José Manuel Rio - Simbólica de Las Artes Liberales
José Manuel Rio - Simbólica de Las Artes Liberales
José Manuel Rio - Simbólica de Las Artes Liberales
Como todas las artes y ciencias de origen tradicional han servido de vehículo
de expresión y de enseñanza para verdades de un orden superior al de su
propia literalidad y ese fue también el caso en la Edad Media y principio del
Renacimiento. Queremos decir que no sólo estuvieron al servicio de una
teología como hoy se la entiende, sino de algo de orden más profundo, donde
se da la verdadera unidad de las formas tradicionales, la metafísica, pudiendo
servir así de soporte o de auxilio en la realización iniciática.
Para ello las pondremos en relación con el Árbol de la Vida cabalístico, pues
éste es un modelo completo y universal que incluye no sólo una ontología y
una cosmología sino también una metafísica.
Desde este punto de vista, considerar que estas artes tienen su fin en sí mismas
sería una forma de idolatría o de superstición, donde de nuevo lo literal o lo
relativo sería el límite en el que se detiene la comprensión, constituyéndose
entonces en un obstáculo, en un estorbo probablemente pesado e innecesario
en lugar de revelar una realidad anterior a ellas. Es cuando se hacen
insignificantes cuando pueden progreder ya sólo en un sentido externo y
cuantitativo y así ha llegado a darse el mundo moderno, distraído hace tiempo
de sus posibilidades internas, a las que debería atender para poder salir de su
letargo pues son las únicas que cuentan desde el punto de vista espiritual y sin
ellas su gesto no será sino un perderse en lo múltiple. Pero tal vez sea esto
mucho esperar de un mundo que cree que su origen está en el sueño y que lo
mayor es un futuro cuantitativo.
Podría decirse que las artes tradicionales son una sola que se expresa de
maneras diferentes según sea su soporte simbólico, y que se presentan como
los vehículos a través de los cuales se expresa una misma Doctrina o
Enseñanza, de orden trans–histórico, tal cual la verdadera esencia del cosmos
y del hombre, a los cuales vincula en una realidad que los trasciende. Si el
cosmos manifiesto no es sino un vehículo de revelación, él mismo es para ser
trascendido.
Para los pueblos tradicionales las obras de arte no eran distintas de su utilidad
cotidiana y se constituían en la expresión y el soporte de su conocimiento del
cosmos, al que no se consideraban ajenos. Y su cultura no era algo diferente
de su existencia, con lo cual podían identificarse plenamente con ella, siendo
también símbolos vivos y actuantes. Es sólo para un pueblo que se maneja con
los restos más o menos lejanos de lo que un día fue su Arte y que ha olvidado
o distorsionado los principios que lo informaban, que la cultura se ha
convertido en algo que se posee o se adquiere y con lo que generalmente se
carga, constituyendo un "bagaje" que apenas sirve para ganarse el pan en un
medio dominado por intereses puramente cuantitativos, que se empeñan en no
dejar escapar a nadie de su juego. O como un valor añadido al ser del hombre
y la cultura, preñado de supuestos que obedecen a las vicisitudes más
cambiantes y que apenas incluyen que la verdad sea algo más que un
etiquetado consumible, útil para los intereses del mercado.
Volviendo a las distintas formas del arte, o de sus producciones, puede verse
que predominan o se desarrollan más unas u otras en las culturas según sea el
modo de vida de los pueblos de que se trata. Así, al nómada que se desplaza
según el tiempo, el propio paisaje se le renueva y se mantiene hasta cierto
punto como virginal, permitiéndole que su propia historia no sea diferente
esencialmente de su modelo mítico, que tanto puede leer en el movimiento de
los astros como recordar sintéticamente a través de la palabra, la danza o la
música que son artes propias del tiempo y del ritmo. La memoria de la
cosmogonía se expresa en la narración mítica, el canto conmemorativo, la
danza sagrada, pero también en el modelo de sus tiendas y campamentos, en
sus pinturas y bordados, en sus ritos específicos y en todo en lo que traza la
impronta de su ser mítico. El nómada apreciará más fácilmente la hospitalidad
de la tierra.
La teoría (de theorein = contemplar) de los ciclos está desarrollada sobre todo
en la tradición hindú, que recoge ciclos tan extensos o tan pequeños, con
respecto al hombre, que exceden cualquier esfuerzo imaginativo y
devolviéndonos al presente proporciona también la idea de un ciclo
prototípico o arquetípico, un ciclo simbólico que ya no puede entenderse en
forma sucesiva. La antigüedad clásica también conocía algo semejante puesto
que hay referencias de las cuatro edades de la humanidad como edad de oro,
de plata, de bronce y de hierro. A ésta última –y a un estado avanzado de ella–
correspondería el estado contemporáneo, caracterizado por una pérdida u
ocultamiento de la tradición. También, al principio del ciclo corresponde la
montaña, luminosa y evidente, y al final la caverna, oscura u oculta, imágenes
ambas del centro espiritual. Queremos destacar aquí algo que se relaciona
también con la aritmética o numerología sagrada: la proporción de las
duraciones asignadas a esas eras o "edades" que constituyen el ciclo de una
humanidad y que es la de 4 (edad de oro), 3 (plata), 2 (bronce) y 1 (hierro), en
la que podemos ver que la primera aparecería como completa o entera
representando la integridad del ciclo y las demás suponen una pérdida u
oscurecimiento de alguna dimensión de él. Así como se puede ver que, al ser
su suma 10, y 10 = 1 + 0 = 1, el ciclo entero, considerado como sucesivo, no
es sino una modificación aparente de su unidad esencial, transcurso que sin
embargo es causal respecto al encadenamiento cíclico.
Tenemos que decir aquí, que estos datos tradicionales, como los que
pertenecen a la doctrina de los ciclos cósmicos, forman parte del corpus de la
Tradición, transmitida como una herencia sagrada desde la noche de los
tiempos. Que el hombre individual no podría inventarlos y ni siquiera
descubrirlos, pues proceden de una dimensión suprahumana y suprahistórica.
Si podemos conocerlos es gracias a la obra de quienes, precediéndonos en la
historia, se manifiestan como las voces que vehiculan una Enseñanza, o unas
Ideas que se refieren al Principio mismo, y que pueden así tender un puente
que permita la salida de la rueda de las cosas.
Es evidente que para que eso sea posible, algún eco ha de despertar en su
interior el mensaje tradicional, por muy lejano que le pareciera al principio el
asunto, si es que ha tenido la "fortuna" de entrar en contacto con él, que
devuelve a aquél que puede recibirlo con la disposición adecuada, el
conocimiento de la esencia simbólica de la existencia y la posibilidad de
trascenderla.
Así puede entenderse que Binah, aun siendo uno de los principios ontológicos
(los que se refieren al ser) está situado a la cabeza de una de las columnas
laterales del modelo cabalístico. Si las sephiroth poseen una cara luminosa
que mira a Kether y otra "oscura" que mira a Malkuth, la parte de Binah que
mira a Kether –y en la cual se refleja Hokhmah– no refleja otra cosa que su
unidad, o que a él mismo, es decir algo "anterior" a todo el despliegue del
cosmos, que en él no es distinto del Principio. Por otra parte, esos tres
principios son inmanifiestos y no los separamos sino viéndolos desde lo
analítico, al considerar al Principio como susceptible de un conocimiento
dual.
En tanto la luna está sobre nosotros, la descripción del mundo nos ocultará la
realidad del principio aquí y ahora. Lo virginal no entiende de lo compuesto,
aunque pueda acompañarlo, y es necesario olvidar un mundo, o una visión del
mundo, para que pueda darse otra que ya no será un reflejo. Entonces el
símbolo será absorbido en lo que siempre estuvo simbolizando, podrá mostrar
un rostro único y verdadero, arquetípico, un nombre que todas las voces
estarían pronunciando aun sin saberlo, tanto las que lo expresan en términos
afirmativos como en los negativos. Y si después de esto, aún está aquello de lo
que nada puede decirse, hay que recordar que el misterio sólo se revela a sí
mismo.
Si los números nacen de la suma de la unidad consigo misma, quiere decir que
en cuanto los consideramos como teniendo una realidad diferenciada por sí
mismos ya los vemos de manera cuantitativa.
Frente a esa realidad esencial nada tienen que ver las consideraciones
cuantitativas. Dice la cábala que cuando las cualidades del Principio están
entrelazadas se les llama Tiphereth. Es pues la energía mediadora por
excelencia y en esa realidad no discursiva se da la conjunción de la verdad y
la.vida.
Siendo el corazón del Arbol Sephirótico, encarna la idea de centro, cosa que
también manifiesta el símbolo del sol astrológico y el del oro alquímico,
formado por el círculo más su punto central, símbolo susceptible de tantas
relaciones que no se podría soñar aquí ni en una breve ojeada sobre ellas.
J. V. Andrae, alzado de Cristianópolis
Tal vez sea oportuno decir aquí que los símbolos son el espejo de una realidad
interna oculta siempre en nuestro corazón; que ellos generan y apoyan la
certeza, conduciéndonos, al nombrar y señalar la naturaleza de las cosas, al
"lugar" donde se oye la voz infalible. Los símbolos son vehículos que nos
llevan al conocimiento y a un conocimiento que se identifica con el ser.
Para los que nos ha tocado nacer en un mundo que ha presupuesto también la
palabra, a la que suele ver como el instrumento insuficiente de una
comunicación horizontal –sin darse cuenta de que para ver algo horizontal es
necesaria al menos la intuición de lo vertical– existe todavía la magia de la
etimología que puede devolver, al menos hasta cierto punto, la evidencia de
un origen esencialmente unitario del lenguaje, que caracteriza al hombre en su
función evocadora de la memoria viva del cosmos, al cual no es para nada
ajeno.
Sin duda hay en todo esto un secreto, que tiene que ver con lo que siempre
será inexpresable por cualquier discurso y que es lo mismo que hace de los
símbolos y de lo simbólico el modo apropiado de expresión. Y esto le toca no
sólo a los símbolos y mitos acunados como síntesis didáctica de. la naturaleza
del Ser, sino al hombre mismo en tanto que, además de símbolo él mismo, o
precisamente por ello, puede no sólo leerlos sino identificarse plenamente con
lo que está más allá de ellos.
Podemos entender entonces cómo las artes, para el hombre tradicional, o para
las sociedades tradicionales, no eran algo hecho para otra cosa, sino la propia
expresión de una realidad metafísica –secreta–, expresión acorde con su
propia vocación, que no fue otra cosa que su identidad en un mundo y por lo
tanto su destino en él, el que, cumpliéndolo, pudo ser el soporte de una
realización simultánea y atemporal que se refería a su más profunda identidad
y de lo que sin duda eran perfectamente conscientes, a la cual corresponde el
verdadero esoterismo.
BIBLIOGRAFIA
– Id. Símbolos Fundamentales de la Ciencia Sagrada, Ed. Eudeba, Bs. As. 1989.
– Federico González. La Rueda, una Imagen Simbólica del Cosmos, Ed. SYMBOLOS,
Barcelona 1986.
– Leo Schaya. El Significado Universal de la Cábala, Ed. Dédalo, Bs. As. 1986.