La Santa Compaña Del Tercio de Barahona

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Autor: Enrique Daz Vzquez

La Santa Compaa
del
Tercio de Barahona

Haban transcurrido dos semanas desde el fallecimiento de mi abuelo materno.


Mis hermanos y yo acordramos reunirnos en el acogedor saln de la casa, para repartir
las pocas cosas que dej: una pluma con el cuerpo de madera y plumn de oro; un
vetusto reloj que atrasaba una hora de cada dos; y una pequea caja de roble envejecido,
cuyo interior era una autntica incgnita. sta, del tamao de una bombonera, asaz
desgastada, con indicio de que en alguna ocasin pudo tener un bao de barniz, y una
cubierta de corredera, lacrada en todo su contorno. Resultaba evidente que jams haba
sido manipulada.
Qued claro que el valor monetario de estos objetos no era lo que perseguamos,
sino su valor sentimental, y el poder conservar algo palpable de nuestro difunto abuelo.
Para evitar desacuerdos, ya que ninguno de nosotros tres estaba al tanto del contenido
de la caja, mi hermana, propuso echar a suertes aquellos enseres. Luego del sorteo: ella,
se qued con la pluma; mi hermano, con el reloj; a m, por descarte, me toc en gracia
la caja. De seguida fui al escritorio en busca de un abrecartas con el que arrancar el lacre
y resolver el misterio de una vez por todas. Quedamos sorprendidos. En su interior
esconda un fajo de octavillas, -atadas con una cinta de organza de color azul fro,
conformando una cruz- muy deterioradas, por lo rancias que estaban, y escritas en un
castellano arcaico que ya no se usaba desde haca siglos.
Arranqu con el inslito legado en direccin a mi domicilio, dispuesto a
analizarlo con detenimiento. Llova, recuerdo que llova a mares. Introduje la caja
dentro del gabn, pegada a mi cuerpo, para evitar que se mojara. Una fea maana para
un jueves, pens. Y despus: este fin de semana lo estudiar con calma.
Pas el sbado. La pereza me impidi siquiera abrir el estuche de nuevo. Pas la
maana del domingo y tanto de lo mismo. La tarde, igual. Hasta que lleg la noche. Me
dispona a conquistar la cama, cuando contempl la caja, apoyada en el centro de la
mesa ovalada del saln. Dud, durante un breve instante, si ponerme a ello en ese
momento o posponerlo para el prximo fin de semana. A la postre, la curiosidad
comenz a hormiguear, cosquilleando en la frente. Abr la caja, desenred la cinta y me
tumb en el sof con los papeles en una mano. Orient la lmpara flexible que tena a
mis espaldas para que proyectara su luz a la altura del pecho, y comenc la lectura.
Se trataba de una historia. Una historia de ms de cuatrocientos aos y
seguramente redactada en aquella poca. La le de un tirn, a pesar del viejo castellano
en que haba sido escrita. Gracias a Dios, la caligrafa del documento era excelente.
Anotada con tinta negra sobre un papel grueso, ahora amarillento (supuse que el tiempo
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era el culpable de aquel color). El desconcierto fue maysculo cuando comprob quien
firmaba el manuscrito.
Tena serias dudas sobre su autenticidad. A los pocos das, contact con un
experto. ste no citar su nombre-, me pidi que le enviara el texto fotocopiado y
coment que si vea indicios de su legitimidad, tendra que facilitarle el documento
original completo.
Tard en contestar tres meses, a pesar de haberle enviado varios correos
rogndole una respuesta. Y sta fue demoledora: El texto no es autntico. Esa obra no
pertenece al escritor cuya firma aparece en la ltima hoja. Probablemente haya sido un
imitador o un suplantador de aquel genio. De todas formas, tiene cierto valor
econmico y puedo llegar a ofrecerle hasta 10.000 pesetas por el original.
Vaya!
Duda resuelta.
Por otra parte, no necesitaba el dinero y prefera mil veces ms quedarme con el
recuerdo del abuelo. Ni me tom la molestia en contestarle al ofrecimiento.
Fueron transcurriendo los aos. La obra segua durmiendo en su arca, guardada
en el fondo del cajn de un armario, situado en el saln de mi vivienda.
Sera el destino, o vete a saber lo qu. Pero un domingo, durante la lectura del
peridico, sentado en la terraza de la cafetera donde acudo todos los fines de semana,
le un artculo firmado por este experto lo repito, no citar su nombre-. Criticaba a
Cela, duramente y con verdadera saa. Como conclusin, el experto, dictaminaba que el
premio Nobel se lo haban concedido por misericordia y que el premio Cervantes no lo
conquistara ni en sus mejores sueos. Yo no estaba de acuerdo con aquello, aunque a la
postre, el experto era l. A los quince das, a Cela, se le concedi el Cervantes. Vaya
para el experto, pues no lo es tanto, pens. Y si os digo quin es? No. Pobre. Se
morira de vergenza.
Con el tiempo he optado por sacar el documento a la luz, sin darle demasiada
importancia a quien haya sido, o no, su autor. Es mi legado, el que me lleg de mi
abuelo. Por lo tanto, es mo. Y de nadie ms. Lo nico que hice fue traducirlo a un
castellano ms moderno, como no, respetando el original. Ahora lo hago pblico para
que podis leerlo. Conserv el mismo ttulo con el que lo present su creador: La Santa
Compaa del Tercio de Barahona. Disfrutadlo, como lo disfrut yo.

Para quien desconozca el significado de la Santa Compaa le facilito un breve


resumen que bien pudiera ampliarlo, si quisiera, entrando en la Wikipedia:
Aunque el aspecto de la Santa Compaa vara segn la tradicin de diferentes
zonas, la ms extendida es la formada por una comitiva de almas en pena, vestidos con
tnicas negras con capucha que vagan durante la noche.
Esta procesin fantasmal forma dos hileras, van envueltas en sudarios y con los
pies descalzos. Cada fantasma lleva una vela encendida y su paso deja un olor a cera en
el aire. Al frente de esta compaa fantasmal se encuentra un espectro mayor
llamado Estadea.
La procesin va encabezada por un vivo (mortal) portando una cruz y un caldero
de agua bendita seguido por las nimas con velas encendidas, no siempre visibles,
notndose su presencia en el olor a cera y el viento que se levanta a su paso.
Esta persona viva que precede a la procesin puede ser hombre o mujer,
dependiendo de si el patrn de la parroquia es un santo o una santa. Tambin se cree que
quien realiza esa "funcin" no recuerda durante el da lo ocurrido en el transcurso de la
noche, nicamente se podr reconocer a las personas penadas con este castigo por su
extremada delgadez y palidez. Cada noche su luz ser ms intensa y cada da su palidez
ir en aumento. No les permiten descansar ninguna noche, por lo que su salud se va
debilitando hasta enfermar sin que nadie sepa las causas de tan misterioso mal.
Condenados a vagar noche tras noche hasta que mueran u otro incauto sea sorprendido
(al cual el que encabeza la procesin le deber pasar la cruz que porta).
Caminan emitiendo rezos (casi siempre un rosario) cnticos fnebres y tocando
una pequea campanilla y a su paso, cesan previamente todo ruido de animales en el
bosque: solo se escuchan unas campanas. Los perros anuncian la llegada de la Santa
Compaa aullando en forma desmedida y los gatos huyen despavoridos, realmente
asustados.

Esta procesin de almas en pena es una creencia muy arraigada en mi tierra,


Galicia, como tantas otras leyendas. Las ancianas, sentadas sobre un poyo de piedra,
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con sus telas negras y su paoleta bien anudada, se la contaban a los nios, que abran la
boca de espanto y por las noches se cagaban de miedo. Por eso, cuando el sol se
acostaba y la oscuridad era la reina, las ancianas advertan a los jvenes intrpidos que
caminaban a altas horas de la madrugada: Cudate de la Santa Compaa, Xos, o Paco
o Quiquio, o al que fuera. Aunque los gallegos, con eso de la retranca, siempre
dejamos las puertas abiertas: quien quiera creer, que crea, y el que no, que no crea.
Porque, resumiendo, las bruxas no existen, pero haberlas, hailas.
Por cierto, si algn da y roguemos para que no os suceda- llegis a toparos
con la Santa Compaa y el vivo que porta la cruz pretenda drosla diciendo te toca a
ti o toma t, respondedle: Cruz ya tengo e inmediatamente aplicad aquello de
pies para que os quiero.

LA SANTA COMPAA DEL TERCIO DE BARAHONA


La Santa Compaa provocara menos espanto que los siete personajes
harapientos, mugrientos y hediondos recin desembarcados de La Specia, una galera
italiana de dos palos y ciento setenta remeros, que se haba estrenado sin contratiempos
en la singladura desde Estambul a Valencia.
Lo que quedaba del Tercio de Barahona se mantena en fila india, persiguiendo
la estela del nico oficial superviviente, el capitn Martn Fierro. Un bravo gallego de
Betanzos, aunque su infancia la vivi en El Bierzo, porque a su padre, -juez de
profesin y hombre letrado- le haban asignado plaza en Cacabelos. Es de suponer que
por ello, su acento no pareca ni gallego ni castellano, sino todo lo contrario.
La noche pronto se les vendra encima y carecan de un real de plata para pagar
un rooso mendrugo de pan. En cambio, el alojamiento les traa sin cuidado. Pero el
hambre mandaba cien veces ms que un maestre de campo en ese momento, y si haba
que robar, pues se robaba. Martn Fierro sostena la cabeza bien erguida, con el porte de
un militar de bandera, a pesar del ropaje henchido de jirones, remiendos y lamparones.
Nadie dira que unos aos atrs fue un elegante uniforme de capitn de infantera. No
obstante, su uno ochenta y tres de estatura, unos ojos del verde de los campos de su
tierra natal, el cuerpo fibroso, bien musculado y la estampa de galn, eran como para
tomrselo en serio.
Detrs, el sargento Julio Bentez, -un buscavidas- le segua a dos pasos,
arrastrando unas rodas botas sobre la greda. Gaditano de pura cepa, lo delataba un
acento andaluz ms afn al de un gitano que al de un payo. Af, carn, gach, joo,
masc, saboro, y mil ms, que justificaban la necesidad de un diccionario gaditanoespaol-gaditano. Hombre alegre, cuando la barriga estaba atiborr, y un fantasma
mudo, si el buche runruneaba. La barba salvaje de muchos meses sin arreglar, e
idnticos harapos a los de su capitn, anunciaban un nufrago abandonado por aos en
una isla desierta en ultramar. Total, como si lo fuera.
A la cintura llevaba atada una cuerda. La mantena tirante, a su zaga, el cabo
Pedro Goytisolo, oriundo del mismsimo Bilbao. Bruto como la madre que lo pari y la
peor pesadilla de cualquier soldado, aliado o enemigo. El vasco no se andaba con
remilgos en el escenario de la batalla. Si haba que matar, se mataba, y, pueden jurar
ms de cien turcos, ochenta franceses y doce de vete a saber t de dnde, desde los
cielos algunos y, los ms, desde los infiernos, que este bilbano no se acobardaba ante
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nadie ni ante nada. Ahora, ya no, la mala suerte y una espada otomana le seg las
cuencas de los ojos. Por eso gastaba una dejada venda en la cara, ocultando las
cavidades. Rogaba, una y otra vez, si bien, ninguno de la procesin le contestaba: Ya
estamos en Espaa?.
Los restantes cuatro soldados, por orden de fila, son:
Emilio Blas, de Logroo. Vencido de espaldas, feo como el demonio y por si
fuera esto poco: bizco, un ojo miraba a Finisterre y el otro a Santander. Un tipo feliz
cuando en los saqueos -despus de la matanza-, adems, poda comerse algn que otro
coo. Con estos recuerdos an les daba la lata a sus vecinos de piltra, en tanto no
remataba. Las violaciones, Emilio, se las callaba. Estaban mal consideradas entre los
oficiales, como si ellos no se cepillaran a las hembras ms rollizas y a las que tenan las
tetas mejor cebadas.
Baltasar Prez, un tambor del tercio, de Teruel, igual que su prometida Ins. Tal
era su querer, que se imaginaba con su enamorada a cualquier hora. La vea en la
polvareda de la batalla, incrustada en la hostia -durante la misa-, reflejado su rostro en
un estanque, y por la noche la senta en el catre, tumbada a su costado. Hasta la
escuchaba en el retoque del tambor. l no oa el tum tum, para l sonaba I-ns, I-ns.
Ins en todas partes e Ins para siempre. Muchos le decan aquello de tonta ella y tonto
l. Tonadilla que no le haca demasiada gracia. Y si no, que se lo pregunten al difunto
cabo Julin, que un da de desfile, bajo un sol abrasador, prob en sus genitales la hoja
de la navaja del turolense, hincada hasta las cachas. Le toc al finado Julin catar el
metal, porque ese da se le inflaron los cojones al bueno de Baltasar. Habitualmente, el
chaval andaba a lo suyo y no se meta en follones.
Paco, el mulero. ste no tena apellido y su antigua profesin ya la hemos dicho.
Ms bajo que alto, ms gordo que flaco y ms mala hostia en la sangre que neuronas en
el cerebro. De Biescas, aunque por sus modales aparentaba de una montaa perdida en
mitad de los Pirineos. Cojeaba de la pierna derecha y de la izquierda tambin, as que su
andar era parejo a un balanceo estpido.
Y, por ltimo, Francisco Das, el portugus. Desconoca el nombre del pueblo
donde lo haban parido y l deca que naci en Toledo. Ciudad donde paraba cuando no
estaba matando a algn pobre desafortunado en una guerra. Y eran escasos lapsos de
tiempo, ya que se apuntaba a cualquiera. Acarreaba el brazo en cabestrillo, mejor dicho,
medio brazo, la otra mitad la dej en Los Gelves, para aligerar peso y porque un

gabacho hijoputa se lo revent de un disparo. Luego, se lo hizo comer crudo literal-, y


hasta que el btard franais no termin de zamprselo, no le peg el tiro de gracia.
As, a lo tonto, alcanzan la plaza principal y el capitn divisa una taberna: La
Levantina. Martn Fierro intentar pedir un poco de alimento, primeramente por las
buenas, si no, ser por las malas, el caso es comer. El gallego se gira hacia los hombres
en romera y con un ademn de la mano les indica que aguarden. Luego, se vuelve,
empuja la puerta y entra en la tasca.

La taberna tena el aspecto de haber prescindido de una limpieza en siglos: casi


en penumbras, con cuatro bancos y dos mesas descuadradas, de una madera tan vieja,
que simulaba hurtada de retales del arca de No. A lo pronto, apenas ensuciarn,
pensaba el capitn. Dos hombres en el interior hacan gala de carecer de escrpulos.
Uno, el tabernero, porque no le queda ms remedio: un tipo gordo, calvo y con un
bigote que le franquea el rostro. El otro, sentado ante una de las mesas: un ejemplar en
edad de desvirgar mozuelas, flacucho, barba cuidada y ojos vivarachos, que a la luz de
una vela traza notas sobre unos papeles. Los aparta en cuanto avanza el capitn, y pasa a
escudriar al andrajoso que concluye de atravesar la puerta. Martn Fierro, en cualquier
situacin un caballero, inclina la cabeza atendiendo al joven, y luego, dirigindose al
calvo del mostrador:
- Tabernero! Traemos hambre! Tiene alguna sustancia caliente que pueda
acallar unos estmagos hartados de protestar?
- Hay sopa de pescado y unas migas de cordero que quedaron de ayer, sobrantes
de la feria contesta el dueo, con gesto de desagrado, ante la fea presencia del capitn.
- Somos siete. Dar para todos?
- Yo se las pongo y ustedes ya se apaaran. Pan y vino tengo para aburrir. De eso
no les va a faltar.
- Antes, quiero informarle que no disponemos de dinero. Maana buscaremos
algn quehacer por la zona. Tiene mi palabra de soldado de que le pagaremos.
- Entonces, lrguese por dnde ha entrado. Aqu no se fa a nadie: ni a la tropa,
ni a los oficiales. Vamos! Lo que me faltaba! No lo hago con mi padre, menos lo voy a
hacer con el primer desaliado que cruza esa puerta.
- Puedo dejarle en fianza mi espada.

- Una espada? Para qu cojones quiero yo una espada? Fuera de mi taberna, si


no quiere que lo saque yo a balazos!
- Tranquilo, Manuel interrumpe el joven de los papeles, ponindose en pie y
dirigindose al tabernero- Pago yo esta cena.
- Don Miguel! le reprocha el tabernero al tipo flaco- Cmo me va a pagar?
Usted ha echado cuentas de lo que me debe?
Martn Fierro se vuelve buscando al tal Miguel y cuando se dispone a
agradecerle el ofrecimiento, bruscamente se gira hacia el tabernero.
- As que no fiaba a nadie apunta el capitn, insolente.
- Eso no es asunto suyo le corrige el calvo y alcanza una extraa pistola que
ocultaba tras el mostrador, encarando el pecho de Martn Venga! Fuera!
El capitn se queda sorprendido. Aquel artefacto era difcil de conseguir. Pocos
vio l mismo. Algn marino escocs, borracho, lo habra perdido apostando a las cartas.
De todos modos, de mucho no le iba a servir, a no ser que se lo lanzara a la cara, pues
dispararlo era un autntico desafo. Para cargar la pistola hay que introducir la plvora,
un trozo de estopa y la bala por la boca del can, y presionar bien. Luego, cebar la
cazoleta, montar un brazo accionado por un muelle que lleva un trozo de pirita y,
finalmente, dar cuerda por medio de una llave giratoria, venciendo la resistencia del
muelle del mecanismo. A continuacin -al cabo de medio siglo- se poda disparar el
arma.
- Seores, espero que no llegue la sangre al ro el jovenzuelo intenta templar la
situacin, interponindose entre el tabernero y el hombre que acaba de entrar- Manuel,
dales de comer. Es que no ves la pinta que ofrece este mortal? Hazlo, aunque
nicamente sea por caridad, ya te pagar.
- Don Miguel! Don Miguel!... No slo busca su propia ruina, tambin me va
a traer la ma. Dice, rendido, el tabernero. Devuelve la pistola bajo el mostrador y hace
un gesto con el brazo, indicando que pueden pasar.
Martn flexiona el cuello con un talante corts ante aquel mozo amable y tras
dispensarle un sincero Gracias, regresa con los soldados, que lo esperan a la entrada
de la taberna.
- Vamos padentro.

El tercio de infantera va tomando asiento. Martn Fierro se acomoda al costado


de don Miguel y le ofrece su mano. En contraste con su aspecto, se ve aseada.
- Gracias de nuevo dice- M nombre es Martn, capitn Martn Fierro, y estos
hombres son el Tercio de Barahona.
- Miguel de Cervantes, para servirle, capitn responde el tipo flaco, estrechando
las manos-. El Tercio?... Y el resto de la tropa?
- El resto de la tropa pues depende. Por lo que concierne a sus almas, unas
estarn en el cielo y otras en el infierno. En cuanto a sus cuerpos, se quedaron en Los
Gelves, sin darles sepultura ni nada. Los que todava conservamos la vida, aqu puede
vernos.
El tabernero asoma con varios recipientes de barro y unas cucharas de palo que
deja caer en el centro de la primera mesa. Antes de llevarles el pan y el vino, coloca una
olla parcheada sobre el fuego. En cuanto al cordero, lo calentar con los bagazos de la
sopa. Mientras tanto, el capitn presenta sus hombres a don Miguel, que parece un joven
educado y de letras, adems de estar al tanto de la disciplina militar.
El vino va rulando de boca en boca, y gracias a Dios, conservan los dientes en
buen estado, ya que el pan que les ofreci Manuel est tan duro como una piedra. Pese a
ello, dan buena cuenta de las piezas. Las barbas rebosan de excesos derramados desde la
bota de vino y de migas del pedrusco que el tabernero tuvo la grande osada de llamarlo
pan.
En cuanto volvi el hombre, sosteniendo la olla de la sopa apoyada en el
estmago, los cuencos volaron entre la mesa y el cacillo con el que se van cumpliendo.
Al regresar los tazones al tablero, algunos los despachan directamente en los labios,
sorbiendo ruidosamente y con generosidad el caldeado lquido. Otros, manejan la
cuchara con saa, en un intervalo boca-cuenca-boca que podra batir un record de
velocidad en el mundo entero. El capitn Martn aguant a que sus hombres estuvieran
servidos, mientras, contemplaba al sargento Bentez preocupndose del cabo Goytisolo.
Cuando hubo rematado de servir el caldo al ciego, lo acompa en el yantar.
- Esta sopa est cojonuda dice Paco, el mulero, lamiendo el cuenco sin pudorTabernero! Puede servirme otro cuenco ms?
- No! Responde, con mal genio- El culo que queda lo necesito para calentar el
cordero. Sigan con el pan y el vino, ahora vuelvo.
Del hambre que traan, hasta una cola de rata hervida en agua les hubiera
parecido un manjar.
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- Ahora que recapacito, insina Miguel, observando los buenos modales de


los soldados en la mesa- el Tercio de Barahona fue destruido en la batalla de Los
Gelves, no volvi con vida ni un arcabucero. Y de aquello hace ms de nueve aos. Mi
padre, don Rodrigo, es amigo del maestre don lvaro de Sande, que estuvo preso de los
infieles turcos en la torre del mar Negro por cinco aos. Precisamente traigo una
recomendacin suya para ingresar en el Tercio de Npoles.
- Eso es tan cierto como que me llamo Martn le interrumpe el capitn- Ni
volver ninguno, nuestra compaa es completa de piqueros. Todos los hombres que ve
aqu son expertos en el manejo de la pica y hbiles con la espada. En cuanto al maestre
don lvaro, me alegro que siga vivo. De hecho, fue l quien organiz nuestra fuga,
pagando los gastos para que una galera italiana nos recogiera en el puerto de Estambul,
despus de amotinarnos.
- No se habla mucho de esa batalla seala Cervantes- Ni tampoco la menciona
don lvaro, salvo que mataron delante de sus ojos al capitn don Jernimo de Sande, su
sobrino, otros amigos y muchas personas muy queridas.
- Mejor olvidarla comenta Francisco Das, el portugus- Aunque a m me
costar un huevo porque all dej lo que me falta de este brazo.
- Capitn -dice Miguel, con los ojos como platos, escudriando a Martn
Ferreiro- Por qu no refers lo que sucedi? Yo tomar notas y escribir la verdad, lejos
de la versin oficial.
- De qu servira don Miguel?
- Para que aprendan los que vengan detrs. Siempre se aprende y mucho ms de
las derrotas.
Martn Fierro mesa la barba, sin levantar la vista del cuenco, ya vaco, como
esperando una respuesta en el fondo del recipiente. Le vienen a la memoria cientos de
recuerdos, todos espantosos. La de Los Gelves no fue una batalla, fue una masacre. De
los tres mil hombres que quedaron para defender la pequea isla, salvo algunos
capitanes, estos seis soldados y l mismo, ningn otro espaol podr contarlo. El
tormento de estas remembranzas le perseguir de por vida. Quiz confesndolo alivie un
poco el martirio.

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- Retomad los papeles, don Miguel de sbito, el capitn, golpea la mesa-, y


entintad la pluma, que esto que voy a decir, no lo repetir jams, ni an bajo tortura:
Hay das que se engarzan en la memoria con mala saa, das tan negros como
tu propia sombra. Y se fue uno de ellos. Dios nos d cien aos de guerras y no un da
slo de batalla. Anotadlo bien, don Miguel: el once de mayo de mil quinientos y sesenta.
Ahora, subrayadlo para que nadie lo olvide. Subrayadlo bien, con dos lneas si fuese
preciso. Porque ese da, Espaa (nuestra Espaa) fue humillada y derrotada en una
pequea isla, cerca de la costa de frica.
Esa jornada -maldita de por vida en los libros de historia- la escuadra espaola
apenas pudo contener el ataque de la armada turca, al mando del cruel Piali Pacha. Con
menos de cien galeras, el infiel se plant por sorpresa frente a nuestra flota y le bastaron
un par de horas para hacernos picadillo.
Cuando te cogen con el culo al aire, el resultado siempre resulta en lo mismo: el
caos. Mientras unas embarcaciones intentaban hacerles frente, otras, buscaban la huida
(a la postre, fue lo ms sabio). Con el viento en contra, la mayor parte de ellas cay bajo
el fuego de los caones otomanos. El maestre de campo, Juan de Barahona, orden
llevar nuestras galeras lo ms prximas a tierra. Pretenda llegar hasta el fuerte que
habamos levantado en los ltimos meses. Daramos apoyo a don lvaro de Sande y a
los dos mil hombres dejados a la buena de Dios para defender la isla.
Pero encallamos a escasas yardas de la playa, puestos a merced de los caones
turcos, y en un pispas estbamos rodeados por cinco de sus galeras. Se escuchaban tan
cerca los zambombazos: brum, brum, brum, que parecan haberlos disparado a un par
de palmos de mi odo. Las balas silbaban en el aire: fiu, fiu, fiu un sonido difcil de
olvidar. Unas caan sobre el agua: chof, chof, chof; otras, encontraban carne y huesos,
llevndose por delante a un sinnmero de piqueros. El ambiente rebosaba de gritos
infrahumanos de quien sabe que est ms muerto que vivo. Es imposible reproducirlos.
Permanecamos tan apiados que, como poco, hacan diana en tres hombres. Desde el
puente, a menos de dos pasos de dnde yo me hallaba, vi como una bala le segaba la
cabeza a Emilio Prada: un joven soldado de Cacabelos, vecino mo. Dejaba sin
descendencia a sus padres, buena gente y muy cristiana. Recuerdo que les haba
prometido devolverle a su hijo sano y salvo, cuando se enrol en el Tercio. A ver con
qu cara me presento, ahora, ante ellos! Algunas balas se podan esquivar, pero
reventaban contra la popa: crak, crak, crak y deshacan la madera. Hecha aicos, las
astillas saltaban por el aire. A stas no las oas llegar. Slo escuchabas dnde se iban a
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morir, y las muy jodidas moran matando. Entonces, rechinaban los chasquidos,
atravesando el uniforme de algn desafortunado: chak, chak, chak, y reparabas en
varios hombres cayendo sobre la cubierta y llevndose las manos a cualquier parte de su
cuerpo.
Aquella era la situacin, cuando el sargento mayor mand abandonar la galera.
Pocos hombres saban nadar y, aunque el agua no cubra gran cosa, unos cuantos se
quedaron en el intento de instruirse en la natacin. Te llegaba un glu,glu,glu, a pesar del
alboroto, y echabas clculos de que tenas otro piquero menos.
Ya en la playa, Barahona, mandaba y gritaba. El sargento mayor, ordenaba y
gritaba: A formar! Rpido! En formacin! Las picas en alto, enfrentndose al viento:
sih, sih, sih. Los espadas aceradas de Toledo, rozndose unas con otras por la
proximidad de los soldados: clink, clink, clink. A pesar de los caonazos, en unos
minutos estbamos dispuestos en escuadrn de picas, con los pocos arcabuceros que
quedaban vivos, apostados en los flancos de la formacin. Barahona pretenda atacar
por la retaguardia a las tropas turcas que estaban intentando tomar por asalto la
fortaleza, y no me pareci una buena idea.
- Le dir una cosa, don Miguel: nunca, jams, por nada del mundo,
desobedezca la orden de un superior de su Tercio. Si as lo hiciera, nadie podra salvarle
el cuello, ni aunque usted fuera el hijo bastardo del mismsimo rey.
Sin contar con ello, una bala de un can puetero impacta en el estmago del
maestre. Sobre su cuerpo, tronchado por la mitad, se abalanza el sargento mayor como
un posedo. No s qu tanteaba. Quiz recoger algn objeto personal. Lo cierto, es que
otra bala tuvo que salir de un can idntico, porque reincide en hacer fuego y cae en el
mismo lugar: plof. El sargento mayor se quedar por el resto de la eternidad con don
Juan de Barahona, divididos ambos en dos pedazos
- Don Miguel, as como os lo cuento, parece una brutalidad. Es lo que tienen las
batallas y hay que aprender a subsistir con esto: una vida no vale nada, nada en
absoluto. Luchas, matas, hieres, y aun combatiendo como el guerrero ms fiero y
decidido, no tienes la seguridad de que te mantendrs vivo un minuto ms. Pum, pum,
pum, y ests muerto.
- El cordero, seores aparece el tabernero con las sobras del animal, situando la
misma olla de donde sali la sopa a medio camino entre las dos mesas. Del
cochambroso delantal quita dos cuchillos, clavando uno en cada mueble-. Srvanse
como buenamente puedan. Voy a traer de la bodega un vino que guardo para las
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ocasiones especiales. Y sta lo requiere. No sospechaba que en un da aburrido y gris


como el de hoy podra estar con unos hroes de Los Gelves. Capitn, espero que me
disculpe por mis modales de hace un momento. Para compensarles, al vino invita la
casa.
Martn Fierro asiente, agradecido. El resto de los hombres esperan -como si
hubieran firmado un pacto secreto-, a que el sargento Bentez escoja los mejores trozos
para servrselos al cabo Goytisolo. El vasco escucha el chasquido de la chicha llenando
su cuenco y percibe el fuerte olor de la carne recalentada. Entonces, ladea la cabeza y
escruta entre los diferentes sonidos dnde puede estar colocado quien le est sirviendo.
- Julio, podemos salir un momento? consulta en voz baja, para que nadie ms
la advierta, exceptuando al sargento.
- Qu quiere ahora, Pedro? Primero come, ya zaldremo luego le responde, en
el mismo tono, el andaluz.
- No. Ahora. dice el cabo, en un rumor, llevando una mano a su miembro virilMe meo. No aguanto ms.
- Vale, vale. Yo te llevo.
El atento sargento agarra de un brazo al pobre ciego, acompandolo al exterior
de la taberna.
Cervantes ha observado con detalle la escena y sospecha algo extrao en la
excesiva atencin por parte del gaditano hacia su compaero de armas.
- No quisiera parecer indiscreto dice Miguel, soltando lentamente las palabras y
slo audibles para el capitn, a quien avecina la cabeza- Pero esos dos, son algo ms que
camaradas.
El gallego daba buena cuenta de una pata de cordero y la insinuacin ni le
sorprende. Contina mordiendo y devorando la carne. Mira al joven y sonre.
- En efecto, son algo ms que camaradas dice el capitn- Esos dos, son pareja.
La ms fiel, sincera y honesta que he visto en toda mi vida. Tiene usted algn
problema con ese nimio detalle?
- Por supuesto que no dice Cervantes, ofendido- Pero me extraa que
consientan ese nimio detalle en un Tercio.
- Ser porque lo llevan con mucha discrecin sentencia el capitn.
- Aqu est el vino dice Manuel, el tabernero, que reaparece con dos botijos a
rebosar- Beban. Beban hasta que ya no puedan ms. Es un buen caldo que me enva,

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cuando puede, un hermano que hizo fortuna en Logroo. Me he perdido algo


interesante mientras estaba ausente?

- En absoluto responde Emilio Blas, que al escuchar el nombre de su tierra


natal decide ser l quien aborde previamente el vino- Esperbamos por usted. Puede
continuar, mi capitn. Le recuerdo: estbamos en la playa, formados, las balas nos caan
como moscas por detrs, y por delante tenamos, uno arriba o uno abajo, a cinco mil
hijos de la gran puta. El lucroniense eleva el botijo por encima de la cabeza y permite
que los primeros hilos del lquido elemento invadan la boca, hasta cumplir la gargantaJoder! Excelente vino!
- Tal cual, Emilio, asiente, Martn Fierro- muy bien expresado: uno arriba, uno
abajo Prosigo:
Ah estbamos. De las tres compaas que conseguimos desembarcar,
quedbamos vivos, algunos a duras penas, unos trescientos hombres, la mayora
piqueros. Los pocos arcarabuceros y mosqueteros situados en los flancos slo servan
para asustar, puesto que la plvora se haba humedecido intentando alcanzar la playa.
Para colmo, nuestros superiores estaban muertos. As que, yo, era el oficial de mayor
graduacin en ese momento. Haba que tomar una decisin: quedarnos donde estbamos
y perecer arrasados por la artillera turca, o lanzarnos contra los cinco mil uno arriba,
uno abajo- y enfrentarnos a la muerte cara a cara.
- Don Miguel, soy un soldado, soy un soldado de Espaa dice el capitn,
clavando sus ojos en los del joven Cervantes- Y si he de morir, que sea matando.
Entonces, llam por el sargento Bentez.
- Tenemo tambor, mi zargento? An queda alguno en pie? Recuerda a viva
voz el andaluz la consulta que le hizo Martn Fierro ese da, con la mirada perdida en
ningn lado.
- Queda Baltasar, el de Teruel. Le da duro al tambor, mi capitn apunta
emocionado el cabo Goytisolo. No puede mantener ninguna mirada, pero su recuerdo
an puede verlo.
- Pues que toque con toda su rabia: calar las picas. Atacamos. Esa fue su orden
capitn -comenta el tambor, Baltasar, nostlgico.
- Soldados de Espaa! les grit a mis hombres, prosigue Martn Fierro- Hoy no
es un buen da. Hoy vamos a morir. As que lo haremos con honor. Que jams una boca
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pueda decir que un soldado del Tercio de Barahona no luch hasta el ltimo aliento de
su vida. Enfrente est el enemigo, no tendr piedad. Por tanto, nosotros tampoco.
Soldados! En unos minutos nos espera el cielo, y si all no nos quieren, nos veremos en
el infierno. Por Santiago! Por Espaa!
- Cmo pudieron salir vivos de aquello? Inquiere Cervantes- Dios santo!
Trescientos contra cinco mil, debi de ser un milagro!
Y as fue. Mientras el enemigo observaba nuestro intil ataque, don lvaro de
Sande, tuvo una lcida idea: orden salir del fuerte a la totalidad de sus tropas. El ataque
desde la fortaleza sorprendi a los turcos. No se lo esperaban. Huan en nuestra
direccin, pues nuestros compaeros no les dejaban otra escapatoria. Sus arcarabuceros,
una vez efectuado el primer disparo, ya no podan volver a recargar el arma. Llegaban a
nuestra posicin una multitud de asustados otomanos, en desbandada Y las picas
hacan el resto. Fuimos aguantando sus embestidas manteniendo la formacin. Cuando
las picas se rompan, entonces, usbamos las espadas. Jorge Ruz de Arana, el alfrez,
defenda la bandera de la compaa, hasta que una espada enemiga crey oportuno que
le holgaba un brazo. El alfrez, que los tena bien puestos, con el otro brazo volvi a
levantarla bien alto, para que el turco supiera que an estbamos en pie de guerra. Y de
nuevo, otra espada. Y de nuevo, otro brazo menos. Mis ojos no daban crdito a lo que
vean: un valiente manco, arrodillado en el suelo y subiendo la bandera con la boca.
Cinco kilos de madera y tela peleados contra el viento, y los dientes del alfrez clavados
con rabia en el palo mientras se desangraba. Eso es tener los huevos como melones.
Don Miguel, si hubiera visto luchar al cabo Goytisolo y al sargento Bentez,
espalda contra espalda: todava no haba nacido turco que pudiera plantarles cara. De
enviarlos a pelear contra la muerte, sta habra tirado la guadaa y se desprendera de su
capa negra para correr ms ligera y escapar de esta pareja letal. Finalmente, ganamos
esa pequea batalla, gracias a Dios, con pocas bajas. Pero, lo peor estaba por venir.
- Tabernero, el vino se ha acabado indica Emilio, con una mueca de disgustoPuede dispensarnos un par de botijos ms?
- Los que sean necesarios responde Manuel, solcito- Si alguno de ustedes me
acompaa hasta la bodega, podemos traer hasta cuatro.
- Yo le ayudo dice Baltasar, levantndose y persiguiendo los pasos del
tabernero, que abandona el comedor.
Al tanto, Cervantes, entintaba la pluma y anotaba, entintaba y anotaba. Mas no
escriba las frases que pronunciaba el capitn, o sus hombres. Miguel garabateaba
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alguna palabra y luego reproduca lo que le transmitan aquellos soldados. Las palabras
no tienen porqu ser las exactas, -eso pensaba l- tan slo precisan de ser sinceras.

Cuando los dos hombres y los cuatro botijos estuvieron de vuelta, Martn Fierro,
prosigue:
Algunas compaas de otros tercios lograron alcanzar tierra y al final del da
sumbamos unos tres mil hombres dentro de la fortaleza, entre sanos y heridos, con
escasas provisiones para un mes. Los turcos no intentaran un nuevo asalto. Pretender
desembarcar sus caones y acercarlos hasta nuestra posicin sera una tarea casi
impracticable. Adems, tontos no eran, estaba clara la estrategia: mantener el asedio y
cortar cualquier tipo de suministro. La nica opcin posible era resistir y esperar el
milagro de que la armada enviara una flota desde Italia, ya que desde Espaa llegara
demasiado tarde. Lo que te mantiene vivo es esa esperanza, si la pierdes, ests muerto.
Los pocos enfermeros del tercio estaban agotados y no daban abasto con la
cantidad de heridos. stos moran, por cualquier tontera, siquiera sin poder atenderlos.
Los capellanes recitaban la extremauncin de carrerilla a los que se iban para el otro
barrio: una, otra, y otra, y no tenan fin.
Las escaramuzas fueron constantes durante el asedio, bien por reducir las fuerzas
turcas, bien por conseguir agua, que ya escaseaba. Por veces, volvan pocos hombres,
las ms, ninguno. Me llam la atencin el puetero juego que se trae entre manos el
destino, cuando, despus de una salida que se hizo a primeros de junio contra los
sitiadores turcos, volvi el capitn Galarza jactndose de que todava no era su hora y
mostrando a todo el mundo dos arcabuzazos en su rodela (escudo). Pues bien, a los
pocos das le mataron en el caballero de San Juan, de un arcabuzazo.
Despus de dos meses y medio de asedio, finalmente, perdimos la posicin del
ltimo pozo de agua. Ya podamos darnos por muertos los mil hombres que an
aguantbamos, ms hambrientos y secos que un rbol en mitad del desierto. El resto,
hasta los tres mil, haba exhalado el ltimo suspiro. Y don lvaro traz un plan. Los
turcos haban apartado cuatro galeras del resto de la flota y desde la fortaleza se
divisaban prximas a un acantilado. En principio, aparentaba una trampa, pero habra
que arriesgarse. Saldramos cien hombres, aprovechando la oscuridad de la noche y
tomaramos las galeras. A la maana, en cuanto amaneciera, avisaramos con caonazos

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a nuestros compaeros para que abandonaran la fortaleza. Los que llegaran vivos a las
galeras podran escapar de aquel infierno.
- Los veinticuatro de la compaa salta Paco, el mulero- que nos mantenamos
en pie, a duras penas, fuimos tras nuestro capitn.
- Y ms, si hubiera contina Fernando Das, el portugus-. Hasta las galeras,
hasta el infinito o hasta la sombra de la misma muerte, si hiciera falta.
- Era de noche, Das le espeta Pedro Goytisolo, el ciego, tras una carcajada- No
hay sombras en la oscuridad. Yo ese da an vea, mecagoent lo que se menea.
- T me entiendes dice el portugus, molesto- Continuad, mi capitn.
Nos dividimos en cuatro grupos, uno por galera. Tres capitanes al mando de
tres cuadrillas. Joaqun Ruiseor, de Zafra, comandaba la primera de ellos. Un hombre
pequeo, pero de estatura, puesto que de cabeza pareca una enciclopedia. Con la
mirada siempre clavada en el frente, jams volva la vista atrs, ni para recular. La
perilla y el bigote blancos delataban unos sobrepasados cincuenta aos, mientras sus
ojos negros todava brillaban como los de un mozo de veinte. Salvador Moreno, de Don
Benito, capitaneaba la segunda. Joven, apuesto y bien parecido, era la envidia de los
dems oficiales en cuanto entrabamos en una cantina, revolucionando el gallinero y
atrayendo a todas las gallinas deseosas de tener un polluelo con l. Y yo, de Betanzos o
de Cacabelos, ya ni lo s, al mando de los hombres que quedaban del tercio de
Barahona. Por ltimo, el maestre de campo don lvaro de Sande lideraba la cuarta
cuadrilla, integrada con soldados de su confianza. Don lvaro iba armado de peto fuerte
y una celada, con una rodela acerada, a prueba de arcabuz y una espada desnuda en la
mano. Lo recuerdo bien, como si hubiera sido ayer mismo.
Nada ms abandonar el fuerte, nos separamos. Si los turcos apresaban a alguno
de los grupos, los otros podran alcanzar las galeras. De esta manera, sin despedidas ni
gaitas, corrimos por sendas distintas hasta las naves, evitando hacer ruido. Aunque tal
era la delgadez de nuestros cuerpos, que incluso nuestras pisadas se desvanecan
moribundas en el aire.
Por el camino topamos con un pequeo grupo de infieles, haciendo guardia
frente a los navos, al borde del acantilado. El enfrentamiento fue inevitable y tuvimos
que dar cuenta de todos ellos, degollndolos.
- Y en medio de aquella oscuridad no pude distinguir el filo de una espada dice
el cabo Goytisolo.- Slo sent su fro acero en mi cara.

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- Ningn quejido sali de tu garganta, se dirige al vasco, el sargento, tomndole


de la mano- mientras la sangre no cesaba de manar de las cuencas de los ojos. Rasgu
un jirn de mi camisa y te la coloqu a modo de venda, para impedir que te desangraras.
Estbamos al extremo del acantilado, y debamos descender con unas cuerdas.
Ahora el mayor problema estaba en el cabo. As que el sargento Bentez se lo at a la
cintura Y bajamos. Sobre la orilla de la playa estaban ancladas un par de barcazas.
Tomamos buena cuenta de ellas y con sigilo nos fuimos acercando hasta la primera
galera, sin atender a que el resto de cuadrillas no haban llegado siquiera el acantilado.
Conquistar el navo fue sencillo y no caus ninguna baja. Los ocho turcos que la
vigilaban no nos esperaban y tampoco les dimos opcin a defenderse. Estbamos
eufricos y yo haba dado la orden de cargar los caones, cuando, Emilio Blas, grita
desde el puente:
- Capitn, mi capitn. Mire, all, en el acantilado.

Entonces, contempl el horizonte que Emilio anunciaba con el ndice. Sobre


una loma, tres hombres se hallaban arrodillados, ensangrentados y con las manos atadas
a la espalda. El primero, don lvaro de Sande, gritaba a voz en pecho: Huid, huid,
huid. Y lo repeta una y otra vez. A su flanco, impertrrito, con la mirada clavada en
nosotros, el audaz capitn Joaqun Ruiseor permaneca recio como una roca. El tercero
era el joven Salvador Moreno. Casi poda escucharse desde el navo el rechinar de sus
dientes blancos. El castaeteo del miedo de quien sabe que va a morir en cualquier
momento: tac, tac, tac Detrs de ellos, un centenar de turcos bramando y gesticulando
muecas de algaraba porque haban capturado al maestre de campo. La mayora
mostraba con un regocijo cruel, levantando los brazos, la cabeza degollada de algn
soldado espaol.
- Nos entregamos les habl a mis hombres, con pesar-. Si no lo hacemos,
matarn a esos valientes compaeros. Retornamos a las barcazas.
- Soldados! Ya habis odo al capitn!, voce el sargento-. Nos rendimos.
Cuando me dispona a bajar del navo, sent una opresin punzante de un pual
en el costado derecho, y una voz arrimada a la oreja que largaba:
- Qu nadie se mueva! Aqu no se rinde ni Dios! Esos hombres ya estn
sentenciados, as que nosotros nos salvaremos.

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Era el desagradable aliento de Marcos Borrego, un gallego de Narn. Soldado de


mi compaa desde haca, ms o menos, un ao. Poco hbil con la espada y con
semblante de torpn y alelado. No se haba alistado voluntario al tercio ni por decisin
propia ni por vocacin, sino porque de esta guisa se salvaba de la horca. Haba sido
condenado a muerte por matar a un hombre, Segismundo Puigme, un cataln
exageradamente presumido y estirado, al que sorprendi yaciendo en cama con su
prometida, Mariola, mujer con ms negocio entre las piernas que en la cabeza. Pero l
se haba dado cuenta demasiado tarde de aquellos engaos. Un da, una despechada
amante de Marcos le inform de los escarceos amorosos de su prometida. La sigui.
Descubri que no se trataba de slo un hombre, sino de varios, tanto en la villa, como en
los alrededores. Mariola satisfaca sus deseos carnales cuando el cornudo gallego
andaba atareado en sus negocios y tena que dejarla sola algunas horas. Por tanto, en
una maana de mayo, los encontr a los dos retozando en su propia cama. A
Segismundo Puigme le atraves el corazn con una espada, y a ella la dej marchar,
porque todava la amaba. Nadie supo que fue de la mujer, los viejos del lugar
aseguraban que parti hacia otras tierras. Aunque no son ms que habladuras. Vaya
usted a saber!
La daga que presionaba mi costado ya haba traspasado las ropas y comenzaba a
herir en la piel. Gir el cuello en direccin al traidor que desobedeca la orden de su
superior, con el ceo fruncido, mostrando mi incredulidad. No dije nada, esperando que
recapacitara. En cambio, l prosigui:
- Capitn, ordene zarpar o le juro que lo dejo seco aqu mismo.
Fueron sus ltimas palabras. Un reguero de sangre arranc a salir de su pecho,
bajando por el cuerpo y ensuciando de rojo la cubierta de la galera. La punta de una
espada sobresala, a la altura del corazn, y las siguientes palabras las pronunci el
sargento Julio Bentez:
- As se castiga a los traidores en el tercio de Barahona.
Marcos Borrego, antes de desplomarse al suelo, emiti un gemido hueco. El
andaluz retir la espada y la roja sangre comenz a brotar a chorros. Luego, el gallego
muri entre espasmos. Y all, sobre la cubierta, se qued, esperando a que viniera algn
demonio para llevarse su sucia alma.
En cuanto llegamos a la costa, Joaqun Ruiseor nos inform de lo sucedido en
la ltima hora: los infieles haban tomado la fortaleza, las tres cuadrillas cayeron en

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sendas emboscadas, porque las estaban esperando, y haban asesinado a todos los
supervivientes.
Slo quedbamos vivos nosotros. Or a mi Seor para que fuera, la nuestra, una
muerte rpida. En cambio, no nos mataron. Durante dos das nos tuvieron acarreando
los restos de nuestros compaeros hasta construir una torre humana con sus cadveres.
Bien a la vista de cualquiera que pretendiera desembarcar en la isla, en clara advertencia
de la crueldad con la que actuaran contra quien osara enfrentarse al imperio turco.
Tras dos meses y medio de asedio, al fin, haban vencido nuestros enemigos y
los pocos que sobrevivimos fuimos llevados presos hasta Estambul. Esa fue otra batalla,
la batalla por subsistir en una crcel otomana. Si los calabozos espaoles daban miedo,
los de estos hijos de la gran perra, acobardaban al mismo diablo.

Martn Fierro atrapa un botijo y da cuenta del licor que resta en el cntaro,
demorando el goteo del ltimo poso.
- No quisiera abusar dice el capitn, enviando una mirada de splica hacia
Manuel, el tabernero-. Aunque nos vendra de perlas una pizca ms de vino. Hemos
pasado nueve aos sin probar algo parecido.
- Por supuesto al momento salta de su asiento el tabernero, embelesado con la
historia- En un suspiro les traigo dos botijos llenos.
El buen hombre alarga los dos brazos y retira un par de piporros de la mesa, ya
vacos, y abandona el local en direccin a la bodega.
- Hbleme del cautiverio, capitn dice Cervantes- Cmo es de duro vivir sin
libertad y lejos del hogar?
- Es una sensacin de abandono, como si te robaran el alma contesta Fernando
Das, el portugus- Te sientes, no s expresarlo, nadie.
- Peor que nadie replica Martn Fierro, asintiendo con la cabeza- Es el vaco
ms oscuro.
Nueve aos se alarg el cautiverio. Nueve aos terribles. En particular, los tres
primeros. Luego, con el tiempo, acabas acostumbrndote. Pero jams renunciamos a la
creencia de escapar, ni un slo da, desde que Don lvaro de Sande nos dio la esperanza
de que enviara una nave para desempolvarnos de aquella miseria.
La mayora de los capitanes fueron liberados en un santiamn, tras pagar el rey
de Espaa los rescates que solicitaban los turcos: Joaqun Ruiseor, Lope de Figueroa,
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Sancho de Leyva y Rodrigo de Zapata. Consiguieron salir del infierno turco en menos
de un ao. Todos, salvo yo. Decid quedarme, hasta que consiguiera llevarme conmigo
tambin a mis hombres. Sin ellos, no huira de la prisin. Por Salvador Moreno no fue
necesario soltar ningn escudo, porque muri de unas extraas fiebres a los pocos das.
Don lvaro, el maestre de campo, fue retenido durante cinco aos y tuvo que intervenir
en su liberacin el mismsimo rey de Francia, Carlos IX, despus del pago de 60.000
escudos de oro. Ese hombre bien los vala, y mucho ms.
Me pidi que le concediera un ao entero para reunir los fondos necesarios. Con
ellos podra negociar la compra de una galera y mandarla rumbo a Estambul, junto con
algunos hombres de su confianza, para rescatarnos. Cada treinta y uno de julio (el da de
la rendicin en Los Gelves), don lvaro, enviara, a la orden de un capitn de su tercio,
una nave para escabullirnos. Nosotros deberamos incitar al resto de los cautivos a un
motn, para escapar de los muros de las mazmorras entre el tumulto, y luego alcanzar el
navo en cuanto oscureciera.
De esta guisa procedimos durante cuatro aos.
Al primero, despus de una tremenda trifulca, conseguimos reducir a los
hombres de guardia en la prisin. En cuanto llegamos al puerto, advertimos que no
haba nadie esperndonos. Eso nos frustr. Perd a tres hombres en la fuga. Julin
Barbas, de Sagunto, un buen soldado, mal marido y peor padre, que haba olvidado la
cuenta de los hijos que tena esparcidos por media Europa. Francisco de Porras, un
murciano de bien, hbil con la espada y firme con la pica, todo un ejemplo para sus
camaradas. Y Goliat, un negro del norte de frica. l mismo desconoca dnde haba
nacido, pues siendo muy joven lo enviaron para ejercer de remero en las galeras. Hasta
que dio con un hidalgo bueno, que se lo llev para trabajar en sus tierras. Unos das,
antes de morir ste, lo liber. Entonces, se alist en nuestro tercio. Inolvidable aquel
negro: dos metros de carne, msculos y ms de ciento cincuenta kilos de furia. Goliat, el
orgullo de nuestra compaa. Cmo su nombre era impronunciable, lo anotamos como
Goliat, incluso l estaba satisfecho con ese nombre. No usaba espada, ni la necesitaba.
Si tena que destrozar alguna cabeza, lo haca con un puetazo, o reventaba los
estmagos de los adversarios a patadas. Muy bruto, pensar usted, don Miguel, y tengo
que darle la razn, sin embargo, extraordinariamente eficaz. El da que lo mataron, los
turcos precisaron de diez hombres para reducirlo y acribillarlo a estocadas. Ahora
sabemos que en ese primer intento, don lvaro, no consigui reunir el dinero suficiente
y, por tanto, no se envi ninguna nave.
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Al segundo ao, volvimos. Tal era nuestra fe, que nunca dudamos de que alguien
viniera a buscarnos. Tampoco encontramos ningn barco. Despus del primer intento,
los turcos haban reforzado las guardias, y de sta, escaparnos del presidio tuvo un alto
precio: seis hombres. Recuerdo en especial a Marcial Serrano, de Pozoblanco. Parco en
palabras, con la mirada de un lobo y las manos baadas de magia cuando manejaba su
espada. Recuerdo como me dijo adis, desplomndose al suelo, despus de recibir un
arcabuzazo.
- Capitn interrumpe Miguel de Cervantes- Conoca a todos sus hombres o
exclusivamente a esos veinticuatro con los que fue capturado?
Martn Fierro sonre, repasa las miradas de todos los presentes, salvo la del cabo
ciego, aunque la imagina. Sus soldados, tambin sonren.
- A todos, a cada uno de ellos prosigue el capitn-. De los doscientos cincuenta
piqueros, me saba cada nombre, de dnde procedan, algunos detalles de su vida
privada, no demasiados, pero s los suficientes para intuir cmo responderan en el
campo de batalla. No solamente eran sus vidas las que estaban en juego, tambin las de
sus colegas de armas, la de toda la compaa e incluso la de un tercio entero. Cunto
ms supiera de sus historias, ms sencillo era dirigirlos.
- Disculpe, capitn, prosiga indica el joven Miguel, alargando la mano con la
palma levantada.
- Por dnde iba? pregunta al aire, Martn Fierro, observando la luz de una
vela, oscilando a hurtadillas en un rincn de la taberna.
- Estaba con el segundo intento, mi capitn, cuando llegamos al puerto y no
haba galera para traernos a Espaa dice Baltasar Prez, el tambor.
- Ah, s! Cierto!
No haba barco porque una tempestad se encarg de que no llegara a las costas
de Estambul. Nunca se supo lo que fue de aquel navo. Desapareci. Sin ms.
- Cmo ha llegado a esa conclusin? inquiere, extraado, Cervantes.
- Porque me lo coment el capitn que nos rescat esta vez. Prosigo:
El treinta y uno de julio del siguiente ao, tras habernos pasado ms de seis
meses aislados los diecisis de Barahona que quedbamos, volvimos a intentarlo. Perd
a cinco hombres: Pedro, Vctor, Manuel, Sebastin y Carlos. Buenos tipos. De esta vez,
fuimos nosotros los que no conseguimos salir de los muros. As que, de nuevo, otros
seis meses en celdas de castigo, aislados y apenas sin alimento. Pero no perdimos la
esperanza, habra otro ao, y luego otro, y otro ms. Hasta que lo consiguiramos.
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Fue al cuarto ao de marchar don lvaro, ste en el que estamos, cuando al fin
logramos escapar. Y fue la huida ms sencilla. Un despistado carcelero se dej una
puerta abierta, as que salimos sin ms, nadie se dio cuenta de ello. Cuatro de mis
hombres no consiguieron superar el aislamiento y murieron, tal vez de hambre, tal vez
de miedo, o tal vez de aburrimiento. Desconozco la causa, pero murieron. Mateo,
Benjamn, Gonzalo y Alberto, un joven granadino, muy simptico, que recitaba poemas
como yo nunca antes haba escuchado. Fue emocionante volver a encontrarme con Lope
de Figueroa, capitn y amigo mo, al que don lvaro envi al mando de la galera.
- Zarpamos le dije a Lope, con los ojos henchidos de lgrimas-. Estos son los
hombres que quedan, ninguno ms.
- Zarpamos, Martn, zarpamos me expres l, entusiasmado.
- Y esto es todo, don Miguel cuenta Martn Serrano-. Esto es todo. Y ahora,
aqu estamos.
- Qu harn ustedes? Volvern a incorporarse en algn tercio? pregunta el
joven Cervantes.
Los hombres niegan con la cabeza, salvo Martn Fierro, que otra vez vuelve a
reparar en el oscilar de la vela del rincn. Entonces, Julio Bentez, el sargento, le
pregunta:
- Uzt qu va a haz, mi capitn?
- Yo? El capitn Martn Fierro duda unos segundos. Luego, titubeando,
proclama con una parsimonia eterna, sin apartar la vista de la vela- Solicitar audiencia
con el rey Felipe II para que me conceda el retiro y volverme a Cacabelos a
sembrar los campos y cuidar ganado y tomar el sol y empaparme bajo la lluvia
y chapotear en los charcos y pasear pasear pasear y nada ms.
- Dnde reside la gloria en eso, mi capitn? le pregunta Miguel.
- La gloria? La gloria se la dejar para Dios en los cielos Y en la tierra, paz a
los hombres de buena voluntad.
- Amn sentencia Manuel, el tabernero.

Cuatro aos llevo preso en Argel. El temor a morir entre estos muros, de puro
aburrimiento, me ha recordado esta historia de hace una dcada. Por ello, he resuelto
escribirla, por si un da alguien pudiera leerla y sirviera para hacerle entender cun
intiles son las guerras. Desconozco el destino de estos hombres, pero, como buen
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novelista que soy, y con el par de cojones que tengo, improviso lo sucedido. Quien
quiera, que se lo crea, y el que no que se lo crea tambin, pues no hay nada ms cierto
que aquello que se asienta en un papel de tu puo y letra.
Va, pues:
El capitn Martn Fierro regres a Cacabelos y hubo festejos y algaraba durante
toda una semana, ya que lo daban por bien muerto. La mujer, lo recibi como al amor
que siempre se espera: con hartazgo de cama. Las hijas se haban convertido en unas
mozuelas, y ayudaban a sus padres en las labores de la tierra y con el ganado. Salvo un
da, en que el virtuoso capitn abandon la casera con la intencin de retocar unos
sembrados, cargando un azadn al hombro. Aquella maana sali solo, bajo una
tormenta del carallo. Eso no lo amedrant. Un temporal era nada para un guerrero que
camin a dos pasos de Satans y vio morir delante de sus ojos a casi toda su tropa.
Entonces, hundiendo la azada en la tierra, acudi un rayo y dispuso llevrselo al cielo,
que es dnde reciben a los buenos soldados, a los buenos esposos, a los buenos padres y
a los hombres buenos.
El sargento Julio Bentez y el cabo Pedro Goytisolo le dieron camelo a un judo
avaro y perverso. Apropindose de todo su patrimonio, con un viejo engao que
cualquier juez hubiera tachado de estafa, pero no se dio tal caso. Ahora gobiernan una
hacienda en el Barco de vila, a orillas del ro Tormes. Dicen, quienes los conocen, que
con los paos confeccionados en sus telares, despus, visten a la mismsima realeza.
Emilio Blas no tuvo esa suerte. La vida, que es muy perra; los malos vicios, que
pasan factura; pero, sobre todo, con tanto ir de putas, al ao contrajo una extraa
enfermedad, a la semana se le cay la picha y a las dos se cay de cuerpo entero en el
catre. Jams volvi a levantarse, hasta que unos vecinos se lo llevaron para darle
sepultura, tres das despus.
En cuanto a Baltasar Prez, el tamborilero, es el claro arquetipo de la injusticia.
Arrib a su querida Teruel, y nada ms llegar, corri en busca de su amor, Ins. La
mujer lo esper un ao exacto, y al da siguiente conoci a un jornalero que haba
contratado su padre para las faenas del esto. La dej preada. Sin dilacin se casaron y
con el tiempo la pre cuatro veces ms. Despus de pasarse casi una dcada en una
prisin otomana, al ingenuo de Baltasar le costaba aceptarlo. Primero se enrabiet,
luego se irrit, al rato se emborrach y acto seguido march en busca del robador de su
querida Ins. Dio con el hombre, almacenando heno. Discutieron, forcejearon, pelearon
y, al poco, el tamborilero acab con una horquilla atravesada en el pecho contra la sucia
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pared de un granero. Ins, al ver muerto a su viejo amor, perdi el juicio y se quit la
vida. All mismo, colgndose de un abedul.
De Paco, el mulero, lleg a mis odos una historia -a travs de unos peregrinos
que recorran el camino de Santiago- Sobre un hombre de muy mal genio que perdi
una mula en una quebrada de los Pirineos. Mientras intentaba rescatarla, se qued
atrapado entre dos rocas, en una fra noche de un mes de invierno. La mula, finalmente,
logr volver a casa, sola.
Fernando Das, el portugus, sigui combatiendo, an con un solo brazo. Y
puedo dar fe de que muri con el honor de un valiente soldado el 7 de octubre de 1571,
en la ms alta ocasin que vieron los siglos pasados, los presentes, ni esperan ver los
venideros. El mismo da en que yo perd la movilidad de mi mano izquierda, en el
mismo lugar y luchando en el mismo bando.
Esto fue lo que aprend de las guerras: que una vida no vale nada, nada de nada.
En cambio Qu ocurrira si desaparecieran las guerras?
La vida, con sus trueques y sus trucos. Y yo, que no soy de hacer magia.
Por lo que a m se refiere, un mal aprendiz de gamberro, ladrn de tres al cuarto,
mediocre soldado y, ahora, impaciente preso, he tardado demasiado en descubrir para lo
que ciertamente sirvo. A lo mejor, la oportunidad que me dio esta vida ya se habr
pasado, o tal vez no. Quin lo sabe?
Entretanto, cavilo en otra historia. Dndole mil y una vueltas en la cabeza y
anotando, cuando puedo, pequeos bocetos y guiones. Un enredo sobre un hidalgo, una
historia que ser la ms grande jams contada. Todava no he atinado con las palabras
justas con las que arrancar la novela, eso s, tendr que ser en algn lugar de la Mancha,
pero no recuerdo su nombre.
Quiz quiz quiz Puede ser.
Argel, a 22 de septiembre de 1579
Firmado,
Miguel de cerbantes
Saavedra

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TTULO: LA SANTA COMPAA DEL TERCIO DE BARAHONA


AUTOR: ENRIQUE DAZ VZQUEZ

TODOS LOS DERECHOS REGISTRADOS

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