Vengo A Verle, Señor Beniel

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Vengo a verle, señor Beniel. J.P.

Molina Cañabate

Vengo a verle, señor Beniel


Del volumen El ingenio las engendró, que recoge las narracio-
nes finalistas del I y II Premio de Narración Breve de la Univer-
sidad Nacional a Distancia (UNED). 1992.
© Juan Pedro Molina Cañabate
Todos los derechos reservados

Uno

Cuando a mi consulta llega la derrochadora esposa o el


infiel marido, no pasa nada, al menos, nada raro. Es lógico que
alguien, harto, angustiado por la vida rápida y neurótica o, por el
contrario, del tedio rutinario, decida enderezar su vida. Pero
cuando se te presenta una fantasía, un mito, un personaje de
película que quiere cambiar el guión, se te caen todos las
Tratados de Psicología encima, y piensas que eres tú quien
debe visitar a un colega de profesión.
Y me encuentro así porque, cuando esa mañana me visitó
Ingrid para contarme lo que sucedió, y sucede, en realidad en
Casablanca, me convencí por completo de que su neurosis era
irreversible. Ya lo sabía antes de que, con su presencia de
satén, la señorita Bergman se sentase frente a mí acompañada
de su maleta llena de partituras, y con sus ojos de celuloide me
dijera: "Son para que Sam las toque de nuevo". Cansada, se
quejó de su eterno insomnio, producido por las estancias en la
ciudad árabe, mil veces repetidas. Además, un tipo que regen-
taba un café americano la perseguía día y noche. No de una

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manera donjuanesca, con los detalles de un cortejo diecioches-


co, sino de una forma cínica y ruda, desagradable al principio,
pero con unos resultados inesperados y sorprendentes des-
pués. Esta era la causa del delirio de Ingrid Bergman. Cada vez
que se proyectaba la película, ese tal Humphrey la seducía con
ese cariño tan poco ortodoxo. Y lo malo era que a ella le gusta-
ba hasta tal punto de querer cambiar el final del guión, el final de
Casablanca; deseaba quedarse allí. "Por dentro, Bogart es un
pedazo de pan", me aseguró.
-Así que usted y él cambiarían toda la historia -la pregunté
en mi consulta.
-Yo, al menos, sí; él, no sé, porque tampoco lo hemos
comentado mucho. Podría decirse que nada. Pero sé, cabezo-
nerías de mujer, que él también quiere. Tampoco soy con él un
libro abierto porque, como usted comprenderá, tampoco voy a
arrastrarme por cualquiera del que está enamorada.
Difícil, esta Ingrid. Pero tan normal, tan común por todas
partes. Más de una paciente con el apellido Bergman ha venido
desde entonces a mi consulta casi todas las semanas. Siempre
con la misma historia: convencida de ser la campeona en el
mirar, en el moverse, en el hablar, espera a que ocurran todos
los acontecimientos. Ni un paso adelante, ni una palabra de más
dirá Ingrid para no dañar su plateada femineidad. Esta inactivi-
dad la llegó a pesar demasiado, ya que a menudo obraba contra
su voluntad. Y que no se le ocurra a Humphrey considerar que
sus estilográficas o su colección de pasacorbatas merecen más
cuidado o, peor aún, que la ignore a ella de palabra y de cabe-
za, pues Ingrid, en un arrebato de orgullo, endulzará más sus
ojos. El carmín de sus labios será más naracado, marcará más
las caderas, hará infinita la costura negra de sus medias negras,
pero no le dirá a Humphrey que pidió a Sam que tocara esa
canción de nuevo para recordarlo.
Así que nunca cambia. He de reconocer que la señorita
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Bergman me adormiló con la cadena lenta de sus palabras.


Nada, ni el Título de Licenciatura colgado en la pared, ni mis
apuntes, me recordaban que era yo quien la sometía a pregun-
tas freudianas.
-Dígame qué ve en estas formas.
-Parecen manchurrones de tinta.
-Tenga más imaginación y dígame qué le parecen.
-Esta, la entrada de un café americano en Casablanca;
esta otra, un piano, un piano pequeño y con ruedas en donde se
sienta Sam. Sin embargo, esta otra imagen, parece un frac
blanco, sí, un frac blanco con una pajarita negra.
En efecto, ella llevaba muy dentro la película de su propia
vida.

Dos

Durante varios días dudé de la veracidad de esta visita; es


difícil creer que ni las ilusiones están contentas. Por eso lo
cuento, porque me es imposible callar. "Espero que guarde esto
como un secreto profesional", me dijo Ingrid Bergman. Mis
nervios, perdidos por completo. Era como si a la Maruja del
segundo derecha, mientras fríe boquerones, se le aparece
Escarlata O'Hara con su "Juro ante Dios que jamás volveré a
pasar hambre". Entonces Maruja iría en chanclas al mercado y
le contaría a la frutera que se codea con los grandes de Holly-
wood. Al verse no atendida, quien vendría a la consulta sería
Maruja y no Escarlata al Auxilio Social a por un plato de sopa.

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No acabó todo. Mi cansancio se acrecentó cuando la


Revista de la Salud me encargó un pequeño relato que pudie-
sen publicar acerca de alguna situación inverosímil, fuera de lo
corriente, producida por el fuerte ritmo de vida, por el estrés.
Más tarde, cuando una voz seca pidió cita para el martes, no
adiviné qué me esperaba. El martes, al oír: "Me dio cita para
hoy, amigo", me di cuenta que su voz sonaba más nasal, más
gangosa. Se le adivinaban más arrugas que en la pantalla, pero
Humphrey supo guardar el tipo. Colgó su sombrero y su gabar-
dina, y me aseguró que escucharía algo increíble:
-Ya ve, quiero cambiar el final del guión.
-No me diga, la primera vez que escucho una cosa así -
mentí.
-Pues créaselo, amigo. Yo también creía que un galán con
alma de película no podía decidir por sí mismo, sino que él
tendría que decidir por los demás. No sabe la cantidad de
espectadores que fuman mi marca de tabaco. Pero, comprén-
dame, estoy cansado de ver el avión de siempre, al que subirá
ella; estoy harto de presenciar su marcha hacia el hogar conyu-
gal mientras me fumo el pitillo eterno, inacabable, del héroe
víctima, del duro sin remedio. Pienso que a usted también le
aburriría la misma parodia obligada por la proyección continuada
de la película.
-¿Y no hace nada para remediarlo, señor Bogart?
-Si supiera. Sin frutos, grité mil veces al otro lado del
celuloide que me echaran una mano. Pero nada, el ambiente
cargado de mi café marroquí no alteró la sordera de los guionis-
tas. Estoy realmente preocupado.
-Tranquilo, no es el único que viene a poner una buena
banda sonora a su película.
-Pero seguro que seré el único con corazón de cinemas-

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cope. Reconozco que soy algo distinto. No le molestará el


humo, ¿verdad?
-A todos nos gusta sentirnos distintos. Además, lo sé todo.
-¿Cómo dice?
-No malinterprete. Digo que la suya es una reacción muy
común.
El tampoco sabía que Ingrid me había contado todo
acerca de su relación. En realidad, ninguno de los dos sabía
nada del otro, sólo lo referido al papel que representaban en la
película. Y eso, a fin de cuentas, era ficción.
-Ella me dejó tirado en París, con Sam. Algo imperdona-
ble, que debería tener yo ahora en cuenta, pero no quiero.
-Y se olvidó de usted porque sí, sin ningún motivo.
-Lo que voy a contarle no lo sabe nadie: no salió en la
película. Todo empezó cuando la llevé a un restaurante italiano;
es demasiado tópico uno francés en París. Por aquel entonces
yo no tenía renombre, ni dinero, no regentaba ningún café con
casino clandestino, y no fumaba Chester, sino Ducados. No se
ría ni le parezca estúpido; nunca lo he confesado para no dar
mala imagen. Todo era de ensueño: música, velas, tranquilidad.
Tras hablar de la Legión Francesa, de la política del Sahara
occidental y del desorbitado precio de las lechugas marroquíes,
en un arrebato, le pedí un beso.
-Así, sin más.
-En aquellos días yo era distinto: aún no sabía decir eso
de "Muñeca, conocí mejores labios en Tánger", o esto de
"Aparta, no tengo tiempo para tonterías".
-¿Qué pasó luego?
-Que me quedé igual que antes, igual que ahora. Pero eso

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no es lo malo: tengo muchas otras para elegir. Lo verdadera-


mente malo es que quiero cambiar de guión por esa, precisa-
mente. Esa y no otra.
Dos tranquilizantes me ayudaron a olvidar todo a los diez
minutos de la marcha de Bogart de mi consulta. No asimilé nada
bien su "Volveremos a vernos".

Tres

"Pareces cansado", me dijo mi mujer al llegar a casa. Así


era. Los chicos estaban a punto de llegar del colegio, casi me
olvidaba de ellos. Últimamente me ocurría esto con frecuencia,
algo que se extendía a mi mujer, a mi hermano, a los vecinos, a
la asistenta, al portero. Un círculo de desgana, del cual yo era el
centro, se extendía por todo lo que me rodeaba; un comecome
lento, pero que engullía todo. Al lado del sofá se apilaban los
ejemplares de la Revista de la Salud, lo que me trajo a la
memoria mi compromiso con aquella revista. Estaba pillado: no
tenía ningún caso especial sobre el que escribir. Pensé en aquel
adolescente que me visitó con tres gafas de sol, una encima de
la otra. "Es que me gusta tenerlas todas a mano", me decía. "Le
confieso que soy un apasionado de la estética". O aquel em-
pleado de Telefónica que sentía un tremendo asco por todo lo
que tocaba, y se lavaba las manos cada diez minutos. Y aquella
esposa de un abogado, que veía siempre a jóvenes barriobaje-
ros persiguiéndola, con toda seguridad brutales violadores. Todo
un escaparate de anécdotas sin decidir. Se me ocurrió contar lo
que le pasaba a alguien destrozado por los nervios y el abando-
no. Todo real, sin exagerar un ápice. A ese alguien -yo, por

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ejemplo- se le aparecen Humphrey Bogart e Ingrid Bergman:


dos modelos de hombre y mujer, en búsqueda uno del otro, pero
con el inconveniente de que son un mito. Y eso les pesa. Me
gustó la idea y, más aún, el empezar a escribirla. Lástima no
haber tenido un encargo así antes, pensé al ver el primer folio
escrito.
Terminé el cuento a las dos semanas. Durante esos
quince días aproveché horas por costumbre dedicadas al sueño;
arañaba minutos de reloj para limar una frase, una palabra. ¿Y
por qué haces eso si no sacarás ni un duro ni apenas las
gracias? Porque, sinceramente, se convirtió en algo sólo mío, en
una casa construida párrafo a párrafo por mí, aunque algún
ladrillo encajase mal o se notara la falta de yeso. Llegué a una
situación en que no me importaba la Revista, o que dijeran que
el cuenta era bueno o malo. Buscaba crear, crear otra vida que
no fuera la de la consulta, la del neurótico que odia sus propias
manías, la de las pastillas por prescripción facultativa. Tampoco
me importó repetir mil veces los gestos mecanografiados de
Humphrey o la nicotina de sus dedos, ni la cara de Ingrid en su
primera visita. Este cambio tan brusco, este edificio levantado
de forma tan rápida, me presentó el relato que había escrito
como una narración todavía inconclusa, maleable, sin fin. Pero
ya no podía trabajarlo más.
Por la tarde, cuando el duro de la historia me llamó por
teléfono, me arrepentí de haberlo conocido.
-Oiga, dígame ahora mismo por qué dice lo nuestro en ese
relato. Me ha molestado, amigo, y mucho -sentenció Bogart.
-Soy libre de escribir lo que quiera: no pienso pedirle
perdón.
-Oiga, si sigue con sus maravillosas ideas, como ese
cuento, no ojearán más sus folios ni le mirarán más a la cara.
¿No se ha dado cuenta? A mí ya me han escrito en cientos de

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relatos, me han parodiado en alguna que otra película, y mi cara


ha sido plasmada en millones de postales, mecheros y cenice-
ros. Le consideraba más inteligente.
-No se lo discuto. Ya sé que ha tomado parte en otros
cuentos, en otras películas, en otras parodias de películas. Pero
yo no quiero engrosar esa lista de carteles para colgar en la
habitación del joven desconcertado, ni de ceniceros para los
fumadores de su misma marca de tabaco o de su misma
manera de fumar. Sólo quería escribir algo que fuera verdad,
pero a mi manera.
-Pues se lo prohíbo. Estaría bueno: usted no puede
manipular a un mito.
Se quedó a mitad de de palabra cuando colgué el teléfo-
no. No comprendía cómo pudo enterarse de mi relato. Sentía,
también he de reconocerlo, cierta vergüenza: no me gustó que
me juzgasen de antemano, y menos quien lo hizo. Todo augu-
raba un mal final, pero no todos los personajes habían tomado
parte en mi historia. Todavía.

Cuatro

Era imposible abandonar tan pronto el parque, con ese sol


veraniego de tarde tranquila y luminosa. Sostenía en mis manos
todo el aburrimiento del mundo disfrazado de periódico y, de vez
en cuando, un balón corría delante de un niño torpe ansioso de
atraparlo.
-¿Qué pasa por el mundo?

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Oí detrás de mí. Me giré. una silueta alta se apoyaba, al


contraluz, en el respaldo de mi banco.
-Hacía veranos que no sufríamos este calor -continuó-. Lo
de "qué pasa por el mundo" se lo digo por el periódico.
-Nada interesante: me ha pillado justo cunado leía la
cartelera de televisión.
Sólo faltaba él. Primero creí que era alguien en busca de
cinco duros para el metro, o que era un camello, o un Testigo de
Jehová. Pero más tarde, cuando vi su gran cara y sus ojos
saltones, me convencí de que era él: Sam.
-¿Me permite que lo acompañe? -preguntó tímido.
-Hombre, faltaría más. No sabe las ganas que tenía de
encontrarme con usted; es que el relato, sin su presencia,
estaba incompleto.
Sam me confesó que recorría todos los parques de Madrid
en busca de alguien que le alegrase el día. "Y ese alguien hoy
puede ser usted, señor Beniel". Había conocido a las más
extrañas dueñas de perros, a los más solitarios corredores
matinales, y a las miradas más cansadas de jubilados con y sin
bastón. Después, Sam les dedicaba una melodía que no
tardaba en componer, para así tenerlos siempre en la memoria.
-Si me presta atención, le compondré y dedicaré una
pieza. Espero que no se niegue.
-En absoluto. Además, le daré toda la conversación que
me queda.
Contesté halagado, mientras me parecía enorme la
capacidad de Sam para que el compás de sus palabras entrase
en otros oídos.
-Verá. Es acerca de su relato: ese cuento es vital para mí.

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no consienta que Bogart e Ingrid cambien el final de la película.


No lo haga. Desde la primera proyección estoy enamorado de
ella. Alterar el final del guión supondría que él se la quedara. Y
con el desenlace tradicional no será para ninguno de los dos.
Además, estoy cansado de que la gente me vea como el fiel
escudero de Bogart; no comprenden que eso es sólo una
película.
-Ya me imaginaba su reacción.
-Humphrey, en realidad, no puede vivir sin bastón. En su
alma, más atrás del cinemascope, es un cojo de corazón y
mente. Y lo que más me repatea es que me pida eso de "Tócala
de nuevo, Sam". ¿Ha oído? Como si él la hubiese compuesto.
El no lo sabe, pero la escribí para ella.
-Es usted un romántico.
-Exigencias del guión. Compuse la canción en París y,
cuando ella me lo pedía, le explicaba el porqué de la tristeza de
un mi, la dulzura de un sol, o la dulzura de un fa. No sabe
cuánto puede expresar una melodía compuesta para alguien.
Por cierto, ¿su cuento es para alguien? Lo malo de este asunto,
doctor Beniel, es que ella no entiende nada.
-O no quiere entender, Sam, o no quiere entender. Mire,
yo tuve un amigo pintor. Dedicó a cierta mujer muchos de sus
cuadros, que resultaron ser los mejores. Al igual que usted,
pintaba paisajes infinitos, llenos de tonos cálidos. Se los entregó
durante años. Un día, cansado de esperar, pintó como protesta
un autorretrato en azul y gris, que acompañó con un severo
discurso. Ella dijo "Anda, Julián, pero si el tipo de este retrato es
exactamente igual a ti". Hay cosas que no tienen remedio y sólo
tienen salida en el buen humor.
Era cierto, algunas cosas se nos presentan sin remedio. A
veces de golpe, de forma inesperada, como la visita de Ingrid y
Humphrey; otras viene de atrás, de mucho más atrás, adonde
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no llegó la memoria de la cámara, donde los guionistas no


miran, donde el celuloide es sólo translúcido. Hay cualidades
que, sin quererlo, no desisten en su empeño de acompañar a
ciertos personajes. Así, la soledad de Sam no me cogió de
imprevisto: no sorprende ninguna soledad sociable, ésa que se
arrastra a mansalva por los parques, por las aceras, por los
pasos de cebra, por encima de los monigotes verdes y encarna-
dos de los semáforos. Esa borrachera que repta por la ciudad, y
que Sam se sacó de los bolsillos cuando terminó nuestra
conversación.

Cinco

"Esto es insostenible", me dijo mi mujer. "De un tiempo a


esta parte estás ido, completamente ido, irreconocible. Andrés,
no sé qué te habrá pasado en la consulta últimamente, pero en
todos los años que llevamos casados no te he visto igual". No
se lo pude discutir: las verdades grandes como montañas,
macroverdades, no se pueden esconder ni rebatir. Dos meses
sin sacar a los niños de casa, sin cumplir con las santas obliga-
ciones un padre. "Y dos meses, Andrés, para unos hijos es
mucho tiempo". Qué tonterías, seguro que mis hijos irán al
parque dentro de algunos años, y no se habrá movido de sitio.
"Ni me llevas al cine, ni al teatro". Lo admitía: la Guía del Ocio
no presentaba nada interesante en los teatros de la capital.
"Una ruina, una ruina". Era cierto, una ruina.
-Andrés, te llaman por teléfono.
Me avisó enérgica después de la regañina. "Su voz me
suena a película", me susurró tapando el auricular con la mano.

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-Oiga, Beniel. Soy Bogart; no se preocupe en terminar su


cuento: se ha vuelto a ir en avión. Y mire que lo intenté, pero
voló de nuevo.
-¿Cómo ocurrió, Humphrey?
-Pues como siempre: el marido, ella, yo, el avión en
segundo plano. Que si es una buena mujer, amigo; que si
llévatela porque es excepcional. Y luego me fumé el pitillo
cuando las hélices empezaron a rotar.
-Es una pena.
-Tranquilo, Beniel, estoy acostumbrado. Son muchas
proyecciones con el mismo final.
-No, si no lo digo por usted, lo digo por el relato, que se
me ha chafado.
-Me saca de quicio, doctor.
Se despidió Bogart con desdén rutinario y sin hablar nada
sobre mis honorarios. También se me presentaba la duda de
qué iba a decirles a los de la Revista de Salud. Las circunstan-
cias me empujaban a escribir unas líneas sobre El esquizofréni-
co y las ilusiones ópticas. Muy aburrido si tenía en cuenta que
mi artículo iría al lado de otro que se titulaba Las uvas, energía
contra todo mal.
-Andrés, hoy no paras: tienes otra llamada.
Era Sam quien ahora me llamaba por teléfono. Me contó
que Ingrid partió en avión; llevaba el mismo traje e incluso la
misma mirada que en todos los finales. "Antes de marchar,
señor Beniel, me llamó por teléfono: Sam, si no fuera por
exigencias del guión, me quedaría contigo para siempre. Nos
iríamos a Philadelphia, donde mi asistenta negra prepara unas
natillas para chuparse los dedos, eso me dijo. Le pregunté a mi
amigo pianista cómo esquivó esas natillas y esa mirada tan

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cálidamente opaca que tienen todas las Ingrid. "Pues qué iba a
decir: la verdad: que de todas formas ya no la necesitaba. Ayer
mismo, me senté a una semicorchea en las rodillas y me dijo te
quiero, cariño. ¿Para qué quiero más?"
Escuché a Sam con satisfacción; no me defraudó. Era el
final más lógico para su propia historia, no importaba el veredic-
to de la Metro para Bogart, para Ingrid Bergman, para todos los
que caminan con andares de mafioso o beben con aire de
heroína tímida. Sam se dedicó a sí mismo su mejor canción. "Y
lo siento por usted, por todo este trabajo que le hemos dado".
No importa, Sam, me lo he pasado bien. Lo más difícil será
encontrar a alguien como vosotros para escribir. Lo mejor será
que escriba desde ahora sobre mi mujer, que se las trae, o
sobre algún tipo inclasificable.
Se acabó todo. Mi esposa no me reprocharía más que los
niños no van al parque. La tranquilidad momentánea se inte-
rrumpió con el timbre de la puerta. "Abre, Andrés". El timbre
dulzón sonó de nuevo. Ya voy, ya voy. Abrí la puerta y me
encontré con dos hoyuelos, un bigote fino y unos ojos entre-
abiertos, dispuestos a mantener conversación. Vestía como un
terrateniente sudista en la Guerra de Secesión, calzaba botas
altas y llevaba en la mano un sombrero de ala ancha. "Me
dijeron que viniera a usted, señor Beniel. Tengo un problema
con una señorira, una mujer con carácter llamada Escarlata
O`hara. Me presentaré: mi nombre es Gable, Clark Gable. ¿Por
qué se sonríe tanto, Beniel?
El no lo sabía, pero ya podía escribir el final del relato. En
una noche, en mil más.

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