un asunto totalmente distinto. Hablas de grandes ganancias.
Negocios de las bandas. Te has metido en ello, Jones. Yo me limito a vender cerveza
y alquilar habitaciones. La gente que me causa problemas no regresa por aquí —dijo
inclinándose hacia atrás y metiéndose la moneda en el bolsillo—. Oigo muchas
cosas. Puedo encontrar tu barca.
—Deja tranquila a la abuela Fahd. Si le sucediera algo, alguien recordaría que yo
iba en su barca. Y podrían prestar atención a las cosas que decía.
—Eso fue una verdadera chapuza.
—La mejor entre varias decisiones malas, ya te lo expliqué, ¿no?
—Jones, si no me lo hubieras explicado así, me habría preocupado bastante.
—Ya lo sé.
—Tal como te dije, un pago al contado. Te gustará esa habitación.
—En privado.
—En privado. La vista es tuya.
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C. J. Cherryh El ángel con la espada
De nuevo escaleras arriba, cansada, Dios mío, y con una cojera en el pie, y
dolor en las costillas, los hombros, el brazo y entre los ojos.
Estúpida, condenada estúpida.
¿Qué otra cosa pude haber hecho? Moghi le mataría.
Ya no lo quiero. Pero Moghi le mataría. Lo que menos necesita en el mundo
es otro maldito enemigo más.
Así que Boregy fue atacado... alguien lo sabía. Y Moghi... él sabe siempre
más de lo que dice; quizá ya sabía que recogí a alguien ahí fuera la otra noche, y ya
ha estado preguntando, y conoce a los extranjeros que le persiguen. Por Dios y mis
antepasados, ¿qué voy a hacer?
¿Dónde está mi barca? Maldición, ¿dónde está mi barca? Nadie ha visto a Del,
nadie le ha visto a él ni a mi barca...
La puerta de la habitación se abrió cuando ella llegó al descansillo. Mondragon
estaba de pie, encima de los escalones, con aspecto preocupado.
Estaba allí de pie, con su bata de baño, sin decir una palabra.
Él lo sabe bien, claro que sí.
A Altair le dolía el corazón. Evitó los ojos de Mondragon al subir los escalones
y pasar junto a él, entrando por la puerta que estaba abierta, y sentándose a la
mesa en la que le esperaba el desayuno frío.
Mondragon cerró la puerta y corrió el pestillo. Ella se comió la tostada fría, sin
mirar nunca hacia arriba, mientras él iba a sentarse al lado de la cama, con los brazos
sobre las rodillas.
Maldición, sus amigos han sido detenidos y asesinados. Tengo que hablarle de
lo de Gallandry, Boregy y todo lo demás. Yo. Me he metido en otro condenado
lío, ¿cómo le cuento esas noticias, y hago que se vuelva loco por mi culpa?
La tostada se le quedó como un bulto frío en la garganta. Consiguió bajarlo
con un sorbo de té tibio.
—He oído decir —dijo mirando a Mondragon— que la ley cogió a unos
cuantos de Gallandry. Otros entraron en Boregy y mataron a algunos. También en
Malvino. Lo he sabido por Moghi.
Los músculos de sus mandíbulas se tensaron. Respiró algo más rápido. Eso
fue todo.
—Moghi es el dueño de esto.
—Así es —tomó otro sorbo de té frío y se lo tragó; las manos le temblaban
—. He recorrido todo el maldito canal tratando de encontrar mi barca. La gente de
Moghi va a buscarla. Sabe lo de la barcaza. Sabe lo nuestro y lo de Gallandry. Lo de
los que te tiraron por el puente. Sabe que eres de la ciudad alta y que alguien
con dinero te quiere mal. Dice que han estado haciendo preguntas sobre un hombre
rubio. Unos extranjeros. Conseguí que nos dejara mantener esta habitación. Moghi...
tiene a mucha gente. Y otros muchos le temen.
—¿Confías en él?
—No tenemos otra elección —su voz era áspera. Volvió a morder la tostada y
la tragó con desagrado—. Te tengo aquí. Maldición, la última noche sabía que era
una locura, sabía que teníamos que llegar a un lugar, por suerte no fue a Boregy.
Él se puso en pie y se acercó a su oído.
—¿Habrá alguien escuchando? —preguntó él con un débil susurro.
—Nadie. Lo dijo Moghi. Será cierto.
El se enderezó y apoyó las manos en la mesa. Preocupado. Dios mío, ni un
grito ni una palabra de culpa. Le puso a Altair una mano suave en un hombro,
después se alejó unos pasos, y se quedó dándole la espalda, con los brazos cruzados.
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respiración. Volvió a reír hasta que le dolió, y se quedó sin aliento con las lágrimas
humedeciéndole los ojos—. Maldición, van a matarnos.
—¿Jones?
—Mal —era lo único que podía decir, con otra risa histérica. Hasta que él la
detuvo y ella se quedó quieta sintiendo el dolor en las costillas y el estómago—. Dios
mío, Dios mío.
Se abrazaron el uno al otro. Como dos ahogados que se dirigen al fondo.
Allí abajo en la oscuridad, en la oscuridad de ninguna parte.
—Jones —murmuró él—. Jones, ¿estás bien?
—No... no me hagas reír de nuevo.
—No te preocupes. No te preocupes —recorría su cuerpo con las manos, como
ausente.
Ella se movió un momento, pero se quedó sin impulso y permaneció pegada
al brazo de Mondragon.
—Jones —volvió a decirle, despertándola—. ¿Estás despierta?
Altair masculló algo y volvió a pensar en el puerto. Cuando despertaron en cubierta.
La habitación pareció moverse un momento. Recordó la habitación iluminada por la
lámpara, la bañera de bronce. Mondragon con la copa en la mano. Un vino rojo
como la sangre. Mondragon con su rostro entre las sombras de la lámpara, bebiendo y
pensando, lleno de pensamienros. Más viejo. Más profundo y oscuro. Viejo como los
pecados y las mentiras. Sintió que caía en el borde del sueño y parpadeaba ante
el rostro de un extraño, vio a Mondragon con la lámpara nocturna convirtiendo en
fuego sus cabellos. Su corazón se aceleró un momento, con el pánico y el shock del
despertar.
¿Quién es él, maldición? ¿Qué es él? ¿Qué estoy haciendo en la cama con él?
¿Qué es lo que sé de él?
—¿Qué estás mirando? —le preguntó Mondragon.
—No lo sé —su corazón todavía le latía con el terror de la pesadilla. ¿Qué
había estado mirando?
Mondragon le echó el pelo hacia atrás, apartándoselo de la oreja. Se lo hizo
dos veces, pero volvió a caer. No le daba ninguna respuesta. El silencio anidaba en
su pecho, doloroso como la pena y el miedo.
—Estás temblando, Jones. ¿Te encuentras bien?
—Estoy bien.
Él la atrajo hacia sí y acurrucó la cabeza junto a la de ella. Ella se
estremeció más.
Maldición. Nunca estamos él y yo con el mismo ánimo.
Imaginó a Mondragon bordeado la cubierta bajo la luz de la mañana. Con
dificultad.
Él sólo quiere que lo lleve junto a sus amigos. Piensa que debe hacerme el
amor. Cree que ese es el precio.
Un hombre con un gato en venta. Ven, sé buena, mira lo que te daré.
¿Qué está dispuesto a pagar un hombre por su vida?
—No tienes que hacerlo.
—¿El qué?
—Ser amable conmigo. No tienes que hacerlo si no lo deseas.
Todo se detuvo en plena carrera.
—¿Alguna vez dije que no me gustara?
—No sé. A veces pienso que no
—Jones,... yo...
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estaba allí y brillaba y no brillaba, porque nadie en la ciudad podía verlo de ese
modo: él estaba siempre vivo, sólo que vivía más lentamente, y necesitaba de toda la
vida humana para respirar una sola vez. Sólo sus pensamientos eran rápidos, rápidos
como el rayo; y si veía moverse la espada, la ciudad vivirla cien años.
No lo hagas todavía. Era un pensamiento perverso para una adventista. Ella
debería desear que se acercara la Retribución: la Espada de Dios lo deseaba con celo
fanático; pero ordinariamente, los pequeños adventistas comunes lo deseaban para
algún día, secretamente deseaban que se produjera en la vida de otros, cerca, quizá,
porque ese mundo no era bueno; pero no demasiado cerca, porque ella tenía
planes, y si Merovingen cambiaba, ¿dónde estaría ella, adonde iría, qué sería de
ella?
Yo también pensaba eso, le dijo su madre, sentada en el puente, en la
oscuridad; la gorra inclinada a un lado, cogiéndose las rodillas con los brazos. Luego
miró a Mondragon: ¿quién es? Es muy guapo. Me gusta. Pero tienes que saber,
Altair, que no te pertenece.
Luego la barandilla del puente se quedó vacia. Sólo el río y la oscuridad. La
oscuridad empeoró, y algo se movió en ella.
Algo que estaba llamando.
—Jones —dijo.
—Jones.
El mundo cambió. Altair sintió el aire frío, movió la mano y se cogió un
hombro dolorido. Alguien llamaba a la puerta, suavemente, y Mondragon salió
de la cama.
Ella también salió, haciendo un gesto de dolor al poner un pie en el suelo,
movió una mano de advertencia a Mondragón cuando éste cogió la ropa del suelo
con una mano y la espada con la otra.
—Un momento —dijo Altair en voz alta. Cogió el jersey del suelo y se lo
puso, buscó los pantalones, un montón de sombra junto al armario, y se los puso,
cogió el gancho de barriles que estaba en el cinturón en el suelo. Cuando ella
llegó junto a la puerta, Mondragon ya se había vestido—. ¿Quién es?
—Soy Ali. Encontraron tu barca. Está amarrada cerca de la escalera.
Su corazón se detuvo y volvió a ponerse en marcha.
—Gracias a Dios —dijo sujetando el cinturón y abriendo un poco la puerta, y
luego más al darse cuenta de que Ali estaba solo. Ali con un hatillo en las manos—.
¿Qué hora es?
—Mitad de la primera —respondió Ali, poniendo el hatillo en sus manos, con
gancho y todo—. Tus ropas. Bien limpias. Moghi quiere que muevas esa barca. Los
chicos la están vigilando. Pero no tiene muchos.
—¿Dónde la encontrasteis? ¿Cómo la trajisteis aquí?
—Del Suleiman la trajo, lo encontraron junto al Sanke. Quiere que lo lleves otra
vez allí. Y Moghi quiere que esa barca se vaya...
—Ya voy, ya voy —dijo frotándose los ojos con la mano libre y cerrando la
puerta con el hombro. Se dirigió hacia la cama y echó las ropas. Mondragon llegó
y las deshizo. Ella cogió el cinto, puso el gancho en su sitio, se frotó los ojos para
concentrar la mirada y vio a Mondragon que se abotonaba los pantalones mientras
ella metía el cuchillo en el cinto.
—Vuelve a acostarte —dijo Altair—. Duerme un poco. No sé que hora es, pero
tengo que llevar a Del —su inteligencia había despertado—. Dame algo de cambio.
Un par de peniques. Tengo que pagar a Del.
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—Te acompaño.
—Ya te dije que debes guardar tu cabeza rubia en esta habitación. He pagado
demasiado por ello —descubrió la gorra en la cama de hierro y se la encasquetó—.
No te muevas de aquí. ¿Quieres que le tenga que explicar a Del tu presencia?
¿Quieres estar en boca de todos?
—El mal ya está hecho —dijo con la cara enrojecida bajo la luz—. ¿Qué podrá
decir él que no haya dicho ya Mintaka?
— ¡Tú quédate aquí! ¡No necesito más problemas de los que tengo! ¡Quédate!
¿Me entiendes?
—Maldición, Jones...
—Sólo dame el dinero.
Mondragon fue a coger la bota que tenía al lado de la cama y llegó con los
peniques. Le dio cuatro. Frunció el entrecejo al entregárselos.
—Gracias.
—Jones. Ten cuidado.
—Oye, llevo en estos canales toda mi vida. Tengo amigos ahí fuera y Del es
uno de ellos. Quédate aquí. ¡Y manten esa puerta cerrada!
Salió por ella y la cerró.
—Con cerrojo —gritó a través de la puerta.
Pasó el cerrojo.
Maldición. Un hombre que escucha.
Se dirigió hacia Ali y la lámpara, a tiempo de seguirle escaleras abajo,
rápidamente sobre los pies descalzos bajo las oscilaciones de la luz; nada de zapatos ni
medias para trabajar en el canal, por los Antepasados. Volvía a sentir de nuevo las
tablas sobre los pies, unas tablas lisas y suyas, mejor que los suelos de la ciudad, que
la alfombra de Moghi. Siguió velozmente a Ali, y le cogió abajo.
El propio Moghi estaba esperando abajo de la escalera, con la cabeza y el
rostro brillando por el sudor bajo la lámpara; Moghi, con las mangas enrolladas hacia
arriba y el sonido de los clientes que entraba desde la habitación delantera, una charla
ruidosa, el sonido medio ahogado de un girar; todo eso se filtraba a través de una
puerra cerrada.
—Tu amigo no va.
Viniendo de Moghi eso era una pregunta que significaba tú piensas quedarte
por ahí: ¿Y dónde están los beneficios?
—No, no va —dijo Altair—. Vigílale.
—Eso te costará dinero —respondió Moghi.
Altair sintió que el estómago se le tensaba. Así que había sido rica una o dos
horas y volvía a ser pobre.
—Oye, no va a dar tantos problemas. Ya te pagué...
—¿Té he devuelto la barca, no? Te la he traído aquí mismo. El servicio ha
sido caro. Estás pensando que ese tipo se quede otro día.
—Hasta que vuelva por él. Yo le sacaré de aquí.
Los ojos de bordes gruesos de Moghi parecían doloridos.
—Estás pensando en un destino.
—Esto es su negocio, me despellejaría.
—Era una oferta, Jones.
—Pensaré en ello.
—Todavía tenemos algunas cuentas.
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CAPÍTULO 7
L A barca estaba allí, frente al almacén de segunda mano, más allá de la Escalera
del Mercado de Pescado: era una escena letárgica, la barca sobre el agua
negra, el barquero dormitando en la cubierta central, la más próxima de las cuatro
barcas amarradas en esa esquina para pasar la noche. Pero ese barquero estaba
vigilante: levantó la cabeza cuando Altair caminó descalza sobre la orilla de piedra. Ali
estaba allí atrás, vigilando. Tommy, el recadero, estaba instalado en alguna parte,
probablemente en el puente, sentado allí con los pies colgando y sus jóvenes ojos
alerta. Resistió el impulso de mirar si estaba allí: Tommy pertenecía a Moghi, y si
Ali decía que estaba allí, tendría que estarlo o Moghi lo mataría.
Tommy estaría allí por la misma razón que Del Suleiman se había perdido un
buen sueño y había empujado la barca con la pértiga a través de la ciudad, sólo
porque los hombres de Moghi se lo sugirieron. Cobrando, evidentemente. Moghi pagaba.
Ella le había pagado a Moghi. Favor por favor.
Llegó hasta el borde y la cubierta central, su preciosa cubierta, su pequeño
trozo de madera, todo lo que poseía en el mundo.
—Hey —dijo a modo de saludo, se encasquetó la gorra firmemente para evitar la
ligera brisa; un ligero viento de aire limpio en una noche limpia: embarcó en su
cubierta y sintió que todo mejoraba.
—Hey —respondió Del Suleiman, sosteniendo la pértiga con ambas manos, en
equilibrio con los dos pies descalzos en el borde de la cubierta, e irguiéndose
sobre las puntas de los dedos: el sentido del equilibrio del canalero—. Hey, Jones,
es una hora fatal.
—Lo siento. Estaba preocupada.
—Los hombres de Moghi. Los hombres de Moghi. Venían alborotando todo
el canal.
—Oye, no fui yo la que les mandó que lo hicieran.
—¿Cómo es que conseguiste que los de Moghi te lo hicieran, eh? Maldición,
la próxima vez búscala tú.
—Pásame la pértiga, yo te llevo.
—No, no, no es cosa tuya. Vamos. ¿Te quieres poner a estribor?
Dios mío, qué generosidad. Del iba a tener que esforzarse el doble con ella
en la barca, el viejo tenía prisa.
—Que no, tranquila.
Altair se agachó y tiró del amarre lateral, el de espera. Del hubiera amarrado
la proa para una espera más larga, habría puesto el ancla (de tenerla) y nunca
habría elegido esa repisa de fondo de piedra, contra la que podría arañarse la barca
si pasaba alguna barcaza grande y producía una ola. (Si había alguna. Si alguna podía
moverse, si habían conseguido sacar del Port el puente y el casco.) Los amarres
ligeros y las puertas traseras no eran lo propio de Del. El viejo estaba nervioso. Eso
se veía en la forma en que se movía.
No podía culpársele. Mira tenía que cuidarse a sí misma mientras que él iba con
esos matones. Tenía que resultarle curioso, Dios mío, tener que irse con ellos
dejándola a ella en algún lugar oscuro.
La barca quedó libre y chocó por la popa. Altair cogió el gancho y se pasó al
lado izquierdo, mientras Del empujaba. Altair apoyó el extremo inferior del gancho
sobre el fondo pedregoso y se inclinó en él al tiempo que Del empujaba.
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Altair notó que el calor le subía al rostro. Tocó el fondo con el gancho y vio
que seguía siendo demasiado profundo.
—Mi madre también solía decir algo sobre los rumores. ¿Quién habla de que me
haya liado con alguien? Llevo la carga de Moghi.
Eso calló al viejo por un momento. Dio un breve impulso con la pértiga
mientras se deslizaban bajo las sombras del Puente Colgante.
—Será mejor que le vigiles, jovencita, y no me estoy refiriendo a Moghi. Él hablará
muy bien, pero eso no significa que sus actos sean también buenos.
—¿Quién lo ha dicho? ¿Quién ha dicho que estoy con nadie? —preguntó mientras
evitaba un pilar—. Cuidado, allí, Del.
—Hin, pierdes el fondo, utiliza el maldito pilar, ¿no te lo enseñó tu madre?
—Está bien, está bien, tú te vas a la izquierda, déjame ayudarte. Iremos más
deprisa.
—¿Iremos? Yo lo haré. Hin, allí. Es un absurdo. Un maldito absurdo que te
mezcles en eso, como tu madre.
El corazón parecía salírsele. Perdió otro golpe. Los pies ampollados le dolían sobre
las tablas.
—¿Qué dices sobre mi madre? —toda su vida había oído insinuaciones. Retribución
Jones hizo esto. Retribución hizo aquello—. ¿En qué se había metido?
—En todos los malditos líos de la ciudad. Moghi. Hafiz. Cuando viniste tú, no dejó
de hacerlo. Mira y yo se lo decíamos, se lo decíamos; «Jones», le decíamos, «vas a
meter a ese bebé por caminos oscuros, y eso te va a pesar». Tratamos de convencerla
para que nos diera el bebé, lo hicimos, podrías haber sido nuestra. Y menuda sorpresa
hubiéramos tenido, pues eres una chica... Yoss allí... pero eso no nos habría importado
ni a Mira ni a mí. Nos hubiéramos quedado contigo. Me ofrecí a hacerlo cuando murió tu
madre. ¿Te acuerdas? Te dije que te trataríamos bien. Pero creo que estabas asustada.
Y creo saber por qué. Por entonces todavía te creías un chico. Seguías con el juego de tu
madre, haciendo el trabajo de Moghi, cargando para ellos por caminos oscuros,
metiéndote por sitios cada vez más oscuros y profundos.
El corazón de Altair latía no sólo por el esfuerzo. Era el viejo asunto.
Hablabas una o dos palabras con un hombre y él se conmovía y trataba de dirigir las
cosas. La cólera crecía en ella, casi la cegaba.
—Hin —dijo Del. Ella empujó y la proa se dirigió hacia la corriente de la
Serpiente, se dirigía hacia la esquina, hacia el extremo alto de la Serpiente.
— ¡Así que estabas en este extremo de la ciudad! Maldición, Del, te busqué
arriba y abajo toda la mañana. ¿Dónde estabas exactamente?
—En la cola de la Serpiente. Junto a Mantovan. Los hombres de Moghi nos
encontraron. Pero para entonces yo ya te buscaba. Había oído que estabas
entrando y saliendo de la casa de Moghi. Diablos, con todo lo que ha estado
sucediendo tenías ese depósito casi vacío. Yo no iba a gastar del mío contigo, y
los chicos de Moghi buscando tu barca y liando a la gente... yoss allí, yoss.
—Lo siento.
—Eso es una frase.
—Te digo que es verdad. ¿Crees que estoy mintiendo?
—Lo que digo es que eres una cría. Estoy diciendo que durante toda su vida tu
madre estuvo entre aquí y la ley; ella sabía dónde estaban los agujeros, ella cruzó
esa línea por un lado y por el otro, yo lo sabía, pero nadie sabía que lo hubiera
hecho; y tu madre nunca puso un pie fuera de ese lado seguro. Quizá nazca de
nuevo en este triste mundo; quizá haya nacido en algún lugar mejor que el nuestro,
pero aunque viniera aquí, dejando un crío y todo, y te enseñara la mitad de lo que
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sabía, seguirías yendo adonde Moghi y cargándole barriles arriba y abajo de las
aguas de marea...
Había barcas amarradas a lo largo de la Serpiente, entre Bogar y Mantovan, skips
y pertigueras puestas una tras otra, mientras sus barqueros dormían en la cubierta y en
los pozos.
—Calla —susurró Altair mirando enfadada hacia Del—. Te metes demasiado
en los asuntos de los demás. Te pedí que vigilaras mi barca. Eso es todo.
—Y la vigilé bien. Pero me han llegado esos rumores. Iba remolcando tu
barca, jovencita, no creerías que eso no iba a producir habladurías.
—Dije que lo siento.
Del la miró, la miró con la pértiga en sus manos, y luego gritó:
—Maldición, hin, aquí, hin, lento. Una cuarta. Ya llegamos.
Ya estaban. Del subió la pértiga y la metió de nuevo para frenar,
dirigiéndose lentamente hacia el lado de Bogar. La cuarta barca era un skip, el
suyo: de pronto el bulto humano que había sobre la cubierta central se convirtió en
Mira, sentada, y la barca recuperó las líneas familiares. Altair metió con fuerza el
palo del gancho y la proa viró, mientras Del controlaba el acercamiento y reducía
velocidad por su lado.
Cada vez más lento. Mira se puso de pie en el pozo, bajo las sombras de
Bogar.
—Me vuelvo a hacer un negocio, y la próxima semana os contaré a ti y a
Mira toda la historia.
Cogió el palo del gancho en una mano y se dirigió hacia el pozo para deshacer
el amarre de babor y entregárselo a Mira para que lo sujetara mientras subía Del a
bordo; era pura cortesía, pues no había miedo de que Del subiera a la barca
utilizando el gancho. Mira agachó su enorme cuerpo, cogió la cuerda y los acercó,
produciendo un sonido al frotar la cuerda sobre la clavija.
—Hey —le dijo Altair—, no la amarres, Mira.
Del dejó la pértiga. Altair caminó a través del pozo para poner el palo del
gancho con ella, se echó hacia atrás la gorra y regresó con la mano en el bolsillo,
buscando los peniques que tenía allí. Pero se paró en seco y fue a coger el palo
del gancho, mientras Mira se inclinaba; Mira era una sombra que parecía escuchar
algo y obstinadamente iba a hacer el amarre, con su enorme corpachón
olvidándose de las sombras que había en la orilla de Bogar, sombras que se
levantaron y cayeron de pronto en el skip, detrás de Mira.
—¡Ware! ¡Mira!
Escuchó una pértiga tras ella, mientras Del corría con un arma. Pero Mira no
se volvió. Se enderezó como si no hubiera oído que media docena de pies caían en
su pozo. Del fue hacia atrás con la pértiga, mientras las figuras sombrías movían la
barca detrás de Mira sin que ésta les prestara atención: algo iba mal, totalmente mal.
Altair cogió el cuchillo con la mano izquierda, aterrada, y se lanzó hacia la cuerda
de amarre.
El palo golpeó en el borde, con cuerda y todo, dirigido hacia su cuchillo y sus
dedos. La pértiga de Del. Mientras las figuras sombrías se elevaban al lado de Mira y
saltaban precipitadamente sobre el pozo.
— ¡Maldito seas! —le gritó a Del, y se lanzó a un lado de la cubierta de Del,
dirigiéndose rápidamente contra Mira con el cuchillo en la mano. Mira gritó y dio
un paso hacia atrás.
—¡No! —gritó Del—. ¡No!
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Los canaleros conocían lugares como ese. Lo mismo que los bichos y los
gatos.
Había una roca plana, una gran lengua de roca. Un hombre grande, con la
camisa abierta y pañuelo al cuello, llevó allí la vela, se sentó y la fijó sobre su
propia cera delante de él. El sudor resbalaba por su rostro sin afeitar. La llama se
movía por la brisa que entraba del exterior y le hacía parecer como un diablo. Se
llamaba Rufio Jobe. No era oficial. Nada lo era en los canales. Pero Jobe era un
hombre que hacía cosas. Que conseguía que las cosas se hicieran. De manera
directa y terminante. Y nadie se lo reprochaba.
—Dame mis cosas —dijo Altair.
Rufio Jobe asentó su enorme masa cuadrada y puso las manos en las rodillas.
—Quizá seas tú la que nos tengas que dar algunas respuestas, pequeña Jones.
—¿Respuestas? ¿Qué respuestas?
—Como, por ejemplo, lo que has estado haciendo.
— ¡No he estado haciendo nada!
—Del —dij Jobe, y miró hacia un lado. También Altair miró hacia allí y vio a
Del Suleiman y su esposa a la izquierda en silencio, con su pelo y su barba blancas,
pareciendo neutrales bajo la luz de la vela, el rostro de ella lleno de lágrimas hasta
la barbilla.
—¿Dónde has estado? —preguntó Del.
—¿Que dónde he estado? —Altair tomó aire y movió los brazos para
soltarse, el izquierdo para quitarse las lágrímas de los ojos—. He estado confiando
en un maldito mentiroso, ¡eso es lo que he hecho! Me podrías haber acuchillado
antes, ¿no crees Del? Toda esa charla era una mentira, Del Suleiman. ¡Eres un
maldito mentiroso! Quieres mi barca, eso es lo que pasa, eso es lo que has querido
durante años...
—Como vuelvas a poner las manos encima de Mira yo te enseñaré, yo...
— ¡No lo hizo! —chilló Mira—. ¡Cállate!
Entonces se produjo un silencio mientras el grito reverberaba en los ladrillos.
Cayó un trozo de piedra. El agua goteaba. Un ladrillo se hundió bajo los pies de
alguien. Altair apartó las manos que amenazaban con sujetarla de nuevo. Estaba
temblando. Sintió que sus tripas eran de agua. Los rostros le rodeaban por todas
partes.
—Maldito mentiroso —murmuró y levantó la cabeza para mirar a Jobe—.
Tengo asuntos privados. Dejé la barca con alguien en quien confiaba. Eso es lo
que hice.
—Eres una cría —le respondió Jobe—. No queremos ser duros contigo. Sólo que
hables. Fuiste tú la que sacaste el cuchillo.
—¿Cómo iba a saber quiénes erais? Lo primero que pensé es que atacabais a
Mira por detrás. Todavía no sabía lo que pasaba. Muchas veces unos amigos han
atacado a otros. Como ahora. ¿Iba a esperar para ver lo que pasaba? Diablos, si yo
voy a soltar mi barca y alguien a quien conozco viene por la espalda y me detiene
procuro librarme de él. El mundo está enloqueciendo. Está enloqueciendo
verdaderamente. Nunca habría acuchillado a Mira; ni ella a mí tampoco. Yo sabía
eso. Pero pensé que si Del había enloquecido lo mismo le habría pasado a ella.
—Eso que dices puede ser cierto y puede que no. La verdad es que hay
mucha locura. Como el incendio de la otra noche. Como asesinatos en la ciudad
alta, y los que lo hicieron se están moviendo por la ciudad. Te aseguro, pequeña
Jones, que no me causa ningún placer el hacerte estas preguntas: era amigo de tu
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madre. Pero hay una pregunta realmente grave que te tengo que hacer. ¿Sabes algo
de ese incendio?
—Yo estaba allí, pero eso no significa que lo provocara. Sólo estaba allí.
—Y tienes a un pasajero. ¿Quieres decirnos algo sobre él?
—¿Qué tiene que ver con esto?
—Lo llevabas en tu barca. Eso Suleiman puede jurarlo. Ibas siguiendo a un
tipo alto vestido como un canalero pero que caminaba como un habitante del centro.
Más tarde escapaste de ese incendio con ese tipo alto, que parecía un falkenaer.
Bajaste con la barca de Mintaka Fahd desde el Mercado Viejo y le dijiste que él
iba detrás de una chica de la ciudad alta.
—Le encontré cuando cruzaba la ciudad, y resulta que nos vimos atrapados
por el fuego y no pudimos regresar adonde Moghi hasta que nos encontramos con la
abuela Fahd. ¿Quién está tan interesado en mis asuntos?
Su corazón le latía con tanta fuerza que parecía salírsele del pecho. Mentirles a
ellos era algo fatal. Una pequeña mentira era una cosa; una mentira grande era peor,
podía significar la muerte, aparecer muerta una mañana sin que a nadie le importara.
Incluso la sospecha bastaba para que fuera creciendo hasta que uno no tenía ningún
lugar a donde ir salvo el fondo del puerto. Si es que salía viva de ese sótano.
—¿Quién dijo que estaba tramando algo? ¿Quién lo dijo? ¿Fuiste tú, Del
Suleiman? ¿Fuiste tú?
—Chica —le cortó Jobe—. Han corrido muchos rumores. Demasiados rumores. Y
tú conoces las reglas: los problemas no son buenos para los canaleros. No son nada
buenos. Tenemos canaleros que no pueden moverse, tenemos un canal bloqueado,
tenemos la ley por ahí fuera buscando en los canales, tenemos mucha menos carga
por los problemas de la ciudad y eso significa niños y viejos hambrientos. ¿Aceptas
que hay aquí unos intereses legítimos?
—Son iguales que los míos, malditos, iguales que los míos.
—No si te dedicas a una carga diferente.
—¿Cómo? ¿Qué dices que estoy haciendo? No me dedico a nada ilegal, y no
tengo por qué contarte ni a ti ni a nadie mis asuntos privados. ¿Adonde han
llegado las cosas? ¿Es que todo el mundo tiene que contar sus negocios? ¿Decirle a
todo el mundo lo que hay en sus barriles? ¿Adonde hemos llegado? ¡No eran así las
cosas! —tomó aliento. Nunca retrocedas, decía mi madre. A por ellos, Altair—.
Pensáis que podéis abusar de Jones, os creéis que podéis amedentrarla porque
trabaja sola. Pues bien, lo recordaré. Recordaré muy bien quién abusó, y nunca os
atreváis a meter vuestra maldita barca delante de mí, y sin trucos, porque os conozco
a todos. No habríais podido hacer esto con mi madre, y aprenderéis que no lo
podéis hacer con su hija, ya verás, Jobe.
—Eres una cría —dijo Jobe cuando ella se calló.
— ¡No lo soy!
—Tampoco has crecido. Será mejor que hables claro, pequeña Jones. Será mejor
que lo digas mientras seamos pacientes. ¿De qué tipo de negocios se trata y por qué
la pequeña Jones se pone de pronto a ir de aquí para allá dando problemas a toda la
ciudad?
—¿Quién dijo que fuera yo?
—¡La mitad de la ciudad lo dijo! ¿Quieres que lo discutamos de otra forma? No
nos gustaría hacerlo. Pero podemos empezar a hablar en serio ahora, tú, yo y
algunos de tus vecinos, podemos hablar aquí toda la noche; o podemos hacer cosas
que no te gusten. Así que, ¿empiezas a hablar o quieres saber lo que haremos?
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C. J. Cherryh El ángel con la espada
Eran dos docenas o más, casi todos hombres, y casi todos enormes. Ella se negó a
mirarlos, a darles esa satisfacción. Notó que sus tripas empeoraban y que sus
músculos parecían volverse agua.
No cedas. No retrocedas ante nadie, no lo hagas o te tendrán cogida.
¡Piensa, Jones! Tienes que decirles la mayor parte; si revientas no harás bien a
nadie; y si les mientes a éstos habrás muerto en menos de un año.
—Altaír —le dijo Mira con voz suave. Las mandíbulas de esa enorme mujer
temblaban, formando extrañas sombras bajo la luz—. Altair, amor, no has hecho
nada malo, sé que no lo has hecho. Y éstos son los tuyos, no van a causarte ningún
daño, hayas hecho tú lo que hayas hecho, sólo tienes que decirles en qué te
habías metido...
—Eso es —le apoyó Jobe—. Dinos lo que sabes, nadie te va a poner una
mano encima. No es nada personal, pequeña Jones, por nada del mundo
querríamos hacer daño a una cría... eres lo único que tenemos.
— ¡Ya no soy la pequeña Jones! Soy yo misma y dirijo mi barca. ¡Y no he
hecho nada contra el comercio!
—Bueno, tendrás que hacernos creer eso ahora, o antes de mañana. O antes
del siguiente día. ¿Sabes lo que les hacemos a los que perjudican el comercio?
Empezamos por los dedos de las manos y los pies, Jones. No se necesitan todos.
Pero el trabajo se convierte en un puro infierno. Hombres hechos y derechos lloran
cuando se los rompen. Y están las orejas. No se necesitan las dos. Y si no hablas...
bueno, a la isla de Bogar no le importará que le enviemos los huesos de una
canalero. Empezarás a perder los dedos, pequeña Jones. Podemos romperte los más
pequeños. No te haremos demasiado daño.
Altair se dio la vuelta cuando un hombre que había a su lado la sujetó del
brazo, y Mira gritó.
—No, no, no...
Ese grito se le metió en los nervios; y el hombre, era uno de los Mergeser,
corto de ingenio y largo de músculos, la cogió de la mano y le flexionó el dedo
meñique hacia atrás, hacia atrás, a pesar de sus gritos y pateos. Altair lo golpeó en
el hombro, pero fue como si hubiera golpeado la propia roca. Lanzó una mirada
salvaje a Jobe.
—De acuerdo, de acuerdo... ¡ay! Condenado, para, maldito.
—Para —dijo Jobe, y Mergeser se detuvo y la soltó. Ella se sujetó la mano
retorcida y se quedó jadeando—. Cuéntanos, pequeña Jones.
Altair tomó otra bocanada de aire y se sacudió para liberarse de la mano que
Mergeser volvió a poner en su brazo.
—Se trata de un hombre rico y éste...
—¿Quién es?
—No sé su nombre. Tom, así dice que se llama. Ha tenido un encontronazo
con una banda y tratan de matarlo.
—Los hombres ricos siempre saben parar ese tipo de cosas.
—Bueno, ellos lo han estado intentando. El gobernador no hace
completamente nada, ¿qué esperabas? Es un maldito lío de la ciudad alta, y este
cliente mío no está en el lado malo.
—¿Quién prendió el fuego?
—¿Cómo voy a saberlo? —retrocedió de nuevo cuando Jobe hizo un
movimiento. Más verdad. Una verdad más rápida. Casi todo lo que podía contar.
El dolor le subió por el brazo como si fuera fuego—. Maldición, él no es el que
quemó la barcaza. Los que le persiguen son absolutos locos, locos totales y malditos.
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mientras la luz de la vela enloquecía con las sombras y la hoquedad repetía en eco
los gritos de las discusiones.
—¡Silencio! —bramó Jobe, y el silencio se hizo, lentamente. Altair se quedó allí,
con las rodillas temblando, mientas Jobe cerraba los puños—. Jones, será mejor que
lo que has contado sea cierto. ¡Será muchísimo mejor!
—¡Y si vas acusando a alguien de encender fuegos, Rufio Jobe, será
muchísimo mejor que estés en lo cierto! — gritó Altair cerrando un puño y
haciéndole con él un gesto, antiguo y evidente—. Me gano la vida en el agua lo
mismo que todos, traslado barriles y nunca me cruzo con nadie, ni yo ni mi barca.
Hago mis amarres como es debido, vigilo vuestras barcas, pago mis deudas... y dicho
sea de paso, Del Suleiman... —añadió buscando a Del con rabia y dirigiendo la mano
hacia él, con desprecio—. Dime lo que te debo, dime lo que vale haber vigilado mi
barca, y dilo aquí delante de todos. Te pagaré. Hasta el último penique.
—Uno sólo bastará —murmuró Del, moviendo los pies—. Jones... trataba de
ayudar...
Altair se le quedó mirando fijamente.
—¿Lanzaste al Consejo contra mí tratando de ayudar?
— ¡Eres una cría tonta que va con canallas!
—¿Y por eso querías que me rompieran los dedos?
—Fue Jobe el que dijo lo de los dedos —gritó Del—. Pero por el Señor y mis
Antepasados, Jobe nunca lo habría hecho... Jones, olvídate del penique, no
necesito pago.
La respiración le iba y le venía en una serie de bocanadas vertiginosas.
Le mataré, le mataré, este estúpido y triste viejo. A él y a Mira. Como a la
abuela Mintaka. Sin bromas. Después de todos estos años, sin ninguna broma.
Mírales. Locos. Locos que quieren empujarme.
Locos de ganas.
—Ese hombre quiso adoptarme —dijo Altair mirando a Jobe—. El y Mira. No
le guardo rencor. Ni a ti tampoco, Jobe. Pero será mejor que os lo metáis en la
cabeza... —dijo dándose la vuelta y gritándoles a todos ellos, mirándoles uno a uno a
los ojos, en particular a Mergeser—. ¡Si fuera culpable os habría destripado a la mitad
de vosotros! Os aprovechasteis porque no esperaba nada malo de vosotros, me
empujasteis y me llamasteis mentirosa. Del, te pagaré ese penique la próxima semana,
no quiero deudas, pero no voy a discutirlo aquí.
—Jones —dijo Jobe— harás muy bien en salirte de ese asunto. No es
totalmente limpio. Te advierto que te has metido en aguas rápidas, muy rápidas.
Eso no es bueno para el equilibrio de una jovencita.
—Gracias —contestó Altair con acritud, frotándose un brazo dolorido—. Dame
mis cosas, ¿dónde está mi cuchillo?
Se produjo un silencio.
—Dárselo —dijo Jobe, y Alim Settey se levantó y le entregó el cuchillo. Uno de
los hermanos Casey le entregó el gancho que cogió con la otra mano, y se metió
los dos en el cinto. Las manos le temblaban, tanto como las rodillas, pero eran sus
manos lo que ellos podían ver bajo la luz, sus manos que temblaban hasta que el
rostro le enrojeció y la rabia le recorrió interiormente.
—Gracias —dijo. Debes ser cortés, Altair. Era la voz de su madre en la
cabeza. El fantasma de Retribución sentado sobre una pila de ladrillos, con los pies
colgando y la gorra echada hacia atrás. No son tan malos, decía Retribución. Son tus
vecinos, son todo lo que tienes, debes ser cortés con ellos salvo que se vuelvan locos.
Se han vuelto locos, mamá.
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del consejo podía explicar la escasez de barcas; ya las había visto escasear antes, por
causa de un rumor, una boda o un velatorio... podía haber cien razones.
Pasó junto a las sombras del Puente Colgante. El Muelle Ventani se erguía como
un bulto negro en el espejo del agua, y la luz brillaba sobre ésta ante la puerta abierta
de Moghi, revelando media docena de barcas amarradas en el porche. Eso era
normal. Las ventanas y la puerta estaban abiertas. Tonta. ¿Te das cuenta? Casi te dejas
matar por nada. Mondragon está en la cama, durmiendo agradablemente, caliente, sin
saber nada. Ve junto a él y poneos en movimiento. Levántalo para ir a Boregy lo
antes que puedas. Dios mío, los brazos, la mano. Maldición, me duele el dedo.
¿Pero dónde está la música?
¿Y el ruido?
No escucho música, ni tampoco una sola voz. ¡Dios mío! Señor... ¿por qué no
se oye ningún ruido?
Dio otro golpe de pértiga, dejó que el skip se deslizara, y el viento enfrió su
piel a través del sudor.
Amarrar junto al porche, dar un rodeo, ¿por el cobertizo?
¿Andar por ese camino oscuro, meterme en quién sabe qué tipo de trampa?
¡Dios mío, Dios mío! Fue aquí, era la campana de Moghi... ¿dónde está el
vigilante? ¿No se presentarán los malditos patasnegras?
¿En dónde me estoy metiendo?
Viró hacia el Muelle Ventani, y el skip se dirigió hacia un lado y se encaminó
lentamente hacia los pilares oscuros y la pendiente del muelle de carga.
La boca le sabía a sangre. Las costillas le dolían. Entró con fuerza donde los
pilares y chocó el skip lateralmente contra ellos, con tanta fuerza que dio un
traspiés. No había vigilantes en el borde de piedra. No había mendigos sin hogar
esperando allí para hurtar las mercancías de una barca. No había nada. Los pobres y
los gatos sabían cuándo debían irse. Tenían más sentido que una canalero estúpida,
no se entrometían en los asuntos de los demás. Se habían ido. Se habían puesto a
salvo. Ellos no veían nada. Pero lo veían todo.
Viró de nuevo la proa y con la pértiga empujó la barca por el borde oscuro y
poco profundo hasta el lado sur del porche de Moghi, cogió una cuerda de un pilar
con el gancho de barriles, hizo un amarre por el lado de babor y subió la escalera
hacia la luz y el silencio poco natural del interior.
Entonces se detuvo en seco, paralizada ante la visión de los cuerpos tendidos
del suelo iluminado, caídos sobre las mesas, en las sillas, como si la catástrofe
hubiera sido repentina y violenta.
—¡Moghi! —gritó dudando de si cedía al impulso de escapar, de volver a la
segundad de su propia barca, del lugar al que pertenecía una canalero.
Pero Mondragon... pero él dormido arriba...
Cogió el cuchillo y el gancho con ambas manos y entró, mirando a todos los lados,
pero sin ver que se moviera nada. Cruzó toda la sala entre los charcos de las bebidas
derramadas. Había un olor acre, y una neblina en el aire. El olor hizo que le
doliera la cabeza.
Traspasó la cortina negra y pasó al salón, y desde allí, por un estrecho pasillo,
fue hasta las escaleras. Otro cuerpo. Más cuerpos. Uno de ellos se movió.
—¡Ali! —se agachó sobre una inestable rodilla y le sacudió—. ¡Ali! ¿Qué ha
sucedido? ¿Dónde está Moghi? ¿Qué...?
Ali lanzó un gemido y levantó una mano señalando hacia la escalera. Cayó de
nuevo. Hizo otro esfuerzo. Tenía sangre en la boca.
—Moghi... por atrás...
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rostros familiares, uno de ellos en la puerta, joven, pecoso, con el pelo en punta,
contemplando la escena como si hubiera perdido el juicio.
—¡Tommy! —exclamó Altair cogiéndolo por el delgado brazo y sacudiéndolo
hasta que por su mirada supo que la había reconocido—. ¡Tommy! ¡Hay muchos
canaleros en la entrada de Bogar! Corre, ¿me entiendes?, corre y diles lo que ha
pasado aquí, diles que se han llevado a un hombre rubio después de envenenar a los
que estaban aquí... ¿me entiendes, Tommy?
—Sí —contestó Tommy mientras le castañeteaban los dientes.
—Moghi está vivo, te despellejará si no lo haces, ¿me oyes bien? Diles que
informen a Moghi, que vengan aquí con lo que sepan. ¿Me oyes?
Tommy lanzó una exclamación mientras ella le sacudía.
—¡Vuela entonces!
Se dio la vuelta y echó a correr, y ya estaba a mitad de camino del Puente
Colgante cuando ella llegó a la escalera del porche, junto al embarcadero, y se
detuvo a mirar. Lanzó la espada de Mondragon al escondrijo, soltó el amarre, sacó
la pértiga y empujó.
Con tranquilidad, Jones, utiliza el cerebro, Jones. Con prisa no se puede
mover una barca que está parada.
Comenzó a maniobrar por alrededor de la barca, dando un impulso desde la
proa y corriendo hacia atrás, hasta la cubierta central, evitando los pilares,
traspasando el laberinto oscuro y profundo hasta colocarse bajo la cabeza de puente,
en donde le habían dicho los hombres de Moghi que estarían. Redujo allí la
velocidad y un gancho salido de la oscuridad le cogió la proa y la atrajo hacia el oscuro
embarcadero.
Los hombres subieron a bordo las dos latas, la dejaron sobre las pizarras,
haciendo que se balanceara el skip.
—Poner una ahí —dijo señalando el lugar con el extremo de la pértiga—.
Ahí... ahí arriba, apoyada en la entrada, así se sujetará.
Dejó la pértiga y fue rápidamente a levantar la cubierta del motor para llegar al
depósito de combustible. Con un movimiento de la gorra el hombre de Moghi
abrió la lata e introdujo la boquilla de la lata en la entrada, dejando caer con un
gorgoteo en el depósito vacío el líquido humeante.
Si hubiera tenido tiempo para arreglar el motor, si pudiera estar segura de
que se va a poner en marcha, Dios mío; no puedo confiar en que funcione, y sé que
estará acabado en cuanto se estropee una vez.
Terminaron de echar el combustible. El hombre cogió la lata y se dirigió
rápidamente hacia la cubierta central.
—¿Quién se queda? —preguntó Altair al ver que ambos abandonaban la
cubierta—. ¿Quién viene conmigo?
—Yo —dijo una voz áspera y temblorosa, mientras un hombre pequeño de
cabellos rizados avanzaba dando traspiés—. Lo dijo Moghi.
—¿Ali?
—No me gustan las barcas —respondió Ali—. Jones, me duele el vientre y la
cabeza me va a matar.
—Maldición, maldición —esa era la ayuda de Moghi. Los deshechos. Un hombre
demasiado enfermo hasta para arrastrarse. Sacó la pértiga de nuevo, sintiendo que
la barca se liberaba en un impulso hacia adelante—. Coge el gancho de la barca
—le dijo a Ali.
—¿Vamos a ir con la pértiga?
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—No vamos a poner en marcha el motor para que esos bandidos negros nos
sigan por la estela, ¿no te parece? ¡Coge ese maldito gancho!
Tambaleándose, Ali fue a coger el gancho.
—No sé cómo... —dijo—. Jones, yo no...
—Golpea frente a mí hacia la proa, y no te caigas, inútil. Procura no caerte o
juro que dejo que te ahogues — exclamó empujando con la pértiga—. ¡Tenemos que
luchar corriente arriba, maldito, empuja!
Ali fue hasta allí e introdujo el extremo romo del gancho. No empujaba
demasiado, pero ayudaba; la brisa que les soplaba por detrás también ayudaba.
Fue contando los golpes por él:
—Hin, Ali, hin, maldito, ¿no te das cuenta de lo que estoy haciendo —le
preguntó empujando con toda la fuerza de sus hombros y su espalda—. Vuelve
aquí, vuelve a la popa y mueve la barca, hombre.
Entre cada empujón tenía el tiempo justo para respirar, no para hablar. Ella y
Ali jadeaban, y el agua chapoteaba mientras el skip se movía a toda la velocidad que
podían conseguir con una pértiga y un ayudante poco habilidoso.
Malditos. Malditos todos.
No había botas. Mondragon se las había quitado para dormir, pero no se
había desnudado; debía estar dormido y no escuchó el lío de abajo, hasta que el
humo entró por su puerta, hasta que quedó atrapado en aquella habitación y el
humo entró.
Mentalmente creó una imagen: Mondragon tumbado en la cama, totalmente
vestido, cuando ella se marchó. Tumbado para dormir encima de las mantas hasta
que el humo entró y supo que algo iba mal, hasta que sus secuestradores entraron por
la puerta y él presentó una última y débil defensa, la espada cayendo al suelo por el
otro lado de la cama mientras ellos le cogían, una lucha en la que quitaron las
sábanas tirándolas hacia la puerta...
Pero las botas. Las botas habían desaparecido. Y la puerta... no recordaba que
el marco estuviera astillado.
¿Llamaron a la puerta? Una voz que él conocía le llamó... fue sorprendido y
empujado hacia atrás en una lucha que terminó en su intento de coger la
espada...
Mondragon entregándole a ella el dinero que le quedaba. Sosteniendo la bota
en la mano y quejándose de las intenciones de Altair.
¿Había ido a terminar de vestirse?
Jadeó por la falta de aire y miró a Ali; al que iba y venía a la habitación
de arriba de Moghi.
—¿Cogieron a Jet?
Ali volvió hacia ella un rostro enfermo, con la boca abierta.
—No sé —consiguió decir entre dos jadeos.
—¿Los viste?
—Los vi... ¡claro que sí! —exclamó Ali tambaleándose y sujetándose al
palo, perdiendo el equilibrio al borde de la cubierta. Altair fue hacia allí y lo
cogió por la parte de atrás de la camisa.
—¿Quiénes eran? ¿Cómo llegaron arriba?
— ¡No lo sé! —exclamó tambaleándose mientras que con un codo rozaba a Altair
en las costillas cuando iba a respirar, haciendo que resbalara hacia atrás—. ¡No lo
sé!
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—Le daré ese informe a Moghi —dijo ella cogiendo la pértiga horizontalmente
y colocándose ante él. Él tenía el gancho de la barca, pero los de tierra no sabían
utilizarlo—. ¿Es que quieres engañarme?
—¿Te has vuelto loca?
—¿Cómo entraron? ¿Por qué mi socio tenía las botas puestas?
—No lo sé, nunca vi...
—¿Fue el propio Moghi?
—Por la puerta delantera —a Ali le castañeteaban los dientes—. La maldita
puerta estaba abierta, entraron.
—El humo subió también al salón de arriba. ¿No fue así?
—Jep... Jep... lo hizo.
—¡Tú lo hiciste, maldito chivato!
Ali le lanzó el gancho de la barca. Ella se movió, hacia abajo. Ali cayó sobre
la cubierta como un saco de patatas, y ella le golpeó con el extremo de la pértiga
cuando vio que iba a ponerse de rodillas. El gancho de la barca rodó hacia la
popa. Altair lo pisó y lo detuvo. Ali no parecía moverse más. Altair cogió el
gancho de la barca y empujó a Ali con los pies, al pozo. Aterrizó sobre los
hombros y quedó boca abajo.
—¡Maldito! ¿Y Moghi?
No. Moghi no mentía, lo conozco, tengo que llevarle este traidor para que
le saque la verdad.
Dios mío, Dios mío, tienen a Mondragon en algún lugar, lo quieren vivo...
¿Qué le estarán haciendo?
Vio delante de la barca los maderos del Puente de Southtown. Había canaleros
que habían amarrado allí para la noche, a lo largo de Calliste. Altair metió la pértiga
y empujó en esa dirección, sintiendo el dolor en las costillas y los brazos. Se deslizó
hacia allí y evitó una pertiguera cuyo casco sólo rozó contra el del skip.
—¡Maldito estúpido! —gritó una voz masculina, de alguien que despertaba del
sueño y la colisión y el daño que le habían producido a su barca.
—Me llamo Jones —dijo Altair jadeando y agachándose en la oscuridad,
tratando de mantener inmóvil el skip—. Necesito ayuda.
—Ayuda... Jones. ¿Has dicho Jones? Me han dicho algo sobre ti. Tú empezaste
ese incendio.
—¡Yo no lo hice! ¡Ya he arreglado eso con Jobe hace una hora!
—¡No quiero tener nada que ver con tus asuntos!
—¡Vamos! —gritó otro desde una barca—. Es Jones. ¡Es la que quemó el Puente
de Mars!
—¡Guardar la distancia! —empujó con la pértiga y puso agua de por medio
entre ella y el pertiguero—. Este ha tratado de matarme. Hubo una lucha donde
Moghi. Y éste, sobornado por alguien, envenenó a una docena de canaleros...
¡maldito sea!
Ali, en el pozo, recuperó la conciencia. Altair dio un salto y con la pértiga le
golpeó a Ali en las costillas. Este lanzó un grito, y cayó fuera de la barca,
produciendo un gran chapoteo.
—Está ahí —dijo Altair—. Será mejor que le pesquéis, no creo que sepa nadar
—exclamó metiendo la pértiga y empujando una y otra vez, mientras Ali se movía
en el agua y se ahogaba entre gritos y jaleos—. ¡No creo que sepa nadar! Decirle a
Moghi que le pregunte por qué mi socio no luchó y por qué la puerta no estaba rota.
¡Este tipo vale dinero!
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Fue alejándose más y más de ellos. Se dio la vuelta y de una patada quitó
la cubierta del motor, lo cebó y tiró de él mientras se levantaban gritos a sus
espaldas.
Se dio un golpe contra un pilar. El skip se desvió, siguiendo la corriente.
—¡Ir por ella! —gritó alguien—. Está tratando de poner en marcha el
motor!
Segundo intento. Una tos, un tintineo.
Vamos, motor.
Altair escuchó los chapoteos, oyó el grito de Ali, oyó que las barcas se
movían. Pero no se volvió a mirar. Volvió a reparar el obturador. Lo intentó de
nuevo. Una tos, otra y otra, un tintineo, y otro.
Consiguió el contacto, conectó la hélice y traqueteó. Sostuvo la posición. El skip
avanzó pesadamente, dirigiéndose hacia aguas abiertas. El ruido del motor apagó el
sonido de los gritos.
Tiró de una clavija y bajó la caña del timón; tiró de la segunda clavija y
puso el timón en su sitio. Se inclinó sobre la caña y la movió mientras dos canaleros
trataban de detenerla, alargando sus amarres.
Pero no fueron lo bastante rápidos. Redujo la válvula de admisión y el
motor fue alejando pesadamente el skip. Altair dejó la pértiga sobre la cubierta,
inclinada sobre el pozo, sujetó bien el timón para pasar entre los pilares del Puente
de Southtown y aumentó la velocidad. Miró hacia atrás, viendo bajo la luz de la
luna una estela blanca poco habitual, y hacia adelante, donde estaba el Puente de la
Fundición.
Por todos los alrededores de la cabeza del puente había barcas amarradas, en
cualquier proyección de los pilares que les sirviera de abrigo frente al Gran Canal.
Por todos los alrededores había ojos que escudriñaban la oscuridad, mientras se
extendía la conmoción. Pensó en dar un rodeo por el Canal de la Fundición,
llegando a Boregy por el camino más tranquilo; pero no había un camino tranquilo,
los canaleros podían cortarlo, bloquear cualquier canal salvo el Gran, cuyas aguas
fluían libremente.
Aceleró al máximo gastando combustible imprudentemente, aprovechó una
extensión recta entre los puentes de la Fundición y Hightown para guardar la
pértiga y el gancho de la barca, y volvió al timón antes de que el skip derivara con
la corriente.
Boregy ya había sido atacado una vez. Estaba frente al Signeury. Eso no les
importaba a las autoridades de la ciudad, al gobernador ni a toda su milicia.
Condenado él, su hijo el relojero y toda su policía domesticada.
La noche extendía su falsa tranquilidad, y sólo el ruido del motor de una barca
cruzaba el corazón urbano, alentando a todos los enemigos que pudieran estar
vigilando y escuchando.
119
C. J. Cherryh El ángel con la espada
CAPÍTULO 8
E L eco de los muros del Signeury repitió el ruido del motor; eran unos muros
grandes y vacíos que sólo tenían unas aberturas para los fusiles, y a pesar de lo
grande de la isla contaba con escasos puentes. Bajo sus cimientos había piedra; todo
era de piedra, y mientras el alto Merovingen brillaba con sus luces nocturnas,
mientras en las casas altas las ventanas iluminaban la noche enviando sus reflejos
hacia el bajo Merovingen, el Signeury estaba agazapado como un gigante perverso en
las oscuras aguas del Gran, convirtiendo el sonido del motor en un trueno hueco.
Ninguna barca buscaba abrigo bajo el Cruce de Signeury: estaba prohibido. En
aquellos puentes nada se movía, salvo los hombres de la ley. Altair rodeó con el
brazo la caña del timón, se arrodilló sobre la cubierta y cerró la válvula de admisión,
dejando que el skip se deslizara por el Puente Dorado y el Boregy. Tenía mucha
agua por delante, no necesitaba la pértiga, ahí donde el Gran se volvía traicionero
con la corriente del Greve, y no habían tenido que lanzar grandes piedras de la
zona alta del río para mantener el fondo. La parte alta era un territorio extraño: todo
lleno de islas desconfiadas de muros altos y vacíos, sin la conglomeración de tiendas
y fábricas que era habitual en los canales de abajo junto a los puentes.
Boregy se alzó más allá de la telaraña oscura del Puente Dorado, tan oscuro
como el Signeury, una simple sombra salvo por una o dos luces en sus niveles
superiores. Los costados estaban desérticos. No tenía anillas para el amarre, pues era
la isla vecina del Signeury. Sólo se podía entrar por uno de los puentes del
Signeury; y junto a sus galerías estaba la calzada que los habitantes de la ciudad
alta tenían que tomar para ir al consejo y el Signeury: eso significaba influencia. Así
era Boregy.
Pero, a pesar de ello, fue atacado y mataron a gente; y el gobernador sólo
detuvo a los de Gallandry, que eran unas de las víctimas.
Por el Señor y mis Antepasados, tengo que entrar en ese lugar. Tengo que
ayudarles...
Se puso en pie, tambaleándose, paró el motor y utilizó la pértiga para los
últimos metros, evitando la deriva hacia el muro de Boregy con una sacudida que
casi la saca de la cubierta. Una astilla de la pértiga se le clavó en la palma de la
mano, produciéndole un dolor débil que se perdió entre el zumbido de su cerebro,
entre el pálpito de un dolor de cabeza. Vio la puerta de la guardia, un pequeño
agujero con un rostro diabólico que era la ventana del canal de Boregy. Una
campanilla pendía de una cuerda al alcance de la cubierta del skip. Maniobró y
tiró de ella.
En el interior sonó una campana, un débil sonido entre el chapoteo del agua
en el Gran.
Tiró de nuevo de la cuerda y la puerta de guardia crujió. La boca y los ojos del
diablo se encendieron y se ensombrecieron mientras un rostro humano miraba hacia
afuera desde atrás.
—¿Quién es? —preguntó una voz ronca a través de la boca del diablo, una voz
que se parecía al trueno, el vigilante de la puerta de Boregy, que había tenido que
abandonar sus ocupaciones—. ¿Quién eres?
—Me llamo Jones. Tengo que hablar con Boregy.
—¿Qué dices? Vete al infierno. Los negocios honestos pueden esperar hasta la
mañana.
El rostro se retiró, los ojos del diablo dejaron pasar la luz dorada de una
lámpara y se apagaron al cerrarse la puerta.
120
C. J. Cherryh El ángel con la espada
— ¡Maldición! —volvió a coger la cuerda y tiró una y otra vez. El rostro del
diablo dejó pasar la luz y el hombre reapareció tras su mueca.
—¿Quieres que llame a la ley?
—Mondragon —dijo ella—. ¡Mondragon! —gritó, notando que las rodillas le
temblaban al hacerlo. Se sintió mareada. Olvida mi nombre, le había dicho él. Y yo
lo he dicho como una loca aquí fuera.
—¿Cómo te llamas?
—Jones.
—¿Vas sola en la barca?
—Voy sola.
—Vete hasta la entrada, más arriba de la puerta.
Con un golpetazo, la puerta de guardia se cerró de nuevo. El rostro del diablo
quedó otra vez en la oscuridad. Se apartó un poco de la pared, y luego volvió a
meter la pértiga con sus brazos doloridos, empujándola hacia la puerta de hierro.
Ya está hecho. Ya te has metido en los problemas de la ciuda alta, Jones.
Conocen tu nombre y el suyo. ¿No ha sido una tontería?
Pero mamá, Ángel, tenía que llegar ahí. No voy a ningún otro lugar.
¿O sí?
Giró el skip. La pértiga sonó al chocar con la piedra que había bajo el agua, la
proa se desvió y se dirigió hacia la puerta de hierro. Las cadenas subieron de pronto,
los engranajes, movidos por una manivela, producían sonidos metálicos mientras las
grandes válvulas rechinaban, gimiendo al abrirse lo suficiente como para que entrara
un skip. Ella empujó con la pértiga. Bajo esas mandíbulas sólo la esperaba una
oscuridad total.
El fantasma de Retribución apareció en la proa, arreglando un trozo de cuerda.
Miró a Altair, apenas visible en la oscuridad.
El fantasma no decía nada. Sólo estaba allí para hacerle compañía.
Siempre lo controlaste todo, mamá. Nunca dejaste que nadie se acercara a mí.
Nunca dejaste que ninguno de tus conocidos me tocara. Nunca supe cómo eran las
cosas. Nunca supe por qué no teníamos amigos, ni por qué yo tenía que ser un
chico.
Maldición, mamá, podías haber dicho el porqué. Y ahora has vuelto pero
tampoco me das ningún consejo.
Eras una cría, dijo por fin el fantasma. ¿Qué podía decirle a una cría?
Las lágrimas le escocían en los ojos. Manejó la pértiga a ciegas, en la
oscuridad. Las cadenas rechinaron tras ella y las puertas se cerraron lentamente,
con un fuerte ruido, impidiendo que pasara la brisa. Respiró una o dos veces en una
oscuridad total, deslizándose.
Maldito lugar, Altair, condenada y estúpida hazaña, vas a chocar contra una
pared o una escalera; reduce la velocidad.
El fantasma había desaparecido. La oscuridad era completa. De pronto se
iluminó el rectángulo de una puerta abierta, y la luz se esparció por las aguas negras,
y la piedra amarilla de las paredes de la entrada.
Condujo el skip hacia el embarcadero del porche y parpadeó ante la luz. La
puerta abierta era una invitación: de un lugar que acababa de sufrir la invasión y
el asesinato.
Era una estupidez entrar allí. Era una estupidez haber llegado tan lejos,
Altair.
Chocó contra el embarcadero y cogió una anilla de amarre con las manos,
dejando que un extremo de la pértiga cayera en el pozo y el resto quedara inclinada
121
C. J. Cherryh El ángel con la espada
sobre el borde de la cubierta. Tensó los músculos cuando la barca retrocedio tras el
golpe; sus doloridas articulaciones protestaron. Braceó sobre los pies descalzos, pasó la
cuerda por la anilla y amarró.
Luego bajó al porche de piedra, subió el único escalón y se metió en la
habitación de piedra iluminada.
La puerta se cerró cuando un hombre que estaba tras ella le dio una patada.
Altair se dio la vuelta y se quedó absolutamente inmóvil, frente a un hombre que
tenía un cuchillo, mientras se abría otra puerta y entraban hombres armados en la
sala del otro lado.
Tuvo que subir por escaleras traseras cruzando lugares oscuros, acompañada de
hombres por delante y por detrás. No le habían quitado el gancho y el cuchillo; ni
le habían puesto las manos encima; pero tenían sus propias armas, sacadas, de acero.
Subió dos tramos por las escaleras interiores, iluminada a trechos con
bombillas; pero no se detuvo, no le importaba nada más que el hombre que llevaba
delante y el que llevaba detrás, y la prisa con que se movían todos.
Abrieron otra puerta pegada a un salón de piedra rojiza y ella se quedó allí
de pie paralizada, con la boca abierta, hasta que se dio cuenta de ello y la cerró
tragando aire.
Por el Señor y mis Antepasados.
Piedra pulida, de color rojo con vetas blancas. Columnas, estatuas de piedra
blanca y negra. Las lámparas daban tanta luz que parecía ser de día: lus eléctrica
blanca, en una lámpara de oro y cristal que lanzaba su luz a todas partes. Tuvieron que
empujarla para que se pusiera de nuevo en movimiento; bajo sus pies heridos, la fría
piedra rojiza del suelo le parecía de seda.
Subieron más, por una escalera tan ancha como toda la habitación delantera de
Moghi. Tan ancha que todo lo que recordaba le parecía pequeño.
Dinero, Dios mío; dinero suficiente para comprar vidas y almas. Dinero
suficiente para pagar todos los problema del mundo. ¡Gallandry no era nada junto a
esto! Ay, Mondragon, ya entiendo por qué me rechazaste en aquella barca; tú eres
de aquí. ¡Por el Señor y la Gloria!
En la parte más alta había una gran mesa dorada; junto a ella estaba de pie
un hombre vestido con una bata de baño azul y dorada, un hombre de cabellos
negros con un gran bigote que caía hacia abajo, y unos ojos negros que la redujeron a
cenizas antes incluso de subir los últimos escalones.
Sacar a este hombre de su cama, hacerles encender todas esas bombillas... este
hombre no está acostumbrado a hablar con ratas de canal, este hombre me mira como
si fuera algo muerto que flota... Dios mío, tengo que vigilar mi boca con éste,
tengo que hablar como lo hacen los de arriba, conseguir que crea que conozco a
Mondragon, o me echarán escaleras abajo y me golpearán. ¿Es éste el propio
Boregy, tan joven? No. No puede ser. Boregy es viejo, ¿no? Quizá sea un hijo
suyo. Tendré que discutir primero con él, y luego con Boregy.
Dios mío, estoy toda sudada, y ellos con todos esos baños.
Se detuvo, se quitó la gorra y la sujetó con ambas manos, quedándose delante
de ese señor que probablemente acababa de salir de la cama, de lo que estuviera
haciendo allí, de ese señor rodeado por hombres armados.
—Mencionaste un nombre —dijo Boregy.
—Sí, señor —murmuró ella. Si él no pensaba decir allí ese nombre, ella se dio
cuenta de que tampoco debía hacerlo. Miró fijamente a esos ojos negros y le pareció
que estaba bajo el agua. Ahogándose en el oscuro y viejo Det.
122
C. J. Cherryh El ángel con la espada
—¿Y bien?
—Está en problemas. ¿Debo decir su nombre?
—¿Conoces a ese hombre?
—Ellos lo tienen. Entraron en donde estaba durmiendo y lo cogieron... no sé
adonde lo han llevado. Tiene que ayudar. Él dijo que los de aquí eran amigos. Él
dijo... que tenía que llegar hasta aquí. Pero ahora no puede. Le han cogido.
—¿Y quién eres tú?
—Jones, señor, Altair Jones. Puede preguntárselo a cualquiera.
No, estúpida. Este hombre no habla con la gente como yo, este hombre no
hace personalmente las preguntas.
Salvo en esos momentos.
—Debes ser la chica de Gallandry —murmuró un hombre.
—Así que logró salir de esa barcaza —dijo Boregy.
—Salió —respondió Altair—. Saltamos, él y yo.
—¿Le llevaste con tus amigos?
—Era lo único que podía hacer... —no, Dios mío, no es eso lo que él quiere
decir, ay Dios mío, veo en sus ojos, está pensando ahora en su sótano—. Diablos, yo
no sé lo entregué, ¡no lo hice!
Boregy la seguía mirando. Altair sentía sus rodillas como si fueran de
mermelada.
El sótano, seguro que piensa en el sótano. ¡Dios mío, salva a una tonta! ¿Qué
le digo, le digo que éramos amantes, le digo algo antes de que él vuelva a
hablarme?
—¿Dónde está ahora? —preguntó Boregy.
—No lo sé, no sé dónde está, he venido hasta aquí para preguntarle adonde se lo
llevaron.
—¿A mí?
—Él me dio su nombre. Tendría que acudir al gobernador, conseguir la ayuda
de la ley, que los de la ciudad alta le encuentren... no le mataron, no había allí
nada de sangre, no era matarle lo que querían... todavía no. Tiene que hacer algo.
Boregy se le quedó mirando fijamente. Finalmente movió una mano.
—Una silla —fue lo que dijo; y uno de los hombres fue corriendo hacia un
lado del salón, donde había una silla. Boregy se dirigió hacia la que él tenía ya allí,
una gran silla de madera al final de la mesa; y se sentó sin dejar de mirarla—.
Siéntate —dijo cuando le trajeron la silla a Altair, una silla dorada y alargada
tapizada en blanco y marrón. El hombre se sentó en el ángulo de la esquina de la
mesa—. Siéntate —repitió Boregy.
—Mis pantalones están mojados —dijo con voz sofocada. El calor subió a su
rostro.
—No importa, siéntate.
Se sentó.
—Vino —dijo entoces haciendo otro gesto—. ¿Dónde fue eso? ¿Qué sucedió?
—Lo dejé donde Moghi. La taberna que hay en el fondo de Ventani. Bajo la
Escalera del Mercado de Pescado. Fui a buscar mi barca, la tenía un amigo. Regresé
y algún condenado... alguien había entrado allí —exclamó mientras los dientes
empezaban a castañetearle y le brotaban lágrimas de los ojos; tomó una inspiración
profunda y luchó contra las dos tendencias. Extendió las manos para cubrir el
intervalo de silencio. Sus palmas estaban ampolladas, incluso los callos—.
Lanzaron un material de humo. Acabó con todos los con... con toda la taberna.
Así se lo llevaron.
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C. J. Cherryh El ángel con la espada
—Pathati.
Ella parpadeó, sin entender nada.
—Pathati. Gas. Es un arma sharrista.
—Shamsta —todo el mundo se tambaleaba y una razón caía detrás de otra—.
Oh señor, ¿qué tiene que ver el sharh con todo esto?
Boregy no respondió. Un hombre trajo el vino, vino tinto en una botella de
cristal tallado; y copas del mismo material. Ese hombre las dejó en la mesa y las
llenó, dio a Boregy una copa y puso la otra al lado de Altair. Esta la cogió y su
mano tembló. Consiguió mantenerla firme y bebió un sorbo.
—La ley no es una posibilidad en este asunto —dijo Boregy.
Altair parpadeó, indefensa.
—La policía no estará interesada —dijo Boregy.
—Lo lanzaron por el puente.
—¿Qué?
—Los de la ley lo lanzaron por el Puente del Mercado de Pescado. Yo lo
salvé —sus dientes querían castañetear de nuevo. Sentía dolor en el estómago, en
los huesos, en el cráneo por detrás de los ojos—. Pensé que quizá... quizá tenga
amigos que puedan empujar la balanza de la ley por el otro lado, por eso vine
aquí, quiero decir, que si alguien los ha sobornado para que vayan contra él, un
soborno por el otro lado podría salvarlo. ¿No es así?
—No te das cuenta de las dificultades.
—No —las palabras la confundían, no tenían sentido. Aquello parecía una
negativa. Sujetó la copa con ambas manos para que dejara de moverse. Observó con
los ojos la habitación, donde había media docena de hombres en pie, esperando a que
un Boregy y una rata del canal se bebieran el vino. Convirtió esa mirada en un
gesto—. ¿Los tiene a ellos, no? —aunque fueran hombres de tierra parecían
peligrosos. Parecían más peligrosos que los hombres de la ley—. Si sabe adonde se lo
llevaron... señor, tenemos que hacer algo, ellos le tienen, podrían hacer cualquier
cosa.
—Bien podría ser —dijo Boregy dejando la copa encima de la mesa, con unos
dedos largos, blancos y esbeltos. Le lanzó una mirada fulminante—. Has de entender
los incovenientes. Tu llegada aquí ha creado una situación embarazosa, que mal nos
podemos permitir. No estabas en situación de entender eso, probablemente. Pero,
si tal como dices, los de la policía lo lanzaron por el puente, eso indica cuál es la
posición oficial del gobernador, ¿no es cierto? O la opinión de alguien... muy
influyente y de alta posición. Prácticamente es lo mismo.
—Señor, ¡los patasnegras se venderían por un penique!
—No en este caso. No. No por una moneda. Se necesita una moneda diferente.
Y ninguno de nosotros la tiene. El que hayas venido aquí es un inconveniente,
cuando menos.
—¡Ustedes son sus amigos!
—Eramos los amigos de su familia —la copa dio otro giro sin que Boregy
mirara sus manos para ver lo que hacían—. Esa familia ya no existe.
Actualmente es un riesgo. Piensa en la suerte de los Gallandry si dudas de ello.
Mondragon es como un virus.
Altair dejó el vino, empujó la silla hacia atrás y comenzó a levantarse con la
gorra en la mano. Un hombre se adelantó, la empujó para que se volviera a sentar
e impulsó la silla hacia adelante.
—¡Maldito! —el eco repitió su grito en el salón. Una mano pesada descendió
sobre su hombro y los hombres se agitaron con inquietud allí donde estaban. Pensó
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C. J. Cherryh El ángel con la espada
en su cuchillo. Si lo sacaba estaba muerta. Entendía eso. Miró a Boregy y éste hizo
un gesto con la mano. Le quitaron el peso del hombro izquierdo.
—Tu lealtad habla bien de ti —dijo Boregy—. Has hecho por él todo lo que
podría hacer una mujer. No digo que no aprecie esa cualidad... no tienes que
tener miedo de nosotros. Podría contratar a una empleada llena de recursos. ¿Qué
eres tú... una pertiguera? Estarás al servicio de Boregy, tendrás un puesto para el
resto de tu vida, un puesto muy bien pagado.
—Tengo un skip de carga —murmuró Altair—. Y vendré más tarde si así lo
quiere, y no diré que estuve aquí si lo prefiere, pero ahora tengo que irme, tengo
que encontrarle ya que no me dice adonde se lo llevaron... ¡podría decirme eso!
¡Al menos eso!
Boregy se quedó contemplándola con esa mirada negra que nunca
parpadeaba.
—¿Por qué estás tan interesada?
—¡Porque él no va a obtener de usted ninguna ayuda!
—Bébete el vino.
—No quiero beber vino. ¡Déjeme salir de aquí!
—Jones, así dices que te llamas. ¿Tienes un primer nombre?
—Altair —Dios mío ahora su boca iba a debilitarse, su barbilla iba a empezar a
temblar como la de un bebé. Dios mío, me gustaría matar a este hombre. Podría
matarle y lúego ellos me matarían a mí, si no lo habían hecho antes.
—Yo soy Vega Boregy —dijo cruzando sus blancas manos delante de él, sobre
la mesa—. Por tanto tenemos algo en común. Entenderás a qué me refiero cuando
digo que nuestra influencia es limitada en este caso. Un primo mío y dos de mis
hombres murieron ayer. La Espada ha llegado a este salón: por eso los de Gallandry
fueron arrestados y nosotros no; el gobernador ha tomado eso como prueba de que
somos víctimas y no perpetradores. No nos atrevemos a hablar en favor de
Gallandry. ¿Me estás entendiendo? Como adventistas no podemos permitirnos un
vínculo con los Mondragon, salvo histórico. Tu amigo es una irritación, una peligrosa
inconveniencia.
—¡Él confiaba en usted!
—Podría haberlo hecho, de haber venido calladamente. Pero alguien lo
traicionó. Seguramente alguien en quien confiaba. Por miedo, entiéndelo. Pusieron a
la ley en su pista y eso condujo a sus enemigos hacia él... por extensión, a todos
sus posibles aliados. No pienses que la Espada no está introducida incluso entre la
milicia. Ni que la influencia sharrísta no se ha extendido por Merovingen. ¿Te das
cuenta de en qué te has metido?
—No lo veo. No lo entiendo. No quiero verlo. Déjeme salir de aquí y no diré
una palabra.
—¿Intentas ir a buscarlo?
—No voy a decirle lo que pienso hacer.
—¿Pero qué puedes hacer?
—Tengo mí cuchillo.
—¡Tu cuchillo! ¿Sabes lo que es la Espada de Dios?
—Sé tanto como cualquier canalero honesto, y por eso no quiero tener nada
que ver con ellos. Pero no voy a abandonar. Usted duerma bien, señor, duerma muy
bien y déjeme hacer lo que tengo que hacer, y no le diré a nadie en el mundo lo
que hemos hablado.
—Chica, eres una loca.
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C. J. Cherryh El ángel con la espada
—Lo soy. Lo he sido desde hace unos días. Pero no voy a abandonarle en
manos de ellos.
—Ya sabes que él es de Nev Hettek.
—Nunca lo supe exactamente, pero eso es lo que sospechaba.
—El gobernador de Nev Hettek es un hombre llamado Cari Fon. ¿Sabes que
Fon pertenece a la Espada?
Su corazón dio unos latidos más fuertes que los anteriores.
—Había oído ese rumor.
—Los Mondragon eran adventistas ordinarios, como la mayoría de los habitantes
de Nev Hettek. Una casa antigua y bien situada. Thomas, el hijo pequeño, se
sintió atraído por la Espada. ¿Te sorprede eso?
—Él me dijo que lo había sido, en otro tiempo. Añadió que los había
abandonado.
—¿Qué más te dijo?
Altair sacudió la cabeza.
—Entiéndelo, eso es importante. La razón de que los abandonara. Y el alto
puesto que había llegado a ocupar en sus consejos. Era el amigo íntimo de Fon:
asistía a consejos muy altos de Nev Hettek, por encima incluso de los niveles a los
que tenía acceso por su padre. Quizá Mondragon se enteró de más cosas de las que
quería saber. Pero con independencia de cuáles fueran sus compromisos con ellos,
terminaron. Toda la familia fue asesinada. Salvo Thomas Mondragon. Fue acusado de
saboteador sharrista.
—¡No lo es!
—Esa era la acusación habitual... contra cualquier enemigo del gobernador.
Fue sentenciado a muerte. Su ejecución se fijó por tres veces, y por tres veces se
pospuso. Luego él escapó, de la propia residencia del gobernador, y el rumor bajó por
el río. Con todo lo que él conoce. ¿Entiendes ahora por qué nuestro gobernador quiere
obligarle a salir de Merovingen? Es un problema. Es una verdad que camina sobre
dos pies. Conoce cosas que oficialmente nuestro gobernador no quiere conocer
sobre el funcionamiento interno de Nev Hettek. La palabra es guerra. Guerra contra
el perverso Nev Hettek y su gobernador apostara... en caso de que algunas fuerzas del
Signeury puedan confirmar públicamente las cosas que Thomas Mondragon sabe.
Ellos también le quieren. Los sharristas especialmente: él conoce detalles íntimos
sobre las operaciones de la Espada de Dios, y conoce las tácticas contra ellos. La
policía de aquí le habría interrogado si se hubiera atrevido a conocer oficialmente las
respuestas. La Espada desea con todas sus fuerzas que regrese: ellos son agentes de
Cari Fon. Y si los sacerdotes del Colegio descubren que lo tienen a su alcance y lo
ponen las manos encima, los revenantistas querrán conseguir de él una confesión
pública antes de ahorcarlo. Mientras que nuestro gobernador... el gobernador sólo
quiere que salga de la ciudad antes de que Nev Hettek se convenza de que
Merovingen tiene los recursos para iniciar una guerra. El gobernador es viejo, tiene
que preocuparse de la sucesión, y éstas son las cosas que podrían crear... grandes
dificultades entre sus herederos. Cambios de poder. La Espada lleva aquí varios años;
y ese hecho es conocido en lugares muy altos. Por eso los sharristas son activos...
aunque eso es algo que sería mejor que no te dijeras ni a ti misma, jovencita.
—¿Son los sharristas los que lo tienen? Ese pathat... patha...
—Todos los terroristas se lo prestan unos a otros. La Espada utiliza el pathati.
Lo mismo que los sharristas y los janitas. Eso no significa nada. Yo me inclinaría
por la Espada. Pero no descartaría a los otros. No los descartaría ni aunque dijeran que
lo tienen. Las facciones mienten. Esa es su gran arma. Se culpan de sus acciones unos
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C. J. Cherryh El ángel con la espada
a otros. Y Mondragon conoce lo que son esas mentiras. Ha estado dentro de sus
consejos más íntimos.
—Pero... pero usted tiene a estos hombres... —dijo haciendo un gesto hacia
ellos, hacia los guardias armados—. Ellos mataron a su primo, entraron en su
casa, ¿y no va a hacer nada?
—¿Es que no puedes ver más allá de este momento? Boregy no puede actuar.
Podríamos empezar esa guerra. Podríamos desencadenarlo todo... y tu amigo
Mondragon terminaría con la cabeza en un lazo... en el mejor de los casos. No
importa que facción lo tenga. Algunas son peores que otras. Yo preferiría que
ninguno de mi casa acabara con él en el Justiciario.
—Pues bien, yo no tengo a nadie, nada se interpone en mi camino.
Debería dejarme salir de aquí, déjeme salir, yo encontraré a esos hijos de la
condenación, yo les sacaré las tripas... —no pudo saberse si era un grito o un llanto.
Empujó la silla hacia atrás, pero el hombre que estaba tras ella la detuvo y la
sujetó—. Malditos todos.
—Chica, ¿cómo dijiste que te llamabas?
—Jones. Soy Jones, y ojalá su corazón se vaya al infierno. No sirve para nada, no
es nada, pero debería dejarme salir, no le costaría nada.
—Podría costarme mucho, señora. Podría costarnos todo —dijo poniéndose en
pie y mirándola a ella, atrapada allí contra la mesa. Extendió la mano y le levantó
la barbilla.
Le escupió. Dios mío, me van a matar, ahora mismo.
—No estarás pensando lo que dices, ¿no? No has entendido ni una sola
palabra de lo que he dicho.
—¿Qué significan para mí?
—¿Qué significa una guerra de más o de menos? Quizá nada para ti. Quizá
para ti no sea nada diferente. Pero te aseguro que sí lo es para mí. ¿Cuánto tiempo
hace que lo tienen?
—Quizá... quizá una hora, hora y media... —dijo Altair notando cómo la
barbilla le temblaba en la mano de él. Él la soltó. Altair apretó los puños y casi
deshizo la gorra que tenía en las manos—. ¿Por qué?
—No puedo decirte dónde está. Pero puedo imaginar dos lugares. Uno es la
barca del río que hay en el puerto: lo trajo aquí y podría llevárselo de nuevo. Quizá
se lo llevaron directamente a bordo. Pero también es posible que no lo hicieran
así, pues ese barco es el primer lugar en el que buscaría cualquier oposición, y la
oposición es bastante posible una vez que se extienda la noticia. Apostaría cualquier
cosa a que no se han ido enseguida y a que no utilizarían una barca tan visible.
Preferirán algo menos evidente, como una barca de pesca, o una costera. Hay
puertas de mar a todo lo largo del viejo dique. Ese es el lugar por el que apostaría.
Tienen que encontrar su barca, llevar a ella el prisionero...
—¡Entonces todavía no lo han podido trasladar! No se puede mover nada por
las puertas por la marea. Hay mucha diferencia en las aguas del canal con la marea
alta y la baja...
—Hay otra razón que contemplar, aunque sea desagradable. Ellos tienen
algunas preguntas que hacerle. Y no estamos hablando de bandas, entiéndelo.
Estamos hablando de una organización que ha penetrado en el Signeury, que sabe
que ha estado aquí lo bastante para exponer a algunos de ellos si decide hacerlo.
Algunas personas podrían estar muy interesadas en descubrir todos los contactos
que tiene aquí. Su seguridad está en juego y las órdenes de Cari Fon podrían ocupar
un segundo lugar, después de sus propias preocupaciones. Querrán un lugar y un
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aguas del canal exterior iluminadas por las estrellas. Regresó la brisa, que entraba con
un sonido agudo en el canal particular de Boregy y salía de nuevo rápidamente.
Movió el skip con la pértiga, sacándolo rápidamente por la estrecha abertura y
dio un giro que lo envolvió en la oscurdad, junto a los muros altos, vacíos y siniestro
del Signeury, mientras el Puente Dorado estaba suspendido sobre el Gran, como
una telaraña oscura sobre el rostro del Signeury.
Empujó el skip hasta los primeros pilares del Puente Dorado, hasta que le dolió
el estómago y los pies llagados le ardieron sobre la cubierta. Luego levantó una
mano, haciendo un rudo gesto hacia la Isla de Boregy, guardó la pértiga y volvió a
poner en marcha el motor. Un intento con la manivela, otro más. Se hizo un lío
con el obturador por causa del temblor de las manos. Una tercera vuelta a la
manivela. Una tos. Una cuarta. Una tos y se puso en marcha. La brisa rodeaba la
esquina de Boregy. Se encasquetó bien la gorra, puso el timón y se sentó para
gobernar la barca, con la caña del timón cogida bajo el brazo. La fuerza había
desaparecido, dejando atrás el frío, dejando unos estremecimientos que le recorrían
las piernas y le hacían castañetear los dientes.
Prisión. Él en una prisión.
Se le ocurrió una imagen peor. Cerró con fuerza los ojos y después los abrió
mucho, tratando de desterrar esa imagen, la de un lugar oscuro iluminado por una
lámpara, como el sótano de Bogar, pero sin amigos a la vista, ninguno; ninguna
esperanza, ni ayuda, ni un consejo para juzgar con mente justa, sólo enemigos.
Ay, Dios mío. Agua de mareas. Agua de mareas y compuertas de mar. Eso es lo
que voy a tener. Había subido por la Serpiente hasta el Gran poco después de que
la campana sonara, y ellos estaban allí cuando la campana sonó. Mataron a Wesh por
eso... yo no estaba muy lejos, casi les vi, estaba muy cerca y no vi ninguna barca
que bajara por el Gran. Sólo la barca que se alejaba por el Margrave... por el
Margrave hacia el oeste... maldita sea los vi, se iban, lo llevaban en esa barca y yo
no sabía nada...
Desde las compuertas de las aguas de marea se va Pogy, a Wharf, y a Mars,
donde Hafiz. Si había crecida podían ir por el portillo del Port, pero si no hacían
eso podían utilizar las puertas, el mojigato de Boregy tenía razón en eso. Y la
marea no llega a su punto culminante hasta el final de la sexta. Tuvieron que...
Parpadeó, sacudió la cabeza hacia arriba al llegar a la muralla de Signeury, viró
en un gran ángulo y volvió a hacerlo para dirigirse al centro del canal, para ir hacia los
enormes pilares del Cruce de Signeury. Se mantuvo bajo la sombra del puente, un
lugar muy oscuro en donde no parecían existir obstáculos, aunque había que
conducir a ciegas. La brisa cobró una violencia repentina, volviéndose más fría.
Podía escuchar el eco del ruido del motor, un latido solitario que se transmitía a
través de la caña del timón a su mano llagada y su codo dolorido; pero no tenía
siquiera el entusiasmo necesario para evitar el contacto del hueso con la madera. Te
duele, le decía algo distante. Muy bien, respondía su mente consciente, pues así
me mantengo concentrada.
Loca estúpida, ¿adonde vas?
Mamá, ¿tienes alguna respuesta para esto?
Diablos, esta vez te has metido en una buena. Son unos locos. ¿Es que no
piensas, Altair? ¿Has comprobado si tienes la pistola? ¿Estás segura de tenerla
todavía ahí?
Aterrorizada abrió la caja adjunta al compartimento del motor. Sus dedos
rebuscaron entre los trapos hasta tocar el metal pulido de la pistola. La munición
también estaba allí, en su pequeña caja. Comprobó el peso. Intacto. La sangre
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volvió a correrle por las venas y su corazón reanudó el agotado latido, parejo al
sonido del motor. Parpadeó y centró de nuevo los ojos. El dolor de cabeza era
más fuerte sobre todo en la nuca y detrás de los ojos.
Maldito humo, tenía ese dolor de cabeza desde que lo olió. Ese pathat. Los
que lo respiraron mucho debían estar peor.
Él debe sentirse muy enfermo.
Mondragon... lo estoy intentando. ¿Pero qué puedo hacer, tú sabes más que
yo, de la Espada de Dios y todo eso, y qué es lo que sé yo? Ni esos tipos ni Moghi
pudieron detenerlos, y además deben tener ayuda de canaleros, pues tienen que estar
en ese canal, y la gente los hubiera visto si transportaban un cuerpo por los
puentes...
—... Canaleros. Canaleros que hagan algo.
Es una lista muy larga. Todos los que se mueven en las aguas de marea, con
todos sus bichos incluidos.
Dejó atrás la Isla de Borg, y la de Bucher.
Podía girar hacia Malvino. Podía acudir a ellos, quizá tuvieran más redaños
que Boregy.
No. Son de la ciudad alta. Ya tuve suerte una vez consiguiendo salir de allí. Tengo
todo lo que necesito. La siguiente vez me podrían cortar el cuello.
¿Adonde voy? ¿Por qué camino? ¿Atajo por el Splice y bajo por el oeste?
Maldición, ¿es que no hay nadie?
Pasó bajo las sombras del puente dirigiéndose hacia Porfirio. Después pasó
junto al Puente del Mercado Viejo. Ni en los pilares ni en las anillas de amarre
había barcas, ninguna, ni siquiera el skip de toldo raído que debía estar allí. El
motor palpitaba, bebiéndose el combustible.
Puedo girar por Wex Bend... no. Ese maldito puente podría estar bloqueado.
Ir por Portmouth, coger el ramal de Sánchez y dirigirme hacia el oeste...
Allí había una barca, un bulto oscuro que subía rápidamente por el Gran
pasando bajo el Puente de Miller, el centro justo del canal, extendiendo a cada
lado una gran estela en forma de V que la luz de las estrellas iluminaba.
Maldición, ¿qué es eso, quién va ahí?
El ruido de ese motor rebotaba en los muros, superponiéndose algunas veces al
suyo. Era un skip. Cualquiera podría ir en él. Y el canal estaba desértico. Eso
significaba que había problemas.
¿Me estarán buscando a mí? Dios mío.
Esforzó la vista, se aferró bien a la caña del timón, dispuesta a tratar de llegar
al Splice, y colocó la otra mano en el obturador para poder abrirlo bien y pasar
rápidamente junto a la otra barca, que se mantenía en el centro del canal, entre dos
grupos de pilares. Había alguien de pie en ese skíp, una silueta en la proa, un
doble brillo blanco bajo la luz de las estrellas, que se movía frenéticamente. Era una
señal. Alguien que se movía.
Quienquiera que fuese, se convertía en un buen blanco.
La estela vaciló y cortó el motor. Altair también apagó el suyo, puso en pie su
dolorido cuerpo y dirigió los ojos fijos hacia la oscuridad, mientras la distacia se
reducía. Bajo la oscuridad de la sombra del puente, un skip se parece a todos los
demás.
Pero la figura de la proa era la abuela Mintaka; uno de los brillos blancos era
su pelo, y el otro un trapo blanco que aleteaba en su mano.
Trató de devolverle el saludo. El corazón le latía con fuerza dentro de las costillas.
¿Qué será? ¿Qué noticias tendrá?
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—Te lo dije, te lo dije, me dieron todo este dinero, me dijeron que tenía que
atrapar a ese tipo rubio, supuse que serían de una banda... supuse que se lo llevarían
por detrás, como si él se hubiera ido... que le harían desaparecer de una manera
natural. Ellos no me dijeron que iban a hacer lo otro, no me hablaron del maldito
gas que iban a echar por aquí, no me dijeron que venían por él y por todos...
—Maldito seas —gritó Altair—. ¿Adonde fueron? ¿Dónde te reuniste con ellos?
—Megary, Megary, Megary...
—Y la Espada de dios —dijo Moghi limpiándose la mano en la camisa—. En
cuanto este loco te oyó pronunciar ese nombre en relación con tu hombre, perdió el
buen sentido. Iba a matarte. Ahí en ese canal. Hiciste un buen trabajo al arrojarlo
fuera, un trabajo condenadamente bueno.
—¡No fue así! —gritó Ali—. Yo nunca habría...
—¿Qué tú no habrías qué? —le preguntó Jep cogiéndole por la camisa—.
¿Venderla? ¿Venderla también? ¡Eres un maldito chivato!
—¡Nunca, nunca! Jones, nunca te puse una mano encima, iba a ayudar, te
juro que fue así! ¡Iba a enmendar lo que hice! ¡Díselo, Jones!
—¡Te fuiste contra mí con mi gancho de barca, cabrón! ¡Te mereces lo que
tienes!
—¡No dejes que me maten, Jones!
Altair dio un paso hacia atrás, con un estremecimiento.
—Jones ¡Jones, yo le cogeré, le encontraré, volveré a comprarlo!
—¡Condenado estúpido! ¡Son de la espada de Dios, no podrás
comprárselo!... Moghi, Moghi, Jobe ha mandado a algunos canaleros que vayan
al puerto, y si las cosas se ponen muy mal la Espada lo matará. Sabes que lo
harán. No le dejarán irse. Sin él se meterán en esta ciudad como el pez en el
agua. Tenemos que cogerlo antes de que alguien los coja a ellos.
—Tu dinero no vale tanto como mis hombres, Jones.
—¡Rompieron tu taberna, Moghi! Eso es lo que importa, ¿es que estás
envejeciendo Moghi? Te vas a convertir en un viejo, dejando que los locos entren aquí y
se lleven a un hombre, dejándolos que sobornen a los tuyos para que les ayuden...
—¡Cierra tu maldita boca, jovencita!
—¡No soy una jovencita, Moghi!
—¡Yo tampoco soy un viejo! ¡Pero tú si eres una maldita estúpida por mezclarte
con los de los cultos! ¿Qué querías? ¿Qué quieres que haga?
Los dos estaban gritando. La habitación exterior estaba llena de gente. Altair
apretó los puños y bajó la voz.
—Lo que necesito son seis tipos que vayan conmigo, o siete, para irrumpir en
Megary, eso es lo que haremos, lo sacaremos de allí antes de que puedan siquiera
asustarse.
Se produjo un murmullo en la habitación mientras los que estaban allí
desaparecían.
—¿Con qué? —dijo Moghi—. Si tuviéramos ese humo. Es una jugada
peligrosa.
—¿Dónde están tus redaños? —preguntó Altair mirando a su alrededor, a
unos hombres que se iban alejando más y más.
—Yo no —dijo uno de ellos—. No estoy tan loco como para eso.
—Moghi...
—No se muestran muy entusiastas —respondió Moghi—. No son unos estúpidos.
Ni yo tampoco. Los cogeremos, vaya si los cogeremos, pero no voy a mandar a
ninguno de mis hombres a que irrumpa en Megary. ¿Jep?
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—¡Los de Megary! —gritó Altair—. ¡Fueron los de Megary los que ayudaron
a hacer esto! ¿Alguien quiere ir en mi barca? ¡Tenemos que sacar a un hombre
de allí!
Nadie se ofreció voluntario.
—Pues bien, maldita sea. Por lo menos algunos de vosotros podríais ir hacia el
oeste, aquí y allá, tapando los canales para que no puedan pasar en una barca.
—Yo lo haré —gritó Mintaka Fahd ondeando su pañuelo—. ¡Por el Señor y la
Gloria, yo lo haré!
—¿Quién es ese tipo? —era el viejo Jess Gray el que gritaba esa pregunta
desde el centro del grupo de barcas—. ¿A quién tienen?
—¡Se llama Mondragon! —eso va por ti, Boregy, y por todos tus secretos—.
Vino a la ciudad para librarse de los diablos de Nev Hettek. Megary ha estado
comerciando con Nev Hettek y obteniendo ayuda extranjera. Fue el oro de Nev Hettek
el que compró ese veneno. Y Nev Hettek y los de Megary se lo llevaron. ¡No os
arriesgaréis por él, pero harías bien en arriesgaros por lo que los de Megary hicieron
esta noche!
— ¡Quieres que bloqueemos los canales, Jones, y los bloquearemos!
—¡Bien! —dijo Altair pasando del porche a la escalera. Ali iba tras ella,
trastabillando en los escalones. Altair bajó al pozo del skip de Newell y Ali lo hizo tras
ella, con un gruñido de dolor y un balanceo que movió la barca. Los chicos de Newell
estaban sentados en cuclillas, con las bocas y los ojos bien abiertos, mientras Altair
arrastraba por el pozo su sombra sangrienta.
Cruzaron ese skip, pasaron al de Lewis y al de Delacroix. Luego llegaron al suyo,
con Ali resoplando y jadeando para mantenerse a su lado. Altair escuchó un golpeteo
en el pozo de la barca, y otro más ligero después. Un hombre cayó en el pozo al
lado de Ali, una sombra contra la luz, un hombre grande con una capa raída.
—Puedes contar con mi ayuda —dijo con una voz que a Altair le resultó
familiar. Entonces recordó la capa, y el ala del gastado sombrero.
Era el hombre de Mary Gentry. Rahman Díaz. Mary, la que había perdido al
niño. A Mary le quedaba un hijo y su hombre se presentaba voluntario. Rahman
la asustaba, la asustaba por su calma.
—Maldición —exclamó. Otra figura llegó hasta su cubierta, una sombra de
miembros delgados, de un pelo espigado que ondeaba bajo el viento—. ¿Quién?
¿Quién es? ¿Tommy? Condenado, sal de aquí.
—Yo voy también —dijo Tommy con su voz aguda de adolescente—. Yo no
tengo miedo.
— ¡No tiene miedo! —exclamó Altair dirigiéndose hacia su tropa, en la
cubierta central—. ¡No tiene miedo! ¡Maldición! ¡Rahman, suelta esa cuerda!
Rahman fue a coger la cuerda de proa. Ali se dejó caer sentado al lado del
borde de la cubierta y se quedó allí, con un brazo amarrado a la cubierta y el otro
sosteniéndose las tripas.
—Jones. Jones, te juro que nunca, Jones, que nunca tuve corazón para
matarte.
—Por supuesto que no —contestó Altair sacando la pértiga mientras Rahman
cogía el gancho de la barca, que estaba en el pozo, y Tommy andaba nervioso de un
lado para otro—. ¿Te vas o te quedas? —le gritó a Tommy—. Apártate de la proa y
vuelve aquí, maldita sea, al menos haz de lastre, es lo menos que podrías hacer...
—Jones —dijo Ali—. Jones, ese lugar es un laberinto, tienen puertas y más
puertas...
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CAPÍTULO 9
M OVER el skip con Rahman llevando otra pértiga era un trabajo fácil. Ahora no
había pánico, sólo el movimiento rítmico del agua, lo mismo que cualquier otro
viaje nocturno por el Merovingen bajo. Altair daba sus impulsos con seguridad y
tranquilidad, dejando que Rahman utilizara la mayor parte de la fuerza.
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negro que avanzaba, lleno de rayos, y la forma en que esas tormentas llegaban. Antes
la calma, y el viento... los vientos.
El trueno resonó de nuevo, distante; y al mismo tiempo no muy lejano.
—Ellos oirán eso. Dios mío, esa barca que viene... tendrán que vigilarlo,
tendrán que moverse antes...
—O se echarán atrás.
—No apostaría por ello. Dios mío, eso nos va a meter en problemas, el mar
va a entrar y por detrás los de Moghi todavía no se habrán organizado... estoy
segura de que no lo habrán hecho.
—Oyeron el trueno —dijo Tommy—. Lo oyeron, Jones.
—¡Lo mismo que los malditos esclavistas! Se irán pronto, mientras esté todavía
oscuro. Sólo Dios sabrá que otras cosas se están moviendo... tenemos que ir, no
podemos perder el tiempo esperando.
Rahman gruñó, encogió sus enormes hombros y escupió sobre la cubierta.
—Yey.
El karma.
Suicidio. El trueno resonó de nuevo.
—Maldita sea —exclamó Altair, concentrando la vista en el bulto oscuro y de
cabeza rizada que tenía delante. Se cambió la pértiga de mano y le dio un
codazo para que la mirara—. Ali. ¿Por dónde saldrán? ¿Por la entrada de Megary?
—No lo sé.
Le dio un codazo más fuerte.
—Ali, creía que ibas a ser más útil.
— ¡No estoy mintiendo!
—Bueno, pero tampoco estás ayudando.
—Hay un embarcadero al sur, junto a la entrada.
—Lo conozco.
—Una antigua puerta de carga, con escasa pendiente —dijo Ali con
respiración sibilante, y vacilante. El viento hizo crujir una tabla—. He conducido la
barca de Moghi hasta allí sobre la pendiente. Llamé a esa puerta. Ellos salen y
toman... toman la entrega.
—Así es como funciona.
—Jones —dijo levantándose un poco, apoyado en el borde de la cubierta—.
Dios mío, Jones, ¿no vas a coger ese camino? No podrás entrar, nos matarían.
—No nos matarán. Nos venderán río arriba, ¿no es así? Rahman, tengo que
preguntar algunas cosas a nuestro amigo. ¿Querrías llenar ese tanque? Tengo
una lata llena en el pozo.
—Yo le ayudaré —dijo Tommy, con un susurro más que con una voz.
—Cállate —dijo Altair. Tienes que aprender a mantener la voz baja...
Así se lo había dicho Retribución en esos mismos canales de las aguas de
marea. La enseñó a mantener la voz baja, y la golpeaba en la oreja si se
olvidaba.
Me enseñaste los caminos oscuros, mamá, creía que todos los conocían.
—Y ahora, Ali —le dijo con su voz más suave y más baja. El viento soplaba
por el canal, ondulando el cabello que le caía por debajo de la gorra—. Ya he
matado a gente antes, Ali. Es cierto. Eso no me asusta. Te lo digo por si acaso
tenías pensado gritar.
Notó un movimiento en el pozo a su izquierda, cuando Rahman encontró la lata
de combustible. La puso sobre la cubierta y después salió él, con pies de gato, a
pesar de lo grande que era.
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Revenantista de la ciudad. ¿Y qué otra cosa puede hacer que los extranjeros
entren y salgan de la ciudad lo mismo que las barcas de Megary?
Señor, tienen comprada a la ley, comercian con cadáveres para los doctores del
Colegio, nadie les hace preguntas, por nada del mundo persiguen sus barcas.
Dios mío, preguntas, dijo Boregy. Querrán hacerle preguntas. ¿Y qué le
estarán haciendo?
—¿Dónde los guardan? —preguntó a Ali—. ¿En el piso de arriba o en el de
abajo?
—En el de abajo. Creo que es en el de abajo.
Maldición, está todo cubierto de barrotes. No hay manera de irrumpir allí;
deben tener mucho cuidado para que ninguno pueda escapar.
Por el Señor y la Gloria. Entonces nadie puede salir. ¿Y quién más en la ciudad
nunca tiene que preocuparse de que entren los ladrones?
—¿Cómo es el piso de abajo? ¿Cómo está distribuido?
—Tienen... —empezó a decir Ali, haciendo un dibujo sobre la cubierta al lado
de los pies de Altair, con un dedo tembloroso que movía sobre la pintura desgastada
—. Tienen el salón que he visto. Una puerta al sur. Entras. Luego hay pasillos a
izquierda y derecha, y las escaleras...
—¿Adonde conducen?
—No lo sé, arriba... arriba. Tienen una especie de almacén, creo que allí hay
un lugar grande en donde ponen el material regular, el legal; eso es aquí. Arriba
del todo, no sé; allí arriba viven los de Megary. Quizá tengan otras cosas, pero no lo
sé. Sólo sé que nada más hay dos pisos.
—¿Vas a hacerme ese favor?
—Jones... —dijo Ali con un fuerte castañeteo de dientes—. Me duele,
maldita sea. No puedo...
—Oye, todavía estás vivo, ¿no? No estás en el fondo del puerto. En las
tripas del viejo Det no hay dolor. ¿Quieres que le diga a Moghi que volviste a
atacarme?
—No —castañeteó—. No.
—¿Lo harás por mí?
—Yo... de acuerdo, de acuerdo...
—Rahman. Vamos a subir la barca un poco, ¿estás preparado?
—Sí —respondió. Había echado todo el combustible. Los objetos sueltos habían
sido estibados. Rahman se sentó en cuclillas sobre la cubierta, descansando, y
Tommy bajó al pozo. Luego Rahman se puso en pie mientras ella soltaba el
amarre y se levantaba también, cogiendo la pértiga.
Altair empujó ligeramente sobre el borde. Rahman empujó por su lado y el skip
se movió suavemente, separándose de la esquina de Ulger y volviendo al centro
estrecho de la Factoría.
Calder y Ulger quedaron atrás, oscuramente iluminadas por las estrellas. Los
puentes eran más escasos en las aguas de marea. La mayoría de las islas tenían
ahora sólo dos pisos, y los antiguos pisos primeros estaban llenos y casi todos
hundidos. Calder no tenía repisa, sólo una galería que rodeaba el piso alto, y el
último puente de Ulger parecía una extensión baja y decrépita por la que
difícilmente pasaría un skip con el que manejara la pértiga en pie.
Rahman gruñó, pues también se había dado cuenta de ello.
—Poco espacio por ahí —le dijo Altair a Rahman cuando iban a pasar por
debajo—. Hin. Hin ahí.
—Yey.
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Desvió la barca hacia el centro alto del puente y esquivó una tabla colgante que
apenas dejaba espacio para la cabeza. No había pilares. Era un puente improvisado
entre dos puertas del segundo piso, abandonado cuando la inundación y la
pobredumbre se hicieron cargo del canal de Calder.
—Maldita sea, la ciudad debería haber arreglado esto —dijo Altair notando su
cabeza clara, muy clara. Olía el combustible, muy débilmente, por encima del olor
del canal—. ¿Dónde tienes las botellas?
—En el número cinco.
—A babor, ya-hin.
Avanzaron lentamente hacia la Factoría, luego doblaron hacia el oeste; la barca
se dirigió hacia el norte por la corriente del canal del oeste. Un único y solitario
skip con toldo de trapos viejos ocupaba el saliente. Al pasar, el viento trajo una ráfaga
de aire maloliente.
Muggin. Dios mío, es el viejo Muggin... Dios mío. Ángel, haced que siga
durmiendo.
¿Por qué mantiene en funcionamiento ese condenado skip?
¿Por los de Megary? No podría. A los viejos no les queda suficiente ingenio. No
podría cazarles gentes de los puentes.
—Muggin, ne —dijo Rahman.
—Sigue —susurró Altair—. A estribor, hin.
La proa giró suavemente. El viento les dio de lleno cuando entraron en el canal
oeste y ella miró hacia arriba, parpadeando lúgubremente ante la sombra negra que
había en el cielo. No había estrellas, sólo el parpadeo de los rayos, dorado entre el
humo. Desvió la vista hacia la Isla Megary, a un rostro vacío, casi sin ventanas, de
tablas y ladrillos viejos. Ahora los podían ver a ellos desde detrás de las lúgubres
ventanas cubiertas de barrotes. Pero sólo era un skip dedicado a sus asuntos. Un skip
que sólo llevaría a bordo a una familia, tráfico ordinario durante la noche: podían ser lo
único que pareciera ordinario en el canal, pues esa noche las barcas escaseaban en las
aguas de marea.
Seguramente había en el aire un olor a problemas. Los que carecían de hogar
no andan rondando por allí, las barcas honestas no se detienen, y no hay nadie más en
los alrededores. Usualmente sólo seis o siete skips infectados de ratas, y nada más.
Ellos lo olían, lo olían en todas las aguas de marea.
Dios mío, ¿estarán vigilándonos desde las ventanas?
Tampoco había en Megary una repisa al lado del agua. Y por encima no se
veía nada más que las ventanas cubiertas de barrotes, con las contraventanas cerradas,
en el piso superior que daba al canal. No podía recordar, de toda su vida anterior,
cómo era el piso alto de ese edificio por los otros lados.
Altair indicó un giro por la esquina norte de Megary, donde el canal oeste, un
giro habitual que había tomado muchas noches, pues era un atajo al regesar de
Hafiz. Pero nunca antes había mirado hacia arriba.
En el lado norte estaba el embarcadero delantero. La puerta parecía sólida. Las
ventanas de ambos lados estaban cubiertas de barrotes y cerradas. En el interior no se
veía el menor hilo de luz. Las ventanas de arriba estaban también enrejadas y
cerradas con contraventanas que dejarían filtrar la luz de existir ésta.
¿Y si tienen las ventanas pintadas de negro por el interior?
Dios mío. Supongamos... supongamos que ya se lo han llevado de aquí, que
vieron esa tormenta desde las ventanas de arriba, se lo llevaron a alguna otra parte y
yo no puedo encontrarlo...
Supongamos que ni siquiera vinieron aquí...
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—Ya-hin.
Altair tomó una inspiración profunda y gastó toda esa energía en un impulso
para acercar el skip a la isla y dar la vuelta, allí donde la punta sur de Hafiz se
veía en el canal de las aguas de marea. Miró hacia arriba esforzándose por ver las
escasas ventanas del extremo estrecho de Megary. Estaban tan oscuras como las
demás.
La esquina de Megary giraba abruptamente hacia el dique sur. La proa del
skip apuntó por un momento al canal corto que daba a la puerta de Marsh, que no
era más que un foso oscuro que tenían delante, con un siniestro parpadeo de la
oscuridad iluminada por los rayos. Allí estaba Puerto Muerto. La Flota Fantasmal.
La tormenta, que acechaba prácticamente en silencio, tal como lo hacían las
tormentas marinas, empujando la marea ante ellos hasta inundar las compuertas
marinas inutilizadas por los terremotos.
Siguieron balanceándose, doblaron la proa hacia la punta del dique, apuntalada,
hacia la curva estrecha que habla entre Megary y Amparo.
Megary tenía una galería por este lado en el segundo nivel; por el Señor y la
Gloria, una enorme y hermosa galería sin escalera exterior. Ni un maldito puente
que la uniera con otras islas. Rostov había tenido un puente hacia Megary desde el
norte, pero lo desmantelaron en una pelea. El del sur, que la unía con Amparo,
cayó en un terremoto y nadie lo levantó. Desde Amparo pasaban por Calder. Y
Rostov le había dado la espalda a los esclavistas.
Pero allí había una galería colgante, a la izquierda de la entrada de barcas, en
la que se encontraban dos barcas amarradas, un skip destruido y una esbelta barca de
placer.
Dios mío, esto es Ciudad Alta. Es un capricho. Fíjate en el brillo de la
pintura.
—Silencio, ho —dijo sujetando la pértiga para reducir la velocidad. Rahman
se puso a su lado y el movimiento del skip se redujo mientras fijaban la vista en esa
entrada—. Tengo que llegar ahí.
—Yey —dijo Rahman, y sacó el gancho sujetando con él la proa del viejo
skip. Altair guardó la pértiga sin hacer el menor ruido, se tocó el cinto para ver si
tenía el gancho y el cuchillo, y luego bajó a cuatro patas al pozo, levantó la
tapadera de la lata de cerillas que había al borde del escondrijo, metió unas cuantas
en el bolsillo y miró a Ali, que estaba acurrucado muy cerca.
—Recuerda lo que dije.
—Jones, vamos a morir.
—Entonces será probablemente por tu culpa. ¿Entiendes?
—Te entiendo, te entiendo —respondió Ali, cuyos dientes habían vuelto a
castañetear. Seguía sujetándose la tripa con los brazos. Altair levantó la vista hacia
el rostro sombrío de Rahman y a los ojos abiertos de Tommy.
—Rahman —susurró—. Con ese motor hay que intentar ponerlo en marcha tres
veces, enciéndelo primero y luego sujeta el obturador con la mano. Aquí —dijo
entregándole las cerillas, tras lo cual se agachó y sacó algo metálico de una
segunda lata. Tuercas, pernos y tornillos. Se quedó con uno y guardó en el bolsillo el
resto—. Arrojaré uno de éstos, si escuchas el chapoteo pones a Ali aquí, junto a esa
puerta. Manten abierta la puerta de carga. ¿Me entiendes? Coje una de las botellas.
La lanzas y conviertes eso en un infierno; arrojas la otra directamente a las barcas.
—Yey.
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Dios mío, si salen aquí fuera... ¿dónde terminará esta pared? Si les hubiera
agujereado primero las barcas, les hubiera vaciado los tanques.
Buscó frenéticamente un lugar donde esconderse. Pero no había ninguno. La
puerta se abrió hacia adento. Sujetó la pistola y apuntó hacia la puerta, con
manos temblorosas.
Entonces se hizo el silencio abajo. Sólo se oía el chapoteo del agua.
Más tranquilidad.
Todo ha salido mal, todo mal, Rahman no va a llegar ahora a esa puerta
abierta, no podré contar con ayuda, tendré que hacerlo yo sola. Dios mío, ojalá
Rahman pueda hacer algo. Quizá piense en ello.
¿Qué puede hacer? Está Muggin.
El agua chapoteó, se escuchó el suave sonido de una pértiga entre el trueno del
viento y el movimiento de los guijarros.
—¡Bueno, lo siento! —Se oyó decir a Muggin.
Altair pegó la oreja a la contraventana. Las voces del interior eran ahora más
débiles.
—... descubrirlo.... Megary se ocupará de ello.... Puerto... No van a conseguir
nada...
El trueno sonaba entre las nubes, más cercano que antes. ¿Dónde estará él,
maldita sea? ¿Estará incluso aquí? No me atrevo a mirar, probablemente alguien esté
observando por esa grieta, me encontraría con su ojo si me pusiera delante de la
contravetana.
—... Olvídalo —dijo alguien—....La tormenta está llegando... ahí... marea...
—... A través del puerto...
Otra voz.
—... Maldición...
Un grito repentino, rápidamente sofocado. Un gemido.
Altair apretó la mano de la pistola.
—¡Yo! —se oyó que gritaban abajo. Y luego un golpeteo, un puño sobre la
puerta distante—. ¡Soy Ali, malditos, dejadme entrar! Tengo noticias...
—¿Qué es eso? —dijeron desde el interior—.
—Maldición. ¿Qué están haciendo ahí fuera? —dijeron cerca de la puerta.
—Será mejor que bajes a ver.
Una puerta se abrió y se cerró con un golpetazo. La llamada proseguía en la
puerta de carga.
Por el señor y la gloria, Rahman está haciendo todo lo que puede.
Se agazapó bajo la primera ventana, se dirigió hacia la siguiente y se levantó
lentamente, sacando el cuchillo con la mano izquierda. Vio el pestillo, una sombra
en la ranura, y acercó el ojo a la grieta para asegurarse. Una gran habitación
abovedada, con paredes de escayola, una puerta, pocos muebles. Había tres hombres.
Cambió de ángulo y vio una pared de ladrillo, un...
... A Mondragon tumbado allí en el suelo. Uno de los tres hombres le golpeó
en las tripas y él se acurrucó para protegerse, con su cabeza rubia metida entre los
brazos encadenados.
Altair tragó saliva. Tomó varias respiraciones como preparádose para la
zambullida profunda. Piensa. Piensa, Jones. Pon tu sangre en movimiento. La
mano le sudaba en la culata de la pistola y sus ojos siguieron escudriñando, ahora con
frialdad, rápidamente e incluyéndolo todo, mientras el trueno sonaba en las nubes.
Un hombre junto a las contraventanas. Y un pestillo de bronce brillante en esa
puerta cerrada.
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Trató de saltar por encima. Pero cedió la barandilla entera, lanzándola hacia el
exterior.
Gritó al caer en el aire oscuro, trató de prepararse para el aterrizaje y cayó
en el agua como si estuviera sentada, el agua se le metió por la nariz con el
golpe, haciéndole casi perder el sentido mientras otro gran impacto golpeaba el
agua.
Caerán sobre nosotros, nos cogerán en el agua, tienen pistolas allí arriba...
¿Está nadando? La cadena podría haberle golpeado, haberle roto el cuello.
¡Dios mío! Mondragon...
Se golpeó la espalda contra el fondo del canal, se enderezó y dio una patada en
el suelo sucio para subir a la superficie. Su cabeza salió del agua, respiró, escupió el
agua de Det y miró asustada al lado de un skip, a un skip con toldo de trapos que se
movía allí delante de ella. Mondragon subió a la superficie y volvió al hundirse. Un
gancho apareció en las manos de una figura harapienta situada en la cubierta del
skip, la enganchó por el jersey y la subió.
—¡Maldición! —exclamó Jones, ahogándose y escupiendo agua.
—Casi das en mi barca —gritó el viejo Muggin con su voz agrietada—.
¡Malditos locos!
Un motor rugió en la oscuridad. Volvió a rugir. Una tercera vez. Y se puso en
marcha. A través del agua pudo ver unas llamaradas de fuego, que salían de los
muros, caían sobre los harapos del toldo de Muggin, sumiendo sus rasgos en
caracteres demoníacos.
Altair dio una patada y giró cuando un skip se acercó hacia ellos con el
motor a baja potencia, con Tommy en la proa tratando de econtrarles.
Explosiones. Los disparos levantaban pequeños penachos en el agua
iluminada por el fuego.
— ¡Jones! —gritaba Tommy, agitando una mano mien tras la proa iba
hacia su cabeza y ella trataba desesperadamente de apartarse del camino, se
subía por el lado del skip de Muggin agarrándose al borde mientras su propio
skip se acercaba y luego retrocedía.
—Mondragon... ¡maldito Muggin, suéltalo!
Muggin empujó con el gancho y Mondragon se hundió, saliendo luego
desesperadamente con las manos encadenadas, giraba y se lanzaba contra el skip
de Altair con una furiosa embestida. Altair lanzó la pistola a bordo por encima del
agua y saltó ella misma para agarrarse al borde de su skip.
—¡Ayúdale! —gritó a Tommy, que al verla a ella había abandonado a
Mondragon—. Condenado, ayúdale a él, ¡va a meterse bajo la proa!
Se movió bajo el agua, se lanzó hacia arriba y puso los brazos por encima del
borde aprovechando el último impulso, mientras el skip empezaba a moverse. Un
disparo cayó en el pozo. Otro levantó el agua más allá. Tommy cogió a
Mondragon y Rahman puso el motor a todo gas.
—¡Tommy! —gritó Altair, sujetándose con ambos brazos en la borda. El
agua tiraba con más y más fuerza de sus piernas. Se estaba destrozando los
brazos sobre el borde y la fuerza de sus músculos desaparecía—. ¡Tommy,
maldita sea!
Apareció una sombra. Alguien la cogió del jersey por la mitad de la espalda,
tiró de ella, la sujetó por los pantalones y la deslizó hacia arriba, por encima del
borde, con las piernas y los brazos extendidos.
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—¡Lo estoy intentante! ¡Tommy, pon un trapo en ese maldito agujero, ¡la
entrada del agua nos retrasa!
A su lado Rahman se movió, trató de ayudar y cayó de nuevo. Apareció ante
ellos una balsa, erizada de ganchos. Unos gritos salvajes resonaron en la noche.
¡Locos, son los locos!
Rahman se movió de nuevo, fue a un lado de la cubierta, iluminada a ráfagas
por los rayos.
—¡Vuelve atrás! —le gritó Altair mientras los disparos caían tras ellos. El
Muelle muerto lo tenían a babor. Altair sujetó la válvula de admisión para obtener la
más mínima fracción de fuerza que pudiera, movió el timón y vio que Rahman estaba
en popa. Ali lo había visto y lo había arrastrado hasta allí. La última botella. El
olor a combustible se extendió por encima del viento y la podredumbre.
—¡Abajo! —les gritó—. Meteros en el pozo...
Cuando el motor terminó el combustible, renqueó y se calló.
—¿Qué ha sucedido? —gritó Tommy—. ¿Qué pasa?
Siguieron deslizándose, movidos por el viento, sacudidos por el chapoteo. Altair
se puso de rodillas y dio una vuelta a la manivela. Una tos seca. Lo repitió.
Dios mío.
—¡Dame la pistola! —gritó—. ¡Tommy! ¡Mi pistola! ¡En el pozo!
Había municiones abajo. Levantó la tapa y buscó la pequeña y pesada caja entre
los trapos, vio las barcas que se acercaban rápidamente, a los locos que se
aproximaban a ellos por un lado y la gran sombra del pesquero que venía por
detrás.
Apareció Mondragon con la pistola, moviéndose sobre la cubierta central con el
estrépito que provocaba al arrastrarse tirando de la cadena.
—La espada está en el escondrijo —dijo ella—. La traje...
Le entregó la pistola y volvió a gatear hacia el pozo, Altair abrió la recámara y
empezó a cargarla, con precisión, con las manos temblorosas, mientras la distancia
entre ellos se reducía. Mantuvo la proa a las olas, para ganar toda la velocidad que
pudiera. Allí ya no les disparaban. Sabían que su presa iba cada vez más lenta, que ese
motor acabaría por pararse.
Cerró la recámara con un golpe, vio la masa espinosa de una balsa que se
acercaba cada vez más por babor, iluminada por los rayos. Unas figuras harapientas
movían una docena de pértigas, girando la balsa lenta y tenazmente, como lo hacían los
balseros. El sonido de los motores de las barcas más ligeras, que iban tras ellos, quedó
ahogado por el del motor del pesquero que iba ya en su persecución.
Más y más cerca, hasta que lo cubrió todo por detrás y redujo la velocidad
para el alcance.
—¡Rahman! —gritó Altair.
—La tengo —gritó Ali, y el fuego chispeó en el viento, un trapo prendió y esa
chispa de fuego saltó por encima de la alta proa.
Explotó en la cubierta del barco esclavista. Los hombres gritaron y maldijeron.
Apareció uno y Altair disparó. Cayó hacia atrás. Aparecieron más, y el skip siguió
dirigiéndose hacia un lado, con el motor moribundo. Surgieron hombres dispuestos con
los ganchos de barca y ella disparó a otro en el momento en que la proa del esclavista
chocaba contra un costado del skip y los hombres saltaban a bordo.
—¡ Mondragon... maldición!
La espada destelleó bajo la luz del fuego, una figura rubia vestida de oscuro se
lanzó hacia los intrusos y los rechazó. Un gancho se movió hacia él, pero Altair lanzó al
hombre por la borda de un disparo. Rahman gritó y ella disparó al barco de placer que
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de Mondragon se endurecía. Altair le miró por encima del hombro de ese hombre,
cerró los ojos y los volvió a abrir.
No hagas ninguna estupidez, Mondragon, por favor.
—¿De quién es este barco? —preguntó con voz ronca—. ¿De quién es?
Nadie le respondió.
El pesquero seguía ardiendo, convirtiéndose en un esqueleto negro que se
hundía allí, para unirse a la Flota Fantasmal. Con todos los demás.
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CAPÍTULO 10
E L camino hacia abajo fue una pesadilla de vértigo, una confusión de escaleras y
pasillos, hasta un cubículo oscuro que olía a las enormes cuerdas que casi lo
llenaban, todas ellas buenas cuerdas de un barco grande, colocadas ordenadamente. Había
luz eléctrica por las escaleras y el corredor, y un hombre encendió la luz dentro del
almacén de cuerdas, iluminándolo todo.
Altair entró primero, después Mondragon, y la puerta se cerró. Echaron el
cerrojo dejándoles la luz, y los pasos se alejaron. Luz eléctrica. En el vientre de un
barco. El del rostro blanco, sus joyas y sus brillos por encima de la borda, apuntándoles con
el brazo y dando la orden de que los recogieran.
La enorme proa de hierro convirtió una barca en astillas. Sin apenas notarlo, y lo
mismo podría haberles aplastado a ellos, de no ser porque el del rostro blanco quería a
Mondragon; llevándose a los demás como algo extra.
Se dejó caer sobre el rollo de cuerda más próximo, notando que las piernas se le
separaban del cuerpo, y apoyó la cabeza entre las rodillas para que dejara de girar. Sus
brazos estaban debilitados; la mano le dolía, con un latido sordo. Los pies le escocían,
eso era todo. Las tripas le dolían. Oyó un arrastrar de cadenas y levantó la cabeza,
viendo que Mondragon se había dejado caer en actitud similar sobre otro rollo de
cuerdas, golpeando al hacerlo en las tablas con la cadena del cuello. La miró.
Altaír estornudó y luego tuvo una explosión violenta e inútil.
—Maldición —exclamó con un hilo de voz—. Tú y el agua. Otra vez lo
mismo, ¿no?
El se limitaba a mirarla.
—¿Quiénes son? —preguntó ella.
—No lo sé —respondió él.
—¿La Espada?
—No lo sé —dijo ahogando su voz hasta convertirla en un susurro sordo. Se
tocó la oreja y movió el pulgar hacia las paredes y el techo.
¿Escuchas?
¿Alguien estaba escuchando?
Entonces se oyó un trueno lento en el barco, diferente del que se había
producido en el horizonte. La cubierta.se estabilizó con su impulso.
—Ya lo descubriremos —dijo ella pensando en los pequeños skips que habría
fuera, en Puerto Nuevo, los skips y los vecinos que le habrían ayudado de haber
podido llegar hasta allí, si un disparo no hubiera dado en el depósito de combustible.
Skip que ese monstruo podía aplastar sin ningún problema.
Los llevaban hacia el mar.
O río arriba.
Quizá quieran mi barca para poder echar las sondas. O quizá sólo quieran
hundirla.
Ya lo podrían haber hecho, es más fácil que escupir. Es otra cosa. Lo que
quieren es sondear. Dios mío, ¿qué están haciendo con Rahamn? ¿Y con Tommy y
Ali? ¿Interrogarlos? ¿Con Rahman ya medio muerto?
Pobre Mary. Lo siento Mary Gentry, no quisiera haber sido la causa de que
algo te dañara.
Miró con tristeza a Mondragon. El la miró del mismo modo.
—Jones —dijo con una voz insegura—. ¿Por qué no me dejaste solo?
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Maldito seas... repitió el eco del salón. El sonido siguió repitiéndose mientras el
hombre tiraba de ella hacia un salón lateral.
¿Querrá tomarse libertades? Lo mataré. Lo mataré antes que ellos me maten a
mí.
Subieron unas escaleras, recorrieron otro pasillo hasta otra habitación en donde
había otros hombres apoyados en un lado. Abrieron una puerta y el hombre que la
sujetaba del brazo la hizo girar y la dejó tambaleándose en mitad de una hermosa
alfombra, frente a unos muebles pulidos y una ventana solitaria desde la que se veía
llover copiosamente tras las hojas de un cristal fino como el diamante.
También tenía barrotes de hierro.
La puerta se cerró con estrépito tras ella, y se oyó el ruido de un pestillo.
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manos por el pelo. Hizo una mueca de dolor cuando los dedos encontraron el bulto
del lado del cráneo. Después se tocó la nuca, donde el antiguo bulto estaba
desapareciendo, y recordando cómo se lo había hecho tragó aire, volvió a respirar y
metió la cabeza bajo el agua, para quitarse la sal de los ojos y el escozor de la
garganta.
Botellas. Malditos. Cristal.
Salió de la bañera con el agua todavía brotando de los grifos, vertió el perfume
de una botella grande por el desagüe y una vez vacía la envolvió en una toalla
gruesa.
La dejó en el borde de la bañera.
Necesitó dos botellas para conseguir una buena, una botella larga de cristal
resistente. Envolvió el resto con la toalla, abrió el cajón de ropas y metió el
pequeño bulto por la parte de atrás.
Después se vistió, con sus pantalones, manchados de sal, y un jersey azul de
hombre. Metió cuidadosamente la botella de cristal grande en su cintura, la parte de
arriba como un mango, el resto inclinado en la parte delantera hueca de la cadera. Se
ajustó el jersey por encima y se sentó cuidadosamente en la cama. Por el peso de su
cuerpo se movió. Lanzó un suspiro, abrió los cobertores y cerró los ojos, dejándose caer
en la oscuridad.
... No voy a dejar que irrumpan aquí, por los Antepasados, arrastrándome
desnuda a parte alguna...
... No voy a darles ideas que no tengan. Me quieren, eso está bien, me las
arreglaré con ellos, les dejaré hacer lo que quieran hasta que tenga una
oportunidad...
¿Adonde se lo llevaron? ¿Le estarán tratando igual que a mí? Dios mío,
espero, espero.
La cárcel de un hombre rico, eso es esto. Si un hombre rico se pone a mal con el
Signeury le envían a alguna familia para que lo vigile.
Y lo llevan en esa larga barca negra hasta el Justiciario, y no vuelve a ver la
luz de nuevo.
A un hombre rico no lo ahorcan en el puente. Tienen formas distintas. No les
gusta que gentes como yo vean a un hombre rico colgado en el patíbulo...
Le cortan la cabeza, ¿no es cierto?
Después de haber conseguido lo que quieren.
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—Lo hará. Claro que sí —añadió bebiendo otro sorbo de brandy. El del
rostro blanco dejó el vaso y se dio la vuelta en el sillón, poniendo los dos pies en el
suelo—. ¿Sabe con quién está tratando, Mondragon?
—Eso no importa. Sé quién no es.
—Se ha ido escabullendo de un lado a otro. Usted no tiene lealtad. Es un
hombre astuto al que no le importa lo más mínimo cambiar de bando cuado
cambia el viento. Incesantemente. Es el tipo de hombre al que todos deberían temer...
dada su capacidad.
—Ya le dije que respondería a todo lo que quiera. ¿Quiere que hablemos? De
acuerdo. Le diré mi precio.
El del rostro blanco apoyó los codos en los brazos del sillón tocándose las
puntas de los dedos.
—La señora.
El trueno resonó en el exterior. Altair compuso una mueca de desagrado y apretó
las manos sobre el brazo del sillón.
—Si quiere mi silencio, tendrá que dejarle salir a él.
—Cállate, Jones.
—No, no —dijo el del rostro blanco levantando una mano elegante, con el codo
en el brazo del sillón—. La señora Jones ha captado excelentemente el problema. No
cree que viva lo suficiente para llegar a esa barca.
Cierto, rostro blanco, cierto.
—... Y quiere que usted lo sepa. Su mano es pequeña, pero la maneja con
fuerza devastadora. Y acepta el juego suyo y el mío. Usted estaba comprando
tiempo con la esperanza de que la señora no llegara a tener demasiada información.
Su mano es la más débil. Tiene el as, pero tiene también demasiadas
responsabilidades.
Mondragon hizo un indefenso movimiento de mano sobre el brazo del sillón.
—Me tiene en una mala posición. No dudo de que pueda aplicar ahora la
persuasión. Pero eso no le garantiza la verdad, ¿no es cierto?
—Ah, bien, bien jugado. ¿Amenazo a la señora ahora? —preguntó mirando a
Altair—. Pero él me mentiría en la mitad de lo que me dijera. ¿No es así?
—Él no es un estúpido.
—Le aseguro que tiene talento para el Consejo. Ciertamente él ha girado en
una y otra dirección. Pero los giros se estrechan cada vez más. Sería relativamente
simple garantizar su conducta: lo único que tengo que hacer es mantenerle con
buena salud. Quizá le permita visitarle de vez en cuando.
Dios mío, la prisión de nuevo; para él es una prisión igual que la otra...
Lanzó una mirada a Mondragon, captó otra mirada de él, captó esa expresión
en sus ojos: miedo callado, pero miedo profundo.
—Es aceptable —dijo Mondragon, volviendo a mirar al del rostro blanco.
—Pero entonces... iría distribuyendo las cosas que quiero saber. Para conservar
las vidas de ambos. Y la señora sería... una explosión de mecha lenta. Otras facciones
la encontrarían... rápidamente. Sería incómodo y peligroso para usted, señora.
—Me quedaré con él —dijo mirando a Mondragon y viendo que algo se abría,
algo vital.
—Nos matará a ambos —dijo Mondragon claramente—. Cuando lo haya
conseguido.
—No lo hará. Tú y yo trabajaremos para él. Apuesto a que estos matones no
son tan buenos como nosotros. ¿Quiere usted a alguien que conozca el canal, que
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conozca todos los agujeros y rincones de las islas? Me tiene a mí. ¡Ningún maldito
culto nos pondrá la mano encima a él y a mí, en modo alguno! ¡Yo los destriparé!
El del rostro blanco la miraba con un vivo parpadeo de los ojos. Luego,
luego esos ojos se cerraron divertidos.
—Ahí, tenemos, Mondragon, el auténtico corazón oscuro de Merovingen, a
esta señora de vista aguda que sin duda nos trajo este buen brandy. Tiene una
paciencia limitada, y lo ha demostrado esta noche. Estoy seguro de que en su
nombre se están haciendo investigaciones ahora. Una mujer honesta. Ella negociaría.
¿Pero cómo consigo mantenerle a usted, sir?
Mondragon no dijo nada.
—Entiéndalo, señora. Él sabe que yo conozco su carácter. Que nunca se resiste
a la persuasión a menos que le importe. Si él jurara hoy, las circunstancias de
mañana le harían jurar a mis enemigos con la misma pasión total. Que equivale a decir
con ninguna. Creo que debió ser en algún tiempo un gran idealista. Y saliendo de
esas cenizas, es desde luego un amoral total. Nev Hettek le puso tras los barrotes... y
vea cómo sucedió eso. Debió ser contratado... ¿no es así, Mondragon?
—Ya es suficiente —dijo Mondragon encogiéndose de hombros.
—El tratará con usted —dijo Altair. Su corazón le latía con fuerza, cada vez
con más fuerza, y las manos le sudaban—. Mondragon, en el nombre de
Dios...
—Hablemos de dinero —dijo el del rostro blanco—. Hablemos de mis recursos.
Dice que no me conoce. ¿Y usted, señora? ¿No? Bueno, debería ofenderme. Pero dudo
de que también desconozcan el rostro de mi padre. Padre. Ciudad alta.
Altair parpadeó y sacudió la cabeza desesperadamente. ¿Boregy? ¿Es otro
Boregy?
¿En una casa revenantista?
—Kalugin —dijo el del rostro blanco—. Pavel Anastasi Kalugin.
Dios mío. El hijo del gobernador. El gobernador. El Signeury.
—Mondragon, es...
—Kalugin —dijo Mondragon con una voz débil y lejana—. Entonces esto
es oficial.
—No del todo —dijo Kalugin cruzando una pierna sobre la otra y poniendo la
mano en el tobillo de la de arriba—. Cuéntele, señora.
—Él... —Señor, ¿qué puedo decir y qué no puedo?—. Es el hijo número tres.
Vive en la Roca. Su hermano y su hermana viven en el Signeury.
—Es usted muy diplomática, señora. Lo que la señora quiere decir es que mi
padre y yo no nos llevamos bien. Una historia muy vieja, ¿no es así? El hermano
Mikhail es tan dócil a los deseos de papá, el hermano Mikhail no tiene un solo
interés, salvo sus relojes y pequeños inventos, no podría encontrar el lavabo si no
tuviera una orden de papá y un consejero que le guiara. El pobre Mikhail no
durará una semana cuando le suceda en el puesto, y evidentemente el Consejo lo
votará a él. Tatiana es la siguiente decisión. La hermana es tan buena con papá, tan
práctica. Igual que su madre, dice papá. Y seguro que lo es. Tatiana sabe dónde está
enterrado todo el mundo en el Signeury y el hermano Mikhail será uno más en la lista
en breve tiempo —Kalugin se hizo a un lado, cogió el brandy y bebió un sorbo
—. No es que yo esté privado de partidarios. Así que, como ve, tenemos la partida en
tablas. Veo un cierto peligro en Nev Hettek. Yo estoy a favor de la milicia. Eso no
es muy popular. Y aquí está usted. ¿Entiende la situación?
Altair miró del uno al otro. Kalugin sonreía. El rostro de Mondragon estaba
tan tranquilo y frío como el del Ángel.
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—Empiezo a entenderlo.
Altair se mordió el labio. Sabía a sangre.
—¿Qué es lo que quiere? ¿Mondragon? Mondragon, eso no es bueno, ¿no es
cierto?
Mondragon dejó la copa de brandy a un lado, sobre la mesa.
—Está hablando de una confesión pública, un juicio. Su vindicación pública.
Tiene una causa, tiene la opinión pública a su favor, tiene el poder de la milicia y sus
propios partidarios. Yo tengo el hacha, supongo, ¿por eso están aquí? Pero eso nos
lleva al sitio de donde partimos. No puede dejar viva a Jones para que lo
contradiga. Eso lo sé. Todos lo sabemos. Ahora bien, no sé cuánto tiempo podré
resistir si aplica la persuasión... pero usted tampoco sabe eso. No podrá confiar en
nada de lo que le diga.
Los ojos de Kalugin parpadearon. Frunció la boca divertido, y convirtió luego
ese gesto en una sonrisa perezosa.
—Esa es la última carta, ¿no?
—En realidad no sabe cuántas puedo tener.
La sonrisa se hizo más fría.
Dios mío, ahora va a empezar conmigo, eso va hacer. ¿Y qué podré hacer yo?
Si le mato matarán a Mondragon.
Pero rápidamente.
—No —dijo Kalugin—. La verdad es que no lo sé. Pero manifiesta algo muy
interesante. La señora tuvo que encontrarlo, encontrar un pequeño punto sin defensa
para que usted apareciera, un espléndido amoral totalmente en ruinas. Usted es
capaz de lealtad. De una lealtad profunda. Lo único que tengo que hacer es
mantenerla a ella viva. Lo único que tiene usted que creer es que la mantendré
viva mientras tenga el poder necesario para ello.
—¿Va su palabra? —preguntó Mondragon, con cortesía y falsedad.
Dios mío, Mondragon, tú y yo sabemos que eso es como una bola de nieve en
el infierno, ¿no es así?
Kalugin frunció los labios.
—¿Duda de ello?
—Desde luego que no
—Desde luego que no. Pero yo no le impondría tanto a su credulidad.
—¿Tiene alguna proposición?
—Dios mío, no le falta descaro.
—No si no le creo, señor.
Kalugin levantó una mano haciendo una seña a los hombres.
—La señora necesitará ropa. Algo... para la casa. El señor está algo mejor, aunque
no mucho —hizo una segunda señal con la mano, y luego la bajó, dejándola en el
regazo—. Ya ven. Huéspedes. Una transformación instantánea. Así de fácil.
¿Qué está tramando, Mondragon?
Conoce trucos, sé que los conoce, en toda la ciudad cuentan historias sobre este
Anastasi Kalugin.
—Tengo amigos aquí —dijo Altair—. ¿Estarán vivos? ¿Vamos a dejarlos a su
suerte? El hombre tiene una familia. Una esposa y un hijo... —cállate, Jones,
estúpida, estás tratando con el diablo mismo.
—Las mejores atenciones —dijo Kalugin—. Conmigo viaja siempre mi médico. Ese
hombre corrió un riesgo esta mañana, ¿no es así, Josef? ¿Pero se está comportando
bien? ¿Así es? ¿Lo ve? Sólo lo mejor. Me atrevería a decir que el muchacho puede
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C. J. Cherryh El ángel con la espada
irse en cuanto deje de llover. Los otros dos en cuanto quieran, y puedan. ¿No me da
las gracias, señora?
—Gracias.
Kalugin se rió sin emitir ningún sonido. Hacía girar ociosamente en su mano la
copa de brandy, posada sobre la mesa. Llegó un hombre y la llenó de una jarra,
sin que Kalugin lo mirara.
—La señora fue a Boregy la noche pasada. Pidió que lo rescataran. De
todos los hombres del mundo, a Vega Boregy. Su primo acababa de ser asesinado,
su viejo tío en estado de coma... sin duda no le han hablado al anciano acerca del
pobre Spoir. Y Vega vuelve de su exilio en Rajwade, y en cuestión de horas, y
tranquilamente, pone la casa en sus manos. Vega es uno de los partidarios,
señora. Este hecho no es del todo público, aunque lo haya apartado de su tío. Sus
noticias le impresionaron tanto que vino a verme directamente, aquí a Nikolaev.
Entretanto, el puerto estaba inusualmente lleno de canaleros... lo que siempre es un
mal signo. Evidentemente envié un mensaje al Signeury: nunca está de más
cumplir los formulismos. Difícilmente podría pensar que la señora lo lograba.
Pero ese barco esclavista va y viene, mejor dicho iba y venía, con cierta
regularidad. El Signeury lo sabe. Nunca ha deseado molestar.
Vete al infierno, Kalugin.
—Entonces usted estaba esperando en el puerto —dijo Mondragon.
—Estaba esperando. Ya ve que no se me pasan muchas cosas.
—Gracias a usted el asunto tuvo éxito.
—Me alegro. Tengo pensado sobrevivir a mis dos hermanos. Desearía que
considerara ese hecho. Los términos, Mondragon. Voy a soltarlos. A los dos. Ahí está
su skip, señora, amarrado al yate de Nikolaev, a plena vista de Dios y de todos.
Soy un huésped de los Nikolaev, no es un secreto. Sus tres compañeros correrán
rumores. Y si a esta ciudad le fallara la imaginación, mis propios agentes harán
correr vagos rumores concernientes a su unión para conmigo y el destino de la
oposición que pudiera desear ponerle las manos encima. ¿Se da cuenta? Si sirve a
mis intereses descubrirá que mi brazo es muy largo y le puede proteger. Si traiciona
esos intereses en cualquier cosa, o me da alguna información falsa en nuestras
entrevistas, descubrirá igualmente que mi brazo es largo. ¿Le satisface eso, señora?
¿Seguirá deseando atacar a Kalugin con bombas incendiarias?
Altair se estremeció. Apretó las manos y tomó una inspiración profunda. Dios
mío. Vivos. Vivos y fuera de este lugar. Mondragon, ¿será eso verdad? ¿Es una
mentira del diablo?
—No es necesario esperar á que deje de llover, señor.
—¿Cómo, no va a quedarse y a gozar un rato de la compañía de Mondragon,
que estoy segura es muy entretenida?
— ¡Dijo que le dejaba ir!
—Claro, pero después de que me haya dicho todo lo que quiero oír.
Después de que se siente conmigo, revise mis mapas y me ayude a hacer unas
listas, señora.
—Así volvemos al principio —dijo Mondragon—. La deja salir a ella. Yo me
quedo aquí, sin saber lo que vale su palabra.
—Oh, pero ella puede quedarse. Y usted aún seguiría preguntándose si iba a
salir vivo. Tiene que confiar en mí. Al menos en ese pequeño asunto.
Mondragon cogió la copa de brandy y la bebió hasta el final. Dejó la copa
vacía.
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—Eso era por si acaso —dijo ella con calor sobre el frío del ambiente.
Se dio la vuelta y salió.
—Siéntese —oyó a Kalugin decir tras ella. También escuchó que las pistolas
volvían a sus fundas y que varios hombres salían tras ella.
No puede hacerme daño. Todavía. Tienen que entregar cartas, ¿no es así?
Esa mañana Moghi tenía una mirada deprimida, tras la barra, a la hora del
desayuno, con las mandíbulas hundidas y caídas sobre la barbilla mientras limpiaba
unos vasos. Ali dejó de barrer; todavía tenía rastros de moratones en los ojos; y volvió
a hacerlo cuando Altair le miró.
Fue hasta la barra con la carta del día siguiente, totalmente recubierta de hilo,
y notó una tranquilidad inusual entre los clientes matinales de la taberna, pertigueros y
regulares de Ventani casi todos, que tomaban el desayuno. La conocían. Todo el
mundo en el Merovingen de abajo conocía a Altair Jones, y sabía de las misteriosas
cartas que se cambiaban todas las mañanas ella y un hombre de la ciudad alta que
llegaba a la taberna de Moghi.
—No está aquí —dijo Moghi, frotando un vaso demasiado viejo como para que
sirviera para algo—. No ha venido todavía.
—¿Qué hora es?
—No lo sé, la hora.
Se quedó allí de pie un momento. Puso la carta en el mostrador. Su mano
tembló al hacerlo.
—Bueno, pon ésta con la otra. El hombre se llevará las dos. Llega con retraso,
eso es todo.
—Así es —dijo Moghi—. Tómate un huevo. Paga la casa.
Generosidad. De Moghi. Moghi pensaba que eso era malo.
—Gracias. Gracias —dijo caminando hacia la puerta trasera que llevaba a la
cocina—. Té y huevo —dijo y Jep la miró—. No, no viene.
—Uhm —dijo Jep sacando un huevo con motas grises de la bandeja,
mirándolo y cogiendo otro. Echó ambos sobre la parrilla y añadió una rebanada
de pan.
Altair cogió el plato cuando Jep se lo sirvió. Junto con una taza de té, los
llevó hasta la sala principal y se sentó a comer.
Un retraso, eso es todo, sólo un retraso, tendrán algún lío, algo que les ha
hecho perder tiempo.
Cómete el desayuno, estúpida, no te cuesta nada.
Empujó el huevo alrededor del plato, lo comió en trozos grandes, se tragó el
pan y se bebió el té.
Se quedó esperando. El chico llegó y le llenó de nuevo la taza de té, y se lo
bebió.
Malditos, me están mirando.
Finalmente empujó hacia atrás la silla, arañando el suelo de madera. Caminó
hasta la barra, llamando la atención de Moghi antes de llegar allí.
—Voy a dar un paseo —dijo—. Volveré dentro de un rato.
—Huh —respondió Moghi, que siguió arreglando los vasos.
Salió por la puerta a plena luz del día, se encasquetó bien la gorra y se quedó
mirando las aguas grises de la mañana en el Gran, entre el Mercado de Pescado y la
madera de color gris claro del Puente Colgante. Se habían reunido allí los skips, al
otro lado del Mercado de Pescado; un par de pertigueros salió de la taberna de
Moghi por detrás de ella y se dirigieron a la escalera que conducía a las barcas
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APÉNDICE
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hacía mucho tiempo, había colonizado el mundo y lo había abandonado. Esa era la
opinión predominante tras la mayoría de las puertas de la misión de vigilancia. La
palabra que se utilizaba tras esas puertas era formación basáltica. La exploración audi-
tiva de las estrellas cercanas no recogió presencia alienígena ni actividad. El mundo
no la tenía. Todo resultaba muy seguro. El pueblo y los escalones superiores no lo
sabrían hasta... bueno, más tarde. Hasta que la colonia ya se hubiera fundado.
Las cosas iban muy bien; como una caída desde un risco. Los colonos
desembarcaron; construyeron y construyeron, los cultivos prosperaron, la colonia
consiguió un nivel industrial II, a la estación espacial se le añadieron nuevas
secciones, el puerto de lanzaderas amplió el perímetro, los promotores se
enriquecieron, y para las empresas que regresaban a la estrella madre todo eran
sonrisas y complacencias.
Entonces fue cuando aparecieron los antiguos propietarios.
Se daban así mismos el nombre de sharrh. Comunicaron con los humanos en
el 2652: no permitieron contacto en la otra dirección y utilizaron su excelente
dominio de la lengua humana para transmitir un ultimátum. La colonia de Merovin
tenía que ser eliminada. O la eliminarían ellos.
Esto era una perturbación que prometía la existencia de verdaderos problemas. El
gobierno central podía verse implicado. Las empresas se pelearon por desentenderse
del asunto, lo que comprometía cualquier defensa que pudiera haberse hecho; y todo
con el precipitado revoltijo de acontecimientos que produjo el equipamiento de
Cyteen con naves de guerra: algún funcionario de escasa importancia, cuya cabeza
estaba ya en el cadalso, había robado algunas microfichas estropeándoles todo el asunto
a los funcionarios de Cyteen interesados. Otras cabezas rodaron... figurativamente. Y
el gobierno de Cyteen comprendió que todo el esfuerzo colonizador era una
monumental serie de encubrimientos, lo que significaba que no podía confiarse en
ningún dato.
Ahora, en la crisis, el coloso que había sido el gobierno central de la Unión
podía moverse con notable diligencia. En esa época, la atención de la Unión estaba
puesta en otro descubrimiento, en ese período de prosperidad que precedió a las
guerras mri-regul. Deseaba liberarse de cualquier molestia para prevenir un
empeoramiento de sus relaciones con la alianza. Por eso el gobierno se limitó a
aconsejar a los sharrh que la colonia no estaba autorizada, recuperando la Doctrina
Gehenna para asegurar a los sharrh que si no querían contacto, no lo habría. Final de
la Declaración. Ningún sharrh entraría en el espacio humano. Ningún humano en-
traría en el espacio sharrh. Estaban tratando con xenófobos y con un gobierno
alienígena de exigencias y parámetros desconocidos; la palabra que podría definirlo
todo sería descontacto. Descontacto; descompromiso; desmantelamiento.
Llegaron naves de guerra humanas con transportes, quitaron la estación
espacial, quitaron de las ciudades de ese mundo todos los documentos que pudieran
beneficiar a los sharrh; y ordenaron a los colonos que embarcaran en las lanzaderas
espaciales para ser transportados a un espacio humano Los colonos acudieron a toda
prisa al puerto espacial, y desde las primeras cargas hubo más dificultades para
retener a los que querían embarcar que para obligarles a que lo hicieran.
Luego les tocó el turno a los colonos que veían el asunto de otra forma.
Aterrizaron tropas para reprimirlos. Las ciudades fueron incendiadas. Los colonos
independentistas tomaron las colinas y devolvieron el fuego.
Ese fue el final. La Unión tenía otra política: no perder vidas de soldados
protegiendo a personas que disparaban contra el ejército. La Unión ordenó a sus
fuerzas que se retiraran en el 2655, sacó sus naves de esa región, se llevó todo y
se fue, transmitiendo un último informe a los sharrh, en el sentido de que la
humanidad aceptaría un contacto pacífico, pero consideraba que a partir de ese
momento dicho contacto estaría a la discreción de los sharrh: si los sharrh querían
tenerlo.
La Unión cerró la puerta de ese corredor espacial y siguió con sus asuntos,
bordeando cuidadosamente desde ese momento toda la región, aunque no dejó de
escuchar los mensajes provenientes de esa dirección. Los sharrh eran territorialmente
más pequeños que la Unión. En caso de guerra, ésta podía ganar. Pero el combate
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no producía porcentajes. Si había una lección que la Unión había aprendido era la
de que las partes componentes tendían a producir perturbaciones internas siempre
que el gobierno central se vinculara en alguna otra zona en un problema prolongado;
y la Unión se limitaba a evitar los conflictos a menos que su autoridad fuera
desafiada o cuestionada. Decidió considerar este incidente no como un
cuestionamiento de su autoridad, sino como una posibilidad de castigar a algunas
empresas que se habían sobrepasado. A ellas se les achacó la culpa. Y la Unión, o
mejor dicho el cuerpo central del pulpo que era la Unión, se limitó a crecer un poco
y a controlar con algo más de intensidad ese corredor de acceso.
Pero desgraciadamente, los problemas de Merovin sólo estaban comenzando.
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CRONOLOGÍA
Nota: Algunas fechas se dan para un marco de tiempo y referencia generales; las fechas pertinentes a
Merovin van con asterisco.
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RELIGIONES DE MEROVIN
SHARRISTAS
Los sharristas creen que si los humanos pueden volverse semejantes a los sharrh,
estos se aplacarán y dejarán a Merovin tranquila. Evidentemente, se supone que los
sharrh no molestarán en absoluto a los humanos de este mundo, salvo que algunos de
ellos tienen inclinaciones a la piratería y no tienen el menor escrúpulo de utilizar a sus
veneradores.
Debe tenerse en cuenta que los humanos implicados en el culto sharrista tienen
amplias diferencias, desde aquellas denominaciones sin aspecto religiosos hasta
aquellos otros con creencias muy metafísicas en el sentido de que pueden convertirse
físicamente en sharrh, o renacer como sharrh, volviéndose cada vez más parecidos a los
sharrh.
ADVENTISTAS
Los adventistas esperan que la humanidad regrese con armas superiores, derroten
a los sharrh y lleven a Merovin a la comunidad humana por la fuerza. Los adventistas
son de opiniones agresivas y a menudo se ven implicados en tramas y tecnologías
prohibidas. Dan a sus hijos nombres técnicos o de estrellas; o nombres como Esperanza
o Retribución. En esto puede verse ya su filosofía. Los de inclinación mística esperan
apresurar el día del Advenimiento mediante oraciones, y creen en un dios de la
retribución. En general, creen en el karma, pero lo consideran como un karma colectivo
de todos los merovios, que debe ser purificado para permitir la recompensa. Una
subcultura, los adventistas inmateriales, conocidos generalmente como los predicadores,
creen que la recompensa será de carácter más metafísico y consideran que la vida
humana sólo mejorará cuando los humanos hayan adquirido suficiente virtud como para
reparar sus pasados pecados de codicia y corrupción. Otra subcultura, la Espada de
Dios, entrena a sus miembros en artes marciales y dedica sus energías a obtener el poder
temporal, destruir la influencia sharrista y prepararse para la guerra, en la creencia de
que Dios someterá al mundo a una segunda limpieza antes de la recompensa, y
gratificará sólo a aquellos humanos que se unan en la destrucción de los sharrh,
devolviéndolos a su mundo de origen. De estas dos subculturas dependen otras diversas
culturas, cada una de las cuales se diferencia en algún punto del dogma, pero éstos son
los dos extremos del pensamiento adventista.
Muchos gobiernos tienen leyes que reprimen a los adventistas, pero están
reconocidos oficialmente en Soghon y Nev Hettek.
REVENANTISTAS
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IGLESIA DE DIOS
NUEVOS MUNDEADORES
JANITAS
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ESTACIONES Y TIEMPO
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EL ÁNGEL DE MEROVINGEN
El Ángel, que es una copia anterior a la Limpieza, fue colocado en su lugar actual
en el año 55 tras la Limpieza, precisamente el 25 de barbecho, en una ceremonia cívica.
El original, descubierto hacia el 22 DL en las ruinas de Merovingen, desapareció
cuando fue robado por el gobernador de Nev Hettek al intervenir en los disturbios
adventistas del 53 DL; la barcaza que lo transportaba se unió en el Det, algunos creen
que como resultado de un sabotaje adventista; dicen otros que la barcaza fue golpeada
por un rayo durante una tormenta; lo que se quiere dar a entender es que el rayo tiene un
origen divino.
La leyenda afirma varias cosas sobre el Ángel, que es una figura dorada, de
tamaño doble al natural, de un ser alado, vestido con una túnica suelta, que está
metiendo o sacando una espada. Los adventistas dicen que el nombre del Ángel es
Retribución, y que está sacándola. Otros dicen que la espada sale y se mete en la vaina
un poco según sean los actos de la humanidad, que adelantan o retrasan el día de la
Retribución. Evidentemente esto no puede medirse por el gran número de personas que
hay en el mundo, pero algunos adventistas insisten en que hay un movimiento
mensurable.
Los revenantistas afirman que el nombre del Ángel es Michael, y está envainando
la espada que produjo el terremoto.
La Iglesia de Dios está de acuerdo con ese nombre y afirma que es un testigo
divino de los asuntos humanos y permanecerá defendiendo al mundo frente a los sharrh
hasta que la Iglesia recupere su pureza original.
Los janítas y los nuevos mundeadores lo han incorporado a sus creencias como
una entidad de la cólera divina que defiende a la humanidad frente a los sharrh: los
janitas lo llaman el Vigilante, y los otros simplemente el Ángel. Hay réplicas del Ángel
que se veneran en Suttani, las Islas Falken, el Goth y Kasparl.
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LA LIMPIEZA Y EL RESTABLECIMIENTO
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defender. En general esta acción militar fue saludada con alivio, y dio a los
asentamientos del valle del Det la primera sensación de restablecimiento de la cultura y
el comercio humanos. Nev Hettek llegaría a ser después la capital de todo el valle, pero
Merovingen se negó a aceptar su autoridad, y la resistencia merovingia estimuló a las
milicias a que recordaran sus lealtades regionales, lo que sirvió, más que ningún otro
factor, para poner fin al sueño de Nev Hettek de ser la capital del mundo.
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EL TERREMOTO
Entre los desastres relacionados con la Limpieza estuvo el Gran Terremoto. Las
opiniones meroveas difieren con respecto a si los sharrh activaron la falla del valle del
Det o si la calamidad fue simplemente un desastre natural espectacularmente
desafortunado. En cualquier caso, los terremotos fueron conocidos desde el año
posterior a la Limpieza, pero remitieron desde el 2662.
Luego, en el 2690, un terremoto de gran magnitud causó graves daños a lo largo
del Det, desde Nev Hettek hasta Merovingen, con efectos menos desastrosos para esta
última, una de las más prósperas ciudades posteriores a la Limpieza, construida sobre
las ruinas dejadas por los antepasados. En Merovingen hubo perturbaciones de las
mareas e inundaciones, mientras Nev Hettek sufría grandes daños y Rogón quedaba
totalmente cubierta y abandonada.
Los tenaces supervivientes se entregaron a la reconstrucción; pero la naturaleza
reservó algo particularmente cruel para los habitantes de Merovingen. Menos
perturbados por las consecuencias posteriores que Nev Hettek y, ciertamente, que la
miserable Soghon, enviaron ayuda al norte, a Soghon y los supervivientes de Rogón,
incluso cuando ellos mismos estaban sufriendo por las inundaciones.
El área fue presa de perturbaciones sísmicas durante los años siguientes; y en
Merovingen hubo inundaciones en los veranos del 2691, 2695, 2696, 2698, 2699 y
2700, en general una simple inundación de las calles, aunque las del 2696 y el 2700
fueron lo bastante altas como para causar grandes daños. Las primeras inundaciones
fueron atribuidas a pequeños hundimientos y a lluvias fuera de estación, las cuales
fueron conocidas tanto durante los ataques de los sharrh como después de ellos. Se
expresó la teoría de que los incendios que se habían producido junto con el terremoto
dejaron desértica la tierra, impidiendo la retención del agua en las tierras superiores.
Pequeños diques y bancos de arena aliviaron el problema durante la mayoría de los
años.
Hubo un incidente curioso, cuando la inundación puso al descubierto el Ángel de
Merovingen, que parecía tener un origen olvidado (unos dicen que milagroso), y surgió
entre las ruinas de la residencia original del gobernador. Fue considerado como un signo
de esperanza por los ciudadanos desesperados, y contribuyó a la resolución de los
merovingios de permanecer en la sede de su ciudad.
Pero en el 2701 los diques se rompieron y las inundaciones se mantuvieron hasta
el invierno, aunque en la mayoría de los barrios las aguas tenían tan escasa profundidad
que podían ser vadeadas. Los merovingios, desesperados, llenaron los sótanos con
escombros, construyeron puentes y sobrevivieron lo mejor que pudieron.
De esa forma Merovingen se convirtió en una ciudad de puentes, aunque el
alcance pleno de la calamidad no sería evidente hasta el año 2702, cuando la inundación
empeoró. Los merovingios, prevenidos por el miedo a Nev Hettek y por las
inhospitalarias condiciones que había a ambos lados de su puerto, permanecieron alerta.
Las condiciones empeoraron gradualmente y parecieron estabilizarse en el 2710,
fecha en la que Nev Hettek intervino en Merovingen cuando estaba inundada, pero fue
incapaz de tomarla.
Sin embargo, la naturaleza no había terminado con Merovingen, pues en el 2720
un terremoto y una posterior tormenta se combinaron alterando los límites del puerto,
que llevaba ya algún tiempo encenagándose y había sufrido numerosas dificultades.
Muchos barcos del puerto se soltaron de sus amarres y se dirigieron a su destrucción,
formando un banco de arena que impidió utilizar el puerto en los siguientes años. Se
estableció un anclaje nuevo y más profundo al otro lado de la Isla de Rimmon. La
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NOMBRES MEROVEOS
En general, los nombre meroveos reflejan la frecuencia de los nombres del área
del espacio de la que procedían los colonos: esa zona era una frontera, y como la
mayoría de las fronteras tenía una población multiétnica y políglota.
Muchos nombres de lugar originales honran a un descubridor, por ejemplo el
propio nombre de Merovin: o fueron el capricho de los colonos o elaboradores de
mapas; o fueron referentes históricos a rasgos geográficos de otros mundos; y
finalmente, algunos nombres sharrh empezaron a utilizarse tras el primer comunicado
que identificaba algunos lugares reivindicados por los sharrh.
Durante el Restablecimiento operaron dos fuerzas en el lenguaje: en primer lugar,
una descomposición de la educación formal y el hecho de que algunos grupos eran
bilingües, utilizando un equivalente terreno del lenguaje de las naves: algunas áreas
pequeñas y remotas estaban dominadas realmente por esos lenguajes de familia,
derivados de orígenes terráqueos. En segundo lugar, en la última parte del
restablecimiento se entendió que era mucho lo que se había perdido, y se hizo un
esfuerzo consciente por recuperar las formas originales, tanto en nomenclatura como en
lenguaje, adhiriéndose a ellas.
Teniendo en cuenta la tasa ordinaria de cambio lingüístico en una sociedad sin
telecomunicaciones, sin grandes enseñanzas o incluso con una alfabetización mínima en
una gran parte de la población, los seiscientos años de vida en Merovin produjeron un
gran número de dialectos regionales, tan divergentes que los ciudadados medios de
regiones muy separadas no podían entenderse entre ellos. Pero esta tendencia del
lenguaje a cambiar rápidamente se vio contrapesado: el interés profundo de los
meroveos por recuperar el contacto con la humanidad, o conservar su cultura frente a
los cambios que los meroveos del Restablecimiento vieron acelerarse en su tiempo.
La influencia de la religión sobre esta conservación es extrema, pero variada: los
adventistas, creyendo que la humanidad llegaría para rescatarles, creían que había una
razón muy importante para conservar su lenguaje original, para que pudieran entender
las instrucciones que les dieran, confiando en que el lenguaje de los salvadores hubiera
permanecido inalterable: conservaban un recuerdo de las enseñanzas profundas. Los
revenantistas, en cambio, no creían en una intervención, pero sí en el hecho de que la
conservación de los modos de los antepasados es un mérito, y que una especie de karma
colectiva o simpatía hacia el resto de la humanidad aumenta la probabilidad de volver a
nacer en otro mundo.
En la práctica, los sacerdotes y los hombres religiosos ricos hablan una lengua
educada y conservadora que era corriente seiscientos años antes; aunque sigue
existiendo, incluso entre las clases altas educadas, una lengua vernácula que cambia con
mucha mayor rapidez, palabras nuevas que sazonan un lenguaje más conservador y que
en general desaparecen cuando dejan de estar de moda. Por tanro hay cambio, aunque
lento. Por otra parte, los distintos oficios han producido una lengua vernácula propia
para hablar del trabajo y de los asuntos con herramientas que los antepasados sólo
conocían en principio. Y los analfabetos (o los analfabetos funcionales, puesto que
algunos aprenden las letras por motivos religiosos, pero no tiene habilidad para leer)
poseen una lengua vernácula que sólo se mantiene unida a la corriente principal
conservadora por la necesidad de comunicarse con los miembros de las clases altas.
Dentro de la comunidad analfabeta hay una tendencia de las poblaciones alienadas a
desarrollar una jerga o argot pensado específicamente para no ser entendidos por los que
ellos no desean. En algunas áreas se ha convertido en un dialecto impenetrable; y en
otras, en donde los lenguajes terráqueos han complicado el problema, puede decirse que
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MEROVIN Y LA MONEDA
En general, el mundo funciona con el patrón oro, y cada banco o ciudad puede
acuñar su propia moneda.
Merovingen y otras ciudades del Det tienen básicamente un sistema monetario
estándar, aunque las acuñaciones difieran en la impresión.
Ejemplos de tales acuñaciones, sus nombres coloquiales y sus valores en onzas se
incluyen a continuación; añadiendo también una comparación con la acuñación de
moneda de finales del siglo XX considerando el oro a 425 dólares la onza, y la plata a 8
dólares.
ACUÑACIÓN MEROVINGIA
Acuñación de oro
Acuñación de plata
Acuñación de bronce
(El bronce y el cobre se consideran como partes de una luna de plata, y fluctúan con el
valor de la luna.)
Acuñación de cobre
ACUÑACIÓN DE CHATTALEN
Acuñación de oro
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Acuñación de plata
Acuñación de cobre
Podemos hacernos una idea del valor real de las monedas conociendo el de la onza
de oro y plata en el mercado actual; pero los niveles de vida varían mucho o hay una
gran diferencia en el nivel tecnológico, o una amplia separación entre ricos y pobres,
por lo que es una buena medida conocer el costo de un elemento básico, como, por
ejemplo, el suministro de pan de un día.
En Merovingen con dos centavos se compra una hogaza de pan o un pescado
decente; pero habría que pagar dos o tres lunas por una libra de carne importada; y
mientras un jersey (una medida mejor que unos zapatos, puesto que allí los zapatos son
un lujo) puede costar al lado del canal media luna, ese mismo jersey subirá de precio
hasta ocho lunas en una tienda del centro de la ciudad; y un pañuelo de seda (tela
importada) podría costar un dece de oro o cuatro lunas de plata. En Merovingen hay una
gran diferencia entre el lujo y la necesidad.
BANCA
Cada ciudad acuña su propia moneda en oro, plata y metal base. También hay
dinero escrito, pues los comerciantes y banqueros intercambian letras de crédito que son
muy parecidas a los billetes de banco, transferibles con las firmas y sellos apropiados,
para evitar el envío físico de oro y otras mercancías valiosas de una ciudad a otra, dados
los riesgos de pérdidas. Pero un ladrón astuto que esté bien encubierto puede robar y
negociar letras de crédito: la corrupción está muy asentada. El ladrón común, a menos
que esté bien situado, no recibirá por los objetos robados un precio que se acerque a su
verdadero valor: ése es el principal motivo que los aleja de robar esos papeles. Pero ello
no detiene a los que se encuentran en una alta posición y pueden blanquearlo
ilegalmente mediante instituciones dispuestas a cooperar.
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MANUFACTURA Y COMERCIO
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ROPA Y MODA
Puesto que la tecnología de Merovin había retrocedido a mital del siglo 27, la
tecnología merovea es una mezcolanza de lo móderno y lo improvisado. Merovin ha
olvidado muchas cosas que conoció en otro tiempo; algunas áreas del globo recuerdan
cosas que otras han olvidado gracias a la presencia de un grupo particular de individuos
que retuvo el conocimiento, por la conservación de archivos, o por la predominancia de
una industria que falta en otros lugares: un ejemplo de esto último es la industria del
petróleo, reducida a unas escasas áreas del globo.
Es una tecnología avanzada reducida a otra anterior, y estorbada por un elemento
artificial: el que se desapruebe la tecnología avanzada.
Los muebles, los vestidos e incluso las manufacturas tienden hacia el barroco: la
ornamentación por la ornamentación, pero se fundamentan en una época clásica (el
siglo 27) que fue de una simplicidad austera, y de alta tecnología. Por eso en muchos
aspectos esa tendencia barroca choca con el ideal clásico y el resultado es una
combinación de la simplicidad pragmática del siglo 27: por ejemplo, la idea de que
vestidos y muebles deben ser ante todo cómodos: y la tendencia de los artesanos
meroveos a embellecer y complicar lo que producen. La moda existe en alguna de las
ciudades más grandes, especialmente en las asentadas en el río Det, pues el río permite
un movimiento de los ciudadanos ordinarios superior al usual (salvo en los
comerciantes) entre una ciudad y otra, y existe una división social considerable. En el
valle del Det, pero también, aunque de manera diferente, en el tropical Chattalen, hay un
concepto de moda cambiante, con todos los gastos que ello implica.
Pero bajo esa concepción subyace el persistente ideal clásico, que mira hacia atrás,
a la comodidad esbelta y simple de los vestidos del siglo 27, hecho con materiales
avanzados y sin ninguna distinción particular entre géneros. Por ello, con independencia
de cómo hayan llegado a ser los vestidos en cada lugar, todos proceden del mismo
origen. Como la prosperidad del período colonial se estableció en la mente popular
como el resumen del desarrollo humano, hay una tendencia a conservar las prendas
clásicas añadiéndoles ornamentos y nuevos equipamientos.
En el Bajo Merovingen, algunos factores económicos inciden en el estilo del
vestido. En Merovin hay ganado procedente de la Tierra, importado con los humanos,
pero el término abarca también a los animales nativos, incluyendo el tamaño y los
hábitos de los cerdos (aunque no el sabor). Como refrigeración, lo único que existen son
los sótanos frescos y las casetas construidas sobre manantiales, pues en las tierras del
sur el hielo es un bien muy escaso. En su mayor parte la carne está ahumada, desecada,
conservada en salmuera o enlatada. Una ciudad como Merovingen, en la que abunda el
pescado, importa poca carne, salvo para los paladares de los ricos; algunas pequeñas
ciudades del norte suministran a Merovingen la escasa cantidad de carne fresca que
consume. El hecho de que Nev Hettek y Soghon sean áreas ganaderas que satisfacen la
mayor parte de sus necesidades, unido a los problemas de refrigeración y a que
Merovingen se provee de vacas locales, tiende, paradójicamente, a impedir el desarrollo
de una industria ganadera importante en el norte de Megon. Todo cambiaría si la
refrigeración fuera algo común. Pero dada la situación, el único producto de origen
animal que baja por el río en gran abundancia es el cuero, aunque de nuevo con cierta
escasez, dado su precio relativamente alto, por lo que la realidad en una ciudad
construida sobre canales dicta que la mayoría de los merovingianos, que viven junto a
los canales, vayan al trabajo con zuecos de madera, aunque guarden un par de zapatos
de cuero para salir de los locales, o aunque el ir descalzo sea más aceptable que llevar
zancos sobre los ruidosos puentes y galerías de la parte alta de Merovingen. Los
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canaleros, en cambio, van descalzos salvo en las épocas más frías, pues el calzado suele
estar mojado la mayor parte de las veces; en las épocas de peor clima suelen llevar una
sorprendente variedad de calzado, que va desde las botas de cuero a lonas atadas con
cuerdas, siendo esto último lo más frecuente. El único objeto de cuero que suele poseer
un canalero es un cinturón. Los habitantes del centro de la ciudad llevan objetos de
cuero gruesos y prácticos que esperan les duren muchos años; y sólo los muy ricos
mantienen a los acaudalados zapateros. Pero la clase rica no basta para estimular una
importante industria de la carne y el cuero en el norte; todo lo cual nos sirve como
ejemplo de la dificultad de la economía, el comercio y el estilo merovingio.
Una gran parte del conocimiento de la industria textil sobrevivió a la Limpieza.
No hay industria que apoye la rama textil sintética, y dada la abundancia de materiales y
fibras naturales locales, y el miedo universal a la tecnología, no hay ímpetu para crear
una importante industria plástica. Por ejemplo, en el valle del Det hay algo de industria
lanera, la mayor parte de la cual se utiliza en la zona septentrional, más fría; localmente
se cultiva en abundancia una planta semejante al lino, que produce un material muy
práctico parecido al lino o el algodón; digamos que en una ocasión los coléricos
campesinos revenantistas quemaron una barca de una refinería de Nev Hettek que
experimentaba con hojas de plástico, pues lo consideraban como una amenaza a su
modo de vida y una provocación al sharrh.
La tejeduría es un arte muy avanzado, y utiliza algunos telares eléctricos; el
jacquard y la pana son inencontrables. Hay un tejido muy resistente utilizado para velas
llamado chambrys. El chambrys es un tinte de diversos colores (especialmente añil,
marrón y negro), y lo utilizan de manera casi general los miembros de la clase obrera: es
una fibra más dura y flexible que el algodón, resiste la abrasión y tiene una duración
notable. La fibra de lino es muy utilizada, aunque preparada de un modo distinto, para
el tejido de punto. Hay seda importada de Chattalen, de gran calidad. Hay fieltro y piel;
y también hay una fibra importada de origen vegetal muy semejante al algodón cardado
y que rara vez se ve en las tierras del Sundance. La impermeabilización se suele hacer
con aceite y cera, aunque en el Wold está iniciándose una industria del caucho que se
enfrenta a diversos contratiempos de naturaleza similar al incidente de los campesinos
del valle del Det.
La moda del vestir casi universal en el valle del Det consiste en unos pantalones
duraderos y un jersey, ya se trate de una rata de canal merovingio o un habitante de la
ciudad alta, de las más altas clases sociales, o de un ciudadano de la industrial Nev
Hettek. Pero mientras en las tierras del norte suelen llevar botas hasta la rodilla en todas
las estaciones, los pertigueros merovingios van como norma general con zapatos, y los
pantalones les llegan hasta mitad de la pantorrilla; además suelen llevar medias negras o
marrones que no muestran los efectos de un remojón ocasional o de la suciedad. Los
que van en skip suelen ir descalzos; el canalero viste de manera muy similar, salvo por
las medias y zuecos, o en ocasiones los zapatos de cuero; mientras el residente en el
centro de la ciudad mantiene un cierto talento para la moda, con finas botas hasta la
rodilla, un pañuelo, un jersey hecho con cuello alto bordado o una manga de seda
amplia, siempre con una cierta coordinación de colores, usualmente oscuros, para
distinguirse de los nuevos ricos: y no es inusual que acompañe ese atuendo de un útil
cinto con espada o cuchillo. En Merovingen no es inadecuado un pañuelo atado a la
cabeza, pues las nieblas estacionales causan estragos entre los peinados cuidadosos; y
tampoco es infrecuente que se remate con un sombrero, usualmente de ala ancha, muy
útil para el tiempo inclemente. Los sombreros han tenido un desarrollo práctico en el
que se manifiesta el carácter local: algunos son de forma tradicional, como la gorra del
canalero; pero la vanidad es un rasgo poderoso entre los acomodados.
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Hay una distinción de género que estaba presente ya en el período clásico y que
todavía se conserva en el valle del Det y en la mayoría de los lugares: sobre todo las
mujeres de clase alta, aunque en general las de todas las clases, utilizan cosméticos. Hay
algunas comunidades en las que no es así, sobre todo las que están dominadas por
ciertas sectas revenantistas. Los cosméticos son comunes en hombres y mujeres en el
área de Chattalen. Las joyas van desde las muy elaboradas (en las regiones de Chattalen
y Suttani) a las de estilo restringido (en Merovingen). En Merovingen, los anillos son
prácticamente universales, un sólo pendiente no es infrecuente en ambos géneros, y los
collares para las ocasiones formales se suelen llevar sobre el cuello de la familia (en
ambos géneros), aunque entre la auténtica élite suele ir cosido sobre el cuello, por lo que
el portador se ve obligado a tener muchos collares si tiene un amplio guardarropa.
Muchos aspirantes a la alta clase social cargan a sus criados con el trabajo de transferir
constantemente las joyas a las diversas camisas.
El vestido ordinario de los habitantes merovingios de la ciudad alta son botas y
pantalones ajustados, usualmente de color oscuro, aunque no siempre; y una camisa de
lino blanca (algunos años, de cualquier color), usualmente hasta la cadera, y atada con
un cinto, de mangas anchas bordadas en los puños y en el cuello alto con dibujos de
flores; una modificación de esto es el diseño de la camisa de obrero, de tela más
duradera.
Formalmente, hay otros dos estilos de camisa, destinadas a meterse bajo el
pantalón, de una manga ancha, convencional, con el cuello abierto hasta el tercer botón;
se lleva a menudo con un pañuelo brillante; esas camisas suelen ser de diseños o colores
vivos; un segundo tipo, más conservador, aunque también de mangas generosas, sirve
de prenda interior para llevar bajo un jersey; y si está hecha de seda suele tener encaje
en los puños y en la parte frontal, ocultando los botones. (Es una circunstancia peculiar
que los merovingios utilicen muy poco los encajes que dan fama a sus artesanos,
mientras que en cambio sean algo básico en la moda de Nev Hettek; en Merovingen es
más normal utilizar encajes en la ropa de mesa y los cortinajes, a excepción de algunas
piezas muy finas.) Esta camisa, más ajustada, se lleva en ocasiones sociales en las
estaciones en que se necesita una capa; en Merovingen se utiliza una capa ajustada hasta
la cintura, de hombros ligeramente acolchados; más raramente, una especie de levita
apropiada incluso para las ocasiones más formales. Durante el día es aceptable llevar
cualquier calzado que esté de moda; por la noche los pantalones deben ser largos, y
zapatos ligeros de lona de tacón moderado.
Toda esta moda mantiene en marcha la industria textil de Merovingen: la moda
puede quedar fijada una noche por el más mínimo cambio del sastre del gobernador,
quien como es natural hace cambios pequeños pero frecuentes, y en el caso del
gobernador actual tiene un cliente elegante pero envejecido cuya figura necesita ser
mejorada: de esta manera, los ciclos del estilo en Merovingen van desde lo osado y
experimental a lo conservador, con más capacidad de ocultamiento, en períodos
dictados por el envejecimiento y sustitución final del líder que marca las tendencias.
Prendas adicionales son el poncho que llevan los canaleros y los habitantes más
pobres, fabricados a menudo a partir de una alfombra que ya ha sido utilizada
demasiados años. Otros ponchos más delicados están hechos de lona o lana engrasada, y
tienen cierta calidad impermeable.
Hay una variedad de mantos comunes entre las clases media y alta, desde los que
están hechos con lana engrasada utilitaria a los fabricados con lanas muy finas, ligeros y
fluidos.
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UNIFORMES Y PATASNEGRAS
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ARMAS
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GOBIERNO
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exige un voto mayoritario del ochenta por ciento de todos los miembros de alto y bajo
grado del Consejo y la Milicia.
Ningún documento legal es oficial sin el Sello; el mantenedor del sello es de
hecho el vicegobernador, y realiza el trabajo de éste en muchos casos.
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BARCOS MEROVEOS
MARINOS
Los barcos de carga marinos suelen ser de vela, con motores diesel que utilizan
muy pocas veces. Las rutas más comunes son costeras, de ida y vuelta al Chattalen o a
los asentamientos de Cambera y Savajen; uno pocos cruzan el Cabo de las Tormentas
para llegar a Wold; y una gran variedad de embarcaciones surcan el Mar Interior de
Wold. Los falkenaers son los marinos más osados de Merovingen, y sus naves se
encargan de la mayor parte de la carga, y de los pasajeros que se atreven a realizar
viajes marinos. Las islas rocosas de Falkenaer son el único puerto de conveniencia de
estos marinos, y el centro de su lealtad. Las tripulaciones nacen en los barcos y pueden
vivir hasta el último día sin haber visto las islas Falken, a las que, sin embargo, los
falkenaers mantienen una enorme devoción.
Los praesi de Wold del Sur y los jakkinin de Sirene son también marinos famosos:
pero los praesi se ganan la vida con la pesca, y tras viajes que duran largos meses
vuelven a sus puertos de origen.
La navegación en el Sundance, al sur de Chattalen, es rara, salvo en el caso de los
navios costeros. En el sur de Sundance abundan los tifones y vientos contrarios.
BARCOS FLUVIALES
Los barcos que surcan el Det van desde las pequeñas barcas de proa roma, de unos
veinticinco pies de longitud, utilizados por los lugareños, a los grandes paquebotes de
viajeros, de los que los más famosos son el Obligation y el Sundancer: de triple
cubierta, casco hueco, impulsado a hélice, de unos doscientos cincuenta pies de longitud
y treinta pies de manga, ofrecen camarotes y pasajes en cubierta. El malogrado Del Star
era más grande, de trescientos pies de longitud y treinta y cinco de manga; y se movía a
vela, en lugar de a motor.
La mayor parte de la carga se transporta en el Det en barcazas de motor, muchas
de las cuales aceptan también pasajeros.
Las falúas del Río Goth de Nevander son similares, pero utilizan una vela
triangular.
En las vías acuáticas más pequeñas de Wold y Megon se utilizan navios de tipo
similar, pero de menor tamaño.
1. El SKIP: Un navio de fondo plano y proa sin punta, de unos cinco por veintidós
pies, con un motor interior muy pequeño.
El lugar para vivir suele consistir en un toldo de lona alquitranada con un par de
palos y cuerdas elásticas, pero no es práctico tenerlo levantado mientras se utiliza la
pértiga, que exige caminar constantemente entre proa y popa.
El suelo está empizarrado para el drenaje del agua; la parte trasera tiene un
pequeño cuchitril delante del motor, bajo una especie de cubierta elevada, sobre donde
puede caminar el pertiguista. Es común buscar abrigo en este lugar, a pesar de lo
apretado. El cubículo (los canaleros lo llaman escondrijo) tiene cinco por cinco, con 1,2
pies de pared del motor por detrás y un espacio de 1,5´ por encima. Por tanto hay unos
dieciséis pies de espacio libre de carga sobre las pizarras por la parte delantera, más la
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superficie de cubierta. Una gran parte del equipo se guarda a los lados del cubículo, por
lo que el espacio central es muy escaso.
La cubierta tiene un pequeño reborde que impide que las cosas se caigan por la
borda y la pértiga, de unas 12' de longitud, se guarda junto con el bichero paralela con el
borde, en un lugar especial. Los otros elementos grandes se guardan al aire libre,
cambiándose de sitio según sean las necesidades. Las cuerdas y aparejos se guardan a
los lados del pozo delantero, y están allí hasta que se necesitan.
La proa no es realmente cuadrada, pues tiene una ligera curvatura. Este tipo de
barco es el más común en Merovingen.
8. El YATE: Un barco grande de vela y motor, utilizado sobre todo por los más
ricos para el transporte en el río o a lo largo de la costa.
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ARGOT DE CANALEROS
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Ney No.
Yey (Expresa acuerdo, consentimiento que reconoce orden o
petición.)
Yey y haw (Literalmente sí y para). Dar el «yey y haw»: decirle a alguien
lo que ha de hacer.
No distinguir el
hin del bey (Literalmente, no diferenciar entre la señal de giro y la
advertencia de colisión). Varía de acuerdo con la aplicación:
(1) de un canalera: es un estúpido;
(2) de un hombre de tierra adentro: es un ignorante.
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Los océanos meroveos cubren una gran parte del globo y en ellos abunda la vida
de baños y la natación: algunas de sus criaturas son legendarias, como el Kraken de
múltiples brazos, que se supone habita en las profundidades del Sundance. Otros
animales simplemente son raros, como la flor marina, que extiende velos polícromos
parecidos a la jalea sobre tres metros de superficie.
Algunas áreas, como las Islas Falken, el Mar de Wod y el Mar Negro concentran
la industria pesquera más potente.
En el estuario del Det abunda la pesca, pero no se exportan muchos productos
pesqueros. En Merovingen son conocidos los siguientes peces de mar apresados por los
barcos costeros:
El cola blanca: un pez delgado y plateado, con una notable serpentina blanca que
sale de la parte superior de la aleta de cola: de sabor delicado, raro y caro. Raramente
alcanza los cinco kilos de peso.
El plateado: pez común y prolífico de sabor rico y graso. Tiene aproximadamente
un palmo de longitud, y se pesca abundantemente con redes.
El veleta: un pez de esqueleto cartilaginoso, de color verde a plateado, de entre
dos y tres metros de longitud, que se pesca con anzuelo. La carne es sabrosa, pero
contiene una toxina, por lo que hay que prepararlo con cuidado.
La anguila marina: como el nombre indica, un animal parecido a una anguila de
dientes impresionantes, de color marrón a negro, comestible pero difícil de coger. Las
más grandes alcanzan los dos metros, y pesan hasta trece kilos.
La ballena: un mamífero grande de cuerpo esbelto, con rostro de gato y
numerosos dientes. Generalmente su color es el de tinta china. Está prohibido cazarlo,
se encuentra sobre todo en las aguas antarticas, pero en algunas estaciones se atreve a
llegar al ecuador. Es un predador de los otros peces y mamíferos marinos. No se sabe
que ataque a los humanos. Hay informes sobre ballenas de hasta cien metros de
longitud. Peso desconocido.
El tiburón: un pez primitivo y rápido que viaja en bancos. De hasta quince metros
de longitud, aunque la mayoría de los ejemplares sólo tienen de dos a cinco metros, y un
riesgo notable para los pescadores. El tiburón ataca cualquier cosa inferior a su tamaño.
Su color habitual es del verde al negro. Si se sazona bien, su carne es comestible.
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C. J. Cherryh El ángel con la espada
ESTUARIO
Un pez de estuario nada libremente en aguas saladas y dulces. El río Det tiene una
gran variedad de estos peces, quizá por la compleja naturaleza de su estuario, que va
desde las aguas quietas y superficiales, casi estancadas, a las aguas profundas del
puerto.
Son notables:
La anguila de agua dulce: de color marrón a negro, y de un metro o menos de
longitud, que prospera en las peores aguas. Un alimento básico entre los pobres.
El aleta cortante: un pez voraz, espinoso y de dientes de aguja que debe
manejarse con cuidado. Puede alcanzar los cinco kilos. Se mueve mucho en el sedal y
destruye las redes. Es un alimento muy bueno, de carne blanca y delicada.
El vientreamaríllo: por las toxinas de las aletas y la dolorosa mordedura, es otro
pez difícil de manejar. A veces es apresado con redes, llega a alcanzar los diez kilos, y
proporciona una carne blanda pero agradable.
El dorso espinoso: huesudo, con muchas aletas espinosas que están planas sobre el
cuerpo hasta que se le coge. Es grueso, sin dientes, se alimenta en el fondo y llega a
pesar entre tres y seis kilos, siendo un alimento excelente tomado en filetes.
El cabezagruesa: pez del fondo, grande, con una prominencia carnosa bien visible
encima de los ojos, sin dientes, pero voraz y omnívoro. Puede alcanzar los treinta kilos
y después de los primeros años se va al mar, donde llega a alcanzar más de cien.
El aleta roja: así llamado por el hermoso rojo anaranjado de la cola y las aletas
dorsales, un pez pequeño (como máximo dos palmos de longitud) que es excelente
como alimento, aunque su pesca produce problemas. Su mordedura es notablemente
dolorosa.
El ángel de la muerte: el más hermoso de los peces del estuario, con aletas de
color negro, sobre un cuerpo amarillo y plateado. Merece plenamente su nombre. Las
tres espinas frontales, y la espina ventral inoculan una toxina tan letal, y de efectos tan
duraderos, que la espina seca de un ángel de la muerte puede matar a una víctima
semanas después de haber sido pescado, si se mantiene intacto el saco venenoso del
lado ventral de la espina. Pero si se quitan las espinas y las glándulas internas, el ángel
de la muerte, aproximadamente de un kilo de peso, es delicioso y ligeramente
embriagador, aunque si se come en exceso puede producir una reacción tóxica. En
algunos individuos sensibles esa reacción se produce mucho antes, aunque en todo
Merovingen sólo hay datos de una muerte por esa causa.
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C. J. Cherryh El ángel con la espada
MÚSICA MEROVINGIA
En Merovin, la música tiene las mismas raíces que el lenguaje (ver Lenguaje):
étnicas y populares. También está influida por los cantos del espacio, que son étnicos y
variados, y constituyen la historia viva de una nave.
Algunas canciones sobrevivieron a la Limpieza. Otras son baladas de héroes de la
época de la Limpieza y el Restablecimiento, contando relatos de la resistencia y la
reconstrucción.
Hay canciones amorosas y una rica y variada música litúrgica; las marchas,
canciones de trabajo, cantos marinos y tonadillas populares, que van y vienen con la
moda, suelen ocultar intenciones políticas.
Los instrumentos principales son: el cuerno, un instrumento de metal, modulado
con los labios, de formas y tonos cada vez más complejos.
El tambor: los tamborileros son un entretenimiento callejero popular en las fiestas;
con tambores se señalan también las ejecuciones y las ocasiones solemnes.
El gitar: instrumento de cuerda de cuello largo.
El sitar: variedad del gitar, pero mucho más grande, de cuerdas resonantes y
cámara de resonancia redonda: este instrumento es de origen meroveo, por la gran
modificación de un instrumento terráqueo. Común en el Chattalen, y conocido en el
norte y en Nevander, suele servir de acompañamiento a los tambores y campanillas.
El arpa: instrumento de cuerdas verticales de origen antiguo, reproducido en
Merovin a imitación de una descripción tradicional.
Carillón: todo tipo de campanas.
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LAGOONSIDE
15. Mobo
16. Lindsey
17. Cromwell
18. Vanee
19. Smith
20. Cham
21. Sparker
22. Yucel
23. Deems
24. Ortega
25. Bois
26. Nansur
LA ORILLA SUR
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C. J. Cherryh El ángel con la espada
LAS RESIDENCIAS
Principalmente ricos o miembros del gobierno
51. North
52. Spellbridge
53. Kass
54. Borg
55. Bent
56. French
57. Cantry
58. Porfirio
59. Wex
OESTE
Clase media alta
60. Novgorod
61. Ciro
62. Bolado
63. diNero
64. Mars
65. Ventura
66. Gallandry (adventista)
67. Martel
68. Salazar
69. Williams
70. Pardee
71. Calliste
72. Spiller
73. Yan
74. Ventaní
75. Turk
76. Princeton
77. Dunham
ZONA PORTUARIA
Clase media
78. Golden
79. Pauley
80. Eick
81. Torrence
206
C. J. Cherryh El ángel con la espada
82. Yesudian
83. Capone
84. Deva
85. Bruder
86. Mohán
87. Deniz
88. Hendricks
89. Racawski
90. Hofmeyr
91. Petri
92. Rohan
93. Herschell
94. Bierbauer
95. Godwin
96. Arden
97. Aswad
ESTE
(MEDIA BAJA)
116. Mercado de Pescado
117. Masud
118. Knowles
119. Cossan (adventista)
120. Bogar
121. Mantovan (adventista)
122. Salem
123. Delaree
ISLA RIMMON
(ÉLITE/MERCANTIL)
124. Khan
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125. Raza
126. Takezawa
127. Yakunin
128. Balaci
129. Martushev (ricos)
130. Nikolaev
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