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William Shakespeare

Hamlet
INDICE

PÁGINA
HAMLET 4
ACTO I 5
ACTO II 27
ACTO III 46
ACTO IV 74
ACTO V 95
PERSONAJES

CLAUDIO, rey de Dinamarca


HAMLET, su sobrino e hijo del difunto rey Hamlet
POLONIO, chambelán del reino
HORACIO, amigo de Hamlet
LAERTES, hijo de Polonio
VOLTIMAND, cortesano
CORNELIO, ídem
ROSENCRANTZ, ídem
GUILDENSTERN, ídem
OSRIC, ídem
UN CABALLERO, ídem
UN SACERDOTE
MARCELO, oficial
BERNARDO, ídem
FRANCISCO, soldado
REINALDO, criado de Polonio
CÓMICOS
DOS SEPULTUREROS
FORTIMBRÁS, príncipe de Noruega
UN CAPITÁN
EMBAJADORES DE INGLATERRA
GERTRUDIS, reina de Dinamarca y madre de Hamlet
OFELIA, hija de Polonio
Señores, damas, soldados, marineros, mensajeros y servidores.
La sombra del padre de Hamlet.

El drama se desarrolla en el palacio de Elsinor,


en sus cercanías y en las fronteras de Dinamarca.
ACT O I

ESCENA I

Explanada delante del palacio real de Elsinor.

Noche oscura. Francisco y Bernardo.

(Francisco se pasea haciendo centinela. Bernardo se va acercando a él.


Estos personajes y los de la escena siguiente están armados con espada y lanza.)

Bernardo. ¿Quién va ahí?


Francisco. No: respóndeme tú a mí. Detente y dime quién eres.
Bernardo. ¡Viva el rey! 1
Francisco. ¿Es Bernardo?
Bernardo. El mismo.
Francisco. Tú eres el más puntual en llegar.
Bernardo. Las doce han dado ya: bien puedes ir a recogerte.
Francisco. Te doy mil gracias por el relevo. Hace un frío que penetra, y
yo estoy delicado del pecho.
Bernardo. ¿Has hecho tu guardia tranquilamente?
Francisco. Ni un ratón se ha movido.
Bernardo. Muy bien. Buenas noches. Si encuentras a Horacio y Marcelo,
mis compañeros de guardia, diles que vengan presto.
Francisco. Me parece que los oigo... ¡Alto ahí...! ¿Quién va?

ESCENA II

Horacio, Marcelo y dichos; luego aparece la sombra


del rey Hamlet.

Horacio. Amigos de este país.


Marcelo. Y fieles vasallos del rey de Dinamarca.
1 Tal era el «santo y seña» de aquella noche.
Francisco. Buenas noches.
Marcelo. ¡Ah, honrado soldado! Pásalo bien. ¿Quién te relevó de la cen-
tinela?
Francisco. Bernardo, que queda en mi lugar. Buenas noches.
(Se va.)
(Marcelo y Horacio se acercan adonde está Bernardo haciendo centinela.)

Marcelo. ¡Hola, Bernardo!


Bernardo. ¿Quién está ahí? ¿Es Horacio?
Horacio. Un pedazo de él.
Bernardo. Bien venido, Horacio; Marcelo, bien venido.
Marcelo. ¿Y qué, se ha vuelto a aparecer aquella cosa esta noche?
Bernardo. Nada he visto.
Marcelo. Horacio dice que es aprensión nuestra, y nada quiere creer de
cuanto le he dicho acerca del espantoso fantasma que hemos visto en dos oca-
siones. Por eso le he rogado que se venga a la guardia con nosotros, para que,
si esta noche vuelve el aparecido, pueda dar crédito a nuestros ojos y le
hable si quiere.
Horacio. No, no vendrá.
Bernardo. Sentémonos un rato, y deja que asaltemos de nuevo tus
oídos con el suceso que tanto repugnan oír, y que en dos noches seguidas
hemos presenciado nosotros.
Horacio. Muy bien; sentémonos, y oigamos lo que Bernardo nos cuente.
(Siéntanse los tres.)
Bernardo. La noche pasada, cuando esa misma estrella que está al Occi-
dente del polo había hecho ya su carrera para iluminar el espacio del cielo
donde ahora resplandece, Marcelo y yo, a tiempo que el reloj daba la una...
Marcelo. ¡Chist...! Calla: mírale por dónde viene otra vez.
(Se aparece a un extremo de la escena la sombra del rey Hamlet armado de
todas armas, con manto real, yelmo en la cabeza y la visera alzada. Los soldados
y Horacio se levantan despavoridos.)

Bernardo. Con la misma figura que tenía el difunto rey.


Marcelo. Horacio, tú que eres hombre de estudios, háblale.
Bernardo. ¿No se parece en todo al rey? Mírale, Horacio.
Horacio. Muy parecido es... Su vista me conturba con miedo y asombro.
Bernardo. Querrá que le hablen.
Marcelo. Háblale, Horacio.
Horacio. (Encaminándose hacia donde está la sombra.) ¿Quién eres tú, que
así usurpas ese tiempo a la noche y esa presencia noble y guerrera que tuvo
un día la majestad del soberano dinamarqués que yace en el sepulcro? ¡Habla!,
¡por el cielo te lo pido!
(Vase la sombra a paso lento.)
Marcelo. Parece que está irritado.
Bernardo. ¿Ves? Se va, como despreciándonos.
Horacio. Detente, habla. Yo te lo mando, habla.
Marcelo. Ya se fue. No quiere respondernos.
Bernardo. ¿Qué tal, Horacio? Tú tiemblas y has perdido el color. ¿No
es esto algo más que aprensión? ¿Qué te parece?
Horacio. Por Dios, que nunca lo hubiera creído sin la sensible y cierta
demostración de mis propios ojos.
Marcelo. ¿No es enteramente parecido al rey?
Horacio. Como tú a ti mismo. Igual era el arnés de que iba ceñido cuando
peleó con el ambicioso rey de Noruega; y así le vi arrugar ceñudo la frente
cuando hizo caer al de Polonia sobre el hielo de un solo golpe... ¡Extraña apa-
rición ésta!
Marcelo. Pues de esa manera, y a esa misma hora de la noche, se ha pase-
ado dos veces con ademán guerrero delante de nuestra guardia.
Horacio. Yo no comprendo el fin con que esto sucede; pero mi rudo pen-
samiento pronostica alguna extraordinaria mudanza a nuestra nación.
Marcelo. Ahora bien; sentémonos (siéntanse) y decidme, cualquiera de
vosotros que lo sepa: ¿por qué fatigan todas las noches a los vasallos con estas
guardias tan penosas y vigilantes? ¿Para qué tanta fundición de cañones de
bronce y este acopio extranjero de máquinas de guerra? ¿A qué fin esa mul-
titud de carpinteros de marina, obligados a un afán molesto, que no distin-
gue el domingo de lo restante de la semana? ¿Qué causas puede haber para
que sudando el trabajador apresurado junte las noches a los días? ¿Quién de
vosotros podrá decírmelo?
Horacio. Yo te lo diré, o a lo menos los rumores que sobre esto corren.
Nuestro último rey (cuya imagen acaba de aparecérsenos) fue provocado a
combate, como ya sabéis, por Fortimbrás de Noruega. En aquel desafío, nues-
tro valeroso Hamlet (que tal renombre alcanzó en la parte del mundo que
nos es conocida) mató a Fortimbrás, el cual, por un contrato sellado y rati-
ficado según el fuero de las armas, cedía al vencedor (dado caso que
muriese en la pelea) todos aquellos países que estaban bajo su dominio. Nues-
tro rey se obligó también a cederle una porción equivalente, que hubiera
pasado a manos de Fortimbrás, como herencia suya, si hubiese éste ven-
cido. En virtud de aquel convenio y de los artículos estipulados, recayó
todo en Hamlet. Ahora el joven Fortimbrás, de un carácter fogoso, falto de
experiencia y lleno de presunción, ha ido recogiendo por las fronteras de
Noruega una turba de gente resuelta y perdida, a quien la necesidad de comer
empuja a empresas que piden valor. Según claramente vemos, su fin no es
otro que el de recobrar con violencia y a la fuerza de armas los menciona-
dos países que perdió su padre. Este es, en mi dictamen, el motivo principal
de nuestras prevenciones, el de esta guardia que hacemos y la verdadera causa
de la agitación y movimiento en que está toda la nación.
Bernardo. Si no es esa la razón, yo no alcanzo cuál otra pueda ser... En
parte confirma la visión espantosa que se ha presentado armada en este lugar
con la misma figura del rey que fue y es todavía el autor de estas guerras.
Horacio. Así debe ser. En la época más gloriosa y feliz de Roma, poco
antes que el poderoso César cayese, quedaron vacíos los sepulcros, y los amor-
tajados cadáveres vagaron por las calles de la ciudad gimiendo con voz con-
fusa; las estrellas resplandecieron con encendidas colas, cayó lluvia de sangre,
se ocultó el sol entre celajes funestos, y el húmedo planeta, cuya influencia
gobierna el imperio de Neptuno, padeció eclipse, como si el fin del mundo
hubiese llegado. Hemos visto otras veces iguales anuncios de sucesos terri-
bles, sucesos precursores que avisan los futuros destinos. El cielo y la tierra
juntos los han manifestado a nuestro país y a nuestra gente... Pero..., silen-
cio... ¿Veis...? Allí... Otra vez vuelve... (Aparece de nuevo la sombra por otro
lado. Se levantan los tres y echan mano a las lanzas. Horacio se encamina
hacia la sombra y los otros siguen detrás.) Aunque el terror me hiela, le quiero
salir al encuentro... ¡Detente, fantasma! Si puedes articular sonidos, si tienes
voz, háblame. Si allá donde estás puedes recibir algún beneficio para tu des-
canso, háblame. Si sabes los hados que amenazan a tu país, los cuales, feliz-
mente previstos, puedan evitarse, ¡ay!, ¡habla! Si acaso durante tu vida acu-
mulaste en las entrañas de la tierra mal habidos tesoros, por cuya causa, según
se dice, vosotros, infelices espíritus, vagáis inquietos después de la muerte,
decláralo... ¡Detente y habla! Marcelo, ¡detenle!

(Canta un gallo a lo lejos, y empieza a retirarse la sombra. Los soldados quie-


ren detenerla haciendo uso de sus lanzas pero la sombra los evita y desaparece
con prontitud.)

Marcelo. ¿Le daré con mi lanza?


Horacio. Sí, hiérele si no quiere detenerse.
Bernardo. Aquí está.
Horacio. Aquí.
Marcelo. Se ha ido. Le ofendemos, siendo él un soberano, al hacer demos-
traciones de violencia. Además, según parece, es invulnerable como el aire y
nuestros esfuerzos resultan vanos y cosa de burla.
Bernardo. Iba ya a hablar, seguramente, cuando el gallo cantó.
Horacio. Es verdad, y al punto se estremeció como un delincuente
apremiado. Yo he oído decir que el gallo, trompeta de la mañana, hace des-
pertar al dios del día con la alta y aguda voz de su garganta sonora, y que a
este anuncio todo extraño espíritu errante por la tierra o el mar, el fuego o
el aire, huye a su centro, y el fantasma que hemos visto confirma la certeza
de esta opinión.
(Empieza a iluminarse lentamente la escena.)
Marcelo. En efecto, desapareció al cantar el gallo. Algunos dicen que cuando
se acerca el tiempo en que se celebra el nacimiento de nuestro Redentor, esta
ave matutina canta toda la noche, y que entonces ningún espíritu se atreve a
salir de su morada. Las noches son entonces saludables, ningún planeta influye
siniestramente, ningún maleficio produce efecto y ni las hechiceras tienen poder
para sus encantos. ¡Tan sagradas son y tan felices aquellas noches!
Horacio. Yo también lo tengo entendido así, y en parte lo creo. Pero
ved cómo ya la mañana, cubierta con rosada túnica, viene pisando el rocío
de aquel alto monte oriental. Demos fin a la guardia, y soy de opinión que
digamos al joven Hamlet lo que hemos visto esta noche. Porque yo os pro-
meto que este espíritu hablará con él, aunque para nosotros ha sido mudo.
¿No os parece que le demos esta noticia, propia de nuestra obligación?
Marcelo. Sí, sí, hagámoslo. Yo sé dónde le hallaremos esta mañana con
seguridad.
(Sale.)

ESCENA III

Salón del palacio.

El Rey, la Reina, Hamlet, Polonio, Laertes, Voltimand, Cornelio, caba-


lleros, damas y acompañamiento.

El Rey. Aunque la muerte de mi querido hermano Hamlet está todavía


tan reciente en nuestra memoria, que obliga a mantener en tristeza los
corazones y a que en todo el reino sólo se observe la imagen del dolor, con
todo esto, tanto ha combatido en mí la razón a la naturaleza, que he con-
servado un prudente sentimiento de su pérdida, junto con la memoria de
lo que a nosotros nos debemos. A este fin, he recibido por esposa a la que un
tiempo fue mi hermana y hoy reina conmigo, compañera en el trono, sobre
esta belicosa nación. Pero estas alegrías son imperfectas, pues en ellas se han
unido a la felicidad las lágrimas, las fiestas a la pompa fúnebre, los cánticos
de muerte a los epitalamios del himeneo, y han sido pesados en igual balanza
el placer y la aflicción. No hemos dejado de seguir los dictámenes de vues-
tra prudencia, que en esta ocasión ha procedido con absoluta libertad, de lo
cual os quedo bien agradecido. Ahora me falta deciros que el joven Fortim-
brás, estimándome en poco, presumiendo que la reciente muerte de mi que-
rido hermano habrá producido en el reino trastorno y desunión, y fiado en
esta soñada superioridad, no ha cesado de importunarme con mensajes, pidién-
dome le restituya aquellas tierras que perdió por su padre y adquirió mi vale-
roso hermano con todas las formalidades de la ley. Basta ya lo que de él he
dicho. Por lo que a mí toca, y en cuanto al objeto que hoy me hace reuni-
ros, helo aquí. He escrito al rey de Noruega, tío del joven Fortimbrás, que,
doliente y postrado en el lecho, apenas tiene noticia de los proyectos de su
sobrino, a fin de que le impida llevarlos adelante, pues tengo informes exac-
tos de la gente que levanta contra mí, su calidad, su número y fuerzas. Pru-
dente Cornelio, y tú Voltimand, vosotros saludaréis en mi nombre al anciano
rey; pero no os doy facultad personal para celebrar con él tratado alguno que
exceda los límites expresados en estos artículos. (Les da unas cartas.) Id con
Dios, y espero que manifestaréis en vuestra diligencia el celo de servirme.
Voltimand. En esta y cualquiera otra ocasión os daremos pruebas de nues-
tro respeto.
El Rey. No lo dudo. El cielo os guarde.
(Vanse los embajadores.)

ESCENA IV

El Rey, la Reina, Hamlet, Polonio, Laertes, damas,


caballeros y acompañamiento.

El Rey. Y tú, Laertes, ¿qué solicitas? Me has hablado de una pretensión.


Dime, ¿cuál es? En cualquier cosa justa que pidas al rey de Dinamarca, no
será vano tu ruego. ¿Qué podrás pedirme tú que no sea más ofrecimiento mío
que demanda tuya? No es más adicto a la cabeza el corazón, ni más pronta la
mano en servir a la boca, que lo es el trono de Dinamarca para con tu padre.
En fin, ¿qué pretendes?
Laertes. Respetable soberano, solicito vuestro permiso para volver a Fran-
cia. De allí he venido voluntariamente a Dinamarca a manifestaros mi leal
afecto con motivo de vuestra coronación; pero cumplida esta deuda, fuerza
es confesaros que mis ideas y mi inclinación me llaman de nuevo a aquel país,
y espero de vuestra bondad esta licencia.
El Rey. ¿Has obtenido ya la de tu padre...? ¿Qué dices, Polonio?
Polonio. A fuerza de tenacidad, ha logrado arrancar mi tardío consenti-
miento. Al verle tan inclinado, firmé últimamente la licencia de que se
vaya, aunque a pesar mío; y os ruego, señor, que se la concedáis.
El Rey. Elige el tiempo que te parezca más oportuno para salir, y haz
cuanto gustes y sea más conducente a tu felicidad. ¡Y tú, Hamlet, mi
deudo, mi hijo...!
Hamlet. (Aparte.) Algo más que deudo y menos que amigo.
El Rey. ¿Qué sombras de tristeza te cubren siempre?
Hamlet. Al contrario, señor; estoy demasiado a la luz.
La Reina. Mi buen Hamlet, no así tu semblante manifieste aflicción.
Véase en él que eres amigo de Dinamarca, y no siempre con abatidos pár-
pados busques entre el polvo a tu generoso padre. Tú lo sabes: la misma suerte
es común a todos, y el que vive debe morir, pasando de la naturaleza a la eter-
nidad.
Hamlet. Sí, señora; a todos es común.
La Reina. Pues si lo es, ¿por qué aparentas tan particular sentimiento?
Hamlet. ¿Aparentar? No señora; yo no sé aparentar. Ni el color negro
de este manto, ni el traje acostumbrado, en solemnes lutos, ni los interrum-
pidos suspiros, ni en los ojos un abundante río, ni la dolorida expresión del
semblante, junto con las fórmulas, los ademanes, las exterioridades del sen-
timiento, bastarán por sí solos, mi querida madre, a manifestar el verdadero
afecto que me ocupa el ánimo... Estos signos aparentan, es verdad; pero son
acciones que un hombre puede fingir... Aquí (tocándose el pecho), aquí den-
tro tenga lo que es más que apariencia. Lo restante no es otra cosa que ata-
víos y adornos del dolor.
El Rey. Bueno y laudable es que tu corazón pague a un padre esa lúgubre
deuda, Hamlet; pero no debes ignorar que tu padre perdió un padre tam-
bién, y que éste, a su vez, perdió el suyo. El que sobrevive limita la filial
obligación de su tristeza a un cierto término, pues continuar en intermina-
ble desconsuelo es una conducta de obstinación impía. No es natural en el
hombre tan permanente afecto, pues revela una voluntad rebelde a los decre-
tos de la Providencia, un corazón débil, un alma indócil, un talento limitado
y falto de luces. ¿Es lógico que el corazón padezca, queriendo neciamente
resistir a lo que es y debe ser inevitable, a lo que resulta tan común como cual-
quiera de las cosas que con más frecuencia hieren nuestros sentidos? Este es
un delito contra el Cielo, contra la muerte, contra la naturaleza misma; es
hacer una injuria absurda a la razón, que nos da en la muerte de nuestros
padres la más frecuente de sus lecciones, y que nos está diciendo, desde el pri-
mero de los hombres hasta el último que hoy expira: «Mortales, ved aquí vues-
tra irrevocable suerte.» Modera, pues, yo te lo ruego, esa inútil tristeza; con-
sidera que tienes un padre en mí, puesto que debe ser notorio al mundo
que tú eres la persona más inmediata a mi trono, y que te amo con el afecto
más puro que puede tener a su hijo un padre. Tu resolución de volver a los
estudios en Wittemberg es la más opuesta a nuestro deseo, y antes bien te
pedimos que desistas de ella, permaneciendo aquí estimado y querido a vista
nuestra como el primero de mis cortesanos, mi pariente y mi hijo.
La Reina. Yo te ruego, Hamlet, que no vayas a Wittemberg; quédate con
nosotros. No sean vanas las súplicas de tu madre.
Hamlet. Obedeceros en todo será siempre mi deseo.
El Rey. Por esa afectuosa y plausible respuesta, quiero que seas otro yo en
el Imperio danés... Venid, señora. La sincera y fiel condescendencia de Ham-
let ha llenado de alegría mi corazón. Para celebrar este acontecimiento, no
hará hoy Dinamarca festivos brindis sin que lo anuncie a las nubes el cañón
robusto y el cielo retumbe muchas veces a las aclamaciones del rey, repitiendo
el trueno de la tierra. Venid.
(Vanse los reyes y su corte.)

ESCENA V

Hamlet (solo).

¡Oh! ¡Si esta masa de carne demasiado sólida pudiera ablandarse y liqui-
darse disuelta en lluvia de lágrimas! ¡Oh, Dios! ¡Cuán fatigado ya de todo,
juzgo molestos, insípidos y vanos los placeres del mundo! Nada, nada quiero
de él. Es un campo inculto y rudo, que sólo abunda en frutos groseros y amar-
gos. ¡Que haya llegado a suceder todo lo que veo a los dos meses que él ha
muerto...! Ni siquiera han pasado dos meses desde la muerte de aquel rey que
fue, comparado con éste, como Hiperión con un sátiro y tan amante de mi
madre, que ni a los aires celestes permitía llegar atrevidos a su rostro... ¡Oh,
cielo y tierra...! ¿Para qué conservo la memoria? ¡Ella, que se le mostraba tan
amorosa como si con la posesión hubieran crecido sus deseos! Y no obstante,
en un mes... ¡ah!, no quisiera pensar en esto. ¡Fragilidad, tienes nombre de
mujer! En el corto espacio de un mes, y antes de romper los zapatos con que,
semejante a Niobe, bañada en lágrimas acompañó el cuerpo de mi triste
padre... ella, sí, ella misma se unió a otro hombre... ¡Cielos! Una fiera, inca-
paz de razón y discurso, hubiera mostrado aflicción más durable... Esa mujer
se ha casado con mi tío, con el hermano de mi padre, pero no más parecido
a él que yo lo soy a Hércules. En un mes..., enrojecidos aún los ojos con el
pérfido llanto, se casó. ¡Ah, delincuente precipitación, ir a ocupar con tal dili-
gencia un lecho incestuoso! 2 Esto no es bueno ni puede terminar bien.
Pero hazte pedazos, corazón mío, pues mi lengua debe reprimirse.

ESCENA VI

Hamlet, Horacio, Bernardo y Marcelo.

Horacio. Buenos días, señor.


Hamlet. Me alegro de verte... ¿Eres Horacio, o me he olvidado de mí
mismo?
Horacio. El mismo soy, y siempre vuestro humilde criado.
Hamlet. Mi buen amigo, yo quiero trocar contigo ese título que te das.
¿A qué has venido de Wittemberg...? ¡Ah, tú eres Marcelo!
Marcelo. Señor...
Hamlet. Mucho me alegro de verte también. Pero la verdad, Horacio, ¿a
qué has venido de Wittemberg?
Horacio. Señor..., deseos de holgarme.
Hamlet. No quisiera oír de boca de un enemigo tuyo otro tanto; ni podrás
forzar mis oídos a que admitan una disculpa que te ofende. Yo sé que no eres
desaplicado. Pero dime, ¿qué asuntos tienes en Elsinor? Aquí te enseñaremos
a ser gran bebedor antes que te vuelvas.
Horacio. He venido a ver los funerales de vuestro padre.
2 Tanto la Iglesia católica como la protestante consideraban incestuosa la boda de una viuda con
el hermano del marido.
Hamlet. No se burle de mí, por Dios, señor condiscípulo. Yo creo que
mejor habrás venido a las bodas de mi madre.
Horacio. Es verdad... Como se han celebrado inmediatamente...
Hamlet. Economía, Horacio, economía. Aún no se habían enfriado los
manjares cocidos para el convite de duelo, cuando se sirvieron en las mesas
de la boda... ¡Oh! Quisiera haberme hallado en el cielo con mi mayor ene-
migo, antes que haber visto aquel día. ¡Mi padre...! Me parece que veo a mi
padre.
Horacio. ¿En dónde, señor?
Hamlet. Con los ojos del alma, Horacio.
Horacio. Alguna vez le vi. Era un buen rey.
Hamlet. Era un hombre tan cabal en todo, que no espero hallar otro seme-
jante.
Horacio. Señor, yo creo que le vi anoche.
Hamlet. ¿Le viste? ¿A quién?
Horacio. Al rey vuestro padre.
Hamlet. ¿Al rey mi padre?
Horacio. Prestadme oído atento, suspended vuestra admiración mientras
os refiero este caso maravilloso, apoyado con el testimonio de estos caballeros.
Hamlet. Sí, por Dios, habla.
Horacio. Estos dos señores, Marcelo y Bernardo, le habían visto dos veces,
hallándose de guardia, como a la mitad de la noche. Una figura semejante a
vuestro padre, armada, según él solía, de pies a cabeza, se les puso delante,
caminando grave, tardo y majestuoso por donde ellos estaban. Tres veces pasó
de esta manera ante sus ojos, que oprimía el pavor, acercándose hasta
donde podían alcanzar ellos con sus lanzas; pero débiles y casi helados por
el miedo, permanecieron mudos, sin osar hablarle. Diéronme parte de este
secreto horrible. Fui a la guardia con ellos la tercera noche, y encontré ser
cierto cuanto me habían dicho, así en la hora como en la forma y circuns-
tancias de aquella aparición. La sombra volvió, en efecto. Yo conocí a vues-
tro padre, y el fantasma es tan parecido a él como lo son entre sí estas dos
manos mías.
Hamlet. ¿Y en dónde fue eso?
Marcelo. En la muralla del palacio, donde estábamos de centinela.
Hamlet. ¿Y no le hablasteis?
Horacio. Sí, señor, yo le hablé; pero no me dio respuesta alguna. No obs-
tante, una vez me pareció que alzaba la cabeza haciendo con ella un movi-
miento como si fuese a hablarme. Pero al mismo tiempo se oyó la aguda
voz del gallo matutino, y al sonido huyó con presta fuga, desapareciendo de
nuestra vista.
Hamlet. ¡Es cosa bien admirable!
Horacio. Y tan cierta como mi propia existencia. Nosotros hemos creído
que era obligación nuestra avisaros de ello, mi venerable príncipe.
Hamlet. Sí, amigos, sí... Pero esto me llena de turbación. ¿Estaréis de cen-
tinela esta noche?
Todos. Sí, señor.
Hamlet. ¿Decís que iba armado?
Todos. Sí, señor, armado.
Hamlet. ¿De la frente a los pies?
Todos. Sí, señor; de pies a cabeza.
Hamlet. ¿Luego no le visteis el rostro?
Horacio. Le vimos, porque traía la visera alzada.
Hamlet. ¿Y parecía que estaba irritado?
Horacio. Más anunciaba su semblante el dolor que la ira.
Hamlet. ¿Pálido o encendido?
Horacio. No muy pálido.
Hamlet. ¿Y fijaba la vista en vosotros?
Horacio. Constantemente.
Hamlet. No hubiera querido hallarme allí.
Horacio. Mucho pavor os hubiera causado.
Hamlet. Sí, es verdad... ¿Y permaneció mucho tiempo?
Horacio. El que puede emplearse en contar desde uno hasta ciento con
moderada diligencia.
Marcelo. Más, más estuvo.
Horacio. Cuando yo le vi, no.
Hamlet. ¿La barba era blanca?
Horacio. Sí, señor; como yo se la vi cuando vivía, de un color ceniciento.
Hamlet. Quiero ir esta noche con vosotros, por si acaso vuelve.
Horacio. ¡Oh! Sí volverá, yo os lo aseguro.
Hamlet. Si el fantasma se me presenta en la figura de mi noble padre,
yo le hablaré, aunque el infierno mismo, abriendo sus entrañas, me impu-
siera silencio. Yo os pido a todos que así como hasta ahora habéis callado a
los demás lo que visteis, de hoy en adelante lo ocultéis con mayor sigilo. Sea
cual fuere el suceso de esta noche, fiadlo al pensamiento, pero no a la lengua,
y yo sabré remunerar vuestro celo. Dios os guarde, amigos. Entre once y doce
iré a buscaros a la muralla.
Todos. Nuestra obligación es serviros.
Hamlet. Sí, conservadme vuestro afecto, y estad seguros del mío. Adiós.
(Vanse los tres.) El espíritu de mi padre... con armas... No es bueno esto.
Sospecho alguna maldad. ¡Oh, si la noche hubiese ya llegado! Espérala
tranquilamente, alma mía. Las malas acciones, aunque la tierra las oculte,
se descubren al fin a la vista humana.
(Sale.)

ESCENA VII.—Sala en casa de Polonio.

Laertes y Ofelia.

Laertes. Ya tengo todo mi equipaje a bordo. Adiós, hermana, y cuando


los vientos sean favorables y seguro el paso del mar, no te descuides en darme
nuevas de ti.
Ofelia. ¿Puedes dudarlo?
Laertes. Por lo que hace al frívolo obsequio de Hamlet, debes conside-
rarlo como una mera cortesanía, un hervor de la sangre, una violeta que en
la primavera juvenil de la naturaleza se adelanta a vivir y no se sostiene; her-
mosura no durable; perfume de un momento, y nada más.
Ofelia. ¿Nada más?
Laertes. Pienso que no. Porque no sólo en nuestra juventud se aumentan
las fuerzas y el tamaño del cuerpo sino que las facultades interiores del talento
y del alma crecen igualmente con el templo en que residen. Puede ser que
él te ame ahora con sinceridad, sin que manche borrón alguno la pureza de
su intención. Pero debes temer al considerar su grandeza, pensando que no
tiene voluntad propia, y que vive sujeto a obrar según a su nacimiento corres-
ponde. Él no puede, como una persona vulgar, elegir por sí mismo, puesto
que de su elección depende la salud y prosperidad de todo un reino; y he aquí
por qué su elección amorosa debe arreglarse a la condescendencia unánime
de aquel cuerpo de quien es cabeza. Así, pues, cuando él diga que te ama, será
prudencia en ti no darle crédito, reflexionando que en el alto lugar que ocupa
nada puede cumplir de lo que promete, sino aquello que obtenga el con-
sentimiento de la parte más principal de Dinamarca. Considera qué pérdida
padecería tu honor si con demasiada credulidad dieras oídos a su voz lison-
jera perdiendo la libertad del corazón, o facilitando a sus instancias impe-
tuosas el tesoro de tu honestidad. Teme, Ofelia; teme, querida hermana; no
sigas inconsiderada tu inclinación. Huye del peligro, colocándote fuera del
tiro de los amorosos deseos. La doncella más honesta es libre en exceso si des-
cubre su belleza al rayo de la luna. La virtud misma no puede librarse de los
golpes de la calumnia. Muchas veces el insecto roe las flores hijas del verano
antes de que su botón se rompa; y al tiempo que la aurora matutina de la
juventud esparce su blando rocío, los vientos mortíferos son más frecuen-
tes. Conviene, pues, no omitir precaución alguna, pues la mayor seguridad
estriba en el temor prudente. La juventud, aun cuando nadie la combata,
halla en sí misma su propio enemigo.
Ofelia. Yo conservaré para defensa de mi corazón tus saludables máxi-
mas. Pero, mi buen hermano, mira no hagas tú lo que hacen algunos rígidos
declamadores mostrando áspero y espinoso el camino del cielo, mientras
como impíos y abandonados disolutos pisan ellos la senda florida de los
placeres, sin cuidarse de practicar su propia doctrina.
Laertes. ¡Oh!, no lo temas... Pero allí viene mi padre; y, pues la ocasión es
oportuna, me despediré de él otra vez. Su bendición repetida será un nuevo
consuelo para mí.

ESCENA VIII

Polonio, Laertes y Ofelia.

Polonio. ¿Aún estás aquí? ¡Qué pereza! A bordo, a bordo; el viento impele
ya por la popa las velas, y a ti sólo aguardan. Recibe mi bendición y procura
imprimir en la memoria estos pocos preceptos. No publiques con facilidad
lo que pienses, ni ejecutes cosa no bien premeditada primero. Debes ser
afable, pero no vulgar en el trato. Une a tu alma con vínculos de acero los
amigos que adoptaste después de examinada su conducta, pero no acaricies
con mano pródiga a los que acaban de salir del cascarón y aún están sin
plumas. Huye siempre de meterte en disputas, pero una vez metido en
ellas, obra de manera que tu contrario huya de ti. Presta oído a los demás,
pero reserva tu propia opinión. Sea tu vestido tan costoso cuanto tus facul-
tades lo permitan, pero no afectado en su henchura; rico, no extravagante:
porque el traje dice por lo común quién es el sujeto, y los caballeros princi-
pales señores franceses tienen el gusto muy delicado en esta materia. Procura
no dar ni pedir prestado a nadie; porque el que presta suele perder a un tiempo
el dinero y el amigo y el que se acostumbra a pedir prestado falta al espíritu
de economía y buen orden que nos es tan útil. Pero, sobre todo, usa de inge-
nuidad contigo mismo, y así no podrás ser falso con los demás: consecuen-
cia tan precisa como que la noche sucede al día. Adiós, que mi bendición
haga fructificar en ti estos consejos.
Laertes. Humildemente os pido vuestra licencia.
(Se arrodilla y besa la mano a Polonio.)
Polonio. El tiempo te está convidando y tus criados esperan. Vete.
Laertes. Adiós, Ofelia (se abrazan Ofelia y Laertes), y acuérdate bien de
lo que te he dicho.
Ofelia. En mi memoria queda guardado, y tú mismo tendrás la llave.
Laertes. Adiós.
(Se va.)

ESCENA IX

Polonio y Ofelia.

Polonio. ¿Y qué es lo que te ha dicho, Ofelia?


Ofelia. Si gustáis de saberlo, cosas eran relativas al príncipe Hamlet.
Polonio. Bien pensado, en verdad. Me han dicho que de poco tiempo a
esta parte te ha visitado varias veces privadamente, y que tú le has admitido
con mucha complacencia y libertad. Si esto es así, como me lo han asegu-
rado, a fin de que prevenga el riesgo, debo advertirte que no te has portado
con la delicadeza que corresponde a una hija mía y a tu propio honor. ¿Qué
es lo que ha pasado entre los dos? Dime la verdad.
Ofelia. Últimamente me ha declarado con mucha ternura su amor.
Polonio. ¡Amor! ¡Ah! Tú hablas como una muchacha loca y sin experiencia
en circunstancias tan peligrosas. ¡Ternura dices! ¿Y tú das crédito a esa ter-
nura?
Ofelia. Yo, señor, ignoro lo que debo creer.
Polonio. En efecto, es así, y yo quiero enseñártelo. Piensa que eres una
niña; por eso has recibido como verdadera paga unas ternuras que no son
moneda corriente. Estímate en más a ti propia, pues si te aprecias en menos
de lo que vales, harás que pierda el entendimiento.
Ofelia. Él me ha requerido de amores, es verdad; pero siempre con apa-
riencia honesta que...
Polonio. Dices bien; apariencia puedes llamarla... ¡Y bien! Prosigue.
Ofelia. Y autorizó cuanto me decía con los más sagrados juramentos.
Polonio. Redes son ésas para conseguir codornices. Yo sé muy bien, cuando
la sangre hierve, con cuánta prodigalidad presta el alma juramentos a la len-
gua. Pero son relámpagos, hija mía, que dan más luz que calor. Éste y aqué-
llos se apagan pronto, y no debes tomarlos por fuego verdadero, ni aun en
el instante mismo en que parece que sus promesas van a efectuarse. De hoy
en adelante cuida de ser más avara de tu presencia virginal; pon tu conver-
sación a precio más alto, y no a la primera insinuación admitas coloquios.
Por lo que toca al príncipe, debes creer de él solamente que es un joven, y que
si una vez aflojas las riendas, pasará más allá de lo que tú puedes permitir. En
suma, Ofelia, no creas sus palabras, que son fementidas, ni es verdadero el
color que aparentan. Son intercesoras de profanos deseos, y sirven para enga-
ñar mejor. Por último, te digo claramente que de hoy más no quiero que pier-
das los momentos ociosos en mantener conversación con el príncipe. Cui-
dado con hacerlo así: yo te lo mando. Vete a tu aposento.
Ofelia. Así lo haré, señor.
(Se van.)

ESCENA X.—Explanada delante del palacio.

Noche oscura. Hamlet, Horacio y Marcelo.

Hamlet. El aire es frío y sutil en demasía.


Horacio. En efecto, es agudo y penetrante.
Hamlet. ¿Qué hora es?
Horacio. Me parece que aún no son las doce.
Hamlet. Sí, ya han dado.
Horacio. No las he oído... Pues en tal caso ya está cerca el tiempo en
que el fantasma suele pasearse. Pero, ¿qué significa este ruido, señor?
(Suena a lo lejos música de clarines y timbales.)
Hamlet. Esta noche se huelga el rey, pasándola desvelado en un banquete,
con gran vocerío y traspieses de embriaguez, a cada copa de Rhin que bebe,
los timbales y trompetas anuncian con estrépito sus victoriosos brindis.
Horacio. ¿Se acostumbra eso aquí?
Hamlet. Sí se acostumbra. Pero, aunque he nacido en este país y estoy
hecho a sus estilos, me parece que sería más decoroso quebrantar esa cos-
tumbre que seguirla. Un exceso tal que embrutece el entendimiento, nos
infama a los ojos de las otras naciones, desde Oriente a Occidente. Nos lla-
man ebrios: manchan nuestro nombre con este dictado afrentoso, y en ver-
dad que, por más que poseemos en alto grado otras buenas cualidades, basta
para empañar el lustre de nuestra reputación. Así acontece frecuentemente a
los hombres. Cualquier defecto natural en ellos, sea el de su nacimiento, del
cual no son culpables (puesto que nadie puede escoger su origen), sea cual-
quier desorden ocurrido en su temperamento, que muchas veces rompe los
límites y reparos de la razón, o sea, cualquier hábito que se aparte demasiado
de las costumbres recibidas, llevando estos hombres consigo el signo de un
solo defecto que imprimió en ellos la naturaleza o el acaso, aunque sus vir-
tudes sean tantas cuantas puede tener un mortal, y tan puras como la bon-
dad celeste, serán no obstante mancilladas en el concepto público por el único
vicio que las acompaña. Un solo adarme de mezcla quita valor al más pre-
cioso metal y le envilece.
Horacio. ¿Veis, señor? Ya viene.
(Aparécese la sombra del rey Hamlet en el fondo. Hamlet, al verla, retrocede
lleno de horror, pero después se encamina hacia ella.)

Hamlet. ¡Ángeles y ministros de piedad, defendednos! Ya seas alma dichosa


o condenada visión, traigas contigo aura celestial o ardores del infierno, sea
malvada o benéfica tu intención, en tal forma te presentas, que es necesario
que yo te hable. Sí, te he de hablar... Hamlet, mi rey, mi padre, soberano de
Dinamarca... ¡Oh! Respóndeme, no me atormentes con la duda. Dime: ¿por
qué tus venerables huesos, ya sepultados, han roto su vestidura fúnebre? ¿Por
qué el sepulcro donde te dimos urna pacífica te ha echado de sí, abriendo sus
senos que cerraban pesados mármoles? ¿Cuál puede ser la causa de que tu
difunto cuerpo, del todo armado, vuelva otra vez a ver los rayos pálidos de la
luna, añadiendo horror a la noche, para que nosotros, ignorantes y débiles
por naturaleza, padezcamos agitación espantosa con ideas que excedan a los
alcances de nuestra razón? Di: ¿por qué es esto? ¿Por qué? ¿Qué debemos
hacer nosotros?
Horacio. Os hace señas de que le sigáis, como si deseara comunicaros algo
a solas.
Marcelo. Ved con qué expresivo ademán os indica que le acompañéis a
lugar más remoto. Pero no hay que ir con él.
Horacio. No, por ningún motivo.
Hamlet. Si no quiere hablar, habré de seguirle.
Horacio. No hagáis tal, señor.
Hamlet. ¿Y por qué no? ¿Qué temores debo tener? Yo no estimo la vida
en nada; y a mi alma, ¿qué puede él hacer, siendo como es cosa inmortal?...
Otra vez me llama... Voy a seguirle.
Horacio. Pero, señor, si os arrebatase al mar o a la espantosa cima de ese
monte levantado sobre peñascos que baten las ondas, y allí tomase otra forma
horrible capaz de impediros el uso de la razón... Ved lo que hacéis, el lugar
sólo inspira ideas de muerte a cualquiera que mire la enorme distancia desde
aquella cumbre al mar y sienta en la profundidad su bramido ronco.
Hamlet. Todavía me llama. Camina, sombra. Yo te sigo.

(La sombra hace los movimientos que indica el diálogo. Horacio y Marcelo
quieren detener a Hamlet, pero él los aparta con violencia y sigue al fantasma.)

Marcelo. No, señor, no iréis.


Hamlet. Dejadme.
Horacio. Creedme, no le sigáis.
Hamlet. Mis hados me empujan, y prestan a la menor fibra de mi cuerpo
la nerviosa robustez del león de Nemea. Aún me llama... Señores, apartad
esas manos... ¡Vive Dios!, o quedará muerto a las mías el que me detenga...
Otra vez te digo que camines... Voy a seguirte.

ESCENA XI

Horacio y Marcelo.

Horacio. Su exaltada imaginación le arrebata.


Marcelo. Sigámosle, pues en esto no debemos obedecerle.
Horacio. Sí, vamos detrás de él. ¿Cuál será el fin de este suceso?
Marcelo. Algún grave mal se oculta en Dinamarca.
Horacio. Los cielos procurarán el éxito.
Marcelo. Sigámosle.

ESCENA XII.—Rocas junto al mar. A lo lejos, el palacio de Elsinor.

Hamlet y la Sombra del Rey Hamlet.

Hamlet. ¿Adónde me llevas? Habla. Yo no paso de aquí.


La Sombra. Casi es llegada la hora en que debo restituirme a las sulfúreas
y atormentadoras llamas.
Hamlet. ¡Oh, alma infeliz!
La Sombra. No me compadezcas. Presta sólo atentos oídos a lo que voy
a revelarte.
Hamlet. Habla, yo te prometo atención.
La Sombra. Luego que me oigas, prometerás venganza.
Hamlet. ¿Por qué?
La Sombra. Yo soy el alma de tu padre, destinada por cierto tiempo a
vagar de noche, y aprisionada en fuego durante el día, hasta que sus llamas
purifiquen las culpas que cometí en el mundo. ¡Oh! Si no me fuese vedado
el manifestar los secretos de la prisión que habito, pudiera decirte cosas que
la menor de ellas bastaría para despedazar tu corazón, helando tu sangre juve-
nil. Tus ojos, inflamados como estrellas, saltarían de sus órbitas; tus anuda-
dos cabellos, separándose, quedarían erizados como las púas del colérico espín.
Pero estos eternos misterios no son para los oídos humanos. Atiende, atiende,
¡ay!, atiende. Si tuviste amor a tu padre...
Hamlet. ¡Oh, Dios!
La Sombra. Venga su muerte, venga a un homicidio cruel y atroz.
Hamlet. ¿Homicidio?
La Sombra. Sí, homicidio cruel, como todos lo son; pero el más cruel,
el más injusto, el más aleve.
Hamlet. Refiéremelo presto, para que, con alas veloces como la fanta-
sía, o con la prontitud de los pensamientos amorosos, me precipite a la ven-
ganza.
La Sombra. Ya veo cuán dispuesto te hallas, y aunque fueras insensible
como las malezas que se pudren incultas en las orillas del Leteo3, no dejaría
de conmoverte lo que voy a decir. Escúchame, Hamlet. Se esparció la voz
de que, estando en mi jardín, dormido, me mordió una serpiente. Todos
los oídos de Dinamarca fueron groseramente engañados con esta fabulosa
invención. Pero tú debes saber, mancebo generoso, que la serpiente que mor-
dió a tu padre, hoy ciñe su corona.
Hamlet. ¡Oh! Ya me lo anunciaba el corazón. ¡Mi tío!
La Sombra. Sí, ese incestuoso, ese monstruo adúltero, valiéndose de su
talento diabólico, valiéndose de traidoras dádivas..., supo inclinar a su des-
honesto apetito la voluntad de la reina mi esposa, que yo creía llena de vir-
tud. ¡Oh, Hamlet, cuán grande fue su caída! Yo, cuyo amor para con ella fue
tan puro..., yo, siempre fiel a los solemnes juramentos que en nuestro des-
posorio le hice, yo fui aborrecido, y se rindió a aquel miserable, cuyas pren-
das eran, en verdad, harto inferiores a las mías. Pero así como la virtud es inco-
rruptible, aunque la disolución procure excitarla bajo divina forma, así la
3 Río mitológico, cuyas aguas proporcionaban el olvida.
incontinencia, aunque viva unida a un ángel radiante, profanará con opro-
bio su tálamo celeste... Pero ya me parece que siento el ambiente de la mañana.
Debo ser breve. Dormía yo una tarde en mi jardín, según era mi costumbre.
Tu tío me sorprendió en aquella hora de quietud, y trayendo consigo una
ampolla de licor venenoso, derramó en mi oído su ponzoñosa destilación, la
cual, de tal manera es contraria a la sangre del hombre, que, semejante en la
sutileza al mercurio, se dilata por todas las entradas y conductos del cuerpo,
y con súbita fuerza le ocupa, cuajando la más pura y robusta sangre como la
leche con las gotas ácidas. Este efecto produjo en mí inmediatamente, y el
cutis hinchado comenzó a despegarse a trechos con una especie de lepra de
ásperas y repugnantes costras. Así fue como, estando durmiendo, perdí, a
manos de mi hermano mismo, la corona, la esposa y la vida a un tiempo.
Perdí la vida cuando mi pecado estaba en todo su vigor, sin hallarme dispuesto
para aquel trance, sin haber recibido el pan eucarístico, sin haber sonado el
clamor de agonía, sin lugar al reconocimiento de tanta culpa, y tuve que pre-
sentarme al Tribunal eterno con todas mis imperfecciones sobre la cabeza.
¡Oh, maldad horrible, horrible...! Si oyes la voz de la naturaleza, no con-
sientas, no, que el tálamo real de Dinamarca sea el lecho de la lujuria y del
abominado incesto. Pero de cualquier modo que dirijas la acción, no man-
ches con delito el alma y evita ofensas a tu madre. Abandona este cuidado
al cielo. Deja que las agudas puntas del remordimiento que tiene fijas en su
pecho la hieran y atormenten. Adiós. Ya la luciérnaga, amortiguando su apa-
rente fuego, nos anuncia la proximidad del día. Adiós, adiós; acuérdate de
mí.

ESCENA XIII

Hamlet; luego Horacio, Marcelo y la Sombra del Rey Hamlet.

Hamlet. ¡Oh, vosotros, ejércitos celestiales...! ¡Oh, tierra...! ¿Y quién más?


¿Invocaré al infierno también...? ¡Oh, no...! Detente, corazón mío, detente;
y vosotros, mis nervios, no así os debilitéis en un momento; sostenedme robus-
tos... ¡Acordarme de ti...! Sí, alma infeliz, mientras haya memoria en este agi-
tado mundo. ¡Acordarme de ti...! Sí: yo me acordaré, yo borraré de mi fan-
tasía todos los recuerdos frívolos, las sentencias de los libros, las ideas e impre-
siones de lo pasado que la juventud y la observación estamparon en ella. Tu
precepto solo, sin mezcla de otra cosa menos digna, vivirá escrito en el
volumen de mi entendimiento. Sí; por los cielos te lo juro... ¡Oh, mujer, la
más delincuente! ¡Oh, malvado, malvado, risueño y execrable malvado! Con-
viene que yo apunte en este libro... (Saca un libro de memorias y escribe en él.)
Sí..., conviene que yo apunte que un hombre puede halagar y sonreírse y
ser un malvado. A lo menos estoy seguro de que en Dinamarca hay un hom-
bre así, y éste es mi tío... Sí, tú eres... ¡Ah!, pero la expresión que debo con-
servar en mi libro es esta: «Adiós, adiós; acuérdate de mí.» Yo he jurado acor-
darme.
Horacio. (Gritando desde dentro.) ¡Señor! ¡Señor!
Marcelo. (Gritando desde dentro.) ¡Alteza!
Horacio. Los cielos le asistan.
Hamlet. ¡Oh! Háganlo así.
Marcelo. ¡Hola! ¡Eh, señor!
Hamlet. ¡Hola, amigos! «¡Ven pájaro, ven!» 4 (Entran Horacio y Marcelo.)
Marcelo. ¿Qué ha sucedido?
Horacio. ¿Qué noticias nos dais?
Hamlet. Maravillosas.
Horacio. Mi amado señor, decidlas.
Hamlet. No, que lo revelaréis.
Horacio. No, yo os prometo que no haré tal.
Marcelo. Ni yo tampoco.
Hamlet. ¿Creéis vosotros que pudiese haber cabido en el corazón
humano...? Pero, ¿guardaréis secreto?
Los Dos. Sí, señor; yo os lo juro.
Hamlet. No existe en toda Dinamarca un infame..., que no sea un gran
malvado.
Horacio. No era necesario, señor, que un muerto saliera del sepulcro para
persuadirnos de esa verdad.
Hamlet. Sí, cierto, tenéis razón. Y por eso mismo, sin tratar más del asunto,
será bien despedirnos y separarnos. Vosotros, adonde vuestros negocios o
vuestra inclinación os lleven..., que todos tienen sus inclinaciones y negocios,
sean los que sean; y yo, ya lo sabéis, a mi triste ejercicio, a rezar.
Horacio. Todas esas palabras, señor, carecen de sentido y orden.
Hamlet. Mucho me pesa haberos ofendido con ellas; sí, por cierto, me
pesa en el alma.
Horacio. ¡Oh!, señor, no hay ofensa alguna.
Hamlet. Sí, por San Patricio, que sí la hay, y muy grande, Horacio... En
4 Grito que daban los halconeros.
cuanto a la aparición... es un difunto venerable..., yo os aseguro... Pero repri-
mid cuanto os fuese posible el deseo de saber lo que ha pasado entre él y yo.
¡Ah, mis buenos amigos! Yo os pido, pues sois mis amigos y mis compañeros
en el estudio y en las armas, que me concedáis una corta merced.
Horacio. Con mucho gusto, señor; decid cuál sea.
Hamlet. Que nunca revelaréis a nadie lo que habéis visto esta noche.
Los Dos. A nadie lo diremos.
Hamlet. Pero es menester que lo juréis.
Horacio. Os doy mi palabra de no decirlo.
Marcelo. Yo os prometo lo mismo.
Hamlet. Sobre mi espada.
Marcelo. Ved que ya lo hemos prometido.
Hamlet. Sí, sí, sobre mi espada.
La Sombra. Juradlo.
(Se oirá la voz de la sombra. Hamlet y los demás, horrorizados, cambian de
situación, según lo indica el diálogo.)
Hamlet. ¡Ah! ¿Eso dices...? ¿Estás ahí, hombre de bien... ? Vamos, ya lo
oís hablar en lo profundo. ¿Queréis jurar?
Horacio. Proponed la fórmula.
Hamlet. Que nunca diréis lo que habéis visto. Juradlo por mi espada.
La Sombra. Juradlo.
Hamlet. ¿Hic et ubique? Mudaremos de lugar. Señores, acercaos aquí;
poned otra vez las manos en mi espada, y jurad por ella que nunca diréis nada
de esto que habéis oído y visto.
La Sombra. Juradlo por su espada.
Hamlet. Bien has dicho, topo viejo, bien has dicho... Pero, ¿cómo pue-
des taladrar con tal prontitud los senos de la tierra, diestro minador? Mude-
mos otra vez de lugar, amigos.
Horacio. ¡Oh! Dios de la luz y de las tinieblas, ¡qué extraño prodigio es
éste!
Hamlet. Por eso como a un extraño debéis hospedarle y tenerle oculto.
Ello es. Horacio, que en el cielo y en la tierra hay algo más de lo que puede
soñar tu filosofía. Pero venid acá, y como antes dije, prometedme (así el cielo
os haga felices) que, por más singular y extraordinaria que sea de hoy en ade-
lante mi conducta (puesto que acaso juzgaré a proposito afectar un proceder
del todo extravagante), nunca vosotros, al verme así, daréis nada a entender,
cruzando los brazos de esta manera, o haciendo con la cabeza este movimiento,
o con frases equívocas como éstas: «Sí, sí, nosotros sabemos... Nosotros pudié-
ramos si quisieramos... Si gustáramos de hablar... Hay tanto que decir en eso...
Pudiera ser que...» o en fin, cualquier otra expresión ambigua semejante a
éstas, por donde se infiera que vosotros sabéis algo de mí. Juradlo; y así en
vuestras necesidades os asista el favor de Dios. Juradlo.
La Sombra. Jurad.
Hamlet. Descansa, descansa ya, intranquilo espíritu... Señores, yo me
recomiendo a vosotros con la mayor instancia, y creed que, por más infeliz
que Hamlet se vea, Dios querrá que no le falten medios para manifestaros
la estimación y amistad que os profesa. Vámonos. Poned el dedo en la
boca, yo os lo ruego... La naturaleza está en desorden... ¡Suerte execrable!
¡Haber nacido yo para enmendarla! Venid, vámonos juntos.
(Se van.)
ACT O II

ESCENA I.—Sala en casa de Polonio.

Polonio y Reinaldo.

Polonio. Reinaldo, entrégale ese dinero y estas cartas. (Le da un bolsillo y


unas cartas.)
Reinaldo. Así lo haré, señor.
Polonio. Sería un admirable golpe de prudencia que antes de verle te infor-
maras de su conducta.
Reinaldo. En eso mismo pensaba yo.
Polonio. Sí, es muy buena idea, muy buena. Mira, lo primero que has
de averiguar es qué dinamarqueses hay en París, y cómo, en qué térmi-
nos, con quién y en dónde están, a quién tratan, qué gastos tienen. Y
sabiendo por estos rodeos y preguntas indirectas que conocen a mi hijo,
entonces ve en derechura a tu objeto, encaminando a él en particular tus
indagaciones. Haz como si le conocieras de muy lejos, diciendo: «Sí,
conozco a su padre, y a algunos amigos suyos, y aun a él un poco...»
¿Lo has entendido?
Reinaldo. Sí, señor; muy bien.
Polonio. «Sí, le conozco un poco, pero..., has de añadir entonces, pero no
le he tratado. Si es el que yo creo, a fe que es bien calavera; inclinado a tal o
cual vicio...», y luego dirás de él cuanto quieras fingir; pero que no sean cosas
tan fuertes que puedan deshonrarle. Cuidado con eso. Habla sólo de aque-
llas travesuras y extravíos comunes a todos, que se reconocen por compañe-
ros inseparables de la juventud y la libertad.
Reinaldo. Como el jugar, ¿eh?
Polonio. Sí, el jugar, beber, esgrimir, jurar, disputar, mocear... Hasta esto
bien puedes alargarte.
Reinaldo. Con eso harto hay para quitarle el honor.
Polonio. No, por cierto; además, que todo depende del modo con que le
acuses. No debes achacarle delitos escandalosos, ni pintarle como un joven
abandonado enteramente a la disolución. No es esa mi idea. Has de insinuar
sus defectos con tal arte, que parezcan producidos por falta de sujeción y no
por otra cosa, extravíos de una imaginación ardiente, ímpetus nacidos de la
efervescencia general de la sangre.
Reinaldo. Pero, señor...
Polonio. ¡Ah! Tú querrás saber con qué fin debes hacer esto, ¿eh?
Reinaldo. Gustaría de saberlo.
Polonio. Pues el fin es éste, y creo que es proceder con mucha cordura.
Cargando estas pequeñas faltas sobre mi hijo (como ligeras manchas de una
obra preciosa), ganarás por medio de la conversación la confianza de aquél
a quien pretendas examinar. Si él está persuadido de que el muchacho tiene
los mencionados vicios que tú le imputas, no dudes que convendrá con tu
opinión, diciendo: « Señor mío, o amigo, o caballero...», en fin, según el título
o dictado de la persona o del país...
Reinaldo. Sí, ya estoy.
Polonio. Pues entonces él dirá.... dirá... ¿Qué iba yo a decir ahora?... Algo
iba yo a decir. ¿En qué estábamos?
Reinaldo. En que él concluirá diciendo al amigo o al caballero...
Polonio. Sí, concluirá diciendo... «Es verdad...». Así te dira precisamente.
«Es verdad, yo conozco a ese mozo, ayer le vi, o cualquier otro día, o en tal y
tal ocasión, con este o con aquel sujeto; y allí, como habéis dicho, le vi que
jugaba, allá le encontré en una comilona, acullá en una quimera sobre el juego
de pelota, y... (puede ser que añada) le he visto entrar en una casa pública, vide-
licet, en un burdel, o cosa tal.» ¿Lo entiendes ahora? Con el anzuelo de la men-
tira pescarás la verdad; que así es como nosotros, los que tenemos talento y
prudencia, solemos conseguir por indirectas el fin directo, usando de artificios
y disimulación. Así lo harás con mi hijo, según la instrucción y advertencia
que acabo de darte. ¿Me has entendido?
Reinaldo. Sí, señor; quedo enterado.
Polonio. Pues adiós; buen viaje.
Reinaldo. Señor...
Polonio. Examina por ti mismo sus inclinaciones.
Reinaldo. Así lo haré.
Polonio. Dejándole que obre libremente.
Reinaldo. Está bien, señor.
Polonio. Adiós.
ESCENA II

Polonio y Ofelia.

Polonio. Y bien, Ofelia, ¿qué te sucede?


Ofelia. Me sucede, señor, que he tenido un susto muy grande.
Polonio. ¿Con qué motivo? Por Dios, que me lo digas.
Ofelia. Estaba haciendo labor en mi cuarto, cuando el príncipe Hamlet,
con la ropa desceñida, sin sombrero en la cabeza, sucias las medias, sin atar,
caídas hasta los pies, pálido como su camisa, las piernas trémulas, el semblante
triste lo mismo que si hubiera salido del infierno para anunciar horror.... se
presentó delante de mí.
Polonio. Loco sin duda por tus amores, ¿eh?
Ofelia. Señor, no lo sé: pero en verdad le temo.
Polonio. ¿Y qué te dijo?
Ofelia. Me asió una mano y me la apretó fuertemente. Apartóse después
a la distancia de su brazo, y poniendo así, la otra mano sobre su frente, fijó la
vista en mi rostro, recorriéndolo con atención como si hubiese de retra-
tarlo. De este modo permaneció largo rato, hasta que, por último, sacu-
diéndome ligeramente el brazo y moviendo tres veces la cabeza, exhaló un
suspiro tan profundo y triste, que pareció deshacérsele en pedazos el cuerpo
y dar fin a su vida. Hecho esto, me dejó, y levantada la cabeza comenzó a
andar, sin valerse de los ojos para hallar el camino; atravesó la puerta sin verla
y mirándome siempre hasta que desapareció.
Polonio. Ven conmigo; quiero ver al rey. Ese es un verdadero frenesí de
amor, que, fatal a sí mismo en su exceso violento, inclina la voluntad a empre-
sas temerarias, más que ninguna otra pasión de cuantas debajo del cielo com-
baten nuestra naturaleza. Mucho siento este accidente. Pero dime, ¿le has tra-
tado con dureza en estos últimos días?
Ofelia. No, señor, sólo en cumplimiento de lo que mandasteis, le he
devuelto sus cartas y me he negado a sus visitas.
Polonio. Eso basta para haberle trastornado de tal modo. Me pesa no
haber juzgado con más acierto su pasión. Yo temí que era sólo un artificio
suyo para perderte... ¡Sospecha indigna! Pero tan propio parece de la vejez
pasar más allá de lo justo en sus conjeturas, como lo es en la juventud la falta
de previsión. Vamos, vamos a ver al rey. Conviene que lo sepa. Si le callo este
amor, sería más grande el sentimiento que pudiera causarle teniéndolo oculto
que el disgusto que recibirá al saberlo. Vamos.
ESCENA III.—Salón del castillo real.

El Rey, la Reina, Rosencrantz, Guildenstern


y acompañamiento.

El Rey. Bien venido, Guildenstern; y tú también, querido Rosencrantz.


Además de lo mucho que deseaba veros, la necesidad que tengo de vosotros
me ha determinado a solicitar vuestra venida. Algo habéis oído ya de la trans-
formación de Hamlet. Así puedo llamarla, pues que ni en lo interior ni en lo
exterior se parece en nada a lo que era antes. No llego a imaginar qué otra
cosa haya podido privarle así de la razón, si no es la muerte de su padre. Yo
ruego a emtrambos, pues desde la primera infancia os habéis criado con él, y
existe entre vosotros una intimidad nacida de la igualdad en los años y en el
genio, que tengáis a bien deteneros en mi corte algunos días. Acaso el trato
vuestro restablecerá su alegría. Aprovechando las ocasiones que se presenten,
ved cuál sea la ignorada aflicción que así le consume, para que descubrién-
dola procuremos su alivio.
La Reina. Él ha hablado mucho de vosotros, mis buenos señores, y estoy
segura de que no se hallarán otras dos personas a quienes él profese mayor
cariño. Si tanta es vuestra bondad que gustéis de pasar con nosotros algún
tiempo para contribuir al logro de mi esperanza, vuestra asistencia será remu-
nerada como corresponde al agradecimiento de un rey.
Rosencrantz. Vuestras Majestades tienen soberana autoridad sobre noso-
tros, y en vez de rogar deben mandarnos.
Guildenstern. Uno y otro obedeceremos, y depositamos a vuestros pies,
con el más puro afecto, el celo de serviros que nos anima.
El Rey. Muchas gracias, cortés Guildenstern. Gracias, Rosencrantz.
La Reina. Os quedo muy agradecida, señores, y pido que veáis cuanto
antes a mi doliente hijo. (A los criados.) Conduzca alguno de vosotros a
estos caballeros adonde Hamlet se halle.
Guildenstern. Haga el cielo que nuestra companía pueda serle agrada-
ble y útil.
La Reina. Amén.

ESCENA IV

El Rey, la Reina, Polonio y acompañamiento.


Polonio. Señor, los embajadores enviados a Noruega han vuelto ya, en
extremo contentos.
El Rey. Siempre has sido tú padre de buenas nuevas.
Polonio. Así parece, ¿no es verdad? Y os puedo asegurar, venerado señor,
que mis acciones y mi corazón no tienen otro objeto que el servicio de Dios
y el de mi rey. Si este talento mío no ha perdido enteramente el seguro olfato
con que supo siempre rastrear asuntos políticos, pienso haber descubierto
la verdadera causa de la locura del príncipe.
El Rey. ¡Oh! Habla, que estoy impaciente de saberla.
Polonio. Será bien que deis primero audiencia a los embajadores. Mi
informe servirá de postre a este gran festín.
El Rey. Tú mismo puedes ir a saludarlos e introducirlos. (Vase Polonio.)
Dice que ha descubierto, amada Gertrudis, la causa verdadera de la indis-
posición de tu hijo.
La Reina. ¡Ah! Dudo que tenga otra mayor que la muerte de su padre y
nuestro acelerado casamiento.
El Rey. Yo sabré examinarle.

ESCENA V

El Rey, la Reina, Polonio, Voltimand, Cornelio


y acompañamiento.

El Rey. Bien venidos seáis, amigos. Di, Voltimand: ¿qué respondió nues-
tro hermano el rey de Noruega?
Voltimand. Corresponde, con la más sincera amistad a vuestras atencio-
nes y a vuestro ruego. Así que llegamos mandó suspender los armamentos
que hacía su sobrino, fingiendo que eran preparativos contra el polaco;
pero mejor informado después, halló ser cierto que se dirigían en ofensa vues-
tra. Indignado de que abusaran así de la impotencia a que le han reducido su
edad y sus males, envió estrechas órdenes a Fortimbrás, el cual, sometiéndose
prontamente a las represiones del tío, le ha jurado que nunca más tomará las
armas contra vuestra majestad. Satisfecho de esto el anciano rey, le señala
setenta mil escudos anuales y le permite emplear contra Polonia las tropas
que había levantado. A este fin, os ruega concedáis paso libre por vuestros
Estados al ejército prevenido para tal empresa, bajo las condiciones de recí-
proca seguridad expresadas aquí.
(Saca unos papeles y los da al Rey.)
El Rey. Está bien, leeré en tiempo más oportuno sus proposiciones, y refle-
xionaré lo que debo responderle. Entretanto os doy gracias por el feliz desem-
peño de vuestro encargo. Descansad. Esta noche seréis conmigo en el fes-
tín. Tendré gusto de veros.

ESCENA VI

El Rey, la Reina y Polonio.

Polonio. El asunto se ha concluido muy bien. (El rey hace una seña, y se
retira el acompañamiento.) Mi soberano, y vos, señora oídme. Explicar lo que
es la dignidad de un monarca, las obligaciones del vasallo, por qué el día es
día, la noche la noche, y el tiempo el tiempo, sería gastar inútilmente el día,
la noche y el tiempo. Así, pues, como quiera que la brevedad es el alma del
talento, y que nada hay más enfadoso que los rodeos y perífrasis..., seré
muy breve. Vuestro noble hijo está loco, y le llamo loco porque, si en rigor
se examina, ¿qué otra cosa es la locura sino estar uno enteramente loco? Pero
dejando esto aparte...
La Reina. Al caso, Polonio, al caso. Más miga y menos arte.
Polonio. Yo os prometo, señora, que no me valgo de arte alguno. Es cierto
que él está loco. Es cierto que es lástima que sea cierto. Pero dejemos a un
lado esta pueril antítesis, pues no quiero usar de artificios. Convengamos,
pues, que está loco, y ahora falta descubrir la causa de este efecto o, mejor
dicho, la causa de este defecto; porque este efecto defectuoso nace de una
causa, y así, resta considerar lo restante. Yo tengo una hija —la tengo mien-
tras es mía— que, en prueba de su respeto y sumisión... (notad lo que os digo)
me ha entregado esta carta. (Saca una carta y lee en ella los pedazos que
indica el diálogo.) Ahora resumid los hechos y sacaréis la consecuencia. «Al
ídolo celestial de mi alma, a la sin par Ofelia...» Esta es una mala frase..., una
falta de frase; pero oíd lo demás: «Estas letras, destinadas a que tu blanco y
hermoso pecho las guarde; estas...»
La Reina. ¿Y esta carta se la ha enviado Hamlet?
Polonio. Sí, por cierto. Esperad un poco. Sigo leyendo: (Lee.)

«Duda que sean de fuego las estrellas,


duda si al sol el movimiento falta,
duda lo cierto, admite lo dudoso;
pero no dudes de mi amor las ansias.
No sirvo para hacer versos, querida Ofelia; no sé expresar mis penas con
arte; pero cree que te amo en extremo, con el mayor extremo posible. Adiós.
Tuyo siempre, mi adorada niña, mientras esta máquina exista.— Hamlet.»
Mi hija, siempre obediente, me ha hecho ver esta carta, y además me ha con-
tado las solicitudes del príncipe como ocurrieron, con todas las circunstan-
cias del tiempo, el lugar y el modo.
El Rey. ¿Pero ella cómo ha recibido su amor?
Polonio. ¿En qué opinión me tenéis?
El Rey. En la de un hombre honrado y veraz.
Polonio. Yo me complazco en probaros que lo soy. ¿Qué hubiérais pen-
sado de mí, si cuando he visto que tomaba vuelo este ardiente amor —por-
que os puedo asegurar que aun antes que mi hija me hablase ya lo había yo
advertido—, qué hubiera pensado, repito, de mí Vuestra Majestad, y la reina
que está presente, si hubiera tolerado este galanteo? Si haciéndome violen-
cia a mí propio hubiera permanecido silencioso y mudo, mirándolo con indi-
ferencia, ¿qué hubiérais pensado de mí? No, señor, yo he ido en derechura al
asunto, y le he dicho a la niña ni más ni menos: «Hija, el señor Hamlet es un
príncipe muy superior a la esfera en que tú vives... Esto debe pasar adelante.»
Y después la mandé que se encerrase en su estancia, sin admitir recados ni
recibir presentes. Ella ha sabido aprovecharse de mis preceptos, y el príncipe...
(para abreviar la historia) al verse desdeñado comenzó a padecer melancolías,
después vigilias, después debilidad, después aturdimiento y después (por una
graduación natural) la locura que le saca fuera de sí, y que todos nosotros llo-
ramos.
El Rey. ¿Creéis, señora, que esto haya pasado así?
La Reina. Me parece probable.
Polonio. ¿Ha sucedido alguna vez... (tendría gusto de saberlo) que yo haya
dicho positivamente, esto hay, y que después haya resultado lo contrario?
El Rey. No me acuerdo.
Polonio. Pues separadme ésta de éste (señala la cabeza y el cuello) si otra
cosa hubiera en el asunto... ¡Ah! Por poco que las circunstancias me ayu-
den, yo soy capaz de descubrir la verdad donde quiera que se oculte, aun-
que el centro de la tierra la sepulte.
El Rey. ¿Y cómo te parece que pudiéramos hacer nuevas indagaciones?
Polonio. Pues sabéis que el príncipe suele pasearse algunas veces por esta
galería cuatro horas enteras.
La Reina. Es verdad, así suele hacerlo.
Polonio. Pues cuando él venga, yo haré que mi hija le salga al paso.Vos y
yo nos ocultaremos detrás de los tapices, para observar lo que hace al verla.
Si él no la ama y no es esta la causa de haber perdido el juicio, despedidme
de vuestro lado, no debo ser más ministro del Estado, y enviadme a una granja
a guiar una carreta.
El Rey. Sí; lo quiero averiguar.
La Reina. Pero... ved cómo viene leyendo el infeliz.
Polonio. Retiraos, yo os lo suplico; retiraos entrambos, que le quiero hablar,
si me dais licencia.

ESCENA VII

Polonio y Hamlet, que entra leyendo un libro.

Polonio. ¿Cómo está Vuestra Alteza?


Hamlet. Bien, a Dios gracias.
Polonio. ¿Me conocéis?
Hamlet. Perfectamente. Tú vendes pescado.
Polonio. ¿Yo? No señor.
Hamlet. Pues ojalá que fueras tan honrado.
Polonio. ¿Honrado decís?
Hamlet. Sí, señor, que lo digo. El ser honrado, según va el mundo, es lo
mismo que ser escogido entre diez mil.
Polonio. Todo eso es verdad.
Hamlet. (Leyendo.) «Si el sol engendra gusanos en un perro muerto, y
aunque es un dios alumbra benigno con sus rayos a un cadáver corrupto...»
¿No tienes una hija?
Polonio. Sí, señor, una tengo.
Hamlet. Pues no la dejes pasear al sol. La concepción es una bendición
del cielo, pero no del modo como tu hija podría concebir. Cuida mucho de
esto, amigo mío.
Polonio. ¿Pero qué queréis decir con esto? (Aparte.) Siempre está pensando
en mi hija. No obstante, al principio no me conoció. Dijo que yo era un pes-
cadero. ¡Está rematado, rematado...! Es verdad que yo también, siendo mozo,
me vi muy trastornado por el amor..., casi tanto como él. Quiero hablarle
otra vez... (Alto.) ¿Qué estáis leyendo, señor?
Hamlet. Palabras, palabras, palabras.
Polonio. ¿Y de qué se trata?
Hamlet. ¿Entre quiénes?
Polonio. Digo de qué trata el libro que leéis.
Hamlet. De calumnias. Aquí dice el malvado satírico que los viejos tie-
nen la barba blanca, la cara con arrugas, que vierten sus ojos ámbar abun-
dante y goma de ciruelo, y que unen a una gran debilidad de nalgas mucha
falta de entendimiento. Todo lo cual, señor mío, aunque yo plena y eficaz-
mente lo creo, no me parece bien hallarlo afirmado en tales términos. Por-
que al fin vos seríais sin duda tan joven como yo, si os fuera posible andar
hacia atrás como el cangrejo.
Polonio. (Aparte.) Aunque todo es locura, hay cierto método en lo que
dice... (Alto.) ¿Queréis venir, señor, adonde no os dé el aire?
Hamlet. ¿Adónde? ¿A la sepultura?
Polonio. (Aparte.) Cierto que allí no da el aire. ¡Con qué agudeza responde
siempre! Estos golpes felices son frecuentes en la locura, y en el estado de razón
y salud tal vez no se logran. Le voy a dejar, y disponer al instante la entrevista
entre él y mi hija... (Alto.) Señor, si me dais licencia de que me vaya.
Hamlet. No me puedes pedir cosa que con más gusto te conceda, excep-
tuando mi vida, eso sí, exceptuando mi vida.
Polonio. ¡Adiós, señor!
Hamlet. ¡Fastidiosos y extravagantes viejos!
Polonio. (A Guildenstern y Rosencrantz, que entran por donde él se va.) Si
buscáis al príncipe, vedle ahí.

ESCENA VIII

Hamlet, Rosencrantz 1 y Guildenstern.

Rosencrantz. Buenos días, señor.


Guildenstern. Dios guarde a Vuestra Alteza.
Rosencrantz. Mi venerado príncipe.
Hamlet. ¡Oh, buenos amigos! ¿Cómo va? ¡Guildenstern, Rosencrantz,
guapos mozos! ¡Cómo! ¿Qué se hace de bueno?
Rosencrantz. Nada, señor; pasamos una vida muy indiferente.
Guildenstern. Nos creemos felices en no ser demasiado felices. No servi-
mos de airón al tocado de la fortuna.
1 Curiosamente, en la época que Shakespeare escribió Hamlet había en Inglaterra un embajador
llamado Rosencratz.
Hamlet. ¿Ni de suelas a sus zapatos?
Rosencrantz. Tampoco, señor.
Hamlet. Entonces os halláis más cerca de su cintura, es decir, en el cen-
tro de sus favores.
Guildenstern. Luego, somos sus favoritos.
Hamlet. ¿De las partes secretas de la Fortuna? ¡Oh!, nada más cierto, es
una ramera. ¿Qué noticias hay?
Rosencrantz. Nada. Únicamente que ya los hombres van siendo más bue-
nos.
Hamlet. Señal que el día del Juicio está próximo. Pero vuestras noticias
no son ciertas. Permitid que os pregunte más particularmente. ¿Por qué deli-
tos os ha traído aquí vuestra mala suerte a vivir en prisión?
Guildenstern. ¿En prisión, decís?
Hamlet. Sí; Dinamarca es una cárcel.
Rosencrantz. También el mundo lo es.
Hamlet. Y muy grande, con muchos guardias, encierros y calabozos; y
Dinamarca es una de las peores.
Rosencrantz. Nosotros no éramos de esa opinión.
Hamlet. Para vosotros podrá no serlo, porque nada hay bueno ni malo,
sino en fuerza de nuestra fantasía. Para mí es verdadera cárcel.
Rosencrantz. Será vuestra ambición la que os la figura tal. La grandeza de
vuestro ánimo halla estrecha a Dinamarca.
Hamlet. ¡Oh, Dios mío! Pudiera yo estar encerrado en la cáscara de una
nuez y creerme soberano de un Estado inmenso..., al no soñar horrores.
Rosencrantz. Todos esos sueños son ambición, pues cuanto al ambi-
cioso agita no es más que la sombra de un sueño.
Hamlet. El sueño en sí no es más que una sombra.
Rosencrantz. Ciertamente, y yo considero la ambición tan ligera y vana,
que me parece la sombra de una sombra.
Hamlet. De donde resulta que los mendigos son cuerpos, y nuestros
monarcas y grandes héroes sombras de mendigos... Iremos un rato a la corte,
señores, porque, a la verdad, no tengo la cabeza para discurrir.
Los Dos. Acompañaremos a Vuestra Alteza.
Hamlet. De ningún modo. No os quiero confundir con mis criados, que,
a fe de hombre de bien, me sirven indignamente. Pero decidme, por nuestra
amistad antigua: ¿qué hacéis en Elsinor?
Rosencrantz. Señor, hemos venido únicamente a veros.
Hamlet. Tan pobre soy, que aun de gracias estoy escaso; no obstante, agra-
dezco vuestra fineza... Bien que os puedo asegurar que mis gracias, aunque
se paguen a ochavo, se pagan mucho... ¿Y quién os ha hecho venir? ¿Es
libre esta visita? ¿Me la hacéis por vuestro gusto propio? Vaya, habladme con
franqueza, decídmelo.
Guildenstern. ¿Y qué os hemos de decir, señor?
Hamlet. Todo lo que haya acerca de esto. A vosotros os envían sin
duda, y en vuestros ojos hallo una especie de confusión que toda vuestra
reserva no puede desmentir. Yo sé que el bueno del rey y también la reina os
han mandado que vengáis.
Rosencrantz. ¿Con qué fin?
Hamlet. Eso es lo que debéis decirme. Pero os pido por los derechos de
nuestra amistad, por el recuerdo de nuestros años juveniles, por las obliga-
ciones de nuestro no interrumpido afecto, por todo aquello, en fin, que sea
para vosotros más grato y respetable, que me digáis con sencillez la verdad.
¿Os han mandado venir o no?
Rosencrantz. (Mirando a Guildenstern.) ¿Qué dices tú?
Hamlet. Ya os he dicho que lo estoy viendo en vuestros ojos. Si me esti-
máis de veras, no hay que desmentirlos.
Guildenstern. Pues bien, señor, es cierto; nos han hecho venir.
Hamlet. Y yo os voy a decir el motivo; así me anticiparé a vuestra propia
confesión, sin que la fidelidad que debéis al rey y a la reina quede por vosotros
ofendida. Yo he perdido de poco tiempo a esta parte, sin saber la causa, toda
mi alegría, olvidando mis ordinarias ocupaciones. Y este accidente ha sido tan
funesto a mi salud, que la tierra, esa divina máquina, me parece un calvario este-
ril; ese dosel magnífico de los cielos, ese hermoso firmamento que veis sobre
nosotros, esa techumbre majestuosa sembrada de doradas luces, no es otra cosa
para mí que una desagradable y pestífera multitud de vapores. ¡Qué admirable
obra es el hombre! ¡Qué noble su razón! ¡Qué infinitas sus facultades! ¡Qué
expresivo y maravilloso en su forma y sus movimientos! ¡Qué semejante a un
ángel en sus acciones! Y en su espíritu, ¡qué semejante a Dios! Él es sin duda
lo más hermoso de la tierra, el más perfecto de todos los animales. Sin embargo,
¿qué creéis que es para mí esa quintaesencia del polvo? El hombre no me deleita...,
ni menos la mujer... Aunque bien veo en vuestra sonrisa que no lo creéis.
Rosencrantz. No pensaba en eso, señor.
Hamlet. ¿Pues por qué te reías cuando te dije que no me gusta el hombre?
Rosencrantz. Me reí al considerar, puesto que los hombres no os gustan,
qué comidas de Cuaresma daréis a los cómicos que hemos hallado en el camino
y están ahí deseando emplearse en servicio vuestro.
Hamlet. El cómico que haga de rey será muy bien venido; su Majestad
recibirá mis obsequios, como es de razón. El arrojado caballero sacará a lucir
su espada y su broquel. El enamorado no suspirará en balde. El que hace de
loco acabará su papel en paz. El patán hará reír a los que tengan la risa a
punto en el disparador, y la dama expresará libremente su pasión, aunque
los versos cojeen. Pero, ¿qué cómicos son?
Rosencrantz. Los que más os agradan. La compañía trágica de nuestra ciudad.
Hamlet. ¿Y por qué andan vagando así? ¿No sería mejor, para su repu-
tación y sus intereses, establecerse en alguna parte?
Rosencrantz. Creo que los últimos reglamentos se lo prohíben.
Hamlet. ¿Son hoy tan bien recibidos como cuando yo estuve en la ciu-
dad? ¿Acude siempre el mismo concurso a escucharles?
Rosencrantz. No, señor; no, por cierto.
Hamlet. ¿Y en qué consiste? ¿Se han echado a perder?
Rosencrantz. No, señor. Han procurado seguir siempre su acostumbrado
método; pero hay aquí una cría de chiquillos, vencejos chillones, que gritando
en la declamación fuera de propósito, son por esto mismo palmoteados hasta
el exceso. Esta es la diversión del día; y tanto han degenerado los espectácu-
los ordinarios (como ellos los llaman), que muchos actores de espada en cinto,
atemorizados por la crítica de ciertas plumas de ganso, rara vez se atreven a
poner el pie en los otros.
Hamlet. ¿Oiga? ¿Conque son muchachos? ¿Y quién los sostiene? ¿Qué sueldo
les dan? ¿Seguirán en el ejercicio mientras puedan cantar? Y cuando tengan que
hacerse cómicos ordinarios, como parece verosímil que suceda, si carecen de otros
medios, ¿no dirán entonces que sus compositores los han perjudicado, hacién-
doles declamar contra la profesión misma que han tenido que abrazar después?
Rosencrantz. Lo cierto es que han ocurrido ya muchos disgustos por ambas
partes, y la nación ve sin escrúpulo continuarse la discordia entre ellos. Ha
habido tiempo en que el dinero de las piezas no se cobraba, hasta que el poeta
y el cómico reñían y se hartaban de bofetones.
Hamlet. ¿Es posible?
Guildenstern. ¡Vaya si lo es! Como que ha habido ya muchas cabezas rotas.
Hamlet. ¿Y qué, los muchachos han vencido en esas peleas?
Rosencrantz. Cierto que sí, y se hubieran burlado del mismo Hércules
con maza y todo2.
2 Alusión al teatro «El Globo», donde se estrenaron muchas obras de Shakespeare y cuya fachada
estaba adornada por Hércules sosteniendo el globo terráqueo.
Hamlet. No es extraño. Ya veis, mi tío, rey de Dinamarca. Los que se
mofaban de él mientras vivió mi padre, ahora dan veinte, cuarenta, cincuenta
y aun cien ducados por su retrato de miniatura. En esto hay algo que es
más que natural, si la filosofía se metiera a descubrirlo.
(Suenan trompetas dentro.)
Guildenstern. Ya están ahí los cómicos.
Hamlet. Caballeros, muy bien venidos a Elsinor. Acercaos aquí y dadme
las manos. Las señales de una buena acogida consisten por lo común en cere-
monias y cumplimientos; pero permitid que os trate así, porque os hago saber
que yo debo recibir muy bien a los que son cómicos en lo exterior, y no
quisiera que las distinciones que a ellos les haga pareciesen mayores que las
que os hago a vosotros. Bien venidos... Pero mi tío padre y mi madre tía a
fe que se equivocan mucho.
Guildenstern. ¿En qué, señor?
Hamlet. Yo no estoy loco, sino cuando sopla el Nordeste; pero cuando
corre el Sur, distingo muy bien un huevo de una castaña.

ESCENA IX

Dichos y Polonio.

Polonio. Dios os guarde, señores.


Hamlet. Oye aquí, Guildenstern, y tú también..., un oyente a cada lado.
¿Veis aquel vejestorio que acaba de entrar? Pues aún no ha salido de mantillas.
Rosencrantz. O acaso habrá vuelto a ellas, porque, según se dice, la vejez
es una segunda infancia.
Hamlet. Apostaría que viene a hablarme de los cómicos. Ahora veréis...
Pues señor, tú tienes razón: eso fue un lunes por la mañana, no hay duda.
Polonio. Señor, tengo que daros una noticia.
Hamlet. Señor, tengo que daros una noticia. (Imitando la voz de Polonio.)
Cuando Roscio era actor en Roma...
Polonio. Señor, los cómicos han venido.
Hamlet. ¡Tuh! ¡Tuh! ¡Tuh!
Polonio. Os lo juro sobre mí.
Hamlet. Acaso vienen cabalgando en burro.
Polonio. Estos son los más excelentes actores del mundo, así en la trage-
dia como en la comedia histórica o pastoral, en lo cómico-pastoral, trágico-
histórico o trágico-cómico-histórico-pastoral, así como para la escena indi-
visible y poema ilimitado... Para ello, ni Séneca es demasiado grave, ni Plauto
demasiado ligero, y en cuanto a las reglas de composición y a la franqueza
cómica, éstos son los únicos.
Hamlet. (Declamando trágicamente.):
¡Oh, Jephté, juez de Israel...
qué tesoro poseíste!
Polonio. ¿Y qué tesoro era el suyo, señor?
Hamlet. ¿Qué tesoro?
No más que una hermosa hija
a quien amaba en extremo.
Polonio. (Aparte.) Siempre pensando en mi hija.
Hamlet. ¿No tengo razón, anciano Jephté?
Polonio. Señor, si me llamáis Jephté, cierto es que tengo una hija, a quien
amo en extremo.
Hamlet. ¡Oh! No es eso lo que sigue.
Polonio. ¿Pues qué sigue, señor?
Hamlet. Esto:
No hay más suerte que Dios, ni más destino.
Y luego, ya sabes:
Que cuanto nos sucede él lo previno
Lee la primera línea de esta devota canción, y ella te manifestará lo
demás. Pero, ¿veis? Ahí vienen otros a hablar por mí.
(Entran cuatro cómicos.)

ESCENA X

Hamlet, Rosencrantz, Guildenstern, Polonio


y cuatro cómicos.

Hamlet. Bien venidos, señores; me alegro de veros a todos. Bien venidos...


¡Oh, camarada antiguo! Mucho se te ha arrugado la cara desde la última vez
que te vi. ¿Vienes a Dinamarca a hacerme parecer viejo a mí también? ¡Y tú,
mi niña!, ya eres una señorita: por la Virgen, que ya está vuesa merced una
cuarta más cerca del cielo desde que no la he visto. Dios quiera que tu voz,
semejante a una pieza de oro falso, no se descubra al echarla en el crisol3. Seño-
3Es conveniente recordar que en tiempos de Shakespeare los papeles de mujer los interpretaban
hombres.
res, muy bien venidos todos. Pero, amigos, yo voy en derechura al caso, y
corro detrás del primer objeto que se me presenta, como halconero francés.
Quiero al instante una relación. Veamos alguna prueba de vuestra habilidad.
Vaya un pasaje afectuoso.
Cómico 1.º ¿Y cuál queréis, señor?
Hamlet. Me acuerdo de haberte oído en otro tiempo una relación que
nunca se ha representado ante público, o una sola vez cuando más... Y me
acuerdo también que no agradaba a la multitud. No era ciertamente man-
jar para el vulgo. Pero a mí me pareció entonces, y aun a otros cuyo dictamen
vale más que el mío, una excelente pieza, bien dispuesta la fábula y escrita con
elegancia y decoro. No faltó, sin embargo, quien dijo que no había en los ver-
sos toda la sal necesaria para sazonar el asunto, y que lo insignificante del estilo
anunciaba poca sensibilidad en el autor; aunque no dejaban de tenerla por
obra escrita con método, instructiva y elegante, y más brillante que delicada.
Particularmente me gustó mucho en ella una relación que Eneas hace a Dido,
sobre todo cuando habla de la muerte de Príamo. Si la tienes en la memo-
ria..., empieza por aquel verso... Deja, deja, veré si me acuerdo.
Pirro feroz como el hircano tigre...
(Todos los versos de esta escena los dicen con declamación trágica.)
No es éste; pero empieza por Pirro... ¡Ah...!, sí...
Pirro feroz, con pavonadas armas,
negras como su intento, reclinado
dentro del seno del caballo enorme,
a la lóbrega noche parecía.
Ya su terrible, ennegrecido aspecto
mayor espanto da. Todo lo tiñe,
de la cabeza al pie, caliente sangre
de ancianos y matronas, de robustos
mancebos y de vírgenes, que abrasa
el fuego de inflamados edificios
en confuso montón, a cuya horrenda
luz que despiden, el caudillo insano
muerte y estrago esparce. Ardiendo en ira,
cubierto de cuajada sangre, vuelve
los ojos, al carbunclo semejantes,
y busca, instado de infernal venganza,
al viejo abuelo Príamo...
Prosigue tú.
Polonio. ¡Muy bien declamado, a fe mía!, con buen acento y bella
expresión.
Cómico 1.º Al momento.
le ve lidiando, ¡resistencia breve!
contra los griegos: su temida espada,
rebelde al brazo ya, le pesa inútil.
Pirro, de furias lleno, le provoca
a liza desigual: herirle intenta,
y el aire sólo del funesto acero
postra al débil anciano. Y cual si fuese
a tanto golpe el Ilión sensible,
al suelo desplomó sus techos altos,
ardiendo en llamas, y el rumor suspenso.
Pirro, ¿le veis? La espada que venía
a herir del Teucro la nevada frente
se detiene en los aires, y él, innoble,
absorto y mudo y sin acción su enojo,
la imagen de un tirano representa
que figuró el pincel. Mas como suele
tal vez el cielo en tempestad oscura
parar su movimiento, de los aires
el ímpetu cesar, y en silenciosa
quietud de muerte reposar el orbe,
hasta que el trueno, con horror zumbando,
rompe la alta región, así un instante
suspensa fue la cólera de Pirro,
y así dispuesto a la venganza, el duro
combate renovó. No más tremendo
golpe en las armas de Mavorte eternas
dieron jamás los cíclopes tostados,
que sobre el triste anciano la cuchilla
sangrienta dio del sucesor de Aquiles.
¡Oh, fortuna falaz...! Vos, poderosos
dioses, quitadle su dominio injusto:
romped los rayos de su rueda y calces,
y el eje circular desde el Olimpo
caiga en pedazos del abismo al centro.
Polonio. Es demasiado largo.
Hamlet. Lo mismo dirá de tus barbas el barbero. (Al actor.) Pero sigue.
Este sólo gusta de ver bailar o de oír cuentos de alcahuetas, y si no, se duerme.
Prosigue con aquello de Hécuba.
Cómico 1.º Pero quién viese, ¡oh, vista dolorosa!,
la mal ceñida reina.
Hamlet. ¡La mal ceñida reina!
Polonio. ¡Eso es bueno, mal ceñida reina, bueno!
Cómico 1.º Pero quien viese, ¡oh vista dolorosa!
la mal ceñida reina, el pie desnudo,
girar de un lado a otro, amenazando
extinguir con sus lágrimas el fuego...
En vez de vestidura rozagante,
cubierto el seno, harto fecundo un día,
con las ropas del lecho arrebatadas
(ni a más la dio lugar el susto horrible),
rasgando un velo en su cabeza, donde
antes resplandeció corona augusta...
¡Ay!, quien la viese, a los supremos hados
con lengua venenosa execraría.
Los dioses mismos, si a piedad les mueve
el linaje mortal, dolor sintieran
de verla, cuando el implacable Pirro
halló esparciendo en trozos con su espada
del muerto esposo los helados miembros...
Los ve, y exclama con gemido triste,
bastante a conturbar allá en su altura
las deidades del Olimpo y los brillantes
ojos del cielo humedecer en lloro.
Polonio. Ved cómo muda de color y se le han saltado las lágrimas. No,
no prosigáis.
Hamlet. Basta ya; presto me dirás lo que falta. Señor mío, es menester
hacer que estos cómicos se establezcan, ¿lo entendéis?, y agasajarlos bien. Ellos
son sin duda el epítome histórico de los siglos, y más os valdrá tener des-
pués de muerto un mal epitafio que una mala reputación entre ellos mien-
tras viváis.
Polonio. Yo, señor, los trataré conforme a sus méritos.
Hamlet. ¡Qué cabeza ésta! No, señor; mucho mejor. Si a los hombres se
les hubiese de tratar según merecen, ¿quién escaparía de ser azotado? Tráta-
los como corresponde a tu nobleza y a tu propio honor: cuanto menor sea su
mérito, mayor sea tu bondad. Acompáñales.
Polonio. Venid, señores.
Hamlet. Amigos, id con él. Mañana habrá comedia. Oye aquí tú, amigo;
dime, ¿no pudierais representar La muerte de Gonzaga?
Cómico 1.º Sí, señor.
Hamlet. Pues mañana, a la noche, quiero que se haga. ¿Y no podríais, si
fuese menester, aprender de memoria unos doce o dieciséis versos, que quiero
escribir e insertar en la pieza?
Cómico 1.º Sí, señor...
Hamlet. Muy bien; pues vete con aquel caballero, y cuenta no hagáis burla
de él. Amigos, hasta la noche. Pasadlo bien.
Rosencrantz. Señor...
Hamlet. Id con Dios.

ESCENA XI

Hamlet.

Ya estoy solo. ¡Qué débil, qué insensible soy! ¿No es admirable que este
actor, en una fábula, en una ficción, pueda dirigir tan a su placer el propio
ánimo, que agite y desfigure su rostro en la declamación, vertiendo de sus
ojos lágrimas, debilitando la voz y ejecutando todas sus acciones tan aco-
modadas a lo que quiere expresar? Y esto por nadie: por Hécuba. ¿Y quién es
Hécuba para él, que así llora sus infortunios? ¡Qué no haría él si tuviese los
tristes motivos de dolor que yo tengo! Inundaría el teatro con llanto, su terri-
ble acento conturbaría a cuantos le oyesen, llenaría de desesperación al cul-
pado, de temor al inocente, al ignorante de confusión, y sorprendería los ojos
y los oídos. ¡Pero yo, miserable, estúpido y sin vigor, sueño adormecido, per-
manezco mudo y miro con indiferencia mis agravios! ¿Nada merece un rey
con quien se cometió el más atroz de los delitos para despojarle del cetro y
la vida? ¿Soy cobarde yo? ¿Quién se atrevería a llamarme villano o a insul-
tarme en mi presencia, arrancarme la barba, soplármela al rostro, asirme de
la nariz o hacerme tragar un «mentís» que me llegue al pulmón? ¿Quién se
atrevería a tanto? ¿Sería yo capaz de sufrirlo? Sí, pues yo parezco como la
paloma, que carece de hiel, incapaz de acciones crueles. A no ser yo así ya
hubiera cebado los milanos del aire en los despojos de ese indigno, desho-
nesto, homicida, pérfido seductor, feroz, malvado, que vive sin remordi-
mientos de su culpa. Pero, ¿qué he de ser tan necio? ¿Será generoso proce-
der el que yo, hijo de un padre querido (de cuya muerte alevosa el cielo y el
infierno mismo me piden venganza), afeminado y débil, desahogue con pala-
bras el corazón, prorrumpa en execraciones vanas, como una prostituta vil
o un grumete? ¡Ah!, no, ni imaginarlo puedo. Yo he oído a veces que, asis-
tiendo a una representación hombres muy culpados, han sido heridos en el
alma con tal violencia por la ilusión del teatro, que a vista de todos han publi-
cado sus delitos; pues la culpa, aunque no tenga lengua, siempre se manifiesta
por medios maravillosos. Yo haré que estos actores representen delante de mi
tío algún pasaje que tenga semejanza con la muerte de mi padre. Yo le
heriré en lo más vivo del corazón y observaré sus miradas... Si muda de color,
si se estremece, ya sé lo que me toca hacer. La aparición que vi pudiera ser un
espíritu del infierno. Al demonio no le es difícil presentarse bajo la más agra-
dable forma. Bien podría él, que es tan poderoso, sobre una imaginación per-
turbada, valerse de mi propia debilidad y melancolía para engañarme y per-
derme. Voy a adquirir pruebas más sólidas. Esta representación ha de ser el
lazo en que se enrede la conciencia del rey.
ACT O III

ESCENA I

Galería del castillo.

El Rey, la Reina, Polonio, Ofelia, Rosencrantz


y Guildenstern.

El Rey. ¿Y no fue posible indagar, en la conversación que con él tuvisteis,


de qué nace ese desorden de espíritu que tan cruelmente altera su quietud
con turbulenta y peligrosa demencia?
Rosencrantz. Él mismo reconoce los extravíos de su razón, pero no ha
querido manifestarnos el origen de ellos.
Guildenstern. No le hallamos dispuesto a dejarse examinar, porque siem-
pre huye de la cuestión con un rasgo de locura cuando ve que le conducimos
al punto de descubrir la verdad.
La Reina. ¿Fuisteis bien recibidos de él?
Rosencrantz. Con mucha cortesía.
Guildenstern. Pero se le conocía cierto esfuerzo.
Rosencrantz. Preguntó poco, pero respondió a todo con prontitud.
La Reina. ¿Le habéis convidado para alguna diversión?
Rosencrantz. Sí, señora: porque casualmente habíamos encontrado una
compañía de cómicos en el camino. Se lo dijimos, y mostró complacencia al
oírlo. Están ya en la corte, y creo que tienen orden de representarle esta noche
una pieza.
Polonio. Así es la verdad, y me ha encargado de suplicar a Vuestras Majes-
tades que asistan a verla y oírla.
El Rey. Con mucho gusto; me complace en extremo saber que tiene tal
inclinación. Vosotros, señores, excitadle a ella, y aplaudid su propensión a
este género de placeres.
Rosencrantz. Así lo haremos.
(Vanse Rosencrantz y Guildenstern.)
ESCENA II

El Rey, la Reina y Ofelia.

El Rey. Tú, amada Gertrudis, deberás también retirarte, porque hemos dis-
puesto que Hamlet, al venir aquí, como si fuera casualidad, encuentre a Ofelia.
Su padre y yo, testigos los más aptos para el fin, nos colocaremos donde veamos
sin ser vistos. Así podremos juzgar de lo que entre ambos ocurra, y en las accio-
nes y palabras del príncipe conoceremos si es pasión de amor el mal que sufre.
La Reina. Voy a obedeceros, y por mi parte, Ofelia. ¡cuánto desearía que
tu rara hermosura fuese el dichoso origen de la demencia de Hamlet! Enton-
ces esperaría que tus amables prendas pudiesen, para vuestra mutua felicidad,
restituirle su salud perdida.
Ofelia. Yo, señora, también quisiera que fuese así.

ESCENA III

El Rey, Polonio y Ofelia.

Polonio. Paséate por aquí, Ofelia... Si Vuestra Majestad gusta, podemos


ya ocultarnos. Haz como que lees este libro. (Dándola un libro.) Esta ocu-
pación disculpará la soledad del sitio... ¡Materia es ésta en que tenemos mucho
de qué acusarnos! ¡Cuántas veces, con el semblante de la devoción y la apa-
riencia de acciones piadosas, engañamos al diablo mismo!
El Rey. Demasiado cierto es... (Aparte.) ¡Qué cruelmente ha herido esta
reflexión mi conciencia! El rostro de la meretriz, hermoseado con arte, no
es más feo despojado de los afeites que lo es mi delito, disimulado con pala-
bras traidoras. ¡Oh, qué pesada carga me oprime!
Polonio. Ya viene, señor, conviene retirarnos.

ESCENA IV

Hamlet y Ofelia.

(Hamlet dirá este monólogo creyéndose solo. Ofelia,


a un extremo de la escena, lee.)

Hamlet. Ser o no ser: he aquí el problema. Cuál es más digna acción del
ánimo, ¿sufrir los tiros penetrantes de la fortuna injusta, u oponer los bra-
zos a este torrente de calamidades y darlas fin con atrevida resistencia? Morir
es dormir. No más. Y con un sueño las aflicciones se acaban y los dolores
sin número, patrimonio de nuestra débil naturaleza... Este es un término que
deberíamos solicitar con ansia. Morir es dormir... y tal vez soñar. He aquí el
gran obstáculo; porque el considerar qué sueños pueden desarrollarse en el
silencio del sepulcro, cuando hayamos abandonado este despojo mortal, se
siente un motivo harto poderoso para detenerse. Esta es la consideración que
hace nuestra infelicidad tan larga, haciéndonos amar la vida. ¿Quién, si esto
no fuese, aguantaría la lentitud de los tribunales, la insolencia de los emple-
ados, las tropelías que recibe el pacífico, el mérito con que se ven agraciados
los hombres más indignos, las angustias de un mal pagado amor, las inju-
rias y quebrantos de la edad, la violencia de los tiranos, el desprecio de los
soberbios, cuando el que todo esto sufre pudiera evitárselo y procurarse la
quietud con sólo un puñal? ¿Quién podría tolerar tanta opresión, sudando,
gimiendo bajo el peso de una vida molesta, si no fuese porque el temor de
que existe alguna cosa más allá de la muerte (país desconocido, de cuyos lími-
tes ningún caminante torna) nos embaraza en dudas y nos hace sufrir los
males que nos cercan, antes de ir a buscar otros de que no tenemos seguro
conocimiento? Esta previsión nos hace a todos cobardes; así la natural tin-
tura del valor se debilita con los barnices pálidos de la prudencia. Las empre-
sas de mayor importancia, por esta sola consideración, mudan camino, no se
ejecutan, y se reducen a designios vanos. Pero... ¿qué veo? ¡La hermosa Ofe-
lia! Graciosa niña, espero que mis defectos no serán olvidados en tus ora-
ciones.
Ofelia. ¿Cómo os encontráis, señor, después de tantos días que no os veo?
Hamlet. Muy bien; muchas gracias.
Ofelia. Conservo en mi poder algunos recuerdos vuestros que deseo res-
tituiros mucho tiempo, y os pido que los toméis.
Hamlet. No, yo nunca te di nada.
Ofelia. Bien sabéis, señor, que os digo verdad... y con ellos me disteis pala-
bras de tan suave aliento compuestas que aumentaron con extremo su
valor. Pero ya disipado aquel perfume, recibidlos, que un alma generosa con-
sidera como viles los más opulentos dones, si llega a entibiarse el afecto de
quien los dio. Vedlos aquí.
(Presentándole algunas joyas. Hamlet rehúsa tomarlas.)
Hamlet. ¡Oh! ¡Oh! ¿Eres honesta?
Ofelia. Señor...
Hamlet. ¿Eres hermosa?
Ofelia. ¿Qué pretendéis decir con eso?
Hamlet. Que si eres honesta y hermosa, no debes consentir que tu hones-
tidad trate con tu belleza.
Ofelia. ¿Puede acaso tener la hermosura mejor compañera que la hones-
tidad?
Hamlet. Sin duda alguna. Más fácil es a la hermosura convertir a la hones-
tidad en una alcahueta, que a la honestidad dar a la hermosura su semejanza.
En otro tiempo se tenía esto por una paradoja; pero en la edad presente es
cosa probada. Yo te quería antes, Ofelia.
Ofelia. Así me lo dabais a entender.
Hamlet. Y tú no debieras haberme creído, porque aunque la virtud llege
a injertarse en este duro tronco, nunca desaparece el sabor original... Yo no
te he querido nunca.
Ofelia. Muy grande fue mi engaño.
Hamlet. Vete a un convento: ¿para qué te has de exponer a ser madre
de hijos pecadores? Yo soy medianamente bueno; pero al considerar algu-
nas cosas de que puedo acusarme, sería mejor que mi madre no me hubiese
parido. Yo soy soberbio, vengativo, ambicioso, con más pecados sobre mi
cabeza que pensamientos para explicarlos, fantasía para darles forma y tiempo
para llevarlos a ejecución. ¿A qué fin los miserables como yo han de existir,
arrastrándose entre el cielo y la tierra? Todos somos insignes malvados. No
creo a ninguno de nosotros; vete, vete a un convento... ¿En dónde está tu
padre?
Ofelia. Está en casa, señor.
Hamlet. Pues que cierren bien todas las puertas, para que si quiere
hacer tonterías las haga dentro de su casa. Adiós.
(Se aleja y luego vuelve.)
Ofelia. ¡Oh, mi buen Dios, favorecedle!
Hamlet. Si te casas, quiero darte esta maldición en dote. Aunque seas un
hielo en la castidad, aunque seas tan pura como la nieve, no podrás librarte
de la calumnia. Créeme, vete a un convento. Adiós. Pero... escucha: si tie-
nes necesidad de casarte, cásate con un tonto; porque los hombres avisados
saben muy bien que vosotras los convertís en fieras... Al convento, y
pronto. Adiós.
Ofelia. ¡El cielo con su poder le ilumine!
Hamlet. He oído hablar mucho de vuestros afeites y embelecos. La natu-
raleza os dio una cara, y vosotras os fabricáis otra distinta. Con esos conto-
neos, ese pasito corto, ese hablar aniñado, os fingís inocentes y convertís en
gracia vuestros defectos mismos. Pero no hablemos más de esa materia, que
me ha hecho perder la razón. Digo sólo que de hoy en adelante no habrá más
casamientos: los que ya están casados (exceptuando uno) permanecerán así;
los otros se quedarán solteros... Vete al convento, vete.
(Se va.)

ESCENA V

Ofelia

¡Oh, qué trastorno ha padecido este alma generosa! La penetración del cor-
tesano, la lengua del sabio, la espada del guerrero, la esperanza y delicias del
Estado, el espejo de la cultura, el modelo de la gentileza que estudiaban los
más advertidos, todo, todo se ha aniquilado en él. Yo, la más desconsolada
e infeliz de las mujeres, que gusté un día la miel de sus promesas suaves, veo
ahora aquel noble y sublime entendimiento desacordado como la campana
sonora que se hiende; aquella incomparable presencia, aquel semblante de
florida juventud, alterado con el frenesí. ¡Oh, cuánta es mi desdicha de haber
visto lo que vi, para ver ahora lo que veo!

ESCENA VI

El Rey, Polonio y Ofelia.

El Rey. ¡Amor! No tal. No van por ese camino sus afectos; ni en lo que
ha dicho, aunque algo falto de orden, hay nada que parezca locura. Alguna
idea tiene en el ánimo que cubre y fomenta su melancolía, y recelo que ha de
ser un mal el fruto que produzca. A fin de prevenirlo, he resuelto que salga
prontamente para Inglaterra a pedir en mi nombre los atrasados tributos.
Acaso el mar y los países diversos, con su variedad, podrán alejar esta pasión
que le ocupa, sea la que fuere, y sobre la cual su imaginación golpea sin cesar.
¿Qué te parece?
Polonio. Que así es lo mejor. Pero yo creo, no obstante, que el origen y
principio de su aflicción provienen de un amor mal correspondido. Tú, Ofe-
lia, no hay para qué nos cuentes lo que te ha dicho el príncipe, que todo lo
hemos oído.
ESCENA VII

El Rey y Polonio.

Polonio. Haced lo que os parezca, señor, pero si lo juzgáis a propósito,


sería bien que la reina, retirada a solas con él, luego que se acabe el espectá-
culo, le inste a que la manifieste sus penas, hablándole con entera libertad.
Yo, si lo permitís, me pondré en paraje de donde pueda oír toda la conver-
sación. Si no logra su madre descubrir este misterio, enviadle a Inglaterra o
desterradle donde vuestra prudencia os dicte.
El Rey. Así se hará. La locura de los poderosos debe ser examinada con
escrupulosa atención.

ESCENA VIII

Salón del castillo.

(Está muy iluminado. Hay asientos que forman semicírculo para el concurso
que ha de asistir al espectáculo. En el fondo, una gran puerta con pabellones,
por donde saldrán a su tiempo los actores que deben representar.)

Hamlet y dos Cómicos.

Hamlet. Dirás este pasaje en la forma que te lo he declamado yo: con sol-
tura de lengua, no con voz desentonada, como lo hacen muchos de nuestros
cómicos. Más valdría entonces dar mis versos al pregonero para que los dijese.
No manotees así, acuchillando el aire; moderación en todo, puesto que aun
en el torrente, la tempestad, y mejor dicho, el huracán de las pasiones, se debe
conservar aquella templanza que hace suave y elegante la expresión. A mí me
desazona en extremo ver a un hombre con la cabeza muy cubierta de cabe-
llera, que a fuerza de gritos estropea los afectos que quiere expresar, y rompe
y desgarra los oídos del vulgo rudo, que sólo gusta de gesticulaciones insig-
nificantes y de estrépito. Yo mandaría azotar a un energúmeno de tal especie;
Herodes de farsa, más furioso que el mismo Herodes. Evita, evita este vicio.
Cómico 1.º Así os lo prometo.
Hamlet. No seas tampoco demasiado frío: tu misma prudencia debe
guiarte. La acción debe corresponder a la palabra, y ésta a la acción, cuidando
siempre de no atropellar la simplicidad de la naturaleza. No hay defecto
que más se oponga al fin de la representación, y este fin, desde el principio
hasta ahora, ha sido y es ofrecer a la naturaleza un espejo en que vea la virtud
su propia forma, el vicio su propia imagen, cada nación y cada siglo sus prin-
cipales caracteres. Si esta pintura se exagera o se debilita, excitará la risa de los
ignorantes: pero al mismo tiempo disgustará a los hombres de buena razón,
cuya censura debe ser para vosotros de más peso que la de toda la multitud
que llena el teatro. Yo he visto representar a algunos cómicos, que otros aplau-
dían con entusiasmo (por no decir con escándalo) los cuales no tenían acento
ni figura de cristianos, ni de gentiles, ni de hombres, pues al verlos hincharse
y bramar, no los juzgué de la especie humana, sino unos simulacros rudos de
hombres, hechos por algún mal aprendiz. Tan inicuamente imitaban la natu-
raleza.
Cómico 1.º Yo creo que en nuestra compañía se ha corregido ese defecto.
Hamlet. Corregidlo del todo, y cuidad también que los que hacen de gra-
ciosos no añadan nada a lo que está escrito en su papel. Porque algunos de
ellos, para hacer reír a los oyentes más adustos, empiezan a dar risotadas,
cuando el interés del drama debería ocupar toda la atención. Esto es indigno,
y manifiesta en los necios que lo practican el ridículo empeño de lucirse. Id
a prepararos.

ESCENA IX

Hamlet, Polonio, Rosencrantz y Guildenstern.

Hamlet. Y bien, Polonio, ¿gustará el rey de asistir a esta pieza?


Polonio. Sí, señor, al instante, y la reina también.
Hamlet. Ve a decir a los cómicos que se despachen. ¿Queréis ir vosotros
a darles prisa?
Rosencrantz. Con mucho gusto.

ESCENA X

Hamlet y Horacio.

Hamlet. ¿Quién es? ¡Ah! Horacio.


Horacio. Aquí me tenéis, señor, a vuestras órdenes.
Hamlet. Tú, Horacio, eres un hombre cuyo trato me ha agradado
siempre.
Horacio. ¡Oh!, señor...
Hamlet. No creas que pretendo adularte. ¿Qué utilidades puedo yo espe-
rar de ti, que, exceptuando tus buenas prendas, no tienes otras rentas para ali-
mentarte y vestirte? ¿Habrá quien adule al pobre? No... Los que tienen almi-
barada la lengua deben ir a lamer con ella la grandeza estúpida y doblar los
goznes de sus rodillas donde la lisonja encuentre premio. ¿Me has entendido?
Desde que mi alma se sintió capaz de conocer a los hombres y pudo elegir-
los, tú fuiste el escogido y marcado por ella; porque siempre, desgraciado o
feliz, has recibido con igual semblante los premios y los reveses de la fortuna.
Dichosos aquellos cuyo temperamento y juicio se combinan con tal acuerdo,
que no son, entre los dedos de la fortuna, una flauta dispuesta a sonar
según ella guste. Dame un hombre que no sea esclavo de sus pasiones, y yo
le colocaré en el centro de mi corazón, en el corazón de mi corazón, como lo
hago contigo. Pero me dilato demasiado en esto. Esta noche se presenta un
drama delante del rey: una de sus escenas contiene circunstancias muy
parecidas a las de la muerte de mi padre, de que ya te hablé. Te encargo que
cuando este paso se represente, observes a mi tío con la más viva atención. Si
al ver uno de dichos lances su oculto delito no se descubre por sí solo, es
que sin duda el que hemos visto era un espíritu infernal, y todas mis ideas
son más negras que los yunques de Vulcano. Examínale cuidadosamente. Yo
también fijaré mi vista en su rostro, y después uniremos nuestras observa-
ciones para juzgar lo que su exterior nos anuncie.
Horacio. Está bien, señor, y si durante el espectáculo logra hurtar a nues-
tra indagación la menor de sus impresiones, yo pago el hurto.
Hamlet. Ya viene la gente. Vuelvo a hacerme el loco. Tú busca asiento.

ESCENA XI

Suena una marcha. Entran el Rey, la Reina, Hamlet, Horacio, Polonio,


Ofelia, Rosencratz, Guildenstern y su acompañamiento de damas, caballeros,
pajes y guardias.

El Rey. ¿Cómo estás, mi querido Hamlet?


Hamlet. Muy bueno, señor. Me mantengo del aire como el camaleón;
engordo con esperanzas. No podréis vos cebar así vuestros faisanes.
El Rey. No comprendo esa respuesta, Hamlet, ni tales razones son para mí.
Hamlet. Ni para mí tampoco. (A Polonio.) ¿No dices tú que una vez repre-
sentaste en la universidad?
Polonio. Sí, señor, así es, y fui reputado por muy buen actor.
Hamlet. ¿Y qué hiciste?
Polonio. El papel de Julio César. Bruto me asesinaba en el Capitolio.
Hamlet. Muy bruto fue el que cometió en el Capitolio tan gran delito...
¿Están ya prevenidos los cómicos?
Rosencrantz. Sí, señor; y esperan sólo vuestras órdenes.
(La reina y el rey se sientan junto a la puerta por donde han de salir los acto-
res. Siguen por su orden las damas y caballeros. Hamlet se sienta en el suelo a los
pies de Ofelia.) 1
La Reina. Ven aquí, mi querido Hamlet; ponte a mi lado.
Hamlet. No, señora; aquí hay un imán de más atracción para mí.
Polonio. ¡Ah! ¡ah!, ¿habéis notado eso?
Hamlet. ¿Permitiréis que me ponga sobre vuestra falda?
Ofelia. No, señor.
Hamlet. Quiero decir, apoyar mi cabeza en vuestra falda.
Ofelia. Sí, señor.
Hamlet. ¿Pensáis que he querido cometer alguna indecencia?
Ofelia. No, no pienso nada de eso.
Hamlet. Dulce cosa es... pensar a los pies de una dama.
Ofelia. ¿Qué decís, señor?
Hamlet. Nada.
Ofelia. Se conoce que estáis alegre.
Hamlet. ¿Quién, yo?
Ofelia. Sí, señor.
Hamlet. Lo hago sólo por divertiros. Y bien mirado, ¿qué debe hacer
un hombre sino vivir alegre? Ved mi madre qué contenta está, y mi padre
murió ayer.
Ofelia. No, señor, que ya hace dos meses.
Hamlet. ¿Tanto hace? Pues entonces quiero vestirme de armiño y llévese
el diablo el luto. ¡Dios mío! ¿Dos meses ha que murió, y todavía se acuer-
dan de él? De esa manera puede esperarse que la memoria de un gran hom-
bre le sobreviva quizá medio año. Y aun es menester que haya sido fundador
de iglesias, pues si no, ¡por la Virgen!, no habrá nadie que de él se acuerde,
como del caballo de palo, de quien dice aquel epitafio:

1 Tal actitud significaba entonces un claro signo de galantería.


Ya murió el caballito de palo,
y ya le olvidaron así que murió.
(Suenan trompetas, y se da principio a la escena muda. Entran los cómicos
1.º y 2.º [que son el duque y la duquesa]. Al encontrarse, se saludan y abrazan
afectuosamente: ella se arrodilla, mostrando el mayor respeto; él se levanta, y
reclina la cabeza sobre el pecho de su esposa. Acuéstase el duque en un lecho
de flores, y ella se retira al verle dormido. Entra el cómico 3.o [que es Luciano,
sobrino del duque]. Se acerca, le quita al duque la corona, la besa, le vierte
en el oído una porción de licor que lleva en un frasco y se va. Vuelve la duquesa,
y hallando muerto a su marido, manifesta gran sentimiento. Entra Luciano
con dos o tres que le acompañan, y hace ademanes de dolor; manda retirar el
cadáver, y quedando a solas con la duquesa, la solicita y la ofrece presentes. Ella
resiste un poco y le desdeña, pero al fin admite su amor. Se van.)
Ofelia. ¿Qué significa esto, señor?
Hamlet. Esto es un asesinato oculto, y anuncia grandes maldades.
Ofelia. Según parece, la escena muda contiene el argumento del drama.

ESCENA XII

Dichos y Cómico 4.º

Hamlet. Ahora lo sabremos por lo que nos diga ese cantor, que es el Pró-
logo. Los cómicos no pueden callar un secreto, todo lo cuentan.
Ofelia. ¿Nos dirá éste lo que significa esta pantomima?
Hamlet. Sí, por cierto, y cualquiera otra que le hagáis ver. Como no os
avergoncéis de preguntarle, él tampoco se avergonzará de deciros lo que sig-
nifica.
Ofelia. ¡Qué malo, qué malo sois! Pero dejadme atender a la pieza.
PRÓLOGO
Humildemente os pedimos
que escuchéis esta tragedia,
disimulando las faltas
que haya en nosotros y en ella.

Hamlet. ¿Pero esto es prólogo o mote de sortija?


Ofelia. ¡Qué breve ha sido!
Hamlet. Como amor de mujer.
ESCENA XIII

Dichos y Cómico 1.º y Cómico 2.º

Cómico 1.º (El Duque.)


Ya treinta vueltas dio de Febo el carro
a las sondas saladas de Nereo
y al globo de la tierra y treinta veces
con luz prestada han alumbrado el suelo
doce lunas, en giros repetidos,
después que el dios de Amor y el Himeneo
nos enlazaron, para dicha nuestra,
en nudo santo el corazón y el cuello.

Cómico 2.º (La Duquesa.)


Y, ¡oh!, quiera el cielo que otros tantos giros,
a la luna y al sol, señor, contemos
antes que el fuego de este amor se apague.
Pero es mi pena inconsolable al veros
doliente, triste, y tan diverso ahora
de aquel que fuisteis... Tímida recelo...
que en el pecho femenil llega al exceso
el temor y el amor. Allí residen
en igual porción ambos afectos,
o no existe ninguno, o se combinan
éste y aquél con el mayor extremo.
Cuán grande es el amor que a vos me inclina,
las pruebas lo dirán que dadas tengo;
pues tal es mi temor. Si un fino amante
sin motivos tal vez vive temiendo,
la que al veros así toda es temores
muy pronto amor abrigará en el pecho.

Cómico 1.º (El Duque.)


Sí, yo debo dejarte, amada mía:
inevitable es ya; cederá presto
a la muerte mis fuerzas fatigadas;
tú vivirás, gozando del obsequio
y el amor de la tierra. Acaso entonces
un digno esposo...

Cómico 2.º (La Duquesa.)


No, dad al silencio
esos anuncios. ¿Yo? ¿Pues no serían
traición culpable en mí tales efectos?
¿Yo un nuevo esposo?
No; No; la que se entrega
al segundo señor mató al primero.

Hamlet. Esto es puro acíbar.


Cómico 2.º (La Duquesa.)
Motivos de interés tal vez inducen
a renovar los nudos de Himeneo,
no motivos de amor: no causaría
segunda muerte a mi difunto dueño
cuando del nuevo esposo recibiera
en tálamo nupcial amantes besos.

Cómico 1.º (El Duque.)


No dudaré que el corazón te dicta
lo que aseguras hoy: fácil creemos
cumplir lo prometido, y fácilmente
se quebranta y se olvida. Los deseos
del hombre a la memoria están sumisos,
que nace activa y desfallece presto.
Así prende del ramo acerbo el fruto,
y así, maduro, sin impulso ajeno,
se desprende después. Difícilmente
nos acordamos de llevar a efecto
promesas hechas a nosotros mismos:
que al cesar la pasión cesa el empeño.
Cuando de la aflicción y la alegría
se moderan los ímpetus violentos,
con ellos se disipan las ideas
a que dieron lugar, y el más ligero
acaso los placeres en afanes
muda tal vez, y en risa los lamentos:
amor, como la suerte, es inconstante,
que en este mundo al fin nada hay eterno,
y aún se ignora si él manda a la fortuna,
o si ésta del amor cede al imperio.
Si el poderoso del lugar sublime
se precipita, le abandona luego
cuantos gozaron su favor; si el pobre
sube a prosperidad, los que le fueron
más enemigos su amistad procuran
(y el amor sigue a la fortuna en esto),
que nunca al venturoso amigos faltan,
ni al pobre desengaños y desprecios.
Por diferente senda se encaminan
los destinos del hombre y sus afectos,
y sólo en él la voluntad es libre,
mas no la ejecución, y así, el suceso
nuestros designios todos desvanece.
Tú me prometes no rendir a nuevo
yugo tu libertad... Esas ideas,
¡ay!, morirán cuando me vieres muerto.

Cómico 2.º (La Duquesa.)


Luces me niegue el sol, frutos la tierra,
sin descanso y placer viva muriendo,
desesperada y en prisión oscura,
su mesa envidie al eremita austero;
cuantas penas el ánimo entristecen,
todas turben el fin de mis deseos
y los destruyan; ni quietud encuentre
en parte alguna con afán eterno,
si ya difunto mi primer esposo
segundas bodas, pérfidas, celebro.

Hamlet. Si ella no cumpliese lo que promete...

Cómico 1.º (El Duque.)


Mucho juraste... Aquí gozar quisiera
solitaria quietud: rendido siento
al cansancio mi espíritu. Permite
que alguna parte le conceda al sueño
de las molestas horas.
(Se acuesta en un lecho de flores.)

Cómico 2.º (La Duquesa.)


Él te halague
con tranquilo descanso, y nunca el cielo
en unión tan feliz pesares mezcle.
(Se va.)

Hamlet. (A la Reina.) Y bien, señora, ¿qué tal os va pareciendo la pieza?


La Reina. Me parece que esa mujer promete demasiado.
Hamlet. Sí, pero lo cumplirá.
El Rey. ¿Te has enterado bien del asunto? ¿Hay algo en él que sea de
mal ejemplo?
Hamlet. No, señor, no. Todo él es mera ficción.
El Rey. ¿Cómo se intitula este drama?
Hamlet. La ratonera. Es un título metafórico... En esta pieza se trata de
un homicidio cometido en Viena... El duque se llama Gonzago y su mujer
Baptista... Ya veréis... ¡Oh! ¡Es un enredo maldito! ¿Y qué importa? A Vues-
tra Majestad y a mí, que no tenemos culpado el ánimo, no nos puede inco-
modar. Al rocín que esté lleno de mataduras le hará dar coces; pero noso-
tros no tenemos desollado el lomo.

ESCENA XIV

Dichos y Cómico 3.º

Hamlet. Este que sale ahora se llama Luciano, y es sobrino del duque.
Ofelia. Vos suplís perfectamente la falta de coro.
Hamlet. Y aún pudiera servir de intérprete entre vos y vuestro amante, si
viese puestos en acción entrambos títeres.
Ofelia. ¡Vaya, que tenéis una lengua que corta!
Hamlet. Con un buen suspiro que deis se le quita el filo.
Ofelia. Eso es: siempre de mal en peor.
Hamlet. Así hacéis vosotras en la elección de marido, de mal en peor...
Empieza, asesino... Déjate de poner ese gesto de condenado y empieza. Vamos...
el cuervo graznador está ya gritando venganza.
Cómico 2.º (Luciano.)
Negros designios, brazo ya dispuesto
a ejecutaros, tósigo oportuno,
sitio remoto, favorable el tiempo,
y nadie que lo observe. Tú extraído
de la profunda noche en el silencio,
atroz veneno, de mortales hierbas
(invocada Proserpina) compuesto;
infectadas tres veces, y otras tantas
exprimidas después, sirve a mi intento;
pues a tu actividad mágica, horrible,
la robustez vital cede tan presto.

(Acércase adonde está durmiendo el Cómico 1.o [el duque Gonzago], des-
tapa un frasquito y le echa una porción de licor en el oído.)

Hamlet. ¿Veis? Ahora le envenena en el jardín para usurparle el cetro. El


duque se llama Gonzago... Es historia cierta, y corre escrita en muy buen ita-
liano. Presto veréis cómo la mujer de Gonzago se enamora del matador.

(Levántase el Rey lleno de indignación. La Reina, los caballeros, damas y


acompañamiento hacen lo mismo, y se van según lo indica el diálogo.)

Ofelia. El rey se levanta.


Hamlet. ¡Qué! ¿Le atemoriza un fuego fatuo?
La Reina. ¿Qué tenéis, señor?
Polonio. Cese la representación.
Polonio. Luces, luces.
El Rey. Traed luces. Vámonos de aquí.
(Vanse todos, menos Hamlet y Horacio.)

ESCENA XV

Hamlet, Horacio, Cómico 1.º y Cómico 3.º

(Hamlet canta estos versos en voz baja, y representa los que siguen después.
Los Cómicos 1.º y 3.º estarán retirados a un extremo de la escena, esperando sus
órdenes.)
Hamlet.
El ciervo herido llora
y el corzo no tocado
de flecha voladora
se huelga por el prado:
duerme aquél, y a deshora
veis éste desvelado:
que tanto el mundo va desordenado.

Y dígame, señor mío: si en adelante la fortuna me tratase mal, con esta gra-
cia que tengo para la música, y un bosque de plumas en la cabeza, y un par
de lazos provenzales en mis zapatos rayados, ¿no podría hacerme lugar
entre un coro de comediantes?
Horacio. Mediano papel.
Hamlet. ¿Mediano? Excelente.

Tú sabes, Damón querido,


que esta nación ha perdido
al mismo Jove, y violento
tirano le ha sucedido
en el trono mal habido,
un... ¿quién diré yo? un... sapo.

Horacio. Bien pudierais haber conservado consonante.


Hamlet. ¡Oh, mi buen Horacio! Cuanto aquel espíritu dijo era cierto. ¿Lo
has visto ahora?
Horacio. Sí, señor; bien lo he visto.
Hamlet. ¿Viste cuando se habló del veneno?
Horacio. Bien lo observé entonces.
Hamlet. ¡Ah! Quisiera algo de música. (A los Cómicos.) Traedme unas
flautas... si el rey no gusta de la comedia, será sin duda porque... porque no
le gusta. Vaya un poco de música.
ESCENA XVI

Hamlet, Horacio, Rosencrantz y Guildenstern.

Guildenstern. Señor, ¿permitiréis que os diga una palabra?


Hamlet. Y una historia entera.
Guildenstern. El rey...
Hamlet. Muy bien, ¿qué le sucede?
Guildenstern. Se ha retirado a su cuarto con mucha destemplanza.
Hamlet. De vino, ¿eh?
Guildenstern. No, señor; de cólera.
Hamlet. Pero, ¿no sería más acertado írselo a contar al médico? ¿No veis que
si yo me meto en hacerle purgar ese humor bilioso puede ser que se le aumente?
Guildenstern. ¡Oh!, señor, dad algún sentido a lo que habláis, sin desen-
tenderos con tales extravagancias de lo que os vengo a decir.
Hamlet. Estamos de acuerdo. Prosigue, pues.
Guildenstern. La reina vuestra madre, llena de la mayor aflicción, me envía
a buscaros.
Hamlet. Seáis muy bien venido.
Guildenstern. Esos cumplimientos no tienen sinceridad. Si queréis darme
una respuesta sensata, desempeñaré el encargo de la reina; si no, con pedi-
ros perdón y retirarme se acabó todo.
Hamlet. Pues señor, no puedo.
Guildenstern. ¡Cómo!
Hamlet. Me pides una respuesta sensata, y mi razón está un poco acha-
cosa. No obstante, responderé del modo que pueda a cuanto me mandes, o
por mejor decir, a lo que mi madre me manda. Conque nada hay que aña-
dir a esto. Vamos al caso. Tú has dicho que mi madre...
Rosencrantz. Señor, lo que ella dice es que vuestra conducta la ha llenado
de sorpresa y admiración.
Hamlet. ¡Oh, hijo maravilloso, que así ha podido aturdir a su madre! Pero
dime, ¿esa admiración no ha traído otra consecuencia? ¿No hay algo más?
Rosencrantz. Sólo que desea hablaros en su aposento antes que os vayáis
a recoger.
Hamlet. La obedeceré, aunque diez veces fuera mi madre. ¿Tienes algún
otro asunto que tratar conmigo?
Rosencrantz. Señor, yo me acuerdo de que en otro tiempo me estimábais
mucho.
Hamlet. Y ahora también: te lo juro por estos diez mandamientos.
Rosencrantz. ¿Cuál puede ser el motivo de vuestra perturbación?
Cerráis vos mismo las puertas de vuestra libertad al no querer comunicar con
vuestros amigos los pesares que sentís.
Hamlet. Ambiciono ser más de lo que soy.
Rosencrantz. ¿Cómo es posible, cuando el rey mismo os reconoce para
sucederle en el trono de Dinamarca?
Hamlet. Sí, «pero mientras nace la hierba...». Ya es un poco antiguo el tal
refrán. ¡Ay!, ya están aquí las flautas.

ESCENA XVII

Dichos y Cómico 3.º

Hamlet. A ver, dadme una. (Guildenstern y Rosencrantz se acercan a Ham-


let con ademán obsequioso, siguiéndole adondequiera que se vuelve, hasta que
viendo su enfado se apartan.) Parece que me quieres hacer caer en alguna trampa,
según me cercas por todos lados.
Guildenstern. Veo, señor, que si el deseo de cumplir con mi obligación
me da osadía, acaso el amor que os tengo me hace grosero al mismo tiempo
e importuno.
Hamlet. No entiendo bien eso. ¿Quieres tocar esta flauta?
Guildenstern. No puedo, señor.
Hamlet. ¡Vamos!
Guildenstern. De veras que no puedo.
Hamlet. Yo te suplico.
Guildenstern. ¡Pero si no sé tocar!
Hamlet. Más fácil es que tenderse a la larga. Mira, pon el pulgar y los
demás dedos según convenga sobre estos agujeros, sopla con la boca, y
verás qué lindo sonido resulta. ¿Ves? Estos son los puntos.
Guildenstern. Bien; pero no sé hacer uso de ellos para que produzcan
armonía. Como ignoro el arte...
Hamlet. Pues mira tú en qué opinión tan baja me tienes. Tú me quie-
res tocar, presumes conocer mis registros, pretentes extraer lo más íntimo
de mis secretos, quieres hacer que suene desde el más grave al más agudo de
mis tonos; y he aquí este pequeño órgano, capaz de excelentes voces y de
armonía, que tú no puedes hacer sonar. ¿Juzgas que se me tañe a mí con más
facilidad que a una flauta? No; dame el nombre del instrumento que quie-
ras; pero por más que le manejes y te fatigues, jamás conseguirás hacerle pro-
ducir el menor sonido.

ESCENA XVIII

Dichos y Polonio.

Hamlet. ¡Oh!, Dios te bendiga.


Polonio. Señor, la reina quisiera hablaros al instante.
Hamlet. ¿No ves allí aquella nube que parece un camello?
Polonio. ¡Por la Virgen! Efectivamente, por el tamaño parece un camello.
Hamlet. Pues ahora me parece una comadreja.
Polonio. No hay duda, tiene figura de comadreja.
Hamlet. O como una ballena.
Polonio. Es verdad, sí, como una ballena.
Hamlet. Pues al instante iré a ver a mi madre. Tanto harán éstos que
me volverán loco de veras. Iré, iré al instante.
Polonio. Así se lo diré.
Hamlet. Fácilmente se dice al instante viene... Dejadme solo, amigos.

ESCENA XIX

Hamlet.

Esta es la hora de la noche apta para los maleficios. La hora en que los cemen-
terios se abren y el infierno respira. Ahora podría yo beber caliente sangre; ahora
podría ejecutar tales acciones, que el día se estremeciese al verlas. Pero vamos
a ver a mi madre. ¡Oh, corazón! No desconozcas la naturaleza, ni permitas que
en este pecho se albergue la fiereza de Nerón. Déjame ser cruel, pero no parri-
cida. El puñal que ha de herirla que esté en mis palabras, no en mi mano. Disi-
mulen el corazón y la lengua. Sean las que fueren las execraciones que contra
ella pronuncie, nunca mi alma deseará que se cumplan.

ESCENA XX

Salón del castillo.

El Rey, Rosencrantz y Guildenstern.


El Rey. No, no le quiero aquí, ni conviene a nuestra seguridad dejar libre
el campo a su locura. Preparaos, y haré que inmediatamente se os despachen
las credenciales para que él os acompañe a Inglaterra. El interés de mi corona
no permite exponerse a un riesgo tan inmediato, y que crece por instantes en
los accesos de su demencia.
Guildenstern. Al momento dispondremos nuestra marcha. El más
santo y religioso temor es aquel que procura la existencia de tantos indivi-
duos cuya vida pende la de Vuestra Majestad.
Rosencrantz. Si es obligación en un particular defender su vida de toda
ofensa por medio de la fuerza y el arte, ¿cuánto más lo será conservar aque-
lla en quien estriba la felicidad pública? Cuando llega a faltar el monarca no
muere él solo, sino que, a manera de un torrente precipitado, arrebata con-
sigo cuanto le rodea. Es como una gran rueda colocada en la cima del más
alto monte, a cuyos enormes rayos están asidas innumerables piezas meno-
res, y si llega a caer, no hay ninguna de ellas, por pequeña que sea, que no
padezca igualmente en el total destrozo. Nunca el soberano exhala un sus-
piro sin excitar en su nación general lamento.
El Rey. Yo os ruego que os prevengáis sin dilación para el viaje. Quiero
encadenar este temor, que ahora camina demasiado libre.
Los Dos. Vamos a obedeceros con la mayor prontitud.
(Se van.)

ESCENA XXI

El Rey y Polonio.

Polonio. Señor, ya se ha encaminado al aposento de su madre. Voy a ocul-


tarme detrás de los tapices para escuchar. Es seguro que ella le reprenderá fuer-
temente; y como vos mismo habéis observado muy bien, conviene que asista
a oír la conversación alguien más que su madre, pues, naturalmente, le ha de
ser parcial, como sucede a todas las madres. Quedad con Dios: yo volveré a
veros antes que os recojáis, para deciros lo que haya ocurrido.
El Rey. Gracias, querido Polonio.
ESCENA XXII

El Rey.

¡Oh, mi culpa es atroz! Su hedor sube al cielo, llevando consigo la maldición


más terrible: la muerte de un hermano. No puedo recogerme a orar, por más
que eficazmente lo procuro, pues es más fuerte que mi voluntad el delito
que la destruye. Como el hombre a quien dos obligaciones llaman, me detengo
a considerar por cuál empezaré primero, y no cumplo ninguna... Pero aunque
este brazo execrable estuviese teñido aún más en la sangre fraterna, ¿no habría
en los cielos piadosos suficiente lluvia para volverle cándido como la nieve
misma? ¿De qué sirve la misericordia, si se niega a ver el rostro del pecado? ¿De
qué sirve la oración, si no tiene duplicada fuerza, capaz de sostenernos al ir a
caer, o de adquirirnos el perdón habiendo caído...? Sí, alzaré mis ojos al
cielo, y quedará borrada mi culpa... ¿Pero que género de oración habré de usar?
«Olvida, Señor, olvida el horrible homicidio que cometí...» ¡Ah! Será impo-
sible mientras vivo poseyendo los objetos que me determinaron a la maldad:
mi ambición, mi corona, mi esposa... ¿Podrá merecerse el perdón cuando la
ofensa existe? En este mundo corrompido sucede con frecuencia que la mano
delincuente, derramando el oro, aleja la justicia y rompe con dádivas la inte-
gridad de las leyes. Pero no así en el cielo, que allí no hay engaños; allí com-
parecen las acciones humanas como ellas son, y nos vemos compelidos a reco-
nocer nuestras faltas todas sin excusa, sin rebozo alguno... En fin, ¿qué debo
hacer? Arrepentirme... Pero yo no puedo arrepentirme. ¡Oh, situación infeliz!
¡Oh, conciencia ennegrecida con sombras de muerte! ¡Oh, alma mía apasio-
nada, que cuanto más te esfuerzas para ser libre más quedas oprimida!
¡Ángeles, asistidme! Probad en mí vuestro poder. Dóblense mis rodillas tena-
ces; y tú, corazón mío, de aceradas fibras, hazte blando como los nervios del
niño que acaba de nacer. Todo, todo esto puede enmendarse.
(Se arrodilla y apoya los brazos y la cabeza en un sillón.)
Entra Hamlet.

ESCENA XXIII

Hamlet.

Esta es la ocasión propicia. Ahora está rezando, ahora le mato... (Saca la


espada; da algunos pasos en ademán de ir a herirle; se detiene, y se retira otra
vez hacia la puerta.) Si le mato así se irá al cielo... ¿Y es esta mi venganza? No;
reflexionemos. Un malvado asesina a mi padre, y yo, su hijo único, aseguro
al malvado la gloria. ¿No es esto, en vez de castigo, premio y recompensa?
Él sorprendió a mi padre acabados los desórdenes del banquete, cubierto de
más culpas que mayo tiene flores... ¿Quién sabe, sino Dios, la estrecha cuenta
que hubo de dar? Pero, según yo creo, terrible fue su sentencia. ¿Y quedaré
vengado dándole a éste la muerte, precisamente cuando purifica su alma,
cuando se dispone para la partida? No, espada mía, vuelve al cinto y espera
ocasión de ejecutar más tremendo golpe. Cuando esté ocupado en el juego,
cuando blasfeme colérico, duerma con la embriaguez, se abandone a los pla-
ceres incestuosos del lecho o cometa acciones contrarias a su salvación, hié-
rele entonces. Caiga precipitado al profundo y su alma quede negra y mal-
dita como el infierno que ha de recibirla (Envaina la espada.) Mi madre me
espera. Malvado, esta medicina que te dilata la dolencia no evitará tu muerte.
(Se va.)

ESCENA XXIV

El Rey.

Mis palabras suben al cielo, mis afectos quedan en la tierra. (Se levanta con
agitación.) Palabras sin afectos nunca llegan a los oídos de Dios.

ESCENA XXV

Aposento de la Reina.

La Reina y Polonio; luego, Hamlet.

Polonio. Va a venir al momento. Mostradle entereza; decidle que sus locu-


ras han sido demasiado atrevidas e intolerables; que vuestra bondad le ha pro-
tegido, interponiéndose entre él y la justa indignación que excitó. Yo, entre-
tanto, retirado de aquí, guardaré silencio. Habladle con libertad, yo os lo
suplico.
Hamlet. (Desde dentro.) ¡Madre! ¡madre!
La Reina. Así te lo prometo: nada temo. Ya le oigo llegar. Retírate.
(Polonio se oculta detrás de unos tapices.)
ESCENA XXVI

La Reina, Hamlet y Polonio.

Hamlet. ¿Qué me mandáis, señora?


La Reina. Hamlet, muy ofendido tienes a tu padre.
Hamlet. Madre, muy ofendido tenéis al mío.
La Reina. Ven, ven aquí; tú me respondes con lengua demasiado libre.
Hamlet. Voy, voy allá... Y vos me preguntáis con lengua bien perversa.
La Reina. ¿Qué es esto, Hamlet?
Hamlet. ¿Y qué es eso, madre?
La Reina. ¿Te olvidas de quién soy?
Hamlet. No; por la cruz bendita que no me olvido. Sois la reina, casada
con el hermano de vuestro primer esposo, y —¡ojalá no fuera así!— sois mi
madre.
La Reina. Bien está. Yo te pondré delante de quien te haga hablar con
más acuerdo.
Hamlet. (Asiendo de un brazo a la reina, la hace sentar.) Venid, sentaos,
y no saldréis de aquí, no os moveréis, sin que os ponga un espejo delante en
que veáis lo más oculto de vuestra conciencia.
La Reina. ¿Qué intentas hacer? ¿Quieres matarme...? ¿Quién me soco-
rre...? ¡Cielos!
(Al ver la reina la extraordinaria agitación que Hamlet manifiesta en su
semblante y acciones, teme que va a matarla, y grita despavorida pidiendo soco-
rro. Polonio quiere salir de donde está oculto, y después se detiene. Hamlet advierte
que los tapices se mueven, sospecha que el rey está escondido detrás de ellos, saca
la espada, da dos o tres estocadas sobre el bulto que encuentra, y prosigue hablando
con su madre.)
Polonio. Socorro pide... ¡oh!
Hamlet. ¿Qué es esto...? Un ratón... Murió... Un ducado a que ya está
muerto.
Polonio. ¡Ay de mí!
La Reina. ¿Qué has hecho?
Hamlet. Nada... ¡Qué sé yo...! ¿Quizá era el rey?
La Reina. ¡Qué acción tan precipitada y sangrienta!
Hamlet. Es verdad, madre mía, acción sangrienta, y casi tan horrible como
la de matar a un rey y casarse después con su hermano.
La Reina. ¿Matar a un rey?
Hamlet. Sí, señora; eso he dicho. (Alza el tapiz y aparece Polonio muerto
en el suelo.) Y tú, miserable, temerario, entremetido, loco... adiós. Te tomé
por otra persona de más consideración. Mira el premio que has conse-
guido; ve ahí el riesgo que tiene la demasiada curiosidad... (Volviendo a hablar
con la reina, a quien hace sentar de nuevo.) No, no os torzáis las manos... Sen-
taos aquí, y dejad que yo os tuerza el corazón. Así he de hacerlo, si no lo tenéis
formado de impenetrable pasta, si las costumbres malditas no le han con-
vertido en un muro de bronce, opuesto a toda sensibilidad.
La Reina. ¿Qué hice yo, Hamlet, para que con tal aspereza me insultes?
Hamlet. Una acción que quita su tez purpúrea a la modestia y da nom-
bre de hipocresía a la virtud; que arrebata la rosa 2 de la frente de un inocente
amor, colocando un vejigatorio en ella; que hace más pérfidos los votos con-
yugales que las promesas del tahúr; una acción que destruye la buena fe, alma
de los contratos, y convierte la inefable religión en un juego frívolo de pala-
bras; una acción, en fin, capaz de inflamar de ira la faz del cielo y trastornar
con desorden horrible esta sólida y artificiosa máquina del mundo, como si
se aproximara su fin temido.
La Reina. ¡Ay de mí! ¿Y qué acción es ésa, que así anuncias con espantosa
voz de trueno?
Hamlet. (Señalando a dos retratos que hay en la pared, uno del rey Hamlet
y otro del rey Claudio.) Veis aquí presentes, en esta y esta pintura, los retratos
de dos hermanos. ¡Ved cuánta gracia residía en aquel semblante! Los cabellos
del Sol, la frente como la del mismo Júpiter, su vista imperiosa y amenaza-
dora como la de Marte, su gentileza semejante a la del mensajero Mercurio
cuando aparece sobre una montaña cuya cima llega a los cielos. ¡Hermosa
combinación de formas, donde cada uno de los dioses imprimió su carácter
para que el mundo admirase tantas perfecciones en un hombre solo! Este fue
vuestro esposo. Ved ahora el que sigue. Este es vuestro actual esposo, que,
como la espiga con tizón, destruyó la salud de su hermano. ¿Lo veis bien?
¿Pudisteis abandonar las delicias de aquella colina hermosa por el cielo de este
pantano inmundo? ¡Ah! ¿lo veis bien...? No podéis llamarlo amor, porque a
vuestra edad los hervores de la sangre están ya tibios y obedientes a la pru-
dencia. ¿Y qué prudencia descendería desde aquél a éste? Sentidos tenéis, que
a no ser así, no tuvierais afectos; pero esos sentidos deben de padecer
letargo profundo. La demencia misma no podría incurrir en tanto error. El
frenesí no tiraniza con tal exceso las sensaciones, que no deje suficiente jui-
2 Alusión a la costumbre que tenían las damas de llevar rosas en las sienes.
cio para saber elegir entre dos objetos cuya diferencia es tan visible... ¿Qué
espíritu infernal os pudo engañar y cegar así? Los ojos sin el tacto, el tacto sin
la vista, los oídos, el olfato solo, una débil porción de cualquier sentido, hubiera
bastado para impedir tal estupidez... ¡Oh, vergüenza! ¿Dónde están tus son-
rojos? ¡Rebelde infierno! Si así puedes inflamar las médulas de una
matrona, permite, permite que la virtud en la edad juvenil sea dócil como
la cera y se licue en sus propios fuegos. No invoques al pudor para resistir,
su violencia, puesto que el hielo mismo con tal actividad se enciende, y es el
entendimiento el que prostituye al corazón.
La Reina. ¡Oh, Hamlet! No digas más... Tus razones me hacen dirigir la
vista a mi conciencia, y advierto allí las más negras y groseras manchas, que
acaso nunca podrán borrarse.
Hamlet. ¡No es así, pues permanecéis en el pestilente sudor de un lecho
incestuoso, envilecida por la corrupción, prodigando caricias de amor en una
sentina impura!
La Reina. No más, no más, que esas palabras como agudos puñales hie-
ren mis oídos... No más, querido Hamlet.
Hamlet. Un asesino... un malvado... un vil... inferior mil veces a vues-
tro difunto esposo... escarnio de los reyes, ratero del imperio y del mando,
que robó la preciosa corona y se la guardó en el bolsillo.
La Reina. No más...

ESCENA XXVII

La Reina, Hamlet y la Sombra del rey Hamlet.

Hamlet. Un rey de andrajos3. (Aparece la sombra del rey Hamlet.) ¡Oh,


espíritus celestes!, defendedme, cubridme con vuestras alas... ¿Qué quieres,
venerable sombra?
La Reina. ¡Ay, que está demente!
Hamlet. ¿Vienes acaso a culpar la negligencia de tu hijo, que debilitado
por la compasión y la tardanza, olvida el cumplimiento de tu precepto
terrible...? Habla
La Sombra. No lo olvides. Vengo a inflamar de nuevo tu ardor casi extin-
3 Como ya hemos dicho en el prólogo, el teatro inglés de esta época era pródigo en simbolismos.
Así, el vicio aparecía vestido, igual que la locura, con un traje mal confeccionado y en telas de
distintos colores.
guido. Mira cómo has llenado de asombro a tu madre. Ponte entre ella y su
alma agitada, dale auxilio, pues la imaginación obra con mayor violencia en
los cuerpos más debiles. Háblale, Hamlet.
Hamlet. ¿En qué pensáis, señora?
La Reina. ¡Ay, triste! ¿Y en qué piensas tú, que así diriges la vista donde
no hay nada, razonando con el aire incorpóreo...? Toda tu alma se ha pasado
a tus ojos, que se mueven horribles, y tus cabellos que pendían adquieren
de pronto vida y movimiento y se erizan y levantan como los soldados a quie-
nes un rebato despierta. ¡Hijo de mi alma! ¡Oh! Derrama sobre el ardiente
fuego de tu agitación la paciencia fría... ¿A quién estás mirando?
Hamlet. A él... a él... ¿No veis qué pálida luz despide? Su aspecto y su
dolor bastarían para conmover las piedras... (A la sombra.) ¡Ay! No me
mires así, no sea que ese lastimoso semblante destruya mis designios crue-
les; no sea que al ejecutarlos equivoque los medios, y en vez de sangre se derra-
men lágrimas.
La Reina. ¿A quién dices eso?
Hamlet. ¿No veis nada allí?
La Reina. Nada, y veo todo lo que hay a mi alrededor.
Hamlet. ¿No oísteis nada, tampoco?
La Reina. Nada más que lo que nosotros hablamos.
Hamlet. Mirad allí... ¿Le veis...? Ahora se va... Mi padre... con el traje
mismo que siempre vestía.. ¿Veis por dónde va? Ahora llega al pórtico.
(Vase la sombra.)

ESCENA XXVIII

La Reina y Hamlet.

La Reina. Todo es efecto de la fantasía. El desorden que padece tu espí-


ritu produce esas ilusiones vanas.
Hamlet. ¿Desorden?... Mi pulso, como el vuestro, late con regular
intervalo y anuncia igual salud en su ritmo... Nada de lo que he dicho es
locura. Haced la prueba, y veréis si os repito cuantas ideas y palabras acabo
de proferir, y eso un loco no puede hacerlo. ¡Oh, madre mía! Os pido que no
apliquéis al alma esa unción halagüeña creyendo que es mi locura la que habla
y no vuestro delito. Con tal medicina lograréis sólo irritar la parte ulcerada,
aumentando la ponzoña pestífera que interiormente la corrompe. Confe-
sad al cielo vuestra culpa, llorad lo pasado, precaved lo futuro, y no extendáis
el beneficio sobre las malas hierbas, para que prosperen lozanas. Perdonad
este desahogo a mi virtud, ya que en esta delincuente época la virtud
misma tiene que pedir perdón al vicio; y aun para hacerle bien, le halaga y
le ruega.
La Reina. ¡Ay, Hamlet! Despedazas mi corazón.
Hamlet. ¿Sí? Pues apartad de vos la porción más dañada de vuestro cora-
zón y vivid con la que resta más inocente. Buenas noches... Pero no volváis
al lecho de mi tío. Si carecéis de virtud, aparentadla al menos. La costumbre,
monstruo que destruye las inclinaciones y afectos del alma, si en lo demás
es un demonio, tal vez es un ángel cuando sabe dar a las buenas acciones una
cierta facilidad con que insensiblemente las hace parecer innatas. Conteneos
por esta noche: este esfuerzo os hará más fácil todavía. La costumbre es capaz
de borrar la impresión misma de la naturaleza, de reprimir las malas incli-
naciones y alejarlas de nosotros con maravilloso poder. Buenas noches... Y
cuando aspiréis de veras a la bendición del cielo, entonces yo os pediré
vuestra bendición... La desgracia de este hombre (hace ademán de cargar
con el cuerpo de Polonio; pero dejándole en el suelo otra vez, vuelve a hablar a
la reina) me aflige en extremo; pero Dios lo ha querido así: a él le ha casti-
gado por mi mano, y a mí también me castiga, obligándome a ser el instru-
mento de su enojo. Yo le conduciré adonde convenga y sabré justificar la
muerte que le di. Basta. Buenas noches... Porque soy piadoso, debo ser cruel.
Ved aquí el primer daño cometido; pero aún es mayor el que después ha de
ejecutarse... ¡Ah!, escuchad otra cosa.
La Reina. ¿Cuál es? ¿Qué debo hacer?
Hamlet. No hacer nada de cuanto os he dicho, nada. Debéis declarar al
rey toda la verdad. Decidle que mi locura no es cierta, que todo es artifi-
cio... Sí, decídselo; porque, ¿cómo es posible que una reina hermosa, modesta,
prudente, oculte secretos de tal importancia a aquel gato viejo, murciélago,
sapo torpísimo? ¿Cómo sería posible callárselo? Id y, a pesar de la razón y
del sigilo, abrid la jaula sobre el techo de la casa y haced que los pájaros
escapen; y semejante al mono (tan amigo de hacer probaturas), meted la
cabeza en la trampa, a riesgo de perecer en ella misma.
La Reina. No, no temas que hable; que si las palabras se forman del aliento
y éste anuncia vida, no hay vida ni aliento en mí para repetir lo que me has
dicho.
Hamlet. ¿Sabéis que debo ir a Inglaterra?
La Reina. ¡Ah!, ya lo había olvidado. Sí, es cosa resuelta.
Hamlet. He sabido que hay ciertas cartas selladas, y que mis dos con-
discípulos (de quienes me fiaré yo como de una víbora ponzoñosa) van encar-
gados de llevar el mensaje, facilitarme la marcha y conducirme al precipi-
cio. Pero yo los dejaré hacer; que es mucho gusto ver volando por el aire al
minador con su propio hornillo, y mal irán las cosas, o yo excavaré una vara
más por debajo de sus minas, y les haré saltar hasta la luna. ¡Oh, es mucho
gusto cuando un pícaro tropieza con quien le entiende...! Este hombre me
hace ahora un ganapán... (Quiere llevar a cuestas el cadáver, y no pudiendo
hacerlo cómodamente, le ase de un pie y se lo lleva arrastrando.) Le llevaré arras-
trando a la pieza inmediata. Madre, buenas noches... Por cierto que el
señor consejero (que fue en vida un hablador impertinente) se muestra ahora
bien reposado, bien serio y taciturno. (Al cadáver.) Vamos, amigo, que es
menester sacaros de aquí... ¡Buenas noches, madre!
ACT O IV

ESCENA I

Salón del palacio.

El Rey, La Reina, Rosencrantz y Guildenstern.

El Rey. Esos suspiros, esos profundos sollozos, alguna causa tienen. Dime
cuál es; conviene que yo lo sepa... ¿En dónde está tu hijo?
La Reina. Dejadnos solos un instante. (Vanse Rosencrantz y Guildenstern.)
¡Ah, señor, lo que he visto esta noche!
El Rey. ¿Qué ha sido, Gertrudis...? ¿Qué hace Hamlet?
La Reina. Furioso está como el mar y el viento cuando disputan entre sí
cuál es más fuerte. Turbado con la demencia que le agita, oyó algún ruido
detrás del tapiz. Sacó la espada, gritando: «¡un ratón, un ratón!» Y su frenesí
mató al buen anciano que se hallaba oculto.
El Rey. ¡Funesto suceso! ¡Lo mismo hubiera hecho conmigo si hubiera
estado allí! Ese desenfreno insolente amenaza a todos, a mí, a ti misma, a
todos, en fin. ¡Oh...! ¿Y cómo disculparemos una acción tan sangrienta? Nos
la imputarán sin duda a nosotros, porque nuestra autoridad debería haber
reprimido a ese joven loco, poniéndole en paraje donde a nadie pudiera ofen-
der. Pero el excesivo amor que le tenemos nos ha impedido hacer lo que más
convenía. Lo mismo que el que padece una enfermedad vergonzosa, por no
declararla, consiente primero que le vaya devorando la sustancia vital... ¿Y a
dónde ha ido?
La Reina. A retirar de allí el cadáver, y en medio de su locura llora el error
que ha cometido... Así el oro manifiesta su pureza, aunque esté mezclado con
metales viles.
El Rey. Vamos, Gertrudis, y apenas toque el sol la cima de los montes,
haré que se embarque y se vaya. En tanto, será necesario emplear toda
nuestra autoridad y nuestra prudencia para ocultar o disculpar un hecho tan
indigno.
ESCENA II

El Rey y la Reina. Rosencrantz y Guildenstern,


que entran.

El Rey. ¡Oh, amigos! Id entrambos con alguna gente que os ayude... Ham-
let, ciego de ira, ha dado muerte a Polonio y le ha sacado arrastrando del apo-
sento de su madre. Id a buscarle; habladle con dulzura, y llevad el cadáver a
la capilla. No os detengáis. (Vanse Rosencrantz y Guildenstern.) Vamos, que
pienso llamar a nuestros más prudentes amigos, para darles cuenta de esta
imprevista desgracia y de lo que resuelvo hacer. Acaso por este medio la calum-
nia (cuyo rumor ocupa la extensión del orbe, y dirige sus emponzoñados tiros
con la misma certeza que el cañón a su blanco), errando esta vez el golpe dejará
nuestro nombre ileso y herirá sólo al viento insensible. ¡Oh...! Vamos de aquí...
mi alma está llena de agitación y de terror.

ESCENA III

Hamlet; luego, Rosencrantz y Guildenstern.

Hamlet. Colocado ya en lugar seguro... Pero...


Rosencrantz. (Desde dentro.) ¡Hamlet...! ¡Señor!
Hamlet. ¿Qué ruido es éste? ¿Quién llama a Hamlet...? ¡Oh! Ya están
aquí. (Entran Rosencrantz y Guildenstern.)
Rosencrantz. Señor, ¿qué habéis hecho del cadáver?
Hamlet. Ya está entre el polvo, del cual es pariente cercano.
Rosencrantz. Decidnos en dónde está, para que le hagamos llevar a la capi-
lla.
Hamlet. ¡Ah...! No creáis, no...
Rosencrantz. ¿Qué es lo que no debemos creer?
Hamlet. Que yo pueda guardar vuestro secreto y os revele el mío... Y ade-
más, ¿qué ha de responder el hijo de un rey a las instancias de un entreme-
tido palaciego?
Rosencrantz. ¿Entremetido me llamáis?
Hamlet. Sí, señor; entremetido, que, como una esponja, chupa del favor
del rey las riquezas y la autoridad. Pero estas gentes a lo último de su carrera
es cuando sirven mejor al príncipe. El príncipe, semejante al mono, se mete
en un rincón de su boca los frutos y así los conserva, y el primero que entró
es el último que se traga. Cuando el rey necesite lo que tú (que eres una esponja)
le hayas chupado, te cogerá, te exprimirá y quedarás enjuto otra vez.
Rosencrantz. No comprendo lo que decís.
Hamlet. Me place en extremo. Las razones agudas son ronquidos para los
oídos tontos.
Rosencrantz. Señor, lo que importa es que nos digáis en dónde está el
cuerpo, y vengáis con nosotros a ver al rey.
Hamlet. El cuerpo está con el rey; pero el rey no está con el cuerpo. El rey
viene a ser una cosa como...
Guildenstern. ¿Qué cosa, señor?
Hamlet. Una cosa que no vale nada... Pero no digamos más... Vamos a verle.

ESCENA IV

Salon del palacio.

El Rey.

Le he enviado a llamar, y he mandado buscar el cadáver. ¡Qué peligroso


es dejar en libertad a este mancebo! Pero no es posible tampoco ejercer sobre
él la severidad de las leyes. Es muy querido de la fanática multitud, cuyos efec-
tos se determinan por los ojos, no por la razón, y que en tales casos considera
el castigo del delincuente y no el delito. Conviene, para mantener la tran-
quilidad, que esta repentina ausencia de Hamlet aparezca como cosa muy de
antemano meditada y resuelta. Los males desesperados o son incurables o
se alivian con desesperados remedios.

ESCENA V

El Rey y Rosencrantz.

El Rey. ¿Qué hay? ¿Qué ha sucedido?


Rosencrantz. No hemos podido lograr que nos diga adónde ha llevado el
cadáver.
El Rey. ¿Pero él en dónde está?
Rosencrantz. Afuera quedó con gente que le guarda, esperando vuestras
órdenes.
El Rey. Traedle a mi presencia.
Rosencrantz. Guildenstern, que venga el príncipe.

ESCENA VI

El Rey, Rosencrantz, Hamlet, Guildenstern y criados.

El Rey. Y bien, Hamlet, ¿en dónde está Polonio?


Hamlet. Ha ido a cenar.
El Rey. ¿A cenar? ¿Adónde?
Hamlet. No adonde pueda comer, sino adonde es comido, entre una
numerosa congregación de gusanos. El gusano es el monarca supremo de
todos los comedores. Nosotros engordamos a los demás animales para engor-
darnos, y engordamos a nuestra vez para el gusanillo, que nos come final-
mente. El rey gordo y el mendigo flaco son dos platos diferentes, pero los dos
sirven a una misma mesa. En esto termina todo.
El Rey. ¡Ah!
Hamlet. Tal vez un hombre puede pescar con el mismo gusano que ha
comido a un rey y comerse después el pez que se alimentó de aquel gusano.
El Rey. ¿Y qué quieres decir con eso?
Hamlet. Nada más que manifestar cómo un rey puede pasar progresi-
vamente a las tripas de un mendigo.
El Rey. ¿En dónde está Polonio?
Hamlet. En el cielo. Enviad a alguno que lo vea, y si vuestro comisionado
no lo encuentra allí, entonces podéis vos mismo irle a buscar a otra parte.
Bien que si no le halláis en todo este mes, le oleréis sin duda al subir los esca-
lones de la galería.
El Rey. (A los criados.) Id allá a buscarle. (Vanse los criados.)
Hamlet. No, él no se moverá de allí hasta que vayan por él.
El Rey. Este suceso, Hamlet, exige que atiendas a tu propia seguridad,
la cual me interesa tanto como lo demuestra el sentimiento que me causa la
acción que has hecho. Conviene que salgas de aquí con toda diligencia.
Prepárate, pues. La nave está ya prevenida, el viento es favorable, los com-
pañeros aguardan, y todo está pronto para tu viaje a Inglaterra.
Hamlet. ¿A Inglaterra?
El Rey. Sí, Hamlet.
Hamlet. Muy bien.
El Rey. Sí, muy bien debe parecerte, si has comprendido el fin a que se
encaminan mis deseos.
Hamlet. Yo veo un ángel que los ve... Pero vamos a In-
glaterra. ¡Adiós, mi querida madre!
El Rey. ¿Y tu padre, que te ama, Hamlet?
Hamlet. Mi madre... Padre y madre son marido y mujer: marido y mujer
son una carne misma, conque... adiós, mi madre... Vamos a Inglaterra.

ESCENA VII

El Rey, Rosencrantz y Guildenstern.

El Rey. Seguidle inmediatamente: instad con viveza su embarco, que no


se dilate un punto. Quiero verle fuera de aquí esta noche. Partid. Cuanto es
necesario a esta comisión está sellado y pronto. Id, no os detengáis. (Vanse
Rosencrantz y Guildenstern.) Y tú, Inglaterra, si en algo estimas mi amistad
(de cuya importancia mi gran poder te avisa), pues aún miras sangrientas
las heridas que recibiste del acero dinamarqués y en dócil temor me pagas tri-
butos, no dilates la ejecución de mi suprema voluntad, que por cartas escri-
tas a este fin te pido con la mayor instancia la pronta muerte de Hamlet. Su
vida es para mí una fiebre ardiente, y tú sola puedes aliviarme. Hazlo así,
Inglaterra, y hasta que sepa que descargaste el golpe, por más feliz que mi
suerte sea, no se restablecerán en mi corazón la tranquilidad ni la alegría.

ESCENA VIII

Campo solitario en las fronteras de Dinamarca.

Fortimbrás, un Capitán y soldados.

Fortimbrás. Id, capitán, saludad en mi nombre al monarca danés: decidle


que, en virtud de su licencia, Fortimbrás pide el paso libre por su reino, según
se le ha prometido. Ya sabéis el sitio de nuestra reunión. Si algo quiere Su
Majestad comunicarme, hacedle saber que estoy pronto a ir en persona a darle
pruebas de mi respeto.
El Capitán. Así lo haré, señor.
Fortimbrás. (A los soldados.) Y vosotros, caminad con paso rápido.
ESCENA IX

Hamlet, un Capitán, Rosencrantz, Guildenstern y soldados.

Hamlet. Caballero, ¿de dónde son estas tropas?


El Capitán. De Noruega, señor.
Hamlet. Y decidme, ¿adónde se encaminan?
El Capitán. Contra una parte de Polonia.
Hamlet. ¿Quién las acaudilla?
El Capitán. Fortimbrás, sobrino del anciano rey de Noruega.
Hamlet. ¿Se dirigen contra toda Polonia o sólo a alguna parte de sus fron-
teras?
El Capitán. Para deciros sin rodeos la verdad, vamos a adquirir una
porción de tierra, de la cual, excepto el honor, ninguna otra utilidad puede
esperarse. Si me la diesen arrendada en cinco ducados, no la tomaría, ni pienso
que produzca mayor interés al de Noruega ni al polaco, aunque a pública
subasta la vendan.
Hamlet. ¿Sin duda el polaco no tratará de resistir?
El Capitán. Antes bien, ha puesto ya en ella tropas que la guarden.
Hamlet. ¡De ese modo el sacrificio de veinte mil hombres y veinte mil
ducados decidirá la posesión de un objeto tan frívolo! Esa es una postema del
cuerpo político, nacida de la paz y excesiva abundancia, que revienta en lo
interior, sin que exteriormente se vea la razón por la que el hombre perece.
Os doy muchas gracias por vuestra cortesía.
El Capitán. Dios os guarde.
(Vanse el capitán y los soldados.)
Rosencrantz. ¿Queréis proseguir el camino?
Hamlet. Presto os alcanzaré. Id adelante un poco.

ESCENA X

Hamlet.

Cuantos accidentes ocurren, todos me acusan, excitando a la venganza


mi adormecido aliento. ¿Qué es el hombre cuando funda su mayor felicidad
y emplea todo su tiempo sólo en dormir y alimentarse? Es un bruto y no más.
Aquel que nos formó dotados de tan extenso conocimiento que con él pode-
mos ver lo pasado y futuro, no nos dio ciertamente esta facultad, esta razón
divina, para que estuviera en nosotros sin uso y torpe. Sea brutal negligencia,
sea tímido escrúpulo que no se atreve a penetrar los casos venideros (proce-
der en que hay más parte de cobardía que de prudencia), yo no sé para qué
existo, diciendo siempre: «Tal cosa debo hacer», puesto que hay en mí sufi-
ciente razón, voluntad, fuerza y medios para ejecutarla. Por todas partes hallo
ejemplos grandes que me estimulan. Uno de ellos es ese fuerte y numeroso
ejército, conducido por un príncipe joven y delicado, cuyo espíritu, impe-
lido por una ambición generosa, desprecia la incertidumbre de los sucesos y
expone su existencia frágil y mortal a los golpes de la fortuna, a la muerte, a
los peligros más terribles; y todo por un objeto de tan leve interés. El ser grande
no consiste en obrar sólo cuando ocurre un gran motivo, sino en saber hallar
una razón posible de contienda, aunque sea pequeña la causa, cuando se trata
de adquirir honor. ¿Cómo, pues, permanezco yo en ocio indigno, muerto mi
padre alevosamente, mi madre envilecida... estímulos capaces de excitar mi
razón y mi ardimiento, que yacen dormidos? Mientras, para vergüenza
mía, veo la destrucción inmediata de veinte mil hombres, que por un capri-
cho, por una estéril gloria, van al sepulcro como a sus lechos, combatiendo
por una causa que la multitud es incapaz de comprender, por un terreno que
aún no es suficiente sepultura para tantos cadáveres... ¡Oh! de hoy más, o
no existirá en mi fantasía idea alguna, o cuantas ideas forme serán sangrien-
tas.

ESCENA XI

Galería del palacio.

La Reina y Horacio.

La Reina. No, no quiero hablar con ella.


Horacio. Ella insiste en veros. Está loca, es verdad; pero eso mismo debe
excitar vuestra compasión.
La Reina. ¿Y qué pretende? ¿Qué dice?
Horacio. Habla mucho de su padre; dice que el mundo está lleno de mal-
dad; solloza, se lastima el pecho y, airada, trastorna con el pie cuanto encuen-
tra al pasar. Profiere razones equívocas en que apenas se halla sentido; pero la
misma extravagancia de ella mueve a los que las oyen a retenerlas, exami-
nando el fin con que las dice, y dando a sus palabras una combinación arbi-
traria, según la idea de cada uno. Al observar sus miradas, sus movimientos
de cabeza, su gesticulación expresiva, llegan a creer que puede haber en ella
algún asomo de razón. Pero nada hay de cierto, sino que se halla en el estado
más infeliz.
La Reina. Será bien hablarle, para que mi negativa no esparza conjeturas
fatales en aquellos ánimos que todo lo interpretan siniestramente. Hazla venir.
(Vase Horacio.) El más frívolo suceso parece a mi dañada conciencia presagio
de algún grave desastre. Propia es de la culpa esta desconfianza. Tan lleno está
siempre de recelos el delincuente, que el temor de ser descubierto hace tal vez
que él mismo se descubra.

ESCENA XII

La Reina, Ofelia y Horacio.

Ofelia. ¿En dónde está la hermosa reina de Dinamarca?


La Reina. ¿Cómo estás, Ofelia?

(Estos versos y todos los que siguen los canta Ofelia.)

Ofelia.

¿Cómo el amante
que fiel te sirva
de otro cualquiera
distinguiría?
Por las veneras
de su esclavina,
bordón, sombrero
con plumas rizas
y su calzado
que adornan cintas.

La Reina. ¡Oh, querida mía! ¿Y a qué propósito viene esa canción?


Ofelia. ¿Eso decís...? Atended a esta:

Muerto es ya, señora,


muerto y no esta aquí.
Una tosca piedra
y al césped del prado
a sus plantas vi,
su frente cubrir.

¡Ah!, ¡ah!, ¡ah!


(Lanza carcajadas.)
La Reina. Sí, pero Ofelia...
Ofelia. Oid, oid.

Blancos paños le vestían...

ESCENA XIII

Dichos y el Rey, que entra.

La Reina. ¡Desgraciada! ¿Veis esto, señor?


Ofelia.
Blancos paños le vestían
como la nieve del monte,
y al sepulcro le conducen
cubierto de bellas flores,
que en tierno llanto de amor
se humedecieron entonces.
El Rey. ¿Cómo estás, graciosa niña?
Ofelia. Buena. Dios os lo pague... Dicen que la lechuza fue antes una
doncella, hija de un panadero1. ¡Ah...! Sabemos lo que somos ahora, pero no
lo que podemos ser... Dios vendrá a visitarnos.
El Rey. Alusión a su padre.
Ofelia. Pero no, no hablemos más de esto; y si os preguntan lo que sig-
nifica, decid:

Mañana, que es día


de grande alegría
pues la víspera es de San Juan,
1 Alusión a una vieja leyenda inglesa según la cual Jesucristo entró un día en casa de un panade-
ro pidiendo limosna. La hija del dueño se burló de Él, y para castigar su crueldad quedó conver-
tida en lechuza.
en hora temprana
yo iré a tu ventana,
que ese día serás mi galán.
Se hallaba dormido,
mas presto vestido,
para abrirle la puerta, bajó.
Entró la cuitada;
mujer deshonrada,
Pensativa a su casa volvió.

El Rey. ¡Ofelia encantadora!


Ofelia. ¿De veras? No maldigáis: voy a concluir:

De ti, justo cielo,


reclamo consuelo,
y la Virgen su amparo me dé.
Causó mi desgracia
tan sólo tu audacia,
que, inocente, de ti me fié.
Cien veces dijiste,
y aleve mentiste,
que te ibas conmigo a casar.
—Y hubiéralo hecho
si, incauta, a mi lecho
no me hubieras venido a buscar.

El Rey. ¿Cuánto tiempo ha estado así?


Ofelia. Todo será para bien: debemos tener paciencia; pero, ¿quién no ha
de llorar al ver que lo colocan en tierra fría? Se lo diré a mi hermano; muchas
gracias por vuestros buenos consejos. ¡Que venga mi coche! Buenas noches,
señores; buenas noches, amigas mías; buenas noches, buenas noches.
(Se va.)
El Rey. (A Horacio.) Acompáñala a su cuarto, y haz que la guarden
bien. Yo te lo ruego.
ESCENA XIV

El Rey y la Reina.

El Rey. ¡Oh! Todo es efecto de un profundo dolor: todo nace de la muerte


de su padre; y ahora observo, Gertrudis, que cuando los males vienen, no vie-
nen esparcidos como espías, sino reunidos en escuadrones. Su padre muerto,
tu hijo ausente (habiendo dado él justo motivo a su destierro), el pueblo alte-
rado en tumulto, con dañadas ideas y murmuraciones sobre la muerte del
buen Polonio, cuyo entierro oculto ha sido una gran imprudencia de nues-
tra parte. La desdichada Ofelia, fuera de sí, turbada su razón, sin la cual somos
vanos simulacros, o comparables sólo a los brutos; y por último (y esto no
es menos esencial que todo lo restante), su hermano, que ha venido secreta-
mente de Francia, y en medio de tan extraños casos, se oculta entre som-
bras misteriosas; sin que falten lenguas maldicientes que envenenen sus oídos
hablándole de la muerte de su padre. Ni en tales discursos, a falta de noticias
seguras, dejaremos de ser citados continuamente de boca en boca. Todos estos
afanes juntos, mi querida Gertrudis, como una máquina destructora que se
dispara, me dan muchas muertes a un tiempo.
(Suena a lo lejos un rumor confuso, que se va aumentando durante la escena
siguiente.)

La Reina. ¡Ay, Dios! ¿Qué estruendo es éste?

ESCENA XV

El Rey, la Reina y un Caballero.

El Rey. ¿En dónde está mi guardia...? Acudid... defended las puertas...


¿Qué es esto?
El Caballero. Huid, señor. El Océano, sobrepujando sus términos, no
traga las llanuras con ímpetu más espantoso que el que manifiesta el joven
Laertes, ciego de furor, venciendo la resistencia que le oponen vuestros sol-
dados. El pueblo le apellida señor; y como si ahora comenzase a existir el
mundo, la antigüedad y la costumbre (apoyos y seguridad de todo buen
gobierno) se olvidan y se desconocen. Gritan por todas partes: «Nosotros ele-
gimos por rey a Laertes.» Los sombreros arrojados al aire, las manos y las len-
guas le aplauden, llegando a las nubes la voz general que repite: «¡Laertes será
nuestro rey! ¡Viva Laertes!»
La Reina. ¡Con qué alegría sigue ladrando esa traílla pérfida el rastro mal
seguro en que va a perderse!
El Rey. Ya han roto las puertas.

ESCENA XVI

Laertes, el Rey, la Reina, soldados y el pueblo.

Laertes. ¿En dónde está el rey? (Volviéndose hacia la puerta por donde ha
entrado, detiene a los conjurados que le acompañan y hace que se retiren.)
Vosotros, quedaos todos afuera.
Voces. No, entremos.
Laertes. Yo os pido que me dejéis.
Voces. Bien, bien está. (Se retiran.)
Laertes. Gracias, señores. Guardad las puertas... (Dirigiéndose al rey.) Y
tú, indigno, ven, dame a mi padre.
La Reina. Menos ardor, querido Laertes.
Laertes. Si hubiese en mí una gota de sangre con menos ardor, me decla-
raría hijo espúreo; infamaría de cornudo a mi padre e imprimiría sobre la
frente limpia y casta de mi madre honestísima la nota infame de prostituta.
El Rey. Pero, Laertes, ¿cuál es el motivo de tan atrevida rebelión...? Déjale,
Gertrudis, no le contengas... no temas nada contra mí. Existe una fuerza
divina que defiende a los reyes; la traición no puede penetrar hasta ellos, y ve
malogrados todos sus designios... Dime, Laertes: ¿por qué estás tan airado...?
Déjale, Gertrudis... (A Laertes.) Habla tú.
Laertes. ¿En dónde está mi padre?
El Rey. Murió.
La Reina. Pero no le ha muerto el rey.
El Rey. Déjale preguntar cuanto quiera.
Laertes. ¿Y cómo ha sido su muerte...? No, a mí no se me engaña. Váyase
al infierno la fidelidad, llévese el más negro demonio los juramentos de vasa-
llaje, sepúltense la conciencia, la esperanza y la salvación, en el abismo más
profundo... La condenación eterna no me horroriza; suceda lo que quiera, ni
éste ni el otro mundo me importan nada... Sólo aspiro, y este es el punto en
que insisto, sólo aspiro a dar completa venganza a mi difunto padre.
El Rey. ¿Y quién te lo puede estorbar?
Laertes. Mi voluntad sola, y no todo el universo. Y en cuanto a los medios
de que he de valerme, yo sabré economizarlos de suerte que un pequeño
esfuerzo produzca efectos grandes.
El Rey. Buen Laertes, si deseas saber la verdad acerca de la muerte de tu
amado padre, ¿está escrito acaso por esto en tu venganza que hayas de atro-
pellar sin distinción amigos y enemigos, culpados e inocentes?
Laertes. No, sólo a mis enemigos.
El Rey. Querrás, sin duda, conocerlos.
Laertes. ¡Oh! A mis buenos amigos los recibiré con los brazos abiertos, y,
semejante al pelícano amoroso, los alimentaré, si necesario es, con mi propia
sangre.
El Rey. Ahora has hablado como buen hijo y como caballero. Laertes,
ni tengo culpa en la muerte de tu padre, ni ninguno ha sentido como yo su
desgracia. Esta verdad deberá ser tan clara a tu razón como a tus ojos la luz
del día.
Voces. Dejadla entrar.
(Ruido y voces dentro.)
Laertes. ¿Qué novedad... qué ruido es éste?

ESCENA XVII

El Rey, la Reina, Laertes, Ofelia y acompañamiento.

(Ofelia entra vestida de blanco, el cabello suelto y una guirnalda en la


cabeza, hecha de paja y flores silvestres, trayendo en el faldellín muchas flores y
hierbas.)

Laertes. ¡Oh, calor, abrasa mi cerebro! ¡Lágrimas en extremo cáusticas,


consumid la potencia y la sensibilidad de mis ojos! Por los cielos te juro, her-
mana, que esa demencia tuya será pagada por mí con tal exceso, que el peso
del castigo tuerza el fiel y baje la balanza... ¡Oh, rosa de mayo! ¡Amable
niña! ¡Mi querida Ofelia! ¡Mi dulce hermana...! ¡Oh, cielos! ¿Y es posible que
el entendimiento de una tierna joven sea tan frágil como la vida del viejo
decrépito...? Pero el amor, cuando es puro, exhala la parte más preciosa de su
esencia en pos del objeto amado.

Ofelia (Canta.)

Lleváronle en su ataúd
con el rostro descubierto
¡Ay, triste de mí!
Y sobre su sepultura
muchas lágrimas llovieron.
¡Ay, triste de mí!
Adiós, querido mío, adiós.
Laertes. Si gozando de tu razón me incitaras a la venganza, no me con-
moverías tanto como al verte así.
Ofelia. Debéis cantar aquello de:

Abajito está;
llámele, señor, que abajito está.

¡Ay, qué a propósito viene el estribillo...! El pícaro del mayordomo fue el


que robó a la señora.
Laertes. Esas palabras de locura producen mayor efecto en mí que el más
concertado discurso.
Ofelia. Aquí traigo romero, que es bueno para la memoria. (A Laertes.)
Toma, amigo, para que te acuerdes... Y aquí hay trinitarias, que son para los
pensamientos.
Laertes. Aun en medio de su delirio quiere aludir a los pensamientos que
la agitan y a sus memorias tristes.
Ofelia. (A la Reina.) Aquí hay hinojo para vos, y palomillas y hierbasanta
para vos también, y este poquito es para mí... Nosotros podemos llamarla
hierbasanta del domingo... vos la usaréis con la distinción que os parezca...
(Al Rey.) Ésta es una margarita... Bien os quisiera dar algunas violetas; pero
todas se marchitaron cuando murió mi padre. Dice que tuvo un buen fin.

Un solitario
de plumas vario
me da placer.

Laertes. Ideas funestas, aflicción, pasiones terribles, los horrores del infierno
mismo, todo en su boca es gracioso y suave.

Ofelia (Canta.)
Nos deja, se va,
y no ha de volver.
No, que ya murió,
no vendrá otra vez...
Su barba era nieve,
su pelo también.
Se fue, ¡dolorosa
partida! se fue.
En vano exhalamos
suspiros por él.
Los cielos piadosos
descanso le den.

A él y a todas las almas cristianas. Dios lo quiera.. Señores, adiós.


(Se va.)

ESCENA XVIII

El Rey, la Reina y Laertes.

Laertes. ¡Veis esto, Dios mío!


El Rey. Y debo tomar parte en tu aflicción, Laertes: no me niegues este
derecho. Óyeme aparte. Elige entre los más prudentes de tus amigos aque-
llos que te parezca. Que nos oigan a entrambos, y juzguen. Si por mí pro-
pio o por mano ajena resulto culpado, mi reino, mi corona, mi vida,
cuanto puedo llamar mío, todo te lo daré para satisfacerte. Si no hay culpa
en mí, deberé contar otra vez con tu obediencia, y unidos ambos, buscare-
mos los medios de aliviar tu dolor.
Laertes. Hágase lo que decís... La arrebatada muerte de mi padre, su oscuro
funeral, sin trofeos, armas ni escudos sobre el cadáver, sin debidos honores,
sin decorosa pompa, todo, todo está clamando del cielo a la tierra por un exa-
men, el más riguroso.
El Rey. Tú lo obtendrás, y la guadaña terrible de la justicia caerá sobre
el que fuere delincuente. Ven conmigo.
ESCENA XIX

Sala en casa de Horacio.

Horacio y un Criado.

Horacio. ¿Quiénes son los que quieren hablar?


El Criado. Unos marineros, que, según dicen, os traen cartas.
Horacio. Hazlos entrar. (Vase el criado.) No sé de qué parte del mundo
pueda nadie escribirme, como no sea Hamlet, mi señor.

ESCENA XX

Horacio y dos Marineros.

Marinero 1.º Dios te guarde.


Horacio. Y a vos también.
Marinero 1.º Así lo hará si es su voluntad. Estas cartas del embajador que
se embarcó para Inglaterra vienen dirigidas a vos, si os llamáis Horacio, como
nos han dicho.
Horacio. (Lee la carta.) «Horacio, luego que hayas leído ésta, dirigirás esos
hombres al rey, para el cual les he dado una carta. Apenas llevábamos dos días
de navegación, cuando empezó a darnos caza un buque pirata muy bien
armado. Viendo que nuestro navío era poco velero, nos vimos precisados a
apelar al valor. Llegamos al abordaje: yo salté el primero en la embarcación
enemiga, que al mismo tiempo logró desaferrarse de la nuestra, y, por con-
siguiente, me hallé solo y prisionero. Los piratas se han portado conmigo
como ladrones compasivos; pero ya sabían lo que hacían, y se lo he pagado
muy bien. Haz que el rey reciba las cartas que le envío, y tú ven a verme
con tanta diligencia como si huyeras de la muerte. Tengo unas cuantas
palabras que decirte al oído, que te dejarán atónito; aunque todas ellas no
serán suficientes para expresar la importancia del caso. Estos buenos hom-
bres te conducirán hasta aquí. Rosencrantz y Guildestern siguieron su camino
a Inglaterra. Mucho tengo que decirte de ellos. Adiós. Tuyo siempre.—Ham-
let.» (A los marineros.) Vamos. Yo os introduciré para que presentéis esas
cartas. Conviene hacerlo pronto, a fin de que me llevéis después adonde queda
el que os las entregó.
ESCENA XXI

Gabinete del rey.

El Rey y Laertes; luego, un guardia.

El Rey. Sin duda tu rectitud aprobará mi descargo, y me darás un lugar


en el corazón como a tu amigo, después que has oído con pruebas eviden-
tes que el matador de tu noble padre conspiraba contra mi vida.
Laertes. Claramente se manifiesta... Pero decidme: ¿por qué no procedéis
contra excesos tan graves y culpables, cuando vuestra prudencia, vuestra pro-
pia seguridad, todas las consideraciones juntas, deberían excitaros particu-
larmente a reprimirlos?
El Rey. Por dos razones que, aunque tal vez las juzgues débiles, para mí
han sido muy poderosas. Una es que la reina su madre vive pendiente casi de
sus miradas, y al mismo tiempo (sea desgracia o felicidad mía) tan estrecha-
mente unió el amor mi vida y mi alma a la de mi esposa, que así como los
astros no se mueven sino dentro de su propia esfera, así en mí no hay movi-
miento alguno que no dependa de la voluntad de ella. La otra razón por la
que no puedo proceder contra el agresor públicamente, es el gran cariño que
le tiene el pueblo; el cual, como las fuentes cuyas aguas convierten los tron-
cos en piedras, bañando en su afecto las faltas del príncipe, convierte en
gracias todos sus yerros. Mis flechas no pueden dispararse con tal violencia
que resistan a huracán tan fuerte; y sin tocar el punto a que las dirija, se vol-
verán otra vez al arco.
Laertes. Así será, pero, mientras tanto, yo he perdido a un ilustre padre y
hallo a una hermana en la más deplorable situación... Una hermana cuyo
mérito (si alcanza el elogio a lo que ya no existe) se levantó sobre lo más sublime
de su siglo, por las raras prendas que en ella se admiraron juntas... Pero ya lle-
gará, ya llegará el tiempo de mi venganza.
El Rey. Ese cuidado no debe interrumpirte el sueño, ni has de presumir
que yo esté formado de materia tan insensible y dura que me deje tirar de la
barba y lo tome a fiesta... Presto te informaré de lo demás. Basta decirte que
amé a tu padre, que nosotros nos amamos también, y que espero darte a cono-
cer la... (Viendo entrar a un guardia.) ¿Qué noticias traes?
ESCENA XXII

El Rey, Laertes y un Guardia.

El Guardia. Señor, ved aquí cartas del príncipe. Ésta es para Vuestra Majes-
tad, y ésta para la reina. (Da unas cartas al rey.)
El Rey. ¡De Hamlet...! ¿Quién las ha traído?
El Guardia. Dicen que unos marineros, yo no los he visto. Horacio, que
las recibió del que las trajo, es el que me las ha entregado a mí.
El Rey. Oirás lo que dicen, Laertes. (Al guardia.) Déjanos solos.

ESCENA XXIII

El Rey y Laertes.

El Rey. (Leyendo una carta.) «Alto y poderoso señor, os hago saber cómo he
llegado desnudo a vuestro reino. Mañana os pediré permiso de ver vuestra pre-
sencia real; y entonces, mediante vuestro perdón, os diré la causa de mi extraña
y repentina vuelta.—Hamlet.» ¿Qué quiere decir esto? ¿Se habrán vuelto
locos los otros también, o hay alguna equivocación, o acaso todo es falso?
Laertes. ¿Conocéis la letra?
El Rey. (Examinando con atención la carta.) Sí, es de Hamlet. Desnudo...
y en una enmienda que hay aquí dice: solo... ¿Qué puede ser esto?
Laertes. Yo nada alcanzo... Pero dejadle venir, que ya siento encenderse
en nuevas iras mi corazón... Sí, yo viviré, y le diré en su cara: «Tú lo hiciste,
y fue de esta manera.»
El Rey. Si así piensas hacerlo, ¿quieres dirigirte por mí, Laertes?
Laertes. Sí, señor, como no procuréis inclinarme a la paz.
El Rey. A tu propia paz, no a otra ninguna. Si él vuelve ahora disgus-
tado de este viaje y rehúsa comenzarle de nuevo, yo le ocuparé en una empresa
que medito, en la cual perecerá sin duda. Esta muerte no excitará la más leve
acusación; su madre misma absolverá el hecho, juzgándolo casual.
Laertes. Seguiré en todo vuestras ideas, y mucho más si disponéis que yo
sea el instrumento que las ejecute.
El Rey. Todo se prepara bien... Desde que te fuiste se ha hablado
mucho de ti delante de Hamlet, por una habilidad en que dicen que sobre-
sales. Las demás que tienes no movieron tanto su envidia como esta sola, que,
en mi opinión, ocupa el último lugar.
Laertes. ¿Y qué habilidad es, señor?
El Rey. Un mero adorno de la juventud, pero me le es muy necesario;
puesto que así son propios de la juventud los adornos ligeros y alegres, como
de la edad madura las ropas y pieles que se viste por abrigo y decencia...
Dos meses ha que estuvo aquí un caballero de Normandía... Yo conozco a
los franceses muy bien, he militado contra ellos, y son por cierto admira-
bles jinetes; pero el galán de quien hablo era un prodigio en esto. Parecía haber
nacido sobre la silla, y hacía ejecutar al caballo tan admirables movimientos
como si él y su valiente bruto formasen un cuerpo solo; y tanto excedió a mis
ideas, que todas las formas y actitudes que yo pude imaginar no llegaron a lo
que él hizo.
Laertes. ¿Decís que era normando?
El Rey. Sí, normando.
Laertes. Ese es Lamond, sin duda.
El Rey. El mismo.
Laertes. Le conozco bien, y es la joya más preciosa de su nación.
El Rey. Pues éste, hablando de ti públicamente, te llenaba de elogios
por tu inteligencia y ejercicio en la esgrima y la bondad de tu espada en la
defensa y el ataque; tanto, que dijo que sería un espectáculo admirable
verte lidiar con otro de igual mérito, si pudiera hallarse; aunque, según ase-
guraba él mismo, los más diestros de su nación carecían de agilidad para las
estocadas y los quites cuanto tú esgrimías con ellos. Este informe irritó la envi-
dia de Hamlet, y en nada pensó desde entonces sino en solicitar con instan-
cia tu pronto regreso para batallar contigo. Fuera de eso...
Laertes. ¿Y qué queréis decir con eso, señor?
El Rey. Laertes, ¿amaste a tu padre, o eres como las figuras de un lienzo
que aparentan tristeza en el semblante cuando les falta un corazón?
Laertes. ¿Por qué lo preguntáis?
El Rey. No porque piense que no amabas a tu padre, sino porque sé
que el amor está sujeto al tiempo, y que el tiempo extingue su ardor y sus cen-
tellas, según me lo hace ver la experiencia de los sucesos. Existe en medio de
la llama de amor una mecha o pábilo que la destruye al fin: nada perma-
nece en un mismo grado de bondad constantemente, pues la misma salud
degenerando en plétora, perece por su propio exceso. Cuanto nos propone-
mos hacer debería ejecutarse en el instante mismo en que lo deseamos, por-
que la voluntad se altera fácilmente, se debilita y se entorpece, según las
lenguas, las manos y los accidentes que se atraviesen; y entonces el estéril deseo
es semejante a un suspiro que, exhalando pródigo el aliento, causa daño en
vez de dar alivio... Pero toquemos en lo vivo de la herida. Hamlet vuelve...
¿Qué acción emprenderías tú para manifestar con obras más que con pala-
bras que eres digno hijo de tu padre?
Laertes. ¿Qué haría? Cortarle la cabeza, aunque fuese dentro de una igle-
sia.
El Rey. Cierto que no debería un homicida hallar asilo en parte alguna,
ni reconocer límites una justa venganza. Pero, buen Laertes, limítate a
hacer lo que te diré. Permanece oculto en tu casa. Cuando llegue Hamlet,
sabrá que tú has venido. Yo le haré acompañar por algunos que, alabando tu
destreza, den un nuevo lustre a los elogios que hizo de ti el francés. Al fin, lle-
garéis a veros; se harán apuestas en favor de uno y otro... Él, que es descui-
dado, generoso, incapaz de toda malicia, no reconocerá los floretes; de suerte,
que te será muy fácil, con poca sutileza que uses, elegir una espada sin botón,
y en cualquiera de los asaltos tomar satisfacción de la muerte de tu padre.
Laertes. Así lo haré, y a ese fin quiero envenenar la espada con cierto
ungüento que compre a un brujo; de cualidad tan mortífera, que, mojando
un cuchillo en él, dondequiera que haga sangre introduce la muerte, sin
que haya emplasto eficaz que pueda evitarla, por más que se componga de
cuantos simples medicinales crecen debajo de la luna. Yo bañaré la punta
de mi espada en este veneno para que, apenas le toque, muera.
El Rey. Reflexionemos más sobre esto... Examinemos qué ocasión, qué
medios serán más oportunos a nuestro engaño: porque si tal vez se malo-
gra, y, equivocada la ejecución, se descubren los fines, valiera más no haberlo
emprendido. Conviene, pues, que este proyecto vaya sostenido con otro
segundo, capaz de asegurar el golpe cuando por el primero no se consiga.
(Pensativo.) Espera... Déjame ver si... Haremos una apuesta solemne sobre
vuestra habilidad y... Sí, ya hallé el medio. Cuando con la agitación os sintáis
acalorados y sedientos, él pedirá de beber, y yo te tendré prevenida expresa-
mente una copa, así que, sólo al gustarla, aunque haya podido librarse de tu
espada, veremos cumplido nuestro deseo. (Suena un ruido dentro.) Pero...
calla... ¿Qué ruido se escucha?
(Entra la reina.)
ESCENA XXIV

La Reina, el Rey y Laertes.

El Rey. (A su esposa.) ¿Qué ocurre de nuevo, amada Gertrudis?


La Reina. Una desgracia va siempre pisando las ropas de otra: tan
inmediatas caminan. Laertes, tu hermana acaba de ahogarse.
Laertes. ¡Ahogada...! ¿En dónde...? ¡Cielos!
La Reina. Donde hallaréis un sauce que crece a las orillas de un arroyo,
repitiendo en las ondas cristalinas la imagen de sus hojas pálidas. Allí se enca-
minó fantásticamente coronada de ranúnculos, ortigas, margaritas y luengas
flores purpúreas que entre los sencillos labradores se reconocen bajo una deno-
minación grosera y las modestas doncellas llaman «dedos de muerto»2. Lle-
gada que fue, se quitó la guirnalda, y queriendo subir a suspenderla de las
pendientes ramas, se tronchó un vástago envidioso, y cayó al torrente fatal
ella y todos sus adornos rústicos. Las ropas, huecas y extendidas, la llevaron
un rato sobre las aguas, semejante a una sirena, y en tanto iba cantando peda-
zos de canciones antiguas, como ignorante de su desgracia, o como criada y
nacida en aquel elemento. Pero no era posible que se mantuviese así por
mucho tiempo... Las vestiduras, pesadas ya con el agua que absorbían, arre-
bataron a la infeliz, interrumpiendo su canto dulcísimo la muerte.
Laertes. ¿Y al fin se ahogó? ¡Mísero de mí!
La Reina. Sí, se ahogó, se ahogó.
Laertes. ¿Para qué aumentar las aguas de ese arroyo con las lágrimas de
mis ojos?... (Llora.) Pero luego que este llanto se vierta, nada quedará en mí
de femenil ni de cobarde... Adiós, señores... Mis palabras de fuego arderían
en llamas si no las apagasen estas lágrimas imprudentes. (Se va.)
El Rey. Sigámosle, Gertrudis, que después de haberme costado tanto apla-
car su cólera, temo ahora que esta desgracia no la irrite otra vez. Conviene
seguirle.

2 Orquídeas. El fúnebre nombre al que alude Shakespeare obedece a la especial forma de su raíz,
compuesta de dos bulbos, y a sus virtudes afrodisíacas. En algunas especies, las raíces son pálidas
y palmeadas.
ACT O V

ESCENA I

Cementerio junto a una iglesia.

Dos Sepultureros.

Sepulturero 1.º ¿Y ha de sepultarse en tierra sagrada la que deliberada-


mente ha conspirado contra su propia salvación?
Sepulturero 2.º Dígote que sí; conque abre presto el hoyo. La justicia
ha reconocido ya el cadáver, y ha dispuesto que se la entierre en sagrado.
Sepulturero 1.º Yo no entiendo cómo puede ser eso... Aun si se hubiera
ahogado haciendo esfuerzos para librarse, anda con Dios.
Sepulturero 2.º Así han juzgado que fue.
Sepulturero 1.º No, eso fue se offendendo; no puede haber sido de otra
manera, porque... ve aquí el punto de la dificultad. Si yo me ahogo volun-
tariamente, esto arguye por descontado una acción, y toda acción consta de
tres partes, que son: hacer, obrar y ejecutar, de donde se infiere que ella se
ahogó voluntariamente.
Sepulturero 2.º No tal... Pero óigame el señor cavador.
Sepulturero 1.º No, deja, yo te diré. Mira, aquí está el agua. Bien. Aquí
esta un hombre. Muy bien... Pues señor, si este hombre va y se mete dentro
del agua, se ahoga a sí mismo; porque por fas o por nefas, ello es que él va.
Pero entiende a lo que digo. Si el agua viene hacia él y le sorprende y le ahoga,
entonces no se ahoga él por sí propio... Luego, el que no desea su muerte, no
se acorta la vida.
Sepulturero 2.º ¡Y qué! ¿Hay leyes para eso?
Sepulturero 1.º Ya se ve que las hay, y por ellas se guía el juez que examina
estos casos.
Sepulturero 2.º ¿Quieres que te diga la verdad? Pues mira si la muerta no
fuese una señora, yo te aseguro que no la enterrarían en sagrado.
Sepulturero 1.º En efecto, dices bien, y es mucha lástima que los grandes
personajes hayan de tener en este mundo privilegio especial, entre todos los
demás cristianos, para ahogarse y ahorcarse y cuando quieran, sin que
nadie les diga nada... Vamos allá con el azadón... (Pónense los dos a abrir
una sepultura en medio de la escena, sacando la tierra con espuertas, y entre
ellas calaveras y huesos.) Ello es que no hay caballeros de nobleza más anti-
gua que los jardineros, los sepultureros y los cavadores, que son los que ejer-
cen la profesión de Adán.
Sepulturero 2.º Pues qué, ¿Adán fue caballero?
Sepulturero 1.º ¡Toma! Como que fue el primero que llevó armas... Pero
voy a hacerte una pregunta, y si no me respondes a cuento has de confesar
que eres un...
Sepulturero 2.º Adelante.
Sepulturero 1.º ¿Quién es el que construye edificios más fuertes que los
que hacen los albañiles y los carpinteros de casas y navíos?
Sepulturero 2.º El que hace la horca, porque esta fábrica sobrevive a mil
inquilinos.
Sepulturero 1.º Agudo eres, por vida mía. Buen edificio es la horca; pero
¿por qué es buena? Es buena para los que hacen mal. Ahora bien; tú haces
mal en decir que la horca es fábrica más fuerte que una iglesia: por lo cual,
la horca podría ser buena para ti... Pero volvamos a la pregunta.
Sepulturero 2.º ¿Cuál es el que hace habitaciones más durables que las
que hacen los albañiles, los carpinteros de casas y navíos?
Sepulturero 1.º Sí, dímelo de una vez y sales de apuro.
Sepulturero 2.º Allá voy.
Sepulturero 1.º Veamos.
Sepulturero 2.º ¡Voto va! No caigo.
Sepulturero 1.º Vaya, no te rompas la cabeza sobre ello. Eres un burro
lerdo que no saldrá de su paso por más que le apaleen. Cuando te hagan esta
pregunta has de responder: «El sepulturero.» ¿No ves que las casas que él hace
duran hasta el día del Juicio? Anda, ve a la taberna y tráeme un buen vaso.
(Sale el Sepulturero 2.º)

ESCENA II

Hamlet, Horacio y Sepulturero 1.º

Sepulturero 1.º (Cantando mientras cava.)

Yo amé en mis primeros años


con todo mi corazón,
pero no llegué a casarme
por falta de vocación.

Hamlet. ¡Qué poco siente ese hombre lo que hace, que abre una sepul-
tura y canta al mismo tiempo!
Horacio. La costumbre le ha hecho ya familiar esa ocupación.
Hamlet. Así es la verdad. La mano que no trabaja es la que tiene más deli-
cado el tacto.
Sepulturero 1.º (Cantando.)

Luego la vejez artera


con sus zarpas me agarró,
arrojándome a la fosa
cual si fuese tierra yo.
(Saca una calavera de la fosa.)
Hamlet. Esa calavera tendría lengua en otro tiempo, y con ella podría
también cantar... ¡Cómo la tira al suelo el tunante, cual si fuese la quijada con
que hizo Caín el primer homicidio...! Y la que está maltratando ahora ese
bruto pudo ser muy bien la cabeza de algún estadista, que acaso pretendió
engañar al cielo mismo. ¿No te parece?
Horacio. Quizá.
Hamlet. O la de algún cortesano que diría: «Felicísimos días, señor exce-
lentísimo. ¿Cómo va de salud, mi venerado señor?...» Pudiera también ser
la del caballero Fulano, que hacía grandes elogios del potro del caballero
Zutano para pedírselo prestado después. ¿No es verdad?
Horacio. Sí, señor.
Hamlet. Y ahora está en poder del señor gusano, estropeada y hecha peda-
zos por el azadón de un sepulturero. Grandes revoluciones verían aquí si tuvié-
semos ingenio para observarlas. Pero, ¿costó acaso tan poco la formación de
estos huesos a la naturaleza, que hayan de servir para que esa gente se divierta
jugando con ellos a los bolos? ¡Oh! Mis huesos se estremecen al considerarlo.
Sepulturero 1.º (Cantando.)

Una pala y una azada,


un lienzo para envolver
y un hoyo como morada
debe este huésped tener.
(Saca otra calavera.)
Hamlet. Y esa otra, ¿por qué no podría ser la calavera de un abogado...?
¿Adónde se fueron sus equívocos y sutilezas, sus litigios, sus interpretaciones,
sus embrollos? ¿Por qué sufre ahora que ese bribón grosero le golpee con el
azadón lleno de barro y no presenta una demanda contra él? Éste sería quizá,
mientras vivió, un gran comprador de tierras, con sus obligaciones, recono-
cimientos, transacciones, seguridades mutuas, pagos, recibos... Ve aquí el
arriendo de sus arriendos y el cobro de sus cobranzas: todo ha venido a parar
en una calavera llena de lodo. Los títulos de los bienes que poseyó cabrían
difícilmente en su ataúd; y no obstante eso, todas las fianzas y seguridades
recíprocas de sus adquisiciones no le han podido asegurar otra posesión que
la de un espacio pequeño, capaz de cubrirse con un par de escrituras... ¡Oh!
Y a su opulento heredero tampoco le quedará más.
Horacio. Verdad es, señor.
Hamlet. ¿No se hacen los pergaminos de piel de carnero?
Horacio. Sí, señor, y de piel de ternera también.
Hamlet. Pues dígote que son más irracionales que las terneras y los car-
neros los que fundan su felicidad en la posesión de tales pergaminos... Voy
a trabar conversación con este hombre. (Al sepulturero.) Oye, tú: ¿de quién es
esa fosa?
Sepulturero 1.º Mía, señor
(Canta.)
Y un hoyo como morada
debe este huésped tener.

Hamlet. Sí, ya creo que es tuyo, porque estás ahora dentro de él... Pero la
sepultura es para los muertos, no para los vivos: conque has mentido.
Sepulturero 1.º Como es una mentira viviente, os la devuelvo.
Hamlet. ¿Para qué hombre cavas esa sepultura?
Sepulturero 1.º No es para un hombre, señor.
Hamlet. Pues bien, ¿para qué mujer?
Sepulturero 1º Tampoco es para una mujer.
Hamlet. ¿Pues qué es lo que ha de enterrarse ahí?
Sepulturero 1.º Un cadáver que fue mujer; pero ya murió...
Hamlet. (Aparte.) ¡Qué taimado es! Hablémosle clara y sencillamente,
porque si no es capaz de confundirnos con sus equívocos. De tres años a esta
parte he observado cuánto se va sutilizando la época en que vivimos... Por
vida mía, Horacio, que ya el villano sigue tan de cerca al caballero, que muy
pronto le desollará el talón. ¿Cuánto tiempo ha que eres sepulturero?
Sepulturero 1.º Toda mi vida, se puede decir. Yo comencé el oficio el
día que nuestro último rey Hamlet venció a Fortimbrás.
Hamlet. ¿Y cuánto tiempo hace de eso?
Sepulturero 1.º ¡Toma! ¿No lo sabéis? Pues hasta los chiquillos os lo dirán.
Eso sucedió el mismo día en que nació el joven Hamlet, el que está loco y
se ha ido a Inglaterra.
Hamlet. ¡Oiga! ¿Y por qué se ha ido a Inglaterra?
Sepulturero 1.º Porque... porque está loco, y allí recobrará su juicio. Y si
no lo recobra, poco importa.
Hamlet. ¿Por qué?
Sepulturero 1.º Porque en Inglaterra todos son tan locos como él, y no
será reparado.
Hamlet. ¿Y cómo ha sido eso de volverse loco?
Sepulturero 1.º De un modo muy raro, según dicen.
Hamlet. ¿De qué modo raro?
Sepulturero 1.º Habiendo perdido el entendimiento.
Hamlet. ¿Y sobre qué?
Sepulturero 1.º Sobre Dinamarca... Yo soy enterrador, y lo he sido de
chico y de grande por espacio de treinta años.
Ha m l e t. ¿ Cuánto tiempo puede estar enterrado un hombre sin
corromperse?
Sepulturero 1.º Si no estaba ya podrido antes de morir (como nos sucede
todos los días con muchos cuerpos delicados, que no hay por dónde asirlos),
podrá durar cosa de ocho o nueve años. Un curtidor durará nueve años segu-
ramente.
Hamlet. ¿Y qué tiene el curtidor más que otro cualquiera?
Sepulturero 1.º Tiene un pellejo tan curtido por su ejercicio, que puede
resistir mucho tiempo el agua; y el agua, señor, es la cosa que más pronto des-
truye a cualquier muerto. He aquí una calavera que ha estado debajo de tie-
rra veintitrés años.
Hamlet. ¿De quién es?
Sepulturero 1.º ¡De un hideputa loco...! ¿De quién os parece que será?
Hamlet. Yo... ¿cómo he de saberlo?
Sepulturero 1.º ¡Mala peste en él y en sus travesuras...! Una vez me echó
un frasco de vino del Rhin por los cabezones... Señor, esta calavera es la cala-
vera de Yorick, el bufón del rey. (Le da una calavera.)
Hamlet. ¿Ésta?
Sepulturero 1.º La misma.
Hamlet. (Examinándola.) ¡Ah, pobre Yorick...! Yo le conocí, Horacio...
Era un hombre sumamente gracioso, y de la más fecunda imaginación. Me
acuerdo que siendo yo niño me llevó mil veces sobre sus hombros... y ahora
su vista me llena de horror, y oprimido mi pecho palpita. Aquí estuvieron
aquellos labios donde yo di besos sin número... ¿Qué se hicieron tus burlas,
tus brincos, tus cantares, y aquellos chistes repentinos que de ordinario ani-
maban la mesa con alegre estrépito? Ahora, falto ya enteramente de múscu-
los, ni aún puedes reírte de tu propia deformidad... Entra en el tocador de
alguna de nuestras damas, y dile a ella, para excitar su risa, que, por más
que se ponga una pulgada de afeite en el rostro, al fin ha de experimentar esta
misma transformación... (Tira la calavera al montón de tierra inmediato a la
sepultura.) Dime una cosa, Horacio.
Horacio. ¿Qué es, señor?
Hamlet. ¿Crees tú que Alejandro, metido debajo de tierra, ha tenido
esa forma horrible?
Horacio. Cierto que sí.
Hamlet. ¿Y exhalaría ese mismo hedor?
Horacio. Sin diferencia alguna.

(El sepulturero 1.º acaba la excavación, sale de la sepultura y se pasea por


el fondo del teatro. Viene después el sepulturero 2.o, que trae el vino. Beben y
hablan entre sí, permaneciendo retirados hasta la escena siguiente, como lo
indica el diálogo.)

Hamlet. ¡En qué viles usos hemos de parar, Horacio...! ¿Por qué no ha de
poder la imaginación seguir las ilustres cenizas de Alejandro hasta encontrarlas
tapando la boca de algún barril de cerveza?
Horacio. A fe que sería una excesiva curiosidad ir a examinarlo.
Hamlet. No, no por cierto. No hay sino ir siguiéndola, hasta llegar allí
con probabilidad y sin violencia alguna. Como si dijéramos: Alejandro murió,
Alejandro fue sepultado, Alejandro se redujo a polvo, el polvo es tierra y de
la tierra hacemos barro... ¿Y por qué este barro en que él está ya convertido
no habrá podido tapar un barril de cerveza? El gran César, muerto y hecho
tierra, puede tapar un agujero para estorbar que pase el aire... ¡Oh!, aquella
tierra que tuvo atemorizada al orbe servirá tal vez para reparar las hendedu-
ras de un tabique contra las intemperies del invierno... Pero callemos... hagá-
monos a un lado... aquí viene el rey, la reina, los grandes... ¿A quién acom-
pañan? ¡Qué ceremonial tan escaso es éste...! Todo anuncia que el difunto
que conducen dio fin a su vida con desesperada mano... Sin duda era per-
sona de calidad... Ocultémonos un poco, y observa.

ESCENA III

El Rey, la Reina, Hamlet, Laertes, Horacio, un cura,


dos sepultureros, acompañamiento de damas, caballeros
y criados.

(Cuatro hombres conducen el cadáver de Ofelia, vestida con túnica blanca y


corona de flores. Detrás sigue el cura y todos los del duelo, atravesando la escena
a paso lento, hasta donde está la sepultura. Suenan campanas. Hamlet y Hora-
cio se retiran a un extremo del teatro.)

Laertes. ¿Qué otra ceremonia falta?


Hamlet. (A Horacio.) Mira, aquel es Laertes, joven muy ilustre.
Laertes. ¿Qué ceremonia falta?
El Cura. Ya se han celebrado sus exequias con toda la decencia posible.
Su muerte da lugar a muchas dudas, y a no haberse interpuesto la suprema
autoridad que modifica las leyes, hubiera sido colocada en lugar profano1.
Allí estuviera hasta que sonase la trompeta final, y en vez de oraciones pia-
dosas, hubieran caído sobre su cadáver guijarros, piedras y cascote. No obs-
tante esto, se le han concedido las vestiduras y adornos virginales, el toque de
campanas y la sepultura.
Laertes. ¿Conque no se debe hacer más?
El Cura. Nada más. Profanaríamos los honores sagrados de los difuntos
cantando un réquiem para implorar el descanso de su alma, como se hace
por aquellos que parten de esta vida con más cristiana disposición.
Laertes. Dadle tierra, pues. (Colocan el cadáver de Ofelia en la sepultura.)
Sus hermosos e intactos miembros acaso producirán con el tiempo violetas
suaves. Y a ti, clérigo zafio, te anuncio que mi hermana será un ángel del
Señor, mientras tú estarás bramando en los infiernos.
Hamlet. ¡Qué...! ¡La hermosa Ofelia!
La Reina. Que las flores se unan a la flor. (Esparce flores sobre el cadáver.)
Adiós... Yo deseaba que hubieras sido esposa de mi Hamlet, graciosa don-
1 Los suicidas eran enterrados en una encrucijada, con una placa sobre el pecho.
cella, y esperé cubrir de flores tu lecho nupcial..., pero no tu sepulcro.
Laertes. ¡Oh! ¡Una y mil veces sea maldito aquel cuya acción inhumana
te privó a ti del más sublime entendimiento...! No..., esperad un instante, no
echéis la tierra todavía..., no..., hasta que otra vez la estreche en mis brazos.
(Se mete en la sepultura.) Echadla ahora sobre la muerta y sobre el vivo,
hasta que de este llano hagáis un monte que descuelle sobre el antiguo Pelión
o sobre la azul extremidad del Olimpo que toca los cielos.
Hamlet. ¿Quién es el que da a sus penas idioma tan enfático, el que así
invoca su aflicción a las estrellas errantes, haciéndolas detenerse admiradas al
oírle? Yo soy Hamlet, príncipe de Dinamarca.

(Atravesando por en medio de todos, se dirige hacia la sepultura, entra en


ella, y luchan él y Laertes a puñetazos Algunos acuden, los sacan del hoyo y los
separan.)

Laertes. El demonio lleve tu alma.


Hamlet. No es justo lo que pides. Quita esos dedos de mi cuello; porque
aunque no soy precipitado ni colérico algún riesgo hay en ofenderme, y si
eres prudente debes evitarlo. Quita de ahí esa mano.
El Rey. Separadlos.
La Reina. ¡Hamlet! ¡Hamlet!
Todos. ¡Señores!
Horacio. Moderaos, señor.
Hamlet. No; por causa tan justa como la mía lidiaré con él hasta que cie-
rre mis párpados la muerte.
La Reina. ¿Qué causa es esa, hijo mío?
Hamlet. Yo he amado a Ofelia, y cuatro mil hermanos juntos no podrán
con todo su amor exceder al mío... (A Laertes.) ¿Qué quieres hacer por ella?
Di.
El Rey. Laertes, mira que está loco.
La Reina. Por Dios, Laertes, déjale.
Hamlet. Dime lo que intentas hacer. (Los sepultureros llenan la sepultura
de tierra y la apisonan.) ¿Quieres llorar, combatir, negarte el sustento, hacerte
pedazos, beber todo un río, devorar un caimán? Yo lo haré también... ¿Vie-
nes aquí a lamentar su muerte, a insultarme, precipitándote en su sepulcro,
a ser enterrado vivo con ella? Pues bien; eso quiero yo. Y si hablas de montes,
descarguen sobre nosotros yugadas de tierra innumerables hasta que estos
campos tuesten su frente en la tórrida zona y el alto Osa parezca en su com-
paración un terrón pequeño. Si me hablas de soberbia, yo usaré un lenguaje
tan altanero como el tuyo.
La Reina. Todo lo que dice son efectos de su frenesí, cuya violencia le agi-
tará por algún tiempo; pero después, semejante a la mansa tórtola cuando
siente animadas sus crías, le veréis sin movimiento y mudo.
Hamlet. Óyeme: ¿cuál es la razón de obrar así conmigo...? Siempre te he
querido bien... Pero... nada importa eso. Aunque el mismo Hércules con todo
su poder quiera estorbarlo, el gato mayará y el perro quedará vencedor.
(Vase Hamlet, y Horacio le sigue.)
El Rey. Horacio, ve con él, no le abandones... (Aparte a Laertes.) Laer-
tes, nuestra plática de la noche anterior fortificará tu paciencia mientras dis-
pongo lo que importa... Amada Gertrudis, será bien que alguno se encargue
de la guarda de tu hijo... Esta sepultura se adornará con un monumento dura-
ble... Espero que gozaremos en breve, horas más tranquilas; pero entretanto
conviene sufrir.

ESCENA IV

Salón del palacio, el mismo que sirvió


para la representación de los comediantes,
con asientos que han de ocuparse luego.

Hamlet y Horacio.

Hamlet. Basta ya lo dicho sobre esta materia. Ahora quisiera informarte


de lo demás: pero, ¿te acuerdas bien de todas las circunstancias?
Horacio. ¿No he de acordarme, señor?
Hamlet. Pues sabrás, amigo, que agitado continuamente mi corazón por
una especie de combate no me permitía conciliar el sueño, y en tal situa-
ción me juzgaba más infeliz que un marinero rebelde metido en los bilbaos2.
Una temeridad..., aunque debo dar gracias a esa temeridad, pues por ella
existo... Sí, confesemos que tal vez nuestra indiscreción suele sernos útil, al
paso que los planes concertados con la mayor sagacidad se malogran: prueba
certísima de que la mano de Dios conduce a su fin todas nuestras acciones,
2 Se llamaban «bilbaos» en la marina inglesa, en tiempos de Shakespeare, a unas barras de hierro
unidas por cadenas para inmovilizar y castigar a los marinos poco disciplinados. Recibieron su
nombre por fabricarse en Bilbao (España).
por más que el hombre las ordene sin inteligencia.
Horacio. Así es la verdad.
Hamlet. Salgo, pues, de mi camarote, mal cubierto con un vestido de
marinero; y a tientas, favorecido por la oscuridad, llego hasta donde ellos esta-
ban. Logro mi deseo, me apodero de sus papeles y me vuelvo a mi cuarto.
Allí, olvidando mis recelos toda consideración, tuve la osadía de abrir sus des-
pachos, y en ellos encuentro, amigo, una alevosía del rey. Una orden precisa,
apoyada en varias razones de ser importante a la tranquilidad de Dina-
marca y aun a la de Inglaterra, para que, luego que fuese leída dicha orden,
sin dilación ni aun para afinar a la espada el filo, me cortasen la cabeza.
Horacio. ¿Es posible?
Hamlet. Mira la orden aquí (le enseña un pliego y vuelve a guardarlo);
podrás leerla en mejor ocasión. ¿Quieres saber lo que yo hice?
Horacio. Sí, yo os ruego.
Hamlet. Ya ves cómo, rodeado de traiciones, ellos habían empezado ya
el drama, aun antes de que yo hubiese comprendido el prólogo. No obstante,
siéntome a la mesa, imagino una orden distinta, y la escribo inmediatamente
de buena letra... Yo creí algún tiempo (como todos los grandes señores) que
el escribir bien fuese un desdoro, y hasta no dejé de hacer muchos esfuerzos
para olvidar esta habilidad; pero ahora reconozco, Horacio, cuán útil me ha
sido tenerla. ¿Quieres saber lo que el escrito contenía?
Horacio. Sí, señor.
Hamlet. Una súplica del rey de Dinamarca dirigida con grandes instan-
cias al de Inglaterra, como a su obediente feudatario, diciéndole que su
recíproca amistad florecería como la palma robusta; que la paz coronada de
espigas mantendría la quietud de ambos imperios, reuniéndolos en amor
durable, con otras expresiones no menos afectuosas, y pidiéndole por último
que, vista que fuese aquella carta, sin otro examen, hiciese perecer con pronta
muerte a los dos mensajeros, no dándoles tiempo ni aun para confesar su
delito.
Horacio. ¿Y cómo la pudisteis sellar?
Hamlet. Aun esto mismo parece que lo dispuso el cielo; porque, feliz-
mente, traía conmigo el sello de mi padre, a imitación del cual se hizo el
que hoy usa el rey. Cierro el pliego de la misma forma que el anterior, pón-
gole la misma dirección, el mismo sello, lo conduzco sin ser visto al mismo
paraje, y nadie nota el cambio... Al día siguiente ocurrió el combate naval: lo
que después sucedió ya lo sabes.
Horacio. De ese modo, Guildenstern y Rosencrantz caminan derechos a
la muerte.
Hamlet. Ya ves que ellos han solicitado este encargo: mi conciencia no
me acusa acerca de su castigo... Ellos mismos se han procurado su ruina... Es
muy peligroso para el inferior meterse entre las puntas de las espadas cuando
dos enemigos poderosos lidian.
Horacio. ¡Oh, qué rey tenemos!
Hamlet. ¿Juzgas tú que no tengo la obligación de proseguir lo que falta?
El que asesinó a mi padre y mi rey, el que ha deshonrado a mi madre, el
que se ha introducido furtivamente entre el solio y mis derechos justos y ha
conspirado contra mi vida valiéndose de medios tan aleves..., ¿no será justi-
cia rectísima castigarle con esta mano? ¿No será culpa en mí tolerar que ese
monstruo exista para cometer como hasta aquí maldades atroces?...
Horacio. Presto le avisarán de Inglaterra cuál ha sido el éxito de su soli-
citud.
Hamlet. Sí, presto lo sabrá, pero entretanto el tiempo es mío, y para qui-
tar a un hombre la vida basta un instante... Sólo me disgusta, amigo Hora-
cio, el lance ocurrido con Laertes, pues en mi propia causa no veo reflejarse
la suya. Procuraré su amistad, sí... Pero, ciertamente, el tono amenazador que
daba a sus quejas irritó en exceso mi cólera.
Horacio. Callad... ¿Quién viene aquí?
(Entra Osric.)

ESCENA V

Hamlet, Horacio y Osric.

Osric. En hora feliz haya regresado Vuestra Alteza a Dinamarca.


Hamlet. Muchas gracias, caballero... (Aparte a Horacio.) ¿Conoces a
este moscón?
Horacio. No, señor.
Hamlet. Muchas gracias, caballero... (Aparte a Horacio.) Pues te hallas en
estado de gracia, porque es pecado conocerle. Este es señor de muchas tierras
y muy fértiles, y por más que él sea un bestia que manda en otros tan bes-
tias como él, ya se sabe que tiene su pesebre fijo en la mesa del rey... Es la cor-
neja más charlera que en mi vida he visto; pero, como te he dicho ya, posee
una gran porción de polvo.
Osric. Amable príncipe, si Vuestra Grandeza no tiene ocupación que se
lo estorbe, le comunicaré una cosa de parte del rey.
Hamlet. Estoy dispuesto a oírla con la mayor atención... Pero emplead el
sombrero en el uso a que fue destinado. El sombrero se hizo para la cabeza.
Osric. Muchas gracias, señor... ¡Eh! el tiempo está caluroso.
Hamlet. No, al contrario, muy frío. El viento es Norte.
Osric. Cierto que hace bastante frío.
Hamlet. Antes yo creo... a lo menos para mi complexión, que hace un
calor que abrasa.
Osric. ¡Oh!, en extremo... sumamente fuerte, como... yo no sé cómo diga...
Pues, señor, el rey me manda que os informe de que ha hecho una gran apuesta
en vuestro favor. Este es el asunto.
Hamlet. (Insistiendo para que se cubra.) Tened presente que el sombrero se...
Osric. ¡Oh!, señor..., lo hago por comodidad..., cierto... Pues es que Laer-
tes acaba de llegar a la corte... ¡Oh!, es un perfecto caballero, no cabe duda.
Excelentes cualidades, un trato muy dulce, muy bienquisto de todos...
Hablando sin pasión, es menester confesar que es la nata y flor de la nobleza,
porque en él se hallan cuantas prendas pueden verse en un caballero.
Hamlet. La pintura que de él hacéis no desmerece nada en vuestra
boca, aunque yo creí que al hacer el inventario de sus virtudes, se confundi-
rían la aritmética y la memoria, y ambas serían insuficientes para suma tan
larga. Pero, sin exagerar su elogio, yo le tengo por un hombre de gran espí-
ritu, y de tan particular y extraordinaria naturaleza que, hablando con toda
la exactitud posible, no se hallará su semejanza, sino en su mismo espejo: pues
el que presuma buscarla en otra parte sólo encontrará bosquejos informes.
Osric. Vuestra Alteza acaba de hacer justicia imparcial en cuanto ha dicho
de él.
Hamlet. Sí; pero sépase a qué propósito nos enronquecemos ahora entre-
metiendo en nuestra conversación las alabanzas de ese galán.
Osric. ¿Cómo decís, señor?
Horacio. ¿No fuera mejor que le hablárais con más claridad? Yo creo,
señor, que no os sería difícil.
Hamlet. Digo que a qué viene ahora hablar de ese caballero.
Osric. ¿De Laertes?
Horacio. (Aparte.) Ya vació cuanto tenía, y se acabó la provisión de frases
brillantes.
Hamlet. Sí, señor, de ese mismo.
Osric. Yo creo que no estaréis ignorantes de...
Hamlet. Quisiera que no me tuviérais por ignorante, bien que vuestra
opinión no pueda añadirme un gran concepto... Y bien, ¿qué más?
Osric. Decía que no podéis ignorar el mérito de Laertes.
Hamlet. Yo no me atreveré a confesarlo, por no igualarme con él, siendo
averiguado que para conocer bien a otro es menester conocerse bien a sí
mismo.
Osric. Yo lo decía por su destreza en el arma, puesto que, según la voz
general, no se le conoce compañero.
Hamlet. ¿Y qué arma es la suya?
Osric. Espada y daga.
Hamlet. Esas son dos armas... Vaya, adelante.
Osric. Pues señor, el rey ha apostado contra él seis caballos de Berbería, y
él ha impuesto por su parte (según he sabido) seis espadas francesas, con sus
dagas y guarniciones correspondientes, como cinturones, tahalíes, y así a este
tenor... Tres de estos colgantes, particularmente, son la cosa más bien hecha
que puede darse... ¡Oh!, es obra de mucho gusto y primor.
Hamlet. ¿Y a qué cosa llamáis colgantes?
Horacio. (Aparte.) Ya recelaba yo que sin el socorro de notas marginales
no puderais acabar el diálogo.
Osric. Señor, por colgantes entiendo yo, así, los..., los cinturones...
Hamlet. La expresión sería mucho más propia si colgasen; pero en
tanto que este uso no se introduce, los llamaremos cinturones... En fin, vamos
al asunto. Seis caballos de Berbería contra seis espadas francesas, con sus cin-
turones, y entre ellos tres colgantes primorosos... ¿Conque esto es lo que
apuesta el francés contra el dinamarqués? ¿Y a qué fin se han impuesto (como
vos decís) todas esas cosas?
Osric. El rey, que ha apostado que si batalláis con Laertes, en doce juga-
das no pasarán de tres botonazos los que él os dé; y él dice que en las mis-
mas doce os dará nueve cuando menos, y desea que esto se juzgue inmedia-
tamente, si os dignáis responder.
Hamlet. ¿Y si respondo que no?
Osric. Quiero decir, si admitís el partido que os propone.
Hamlet. Señor mío, yo tengo que pasearme en esta sala, porque si Su
Majestad no lo ha por enojo, esta es la hora crítica en que yo acostumbro res-
pirar el ambiente. Tráiganse aquí los floretes, y si ese caballero lo quiere así y
el rey se mantiene en lo dicho, le haré ganar la apuesta, si puedo; y si no puedo,
lo que yo ganaré será vergüenza y golpes.
Osric. ¿Conque lo diré en estos términos?
Hamlet. Esta es la sustancia; después lo podéis adornar con todas las
flores de vuestro ingenio.
Osric. Señor, recomiendo nuevamente mis respetos a Vuestra Grandeza.
Hamlet. Siempre vuestro, siempre.
(Sale Osric.)

ESCENA VI

Hamlet y Horacio.

Hamlet. Él hace muy bien de recomendarse a sí mismo porque si no,


dudo mucho que nadie lo hiciese por él.
Horacio. Este me parece un vencejo que empezó a volar y chillar con el
cascarón pegado a las plumas.
Hamlet. Sí, y aun antes de mamar hacía ya cumplimientos a la teta... Este
es uno de los muchos que en nuestra corrompida edad son estimados úni-
camente porque saben acomodarse al gusto del día con una exterioridad hala-
güena y obsequiosa..., y con ella tal vez suelen sorprender el aprecio de los
hombres prudentes. Pero se parecen demasiado a la espuma, que por más que
hierva y abulte, al dar un soplo se reconoce lo que es: todas las ampollas hue-
cas se deshacen y no queda nada en el vaso.
(Entra un caballero.)

ESCENA VII

Hamlet, Horacio y un Caballero.

El Caballero. Señor, parece que Su Majestad os envió un recado con el


joven Osric, y éste ha vuelto diciendo que esperábais en esta sala. El rey me
envía a saber si gustáis de batallar con Laertes inmediatamente, o si queréis
que se dilate.
Hamlet. Yo soy constante en mi resolución, y la sujeto a la voluntad del
rey. Si esta hora fuese cómoda para él, también lo es para mí. Conque hágase
al instante o cuando guste, con tal que me halle en la buena disposición
que ahora.
El Caballero. El rey y la reina bajan ya con toda la corte.
Hamlet. Muy bien.
El Caballero. La reina quisiera que antes de comenzar la batalla hablárais
a Laertes con dulzura y expresiones de amistad.
Hamlet. Es advertencia muy prudente.
(Sale el caballero.)

ESCENA VIII

Hamlet y Horacio.

Horacio. Temo que habéis de perder, señor.


Hamlet. No, yo pienso que no. Desde que Laertes partió para Francia no
he cesado de ejercitarme, y creo que le llevaré ventaja... Pero..., no puedes
imaginarte qué angustia siento aquí en el corazón... ¿Y por qué?... No tengo
motivo.
Horacio. Con todo eso, señor...
Hamlet. ¡Ilusiones vanas...! Especie de presentimientos, capaces sólo de
turbar un alma de mujer.
Horacio. Si sentís interiormente alguna repugnancia, no hay para qué
empeñaros en aceptar el asalto. Yo me adelantaré a encontrarlos, y les diré
que estáis indispuesto.
Hamlet. No, no... Me burlo de tales presagios. Hasta en la muerte de un
pajarillo interviene una providencia irresistible. Si mi hora es llegada, no hay
más que esperarla; si no ha de venir después, señal que es ahora; y si ahora no
fuese, habrá de ser luego: todo consiste en hallarse prevenido para cuando
venga. Si el hombre, al terminar su vida, ignora siempre lo que podría ocu-
rrir después, ¿qué importa que la pierda tarde o temprano? Sepa morir.

ESCENA IX

Hamlet, Horacio, el Rey, la Reina, Laertes, Osric,


caballeros, damas y acompañamiento.

El Rey. Ven, Hamlet, ven y recibe esta mano que te presento.


(Hace que Hamlet y Laertes se den la mano.)
Hamlet. Laertes, si estáis ofendido de mí, os pido perdón. Perdonadme
como caballero. Cuantos se hallan presentes saben y aun vos mismo lo habréis
oído, el desorden que mi razón padece. Cuanto haya hecho insultando la ter-
nura de vuestro corazón, vuestra nobleza o vuestro honor, cualquiera acción,
en fin, capaz de irritaros, declaro solemnemente en este lugar que ha sido
efecto de mi locura. ¿Puede Hamlet haber ofendido a Laertes? No. Hamlet
no ha sido, porque estaba fuera de sí; y si en tal ocasión (en que él a sí propio
se desconocía) ofendió a Laertes, no fue Hamlet el agresor, porque Hamlet
lo desaprueba y lo desmiente. ¿Quién pudo ser, pues? Su demencia sola...
Siendo esto así, el desdichado Hamlet es partidario del ofendido, al paso que
en su propia locura reconoce su mayor contrario. Permitid, pues, que delante
de esta asamblea me justifique de toda siniestra intención, y espero de vues-
tro ánimo generoso el olvido de mis desaciertos. «Disparé la flecha sobre los
muros de ese edificio, y por error herí a mi hermano.»
Laertes. Mi corazón, cuyos impulsos naturales eran los primeros a pedirme
venganza en este caso, queda satisfecho. Mi honra no me permite pasar
adelante ni admitir reconciliación alguna, hasta que, examinado el hecho por
ancianos y virtuosos árbitros, se declare que mi pundonor está sin mancilla.
Mientras llega este caso, admito con afecto recíproco el que anunciáis, y os
prometo no ofenderle.
Hamlet. Yo recibo con sincera gratitud ese ofrecimiento; y en cuanto a la
batalla que va a comenzarse, lidiaré con vos como si mi competidor fuese mi
hermano... Vamos. Dadnos floretes.
Laertes. Sí, vamos... Uno a mí.
Hamlet. La victoria no será difícil: vuestra habilidad lucirá sobre mi igno-
rancia, como una estrella resplandeciente entre las tinieblas de la noche.
Laertes. No os burléis, señor.
Hamlet. No, no me burlo.
El Rey. Dales floretes, joven Osric. Hamlet, ya sabes cuáles son las con-
diciones.
Hamlet. Sí, señor, y en verdad que habéis apostado por el más débil.

(Traen los criados una mesa, y en ella, cuando lo manda el rey, ponen jarras y
copas de oro que llenan de vino. El rey y la reina se sientan junto a la mesa, y todos
los demás, según su clase, ocupan los asientos restantes. Quedan en pie los criados,
que sirven las copas, Hamlet y Laertes que se disponen para batallar, y Horacio y
Osric en calidad de jueces o padrinos.)

El Rey. No temo perder. Os he visto esgrimir a entrambos, y aunque él


haya adelantado después, por eso mismo el premio es mayor a favor nuestro.
Laertes. Este es muy pesado. Dejadme ver otro.

(Osric presenta varios floretes. Hamlet toma uno y Laertes escoge otro.)
Hamlet. Este me parece bueno... ¿Son todos iguales?
Osric. Sí, señor.
El Rey. Cubrid esta mesa de copas llenas de vino. Si Hamlet da la primera
o segunda estocada, o en la tercera suerte da un quite al contrario, disparen
toda la artillería de las almenas. El rey beberá a la salud de Hamlet, echando
en la copa una perla más preciosa que la que han usado en su corona los cua-
tro últimos soberanos daneses... Traed las copas, y que el timbal diga a las
trompetas, las trompetas al artillero distante, los cañones al cielo y el cielo a
la tierra: «Ahora brinda el rey de Dinamarca a la salud de Hamlet...» Comen-
zad. Y vosotros, que habéis de juzgarlos, observad atentos.
Hamlet. Vamos.
Laertes. Vamos, señor.

(Hamlet y Laertes cruzan los floretes y empiezan el asalto.)

Hamlet. Una.
Laertes. No.
Hamlet. Que juzguen.
Osric. Una estocada, no hay duda.
Laertes. Bien, a otra.
El Rey. Esperad... Dadme de beber. (El rey echa una perla en la copa a
Hamlet y él rehúsa tomarla. Suena a lo lejos ruido de trompetas y cañonazos.)
Hamlet, esta perla es para ti, y brindo con ella a tu salud. Dadle la copa.
Hamlet. Esperad un poco... (Vuelven a batallar.) Quiero dar ese bote pri-
mero. Vamos... Otra estocada. ¿Qué decís?
Laertes. Sí, me ha tocado: lo confieso.
El Rey. ¡Oh! Nuestro hijo vencerá.
La Reina. Está grueso y se fatiga demasiado. Ven aquí, Hamlet, toma este
lienzo y límpiate el rostro... La reina brinda a tu buena fortuna, querido Ham-
let.

(Toma la copa y bebe; el rey lo quiere estorbar, y la reina bebe por segunda vez.)

Laertes. ¿Eso decís, señor? Vamos.


(Batallan.)

Hamlet. Muchas gracias, señora.


El Rey. No, no bebáis.
La Reina. ¡Oh! Señor, perdonadme; yo he de beber.
El Rey. (Aparte.) ¡La copa envenenada...! Pero..., no hay remedio.
Hamlet. No, ahora no bebo; esperad un instante.
La Reina. Ven, hijo mío, te limpiaré el sudor del rostro.
(Laertes habla con el rey en voz baja, mientras la reina limpia con un lienzo
el sudor a Hamlet.)

Laertes. Ahora veréis si le acierto.


El Rey. Yo pienso que no.
Laertes. No sé qué repugnancia siento al ir a matarle.
Hamlet. Vamos a la tercera, Laertes... Pero bien se ve que lo tomáis a fiesta:
batallad, os ruego, con más ahínco. Mucho temo que os burléis de mí.
Osric. Nada, ni uno ni otro.
Laertes. Ahora..., está...
(Vuelven a batallar, se enfurecen. Laertes hiere a Hamlet. Éste le arrebata su
florete sin botón y lo hiere a su vez.)

El Rey. Parece que se acaloran demasiado... Separadlos.

(Horacio y Osric los separan con dificultad. La reina cae moribunda en los bra-
zos del rey. Todo es terror y confusión.)

Hamlet. No, no, vamos otra vez.


Osric. Ved qué tiene la reina... ¡Cielos!
Horacio. ¡Ambos heridos! ¿Qué es esto, señor?
Osric. ¿Cómo ha sido, Laertes?
Laertes. Esto es haber caído en el lazo que preparé..., justamente muero
víctima de mi propia traición.
Hamlet. ¿Qué tiene la reina?
El Rey. Se ha desmayado al veros heridos.
La Reina. No, no... ¡La bebida...! ¡Querido Hamlet...! ¡La bebida...! ¡Me
han envenenado!
(Queda muerta en el sillón.)
Hamlet. ¡Oh, qué alevosía...! ¡Oh...! Cerrad las puertas... Traición... Bus-
cad por todas partes...
Laertes. No; el traidor está aquí... (Dirá esto sostenido por Osric.) Hamlet,
tú eres muerto... No hay medicina que pueda salvarte: vivirás media hora ape-
nas... En tus manos está el instrumento aleve, bañada con ponzoña su aguda
punta... ¡Volvióse en mi daño la trama indigna...! Contémplame aquí pos-
trado para no levantarme jamás... Tu madre ha bebido un tósigo... No puedo
proseguir... El rey, el rey es el delincuente.
(El rey quiere huir. Hamlet corre a él furioso y le atraviesa el cuerpo con su
espada. Toma la copa envenenada y se la hace apurar por fuerza. Vuelve a oír las
últimas palabras de Laertes.)
Hamlet. ¿Está envenenada esta punta? Pues, veneno, produce tus efec-
tos. (Hiere al rey.)
Todos. Traición, traición.
El Rey. Amigos, estoy herido... Defendedme.
Hamlet. ¡Malvado, incestuoso, asesino! Bebe esta ponzoña... ¿Está la perla
aquí? Sí, toma, acompaña a mi madre.
Laertes. ¡Justo castigo...! Él mismo preparó la poción mortal... Olvidé-
monos de todo, generoso Hamlet... ¡Oh! ¡Que no caiga sobre ti la muerte de
mi padre y la mía, ni sobre mí la tuya!
(Cae muerto.)
Hamlet. El cielo te perdone... Ya voy a seguirte... Yo muero, Horacio...
Adiós, reina infeliz... (Abrazando el cadáver de la reina.) Vosotros que asistís
pálidos y mudos como el temor a este suceso terrible... Si yo tuviera tiempo...
(Empieza a manifestar desfallecimiento y angustias de muerte. Parte de los cir-
cunstantes le acompañan y sostienen. Horacio hace extremos de dolor.) La muerte
es un ministro inexorable que no dilata la ejecución... Yo pudiera deciros...,
pero no es posible. Horacio, yo muero. Tú, que vivirás, refiere la verdad y los
motivos de mi conducta a quien los ignore.
Horacio. ¿Vivir? No lo creáis. Yo tengo alma romana, y aún ha quedado
aquí parte del tósigo.

(Busca en la mesa el jarro del veneno, echa parte de él en una copa, va a beber,
Hamlet quiere estorbárselo. Los criados quitan la copa a Horacio, la toma Ham-
let y la tira al suelo.)

Hamlet. Dame esa copa..., presto..., por Dios te lo pido. ¡Oh, querido
Horacio! Si esto permanece oculto, ¡qué manchada reputación dejaré des-
pués de mi muerte! Si alguna vez me diste lugar en tu corazón, retarda un
poco esa felicidad que apeteces: alarga por algún tiempo la fatigosa vida de
este mundo lleno de miserias, y divulga por él mi historia... (Suena una música
de trompetas, que se va aproximando lentamente.) ¿Qué estrépito militar es éste?
ESCENA X

Hamlet, Horacio, Osric, un Caballero


y acompañamiento.

El Caballero. El joven Fortimbrás, que vuelve vencedor de Polonia, saluda


con la salva marcial que oís a los embajadores de Inglaterra.
Hamlet. Yo expiro, Horacio: la activa ponzoña sofoca mi aliento... No
puedo vivir para saber nuevas de Inglaterra; pero me atrevo a anunciar que
Fortimbrás será elegido por aquella nación. Yo, moribundo, le doy mi voto...
Díselo tú, e infórmale de cuanto acaba de ocurrir... Para mí, sólo queda ya...,
silencio eterno.
(Muere.)

Horacio. ¡Por fin se rompe ese gran corazón...! Adiós, adiós, amado prín-
cipe. (Le besa las manos y hace ademanes de dolor.) ¡Los coros angélicos te acom-
pañen al celeste descanso...! Pero, ¿por qué se acerca hasta aquí ese estruendo
de trompetas?

ESCENA XI

Fortimbrás, dos Embajadores, Horacio, Osric, soldados y acompaña-


miento.

Fortimbrás. ¿En dónde está ese horrible espectáculo?


Horacio. ¿Qué buscáis aquí? Si no queréis ver desgracias espantosas, no
paséis adelante.
Fortimbrás. ¡Oh! Este destrozo pide sangrienta venganza... Soberbia
muerte..., ¿qué festín dispones en tu morada infernal, que así has herido con
un solo golpe tantas ilustres víctimas?
Embajador 1.º ¡Horroriza el verlo...! Tarde hemos llegado con los men-
sajes de Inglaterra. Los oídos a quienes debíamos dirigirlos son ya insensibles.
Sus órdenes fueron puntualmente ejecutadas. Rosencrantz y Guildenstern
perdieron la vida... Pero, ¿quién nos dará las gracias por nuestra obediencia?
Horacio. No la recibiríais de su boca aunque viviese todavía, que él nunca
dio orden para tales muertes. Pero puesto que vos, viniendo victorioso de la
guerra contra Polonia, y vosotros, enviados de Inglaterra, os halláis en este
lugar, y os veo deseosos de averiguar este suceso trágico, disponed que esos
cadáveres se expongan sobre una tumba elevada a la vista pública, y enton-
ces haré saber al mundo que lo ignora el motivo de estas desgracias. Me oiréis
hablar, pues todo os lo referiré fielmente, de acciones crueles, bárbaras,
atroces; sentencias que dictó el acaso, estragos imprevistos, muertes ejecuta-
das con violencia y aleve astucia, y al fin proyectos malogrados que han hecho
perecer a sus autores mismos.
Fortimbrás. Deseo con impaciencia oíros, y convendría que se reúna con
este objeto la nobleza de la nación. Miro con horror estos dones que me ofrece
la fortuna; pero tengo derechos muy antiguos a esta corona, y creo que es
justo reclamarlos.
Horacio. También puedo hablar de eso, declarando el voto que pro-
nunció aquella boca que ya no formulará sonido alguno... Pero ahora que los
ánimos están en peligroso movimiento, no se dilate la ejecución un solo
instante, para evitar los males que pudieran causar la malignidad o el error.
Fortimbrás. Que cuatro de mis capitanes lleven al catafalco el cuerpo de
Hamlet con las insignias correspondientes a un guerrero. ¡Ahl ¡Si él hubiese
ocupado el trono, sin duda habría sido un excelente monarca...! Resuene la
música militar por donde pase la pompa fúnebre, y háganse todos los
honores de la guerra... Quitad, quitad de ahí esos cadáveres. Espectáculo tan
sangriento, más es propio de un campo de batalla que de este sitio... Y
vosotros, haced que salude con descargas todo el ejército.

(Marcha fúnebre. Salen llevándose los cadáveres, después se oyen las salvas.
Final.)

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