La Muerte de Los Arango-José María Arguedas

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La muerte de los Arango

[Cuento. Texto completo.]


Jos Mara Arguedas
Contaron que haban visto al tifus, vadeando el ro, sobre un caballo negro, desde la otra
banda donde aniquil al pueblo de Sayla, a esta banda en que vivamos nosotros.
A los pocos das empez a morir la gente. Tras del caballo negro del tifus pasaron a esta
banda manadas de cabras por los pequeos puentes. Soldados enviados por la
Subprefectura incendiaron el pueblo de Sayla, vaco ya, y con algunos cadveres
descomponindose en las casas abandonadas. Sayla fue un pueblo de cabreros y sus
tierras secas slo producan calabazas y arbustos de flores y hojas amargas.
Entonces yo era un prvulo y aprenda a leer en la escuela. Los pequeos deletrebamos
a gritos en el corredor soleado y alegre que daba a la plaza.
Cuando los cortejos fnebres que pasaban cerca del corredor se hicieron muy
frecuentes, la maestra nos oblig a permanecer todo el da en el saln oscuro y fro de la
escuela.
Los indios cargaban a los muertos en unos fretros toscos; y muchas veces los brazos
del cadver sobresalan por los bordes. Nosotros los contemplbamos hasta que el
cortejo se perda en la esquina. Las mujeres iban llorando a gritos; cantaban en falsete el
ayataki, el canto de los muertos; sus voces agudas repercutan en las paredes de la
escuela, cubran el cielo, parecan apretarnos sobre el pecho.
La plaza era inmensa, creca sobre ella una yerba muy verde y pequea, la romesa. En el
centro del campo se elevaba un gran eucalipto solitario. A diferencia de los otros
eucaliptos del pueblo, de ramas escalonadas y largas, ste tena un tronco ancho,
poderoso, lleno de ojos, y altsimo; pero la cima del rbol terminaba en una especie de
cabellera redonda, ramosa y tupida. "Es hembra", deca la maestra. La copa de ese rbol
se confunda con el cielo. Cuando lo mirbamos desde la escuela, sus altas ramas se
mecan sobre el fondo nublado o sobre las abras de las montaas. En los das de la peste,
los indios que cargaban los fretros, los que venan de la parte alta del pueblo y tenan
que cruzar la plaza, se detenan unos instantes bajo el eucalipto. Las indias lloraban a
torrentes, los hombres se paraban casi en crculo con los sombreros en la mano; y el
eucalipto reciba a lo largo de todo su tronco, en sus ramas elevadas, el canto funerario.
Despus, cuando el cortejo se alejaba y desapareca tras la esquina, nos pareca que de la
cima del bol caan lgrimas, y brotaba un viento triste que ascenda al centro del cielo.
Por eso la presencia del eucalipto nos cautivaba; su sombra, que al atardecer tocaba al
corredor de la escuela, tena algo de la imagen, del helado viento que envolva a esos
grupos desesperados de indios que bajaban hasta el panten. La maestra presinti el
nuevo significado que el rbol tena para nosotros en esos das y nos oblig a salir de la
escuela por un portillo del corral, al lado opuesto de la plaza.
El pueblo fue aniquilado. Llegaron a cargar hasta tres cadveres en un fretro.
Adornaban a los muertos con flores de retama, pero en los das postreros las propias
mujeres ya no podan llorar ni cantar bien; estaban oncas e inermes. Tenan que lavar las
ropas de los muertos para lograr la salvacin, la limpieza final de todos los pecados.
Slo una acequia haba en el pueblo: era el ms seco, el ms miserable de la regin por
la escasez de agua; y en esa acequia, de tanto poco caudal, las mujeres lavaban en fila,
los ponchos, los pantalones haraposos, las faldas y las camisas mugrientas de los
difuntos. Al principio lavaban con cuidado y observan el ritual estricto del pinchkay;
pero cuando la peste cundi y empezaron a morir diariamente en el pueblo, las mujeres
que quedaban, an las viejas y las nias, iban a la acequia y apenas tenan tiempo y
fuerzas para remojar un poco las ropas, estrujarlas en la orilla y llevrselas, rezumando
todava agua por los extremos.
El panten era un cerco cuadrado y amplio. Antes de la peste estaba cubierto de bosque
de retama. Cantaban jilgueros en ese bosque; y al medio da cuando el cielo despejaba
quemando al sol, las flores de retama exhalaban perfume. Pero en aquellos das del tifus,
desarraigaron los arbustos y los quemaron para sahumar el cementerio. El panten
qued rojo, horadado; poblado de montculos alargados con dos o tres cruces encima.
La tierra era ligosa, de arcilla roja oscura.
En el camino al cementerio haba cuatro catafalcos pequeos de barro con techo de paja.
Sobre esos catafalcos se haca descansar a los cadveres, para que el cura dijera los
responsos. En los das de la peste los cargadores seguan de frente; el cura despeda a los
muertos a la salida del camino.
Muchos vecinos principales del pueblo murieron. Los hermanos Arango eran ganaderos
y dueos de los mejores campos de trigo. El ao anterior, don Juan, el menor, haba
pasado la mayordoma del santo patrn del pueblo. Fue un ao deslumbrante. Don Juan
gast en las fiestas sus ganancias de tres aos. Durante dos horas se quemaron castillos
de fuego en la plaza. La gua de plvora caminaba de un extrerno a otro de la inmensa
plaza, e iba incendiando los castillos. Volaban coronas fulgurantes, cohetes azules y
verdes, palomas rojas desde la cima y de las aristas de los castillos; luego las armazones
de madera y carrizo permanecieron durante largo rato cruzados de fuegos de colores. En
la sombra, bajo el cielo estrellado de agosto, esos altos surtidores de luces, nos
parecieron un trozo del firmamento cado a la plaza de nuestro pueblo y unido a l por
las coronas de fuego que se perdan ms lejos y ms alto que la cima de las montaas.
Muchas noches los nios del pueblo vimos en sueos el gran eucalipto de la plaza
flotando en llamaradas.
Despus de los fuegos, la gente se traslad a la casa del mayordomo. Don Juan mand
poner enormes vasijas de chicha en la calle y en el patio de la casa, para que tomaran los
indios; y sirvieron aguardiente fino de una docena de odres, para los caballeros. Los
mejores danzantes de la provincia amanecieron bailando en competencia, por las calles
y plazas. Los nios que vieron a aquellos danzantes el "Pachakchaki", el "Rumisonko",
los imitaron. Recordaban las pruebas que hicieron, el paso de sus danzas, sus trajes de
espejos ornados de plumas; y los tomaron de modelos, "Yo soy Pachakchaki", "Yo soy
Rumisonko!", exclamaban; y bailaron en las escuelas, en sus casas, y en las eras de
trigo y maz, los das de la cosecha.
Desde aquella gran fiesta, don Juan Arango se hizo ms famoso y respetado.
Don Juan haca siempre de Rey Negro, en el drama de la Degollacin que se
representaba el 6 de enero. Es que era moreno, alto y fornido; sus ojos brillaban en su
oscuro rostro. Y cuando bajaba a caballo desde el cerro, vestido de rey, y tronaban los
cohetones, los nios lo admirbamos. Su capa roja de seda era levantada por el viento;
empuaba en alto su cetro reluciente de papel dorado; y se apeaba de un salto frente al
"palacio" de Herodes; "Orreboar", saludaba con su voz de trueno al rey judo. Y las
barbas de Herodes temblaban.
El hermano mayor, don Eloy, era blanco y delgado. Se haba educado en Lima; tena
modales caballerescos; lea revistas y estaba suscrito a los diarios de la capital. Haca de
Rey Blanco; su hermano le prestaba un caballo tordillo para que montara el 6 de enero.
Era un caballo hermoso, de crin suelta; los otros galopaban y l trotaba con pasos largos,
braceando.
Don Juan muri primero. Tena treintids aos y era la esperanza del pueblo. Haba
prometido comprar un motor para instalar un molino elctrico y dar luz al pueblo, hacer
de la capital del distrito una villa moderna, mejor que la capital de la provincia. Resisti
doce dias de fiebre. A su entierro asistieron indios y principales. Lloraron las indias en
la puerta del panten. Eran centenares y cantaron a coro. Pero esa voz no arrebataba, no
haca estremecerse, como cuando cantaban solas, tres o cuatro, en los entierros de sus
muertos. Hasta lloraron y gimieron junto a las paredes, pero pude resistir y mir el
entierro. Cuando iban a bajar el cajn de la sepultura don Eloy hizo una promesa:
"Hermano -dijo mirando el cajn, ya depositado en la fosa- un mes, un mes nada ms, y
estaremos juntos en la otra vida!"
Entonces la mujer de don Eloy y sus hijos lloraron a gritos. Los acompaantes no
pudieron contenerse. Los hombres gimieron; las mujeres se desahogaron cantando como
las indias. Los caballeros se abrazaron, tropezaban con la tierra de las sepulturas.
Comenz el crepsculo; las nubes se incendiaban y lanzaban al campo su luz amarilla.
Regresamos tanteando el camino; el cielo pesaba. Las indias fueron primero, corriendo.
Los amigos de don Eloy demoraron toda la tarde en subir al pueblo; llegaron ya de
noche.
Antes de los quince das muri don Eloy. Pero en ese tiempo haban cado ya muchos
nios de la escuela, decenas de indios, seoras y otros principales. Slo algunas beatas
viejas acompaadas de sus sirvientas iban a implorar en el atrio de la iglesia. Sobre las
baldosas blancas se arrodillaban y lloraban, cada una por su cuenta, llamando al santo
que preferan, en quechua y en castellano. Y por eso nadie se acord despus cmo fue
el entierro de don Eloy.
Las campanas de la aldea, pequeas pero con alta ley de oro, doblaban da y noche en
aquellos das de mortandad. Cuando doblaban las campanas y al mismo tiempo se oa el
canto agudo de las mujeres que iban siguiendo a los fretros, me pareca que estbamos
sumergidos en un mar cristalino en cuya hondura repercuta el canto mortal y la
vibracin de las campanas; y los vivos estbamos sumergidos all, separados por
distancias que no podan cubrirse, tan solitarios y aislados como los que moran cada
da.
Hasta que una maana, don Juregui, el sacristn y cantor, entr a la plaza tirando de la
brida al caballo tordillo del finado don Juan. La crin era blanca y negra, los colores
mezclados en las cerdas lustrosas. Lo haban aperado como para un da de fiesta.
Doscientos anillos de plata relucan en el trenzado; el pelln azul de hilos tambin
reflejaba la luz; la montura de cajn, vaca, mostraba los refuerzos de plata. Los estribos
cuadrados, de madera negra, danzaban.
Repicaron las campanas, por primera vez en todo ese tiempo. Repicaron vivamente
sobre el pueblo diezmado. Corran los chanchitos mostrencos en los campos baldos y
en la plaza. Las pequeas flores blancas de la salvia y las otras flores an ms pequeas
y olorosas que crecan en el cerro de Santa Brgida se iluminaron.
Don Juregui hizo dar vueltas al tordillo en el centro de la plaza, junto a la sombra del
eucalipto; hasta le dio de latigazos y le hizo pararse en las patas traseras, manoteando en
el aire. Luego grit, con su voz delgada, tan conocida en el pueblo:
-Aqu est el tifus, montado en el caballo blanco de don Eloy! Canten la despedida!
Ya se va, ya se va! A! A !
Habl en quechua, y concluy el pregn con el aullido final de los jarahuis, tan largo,
eterno siempre:
-Ah... ! Ya... ya! El tifus se est yendo; ya se est yendo!
Y pudo correr. Detrs de l, espantaban al tordillo algunas mujeres y hombres
emponchados, enclenques. Miraban la montura vaca, detenidamente. Y espantaban al
caballo.
Llegaron al borde del precipicio de Santa Brgida, junto al trono de la Virgen. El trono
era una especie de nido formado en las ramas de un arbusto ancho y espinoso, de flores
moradas. El sacristn conservaba el nido por algn secreto procedimiento; en las ramas
retorcidas que formaban el asiento del trono no crecan nunca hojas, ni flores ni espinos.
Los nios adornbamos y temamos ese nido y lo perfumbamos con flores silvestres.

Llevaban a la Virgen hasta el precipicio, el da de su fiesta. La sentaban en el nido como
sobre un casco, con el rostro hacia el ro, un ro poderoso y hondo, de gran correntada,
cuyo sonido lejano repercuta dentro del pecho de quienes lo miraban desde la altura.
Don Juregui cant en latn una especie de responso junto al "trono" de la Virgen, luego
se empin y baj el tapaojos, de la frente del tordillo, para cegarlo.
-Fuera! -grit- Adis calavera! Peste!
Le dio un latigazo, y el tordillo salt al precipicio. Su cuerpo choc y rebot muchas
veces en las rocas, donde goteaba agua y brotaban lquenes amarillos. Lleg al ro; no lo
detuvieron los andenes filudos del abismo.
Vimos la sangre del caballo, cerca del trono de la Virgen, en el sitio en que se dio el
primer golpe.
-Don Eloy, don Eloy! Ah est tu caballo! Ha matado a la peste! En su propia
calavera. Santos, santos, santos! El alma del tordillo recibid! Nuestra alma es,
salvada!
Adis millahuay, espidillahuay! (Decidme adis! Despedidme...!).
Con las manos juntas estuvo orando un rato, el cantor, en latn, en quechua y en
castellano.
FIN

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