73 El Martr de Las Catacumbas
73 El Martr de Las Catacumbas
73 El Martr de Las Catacumbas
vida.
PREFACIO
HACE MUCHOS AÑOS que fue publicada una historia anónima titulada El Mártir de las
Catacumbas: Un episodio de la Roma antigua. Un ejemplar fue providencialmente rescatado de
un barco de vela americano y encuentra en poder del hijo del Capitán Richard Roberts, quien
comandaba aquella nave y tuvo que abandonarla en alta mar como consecuencia del
desastroso huracán ocurrido en enero de 1876.
Cuidadosamente reimpresa, presentamos aquí aquella obra, habiendo sido
celosamente fieles al original aun en su título. Sacamos a la luz esta edición, animados de la
viva esperanza de que el Señor la haya de emplear para hacerles ver a los fieles que
reflexionan, como también a los descuidados y desprevenidos y a sus descendientes en estos
últimos días malos, este palpitante cuadro de cómo sufrieron los santos de los primeros
tiempos por su fe en nuestro Señor Jesucristo, bajo una de las persecuciones más crueles de
la Roma pagana, y que en un futuro no lejano se pueden repetir con la misma intensidad de la
ira satánica, mediante el mismo Imperio Romano de inminente renacimiento.
Ojalá pueda despertar nuestra conciencia al hecho de que, si el Señor tarda en su
venida, hemos de vernos en el imperativo de sufrir por El que voluntariamente tanto sufrió por
nosotros.
La Biblia ya no ocupa el legítimo lugar que le corresponde en nuestros colegios y
universidades; la oración familiar es un hábito perdido; nuestro Señor Jesucristo, el unigénito y
bienamado Hijo del Dios viviente, es desacreditado y deshonrado precisamente en casa de
aquellos que profesan ser sus amigos; el testimonio en corporación ha desaparecido de la
tierra; no se obedece el llamado a Laodicea al arrepentimiento; y es así que la promesa del
Señor de la comunión con El está librada sólo al individuo.
Y aun a nosotros en estos días puede alcanzarnos la promesa, a Smirna: "Sé fiel hasta
la muerte y yo te daré la corona de la vida."
La sangre de los mártires de Rusia y Alemania clama desde la tierra, cual admonición a
los cristianos de todos los países.
Pero aún podemos arrancar de nuestras almas el clamor anhelante: "Ven, Señor Jesús;
ven pronto."
Hartsdale, N. Y. Richard L. Roberts
1
EL COLISEO
ERA UNO DE LOS GRANDES DÍAS de fiesta en Roma. De todos los extremos del país
las gentes convergían hacia un destino común. Recorrían el Monte Capitolino, el Foro, el
Templo de la Paz, el Arco de Tito y el palacio imperial en su desfile interminable hasta llegar al
Coliseo, en el que penetraban por las innumerables puertas, desapareciendo en el interior.
Allí se encontraban frente a un escenario maravilloso: en la parte inferior la arena
interminable se desplegaba rodeada por incontables hileras de asientos que se elevaban hasta
el tope de la pared exterior que bordeaba los cuarenta metros. Aquella enorme extensión se
hallaba totalmente cubierta por seres humanos de todas las edades y clases sociales. Una
reunión tan vasta, concentrada de tal modo, en la que sólo se podían distinguir largas filas de
rostros fieros, que se iban extendiendo sucesivamente, constituía un formidable espectáculo
que en ninguna parte del mundo ha podido igualarse, y que había sido ideado, sobre todo, para
aterrorizar e infundir sumisión en el alma del espectador. Más de cien mil almas se habían
reunido aquí, animadas de un sentimiento común, e incitadas por una sola pasión. Pues lo que
les había atraído a este lugar era una ardiente sed de sangre de sus semejantes. Jamás se
hallará un comentario más triste de esta alardeada civilización de la antigua Roma, que este
macabro espectáculo creado por ella.
Allí se hallaban presentes guerreros que habían combatido en lejanos campos de
batalla, y que estaban bien enterados de lo que constituían actos de valor; sin embargo, no
sentían la menor indignación ante las escenas de cobarde opresión que se desplegaban ante
sus ojos. Nobles de antiguas familias se hallaban presentes allí, pero no tenían ojos para ver en
estas exhibiciones crueles y brutales el estigma sobre el honor de su patria. A su vez los
filósofos, los poetas, los sacerdotes, los gobernadores, los encumbrados, como también los
humildes de la tierra, atestaban los asientos; pero los aplausos de los patricios eran tan
sonoros y ávidos como los de los plebeyos. ¿Qué esperanza había para Roma cuando los
corazones de sus hijos se hallaban íntegramente dados a la crueldad y a la opresión más brutal
que se puede imaginar?
El sillón levantado sobre un lugar prominente del enorme anfiteatro se hallaba ocupado por el
Emperador Decio, a quien rodeaban los principales de los romanos. Entre éstos se podía
contar un grupo de la guardia pretoriana, que criticaban los diferentes actos de la escena que
se desenvolvía en su presencia con aire de expertos. Sus carcajadas estridentes, su alborozo y
su espléndida vestimenta los hacían objeto de especial atención de parte de sus vecinos.
Ya se habían presentado varios espectáculos preliminares, y era hora de que
empezaran los combates. Se presentaron varios combates mano a mano, la mayoría de los
cuales tuvo resultados fatales, despertando diferentes grados de interés, según el valor y habili-
dad que derrochaban los combatientes. Todo ello lograba el efecto de aguzar el apetito de los
espectadores, aumentando su vehemencia, llenándoles del más ávido deseo por los eventos
aun más emocionantes que habían de seguir.
Un hombre en particular había despertado la admiración y el frenético aplauso de la
multitud. Se trataba de un africano de Mauritania, cuya complexión fortaleza eran de gigante.
Pero su habilidad igualaba a su fortaleza. Sabía blandir su corta espada con destreza
maravillosa, y cada uno de los contrincantes que hasta el momento había tenido yacía muerto.
Llegó el momento en que había de medirse con un gladiador de Batavia, hombre al cual
solamente él le igualaba en fuerza y en estatura. Pero los separaba un contraste sumamente
notable. El africano era tostado, de cabello relumbrante y rizado y ojos chispeantes; el de
Batavia era de tez ligera, de cabello rubio y de ojos vivísimos de color gris. Era difícil decir cuál
de ellos llevaba ventaja; tan acertado había sido el cotejo en todo sentido. Pero, como el
primero había ya estado luchando por algún tiempo, se pensaba que él tenía esto como una
desventaja. Llegó, pues, el momento en que se trabó la contienda con gran vehemencia y
actividad de ambas partes. El de Batavia asestó tremendos golpes a su contrincante, que
fueron parados gracias a la viva destreza de éste. El africano era ágil y estaba furioso, pero
nada podía hacer contra la fría y sagaz defensa de su vigilante adversario.
Finalmente, a una señal dada, se suspendió el combate, y los gladiadores fueron
retirados, pero de ninguna manera ante la admiración o conmiseración de los espectadores,
sino simplemente por el sutil entendimiento de que era el mejor modo de agradar al público
romano.
Todos entendían, naturalmente, que los gladiadores volverían.
Llegó ahora el momento en que un gran número de hombres fue conducido a la arena.
Estos todavía estaban armados de espadas cortas. No bien pasó un momento, cuando ya ellos
habían empezado el ataque. No era un conflicto de dos bandos opuestos, sino una contienda
general, en la cual cada uno atacaba a su vecino. Tales escenas llegaban a ser las más
sangrientas, y por lo tanto las que más emocionaban a los espectadores. Un conflicto de este
tipo siempre destruiría el mayor número en el menor tiempo. La arena presentaba el escenario
de confusión más horrible. Quinientos hombres en la flor de la vida y la fortaleza, armados de
espadas luchaban en ciega confusión unos contra otros. Algunas veces se trenzaban en una
masa densa y enorme; otras veces se separaban violentamente, ocupando todo el espacio
disponible, rodeando un rimero de muertos en el centro del campo. Pero, a la distancia, se
asaltaban de nuevo con indeclinable y sedienta furia, llegando a trabarse combates separados
en todo el rededor del macabro escenario; el victorioso en cada uno corría presuroso a tomar
parte en los otros, hasta que los últimos sobrevivientes se hallarían nuevamente empeñados en
un ciego combate masivo.
A la larga las luchas agónicas por la vida o la muerte se tornaban cada vez más débiles.
Solamente unos cien quedaban de los quinientos que empezaron, a cual más agotados y
heridos. Repentinamente se dio una señal y dos hombres saltaban a la arena y se precipitaban
desde extremos opuestos sobre esta miserable multitud. Eran el africano y el de Batavia. Ya
frescos después del reposo, caían sobre los infelices sobrevivientes que ya no tenían ni el
espíritu para combinarse, ni la fuerza para resistir. Todo se reducía a una carnicería. Estos
gigantes mataban a diestra y siniestra sin misericordia, hasta que nadie más que ellos quedaba
de pie en el campo de la muerte y oían el estruendo del aplauso de la muchedumbre.
Estos dos nuevamente renovaban el ataque uno contra el otro, atrayendo la atención de
los espectadores, mientras eran retirados los despojos miserables de los muertos y heridos. El
combate volvía a ser tan cruel como el anterior y de invariable similitud. A la agilidad del
africano se oponía la precaución del de Batavia. Pero finalmente aquél .lanzó una desesperada
embestida final; el de Batavia lo paró y con la velocidad del relámpago devolvió el golpe. El
africano retrocedió ágilmente y soltó su espada. Era demasiado tarde, porque el golpe de su
enemigo le había traspasado el brazo izquierdo. Y conforme cayó, un alarido estrepitoso de
salvaje regocijo surgió del centenar de millares de así llamados seres humanos. Pero esto no
había de considerarse como el fin, porque mientras aún el conquistador estaba sobre su
víctima, el personal de servicio se introdujo de prisa a la arena y lo sacó. Empero tanto los
romanos como el herido sabían que no se trataba de un acto de misericordia. Sólo se trataba
de reservarlo para el aciago fin que le esperaba.
-El de Batavia es un hábil luchador, Marcelo -comentó un joven oficial con su
compañero de la concurrencia a la que ya se ha aludido.
-Verdaderamente que lo es, mi querido Lúculo -replicó el otro-. No creo haber visto
jamás un gladiador mejor que éste. En verdad los dos que se han batido eran mucho mejores
de lo común.
-Allá adentro tienen un hombre que es mucho mejor que estos dos.
-¡Ah! Quién es él?
-El gran gladiador Macer. Se me ocurre que él es el mejor que jamás he visto.
-Algo he oído respecto a él. ¿Crees que lo sacarán esta tarde?
-Entiendo que sí.
Esta breve conversación fue bruscamente interrumpida por un tremendo rugido que
surcó los aires procedentes del vivario, o sea el lugar en donde se tenían encerradas las fieras
salvajes. Fue uno de aquellos rugidos feroces y terroríficos que solían lanzar las más salvajes
de las fieras cuando habían llegado al colmo del hambre que coincidía con el mismo grado de
furor.
No tardaron en abrirse los enrejados de hierro manejados por hombres desde arriba,
apareciendo el primer tigre al acecho en la arena. Era un fiera del África, desde donde había
sido traída no muchos días antes. Durante tres días no había probado alimento alguno, y así el
hambre juntamente con el prolongado encierro había aguzado su furor a tal extremo que
solamente el contemplarlo aterrorizaba. Azotándose con la cola recorría la arena mirando hacia
arriba, con sanguinarios ojos, a los espectadores. Pero la atención de éstos no tardó en
desviarse hacia un objeto distinto. Del otro extremo de donde la fiera se hallaba fue arrojado a
la arena nada menos que un hombre. No llevaba armadura alguna, sino que estaba desnudo
como todos los gladiadores, con la sola excepción de un taparrabo. Portando en su diestra la
habitual espada corta, avanzó con dignidad y paso firme hacia el centro del escenario.
En el acto todas las miradas convergieron sobre este hombre. Los innumerables
espectadores clamaron frenéticamente: "¡Macer, Macer!"
El tigre no tardó en verlo, lanzando un breve pero salvaje rugido que infundía terror.
Macer con serenidad permaneció de pie con su mirada apacible pero fija sobre la ñora que
movía la cola con mayor furia cada vez, dirigiéndose hacia él. Finalmente el tigre se agazapó, y
de esta posición con el impulso característico se lanzó en un salto feroz sobre su presa. Macer
no estaba desprevenido. Como una centella voló hacia la izquierda, y no bien había caído el
tigre en tierra, cuando le aplicó una estocada corta pero tajante y certera en el mismo corazón.
¡Fue el golpe fatal para la fiera! La enorme bestia se estremeció de la cabeza a los pies, y
encogiéndose para sacar toda la fuerza de sus entrañas, soltó su postrer bramido que se oyó
casi como el clamor de un ser humano, después de lo cual cayó muerta en la arena.
Nuevamente el aplauso de la multitud se oyó como e1 estrépito del trueno por todo el
derredor.
-¡Maravilloso! -exclamó Marcelo-, ¡jamás he visto habilidad como la de Macer!
Su amigo le contestó reanudando la charla, -¡Sin duda se ha pasado la vida luchando!
Pronto el cuerpo del animal muerto fue arrastrado fuera de la arena, al mismo tiempo
que se oyó el rechinar de las rejas que se abrían nuevamente atrayendo la atención de todos.
Esta vez era un león. Se desplazó lentamente en dirección opuesta, mirando en derredor suyo
al escenario que le rodeaba, en actitud de sorpresa. Era éste el ejemplar más grande de su
especie, todo un gigante en tamaño, habiendo sido largo tiempo preservado hasta hallarle un
adversario adecuado. A simple vista parecía capaz de hacer frente victoriosamente a dos tigres
como el que le había precedido. A su lado Macer no era sino una débil criatura.
El ayuno de esta fiera había sido prolongado, pero no mostraba la furia del tigre.
Atravesó la arena de uno a otro extremo, y luego a todo el rededor en una especie de trote,
como si buscara una puerta de escape. Mas hallando todo cerrado, finalmente retrocedió hacia
el centro, y pegando el rostro contra el suelo dejó oír profundo bramido tan alto y prolongado
que las enormes piedras del mismo Coliseo vibraron con el sonido.
Macer permaneció inmóvil. Ni un solo músculo de su rostro cambió en lo más mínimo.
Estaba con la cabeza erguida con la expresión vigilante y característica, sosteniendo su espada
en guardia. Finalmente el león se lanzó sobre él de lleno. El rey de las fieras y el rey de la
creación se mantuvieron frente a frente mirándose a los ojos el uno al otro. Pero la mirada
serena del hombre pareció enardecer la ira propia del animal. Erecta la cola y todo él,
retrocedió; y tirando su melena, se agazapó hasta el suelo en preparación para saltar.
La enorme multitud se paró embelesada. He aquí una escena que merecía su interés.
La masa obscura del león se lanzó al frente, y otra vez el gladiador en su habitual
maniobra saltó hacia el costado y lanzó su estocada. Empero esta vez la espada solamente
hirió una de las costillas y se le cayó de la mano. El león fue herido ligeramente, pero el golpe
sirvió sólo para levantar su furia hasta el grado supremo.
Macer empero no perdió ni un ápice de su característica calma y frialdad en este
momento tremendo. Perfectamente desarmado en espera del ataque, se plantó delante de la
fiera. Una y otra vez el león lanzó sus feroces ataques, y cada uno fue evadido por el ágil
gladiador, quien con sus hábiles movimientos se cercaba ingeniosamente al lugar en donde
estaba su arma hasta lograr tomarla nuevamente. Y ahora, otra vez armado de su espada
protectora, esperaba el zarpazo final de la fiera que respiraba muerte. El león se arrojó como la
vez anterior, pero esta vez Macer acertó en el blanco. La espada le traspasó, el corazón, la
enorme fiera cayó contorsionándose de dolor. Poniéndose en pie se echó a correr por la arena,
y tras Su último rugido agónico cayó muerto junto a las rejas por donde había salido.
Ahora Macer fue conducido fuera del ruedo, viéndose aparecer nuevamente al de
Batavia. Se trataba de un público de refinado gusto, que demandaba variedad. A1 nuevo
contendor le soltaron un tigre pequeño, el cual fue vencido. Seguidamente se le soltó un león.
Este dio muestras de extrema ferocidad, aunque por su tamaño no salía de lo común. No cabía
la menor duda de que el de Batavia no se igualaba a Macer. El león se lanzó sobre su víctima,
habiendo sido herido; pero, al lanzarse por segunda vez al ataque, agarró a su adversario, y
literalmente lo despedazó. Entonces nuevamente fue sacado Macer, para quien fue tarea fácil
acabar con el cachorro.
Y esta vez, mientras Macer permanecía de pie recibiendo los interminables aplausos,
apareció un hombre por el lado opuesto. Era el africano. Su brazo ni siquiera se le había
vendado sino que colgaba a su costado, completamente cubierto de sangre. Se encaminó
titubeando hacia Macer, con penosos pasos de agonía. Los romanos sabían que éste había
sido enviado sencillamente para que fuese muerto. Y el desventurado también lo sabía, porque
conforme se acercó a su adversario, arrojó su espada y exclamó en una actitud más bien de
desesperación:
-¡Mátame pronto! Líbrame del dolor.
Todos los espectadores a uno quedaron mudos de asombro al ver a Macer retroceder y
arrojar al suelo su espada. Todos seguían contemplando maravillados hasta lo sumo y
silenciosos. Y su asombro fue tanto mayor cuando Macer volvió hacia el lugar donde se hallaba
el Emperador, y levantando las manos muy alto clamó con voz clara que a todos alcanzó:
-¡Augusto Emperador, yo soy cristiano! Yo pelearé con fieras silvestres, pero jamás
levantaré mi mano contra mis semejantes, los hombres, sean del color que fueren. Yo moriré
gustoso; pero ¡yo no mataré!
Ante semejantes palabras y actitud se levantó un creciente murmullo.
-¿Qué quiere decir éste? ¡Cristiano! ¿Cuándo sucedió su conversión? -preguntó
Marcelo.
Lúculo contestó, -Supe que lo habían visitado en el calabozo los malditos cristianos, y que él se
habría unido a esa despreciable secta, en la cual se halla reunida toda la hez de la humanidad.
Es muy probable que se haya vuelto cristiano.
-¿Y preferirá él morir antes que pelear?
-Así suelen proceder aquellos fanáticos.
La sorpresa de aquel populacho fue reemplazada por una ira salvaje. Les indignaba que
un mero gladiador se atreviera a decepcionarles. Los lacayos se apresuraron a intervenir para
que la lucha continuara. Si en verdad Macer insistía en negarse a luchar debería sufrir todo el
peso de las consecuencias.
Pero la firmeza del cristiano era inconmovible. Absolutamente desarmado avanzó hacia
el africano, a quien él podría haber dejado muerto solamente con un golpe de su puño. El rostro
del africano se había tornado en estos breves instantes cual el de un feroz endemoniado. En
sus siniestros ojos relumbraba una mezcla de sorpresa y regocijo loco. Recogiendo su espada
y asiéndola firmemente se dispuso al ataque con toda libertad, hundiéndola de un golpe en el
corazón de Macer.
--¡SEÑOR JESÚS, RECIBE MI ESPIRITU! -Salieron esas palabras entre el torrente de
sangre en medio del cual este humilde pero osado testigo de Cristo dejó la tierra, uniéndose al
nobilísimo ejército de mártires.
-¿Suele haber muchas escenas como ésta? -preguntó Marcelo.
-Así suele ser. Cada vez que se presentan cristianos. Ellos hacen frente a cualquier
número de fieras. Las muchachas caminan de frente firmemente desafiando a los leones y a
los tigres, pero ninguno de estos locos quiere levantar su mano contra otros hombres. Este
Macer ha desilusionado amargamente a nuestro populacho. Era el más excelente de todos los
gladiadores que se han conocido; empero, al convertirse en cristiano, cometió la peor de las
necedades.
Marcelo contestó meditativo, -¡Fascinante religión debe ser aquella que lleva a un
simple gladiador a proceder de la manera que hemos visto!
-Ya tendrás la oportunidad de contemplar mucho más de esto que te admira.
-¿Cómo así?
-¿No lo has sabido? Estás comisionado para desenterrar a algunos de estos cristianos.
Se han introducido en las catacumbas y hay que perseguirlos.
-Cualquiera pensaría que ya tienen suficiente. Solamente esta mañana quemaron
cincuenta de ellos.
-Y la semana pasada degollaron cien. Pero eso no es nada. La ciudad íntegra se ha
convertido en todo un enjambre de ellos. Pero el Emperador Decio ha resuelto restaurar en
toda su plenitud la antigua religión de los romanos. Desde que estos cristianos han aparecido el
imperio va en vertiginosa declinación. En vista de eso él se ha propuesto a aniquilarlos por
completo. Son la mayor maldición, y como a tal se les tiene que tratar. Pronto llegarás a
comprenderlo.
Marcelo contestó con modestia: -Yo no he residido en Roma lo suficiente, y es así que
no comprendo qué es lo que los cristianos creen en verdad. Lo que ha llegado a mis oídos es
que casi cada crimen que sucede se les imputa a ellos. Sin embargo, en el caso de ser como tú
dices, he de tener la oportunidad de llegar a saberlo.
En ese momento una nueva escena les llamó la atención. Esta vez entró al escenario
un anciano, de figura inclinada y cabello blanco plateado. Era de edad muy avanzada. Su
aparición fue recibida con gritos de burla e irrisión, aunque su rostro venerable y su actitud
digna hasta lo sumo hacían presumir que se le presentaba para despertar admiración. Mientras
las risotadas y los alaridos de irrisión herían sus oídos, él elevó su cabeza al mismo tiempo que
pronunció unas pocas palabras.
-¿Quién es él? -preguntó Marcelo.
-Ese es Alejandro, un maestro de la abominable secta de los cristianos, Es tan
obstinado que se niega a retractarse...
-Silencio. Escucha lo que está hablando.
-Romanos, -dijo el anciano-, yo soy cristiano. Mi Dios murió por mí, y yo gozoso ofrezco
mi vida por El. (Esta persecución por el Emperador Decio fue desde el año 249 al 251 A. C., o
sea que duró como dos años y medio. Decio murió en batalla con los Godos más o menos a
fines de 251 A. C.)
Un bronco estallido de gritos e imprecaciones salvajes ahogaron su voz. Y antes que
aquello hubiera concluido, tres panteras aparecieron saltando hacia él. El anciano cruzó los
brazos, y elevando sus miradas al cielo, se le veía mover los labios como musitando sus
oraciones. Las salvajes fieras cayeron sobre él mientras oraba de pie, y en cuestión de
segundos lo habían destrozado.
Seguidamente dejaron entrar otras fieras salvajes. Empezaron a saltar alrededor del
ruedo intentando saltar contra las barreras. En su furor se trenzaron en horrenda pelea unas
contra otras. Era una escena espantosa.
En medio de la misma fue arrojada una banda de indefensos prisioneros, empujados
con rudeza. Se trataba principalmente de muchachas, que de este modo eran ofrecidas a la
apasionada turba romana sedienta de sangre. Escenas como ésta habrían conmovido el
corazón de cualquiera en quien las últimas trazas de sentimientos humanos no hubiesen sido
anuladas. Pero la compasión no tenía lugar en Roma. Encogidas temerosas las infelices
criaturas, mostraban la humana debilidad natural al enfrentarse con muerte tan terrible; pero de
un momento a otro, algo como una chispa misteriosa de fe las poseía y las hacía superar todo
temor. Al darse cuenta las fieras de la presencia d sus presas, empezaron a acercarse. Estas
muchachas juntando las manos, pusieron los ojos en los cielos, y elevaron un canto solemne e
imponente, que se elevó con claridad y bellísima dulzura hacia las mansiones celestiales:
Al que nos amó,
Al que nos ha lavado de nuestros pecados
En su propia sangre;
A1 que nos ha hecho reyes y sacerdotes,
Para nuestro Dios y Padre;
A El sea gloria y dominio
Por los siglos de los siglos.
¡Aleluya! ¡Amén!
Una por una fueron silenciadas las voces, ahogadas con su propia sangre, agonía y
muerte; uno por uno los clamores y contorsiones de angustia se confundían con exclamaciones
de alabanza; y estos bellos espíritus juveniles, tan heroicos ante el sufrimiento y fieles hasta la
muerte, llevaron su canto hasta unirlo con los salmos de los redimidos en las alturas.
***
2
EL CAMPAMENTO PRETORIANO
MARCELO HABÍA NACIDO en Gades, y se había criado bajo la férrea disciplina del
ejército romano. Había estado en destacamentos en África, en Siria y Bretaña, y en todas
partes se había distinguido, no solamente por su valor en el campo de batalla sino también por
su sagaz habilidad administrativa, razones éstas por las cuales se había hecho merecedor de
honores y ascensos. A su llegada a Roma, adonde había venido portando importantes
mensajes, había agradado al Emperador de tal manera que le había destinado a un puesto
honorable entre los pretorianos.
Lúculo, por el contrario, jamás había salido de las fronteras de Italia, apenas quizá de la
ciudad. Pertenecía a una de las más antiguas y nobles familias romanas, y era, naturalmente,
heredero de abundantes riquezas, con la correspondiente influencia que a éstas acompaña.
Había sido cautivado por el osado y franco carácter de Marcelo, siendo así que los dos jóvenes
se convirtieron en firmes amigos. El conocimiento minucioso que de la capital poseía Lúculo, le
deparaba la facilidad de servir a su amigo; y las escenas descritas en el capítulo precedente
fueron en una de las primeras visitas que Marcelo hacía al renombrado Coliseo.
El campamento pretoriano estaba situado junto a muralla de la ciudad, a la cual su
hallaba unido por otra muralla que lo circundaba. Los soldados vivían en cuartos a modo de
celdas perforadas en la misma pared. Era un cuerpo integrado por numerosos hombres
cuidadosamente seleccionados, y su posición en la capital les concedió tal poder e influencia
que por muchas edades mantuvieron el control del gobierno de la capital. Un puesto de mando
entre los pretoriano significaba un camino seguro hacia la fortuna, y Marcelo reunía todas las
condiciones para que se le augurara un futuro pletórico de perspectivas y todos los honores
que el favor del Emperador podía depararle.
En la mañana del día siguiente, Lúculo ingresó a su cuarto, y después de haber
cambiado los saludos usuales y de confianza, empezó a hablar respecto a la lucha que habían
presenciado.
Marcelo dijo: -Tales escenas no son de las que en verdad me agradan. Son actos de
crasa cobardía. A cualquiera le puede complacer el ver a dos hombres bien entrenados
trabarse en pareja lucha limpiamente; pero aquellas carnicerías que se ven en el Coliseo son
detestables. ¿Por qué había de matarse a Macer? El era uno de los más valientes de los
hombres, y yo tributo todo mi homenaje a su valentía inimitable. ¿Y por qué se ha de arrojar a
las fieras salvajes a aquellos ancianos y niños?
-Es que ésos eran cristianos. Y la ley es sagrada inquebrantable.
-Esa es la respuesta de siempre. ¿Qué delito han cometido los cristianos? Yo me he
encontrado con ellos por todas partes del imperio, pero jamás los he visto entregados ni
comprometidos siquiera en perturbaciones o cosa semejante.
-Ellos son lo peor de la humanidad.
-Esa es la acusación. Pero ¿qué pruebas hay?
-¿Pruebas? -Qué necesidad tenemos de pruebas, si se sabe hasta la saciedad lo que son y
hacen. Conspiran en secreto contra las leyes y la religión de nuestro estado. Y tanta es la
magnitud de su odio contra las instituciones que ellos prefieren morir antes que ofrecer
sacrificio. No reconocen rey ni monarca alguno en la tierra, sino a aquel judío crucificado que
ellos insisten en que vive actualmente. Y tanta es su malevolencia hacia nosotros que llegan a
afirmar que hemos de ser torturados toda nuestra vida futura en los infiernos.
-Todo eso puede ser verdad. De eso no entiendo nada. Respecto a ellos yo no conozco
nada.
-La ciudad la tenemos atestada de ellos; el imperio ha sido invadido. Y ten presente esto
que te digo. La declinación de nuestro amado imperio que vemos y lamentamos por todas
partes, el que se hayan difundido, la debilidad y la insubordinación, la contracción de nuestras
fronteras: todo esto aumenta conforme aumentan los cristianos. ¿A quién más se deben todos
estos males, si no es a ellos?
-¿Cómo así han llegado ellos a originar todo esto?
-Por medio de sus enseñanzas y sus prácticas detestables. Ellos enseñan que el pelear es
malo, que los soldados son los más viles de los hombres, que nuestra gloriosa religión bajo la
cual hemos prosperado es una maldición, y que nuestros dioses inmortales no son sino
demonios malditos. Según sus doctrinas, ellos tienen como objetivo derribar nuestra moralidad.
En sus prácticas privadas ellos realizan los más tenebrosos e inmundos de los crímenes. Ellos
siempre mantienen entre sí el más impenetrable secreto, pero a veces hemos llegado a
escuchar sus perniciosos discursos y sus impúdicos cantos.
-A la verdad que, de ser todo esto así, es algo sumamente grave y merecen el más
severo castigo. Pero, de acuerdo a tu propia declaración, ellos mantienen el secreto entre ellos,
y por consiguiente se sabe muy poco de ellos. Dime, aquellos hombres que sufrieron el martirio
ayer, ¿tenían apariencia de todo esto? Aquel anciano, tenía algo que demostrara que había
pasado su vida entre escenas de vicio? Eran acaso impúdicos los cantos que elevaron esas
bellísimas muchachas mientras esperaban ser devoradas por los leones?
Al que nos amó;
Al que nos ha lavado de nuestros pecados con su sangre.
Y Marcelo cantó en voz baja y suave las palabras que él había oído.
-Te confieso, amigo, que yo en el fondo de mi alma lamenté la suerte de ellos.
A lo que Marcelo añadió, -Y yo, habría llorado si no hubiera sido soldado romano. Detente un
momento y reflexiona. Tú me dices cosas respecto a los cristianos que al mismo tiempo
confiesas que solamente las sabes de oídos, de labios de aquellos que también ignoran lo que
dicen. Te atreves a afirmar que son infames y viles, el desecho de la tierra. Yo personalmente
los contemplo cuando afrontan la muerte, que es la que prueba las cualidades más elevadas
del alma. Le hacen frente con toda nobleza, al extremo de morir alegremente. Roma en toda su
historia no puede exhibir un solo ejemplo de escena de mayor devoción que la que
presenciamos ayer. Tú dices que ellos detestan a los soldados, pero son sobremanera
valientes; me dices que son traidores, sin embargo ellos no resisten a la ley; haces
declaraciones de que ellos son impuros, empero, si se puede decir que exista pureza en toda la
tierra, corresponde a las bellísimas doncellas que murieron ayer.
-Te entusiasmas excesivamente por aquellos parias.
-No es mero entusiasmo, Lúculo. Yo deseo saber la verdad. Toda mi vida he oído estas
referencias. Pero ante lo que vi ayer juntamente contigo, por primera vez he llegado a
sospechar de su veracidad. Y ahora te pregunto a ti con todo mi afán, y descubro que tu
conocimiento no se funda en nada. Y hoy yo bien recuerdo que estos cristianos por todo el
mundo son personas pacíficas y honradas a toda prueba. Jamás toman parte en
levantamientos o perturbaciones, y estoy convencido que ninguno de estos crímenes que se
les imputan podrá probarse contra ellos. ¿Por qué, entonces, se les mata?
-Sin embargo el Emperador tiene que tener buenas razones para haberlo dispuesto así.
-Bien puede él haber sido instigado por consejeros ignorantes o maliciosos.
Tengo entendido que es una resolución tomada por él mismo.
-El número de los que han sido entregados a la muerte de esa manera y por el mismo
motivo es enorme.
-Oh, sí, son algunos millares. Quedan muchos más; pero es que no se les puede
capturar. Y precisamente eso me recuerda la razón de mi presencia acá. Te traigo la comisión
imperial.
Lúculo extrajo de los dobleces de su capa militar un rollo de pergamino, el cual entregó
a Marcelo. Este último examinó con avidez su contenido. Se le ascendía a un grado mayor, al
mismo tiempo que se le comisionaba para buscar, perseguir y detener a los cristianos en donde
fuera que se hallasen ocultos, haciéndose mención en particular de las catacumbas.
Marcelo leyó con el ceño fruncido y luego puso el rollo a un lado.
-No pareces estar muy contento.
-Te confieso que la tarea es desagradable. Soy un soldado y no me gusta eso de andar
a la caza de viejos débiles y niños para los verdugos. Sin embargo, como soldado debo
obedecer. Dime algo acerca de esas catacumbas.
-Las catacumbas? Es un distrito subterráneo que hay debajo de la ciudad, y cuyos
límites nadie conoce. Los cristianos huyen a las catacumbas cada vez que se hallan en peligro;
también están ya habituados a enterrar a sus muertos allí. Una vez que logran penetrar allí, se
pueden considerar fuera del alcance de los poderes del estado.
-Quién hizo las catacumbas?
-Nadie sabe con exactitud. El hecho es que han existido allí por muchos siglos. Yo creo
que fueron excavadas con el objeto de extraer arena para edificaciones. Pues en la actualidad
todo nuestro cemento proviene de allí, y podrás ver innumerables obreros trayendo el cemento
a la ciudad por todos los caminos. En la actualidad tienen que ir hasta una gran distancia,
porque con el transcurso de los años han excavado tanto debajo de la ciudad que la han
dejado sin fundamento.
-Existe alguna entrada regular?
-Hay entradas innumerables. Precisamente esa es la dificultad. Pues si hubiera
solamente unas pocas, entonces podríamos capturar a los fugitivos. Pero así no podemos
distinguir de qué dirección hemos de avanzar contra ellos.
-Hay algún distrito del cual se sospecha?
-Sí. Siguiendo por la Vía Apia, como a dos millas, cerca a la tumba de Cecilia Metella, la
gran torre redonda que conoces, allí se han encontrado muchos cadáveres. Hay conjeturas que
esos son cuerpos de los cristianos que han sido rescatados del anfiteatro y llevados allá para
ciarles sepultura. Al acercarse los guardias los cristianos han dejado los cadáveres y han huido.
Pero, después de todo, eso no ayuda en nada, porque después que uno penetra a las
catacumbas, no puede considerar que está más cerca del objetivo que antes. No hay ser
humano que pueda penetrar a aquel laberinto sin el auxilio de aquellos que viven allí mismos.
-¿Quiénes viven allí?
-Los excavadores, que aún se dedican a cavar la cierra en busca de arena para las
construcciones. Casi todos ellos son cristianos, y siempre están ocupados a cavar tumbas para
los cristianos que mueren. Esos hombres han vivido allí toda la vida, y no solamente puede
decir que están familiarizados con todos aquellos pasajes, sino que tienen una especie de
instinto que les guía.
-Has entrado algunas veces a las catacumbas, ¿verdad?
-Una vez, hace mucho tiempo, cuando un excavador me acompañó. Pero sólo
permanecí allí un corto tiempo. Me dio la impresión de ser el lugar más terrible que hay en el
mundo.
-Yo he oído hablar de las catacumbas, pero en realidad no sabía nada respecto a ellas.
Es extraño que sean tan poco conocidas. ¿No podrían esos excavadores comprometerse a
guiar a los guardias por todo ese laberinto?
-No, ellos no entregarían a los cristianos.
-Pero, ¿se ha intentado hacerlo?
-Oh, sí. Algunos obedecen y guían a los oficiales de la justicia a través de la red de
pasajes, hasta que llega un momento en que casi pierden el sentido. Las antorchas casi se
extinguen, llegando ellos a aterrorizarse. Y entonces piden que se regrese. El excavador
expresa que los cristianos deben haber huido, y así regresa al oficial al punto de partida o
ingreso.
-¿Y ninguno tiene la suficiente resolución de seguir hasta llegar a encontrar a los
cristianos?
-Si insisten en continuar la búsqueda, los excavadores les guían hasta cuando quieran.
Pero lo hacen por los incontables pasajes que interceptan algunos distritos particulares.
-¿Y no se ha encontrado uno solo que entregue a los fugitivos?
-Sí, algunas veces. Pero, ¿de qué sirve? A la primera señal de alarma todos los
cristianos desaparecen por los conductos laterales que se abren por todas partes.
-Mis perspectivas de éxito parecen muy pocas.
-Podrán ser muy pocas, pero mucha esperanza se tiene cifrada en tu osadía v
sagacidad. Pues si llegas a tener éxito en esta empresa que se te comisiona, habrás
asegurado tu fortuna. Y ahora, ¡buena suerte! Te he dicho todo lo que yo conozco. No tendrás
dificultad en aprender mucho más de cualquiera de los excavadores.
Eso decía Lúcido al mismo tiempo que se marchaba. Marcelo hundió su rostro entre las
manos, y se sumió en profundos pensamientos. Empero, en medio de su meditación le
perseguía, como envolviéndole, la otra cada vez más penetrante de aquella gloriosa melodía
que evidenciaba el triunfo sobre la muerte: Al que nos amó. Al que nos ha lavado de nuestros
pecados.
***
3
LA VIA APIA
***
4
LAS CATACUMBAS
Nada de luz, sino sólo tinieblas Que descubrían cuadros de angustia,
Regiones de dolor, funestas sombras.
En casi todas las planchas ¿él vio la misma dulce benigna palabra. "PAZ," pensaba
Marcelo. "Que gente más maravillosa son estos cristianos, que aun en medio de escenarios
como éste abrigan su sublime desdén a la muerte."
Sus ojos se habituaban cada vez mejor a las tinieblas conforme avanzaba. Ahora el
pasillo empezaba a estrecharse; el techo se inclinaba y los lados se acercaban; ellos tenían
que agacharse y caminar más despacio. Las murallas eran toscas y rudamente cortadas
conforme las dejaban los trabajadores cuando extraían dc aquí su última carga de arena para
los edificios del exterior. La humedad subterránea y las acrecencias de honguillos se hallaban
regadas por todas partes, agravando todo su color tétrico, saturando el aire de pesada
humedad, mientras que el humo de las antorchas hacía la atmósfera tanto más depresiva.
Pasaron centenares de pasillos y decenas de lugares en que se encontraban
numerosas sendas, que se separaban en diferentes direcciones. Estas innumerables sendas
demostraban a Marcelo hasta qué punto se hallaba fuera de toda esperanza, cortado del
mundo del exterior. Este niño lo tenía en sus manos.
-¿Suelen perderse algunas personas acá?
-Con gran frecuencia.
-¿Qué pasa con ellos?
-Algunas veces vagan hasta que encuentran a algún amigo; algunas otras veces nunca
más se oye nada de ellos. Pero en la actualidad la mayoría de nosotros conocemos el lugar tan
bien, que si nos perdernos, no tardamos en llegar de nuevo, a tientas, a alguna senda
conocida.
Una cosa en particular impresionó mayormente al joven oficial, y era la inmensa
preponderancia de las tumbas pequeñas. Polio le explicó que esas pertenecían a niños. Ello le
despertó sentimientos y emociones que no había experimentado antes.
"¡Niños!" pensaba él. "¿Qué hacen ellos? ¿Los jóvenes, los puros, los inocentes? ¿Por
qué no fueron sepultados arriba, en donde los rayos bienhechores del sol los abrigarían y las
flores adornarían sus tumbas? Acaso ellos hollaron senderos tan tenebrosos como estos en
sus cortos días de vida? ¿Acaso ellos hubieron de compartir su suerte con aquellos que
recurrieron a estos tétricos escondites en su huida de la persecución? ¿Acaso el aire deletéreo
de esta interminable tristeza de estas pavorosas moradas aminoró sus preciosas vidas
infantiles, y quitó de la vida sus inmaculados espíritus antes de su tiempo de madurez?
Marcelo, como en un suspiro, preguntó, -Largo tiempo hace que nos encontramos en
esta marcha, ¿estamos ya para llegar?
El niño le contestó, -Muy pronto llegaremos.
Sean cuales hayan sido las ideas que Marcelo abrigaba antes de llegar acá en cuanto a
la caza de estos fugitivos, ahora se había convencido que todo intento de hacerlo era
absolutamente en vano. Todo un ejército de soldados podía penetrar aquí y jamás llegar ni
siquiera a ver un solo cristiano. Y cuanto más se alejara, tanto más desesperanzada sería la
jornada. Ellos podrían diseminarse por estos innumerables pasillos y vagar por allí hasta
encontrar la muerte.
Pero ahora un sonido apenas perceptible, como de gran distancia, atrajo su atención.
Dulce y de una dulzura indescriptible, bajísimo y musical, venía procedente de los largos
pasillos, llegando a encantarle como si fuera uña voz de las regiones celestiales.
Continuaron su lenta marcha, hasta que una luz brilló delante de ellos, hiriendo las
densas tinieblas con sus rayos. Los sonidos aumentaban, elevándose de pronto en un coro de
magnificencia imponderable, para luego disminuir y menguar hasta tornarse en unos lamentos
de penitentes súplicas.
Dentro de unos cuantos minutos llegaron a un to en que tuvieron que voltear en su
marcha, desembocando ante un escenario que bruscamente apareció delante de sus ojos.
-¡Alto! -exclamó Polio, al mismo tiempo que tenía a su compañero y apagaba la luz de la
antorcha que les había guiado hasta aquí. Marcelo obedeció, y miró con profunda avidez al
espectáculo que se le ofrecía a la vista. Estaban en una cámara abovedada como de unos
cinco metros de alto y diez en cuadro. Y en tan reducido espacio se albergaban como cien per-
sonas, hombres, mujeres y niños. A un lado había una mesa, tras la cual estaba de pie un
anciano venerable, el cual parecía ser el dirigente de ellos. El lugar se hallaba iluminado con el
reflejo de algunas antorchas que arrojaban su mortecina luz rojiza sobre la asamblea toda. A
los presentes se les veía cargados de inquietud y demacrados, observándose en sus rostros la
misma característica palidez que habla visto en el cavador. ¡Ah, pero la expresión que ahora se
veía en ellos no era en lo absoluto de tristeza, ni de miseria ni de desesperación! ¡Más bien una
atractiva esperanza iluminaba sus ojos, y en sus rostros se dibujaba un gozo victorioso y
triunfal. ¡El alma de este observador fue conmovida hasta lo más íntimo, porque no era sino la
confirmación anhelada inconscientemente de todo cuanto había admirado en los cristianos: su
heroísmo, su esperanza, su paz, que se fundaban necesariamente en algo, escondido, oculto,
lejano para él! Y mientras permanecía estático y silencioso, escuchó el canto entonado con el
alma por esta congregación:
Grandes y maravillosas son tus obras,
Señor Dios todopoderoso.
Justos y verdaderos son tus caminos,
Tú, oh Rey de los santos.
¿Quién no Te temerá, oh Dios, y ha de glorificar
Tu sagrado Nombre?
Porque Tú solo eres santo.
Porque todas las naciones han de venir y adorar delante
De Ti,
Porque tus juicios se han manifestado.
A esto siguió una pausa. El dirigente leyó algo en un rollo que hasta el momento era
desconocido Marcelo. Era la aseveración más sublime de la inmortalidad del alma, y de la vida
después de la muerte. La congregación toda parecía pendiente del majestuoso poder de estas
palabras, que parecían transmitir hálitos de vida. Finalmente el lector llegó a prorrumpir en una
exclamación de gozo, que arrancó clamores de gratitud y la más entusiasmada esperanza de
parte de toda la congregación. Las palabras penetraron al corazón del observador recién
llegado, aunque él todavía no comprendía la plenitud de su significado: "¿Dónde está, oh
muerte, tu aguijón? ¿dónde, oh sepulcro, tu victoria? ya que el aguijón de la muerte es el
pecado, y la potencia del pecado, la ley. Mas a Dios gracias, que nos da la victoria por el Señor
nuestro Jesucristo."
Estas palabras parecieron descubrir un nuevo mundo ante su mente, con novísimos
pensamientos. ¡El pecado, la muerte, Cristo, con toda aquella infinita secuela de ideas
relacionadas, aparecían débilmente perceptibles para su alma, que, más que despertar, pare-
cía resucitar! ¡Ahora mayormente ardía en él un anhelo vivo por llegar a conocer el secreto de
los cristianos, anhelo que hasta saciar no pararía!
El que dirigía levantó la cabeza reverente, extendió los brazos y habló fervientemente
con Dios. Se dirigía al Dios invisible como viéndolo, expresaba su confesión e indignidad, y
expresaba las gracias por el limpiamiento de los pecados, merced a la sangre expiatoria de
Jesucristo. Pedía que el Espíritu Santo desde lo alto descendiera a obrar dentro de ellos para
que los santificara. Luego enumeró sus agonías, y pidió que fueran librados, pidiendo la gracia
de la fe en la vida, la victoria en la muerte, y la abundante entrada en los cielos en el nombre
del Redentor, Jesús.
Después de esto siguió otro canto que fue cantado como el anterior:
He aquí el tabernáculo de Dios con los hombres,
Y El morará con ellos,
Y ellos serán su pueblo,
Y el mismo Dios será con ellos
Y será su Dios.
Y Dios enjugará toda lágrima de sus ojos,
Y no habrá más muerte, ni tristeza,
Ni gemidos,
Ni tampoco habrá más dolor,
Porque las cosas viejas pasaron. Amén.
Bendición, gloria y sabiduría,
Y hacimiento de gracias, y honor, y potencia, y magnificencia,
Sea a nuestro Dios
Por los siglos de los siglos. Amén.
Y después de esto la congregación empezó a dispersarse. Polio avanzó hacia adelante
conduciendo a Marcelo. Pero ante la presencia de su figura marcial y su relumbrante armadura
todos retrocedieron e intentaron huir por los diferentes senderos. Pero Marcelo clamó en alta
voz:
-¡No temáis, cristianos; yo me rindo ante vosotros, estoy en vuestro poder!
Ante ello, todos ellos volvieron, y luego lo miraron con ansiosa curiosidad. El anciano
que había dirigido la reunión avanzó hacia él y le dirigió una mirada firme y escudriñadora.
-¿Quién eres tú, y por qué nos persigues aun hasta este último escondite de reposo que
se nos deja en la tierra?
-Tened a bien no sospechar el mínimo mal de parte mía. Yo vengo solo, sin escolta ni
ayuda. Estoy a merced de vosotros.
-Pero, por ventura, ¿qué puede desear de nosotros un soldado, y tanto peor, un
pretoriano? ¿Estás acaso perseguido? ¿Eres acaso un criminal? ¿Está tu vida en peligro?
-De ninguna manera. Yo soy oficial de alta graduación y autoridad, y es el caso que toda
mi vida he andado ansiosamente buscando la verdad. Y he oído mucho respecto a vosotros los
cristianos; empero en esta época de persecución es difícil hallar uno solo de vosotros en Roma.
Y es por eso que he venido hasta aquí en vuestra búsqueda.
Ante esto, el anciano pidió a la asamblea que se retirase, a fin de que él pudiera
conversar con el recién llegado. Los otros en el acto lo hicieron así y se alejaron por diferentes
encaminamientos, sintiéndose más tranquilos. Una mujer pálida se adelantó hacia Polio y lo
tomó en sus brazos.
-¡Cuánto te tardaste, hijo mío!
-Madre querida, me encontré con este oficial, y me tuve que detener.
-Gracias sean a Dios nuestro Señor que estás bien. Pero ¿quién es él?
A lo que el muchacho contestó diciendo confiadamente, -Yo creo que él es un hombre
honrado. Ya ves cómo confía en nosotros.
El dirigente intervino diciendo, -Cecilia, no te vayas, espérate un momentito. -La mujer
se quedó, habiendo hecho lo mismo unas pocas personas más.
-Yo me pongo a tus órdenes, soy Honorio dijo el anciano, dirigiéndose a Marcel. Soy un
humilde anciano en la Iglesia de Jesucristo. Yo creo que tú eres sincero y de buena fe. Dime
pues ahora, qué es lo que quieres de nosotros.
-Por mi parte, me pongo a sus órdenes. Me llamo Marcelo, y soy capitán de la guardia
pretoriana.
- ¡Ay de mí! exclamó Honorio, juntando las manos al mismo tiempo que caía sentado
sobre su asiento. Los otros miraron a Marcelo apesadumbrados, y la mujer, Cecilia, clamó
agonizante de dolor.
-¡oh, Polio querido! ¡Cómo nos has traicionado!
***
5
EL SECRETO DE LOS CRISTIANOS
El misterio de la piedad,
Dios manifestado en carne.
EL JOVEN OFICIAL permaneció atónito al darse cuenta del efecto que su solo nombre
había producido.
Y reaccionando dijo: -¿Por qué todos tembláis de ese modo? ¿ Es por ventura a causa
de mí?
Honorio le contestó: -Ay de mí. Aunque proscritos nos hallamos en estos lugares,
tenemos constante comunicación con la ciudad. Estamos enterados de que nuevos esfuerzos
han de hacerse para perseguirnos con mas severidad, y que Marcelo, capitán de los
pretorianos, ha sido designado para buscarnos. Y en este momento a ti te vemos en nuestra
presencia, a nuestro principal enemigo. ¿No es ésta suficiente causa para que temamos? ¿Por
qué habrías tú de perseguirnos hasta este lugar?
Marcelo exclamó: -No tenéis causa para temerme, aun en el caso que yo fuese vuestro
peor enemigo. ¿ No estoy en poder de vosotros? Si quisiereis detenerme, ¿podría yo escapar?
Si quisiereis matarme, ¿podría yo resistir? Estoy sencillamente entre vosotros tal como me
veis, sin ninguna defensa. El hecho de encontrarme aquí solo es prueba de que no hay peligro
de parte mía.
Honorio, reasumiendo su aire de calma, dijo: -Verdaderamente, tienes razón; tú de
ninguna manera podrías regresar sin nuestra ayuda.
-Escuchadme, pues, que yo os explicaré todo. Yo soy soldado romano. Nací en España
y fui criado en la virtud y la moralidad. Se me enseñó a temer a los dioses y a cumplir con mi
deber. Yo he estado en muchas tierras y me he dedicado por entero a mi profesión. Sin
embargo, nunca he descuidado mi religión. En mis habitaciones he estudiado todos los escritos
de los filósofos de Grecia y de Roma. Como resultado de ello he aprendido a desdeñar
nuestros dioses y diosas, los que no son mejores, y más bien son peores que yo mismo.
-Platón y Cicerón me han enseñado que hay una Deidad suprema a la que es mi deber
obedecer. Pero ¿cómo lo puedo conocer y cómo le debo obedecer? También he aprendido que
yo soy inmortal, y que cuando muera me he de convertir en espíritu. ¿Cómo seré entonces?
¿Seré feliz o miserable? ¿Cómo puedo yo asegurarme la felicidad en la vida espiritual? Ellos
describen con derroche de elocuencia las glorias de la vida inmortal, pero no dan instrucciones
para los hombres comunes como yo. Pues el llegar a saber todo esto es lo que constituye el
anhelo vivo de mi alma.
-Los sacerdotes son incapaces de decir nada. Ellos se encuentran enlazados con
antiguos formalismos y ceremonias en las cuales ellos mismos jamás han creído. La antigua
religión es muerta; son los hombres los que la mantienen en pie.
-En las diferentes tierras por donde he andado, he oído mucho sobre los cristianos. Pero
encerrado, como lo he estado en mi cuartel siempre, jamás he tenido la feliz oportunidad de
conocerlos. Y para ser franco, no me he interesado por conocerlos hasta últimamente. He oído
los informes comunes de su inmoralidad, sus vicios secretos, sus pérfidas doctrinas. Y desde
luego hasta hace poco yo creía todo eso.
-Hace unos pocos días estuve en el Coliseo. Allí recién aprendí algo respecto a los
cristianos. Yo contemplé al gladiador Macer, un varón a quien el temor era desconocido, y él
prefirió hacerse quitar la vida, antes que hacer lo que él creía que era malo. Vi un venerable
anciano hacer frente a la muerte con una pacífica sonrisa en sus labios; y, sobre todo, vi un
puñado de muchachas que entregaron su vida a las fieras salvajes con un canto de triunfo en
sus labios:
Al que nos amó,
Al que nos ha lavado de nuestros pecados
Lo que Marcelo expresó produjo un efecto maravilloso. Los ojos de los que escuchaban
resplandecían de gozo y vehemencia. Cuando él mencionó a Macer, ellos se miraron los unos
a los otros con señas significativas. Cuando él habló del anciano, Honorio inclinó la cabeza.
Cuando habló de los niños y muchachas, y musitaron las palabras del himno que cantaron,
todos voltearon el rostro y lloraron.
-Fue aquella vez la primera de mi vida en que vi derrotada la muerte. Desde luego yo
puedo afrontar la muerte sin temor, como también cada soldado que se ve en el campo de
batalla. Pues tal es nuestra profesión. Pero estas personas se complacían y regocijaban en
morir. Aquí no se trata de soldados, sino de niños, que estaban imbuidos de los mismos
sentimientos en sus corazones.
-Desde entonces no he podido pensar absolutamente en ninguna otra cosa. ¿Quién es
ése que os amó? ¿Quién es el que os lavó de vuestros pecados Con su sangre? ¿Quién es el
que os da ese valor sublime y esa esperanza viva? ¿Quién o qué es lo que os sostiene aquí?
¿Quién es Aquel a quien acaban de estar hablando?
-Yo efectivamente he sido comisionado para conducir los soldados contra vosotros para
destruiros. Pero primeramente quiero saber más respecto a vosotros. Yo juro por el Ser
supremo que esta mi visita no os ha de ocasionar ningún daño. Decidme, pues, el secreto de
los cristianos.
Honorio contestó, -Tus palabras son ciertas y sinceras. Ahora ya sé que tú no eres
espía o enemigo, sino más bien una alma inquisitiva que ha sido enviada aquí por el mismo
Espíritu Santo para que conozcas aquello que hace tiempo has estado buscando. Regocíjate,
pues, porque todo aquel que viene a Cristo de ninguna manera será desechado.
-Has visto hombres y mujeres que han dejado amigos, hogar, honores, y riquezas para
vivir aquí en necesidad, temor, dolor; y todo lo han tenido por pérdida por causa de Jesucristo.
Ni aun sus propias vidas aprecian ellos. El cristiano lo deja todo por Aquel que le amo.
-Tienes toda la razón, Marcelo, al pensar que hay un gran poder que puede hacer todo
esto. No es el mero fanatismo, no es ilusión, ni menos es emoción. Es el conocimiento de la
verdad y el amor al Dios viviente.
-Lo que tú has buscado por toda tu vida es para nosotros nuestra más cara posesión.
Atesorado en nuestros corazones, es para nosotros más digno sin lugar a compararse siquiera
con todo lo que el mundo puede dar u ofrecer. Nos otorga felicidad en la vida aun en este
tenebroso lugar, y nos da la victoria frente a la misma muerte.
-Tú anhelas conocer al Ser supremo; pues nuestra fe (el Cristianismo) es la revelación
de El. Y por medio de esta revelación El hace que le conozcamos. Conforme es infinito en
grandeza y poder, también lo es en amor y misericordia. -esta fe nos acerca tan estrechamente
a El que El llega a ser nuestro mejor amigo, nuestro guía, nuestro consuelo, nuestra esperanza,
nuestro todo, nuestro Creador, nuestro Redentor, y el presente y eterno Salvador.
-Tú quieres saber de nuestra vida inmortal. Pues nuestras escrituras sagradas nos
explican esto. Ellas nos enseñan que creyendo en Jesucristo, el Hijo de Dios, y amando y
sirviendo a Dios en la tierra, moraremos con El en infinita y eterna bienaventuranza en los
cielos. Ellas también nos muestran cómo debemos vivir a fin de agradarle aquí, a la vez que
nos enseñan cómo le hemos de alabar por siempre después de esta vida. Por ellas conocemos
que la muerte, aunque es una maldición, ya no lo es para el creyente, sino que más bien se
torna en bendición, puesto que "partir y estar con Cristo es mucho mejor," en vez de permane-
cer aquí, porque entramos a la presencia de "Aquel que nos amó y se entregó a sí mismo por
nosotros."
-Por consiguiente, exclamó Marcelo, si esto es así, hacedme conocer esta verdad.
Porque esto es lo que he estado buscando por largos años; por esto he orado a aquel Ser
supremo de quien he oído solamente. Tú eres el poseedor de aquello que yo he anhelado
saber. El fin y el objetivo de mi vida se encuentran aquí. Toda la noche está delante de
nosotros. No me deseches ni dilates más; dime todo de una vez. ¿Es verdad que Dios ha
revelado todo esto, y que yo he estado en ignorancia de ello?
Lágrimas de gozo brillaron en los ojos de los cristianos. Honorio musitó unas palabras
de oración de gratitud a Dios. A continuación extrajo un manuscrito que desdobló con tierno
cuidado.
Y siguió diciendo, -Aquí, amado joven; tienes la palabra de vida que nos vino de Dios,
que es la que trae tal gozo y paz al hombre. Aquí hallamos todo lo que desea el alma. En estas
palabras divinas aprendemos lo que no podemos hallar en ninguna otra parte. Y aunque la
mente acaricie estas verdades por toda una vida, con todo nunca llegará a dominar la máxima
extensión de las verdades gloriosas.
Entonces Honorio abrió el libro y empezó a decir a Marcelo acerca de Jesucristo. Le
habló de la promesa en el Edén de Uno que había de herir a Satanás en la cabeza; y la
sucesión de profetas que habían predicho su venida; del pueblo escogido por medio del cual
Dios había mantenido vivo el conocimiento de la verdad por tantas edades, y de las obras
portentosas que ellos habían presenciado. Le leyó el anuncio de que el Hijo de Dios había de
nacer de una virgen. Le leyó sobre el nacimiento; su niñez; las primeras presentaciones; sus
milagros; sus enseñanzas. Todo esto le leyó, agregando unos pocos comentarios de su parte,
del sagrado manuscrito.
Seguidamente pasó a relatar el tratamiento que El recibió: las burlas, el desprecio, la
persecución que aceleró todo hasta llegar El a ser traicionado y condenado a muerte.
Finalmente leyó la narración de su muerte en la cruz del Calvario.
El efecto de todo esto era maravilloso en Marcelo.
La luz parecía iluminar su mente. La santidad Dios que abomina el pecado del hombre;
su justicia que demanda el castigo; su paciencia infinita que previno un modo de salvar a sus
criaturas de la ruina que ellas mismas habían traído sobre sí; su amor inconmensurable que le
llevó a dar su Hijo unigénito y bien amado; ese amor que le hizo bajar para sacrificarse para la
salvación de los hombres; todo fue explicado con claridad meridiana. Cuando Honorio llegó a la
culminación de la dolorosa historia del Calvario, y al punto cuando Jesús clamó, "Dios mío,
Dios mío, ¿porqué me has desamparado?" seguida del grito de triunfo "¡Consumado es!", se
pudo oír un profundo suspiro de Marcelo. Y mirando a través de las lágrimas que humedecieron
sus propios ojos, Honorio vio la forma de aquel hombre fuerte inclinada y temblando de
emoción.
-Basta, basta, -murmuró quedamente, dejadme pensar en El:
Al que nos amó, Al que nos ha lavado de nuestros pecados Con su propia sangre.
Y Marcelo hundió su rostro en sus manos. Honorio elevó sus ojos al cielo y oró. Los dos
habían quedado solos, porque sus compañeros se habían retirado. La tenue luz de una
lámpara que estaba en una hornacina detrás de Honorio, iluminaba débil-mente la escena. Y
así ambos permanecieron en silencio por un largo tiempo.
Finalmente Marcelo levantó la cabeza.
-Y0 siento -dijo él-, que yo también tuve culpa y causé la muerte del Santo. Leedme más
de esas palabras de vida, porque mi vida depende de ellas.
Entonces Honorio le volvió a leer la historia de la crucifixión y la sepultura de Jesús, la
resurrección la mañana del tercer día, y su ascensión a la diestra de Dios. También leyó la
venida del Espíritu Santo el día de Pentecostés, que bautizó a los creyentes en un solo cuerpo,
de su permanente morada que hace su templo el cuerpo del creyente, y de su maravilloso
ministerio de glorificar a Cristo y de revelarle a los pecadores arrepentidos.
Empero él no terminó allí, sino que procuró traer la paz al alma de Marcelo, leyéndole
las palabras de Jesús invitando al pecador a venir a El, y asegurándole la vida eterna como
posesión real y presente en el momento en que se le acepta como Señor y Salvador. Leyó
también sobre "el nuevo nacimiento," la nueva vida, y la promesa de Jesús de volver otra vez
para recoger a todos aquellos que han sido lavados con su sangre para encontrarse con El en
las alturas.
-Es la palabra de Dios exclamó Marcel-. Es la voz desde los cielos. Mi corazón
responde y acepta todo lo que he oído. ¡Y yo sé que es la verdad eterna! Pero ¿cómo puedo yo
venir a ser poseedor de esta salvación? Mis ojos parecen haber sido alumbrados y está
despejada toda nube. Al fin me conozco. Antes yo creía que era un hombre justo y recto. Pero
al lado del Santo, de que he aprendido tanto, yo quedo hundido en el polvo; veo que ante El yo
soy un criminal, convicto y perdido. ¿Cómo puedo ser salvo?
-Cristo Jesús vino al mundo a buscar y salvar lo que se había perdido.
-¿Y cómo puedo yo recibirlo?
-La palabra está cercana, aun en tu boca y en tu corazón: es decir, la palabra de fe que
nosotros predicamos, que si tú confesares con tu boca a1 Señor Jesús, y creyeres en tu
corazón que Dios le levantó de los muertos, serás salvo. Porque con el corazón se cree para
justicia, y con la boca se hace confesión para salvación.
-¿Pero no hay nada que yo deba hacer?
-Por gracia sois salvos por la fe; y esa salvación no es de vosotros sino que es don de
Dios; no por obras, para que nadie se gloríe. La paga del pecado es muerte; mas la dádiva de
Dios es vida eterna en Cristo Jesús, Señor nuestro.
-Pero, ¿ no hay sacrificio que yo tenga que ofrecer?
-El ha ofrecido un sacrificio por el pecado por siempre, y ahora está sentado a la diestra
de Dios, y puede salvar para siempre a todos los que vienen a Dios por El, siendo que siempre
vive e intercede por ellos.
-Ah, luego si yo me puedo acercar a El, ¡enséñame las palabras, condúceme ante El!
En la oscuridad de la helada bóveda, en la soledad del solemne silencio, Honorio se
arrodilló, y Marcelo se inclinó al lado de él. El venerable cristiano elevó su voz en oración.
Marcelo sintió que su propia alma estaba siendo elevada al cielo en esos momentos, a la
presencia misma del Salvador, por la virtud de aquella ferviente oración de fe viva. Las
palabras hacían eco en su propia alma y espíritu; y en su profundo abatimiento él dejó su
necesidad en manos de su compañero, para que él la presentara de la manera más propia que
él mismo podría hacerlo. Pero finalmente sus propios deseos de orar crecieron. La fe le
alcanzó, y con temor y temblor, empero con fe real, su alma fue fortalecida, hasta que
finalmente Honorio terminó, y su lengua se soltó y elevó el clamor de su corazón: -Señor, creo,
¡ayuda Tú mi incredulidad!
Aquel único Mediador entre Dios y los hombres, Jesucristo hombre, había venido a ser
real por la fe; y las palabras de Jesús: "De cierto, de cierto os digo: El que oye mi palabra, y
cree al que me ha enviado, tiene vida eterna; y no vendrá a condenación (juicio), mas pasó de
muerte a vida... Y yo les doy vida eterna (a mis ovejas); y no perecerán para siempre; ni nadie
las arrebatará de mi mano," todas estas palabras fueron creídas, recibidas, disfrutadas.
Las horas transcurrieron. Pero ¿quién podría describir acertadamente el progreso del
alma que pasa de muerte a vida? Basta con saber que cuando rayó el alba arriba en la luz, un
día glorioso había amanecido en el alma y el espíritu de Marcelo en las bóvedas inferiores. Sus
anhelos habían sido completamente satisfechos; la carga de sus pecados le había sido quitada,
y la paz de Dios por Jesucristo le había henchido.
El secreto de los cristianos era suyo, y él se había convertido voluntariamente en
esclavo de Jesucristo. Unido con sus hermanos en Cristo, ahora él también podía cantar:
6
LA GRAN NUBE DE TESTIGOS
Todos estos murieron en fe.
-Estos hombres -dijo Honorio, nos enseñan como deben morir los cristianos. Más allá
hay otro, que también sufrió lo mismo que Primicio.
-Y allá dijo Honorio, está la tumba de una noble dama, quien mostró una fortaleza tal
que solamente Jesucristo puede conceder aun al más débil de sus seguidores en la hora de la
necesidad:
CLEMENCIA, TORTURADA, REPOSA, ELLA RESUCITARA.
-Si fueres llamado dijo Honorio, a pasar por el artículo de muerte, el espíritu
instantáneamente es "ausente del cuerpo y presente con el Señor." La prometida vuelta de
nuestro Señor, la cual puede suceder en cualquier momento, Constituye "la bendita esperanza"
de los cristianos adoctrinados. "Porque el mismo Señor descenderá del cielo con aclamación,
con voz de arcángel, y con trompeta de Dios; y los muertos en Cristo resucitarán primero: luego
nosotros, los que vivimos, los que quedamos, seremos arrebatados juntamente con ellos en las
nubes a recibir al Señor en el aire, y así estaremos siempre con el Señor."
Honorio continuó diciendo, -Aquí reposa Constancio, quien en doble sentido fue
constante a su Dios mediante una doble prueba. Primero le dieron veneno; pero como esto no
le hiciera ningún efecto, fue muerto a espada.
Así caminaron a lo largo de las murallas leyendo las Inscripciones que se les
presentaban a ambos lados. Nuevos sentimientos asaltaron a Marcelo, conforme leía el
glorioso catálogo de nombres. Para él fue toda una historia de la Iglesia de Jesucristo. Aquí
estaban los actos de los mártires expuestos ante él en palabras de fuego. Los rudos cuadros
que adornaban muchas de las tumbas llevaban en sí todo el sentimiento que las más bellas
obras de los hábiles artistas no podían producir. Las letras rudamente labradas, la escritura y
los errores gramaticales que caracterizaban a muchos de ellos, constituían las pruebas
tangibles de los tesoros del Evangelio a los pobres y a los humildes. "No muchos sabios, no
muchos poderosos son los llamados"; pero "a los pobres es anunciado el Evangelio."
En muchos de ellos había un monograma, el cual se formaba de las letras iniciales de
los títulos de Cristo ("Cristo el Señor" en griego), las letras "X" y "P" unidas formando un
monograma. Algunas llevaban una rama de palma, emblema de la inmortalidad y de la victoria,
la señal de aquellas palmas de gloria que han de exhibir en sus manos los innumerables
redimidos que comparecerán ante el trono. Otras exhibían más ingeniosas y significativas
inscripciones.
-¿Qué es esto? -interrumpió Marcelo, señalando un cuadro de un barco.
-Enseña que el espíritu redimido navega desde la tierra al reposo del cielo.
-Y ¿qué significa un pescado que he visto ya varias veces?
-Usamos el pescado porque las letras que forman su nombre en el griego son las
iniciales de las palabras que expresan la gloria y la esperanza del cristiano. La "I" representa
"Jesús", la "X" Cristo; la "O" y la "U" representan al "Hijo de Dios"; la "S” y (griega) "Salvador";
es así pues que el pescado simboliza en su nombre: "Jesucristo, el Hijo de Dios, el Salvador."
-¿Qué es este otro cuadro que he visto igualmente repetirse: un barco y un enorme
monstruo marino?
-Ese es Jonás, el profeta de Dios, de quien tú hasta el momento no conoces nada.
Honorio enseguida le relató la historia de Jonás, y le explicó cómo el escape de Jonás
del vientre del pez recordaba y exponía al cristiano su redención de las tinieblas de la tumba.
-Esta gloriosa esperanza de la resurrección es un consuelo inapreciable dijo él-, y nos
encanta tenerlo presente por medio de los diferentes símbolos. Allí también tienes un símbolo
de la misma bendita verdad: la paloma llevando a Noé la rama de oliva. -Tuvo que relatar a
Marcelo la historia del diluvio, a fin de que pudiera comprender el significado de la repre-
sentación-. Pero de todos los símbolos que se usan dijo él-, ninguno es tan claro como éste -y
señaló un cuadro de la resurrección de Lázaro.
-Allí también -dijo Honorio, hay un anda, signo de la esperanza por la cual los cristianos,
mientras se hallan arrojados de un lado a otro por las implacables olas de la vida, se mantienen
firmes hacia su hogar celestial.
-Allá puedes ver el gallo; es el símbolo de la Vigilancia, porque el Señor nos dice, "Velad
y orad." Igualmente allá tenemos el cordero, símbolo de inocencia y ternura, que al mismo
tiempo trae a nuestra memoria al Cordero de Dios que quita el pecado del mundo, que llevó
nuestros pecados y por cuyo sacrificio tenemos la vida eterna y el perdón. Allí de nuevo
tenemos la paloma, que como el cordero representa la inocencia; y otra vez más la tienes allá,
portando la rama de oliva de la paz.
-Allá están las letras alfa y omega, la primera y la última del alfabeto griego, que
representan a nuestro Señor; porque tú ya sabes que El dijo: "Yo soy el Alfa y la Omega." Y allí
está la corona, que nos recuerda esa corona incorruptible que el Señor, juez justo, nos ha de
dar. Es así cómo nos complace rodearnos con todo lo que nos aviva el recuerdo del gozo que
nos espera. Enseñados de ese modo, miramos desde este ambiente de tristeza y tinieblas, y
gracias a una viva fe vemos sobre nosotros la luz de la gloria eterna.
-Aquí dijo Marcelo, deteniéndose-, hay algo que parece adaptarse a mi condición.
Suena realmente profético. Quizá yo también me vea llamado a dar mi testimonio de
Jesucristo. ¡Oh, que yo sea hallado fiel!
-Algunas de estas inscripciones hablan del carácter de los hermanos idos dijo Honorio,
mira éstas:
-Y aquí también -prosiguió el anciano, otras que nos hablan de sus vidas privadas y de
sus experiencias domésticas.
-Sí dijo Honorio-, por la fe en Jesucristo (o como tú sueles decir, la “religión”) el creyente
recibe una nueva y divina naturaleza que le imparte el Espíritu Santo, que al mismo tiempo
implanta el amor de Dios, lo cual lo hace susceptible a los más tiernos afectos para los amigos
y relacionados. Si bien es verdad que permanece la naturaleza del viejo Adán, no se mejora, ni
tampoco puede.
Continuando su recorrido, hallaron muchos epitafios más que mostraban el tierno amor
a los parientes muertos.
Dios.
EN CRISTO: MURIÓ EL PRIMERO DE SEPTIEMBRE, POMPEYANO EL INOCENTE,
QUE VIVIÓ SEIS AÑOS Y NUEVE MESES CON OCHO DIAS Y CUATRO HORAS. EL
DUERME EN PAZ.
A SU DIGNÍSIMO HIJO, CALPURNIO, RECUERDO DE SUS PADRES: EL VIVIÓ
CINCO AÑOS, OCHO MESES Y DIEZ DÍAS, Y PARTIÓ EN PAZ EL TRECE DE JUNIO.
-Al epitafio de este niño dijo Marcel-, ellos han añadido los símbolos de paz de gloria. -
Señaló la tumba del niño, sobre cuya losa estaba dibujada una paloma y una corona de laurel,
juntamente con la siguiente inscripción:
-Aquí se ve dijo Marcel, una tumba más grande. ¿Hay dos sepultados aquí?
-Si, es lo que llamamos bisomum, pues dos ocupan esa tumba. Lee la inscripción:
EN CRISTO. ALEJANDRO NO ESTÁ MUERTO, SINO QUE VIVE MÁS ALLÁ DE LAS
ESTRELLAS, Y SU CUERPO REPOSA EN ESTA TUMBA. EL RINDIÓ SU VIDA BAJO EL
EMPERADOR ANTONINO, QUIEN AUNQUE PUDO HABER PREVISTO QUE GRAN
BENEFICIO LE RESULTARIA DE SUS SERVICIOS, SÓLO LE OFRECIO ODIO EN VEZ DE
GRACIA, PORQUE MIENTRAS ESTABA SOBRE SUS RODILLAS YA PARA OFRECER SA-
CRIFICIO AL DIOS VERDADERO, FUE SACADO PARA SER EJECUTADO. ¡OH TIEMPOS
TRISTES AQUELLOS EN LOS CUALES AUN ENTRE LOS RITOS Y ORACIONES
SAGRADAS, NI AUN EN LAS CAVERNAS PODÍAMOS ESTAR SEGUROS! ¿QUE' PUEDE
SER MÁS MISERABLE QUE UNA VIDA TAL? ¿Y QUE MUERTE PEOR QUE AQUELLA EN
QUE NO PUEDEN NI SIQUIERA SER SEPULTADOS POR SUS AMIGOS Y PARIENTES? AL
FIN ELLOS BRILLAN EN EL CIELO. APENAS HA VIVIDO EL QUE HA VIVIDO EN TIEMPOS
CRISTIANOS.
-Este -dijo Honorio es lugar de reposo de un hermano bien amado, cuya memoria aún
se recuerda con cariño entre las iglesias todas. Alrededor de esta tumba hemos de celebrar la
fiesta de amor en el aniversario de su nacimiento. Pues en esta fiesta se demuelen todas las
barreras de los diferentes rangos Sociales y clases y tribus y lenguas y pueblos. Nosotros todos
somos hermanos en Cristo Jesús, porque recordamos que como Cristo nos amó, así también
debemos amarnos los unos a los otros.
En este recorrido Marcelo tuvo la amplia oportunidad de verificar por sí mismo la
presencia de aquel fraternal amor al cual aludía Honorio. Encontró hombres, mujeres y niños
de todo rango y de toda edad. Hombres que habían ocupado los más altos puestos en Roma,
se asociaban en amigable comunión con aquellos que apenas se hallaban al nivel de los
esclavos; aun aquellos que antes habían sido crueles e implacables perseguidores, ahora se
asociaban en comunión de amor con aquellos que antes fueron objeto de su odio mortal.
Igualmente el sacerdote judío, liberado del yugo de la Ley, que él no podía cumplir y que era
"ministerio de muerte" para él, ahora caminaba de la mano con los gentiles que antes odiaba.
El griego había llegado a descubrir en la "locura" del Evangelio la misma sabiduría infinita. Y el
desprecio que antes había sentido por los seguidores de Jesús había cedido el lugar al afecto
más tierno. El egoísmo y la ambición, el orgullo y la envidia, todas las bajas pasiones de la vida
humana parecían haberse esfumado ante el poder ilimitado del amor cristiano. La fe en Cristo
Jesús moraba en sus corazones en toda su plenitud, y su bendita influencia se veía aquí, como
no era posible verla en ninguna otra ocasión; no porque su naturaleza y su poder habían sido
cambiados por causa de ellos personal e intencionalmente, sino porque la persecución uni-
versal había alcanzado a todos igualmente y les había privado de sus posesiones terrenales, y
les había separado de las tentaciones y ambiciones mundanas; y por el amor de Cristo que
constriñe, y por la suprema simpatía que engendra el sufrimiento en común, había tenido la
virtud de unirles los unos con los otros.
-La adoración al Dios verdadero -dijo Honorio-, difiere de toda falsa adoración. Los
paganos deben entrar a sus templos y allí por medio de un sacerdote, igualmente pecador
como todos, ofrecer una y otra vez sacrificios a los demonios, que desde luego jamás pueden
librar a nadie de sus pecados. Pero en cambio, por nosotros Cristo se ha ofrecido una sola vez
sin mancha ante Dios, el Sacrificio único hecho una sola vez y por siempre. Y cada uno de sus
seguidores puede ahora acercarse a Dios por Jesucristo, nuestro bendito y santísimo Sumo
Sacerdote en los mismos cielos, siendo así cada creyente hecho por Jesucristo rey y sacerdote
para Dios. Por consiguiente, para nosotros no es cuestión de tiempo o espacio, en cuanto
respecta a la adoración; ya sea que se nos dejen nuestras capillas, o que se nos proscriba del
todo de ellas y de toda la tierra. Pues el cielo es el trono de nuestro Dios, y el universo es su
templo, y cualquiera de sus hijos puede elevar a El su voz del lugar en que se encuentre,
cualquiera que sea, y en cualquier momento, y adorar al Padre.
El recorrido de Marcelo se extendió hasta una gran distancia y por largo tiempo. Pese a
haber sido prevenido de toda esta extensión, se maravillaba al ver por sí mismo lo enorme que
era. Ni la mitad se le había dicho; y aunque había recorrido tanto era fácil comprender que todo
esto era solamente una fracción de la enorme extensión.
La altura media de los pasillos era como de unos dos metros y medio; pero en muchos
lugares se elevaba como a unos cuatro metros, o aun cinco. Luego las frecuentes capillas y
salones que se habían formado ampliando los arcos daban mayor espacio a los habitantes, y
les hacía posible vivir y desplazarse en mayor espacio y con más libertad. También en muchos
lugares había aberturas en el techo, a través de las cuales penetraban débiles rayos de luz del
aire exterior. Estos se escogían como lugares de reunión, pero no para vivir. La existencia de la
bendita luz del día, por débil que fuera, agradaba tanto que es imposible expresarlo, sirviendo
en un mínimo brevísimo para mitigar la tenebrosidad circundante.
Marcelo vio algunos lugares que habían sido amurallados, formando terminaciones
abruptas del pasillo, pero se abrían otras especies de ramales que contorneaban el lugar, y
luego se prolongaban como anteriormente. -¿Qué es esto que se encierra de ese modo?-
preguntó él.
-Es una tumba romana -dijo Honorio-. Al excavar este pasillo, los obreros dieron contra
ella, y fue así que dejaron de cavar y contornearon el lugar, amurallándola previamente. Eso no
fue, desde luego, por temor a perturbar la tumba, sino porque tanto en la muerte como en la
vida igualmente, el cristiano desea seguir el mandamiento del Señor que dice: "Salid de entre
ellos; separaos de en medio de ellos."
-La persecución se enfurece contra nosotros y nos rodea y nos encierra -dijo Marcelo-.
¿Cuánto tiempo estará perseguido el pueblo de Dios? ¿cuánto tiempo nos ha de afligir el
enemigo?
Honorio le contestó: -Tal es el clamor de muchos entre nosotros. Pero es malo quejarse.
El Señor ha sido benigno con su pueblo. Pues durante todo el Imperio han pasado muchas
generaciones bajo la protección de las leyes y sin ser molestados. Es verdad que hemos tenido
persecuciones terribles, en las cuales miles han muerto en agonía, pero con todo han llegado
siempre a pasar y dejar en paz a la Iglesia.
-Todas las persecuciones que hasta el momento hemos recibido han servido para
purificar los corazones del pueblo de Dios y para exaltar su fe. El sabe lo que es mejor para
nosotros. Nosotros estamos en sus manos, y El no nos pondrá mayor carga de la que podemos
aguantar. Seamos sobrios y velemos en oración, oh estimado Marcelo, porque la presente
tormenta nos dice claramente que "el día grande y terrible, tanto tiempo antes profetizado sobre
el mundo, se acerca.
Y así Marcelo siguió recorriendo en compañía de Honorio, conversando y aprendiendo cada
instante cosas nuevas de la doctrina de la verdad de Dios y las experiencias de su pueblo. Y
las evidencias de su amor, su pureza, su fortaleza, su fe inquebrantable penetraron a las
profundidades de su alma.
La experiencia que él mismo había disfrutado no era cosa transitoria. Cada cosa nueva
que contemplaba no hacía más que avivarle el vivo anhelo de unirse con la fe y la fortuna del
pueblo de Dios. Y en armonía con ese sentir, antes del siguiente Día del Señor, se bautizó, "en
la muerte de Cristo," en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo.
En la mañana del Día del Señor, se sentó alrededor de la Mesa del Señor, en compañía
con otros cristianos. Allí todos ellos celebraron aquella sencilla pero afectuosa fiesta en
memoria de la Mesa del Señor, por la cual los cristianos se proclamaban muertos con Jesús,
mientras esperaban su regreso. Honorio elev6 la ofrenda de una oración de hacimiento de
gracias por lo que compartían. Y por vez primera Marcelo gozó de la participación del pan y del
vino, aquellos símbolos sacratísimos del cuerpo y de la sangre de su Señor crucificado por él.
"Y habiendo cantado un himno, salieron."
***
7
LA CONFESION DE FE
Y también todos los que quieren vivir píamente en
Cristo Jesús, padecerán persecución.
Una vasta multitud se reunió alrededor de él, confusa y sorprendida, pero apenas había
cesado de hablar cuando aparecieron algunos soldados y lo llevaron.
"Sin duda es algún pobre cristiano, que por causa del sufrimiento ha perdido el cerebro,"
pensó Marcelo. Y conforme el hombre era llevado, aún seguía clamando sus terribles
denunciaciones, y una gran multitud les siguió, gritando y burlándose. El ruido no tardó en
perderse en la distancia.
"No hay tiempo que perder. Yo debo irme," dijo entre sí Marcelo, y partió.
***
8
LA VIDA EN LAS CATACUMBAS
¡Oh tinieblas, tinieblas, tinieblas al ardor del sol del medio día,
Oscuridad irrevocable, eclipse total,
Sin esperanza alguna de que venga el día!
***
9
LA PERSECUCION
La paciencia os es necesaria, para que después que hayáis hecho la voluntad de Dios,
recibáis la promesa.
LA PERSECUCIÓN arreció con mayor furia. No habían transcurrido sino unas pocas
semanas desde que Marcelo vivía allí, cuando un mayor número había acudido en
desesperada búsqueda de este refugio de retiro. Jamás en el pasado se habían congregado
tantos en las catacumbas. Generalmente las autoridades se habían contentado con los
cristianos más prominentes, y en consecuencia, los fugitivos que recurrían a las catacumbas
componían esta clase. Fue en verdad la persecución más severa que les sobrevino esta vez,
abarcándolos a todos, y solamente bajo el gobierno de unos pocos emperadores se había
mostrado tal encarnizamiento indiscriminado. Esta vez no se hacía la menor distinción de clase
o posición. Pues al más humilde seguidor como al más eminente de los maestros, se les
persiguió a muerte con la más encarnizada furia.
Hasta esta época la comunicación con la ciudad era relativamente fácil para los
refugiados, porque los cristianos que arriba habían quedado, aunque pobres en medios, no
descuidaban a los que estaban en las profundidades del escondite, ni olvidaban sus
necesidades. Fácilmente, pues, se podía adquirir provisiones, y auxilio no faltaba. Pero llegó la
hora en que precisamente aquellos en cuyo auxilio confiaban los fugitivos, también habían sido
víctimas de la persecución y obligados a compartir su destino con sus hermanos de las grutas y
tener ellos mismos que recibir caridad en vez de darla.
Con todo, su situación no la afrontaban desesperándose. Aun en esa Roma habíanse
provisto muchos que les amaban y les ayudaban, no obstante no ser cristianos. En todo gran
movimiento, siempre habrá una considerable proporción de seres neutrales, los mismos que,
bien sea por interés o por indiferencia, se mantienen al margen. Estas personas
invariablemente se unirán al lado más fuerte, y cuando el peligro amenaza, suelen soslayarlo
haciendo cualquier concesión. Tal, pues, era la condición en que se hallaban numerosos
romanos. Ellos tenían amigos y parientes a quienes amaban entre los cristianos y por quienes
sentían la más cordial simpatía. Siempre se mantenían dispuestos a ayudarlos, pero desde
luego, tenían la debida consideración de su propia seguridad para no llegar al extremo de
jugarse su suerte juntamente con ellos. Seguían siendo cumplidos asistentes a los templos y a
la adoración de los dioses paganos como antes, viniendo a ser así adherentes nominales de
las viejas supersticiones oficiales. Estos fueron quienes proveyeron a las necesidades de la
vida de los cristianos.
Pero ahora además, toda expedición que se intentara hacer a la ciudad se hallaba
rodeada de mayores e inminentes peligros, y solamente los muy osados se atrevían a
aventurarse. Pero ese profundamente arraigado desdén por el peligro y la muerte era tal, y
eran tantos los que de él estaban inspirados, que jamás dejaron de ofrecerse espontáneamente
los hombres para desafiar a la muerte en tan peligrosas empresas.
He allí las tareas peculiares para las que Marcelo se ofrecía entusiasta y gustoso dc
poder hacer algo por sus hermanos. La misma valentía y perspicacia que le había elevado
hasta los mismos altos rangos militares, ahora lo hacían descollar con todo éxito en estas sus
nuevas actividades.
Decenas de fieles eran capturadas y sacrificadas cada día. Los cristianos se
encargaban de la igualmente arriesgada tarea de recuperar sus despojos mortales para darles
sepultura a su modo. En esto no era tanto el peligro, ya que se relevaba a las autoridades de la
molestia de quemarlos y enterrar los cadáveres.
Un día llegaron noticias a la comunidad residente debajo de la Vía Apia que dos de los
suyos habían sido capturados y entregados a muerte. Marcelo juntamente con otros salieron
con la misión de recuperar sus cuerpos. Polio, aquel chiquillo con corazón de adulto, fue con
ellos por si hubieran menester sus servicios. Era el anochecer cuando llegaron a la puerta de la
ciudad, y las tinieblas no tardaron en cubrir sus desplazamientos. Pero no tardó en aparecer la
luna a iluminar el amplio escenario.
Se escurrieron abriéndose paso por las calles tenebrosas, hasta llegar finalmente al
Coliseo, el lugar de martirio de tantos de sus compañeros. Aquella enorme mole se elevaba
orgullosa delante de ellos, amplia, tenebrosa y severa, como el poder imperial que la había
construido. Multitudes de cuidadores, guardianes y gladiadores había dentro de sus puertas,
cuyos pasajes abovedados eran iluminados por el resplandor de las antorchas.
Los gladiadores sabían el motivo de su presencia, y les ordenaron rudamente que siguieran.
Ellos mismos los guiaron hasta que estuvieron en la arena. Allí se hallaban tirados numerosos
cuerpos, los últimos que habían sido muertos aquel día. Se hallaban cruelmente mutilados;
algunos se hallaban en condiciones tales que apenas se distinguía que eran seres humanos.
Después de una larga búsqueda, hallaron los dos a quienes buscaban. Esos cuerpos fueron
seguidamente colocados en grandes sacos, en los cuales se disponían a llevarlos.
Marcelo se detuvo a contemplar el escenario que le rodeaba. Se hallaba completamente
rodeado de macizas murallas que se elevaban por medio de numerosas terrazas en declive
hasta llegar al coronamiento en el círculo exterior. Su negra estructura parecía encerrarle con
barreras tales que él ya no podría franquear.
El pensaba: "¿Cuándo llegará también el día en que yo de la misma manera ocupe mi
puesto aquí, ofrendando mi vida por mi Salvador? ¿Seré fiel cuando llegue aquel momento?
¡Oh, Señor Jesús, sostenme en aquella hora!"
Todavía la luna no había ascendido lo suficiente para que penetraran sus rayos dentro
de la arena. Allí en ese interior todo era oscuro y repulsivo. La búsqueda había tenido que
hacerse con antorchas prestadas de los guardianes.
En esos momentos Marcelo escuchó una voz profunda procedente de alguno de los
arcos posteriores. Sus tonos penetraron dentro del aire de la noche con claridad sorprendente,
y se les podía oír por encima de la ruda algarabía de los guardas:
-No le atiendas -dijo su compañero. Es el hermano Cina. Sus penas y dolores le han
vuelto loco. Su único hijo fue quemado en la pira al principio de la persecución, y desde
entonces él ha andado recorriendo la ciudad anunciando calamidades por venir. Hasta la fecha
no se habían cuidado de él; pero finalmente le han capturado.
-¿Y está prisionero aquí?
-Sí.
Y de nuevo la voz de Cina se dejó oír, espantosa, amenazante y terrible:
¿Hasta cuando, oh Señor, santo y verdadero, No vengarás Tú nuestra sangre de
aquellos que moran en la tierra?
-¡Este es, entonces, el hombre que yo oí en el capitolio!
-Sí, debe ser él, porque ha recorrido por toda la ciudad, y aun en el palacio, clamando y
pregonando eso mismo.
-Vamos.
Tomaron sus sacos y se encaminaron hacia las puertas. Después de una breve pausa,
se les permitió pasar. Y conforme salían, oyeron la voz de Cina en la distancia:
Ninguno de ellos pronunció palabra alguna hasta que llegaron a suficiente distancia del
Coliseo.
Marcelo rompió el silencio. -Sentí un gran temor de que nos encerraran y no nos
dejaran salir más de allí.
El otro le contesto: -No sin razón sentiste aquel temor. El menor capricho repentino del
guarda podría ser nuestra sentencia de muerte inevitable. Pero, para ello debemos estar
siempre preparados. Pues en tiempos como estos, debemos estar dispuestos a afrontar la
muerte en cualquier momento. ¿Qué dice nuestro Señor?. "Estad también vosotros listos y
apercibidos." Cuando el tiempo nos llegue, debemos estar dispuestos a decir: "Listo estoy para
ser ofrecido."
-Sí-dijo Marcel-, nuestro Señor nos ha dicho lo que hemos de tener: "En el mundo
tendréis aflicción...”
-Ah, pero también El dice: "Mas confiad; yo he vencido al mundo... Donde yo estoy,
vosotros también estaréis.
-Por medio de El -dijo Marcel-, podemos salir más que vencedores sobre la muerte. Las
aflicciones de este tiempo presente no son dignas de compararse con la gloria que nos ha de
ser revelada.
Así se consolaban ellos con las promesas seguras de la bendita Palabra de vida que en
todos los tiempos y en todas las circunstancias es capaz de dar tal consolación celestial.
Finalmente llegaron a su destino, sanos y salvos portando sus cargas, con la más íntima
gratitud en sus corazones hacia Aquel que les había preservado.
No muchos días después, Marcelo volvió a salir en busca de provisiones. Esta vez él
fue solo. Fue a la casa de un hombre que era muy amigo para con ellos y les había sido de
gran ayuda. Estaba por fuera de las murallas, en las inmediaciones de la Vía Apia.
Después de haber obtenido las provisiones indispensables, empezó a averiguar por las
noticias.
-Malas son para vosotros las noticias -dijo el hombre-. Uno de los oficiales de los
pretorianos se convirtió al Cristianismo recientemente, y eso ha enfurecido al emperador. Este
ha designado a otro oficial para el cargo que aquél tenía, y le ha comisionado a perseguir a los
cristianos. Y es así que cada día capturan algunos de ellos. Pues en estos días no hay un solo
hombre que sea considerado demasiado pobre para no capturarlo.
-Ah ¿sabe Ud. el nombre del nuevo oficial de los pretorianos que está encargado de
perseguir a los cristianos?
-Lúculo.
-¡Lúculo! -exclamó Marcelo-. ¡Qué extraño!
-Dicen que es un hombre de mucha habilidad y energía.
-He oído hablar de él. Y a la verdad estas son malas noticias para los cristianos.
-La conversión al Cristianismo del otro oficial de los pretorianos ha enfurecido al
emperador hasta enloquecerlo. A tal extremo que se ofrece un cuantioso rescate por él. Y si tú,
amigo, por ventura lo ves o te hallas en condiciones de hacérselo saber, procura por todos los
medios comunicárselo. Dicen todos que él está en las catacumbas con vosotros."
-El debe estar allí, puesto que no hay otro lugar de seguridad.
-Verdaderamente, estos son tiempos terribles. Tienes necesidad de tomar todas las
precauciones posibles.
Marcelo contestó, humilde, pero firmemente, -No pueden matarme más de una vez.
-¡Oh, vosotros los cristianos derrocháis la fortaleza más excelente. Yo admiro con toda mí alma
vuestra valentía pero yo pienso que podríais conformaros exteriormente al decreto del
emperador. ¿Por qué, pues, habéis de precipitaros así tan locamente a la muerte -Nuestro
Redentor murió por nosotros. Y por nuestra parte, no podemos menos que estar listos a morir
por El. Y, puesto que El murió por su pueblo, nosotros también nos complacemos
voluntariamente en imitarle, ofreciendo nuestras vidas por nuestros hermanos.
-Sois una gente divinamente maravillosa -exclamó aquel hombre al mismo tiempo que
levantaba las manos en alto.
Llegó el momento en que Marcelo se tuvo que despedir, y luego partió llevando su
carga. Las noticias habían sido tales que habían llenado y conmovido su mente y todo su ser.
"Así que Lúculo se ha hecho cargo de mi lugar," pensaba él, en su camino.
"¡Cómo quisiera saber si él se ha vuelto contra mí! ¿Pensará él ahora de mí como de su
amigo Marcelo, o sencillamente como de un cristiano? Puede ser que lo descubra dentro de
poco. Seria verdaderamente extraño que yo cayera en sus manos; y con todo, si yo fuese
capturado, probablemente llegaría a estar cerca de él."
"Pero él tiene que cumplir con su deber de soldado ¿y por qué debería yo quejarme?
Pues si él ha sido nombrado para ese puesto, no le queda otra alternativa que obedecer. Y él,
como soldado, no puede tratarme de otro modo sino como enemigo del estado. El bien puede
tenerme lástima, y 'aún amarme en su corazón de amigo, pero con todo no puede eximirse de
cumplir con su deber."
"Puesto que se ha ofrecido un rescate sobre mi cabeza, ellos tienen que redoblar sus
esfuerzos para dar conmigo. Creo, pues, que mi tiempo ha llegado. Debo estar preparado para
hacer frente fielmente a lo que venga.
Sumido en estos pensamientos había recorrido la Vía Apia. Había estado tan envuelto
en sus meditaciones que no se dio cuenta de una multitud de gente que estaba reunida en una
esquina, hasta que estuvo en medio de ellos. Y repentinamente se encontró detenido.
-Oh, amigo -exclamó una voz ruda-, no te des tanta prisa. ¿Quién eres tú, y adónde
vas?
-¡Deje el paso libre! -exclamó Marcelo en tono de mando, natural en quien ha tenido
hábito de mandar y tener hombres a sus órdenes, indicándole al hombre que se apartara.
La multitud se sorprendió por cl modo autoritario y cl tono imperioso, pero el vocero de
ellos se mostró más valiente.
-¡Dinos quién eres o no pasas!
A lo que Marcelo replicó, -Hombre, apártate a un lado. ¿No me conoces que soy pretoriano?
Ante aquel nombre tan pavoroso como venerable, la multitud se abrió rápidamente, y Marcelo
pasó por en medio de ellos. Pero apenas habíase alejado él unos cinco pasos, cuando una voz
exclamó:
-¡Prendedle! ¡Es Marcelo, el cristiano!
La multitud también vociferó al unísono. Pero Marcelo no esperó mayor advertencia.
Arrojando la carga que llevaba, emprendió rauda fuga hacia el Tíber por una calle lateral. La
multitud íntegra le persiguió. Era una carrera de vida o muerte. Pero Marcelo había sido
entrenado en todo deporte atlético, y en segundos multiplicó la distancia que le separaba de
sus perseguidores. Finalmente llegó al Tíber, y arrojándose a él nadó hasta el lado opuesto.
Los perseguidores llegaron a la orilla del río, pero de allí no pasaron.
***
10
LA CAPTURA
La prueba de vuestra ¡e obra paciencia.
-Tú estás triste, Honorio -dijo Marcelo-. Es verdad que nuestros sufrimientos aumentan
sobre nosotros; pero nosotros podemos ser más que vencedores por medio de Aquel que nos
amó. ¿Qué dice El?"
Al que venciere, daré a comer del árbol de la vida, el cual está en medio del paraíso de
Dios."
"Sé fiel hasta la muerte, y yo te daré la corona de la vida. El que venciere, no recibirá
daño de la muerte segunda."
"A1 que venciere, daré a comer del maná escondido y le daré una piedrecita blanca, y
en la piedrecita un nuevo nombre escrito, el cual ninguno conoce sino aquel que lo recibe."
"E1 que hubiere vencido y hubiere guardado mis obras hasta el fin, yo le daré potestad
sobre las gentes;. . . y le daré la estrella de la mañana."
"E1 que venciere, será vestido de vestiduras blancas; y no borraré su nombre del libro
de la vida, y confesaré su nombre delante de mi Padre, y delante de sus ángeles."
"Al que venciere, yo lo haré columna en el templo de Dios, y nunca más saldrá fuera; y
escribiré sobre él el nombre de mi Dios, y el nombre de la ciudad de mi Dios, la nueva
Jerusalén, la cual desciende del cielo de con mi Dios, y mi nombre nuevo."
"Al que venciere, yo le daré que se siente conmigo en mi trono; así como yo he vencido,
y me he sentado con mi Padre en su trono."
A1 hablar Marcelo estas palabras, se irguió y sus ojos brillaron, y su rostro se enrojeció
de entusiasmo. Sus emociones fueron transmitidas a sus compañeros, y conforme caían estas
promesas una por una en sus oídos, ellos olvidaron por un momento sus penas y dolores bajo
el pensamiento de su cercana bienaventuranza. La nueva Jerusalén, las calles doradas, las
palmas de gloria, y los cantos del Cordero, el rostro de El que está sentado en el trono; todo
ello se hallaba realmente presente en sus mentes.
Honorio dijo, -Marcelo, me has quitado mi tristeza con tus palabras; sobrepongámonos,
pues, a nuestras dificultades terrenas. Vamos, hermanos, dejad a un lado vuestras cuitas. Pues
este hermano recién nacido en el reino muestra tal fe que nosotros debemos emular. Miremos,
pues, al gozo que nos ha sido propuesto. "Porque sabemos que si esta nuestra habitación
terrena se disolviera, tenemos una mansión no hecha de manos, eterna en los cielos."
Y continuó diciendo, -La muerte está muy cerca, y se acerca cada vez más. Nuestros
enemigos nos tienen cercados, y el cerco es cada vez más estrecho. Moriremos, pues, como
cristianos.
Marcelo exclamó, -¿Por qué esos tristes presagios? ¿Acaso la muerte está más cerca
que antes? ¿No estamos seguros en las catacumbas?
-¿No has sabido tú, entonces? Qué?
-¡De la muerte de Crisipo!
-¡Crisipo! ¡Muerto! ¡No! ¿Cómo? ¿Cuándo?
-Los soldados del emperador fueron guiados a las catacumbas por alguien que conocía
la ruta. Penetraron al salón en donde se estaba celebrando el servicio de adoración. Eso fue en
las catacumbas allende el Tíber. Los hermanos dieron apresurada alarma y huyeron. Pero el
venerable hermano Crispo, bien sea a causa de extrema vejez, o por su resolución de sufrir el
martirio, no quiso huir de los enemigos. Se limitó a arrodillarse y elevar su voz y vida en oración
a Dios. Dos asistentes fieles permanecieron con él. Los soldados se abalanzaron sobre él, y
mientras aún permanecía orando sobre sus rodillas, le golpearon hasta derramar sus sesos.
Cayó muerto al primer golpe, y los dos hermanos rindieron también su vida al lado de él.
-Ellos han volado a unirse a aquel noble ejército de mártires. Ellos, pues, han sido fieles
hasta la muerte, y recibirán la corona de vida, -dijo Marcelo con vivo entusiasmo.
Pero en esos instantes fueron interrumpidos por un tumulto en el exterior. En el acto se pararon
todos asustados.
-¡Los soldados! -exclamaron.
Pero no; no eran soldados. Era más bien un cristiano, un mensajero de ese hostil
mundo exterior. Pálido y temblando se arrojó al suelo. Contorsionándose clamó como con sus
últimos hálitos de vida:
La presencia de este hombre produjo un efecto extraordinariamente aterrador sobre
Cecilia. Ella tambaleó, cayendo hacia atrás contra la pared, temblorosa desde los pies a la
cabeza, trabando sus manos una con otra. Sus ojos parecían salírsele al mirar, sus labios se
contraían como si quisiera hablar, pero no se le oía el menor sonido.
-¡Habla! ¡Habla, hermano! ¡Dínoslo todo! -exclamó Honorio.
-¡Polio! -balbució el mensajero.
-Qué le ha pasado a él? -dijo vehementemente Marcelo.
-Ha sido capturado. ¡Está en prisión!
Oído aquello, un grito agudo de mortal amargura se difundió por todas las
inmediaciones sembrando el terror. Era el grito de la hermana Cecilia, quien no tardó en caer al
suelo.
Los que a su lado estaban acudieron a atenderla. La llevaron a su cuarto. Una vez allí,
le aplicaron los habituales estimulantes hasta revivirla. Pero el golpe la había afectado
gravemente, y aunque volvió en sí, quedó en tal estado que parecía que soñaba.
Mientras tanto el mensajero había recuperado las fuerzas, y había dicho todo lo que
sabía.
Marcelo le preguntó:
-Polio fue contigo, ¿no es así?
-No, él estaba solo.
-¿En qué diligencia había ido?
-Estaba tratando de saber noticias y como estaba en un lado de la calle, un poco atrás.
El ya se venía. Caminamos hasta que llegamos a donde había una multitud de hombres. Para
sorpresa mía Polio fue detenido y sometido a interrogatorios. Yo ya no oí lo que pasó, pero
alcancé a ver sus gestos de amenaza, y finalmente vi que le prendieron. Nada pude hacer yo
por él. Me mantuve a una distancia de seguridad y observé. Como media hora después se hizo
presente una tropa de pretorianos. Polio fue entregado a ellos y se lo llevaron.
-¿Pretorianos? -dijo Marcelo-. ¿Conoce al capitán?
-Sí, era Lúculo.
-Está bien -dijo Marcelo, y quedó sumido en profunda meditación
***
11
LA OFRENDA
Nadie tiene mayor amor que este, que ponga alguno su vida por sus amigos.
***
12
EL JUICIO DE POLIO
EN UN EDIFICIO n0 lejano del palacio imperial había un amplio salón. Su piso era de
mármol, que se mantenía siempre brillante, y enormes columnas de pórfido soportaban el
artesonado techo. En el extremo del departamento había un altar con una estatua de una
deidad pagana. Y en el lado opuesto los magistrados luciendo sus togas oficiales ocupaban
asientos prominentes. Delante de ellos había algunos soldados vigilando al prisionero.
El único prisionero esta vez era el niño Polio.
La palidez de su rostro contrastaba con su porte erguido y firme. La extraordinaria
inteligencia que le había caracterizado siempre, no le abandonó en estos momentos solemnes.
Sus ágiles miradas captaban todos los detalles de ese escenario. El sabía bien la inexorable
condena que pendía inminentemente sobre él. Y con todo, ni la menor traza de temor o de
indecisión pasaba siquiera por él.
El ya sabía que el único vínculo que le había unido a la tierra había partido. Las
primeras horas de aquella mañana le habían saludado con la noticia de que su madre había
sido llamada arriba. Le había sido transmitida por una persona que entendía que le fortalecería
en su resolución. Ese mensajero había sido Marcelo. La benevolencia, bastante arriesgada, de
Lúculo le había hecho posible esa entrevista. El pensamiento había sido acertado. Mientras su
madre vi vía, el pensar en ella podía haber debilitado su resolución; mas ahora, liberada ella de
las catacumbas con Cristo, él estaba animado del más vivo anhelo d partir también. En su fe
sencillísima creía que 1 muerte le uniría en el instante a su bien amada madre. Animado de
este sentir, esperaba ávidamente f interrogatorio.
-Quién eres tú?
-Marcos Servilio Polio.
-¿Qué edad tienes?
-Trece años.
Ante la mera mención de su nombre un murmullo de compasión se difundió entre la
asamblea, pues ese nombre era muy conocido en Roma.
-Se te acusa del delito de ser cristiano. Tú ¿que dices?
-Excelencia, yo no soy responsable de ningún delito -dijo el niño-. ¡Yo soy cristiano, y
me complace íntimamente poder confesarlo delante de los hombres
-Es lo mismo que suelen decir todos ellos -dijo indiferente uno de los jueces-. Todos
ellos tienen la misma fórmula.
-¿Sabes tú cuál es la naturaleza de tu crimen?
-¡Yo no he cometido ningún crimen! -dijo otra vez Polio-. Mi fe me enseña a temer
solamente a Dios vivo y a honrar al emperador. Todas las leyes justas siempre las he
obedecido. No soy, pues, ningún traidor.
-Ser cristiano es ser. traidor.
-¡Cristiano, lo soy; pero traidor, no!
-La ley del estado te prohíbe ser cristiano, bajo pena de muerte. Pues, si tú eres
cristiano, debes morir.
-Yo soy cristiano -repitió Polio firmemente.
-Entonces debes morir.
-Amén. Así sea.
-Pero, muchacho, ¿sabes tú lo que es sufrir la muerte?
-De la muerte. ¡Ah! he visto demasiado de la muerte durante los pocos meses últimos. Y
siempre he estado a la expectativa del momento en que pueda ofrecer mi vida por mi Señor
resucitado, cuando mi turno llegase.
-Muchacho, tú eres muy pequeño. Nosotros te compadecemos por tu tierna edad y falta
de experiencia. Tú has sido instruido especialmente y en forma tan peculiar que apenas puedes
ser responsable de esta tu temeraria locura. Por todas estas consideraciones queremos
hacerte concesiones. Esta religión que te ciega neciamente es una necedad. Tú crees que un
pobre judío, que fuera crucificado hace doscientos años, es Dios. Hay por ventura algo más
absurdo que esto? Nuestra religión es la religión del estado. Tiene en sí lo suficiente para
satisfacer las mentes de los menores y de los adultos, de los ignorantes y de los sabios. Deja,
pues, esa loca superstición y vuelve a la religión más sabía y más antigua.
-Yo no puedo.
-Tú eres el último de una familia noble. El estado reconoce la dignidad y la nobleza de
los Servilii. Tus antepasados disfrutaron de pompa, de riqueza y de poder. Tú ahora eres un
mozuelo pobre y miserable y prisionero. Sé, pues, sabio, Polio. Piensa en la gloria de tus
antecesores y arroja a un lado el miserable obstáculo que te está segregando de toda la
ilustrísima fama de ellos.
-Yo no puedo.
-Has vivido como un reprobado miserable. El mendigo más pobre de Roma la pasa
mucho mejor que tú. Su alimento lo obtiene con menos afanes y menos humillación. Su refugio
se halla a la luz y al aire del día. Y sobre todo él siempre está seguro. Su vida es propia de él.
El no tiene necesidad de vivir en permanente temor de la justicia de Roma. Pero tú has tenido
que arrastrar una vida, la más miserable, siempre en necesidad apremiante, en peligro, en las
tinieblas. Qué, pues, te ha dado tu ponderada religión? ¿Qué ha hecho por ti aquel judío
deificado? Nada. Y peor que nada. Vuélvete, pues, de en pos de este engañador. En cambio
tendrás la riqueza, la comodidad, los amigos y los honores del estado y el favor del emperador.
Todo será tuyo.
-Yo no puedo.
-Tu padre fue un súbdito leal y un valiente soldado. El murió por su patria en el campo
de batalla. Te dejó muy pequeño, pero como el único heredero de todos sus honores, y como el
último puntal de su noble casa. Lejos estaría de él pensar siquiera en las pérfidas influencias
que te cercarían descarriándote a la perdición. Tu madre, con su mente debilitada por el dolor,
se rindió a las insidiosas astucias de los falsos maestros, y de la misma manera ella en su
ignorancia labró la ruina tuya. Si tu padre viviera, tú serías ahora la esperanza de su nobilísima
casta; tu misma madre también habría seguido fiel la fe de sus ilustres antepasados. ¿No
valoras tú la memoria de tu padre? ¿Acaso no te corresponde hacia él principalmente un deber
filial? ¿No piensas tú que es pecado amontonar deshonra sobre el glorioso nombre que debes
enorgullecerte en llevar, arrojando sobre él el baldón de tu traición, siendo un nombre que se te
ha transmitido sin mancha? Deja, pues, esas ilusiones locas que te ciegan. Por la memoria de
tu padre, por el honor de tu familia, apártate de este camino que has tomado.
-De ninguna manera les hago yo deshonor. Mi fe es pura v santa. Yo puedo morir, pero
no puedo traicionar a mi Salvador.
-Tú estás viendo que mostramos misericordia contigo. Tu noble nombre, así como tu
inexperiencia, nos causan lástima. Si tú fueras un prisionero común te ofreceríamos en pocas
palabras la simple elección entre retractarte o morir. Pero en este caso queremos razonar
contigo, porque no queremos que se extinga una noble familia por la ignorancia u obstinación
de un heredero degenerado.
-Os agradezco de todas vuestras consideraciones -dijo Polio-, pero vuestros
argumentos no significan nada para mí ante la suprema autoridad de mi Dios.
-¡Muchacho temerario e irreflexivo! Acaso puedes tú encontrar un argumento más
poderoso. La ira del emperador es irresistible.
-Aun más terrible es la ira del Cordero.
-Eso que tú hablas es un lenguaje sin inteligencia. ;Qué es eso que llamas la ira del
Cordero- ;Por qué no piensas en lo que es inminente sobre ti?
-Mis hermanos y amigos ya han soportado todo lo que vosotros podéis hacer al cuerpo.
Y yo confío que me sostendrá igual fortaleza.
-Pero ¿puedes tú soportar los terrores de la arena?
-Yo cuento con la fortaleza del que venció la muerte.
-¿Puedes tú enfrentarte con los leones y tigres salvajes que se precipitarán contra ti?.
-Aquel en quien yo confío no me abandona en el momento que lo necesito.
-Tú estás muy confiado.
-Precisamente confío en que me amó a tal extremo que se entregó a sí mismo por mí.
-Pero ¿no has pensado tú en la muerte por el fuego? ¿Estás listo para hacer frente a la muerte
en las llamas de la pira?
-¡Ah! Sí debo sufrirlas, no me estremece. En lo peor de ellas cuento con mi Dios, y
luego por siempre estaré con El.
-Estás poseído del fanatismo y de la superstición. No sabes tú qué es en realidad lo que
te espera. Es, pues, muy fácil hacer frente a las amenazas, es fácil pronunciar palabras y hacer
alarde de valor. Pero qué será de ti cuando te veas frente a la terrible realidad?
-Pues miraré hacia Aquel que nunca abandona a los suyos en la hora de la prueba.
-¡El no ha hecho nada por ti hasta este momento!
-E1 ha hecho todo por mí. El dio su propia vida para que yo viva. Por El yo tengo una
vida que es mis noble y que es eterna y que no se puede comparar con la que vosotros me
quitáis.
-Eso no es sino un sueño tuyo. Cómo es posible que un judío miserable pueda hacer
esto?
-El es la plenitud de la divinidad, Dios manifestado en carne. El sufrió la muerte del cuerpo para
que nosotros recibamos vida para el alma.
-Pero nada puede abrirte los ojos? ¿No te hasta que hasta ahora esa loca creencia no
te ha traído nada más que miseria y dolor? ¿Vas a insistir en tu creencia? Ahora que ves que la
muerte te es inevitable, ¿no vas a volverte de tus errores?
-El mismo me da fortaleza para vencer a la muerte. No la temo. La muerte para mí no
es más que un sencillo paso de esta vida de dolor y de gemido a una bienaventuranza inmortal.
Bien sea que yo muera devorado por las fieras salvajes o por las llamas, dará lo mismo. El me
fortalecerá para que pueda permanecerle fiel. E1 me sostendrá y llevar! mi espíritu en el mismo
instante a la vida inmortal en los cielos. La muerte, que vosotros teméis y con la que me
amenazáis, no tiene terrores; empero la vida, esa vida a que me invitáis, tiene consecuencias
más terribles que mil muertes en las llamas.
-Por última vez, muchacho, te damos una oportunidad. Nido temerario, cólmate y medita
por un momento en tu necia carrera de insensatez. Prescinde por un instante de los dementes
consejos de tus fanáticos maestros. Reflexiona en todo lo que se te ha dicho. Tienes todavía a
tu disposición la vida, una vida llena de gozo y de placer, una vida rica en toda bendición. El
honor, los amigos, la riqueza, el poder: todo es tuvo. Un nombre noble y las posesiones de tu
familia te están esperando. ¡Todo eso es tuyo por herencia! Hoy para ganar estas cosas tú no
tienes que hacer nada sino tomar esta copa y derramar su contenido en aquel altar. ¡Tómala,
hijo! ¡Es el acto más sencillo, el que se te pide que hagas! ¡Resuélvete y ejecútalo! ¡Salva tu
vida, sálvate a ti mismo de esa muerte angustiosa!
Todos los ojos de los presentes estaban clavados sobre Polio en el momento que se le
hacía esta última oferta. Pues hasta aquí les había llenado de asombrosa admiración la firmeza
en que se sostenía. Eso sobrepujaba el entendimiento de todos ellos.
Pero aun esta última instancia tan insidiosamente tentadora, no le causó el menor
efecto. Pues el niño polio, con palidez en su rostro pero con fuego vehemente en el alma, hizo
a un lado con firme serenidad la copa que le era propuesta.
-¡Jamás traicionaré a mi Salvador, que está a mi lado!
Ante aquellas palabras se hizo una pausa momentánea. Y luego se oyó la voz del magistrado
supremo de la justicia romana:
-Tú has pronunciado tu propia sentencia mortal. Sacadlo de aquí, -dijo a continuación a
los soldados que se hallaban presentes.
***
13
LA MUERTE DE POLIO
Sé fiel hasta la muerte y yo te daré la corona de vida.
Siguió un silencio profundo y aterrorizado. Cada uno de los espectadores miraba al que
estaba a su lado.
Pero el silencio fue interrumpido por la misma voz, que repitió con énfasis admonitivo:
***
14
LA TENTACION
Todo esto te daré si postrado me adorares.
AQUELLA NOCHE LÚCULO permaneció en la celda con su amigo. Buscó todos los
argumentos posibles para disuadirlo de su resolución. Apeló a todos los motivos que
comúnmente influyen en los hombres. No hubo un solo medio de persuasión que él no
empleara. Todos fueron en vano. La fe de Marcelo se hallaba firmemente apoyada, pues
estaba fundada sobre la Roca de los Siglos, y ni la tormenta de las violentas amenazas, ni los
más tiernos influjos de la amistad, pudieron debilitar en lo mínimo su consciente determinación.
-No -dijo él-, mi ruta está trazada y yo la he elegido. Sea dolor o alegría que me venga
en esta tierra, yo seguiré hasta el fin. Yo sé bien lo que me espera. He pesado todas las
consecuencias de mis acciones, y a despecho de todo yo seguiré tal como lo resolví.
-Lo que te pido es la cosa más sencilla -dijo Lúculo-. No quiero que dejes tu religión
para siempre, sino sencillamente por el momento. Se ha desencadenado una enfurecida
persecución, y ante tan terrible furia todos deben caer, sean jóvenes o viejos, nobles o
esclavos. Tú bien has visto que no se respeta clase ni edad. Polio podría haber sido salvado si
hubiera sido posible, pues había una gran simpatía en su favor.
Era solamente un niño, apenas responsable de sus propios actos erróneos; él también
era noble, el último de antigua familia. Pero la ley es inexorable, y él hubo de sufrir la pena.
Cina también podría habérsele pasado por alto. No era ni más ni menos que un loco. Empero,
tan vehemente es el celo contra los cristianos que ni aun su evidente locura le pudo poner a
salvo.
-Yo conozco bien que el príncipe de las tinieblas lucha contra el pueblo de Dios, el cual
se halla fundado sobre la Roca, y las puertas del infierno no pueden prevalecer contra él.
¿Acaso no he visto yo sufrir igualmente a los buenos, los puros, los nobles, los santos y los
inocentes? Acaso no sé que hay guerra sin misericordia contra los cristianos? Lo sabía muy
bien mucho antes de convertirme. Y siempre he estado preparado para hacer frente a las
consecuencias respectivas desde que he conocido personalmente a Jesús el Cristo como mi
Señor y mi Salvador.
-Escucha, querido Marcelo. Te he dicho que sólo te pedía una cosa sencillísima, Pues
esta religión que tú tanto aprecias, no es necesario que la abandones. Consérvala, si así debe
ser. Pero amóldate a las circunstancias. Puesto que la tormenta está arreciando, es inteligente
inclinarse y dejarla pasar. Toma una actitud de hombre inteligente, y no de fanático.
-¿Qué es lo que quisieras que yo haga?
-Es esto. Dentro de unos pocos años sucederá un gran cambio. Bien la persecución se
desvanece, o bien se genera una reacción, o el emperador puede morir, y otros gobernantes de
diferentes sentimientos le seguirán. Entonces será legal el hacerse cristiano. Entonces toda
esta gente que hoy es afligida puede volver de sus escondites y ocupar sus antiguos puestos, y
surgir a la dignidad y a la riqueza. Ten presente, pues, todo esto. Y por lo tanto, no arrojes así
infructuosamente tu vida que todavía puede ser de servicio al estado y de felicidad para ti. Pues
por ti mismo cuídala y resérvala. Mira alrededor de ti ahora. Considera todas estas cosas. Deja
a un lado tu religión por un breve lapso, y vuelve a la religión del estado. Y eso sólo es cuestión
de breve tiempo. Así puedes escapar del inminente peligro presente, y cuando vuelvan tiempos
más felices, puedes volver. a ser cristiano en paz.
-Lúculo, esto es imposible. Es abominable a mi alma. ¿Podría acaso ser yo un doble
hipócrita? Si tú comprendieras lo que en mí se ha realizado, no me pedirías ni por un momento
que perjure mi alma inmortal ante el mundo y ante mi Dios. Es mucho mejor morir
inmediatamente por las más severas torturas que al cuerpo le pueden inferir.
-Tú tomas posiciones tan extremas que me haces desesperar de tu vida, y de la
esperanza de salvarte. ¿No quieres detenerte a contemplar este asunto racionalmente? No es
cuestión de hacerse perjuro, sino táctica. No es hipocresía, sino sabiduría.
-Dios no permita que yo haga esto, de pecar contra El.
-Mira esto más. Tú solamente no te beneficiarás, sino a muchos más. Estos cristianos a
quienes tú amas serán de esa manera ayudados por ti mucho más efectivamente que ahora.
En su presente situación tú bien sabes que ellos no pueden vivir como antes de la simpatía y
de la ayuda de aquellos que profesan la religión del estado, pero que en secreto prefieren la
religión de los cristianos. ¿Acaso vas tú a llamar hipócritas y perjuros a esos hombres? ;No son
ellos más bien vuestros benefactores y amigos?
-Estos seres jamás han llegado a conocer la verdadera fe y la esperanza cristiana que
yo tengo. Ellos nunca conocieron el nuevo nacimiento, la nueva naturaleza divina, la presencia
del Espíritu Santo morando en sus corazones, la comunión con el Hijo del Dios viviente, como
yo lo he experimentado. Ellos no han conocido el amor de Dios que brota en sus corazones
para darles nuevos sentimientos, esperanzas y deseos. Para ellos sencillamente simpatizar con
los cristianos y ayudarles es una cosa buena; empero para el cristiano que es lo suficiente vil
para abjurar de su fe y negar a su Salvador que lo redimió, nunca habrá suficiente generosidad
en el corazón y en su alma de traidor para ayudar a sus hermanos abandonados.
-Entonces, Marcelo, no me queda sino una sola oferta más que te puedo hacer, y me
iré. Es una última esperanza. No sé si será posible o no. Sin embargo, yo lo intentaré, si sólo
pudiera lograr que dieras tu consentimiento. Se trata de esto. Tú no necesitas abjurar de tu fe;
no necesitas ofrecer sacrificios a los dioses; no necesitas hacer la menor cosa que tú
desapruebes. Dejemos que se olvide el pasado. Regresa otra vez no de corazón desde luego,
sino en apariencia, a lo que eras antes. Tú eras un alegre y festivo soldado dedicado al
cumplimiento de tu deber. Nunca tomaste parte en los servicios religiosos. Rara vez estuviste
presente en los templos. Tú pasabas el tiempo en el cuartel, y tus devociones eran de carácter
privado. Tú hacías acopio de sabiduría de los libros escritos por los filósofos y los sacerdotes.
Haz todo esto nuevamente. Sencillamente vuelve a tus deberes.
-Preséntate nuevamente en público juntamente conmigo; nuevamente volvamos a
nuestras amigables conversaciones, y dedícate a tus antiguos objetivos en la vida. Esto será
muy fácil y agradable de hacer y no requiere nada que sea ruin y desagradable. Las altas
autoridades pasarán por alto tu ausencia y tu mal proceder, y si ellos no quieren que vuelvas a
ocupar tus anteriores honores, con todo puedes ser puesto nuevamente en el mando de tu
legión. Todo irá bien. Se necesitará un poco de discreción, un cuerdo silencio, una aparente
vuelta a tu antiguo turno de deberes. En el caso de que permanecieses en Roma, se pensará
que las noticias de tu conversión al (cristianismo eran erróneas; y si sales al exterior, no se
sabrá nado más.
-No, Lúculo; aun cuando yo consintiera en el plan que tú propones, no sería factible, por
muchas razones. Se han hecho proclamas sobre mí; se han ofrecido recompensas por mi
aprehensión; y sobre todo, mi última aparición en el Coliseo ante el mismo emperador fue
suficiente para descartar toda esperanza de perdón. Pero yo no puedo consentirlo. A mi
Salvador no se le puede adorar de esta manera. Sus seguidores le deben confesar
abiertamente. El dice, "El que me confesare delante de los hombres, el hijo del hombre le
confesará delante de los ángeles de Dios." Pues negarle en mi vida o en mis actos exteriores
es precisamente lo mismo que negarle en la manera formal que prescribe la ley. Esto pues no
puedo hacerlo yo. Aquel que a mí me amó primero, yo lo amo, porque El al amarme puso su
vida en mi lugar. Mi más sublime gozo es proclamarle delante de los hombres; morir por El será
el acto más noble que yo pueda hacer, y la corona de mártir será mi recompensa más gloriosa.
Lúculo no dijo nada más, habiéndose convencido de que toda persuasión era inútil. El
resto del tiempo lo pasaron en conversación sobre otras cosas. Marcelo no desperdició estos
últimos momentos preciosos que él pasó con su amigo. Expresándole la más profunda gratitud
por su noble y generoso afecto, procuró recompensarle explicándole y familiarizándole con el
más elevado tesoro que el hombre puede poseer: la fe en Cristo Jesús.
Lúculo le escuchaba pacientemente, más por amistad que por interés. Con todo, por lo
menos algunas de las palabras de Marcelo quedaron indeleblemente impresas en su memoria.
El siguiente día se realizó el juicio correspondiente. Fue sumario y formal. Marcelo se
mostró inconmovible y recibió su condena con actitud apacible. Se determinó la tarde de aquel
mismo día para que sufriera su condena. A él no se le concedería el morir devorado por las
fieras salvajes ni en manos de gladiadores, sino por medio de tormentos más refinados, los del
fuego.
Fue, pues, en la pira, donde tantos cristianos habían dado ya su testimonio de la verdad, donde
Marcelo también confirmó su fe rindiendo su vida. La pira se colocó al centro mismo del
Coliseo, habiéndosele rodeado de enormes haces de combustible con especial prodigalidad.
Marcelo ingresó conducido por guardas selectos en cuanto a su mayor crueldad, los que
le propinaban golpes y le ridiculizaban con anticipación a los horrores de la pena final. Al dirigir
su mirada resuelta y serena alrededor del vasto círculo de rostros de hombres y mujeres, a cual
más duro, cruel y despiadado, contempló satisfecho esa arena en donde millares de cristianos
le habían antecedido en la partida instantánea a reunirse a las gloriosas huestes de mártires
que por siempre adoran alrededor del trono. Su mente volvía a aquellos niños cuyo sacrificio él
había presenciado aun desde las tinieblas, reviviendo en él ahora el himno triunfal con que
ellos desfilaron:
Llegó el momento en que los guardas trabaron de él con derroche de rudeza, la cual por
no resistirles no merecía, y le condujeron a la pira, a la cual le amarraron con fuertes cadenas,
que hicieron imposible el escape en que él no pensó.
Más bien se le oyó musitar, "Estoy listo para ser ofrecido... y el tiempo de mi partida ha
llegado. . . Por lo demás me está guardada la corona de justicia que el Señor, juez justo, me
dará hoy."
Aplicaron la antorcha que originaba enormes llamas, y densas nubes de humo
ocultaban al mártir momentáneamente. Al aclarar, se le vio erguido en medio del fuego,
elevados el rostro y las manos al cielo.
Las llamas se intensificaban y crecían alrededor de. él. Más y más se le acercaban, y
fogatas devoradoras Je envolvían en círculos de fuego. De pronto le cubría un velo de humo,
que luego desaparecía ante el azote potente de las lenguas de fuego.
Empero el mártir permanecía erguido, sufriendo con calma y serenidad la pavorosa
agonía como asido de su Salvador. Allí El descendió ante la fe de su mártir, aunque nadie más
le vio; siendo que su brazo eterno no se había acortado de en rededor de su seguidor fiel hasta
esta muerte, inspirado y sostenido por su Espíritu.
Las llamas ya no sólo crecían y se acercaban al mártir sino que él se tornó en llama. La
vida fue violentamente atacada hasta ser arrebatada, y las alas del espíritu se dispusieron a
trasladarla fuera del dolor y de la muerte al paraíso.
La víctima al fin se sobresaltó convulsivo, como si le traspasara irresistiblemente un
dolor más agudo, al que por último conquistó. Levantó los brazos en alto, y los agitó
débilmente. Luego en postrer esfuerzo lanzó un agónico clamor en voz clara al oído de todos:
"¡Victoria!"
Había sido el aliento postrero de está vida, y cayó hacia adelante inflamado en llamas; y
el espíritu de Marcelo "había partido a estar con Cristo, lo cual es mucho mejor.”
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15
LUCULO
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