Mayz Vallenilla Universidad Pueblo Saber
Mayz Vallenilla Universidad Pueblo Saber
Mayz Vallenilla Universidad Pueblo Saber
Introducción
*
Nota del Archivo E.M.V.: La presente versión corresponde a la última edición, publicada el año 1967 en el
libro De la universidad y su teoría, que fue corregida por el propio autor y difiere de algunos aspectos, estilísticos o
de contenido, en relación con la precedente.
El lector interesado puede advertir los cambios introducidos comparando con la edición original del año
1958.
podrá ser una definición total de semejante doctrina, sino apenas un general esbozo de sus
bases, contempladas desde la perspectiva que ofrecen los principales problemas que sobre
aquélla gravitan en la hora presente. Ojalá mis palabras tengan la virtud de descubrir esos
problemas –de poner algunos de ellos frente a vuestros ojos– para que, una vez conscientes
de los riesgos que envuelven, nos entreguemos a su examen, tratando de ver cómo es
posible resolverlos dentro de esta difícil etapa que vive la universidad en cuanto institución
nacional.
Ambos deberes –como es de notar– exigen que la universidad sea una institución
transida por un sentimiento de contemporaneidad, esto es, enemiga de todo anacronismo,
reacción, o idolatría del pasado.
Semejante apetencia de presente –guiada y orientada por la profunda pasión que
siembra en el ánimo la expectativa del futuro– confluye a que la universidad deba ser una
institución eminentemente revolucionaria. Sin esta actitud revolucionaria –alimentada y
acicateada por un profundo optimismo– la universidad tiende a convertirse en una
institución retrógrada, o, cuando menos, reaccionaria. No quiere decir esto, sin embargo,
que propongamos romper súbitamente con el pasado, o que, enceguecidos por el
entusiasmo, creamos que con nosotros comienza la universidad. Así como reconocemos que
en el pasado ha existido una valiosa tradición universitaria de la cual somos herederos,
sabemos y tenemos muy presente la deuda contraída con la universidad que nos formó y
nos modeló el espíritu. No obstante, semejante veneración no puede desviar nuestros
anhelos de mejora, ni el sano impulso de renovación que nos dirige. Si bien es cierto que
debemos rendirle culto a quienes en el pasado han sabido mantener en alto los valores
universitarios, no es menos cierto que tampoco debemos ni podemos vivir exclusivamente
de los pensamientos o ideas que defendieron en su tiempo incitados por otras
circunstancias. Al lado del consciente y aquilatado respeto que nos inspiran sus obras
positivas, debemos mantener viva y pujante la pasión que embarga el ánimo cuando se
lucha por conquistar lo nuevo, lo aún no poseído, lo que aguarda en el futuro. Sólo viviendo
en este temple –sin negar lo que de positivo haya en el pasado, pero extasiada
primordialmente en el advenir– podrá ser la universidad una institución transida de
contemporaneidad. Esa pasión por la contemporaneidad activa, esa apetencia de presente
cargada de vocación futura –que implica una definida postura revolucionaria– exige un
sincero examen de conciencia que sea capaz de revelarnos nuestras fallas y nos coloque en
situación de juzgar desapasionadamente los profundos vicios que aquejan a nuestra
institución con el fin de transformarla radicalmente a través de un movimiento dialéctico que
niegue y cree al mismo tiempo.
Como profesor de ella me atrevo a decir esto para llamar la atención de mis colegas
–e incluso de los estudiantes– acerca de la difícil misión que tenemos por delante. Quiero
que no nos engañemos –ahora que podemos decir las cosas claramente– acerca de la exacta
situación de nuestra universidad. Si bien es cierto que disfrutamos de un ornamento exterior
supermoderno, y que las perspectivas arquitectónicas de nuestra ciudad universitaria
pudieran hacer creer a los turistas que ella encarna una institución también supermoderna,
nosotros que la conocemos por dentro, nosotros que vivimos y sentimos su pulso como el
propio nuestro, sabemos que, por obra de diversas circunstancias, la vida profunda de esta
universidad se encuentra aquejada de un agudo anacronismo, de un atraso sensible, de una
inanición casi mortal. Señores: no exagero. Anacrónicos son nuestros métodos de
enseñanza, atrasados se hallan nuestros planes de estudios, vacías de sentido
contemporáneo muchas de las asignaturas con que se fatiga el aprendizaje de los
estudiantes.
Se impone una actitud radical. Es necesario “reformar” nuestra universidad. Esta
“reforma” –palabra de la que se ha abusado tantas veces– no debe quedar circunscrita a lo
exterior, accidental o meramente accesorio. Con elaborar un nuevo estatuto, o cambiando
simplemente el nombre de las cosas, no se gana absolutamente nada. Si queremos reformar
de verdad la universidad debemos, ante todo, “reformarnos” a nosotros mismos y, también
ante todo, “reformar” la imagen de la universidad con que el estudiante ingresa en ella y la
cual determina su comportamiento, apetencias e ideales. Esta reforma íntima –reforma de
nuestro espíritu universitario– debe consistir primordialmente en un cambio profundo que
transforme de raíz nuestra visión de ella. “Visión” llamaban los griegos a lo que hoy
llamamos “teoría”. Pues bien: lo que se impone es una reforma radical en la teoría
universitaria. Es necesario que todos –y primordialmente nosotros, profesores, en quienes
descansa la máxima responsabilidad universitaria, y a quienes está encomendado el deber
de pensar sobre ella– nos aboquemos inmediatamente a esa urgentísima tarea: a meditar
sobre nuestra universidad con el fin de esclarecer las bases doctrinarias y teóricas que
sostienen su edificio institucional.
Es más, señores –y de nuevo creo no exagerar–, no sólo es necesario meditar sobre
las existentes, sino crear urgentemente nuevas bases. Si veo tan precario, tan difícil, tan
delicado el actual momento universitario, es porque cada vez me percato más de una
realidad que no quiero ocultar ante vosotros. Esa realidad –enunciada en toda su crudeza–
es la siguiente: que nuestra universidad posee los más bellos y majestuosos edificios pero
carece, casi absolutamente, de una teoría que informe el sentido de su enseñanza, que dirija
las finalidades de su formación, y que defina claramente su auténtica misión institucional.
Quiero dejar esparcido entre vosotros este alerta para significar con ello lo grave del
momento que vivimos y las dificultades que afrontan las actuales autoridades universitarias
al iniciarse en su gestión. Puedo expresar, como miembro de la comisión nombrada para
regir provisionalmente los destinos de esta universidad, que todos los hombres que la
integran se encuentran animados del más ferviente entusiasmo por hacer que sus labores
dejen sembradas las bases fundamentales de un movimiento de auténtica reforma en esta
universidad. Mas para que estas bases puedan ser establecidas es necesario no sólo el
esfuerzo de ese grupo sino la colaboración, el entusiasmo y el fervor de todo el profesorado
universitario.
Estas bases a sentar no son en sí la reforma, sino simplemente sus primeros y
primarios fundamentos. Mas justamente su importancia queda clara si pensamos en que
mediante ellos se intentan establecer las líneas generales del desenvolvimiento posterior del
movimiento de reforma. La meta final de ésta no puede ser otra que el transformar
radicalmente nuestra universidad en lo que debe ser: en la institución de la mejor ciencia y
conciencia del país. Sólo cuando la universidad alcance a ser expresión cabal de ello
podremos decir que está cumpliendo su auténtica misión.
UNIVERSIDAD Y REVOLUCIÓN*
*
Nota del Archivo E.M.V.: La presente versión corresponde a la última edición, publicada el año 1967 en el
libro De la universidad y su teoría, que fue corregida por el propio autor y difiere de algunos aspectos, estilísticos o
de contenido, en relación con la precedente.
El lector interesado puede advertir los cambios introducidos comparando con la edición original publicada en
el año 1958.
1
sentido de la acción acusa relevantes diferencias con respecto a la de los hombres de otras
latitudes, edades y culturas. Transido por temples vitales radicalmente distintos a los otros
pueblos –fenómeno quizás debido a la presencia de un “Nuevo Mundo” como horizonte de su
acción– el latinoamericano diseña su quehacer vital bajo un signo existencial que matiza sus
obras con un tinte de originalidad inconfundible. Siendo fiel a semejante imperativo no sólo
acepta o rechaza lo extranjero, sino que, por vez primera dentro de su historia, acepta o
rechaza aquéllo creando nuevas obras en las que se manifiesta la presencia de su temple
vital más radical: la expectativa. En estas nuevas obras se revela no solamente una
modificación de lo recibido, sino, aún más profundamente, un destello en el cual, a veces
débilmente, pero a veces de manera clara e indeleble, asoma un rasgo de rebelde
individualidad donde es posible vislumbrar la presencia insobornable de un espíritu que, a
pesar de ser profundamente regional en sus notas peculiares, alcanza a tener visos de
universalidad por la fuerza de sus creaciones. La revolución de Latinoamérica adquirirá todo
su esplendor –y acaso su máxima violencia– cuando los temples existenciarios radicales,
haciéndose conscientes motores de la historia, impulsen y diseñen las obras y creaciones
hacia una “concepción del mundo” que entre en conflicto (a pesar de su innegable deuda
histórica) con el sentido, el orden de valores y la estimativa de concepciones antagónicas.
En esta pugna –que no tardará en manifestarse– habrá un estallido de radical nacionalismo
como fruto de la tensión y oposición entre temples y estilos vitales distintos. Abonado por la
lucha entre intereses materiales opuestos, su desarrollo puede alcanzar imprevisible
violencia.
1
Cfr. Universidad, Pueblo y Saber.
2
corresponde a la universidad no puede ser otra que luchar por hacer que prevalezca y se
arraigue en una dimensión universal lo que haya de original y novedoso en el mensaje
latinoamericano como expresión de un “mundo nuevo” en sentido político y social.
Para que la universidad alcance a desarrollar su auténtica misión de órgano de la
revolución ideológica latinoamericana es necesario que su función formativa no se reduzca a
la simple trasmisión de conocimientos de orden apolítico –científicos o técnicos– sino
también al desarrollo y consolidación de una conciencia política que sea capaz de
enfrentarse y comprender los problemas históricos y sociales que confronta la comunidad
latinoamericana. En tal sentido, al lado de las clásicas disciplinas que integran el cuerpo del
saber universal (y que una formación universitaria exige de manera primordial), deben
instaurarse, especialmente en aquellas facultades que son los órganos de las ciencias del
espíritu, materias cuyos temas sean de orden regional y cuyo estudio contribuya a formar en
los estudiantes un conocimiento íntimo de los problemas que están latentes dentro del
mensaje del pueblo latinoamericano. A tal fin deben propiciarse los estudios que contribuyan
a la comprensión de las ideas que han formado el cuerpo espiritual de Latinoamérica, los
que apunten al despeje y esclarecimiento del ser del hombre latinoamericano –enfocado
desde un punto de vista antropológico y filosófico–, y aquellos que confluyan a clarificar la
situación sociológica que envuelve y determina la atmósfera espiritual y material del “Nuevo
Mundo”. Este cuerpo de asignaturas –orientado por un interés fundamentalmente regional–
debe servir como centro aglutinante de la formación política. Las más altas y universales
disciplinas de esta ciencia (teoría del estado, filosofía de la historia, filosofía del derecho,
etcétera) habrían de ser estudiadas en un sentido eminentemente ecuménico, aunque sus
proyecciones doctrinarias tendrían como finalidad y meta el análisis, estudio y resolución de
los problemas regionales, tratando de engarzar las intelecciones de las unas a las cuestiones
y problemas de las otras, cuando ello sea posible o necesario.
Si la universidad quiere ser –de verdad– el órgano de la revolución ideológica
latinoamericana (como ya se vislumbra en su actitud), es necesario que disfrute no sólo de
la más segura libertad de expresión y pensamiento, como garantía de su autonomía
ideológica, sino, a la vez, de absoluta independencia con respecto a factores coercitivos que
puedan retardar, desvirtuar u oponerse a su función renovadora. Poderes extraños,
deseosos de mantener a nuestra América en estado de letargo, se afanan no sólo por hacer
prevalecer las dictaduras como órganos de opresión y escarnio del pueblo, sino de
amordazar, debilitar o neutralizar la influencia de las universidades en aquel proceso. Para
esto se valen de las más sutiles argucias. No en balde, con marcada insistencia, se trata de
esparcir la prédica de un mal entendido “apoliticismo” como ideal de una pretendida actitud
academicista, tratando de hacer ver que toda manifestación o inquietud política en el seno
3
de las universidades se encuentra reñida con los auténticos fines institucionales que deben
proponerse estas corporaciones. Pero, realmente, en ello no hay razón. Si es cierto que el
estudio y la disciplina son absolutamente indispensables, nada impide que profesores y
estudiantes mantengan una alerta y vigilante conciencia frente a los procesos políticos que
inciden en el desarrollo de sus propios países y colectividades. Bien está el cultivo de la
ciencia, el constante y arduo trabajo requerido por la investigación, la máxima vigilancia y
exigencia en los rendimientos académicos, pero al lado de ello no puede exigirse que
profesores y estudiantes abandonen u olviden los problemas políticos que afectan a su
mundo en torno. Si así lo hicieran no sólo estarían asumiendo una falsa actitud, sino que
traicionarían uno de los más altos deberes que impone la misión misma de la universidad
cuando ella se piensa en conexión con los imperativos históricos que tiene contraídos como
institución creada y sostenida por el pueblo2.
En tal sentido, para que las universidades cumplan su auténtica misión y alcancen su
plena función renovadora, es necesario mantener en claro, y firmemente establecida, esta
armonía entre los intereses que se entrecruzan en su seno como realidades enclavadas en
un continente que vive y transita un momento crucial de su historia. Si bien ellas deben ser
los centros de la mejor ciencia, deben también ser los centros de la mejor conciencia. Al par
que altos y perfectísimos institutos de investigación, deben constituirse en las antenas más
sensibles que capten las sacudidas interiores de los pueblos, en centros rectores que
canalicen y dirijan las apetencias sociales del conglomerado, y en los órganos de resistencia
más firmes donde se estrellen las tentativas que ensayan los poderes extraños en su intento
de adormecer las conciencias y estrangular las voces de renovación espiritual que brotan
desde todos los ámbitos de Latinoamérica.
La universidad debería tomar clara conciencia de la difícil misión que le está asignada
en este momento auroral de la revolución latinoamericana. De la lucidez con que entienda
esta misión dependerá la hondura del compromiso que asuma como institución de un pueblo
en trance de autoafirmación histórica. Una traición a las voces de ese pueblo, una actitud de
indiferencia o debilidad en su conciencia, o el asomo de una duda acerca de la función
política que debe cumplir, serían fatales en las actuales circunstancias. Latinoamérica no
tiene una institución civil de más alta jerarquía, ni de prestigio más consolidado que la
universidad. Ella debe comprender semejante situación y ser fiel al compromiso histórico
adquirido como intérprete activa del mensaje de un pueblo que le reclama y exige su misión
rectora.
2
Cfr. Universidad, Pueblo y Saber.
4
Cuando la conciencia universitaria alcance este clima de convicción revolucionaria
–cuando sus hombres comprendan que no queda más alternativa que transformar la
universidad en órgano activo de la revolución ideológica que cunde por Latinoamérica o
condenarla a ser una institución reaccionaria– se habrá ganado con ello una nueva visión o
teoría acerca de lo que la universidad debe ser como “institución del pueblo”. Si esto se
logra podremos decir entonces que nuestras universidades –las del Nuevo Mundo– son
también la creación y expresión del nuevo espíritu latinoamericano. Pues esta nueva
universidad –concebida como la intérprete activa del mensaje político del pueblo al que sirve
como institución– será una “síntesis” en la cual quedará incorporada la vieja idea de la
universitas occidental conjugada con una de las más profundas apetencias del hombre
latinoamericano: su pasión por lo político como expresión de lo humano. La universidad será
entonces la institución del saber puesta al servicio de lo político: de la vida de la polis, del
pueblo, de la comunidad.