José Manuel Rio - Simbólica de Las Artes Liberales

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SIMBOLICA DE LAS ARTES LIBERALES

JOSE MANUEL RIO

Hemos escogido hablar de las artes liberales porque constituyen una


oportunidad de tratar de una visión económica de la cosmogonía y de mostrar
o hacer un viaje a través de lo que esa cosmogonía está revelando, aunque sea
mediante un leve esbozo, que quiere ser lo más sintético posible, de lo que
podría decirse al respecto.

Como todas las artes y ciencias de origen tradicional han servido de vehículo
de expresión y de enseñanza para verdades de un orden superior al de su
propia literalidad y ese fue también el caso en la Edad Media y principio del
Renacimiento. Queremos decir que no sólo estuvieron al servicio de una
teología como hoy se la entiende, sino de algo de orden más profundo, donde
se da la verdadera unidad de las formas tradicionales, la metafísica, pudiendo
servir así de soporte o de auxilio en la realización iniciática.

Para ello las pondremos en relación con el Árbol de la Vida cabalístico, pues
éste es un modelo completo y universal que incluye no sólo una ontología y
una cosmología sino también una metafísica.

Si el punto de vista metafísico es el único libre de relatividades y hay que


considerarlo en sí mismo como inefable por la simultaneidad de aspectos que
concurre y se solucionan en él, el punto de vista cosmológico es susceptible de
mostrar distintas facetas según el aspecto que se considere, lo cual da lugar
también al arte o la ciencia correspondiente que aparece como vía de unión o
de rescate de ese aspecto en lo universal.

En las tradiciones de los distintos pueblos se remite el origen de las artes y


ciencias a un dios o héroe civilizador, comunicador e intermediario entre lo
celeste y lo terrestre, que genera el desarrollo de su cultura al vivificar el mito
y comunicar una enseñanza ejemplar.

Se dice que el hombre primordial poseía en sí el conocimiento de todas las


artes y oficios pero que éstos no estaban diferenciados para él, en quien el
cosmos y la deidad eran uno. Será en estados posteriores e históricos, que
corresponden a un distanciamiento del centro primigenio, donde esas artes y
ciencias se desarrollen y plasmen según una economía espiritual que equilibra
esa pérdida y que es la misma que ha coagulado las distintas formas
tradicionales que, en tanto que reveladoras y adaptándose a las características
de los pueblos que las encarnan, les dan su identidad particular y universal.
Es el discurso de la existencia lo que ellas sintetizan y ordenan pues en cuanto
son lo que deben ser, ofrecen de él un modelo simbólico, que lo revela.

Desde este punto de vista, considerar que estas artes tienen su fin en sí mismas
sería una forma de idolatría o de superstición, donde de nuevo lo literal o lo
relativo sería el límite en el que se detiene la comprensión, constituyéndose
entonces en un obstáculo, en un estorbo probablemente pesado e innecesario
en lugar de revelar una realidad anterior a ellas. Es cuando se hacen
insignificantes cuando pueden progreder ya sólo en un sentido externo y
cuantitativo y así ha llegado a darse el mundo moderno, distraído hace tiempo
de sus posibilidades internas, a las que debería atender para poder salir de su
letargo pues son las únicas que cuentan desde el punto de vista espiritual y sin
ellas su gesto no será sino un perderse en lo múltiple. Pero tal vez sea esto
mucho esperar de un mundo que cree que su origen está en el sueño y que lo
mayor es un futuro cuantitativo.

Podría decirse que las artes tradicionales son una sola que se expresa de
maneras diferentes según sea su soporte simbólico, y que se presentan como
los vehículos a través de los cuales se expresa una misma Doctrina o
Enseñanza, de orden trans–histórico, tal cual la verdadera esencia del cosmos
y del hombre, a los cuales vincula en una realidad que los trasciende. Si el
cosmos manifiesto no es sino un vehículo de revelación, él mismo es para ser
trascendido.

Cabalistas alemanes, Siglo XV

Para los pueblos tradicionales las obras de arte no eran distintas de su utilidad
cotidiana y se constituían en la expresión y el soporte de su conocimiento del
cosmos, al que no se consideraban ajenos. Y su cultura no era algo diferente
de su existencia, con lo cual podían identificarse plenamente con ella, siendo
también símbolos vivos y actuantes. Es sólo para un pueblo que se maneja con
los restos más o menos lejanos de lo que un día fue su Arte y que ha olvidado
o distorsionado los principios que lo informaban, que la cultura se ha
convertido en algo que se posee o se adquiere y con lo que generalmente se
carga, constituyendo un "bagaje" que apenas sirve para ganarse el pan en un
medio dominado por intereses puramente cuantitativos, que se empeñan en no
dejar escapar a nadie de su juego. O como un valor añadido al ser del hombre
y la cultura, preñado de supuestos que obedecen a las vicisitudes más
cambiantes y que apenas incluyen que la verdad sea algo más que un
etiquetado consumible, útil para los intereses del mercado.

Volviendo a las distintas formas del arte, o de sus producciones, puede verse
que predominan o se desarrollan más unas u otras en las culturas según sea el
modo de vida de los pueblos de que se trata. Así, al nómada que se desplaza
según el tiempo, el propio paisaje se le renueva y se mantiene hasta cierto
punto como virginal, permitiéndole que su propia historia no sea diferente
esencialmente de su modelo mítico, que tanto puede leer en el movimiento de
los astros como recordar sintéticamente a través de la palabra, la danza o la
música que son artes propias del tiempo y del ritmo. La memoria de la
cosmogonía se expresa en la narración mítica, el canto conmemorativo, la
danza sagrada, pero también en el modelo de sus tiendas y campamentos, en
sus pinturas y bordados, en sus ritos específicos y en todo en lo que traza la
impronta de su ser mítico. El nómada apreciará más fácilmente la hospitalidad
de la tierra.

El sedentario ha de significar su espacio, que el transcurso del tiempo gasta,


plasmando obras que duren en éste y que constituyan un modelo simbólico
que le permita "viajar" por así decir a la comprensión de ese cosmos, al llevar
implícita la memoria de lo simultáneo, o de un: tiempo otro presente entonces
en ese espacio cualificado.

La ciudad es la obra extrema del sedentario, un reflejo en lo terrestre del


modelo celeste: su orientación y distribución interna, la arquitectura de los
templos y hogares –a su vez modelos simbólicos del cosmos–, el
ordenamiento religioso y administrativo que refleja la tradición en el seno de
ese pueblo, su calendario ritual, etc., son expresiones del conocimiento de los
principios, de los que derivan las distintas aplicaciones en los diversos
órdenes, las cuales señalarán lo espiritual mientras no se pierdan de vista
aquéllos. Cuando esto ocurre se oscurece el tiempo de esa cultura, al
anquilosarse, ya que entonces sus símbolos, mitos y ritos han perdido su poder
vivificador y revelador que queda como oculto en ellos mismos. Se puede
decir que tanto el tipo de los materiales que emplea como la forma misma de
sus obras, junto con los datos de la ciencia de los ciclos y la geografía sagrada,
son un indicio para leer los cambios cualitativos del tiempo, así como para
comprender la idiosincrasia de los diferentes pueblos.
Hemos dicho que estas artes podrían verse como el facetado de una luz
esencialmente única. Antes de considerar las siete artes una tras otra,
siguiendo la correspondencia de sus regentes planetarios con las sephiroth del
Arbol de la Vida, diremos que pueden reunirse las siete en dos: la Astrología,
ciencia de los ciclos y los ritmos, y la Alquimia ciencia de las
transmutaciones, y que ambas, reunidas, expresan la cosmogonía.

Leonard Reymann, Nativität Kalender,


Nuremberg 1515

La Astrología describe la forma cósmica, su arquitectura ideal y su devenir


formal y lleva implícita la idea de jerarquía y de orden armónico. Se trataría
en realidad de los grados de la Existencia Universal, simbolizados
naturalmente por las esferas planetarias a las que se ve como orbitando en
torno a un centro que podría identificarse con el "motor inmóvil" de
Aristóteles y que aparece como centro del cosmos y como su solución. En el
cielo astronómico sería simbolizado por la estrella Polar, único punto que
permanece inmóvil mientras la bóveda entera gira a su alrededor y en otro
plano por el sol, que da la luz y el calor a la tierra.

El cielo, así como la tierra, es el gran espejo donde el hombre contempla la


expresión simbólica de sus mundos internos y precisamente la lectura que
tenga de la realidad que aquellos simbolizan lo ubica efectivamente en una
esfera o plano, otorgándole su identidad, pues como se sabe uno es lo que
conoce, aquello con lo que se identifica. Queremos decir que esos estados del
ser pertenecen más bien al mundo interno, inteligible, y que es por la
transmutación del alquimista que el cosmos podría ser trascendido. A la forma
de la montaña, que es también un símbolo de la forma cósmica, la
complementa la de la caverna, que se asimila al corazón. Exterior e interior
serían dos aspectos de una sola realidad, que se resuelven en el conocimiento.
Se dice que la Astrología está regida por Saturno. A este planeta y deidad
mitológica, le corresponde en el Arbol de la Vida cabalístico la sephirah
número 3, Binah, Inteligencia de la que él es un símbolo planetario y mítico.
Ella, que puede verse en su realidad universal como reflejando sólo a lo Uno,
marca el límite cualitativo de lo manifestado, devolviéndolo todo a la Unidad
inmanifiesta y rigiendo simultáneamente el orden de las esferas, que la
expresan en su jerarquización y concentricidad, como emanaciones del Uno,
que se refleja a sí mismo en el cosmos. Se puede entender entonces que se
considere a Saturno regente de la Edad de Oro, cuando los distintos estados no
se comprenden en modo sucesivo (o no se excluyen, puesto que son en
presente) y la oscuración cíclica no ha ocultado la identidad esencial entre el
cosmos, la deidad y el hombre, época mítica que es también un estado –el de
hombre verdadero– cuyo "lugar" simbólico es el que se conoce como Paraíso
terrestre, el Pardés de la tradición hebrea, o la comarca suprema, Paradêsha
de la tradición hindú.

Al número 3 corresponde la forma geométrica del triángulo, imagen sintética


de la manifestación que no ha perdido de vista el Principio producida por el
reflejo del punto original en los innumerables puntos de la base, que no son
sino la posibilidad de todas las criaturas, que en lo cósmico serán otros tantos
estados del ser. Entonces, el movimiento celeste de Saturno, el más lento,
luego el más próximo al centro, expresa a su manera la "operación" más que
atemporal –generada por la Sabiduría divina Hokhmah, la sephirah número 2–
que reúne a las cosas con su principio y que en nuestro tiempo está inmanente
en el instante, virtualidad de lo que no transcurre. Es desde el punto de vista
del ser identificado con el devenir y que ha perdido el "sentido de la
eternidad" que Saturno aparece como el tiempo que pone fin a su existencia
(de ex–stare = ponerse fuera) relativa.

En el cielo de Saturno –el séptimo de los nueve que figuran en La Divina


Comedia– Dante ve, "Dentro del cristal que, rodeando al mundo, lleva el
nombre de su querido señor, bajo cuyo imperio permaneció muerto todo mal,
una escala del color del oro en que se refleja un rayo de sol y tan elevada, que
mis ojos no podían seguirla. Vi además bajar por sus escalones tantos
resplandores, que pensé que todas las luces que brillaban en el cielo estaban
esparcidas allí." En ese cielo, al que llega conducido por Beatriz, es donde
Dante conocerá –por boca de un "contemplativo": San Pedro Damiano– que
"su elevado deseo se realizará en la última esfera donde se realizan todos los
otros y los míos, y donde todos son perfectos, maduros y enteros: en aquella
sola esfera todas sus partes permanecen inmóviles, porque no está en un sitio,
ni gira entre dos polos, y nuestra escala llega hasta ella, lo que hace que la
pierdas de vista".

El módulo del ternario se expresa de múltiples maneras y aspectos. Centro,


circunferencia y el radio que los une constituyen el esquema motor de
cualquier ciclo o estado, que podría verse siempre como una particularización
del ciclo universal cuya espiración produce todas las cosas trayéndolas de lo
inmanifiesto a lo manifiesto y cuya inspiración las devuelve a su origen. Ese
movimiento de expansión y contracción, presente a la vez tanto en la
respiración como en los latidos del corazón del hombre, se recoge en la
Cábala en su dimensión universal en la teoría de la Tsim–Tsum, según la cual
el Infinito hace un lugar en sí mismo en el que puede entonces manifestarse el
cosmos.

Esos dos extremos de la manifestación serán los que en el simbolismo


zodiacal se figuren con los dos solsticios, Cáncer y Capricornio, a los que se
considera entonces como dos puertas, una que da a la manifestación, a la
existencia como ser particular, la puerta de los hombres, y otra, la puerta de
los dioses, que corresponde a la salida del cosmos y la identificación con lo
inmanifestado.

La teoría (de theorein = contemplar) de los ciclos está desarrollada sobre todo
en la tradición hindú, que recoge ciclos tan extensos o tan pequeños, con
respecto al hombre, que exceden cualquier esfuerzo imaginativo y
devolviéndonos al presente proporciona también la idea de un ciclo
prototípico o arquetípico, un ciclo simbólico que ya no puede entenderse en
forma sucesiva. La antigüedad clásica también conocía algo semejante puesto
que hay referencias de las cuatro edades de la humanidad como edad de oro,
de plata, de bronce y de hierro. A ésta última –y a un estado avanzado de ella–
correspondería el estado contemporáneo, caracterizado por una pérdida u
ocultamiento de la tradición. También, al principio del ciclo corresponde la
montaña, luminosa y evidente, y al final la caverna, oscura u oculta, imágenes
ambas del centro espiritual. Queremos destacar aquí algo que se relaciona
también con la aritmética o numerología sagrada: la proporción de las
duraciones asignadas a esas eras o "edades" que constituyen el ciclo de una
humanidad y que es la de 4 (edad de oro), 3 (plata), 2 (bronce) y 1 (hierro), en
la que podemos ver que la primera aparecería como completa o entera
representando la integridad del ciclo y las demás suponen una pérdida u
oscurecimiento de alguna dimensión de él. Así como se puede ver que, al ser
su suma 10, y 10 = 1 + 0 = 1, el ciclo entero, considerado como sucesivo, no
es sino una modificación aparente de su unidad esencial, transcurso que sin
embargo es causal respecto al encadenamiento cíclico.

Tenemos que decir aquí, que estos datos tradicionales, como los que
pertenecen a la doctrina de los ciclos cósmicos, forman parte del corpus de la
Tradición, transmitida como una herencia sagrada desde la noche de los
tiempos. Que el hombre individual no podría inventarlos y ni siquiera
descubrirlos, pues proceden de una dimensión suprahumana y suprahistórica.
Si podemos conocerlos es gracias a la obra de quienes, precediéndonos en la
historia, se manifiestan como las voces que vehiculan una Enseñanza, o unas
Ideas que se refieren al Principio mismo, y que pueden así tender un puente
que permita la salida de la rueda de las cosas.

La posibilidad de este viaje de lo periférico y siempre cambiante a lo central e


inmutable tiene que ver con la ciencia de las transmutaciones, la Alquimia. Se
trata de la transmutación (más allá de la mutación o cambio) integral del
hombre que pretende el conocimiento, o que pretende ser, entendiendo esto
como el logro de la identidad original.

Se trataría de una regeneración de su psiqué, entrenada por la cultura en que


ha nacido para una visión profana de sí mismo y del mundo, según unos
patrones que en general están invertidos con respecto a la verdadera
naturaleza de ambos.

Es evidente que para que eso sea posible, algún eco ha de despertar en su
interior el mensaje tradicional, por muy lejano que le pareciera al principio el
asunto, si es que ha tenido la "fortuna" de entrar en contacto con él, que
devuelve a aquél que puede recibirlo con la disposición adecuada, el
conocimiento de la esencia simbólica de la existencia y la posibilidad de
trascenderla.

La Alquimia considera los metales como la coagulación simbólica de sus


arquetipos celestes, como la posibilidad de un hombre nuevo, dormida u
oculta en el interior del hombre viejo. Sería posible entonces una labor
transmutatoria de lo grosero en lo sutil, del "mercurio vulgar" o de la lectura
literal y profana de la realidad, en el "mercurio de los sabios" revelador del Sí
mismo y agente de la medicina espiritual.

De la obra Qabbalah de Mayer.

Este proceso sería análogo, es decir, semejante simbólicamente, al nacimiento


y desarrollo de una planta o árbol (imagen del eje que comunica los distintos
estados del ser entre sí y con su Principio incondicionado) cuya semilla sería
la concepción de los principios y cuyo cuidado vendría dado por el alimento
de la enseñanza tradicional y el agua de la gracia espiritual, que vivifica al
hombre nuevo. La Alquimia se sirve de la simbólica mineral, vegetal y
animal, y recomienda al alquimista que contemple cómo opera la naturaleza.

Decíamos antes que el modelo astrológico plasma simbólicamente la


arquitectura de los estados múltiples del ser. Se trata, para el hombre, de
grados iniciáticos y no de lugares literales, grados que expresan a su manera el
"viaje de retorno" al Sí mismo, el cual hay que entenderlo bien, no puede
entrar en correlación con nada, así fuera la cosmogonía entera, de otra manera
todavía estaríamos ante una concepción limitada del Principio.

Así puede entenderse que Binah, aun siendo uno de los principios ontológicos
(los que se refieren al ser) está situado a la cabeza de una de las columnas
laterales del modelo cabalístico. Si las sephiroth poseen una cara luminosa
que mira a Kether y otra "oscura" que mira a Malkuth, la parte de Binah que
mira a Kether –y en la cual se refleja Hokhmah– no refleja otra cosa que su
unidad, o que a él mismo, es decir algo "anterior" a todo el despliegue del
cosmos, que en él no es distinto del Principio. Por otra parte, esos tres
principios son inmanifiestos y no los separamos sino viéndolos desde lo
analítico, al considerar al Principio como susceptible de un conocimiento
dual.

En tanto la luna está sobre nosotros, la descripción del mundo nos ocultará la
realidad del principio aquí y ahora. Lo virginal no entiende de lo compuesto,
aunque pueda acompañarlo, y es necesario olvidar un mundo, o una visión del
mundo, para que pueda darse otra que ya no será un reflejo. Entonces el
símbolo será absorbido en lo que siempre estuvo simbolizando, podrá mostrar
un rostro único y verdadero, arquetípico, un nombre que todas las voces
estarían pronunciando aun sin saberlo, tanto las que lo expresan en términos
afirmativos como en los negativos. Y si después de esto, aún está aquello de lo
que nada puede decirse, hay que recordar que el misterio sólo se revela a sí
mismo.

Un gesto impersonal, donde lo personal es también suyo, que siendo único es


siempre nuevo, pues gracias a él se regeneran todas las cosas que son hechas
de nuevo en ese momento.

El Señor del Bosque ha recibido su Imperio y se ha


elevado desde lo más bajo hasta lo más alto.
Si la Fortuna vuela, de Retórico serás hecho Cónsul, si
vuela todavía, de Cónsul serás hecho Retórico.
Comprended la aparición del primer grado de la Tintura.
Tratado de la Piedra Filosofal, Lambsprinck.

El ejercicio de un arte sagrado exige –y a la inversa, favorece o provoca– una


transmutación del artista. Si la transmutación de las energías personales es una
cosa que le toca a él, que ha de hacerse cargo tanto de lo que más le gusta
como de lo que más le duele, la transformación, o el paso más allá de las
formas, es cosa de la virtud espiritual implícita en los símbolos, o en la
concepción simbólica que él plasma o actualiza de modo ritual. Nadie podrá
hacer por él ese trabajo que en todo caso tiene sentido por lo que ya es sin
esfuerzo.

En una cultura tradicional, no existe lo que hoy se ve como ocio; sí lo que se


refiere al descanso, así como la contemplación y la oportunidad del asombro,
que además protege de cualquier fijación parcializada. Si la creación está
siendo ahora, su fin no es una de sus particularidades, por más importante que
ésta pueda ser en su contexto. Con todo ello, la economía de ese trabajo es
cosa que le toca a cada cual, por lo menos respecto a lo que conoce y en el
silencio de su "templo" interior. A este respecto, la Alquimia, que se maneja
con esos tres principios, que figuran las columnas del Arbol de la Vida, uno
activo, otro pasivo, y uno neutro, el del eje central (en el que se conjugan las
dualidades), recomienda mantener un fuego continuo y suave, y esto se refiere
no sólo a las operaciones que uno pudiera signar como especificamente
alquímicas, sino al discurso completo de la cotidianidad del que ha aceptado
creer que esto es para él. Podría recordarse también aquí las posibilidades de
la danza, que incluyen aquellos movimientos repentinos que restauran el
equilibrio, los cuales a su vez son simbólicos. El artista o filósofo –hombre
que ama el conocimiento– ha de saber que tanto las figuras que traza lo
astronómico como los símbolos gráficos dibujados en un papel, se refieren a
una única realidad simultánea y trascendente que, expresándose en ellos, se da
al mismo tiempo en forma inmanente en el corazón del hombre.
La geometría signa todo lo que ya es extenso. Ella expresa a su manera,
simbolizándolas, las relaciones de los seres entre sí y con su Principio. Plasma
entonces en sus modelos simbólicos una economía espiritual que en su origen
constituye la posibilidad misma del cosmos.

Con respecto a la regencia de la geometría que se asigna a Júpiter, vemos que


en el Arbol Sephirótico, éste corresponde a Hesed, Gracia o Amor divinos,
referida al número 4 como expansión de la unidad en la manifestación y
realización sintética de todas sus posibilidades de expresión (1 + 2 + 3 +
4=10), es decir, como la posibilidad misma de la revelación, que es simultánea
con la creación. Entendemos esa atribución al referirla a las posibilidades
reveladoras de cualquier modelo o estructura plasmada por el Arte. Es en
tanto que simbólica, es decir como expresión de una idea o arquetipo que la
trasciende, que es una manifestación o un vehículo de la Gracia, una
bendición en el sentido etimológico del término, la cual ofrece al ser que
puede recibirla el medio y el soporte de su realización.

Otro tanto se refiere a la idea de proporción, que la música expresa mediante


la escala en la que también está incluida la noción de jerarquía y que implica
una distinción o discriminación que permite que se manifiesten la armonía y
las correspondencias que vehiculan y ordenan la posibilidad de la unión. Esto
no es exclusivo de lo sonoro, y lo visual lo expresa tanto en las relaciones de
sus elementos fundamentales (punto, línea, plano, volumen) como en las
relaciones ideales entre las distintas figuras geométricas. Una arquitectura
armónica, como la del templo o la del jardín, o la de un mandala plano, genera
también la audición de otras voces que son evocadas por ese diseño al entrar
en ese espacio o al contemplarlo, así como la música describe otro espacio al
que nos traslada haciéndonos participar de su cualidad propia.

Ese principio de distinción ha de tener como arquetipo el "temor de Dios", el


cual se refiere a la afirmación del Uno en el seno de sus reflejos transitorios y
contingentes, y no es lo mismo que el miedo, reflejo oscurecido y
distorsionado de él. Él es el Norte que ordena las analogías y
correspondencias al señalar la trascendencia y podría entenderse aquí por qué
Marte está exaltado en Capricornio, así como por qué se le llama en el himno
homérico "dador de la floreciente juventud" y se le impetraba entre los
romanos para que favoreciera las cosechas.

En efecto, él activa el recuerdo del Principio y por lo tanto el de la esencia de


lo sagrado y otorga la posibilidad de la salida de lo caótico y el retorno a la
unidad siempre presente. Lo vemos actuante en la fundación de Roma cuando
Rómulo –hijo de Marte– marca los límites de la ciudad tradicional (una imago
mundi) mediante el arado, y en la fundación mítica de Tebas a los sones de
una lira imagen también de la acción de la doctrina o enseñanza inspiradora de
todos los desarrollos que darán lugar a una cultura. De la relación armónica
entre la música y la geometría son un ejemplo tanto el modelo astrológico, en
el que por cierto están implícitas las demás artes, como la figura de Apolo, el
"dios geómetra" de los griegos que lleva en su mano una lira, imagen de las
tensiones armónicas del cosmos y de la resonancia de los números en él
atributo que le corresponde como director del coro de las Musas, inspiradoras
de las artes, las cuales han sido engendradas, según el mito, por Júpiter en
Mnemósyne (la Memoria) sobre el monte del Olvido.

El número manifiesta la idea; en realidad es uno con la idea misma, y si se


medita en ello, podrá constatarse que la percepción del número no es obra de
los sentidos. En efecto, los números no son la cifra que sirve para escribirlos
según un modo particular, sino que son un módulo inteligible a través del cual
comprendemos la realidad. Así, se dice que las formas geométricas son el
cuerpo del número, lo espacializan, patentizando su ritmo interno y generando
así un espacio en el que todo podría afirmarse desde ya como otra cosa, como
el pronunciamiento o la articulación de un verbo que no es otro que la
concepción de todas las posibilidades que por eso mismo ya están realizadas
en su identidad primera. Y que su articulación misma, según los ritmos y las
correspondencias que hacen el mundo armónico, y a las esferas o planos en
que éste puede manifestarse, sea la expresión de una mirada primordial que el
Ser efectúa en la Posibilidad del Sí mismo al pronunciar el Fiat Lux.

Si los números nacen de la suma de la unidad consigo misma, quiere decir que
en cuanto los consideramos como teniendo una realidad diferenciada por sí
mismos ya los vemos de manera cuantitativa.

Si la gracia afirma y sostiene las cosas desde su principio, y el rigor niega lo


que niega a su vez ese principio, no hay duda que su conjunción o equilibrio
da la medida de las cosas, aquella en que, sin ser negadas, quedan
transfiguradas. La aritmética esta regida por el Sol, que corresponde a
Tiphereth, Belleza, Misericordia o Esplendor. Belleza que hay que entender
en el sentido platónico es decir, como experiencia de lo verdadero. En la Idea
de centro se unen lo particular y lo universal, que no son separados sino por
nuestra percepción analítica e individualizada.

Frente a esa realidad esencial nada tienen que ver las consideraciones
cuantitativas. Dice la cábala que cuando las cualidades del Principio están
entrelazadas se les llama Tiphereth. Es pues la energía mediadora por
excelencia y en esa realidad no discursiva se da la conjunción de la verdad y
la.vida.

Siendo el corazón del Arbol Sephirótico, encarna la idea de centro, cosa que
también manifiesta el símbolo del sol astrológico y el del oro alquímico,
formado por el círculo más su punto central, símbolo susceptible de tantas
relaciones que no se podría soñar aquí ni en una breve ojeada sobre ellas.
J. V. Andrae, alzado de Cristianópolis

Tal vez sea oportuno decir aquí que los símbolos son el espejo de una realidad
interna oculta siempre en nuestro corazón; que ellos generan y apoyan la
certeza, conduciéndonos, al nombrar y señalar la naturaleza de las cosas, al
"lugar" donde se oye la voz infalible. Los símbolos son vehículos que nos
llevan al conocimiento y a un conocimiento que se identifica con el ser.

De la Retórica se dice que está regida por Venus, la cual corresponde a


Netsah, Victoria. La esencia de la Retórica procede siempre de una visión de
la belleza, a la que ella manifiesta en el discurso mediante la armonía del todo.
Se trataría de una poética viva, sin el agregado de ninguna estética al uso,
fecundada por la caridad, o por la gratuidad de lo que es por sí mismo y en la
que nada sobra pues viene del Espíritu. Esta Retórica es la de la poesía
sagrada ritmada según los números y la arquitectura del Universo y es la de
las Artes en general, en tanto que son vehículos de lo sagrado. Sin duda se
refiere esta Victoria a la de lo Uno y sintético sobre lo múltiple y
fragmentario, o la del Todo sobre la suma de las partes, lo cual constituye a la
obra de arte, que porta entonces en ella el poder inspirador y generativo que
promueve una transmutación en el que la contempla o la oye (el ícono y el
canto sagrado son ejemplos claros) trasportándolo a la comunión interna con
lo simbolizado.

La energía de esta diosa o aspecto divino, "la de párpado helicoide" dice el


himno homérico (cuya mirada contempla todas las cosas en la Unidad), es
encarnada también por la Atenea griega y la Minerva romana, patronas de las
artes y oficios y defensoras de la ciudad, cuyo orden conservan –con todos los
beneficios espirituales que ello significa– mientras sus habitantes puedan
guardar aquella orientación que hace de sus oficios un arte y de ella la imagen
de un orden celeste. A la conservación de un Paladium (imagen de la Verdad)
estaba ligada la propia conservación de Troya, como ha sido el caso análogo
de otras ciudades de la Antigüedad; es entonces la pérdida de la Tradición la
que trae consigo la fragmentación, la descomposición y la ausencia de sentido
propia de lo profano, que desconociendo la naturaleza simbólica de toda
manifestación, no puede participar del orden de una verdadera jerarquía,
habiendo perdido de vista la unidad espiritual de todas las cosas.
A Hermes–Mercurio, regente de la Lógica o de la Dialéctica, el cual
corresponde a la sephirah Hod, Gloria Divina, se le ha llamado tres veces
grande por su sabiduría, lo cual se refiere a su conocimiento de la
cosmogonía, de la analogía de sus planos o mundos (el caduceo es
precisamente una imagen del Arbol de la Vida), a través de los cuales pone en
comunicación al ser humano con el Principio, con su Sí–mismo prístino y
primordial que conoce sin intermediarios. Él nos enseña a ver en los
claroscuros de nuestra existencia la vía, o un más allá que somos nosotros
mismos. Sus mensajes siempre señalan una conjunción de opuestos y nos
enseña a verlos como complementarios, como procedentes de un Principio
que es No–Dual. Él es un mensajero alado que recorre los aspectos de la
cosmogonía y nos conduce al rito como único gesto integral que pueda
regenerarnos y nos permita acceder a un conocimiento efectivo y sin otredad,
en el que lo particular ha quedado absorbido en lo universal, al no ser ya otra
cosa sino simbólico.

Con respecto a la gramática, se adjudica su regencia a la Luna, luminar de la


noche. A pesar de las condiciones intempestivas de los tiempos en que nos ha
tocado vivir, ahí están los textos tradicionales, y a ellos puede uno recurrir,
tanto como medio oracular, como fuente sapiencial que siempre nos devuelve
la memoria de nosotros mismos. Yesod, Fundamento, señala la posibilidad de
reintegración de un mundo; la forma se reintegra en el nombre y éste en su
principio inmanifiesto. Entre la letra y el espíritu, o entre el símbolo y lo
simbolizado, no hay más distancia que la que establece una lectura analítica o
una actitud que considera las cosas como ajenas a nosotros mismos
haciéndolas así estériles, aun sin saberlo.

Suponiendo lo que conocemos nos negamos la posibilidad del asombro, de


una fuente que siempre brota en el presente y de la que simplemente se bebe
cuando se tiene sed. Nada como acercarse a una escritura otra, como la
ideogramática por ejemplo, para poder darse cuenta enseguida de cómo una
descripción no es sino la consecuencia de una actitud frente al mundo y a
nosotros mismos.

Para los que nos ha tocado nacer en un mundo que ha presupuesto también la
palabra, a la que suele ver como el instrumento insuficiente de una
comunicación horizontal –sin darse cuenta de que para ver algo horizontal es
necesaria al menos la intuición de lo vertical– existe todavía la magia de la
etimología que puede devolver, al menos hasta cierto punto, la evidencia de
un origen esencialmente unitario del lenguaje, que caracteriza al hombre en su
función evocadora de la memoria viva del cosmos, al cual no es para nada
ajeno.

Todo lo hemos aprendido; hemos conocido el mundo a través de un medio


con el que más o menos nos identificamos. Sería necesario desaprender una
lectura o lecturas parcializadas de él para volver a encontrarnos con la libertad
de nuestra naturaleza primordial y se trataría aquí de aprender una nueva
"descripción" sin obstruir la identidad entre el ser y el conocer. Para lo cual
sería necesario el dejar de suponerse un instante, olvidar por un momento
nuestro reflejo relativo e insignificante y, con la ignorancia y el silencio como
defensa ante lo profano, comenzar a deletrear de nuevo en las páginas del
Libro de la Vida.

Sin duda hay en todo esto un secreto, que tiene que ver con lo que siempre
será inexpresable por cualquier discurso y que es lo mismo que hace de los
símbolos y de lo simbólico el modo apropiado de expresión. Y esto le toca no
sólo a los símbolos y mitos acunados como síntesis didáctica de. la naturaleza
del Ser, sino al hombre mismo en tanto que, además de símbolo él mismo, o
precisamente por ello, puede no sólo leerlos sino identificarse plenamente con
lo que está más allá de ellos.

Podemos entender entonces cómo las artes, para el hombre tradicional, o para
las sociedades tradicionales, no eran algo hecho para otra cosa, sino la propia
expresión de una realidad metafísica –secreta–, expresión acorde con su
propia vocación, que no fue otra cosa que su identidad en un mundo y por lo
tanto su destino en él, el que, cumpliéndolo, pudo ser el soporte de una
realización simultánea y atemporal que se refería a su más profunda identidad
y de lo que sin duda eran perfectamente conscientes, a la cual corresponde el
verdadero esoterismo.
BIBLIOGRAFIA

– Dante Alighieri. La Divina Comedia, Espasa Calpe, Madrid 1984.

– René Guénon. El Esoterismo de Dante, Ed. Dédalo, Bs. As. 1976.

– Id. Sobre el Número y la Notación Matemática, Ed. SYMBOLOS, col. "Cuadernos de


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– Id. Los Símbolos Precolombinos. Cosmogonía Teogonía Cultura, Ed. Obelisco,


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