En El Infierno Santiagueño
En El Infierno Santiagueño
En El Infierno Santiagueño
Me acordé de todos los animales que vi agonizando bajo el sol, en las llanuras
requemadas por la sequía. Me acordé de las cabras alunadas, medio cegadas. Cuando
escuchan el paso de un caballo se desprenden de la espesura del monte como brujas
enloquecidas, girando sobre sí mismas; me acordé de las vacas noblemente postradas en
el centro de los salitrales, apoyadas sobre sus manos, la cabeza tiesa, fermentando vivas
durante todo e día bajo un sol de sesenta grados. Me acordé de los caballos moribundos,
inmóviles a la sombra de un cardón gigante, que como un candelabro de siete brazos les
iluminaba de blancuras de muerte, y también me acordé de otros caballos ya caídos en el
suelo arenoso, en la pradera de hierbas amarguísimas, y pensé en mi fiebre dulcificada
por una naranja ...
Luciérnagas gigantes se movían en el espacio de la noche, poblado de hediondas ráfagas
de putrefacción. Y después me acordé de los seres humanos que había encontrado entre
las paredes de barro, viejos, niños demacrados, ancianos ciegos, acercando sus bocas a
latas cargadas con aguas nauseabundas que provocan vómitos y cólicos. Ellos igual que
las bestias estaban condenados a muerte. Y entonces me dije:
– Es necesario hablar del drama que vive estos días Santiago del Estero. Es necesario
eludir las palabras suaves que sirven para emboscar la verdad y tornarla gris. Es necesario
narrar sin temor de horrorizar a lla gente, de asquear a la gente con el espectáculo
espantoso de un caballo que se pudre vivo bajo un sol de fuego; es necesario narrar el
espectáculo que ofrece una vaca refugiándose moribunda en un rancho abandonado, para
terminar de morir allí entre cerdos muertos de hambre que embisten con el hocico su
vientre aún vivo.
Me incorporé bajo la noche cuajada de estrellas, rodeada de bultos negros, perros
dormidos y me dije:
– HAY QUE GANAR EN BUENOS AIRES UNA BATALLA POR ESTOS POBRES
NIÑOS SANTIAGÜEÑOS, POR ESTOS ANCIANOS, POR ESTAS MUJERES, POR
ESTAS VACAS, POR ESTOS CABALLOS. QUE SE SEPA EL HORROR DE SU
MUERTE, DE SU ANEMIA, DE SUS ENFERMEDADES, DE SUS PESTILENCIAS.
QUE SE SEPA DE QUE MODO ESTAN ABANDONADOS POR LA SOCIEDAD Y
POR LOS GOBIERNOS. EN REALIDAD, VOY A HABLAR DE UNA PROVINCIA
DE MUERTOS VIVOS. LA UNICA DIFERENCIA QUE GARDAN CON LOS
CADAVERES ES QUE AUN NO HAN SIDO SEPULTADOS EN EL MONTE.
En la noche poblada de chirridos misteriosos, surcada de verdosas luciérnagas gigantes,
bajo el gran cielo estrellado, que me hacía respetuoso de todo lo creado, me dije:
– Es necesario contar el drama que vive Santiago del Estero. Contarlo sin piedad de
lastimar a nadie. Sin piedad de la literatura y sin piedad del estómago de los lectores. Es
necesario escribir con tal fidelidad lo que he visto, que cuando mis frases lleguen a ciertas
partes la gente se tape las narices, asqueada y avergonzada. No importa. Es la verdad. La
verdad de un pueblo que se muere de hambre y de sed y, por lo tanto, debe ser escuchada.
Escribo desde el infierno, bajo un techadillo de paja, en un rancho del monte. Bocanadas
de aire recalentado, como por las cortinas de un radiador infernal, llegan hasta la sombra.
En el suelo, a mi lado, hay tumbados varios perros: las únicas gallinas que se pueden
encontrar en varios kilòmetros a la redonda; un pavo, con su moco escarlata caído sobre
el pecho, dormita junto a un gatito que parece un pequeño león. A mi lado se han
refugiado todas las bestias sobrevivientes de una estancia sobreviviente.
Por momentos, el aire llega cargado de miasmas de putrefacción. Puedo en este mismo
momento levantarme, salir a la puerta de mi rancho santiagueño y señalando diversas
partes del horizonte de fuego, decir:
– Allí agoniza una vaca; allá, tras de aquellos algarrobos, se está muriendo, agotada por la
sed, una tropilla de caballos; en aquel najo, un enjambre de moscas hierve en torno de los
ojos de una vieja ciega, cuyo marido ya no puede salir a buscarle agua porque su último
caballo ha muerto de sed.
Voy a contar los horrores que vive el pueblo santiagueño ...