Este documento narra la historia de un matrimonio estadounidense, John y Ethel, y su relación con otro matrimonio, el doctor Trencher y su esposa. El doctor Trencher se enamora de Ethel y comienza a visitarla frecuentemente en el parque, lo que genera tensión en el matrimonio de John y Ethel. Aunque John inicialmente no toma en serio la declaración de amor del doctor, comienza a preocuparse por las visitas constantes y la atención que el doctor presta a su esposa.
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Este documento narra la historia de un matrimonio estadounidense, John y Ethel, y su relación con otro matrimonio, el doctor Trencher y su esposa. El doctor Trencher se enamora de Ethel y comienza a visitarla frecuentemente en el parque, lo que genera tensión en el matrimonio de John y Ethel. Aunque John inicialmente no toma en serio la declaración de amor del doctor, comienza a preocuparse por las visitas constantes y la atención que el doctor presta a su esposa.
Este documento narra la historia de un matrimonio estadounidense, John y Ethel, y su relación con otro matrimonio, el doctor Trencher y su esposa. El doctor Trencher se enamora de Ethel y comienza a visitarla frecuentemente en el parque, lo que genera tensión en el matrimonio de John y Ethel. Aunque John inicialmente no toma en serio la declaración de amor del doctor, comienza a preocuparse por las visitas constantes y la atención que el doctor presta a su esposa.
Este documento narra la historia de un matrimonio estadounidense, John y Ethel, y su relación con otro matrimonio, el doctor Trencher y su esposa. El doctor Trencher se enamora de Ethel y comienza a visitarla frecuentemente en el parque, lo que genera tensión en el matrimonio de John y Ethel. Aunque John inicialmente no toma en serio la declaración de amor del doctor, comienza a preocuparse por las visitas constantes y la atención que el doctor presta a su esposa.
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Tiempo de divorcio
John Cheever (EE. UU.)
Mi mujer tiene el pelo castao, ojos oscuros y carcter bondadoso. A veces pienso qu e este buen carcter es el responsable de que consienta a los nios. Es incapaz de n egarles nada. Siempre saben cmo engatusarla. Ethel y yo llevamos diez aos casados. Ambos somos de Morristown, Nueva Jersey, y ni siquiera puedo recordar cundo la c onoc. Nuestro matrimonio me ha parecido siempre lleno de recursos, y feliz. Vivim os en una casa sin ascensor, en una de las calles cincuenta del East Side. Nuest ro hijo Carl, de seis aos, se educa en una buena escuela privada, y nuestra hija, que slo tiene cuatro, no ir al colegio hasta el ao que viene. A menudo criticamos el modo en que nos educaron, pero al parecer nos esforzamos por criar a nuestros hijos conforme a las mismas pautas, y supongo que, a su debido tiempo, irn a los mismos centros y universidades a los que nosotros fuimos. Ethel se gradu en una universidad femenina del Este, y luego curs un ao en la Unive rsidad de Grenoble. Al volver de Francia trabaj durante un ao en Nueva York, y des pus nos casamos. En una ocasin colg su diploma encima del fregadero de la cocina, p ero la broma fue efmera, y no s dnde est ahora el documento. Ethel es alegre, amable , se adapta fcilmente a todo, y ambos procedemos de ese enorme estrato de la clas e media que se distingue por su habilidad para recordar mejores tiempos. El dine ro perdido forma hasta tal punto parte de nuestra vida que a veces me recuerda a los expatriados, a un grupo que se ha acomodado con gran esfuerzo a una tierra extraa, pero que se acuerda, alguna que otra vez, de los perfiles de su costa nat iva. Como nuestra vida est limitada por mi modesto sueldo, resulta sencillo descr ibir la existencia cotidiana de Ethel. Se levanta a las siete y pone la radio. Despus de vestirse, despierta a los nios y prepara el desayuno. A las ocho en punto hay que llevar al nio a la parada del a utobs de la escuela. Una vez de vuelta, Ethel peina a Carol. Yo salgo de casa a l as ocho y media, pero s que cada uno de sus movimientos a lo largo de toda la jor nada est determinado por las tareas domsticas: cocinar, ir de compras y atender a los nios. S que los martes y los jueves, desde las once hasta el medioda, estar en l os almacenes A & P, s que de tres a cinco, los das que hace bueno, se sienta en ta l banco de tal parque, que hace la limpieza de la casa los lunes, los mircoles y los viernes, y que abrillanta la plata cuando llueve. Cuando vuelvo, a las seis, normalmente est lavando las verduras o preparando algo para la cena. A continuac in, cuando los nios ya han cenado y se han baado, cuando la cena est lista y los pla tos en la mesa del cuarto de estar, se queda parada en medio de la habitacin como si hubiese perdido u olvidado algo, y ese momento de reflexin es tan profundo qu e no me oye si le hablo o si los nios llaman. El momento pasa. Enciende las cuatr o velas blancas en los candeleros de plata y nos sentamos a cenar un picadillo d e ternera o algn otro plato sencillo. Salimos una o dos veces por semana, y recibimos visitas por lo general, una vez al mes. Por razones prcticas, la mayora de la gente que vemos reside en el vecinda rio. Vamos con frecuencia a las fiestas que organiza una generosa pareja que se apellida Newsome y vive a la vuelta de la esquina. Son reuniones tumultuosas y e splndidas, y en ellas se da libre curso a los arbitrarios impulsos de la amistad. Una noche, en casa de los Newsome, por motivos que nunca he entendido, intimamos con una pareja, el doctor Trencher y su esposa. Creo que la seora Trencher fue e l elemento activo en la formacin de esta amistad, y despus de aquel encuentro tele fone a Ethel tres o cuatro veces. Fuimos a cenar a su casa y ellos vinieron a la nuestra, y algunas veces, de noche, cuando el doctor sacaba a su vieja perra sal chicha de paseo, suba a hacernos una breve visita. Pareca un hombre de trato agrad able. He odo a otros mdicos decir que es un buen profesional. Los Trencher rondan los treinta; por lo menos, l; ella es mayor. Yo dira que es una mujer fea, pero su fealdad es difcil de especificar. Es pequea, tiene buen tipo y rasgos regulares, pero supongo que esa impresin de fealdad eman a de cierta modestia interior, de una inmotivada falta de fe en sus posibilidade s. Su marido no bebe ni fuma, e ignoro si eso tiene algo que ver, pero su rostro delgado posee una tez fresca; tiene las mejillas rosadas, y sus ojos azules son claros e intensos. Exhibe el singular optimismo de un mdico muy experimentado: e l sentimiento de que la muerte es una desdicha fortuita y de que el mundo fsico n o pasa de ser un territorio por conquistar. De la misma manera que su mujer pare ce fea, l da la impresin de ser joven. El matrimonio vive en una casa individual, confortable y sencilla de nuestro vec indario. La construccin es anticuada; los salones son amplios, el vestbulo lgubre, y ellos no parecen irradiar el suficiente calor humano para prestar vida a la vi vienda, de suerte que a veces, al marcharnos al final de una velada, nos ha prod ucido la impresin de ser un sitio con muchas habitaciones vacas. La seora Trencher est visiblemente apegada a sus pertenencias -sus vestidos, sus joyas, los objetos que decoran su casa- y a Fraulein, la vieja perra salchicha. Le da las sobras d e la mesa furtivamente, como si no le estuviera permitido hacerlo y, despus de co mer, Fraulein se tiende a su lado en el sof. Con la luz verde del televisor proye ctada en su rostro y sus delgadas manos acariciando a la perra, la seora Trencher me pareci una noche un ser desgraciado y de buen corazn. Empez a telefonear a Ethel por las maanas, para hablar con ella o para proponerle un almuerzo o una matine. Ethel no puede salir durante el da, y asegura que le dis gustan las conversaciones telefnicas largas. Se quej de que la seora Trencher era u na agresiva e incansable chismosa. Ms adelante, el doctor Trencher apareci una tar de en el parque donde Ethel lleva a los nios. Pasaba por all, la vio y se sent a su lado hasta que lleg la hora de volver con los nios a casa. Regres unos das despus, y Ethel me dijo que a partir de entonces sus visitas al parque fueron frecuentes. Ethel pens que tal vez no tena muchos pacientes, y que al estar desocupado le enc antaba hablar con alguien. Luego, una noche, cuando estbamos fregando, Ethel dijo pensativamente que la actitud del mdico con respecto a ella se le antojaba extraa . -Me mira fijamente -dijo-. Suspira y me mira fijamente. S el aspecto que tiene mi mujer cuando va al parque de los nios. Se pone un viejo abrigo de tweed, botas de goma, guantes del ejrcito y un pauelo anudado bajo la ba rbilla. El parque es una parcela con el suelo de losas y una cerca, entre las ca sas bajas y el ro. La imagen del doctor Trencher, bien vestido y sonrosado prendnd ose de Ethel en aquel entorno, no poda tomarse muy en serio. Ella no me habl de l e n varios das, y supuse que haban cesado las visitas. A finales de mes fue el cumpl eaos de Ethel y yo me olvid de la fecha, pero al llegar a casa esa noche haba canti dad de rosas en el cuarto de estar. Regalo de Trencher, me explic. Me enfad conmig o mismo por haber olvidado el da de su cumpleaos, y las rosas del mdico me pusieron furioso. Le pregunt si lo haba visto recientemente. -Oh, s -contest-, sigue viniendo a verme casi todas las tardes. No te lo haba dicho , verdad? Se me ha declarado. Me quiere. No puede vivir sin m. Caminara por encima del fuego con tal de or el sonido de mi voz. -Se ri-. Eso me ha dicho. -Cundo? -En el parque. Y al volver a casa. Ayer. -Desde cundo est interesado en ti? -Eso es lo ms curioso del asunto. Desde antes de conocerme en casa de los Newsome aquella noche. Me vio esperando el autobs unas tres semanas antes. Dice que lo s upo nada ms verme, en aquel mismo instante. Est loco, por supuesto. Esa noche yo estaba cansado y preocupado por los impuestos y las facturas, y pen s que la declaracin de Trencher era nicamente un cmico error. Pens que era un cautivo de compromisos econmicos y sentimentales, como cualquier otra persona que lo pue da conocer, y que tena las mismas posibilidades de enamorarse de una desconocida entrevista en una esquina que de darse un garbeo a pie por la Guayana francesa o de empezar una nueva vida en Chicago bajo un nombre supuesto. Su declaracin de a mor, la escena acontecida en el parque, se me antojaba uno de esos encuentros ca suales que forman parte de la vida de toda gran ciudad. Un ciego te pide que lo ayudes a cruzar la calle, y cuando ests a punto de dejarlo, te agarra del brazo y te obsequia con un apasionado relato sobre la crueldad y la ingratitud de sus h ijos; o bien el ascensorista que te sube a una fiesta donde te esperan, se vuelv e de repente hacia ti y te dice que su nieto tiene parlisis infantil. La ciudad r ebosa de revelaciones casuales, de gritos de socorro a media voz y de desconocid os que te lo cuentan todo a poco que les muestres la ms leve simpata, y Trencher n o me pareci muy diferente del ciego o del ascensorista. Su declaracin no tena en nu estra vida ms importancia que las intromisiones que acabo de citar. No hubo ms conversaciones telefnicas con la seora Trencher y ya no bamos a visitar a l matrimonio, pero algunas veces en que yo llegaba tarde al trabajo me encontr co n l por la maana en la parada del autobs a la ciudad. Pareca comprensiblemente incmod o cada vez que me vea, pero a aquella hora el autobs estaba siempre repleto, y no era muy difcil evitarnos el uno al otro. Por esa misma poca comet un error financie ro e hice perder varios miles de dlares a la empresa para la que trabajo. No era muy probable que me despidieran, pero la posibilidad gravitaba siempre en el fon do de mi cerebro, y a causa de este trastorno y de la constante necesidad de gan ar ms dinero, qued sepultado el recuerdo del excntrico mdico. Transcurrieron tres se manas sin que Ethel lo mencionara, pero una noche en que yo estaba leyendo adver t que ella, de pie junto a la ventana, miraba a la calle. -Est ah, en serio -dijo. -Quin? -Trencher. Ven a ver. Me acerqu a la ventana. Slo haba tres personas en la acera opuesta. Estaba oscuro y hubiese sido difcil reconocer a nadie, pero una silueta que caminaba hacia la es quina con un perro salchicha al extremo de una correa poda muy bien ser Trencher. -Bueno, y qu? -respond-. Est paseando a la perra. -Pero no era lo que estaba haciendo la primera vez que me he asomado a la ventan a. Estaba ah parado mirando fijamente a la casa. Eso dice l que hace. Dice que vie ne hasta aqu y mira fijamente nuestras ventanas iluminadas. -Cundo te ha dicho eso? -En el parque. -Cre que ibas a otro. -Oh, s, claro, pero l me sigue. Est loco, cario. S que est loco, pero me da tanta pena . Dice que se pasa noche tras noche mirando nuestras ventanas. Dice que me ve en todas partes, mi nuca, mis cejas, que oye mi voz. Dice que nunca ha actuado con medias tintas en su vida, y que esta vez tampoco va a hacerlo. Me da tanta lstim a, cario. No puedo evitarlo, me pone muy triste. Entonces, por primera vez la situacin me pareci seria, porque saba que el desamparo del mdico podra haber despertado una inestimable y obstinada pasin que Ethel compa rte con ciertas mujeres: la incapacidad de desor toda peticin de ayuda, de desdear una voz de acento lastimero. No se trata de una pasin razonable, y casi hubiera p referido que lo deseara en lugar de compadecerlo. Cuando esa noche nos disponamos a acostarnos, son el telfono; descolgu y dije diga, pero nadie contest. Quince minuto s despus, el telfono son de nuevo, y al no recibir respuesta empec a gritar y a insu ltar virulentamente a Trencher, que no respondi -ni siquiera se oy el clic que cor ta la comunicacin-, y me hizo sentirme estpido. Y como me senta estpido acus a Ethel de haberle dado alas, de haberlo alentado; pero mis acusaciones no le hicieron m ella, y al acabar de formularlas me sent peor que antes, porque saba que Ethel era inocente y que haba tenido que salir a la calle para ir a la tienda y pasear a l os nios, y que no exista ninguna ley que impidiese a Trencher esperarla en la tien da de ultramarinos, o que le prohibiera mirar fijamente las luces de nuestra cas a. La semana siguiente fuimos una noche a visitar a los Newsome, y en el momento de quitarnos los abrigos o la voz de Trencher. Se march unos minutos despus de nuestr a llegada, pero su comportamiento -la mirada triste que dedic a Ethel, la manera de esquivarme, el modo pesaroso de negarse cuando los anfitriones le pidieron qu e se quedara ms tiempo y las galantes atenciones que mostr con su desdichada espos a- me puso furioso. Entonces, por casualidad me fij en Ethel, y advert que se le h aban subido los colores a la cara, que le brillaban los ojos, y que mientras ensa lzaba los zapatos nuevos de la seora Newsome su mente estaba en otra parte. Cuand o volvimos a casa, la niera nos dijo, enfadada, que ninguno de los nios se haba dor mido. Ethel les tom la temperatura. Carol estaba bien, pero el nio tena cuarenta gr ados de fiebre. Esa noche no dormimos gran cosa, y Ethel me llam por la maana a la oficina para decirme que Carl tena bronquitis. Tres das despus, la pesc la nia. Durante las dos semanas que siguieron, los nios nos ocuparon la mayor parte del t iempo. Deban tomar la medicina a las once de la noche y a las tres de la maana, y en aquel perodo perdimos muchas horas de sueo. Era imposible ventilar o limpiar la casa, y cuando yo llegaba desde la fra parada del autobs, aquello apestaba a taba co y a jarabe para la tos, a corazones de frutas y lechos de enfermo. Por todas partes haba mantas y almohadas, ceniceros y vasos con medicamentos. Dividimos con sensatez las fatigas de la enfermedad y nos turnamos para la vigilia nocturna, pero durante el da sola quedarme dormido encima de mi escritorio, y despus de cenar Ethel se dorma con frecuencia en una silla del cuarto de estar. Se supone que la diferencia existente entre nios y adultos en cuanto a la fatiga reside en que sto s la reconocen y no se sienten abrumados por algo que no aciertan a nombrar; per o, con nombre y todo, agobia a los adultos, y cuando estamos cansados no razonam os, nos ponemos irritables y somos vctimas de serias depresiones. Una noche, supe rado ya lo peor de la enfermedad, entr en casa y vi unas rosas en la sala. Ethel dijo que Trencher se las haba llevado. No lo haba dejado entrar. Le haba cerrado la puerta en las narices. Cog las rosas y las tir a la calle. No nos peleamos. Los n ios se acostaron a las nueve, y pocos minutos despus me fui a la cama. Ms tarde, al go me despert. Haba luz en el vestbulo. Me levant. La habitacin de los nios y el cuarto de estar est aban a oscuras. Encontr a Ethel en la cocina, sentada a la mesa y tomando caf. -Acabo de hacer caf -dijo-. Carol se estaba ahogando otra vez y la he ayudado a h acer inhalaciones. Ya se han dormido los dos. -Desde cundo ests levantada? -Desde las doce y media. Qu hora es? -Las dos. Me serv una taza de caf y me sent. Ella se levant, lav su taza y se mir en el espejo q ue hay sobre el fregadero. Era una noche de viento. Un perro gema en algn apartame nto debajo del nuestro, y una antena de radio medio suelta golpeaba la ventana d e la cocina. -Hace el mismo ruido que una rama -dijo Ethel. Bajo la cruda luz de la cocina, apropiada para pelar patatas y fregar platos, pa reca muy cansada. -Podrn salir maana los nios? -Oh, espero que s -respondi-. Te das cuenta de que hace ms de dos semanas que no sal go de esta casa? Hablaba con amargura, y eso me sobresalt. -No han sido dos semanas enteras. -Ms de dos semanas -dijo ella. -Bueno, vamos a sacar la cuenta -dije-. Los nios enfermaron el sbado por la noche. El da cuatro. Hoy es... -Calla, cllate -dijo-. Yo s lo que ha durado. No me he puesto los zapatos durante dos semanas. -Lo dices como si fuera algo terrible. -Lo es. No me he puesto un vestido decente ni me he arreglado el pelo. -Podra ser peor. -Las cocineras de mi madre vivan mejor. -Lo dudo. -Las cocineras de mi madre vivan mejor -dijo alzando la voz. -Vas a despertar a los nios. -Las cocineras de mi madre vivan mejor que yo. Tenan habitaciones agradables. Nadi e poda entrar en la cocina sin su permiso. Tir a la basura el poso del caf y empez a limpiar la cafetera. -Cunto tiempo ha estado aqu Trencher esta tarde? -Un minuto. Ya te lo he dicho. -No te creo. Entr. -No. No lo dej. No lo dej entrar porque no estaba arreglada. No quise desalentarlo . -Por qu no? -No lo s. Puede ser un imbcil. Puede que est loco, pero las cosas que me ha dicho m e hacen sentirme de maravilla. De maravilla. -Quieres irte? -Irme? Adonde quieres que vaya? -Cogi el monedero que se guarda en la cocina para p agar la comida y cont dos dlares y treinta y cinco centavos-. A Ossining? A Montclai r? -Quiero decir irte con Trencher. -No s, no lo s -dijo-, pero quin puede decir que no debera hacerlo? Qu dao hara eso? n reportara? Quin sabe. Quiero a los nios, pero no es suficiente, no es bastante. N o quisiera hacerlos sufrir, pero sufriran mucho si te dejara? Es teraputico el divor cio? Y de todas esas cosas que mantienen unido a un matrimonio, cuntas son buenas? Se sent a la mesa. -En Grenoble -prosigui-, escrib en francs un largo artculo sobre Carlos Estuardo. Un catedrtico de la Universidad de Chicago me mand una carta. Hoy da no podra leer un peridico francs sin diccionario, no tengo tiempo de leer ningn peridico, y me avergen zo de mi incompetencia, me avergenzo de mi aspecto. Oh, creo que te quiero, s que quiero a los nios, pero tambin me quiero a m misma, amo la vida, an significa algo p ara m, y an me quedan cosas por hacer, y las rosas de Trencher me hacen pensar que me estoy perdiendo todo esto, que estoy perdiendo mi dignidad. Sabes a lo que me refiero, comprendes lo que quiero decir? -Est loco -dije. -Sabes a lo que me refiero? Entiendes lo que quiero decir? -No -contest-. No. Carl se despert entonces y llam a su madre. Dije a Ethel que se fuera a la cama. A pagu la luz de la cocina y fui al dormitorio de los nios. Los nios se sintieron mejor al da siguiente, y como era domingo los saqu a dar un p aseo. El sol de la tarde era benigno y puro, y slo las sombras coloreadas me hici eron recordar que nos hallbamos en mitad del invierno, que los cruceros volvan al puerto de partida y que una semana ms tarde los narcisos costaran veinticinco cent avos el ramo. Al descender por Lexington Avenue, omos en el cielo un sonido semej ante al tono bajo de un rgano de iglesia, y nosotros y los dems transentes alzamos la mirada con aturdimiento, como una devota y estpida asamblea de fieles, y vimos una escuadrilla de bombarderos pesados que se dirigan hacia el mar. A medida que avanzaba la tarde, el tiempo se hizo ms fro, claro y apacible, y en la silenciosa atmsfera, el humo residual de las chimeneas a lo largo del East River pareca arti cular, de un modo tan legible como el avin de la Pepsi-Cola, palabras y frases en teras. Calma. Desastre. Resultaba difcil descifrarlas. Se dira que era el reflujo del ao -un mal da para la gastritis, la sinusitis, los trastornos respiratorios-, y al rememorar otros inviernos, los cambios de luz me persuadieron de que era ti empo de divorcio. Fue una tarde larga, y antes de que oscureciera llev a los nios a casa. Creo que la solemnidad del da afect a mis hijos, y una vez en casa se estuvieron c allados. La seriedad del momento sigui aportndome la sensacin de que aquel cambio, al igual que el fenmeno de la velocidad, afectaba a nuestros corazones tanto como a nuestros relojes. Intent recordar la buena voluntad con que Ethel haba seguido a mi regimiento durante la guerra, de West Virginia a las dos Carolinas y a Okla homa, y los autocares diurnos, y las habitaciones en las que haba tenido que vivi r, y la calle de San Francisco en la que le dije adis antes de zarpar para el fre nte, pero no acert a expresar nada de esto en palabras: ninguno de los dos encont r nada que decir. Poco despus de oscurecer, baamos a los nios y los metimos en la ca ma, y nosotros nos sentamos a cenar. Hacia las nueve llamaron al timbre; contest yo y reconoc la voz de Trencher en el portero automtico; le ped que subiera. Pareca enloquecido y exultante cuando apareci. Tropez en el borde de la alfombra. -Ya s que aqu no soy bien recibido -dijo con voz recia, como si yo fuera sordo-. Y a s que no le gusta verme aqu. Respeto sus sentimientos. sta es su casa. Respeto lo s sentimientos de un hombre con respecto a su hogar. No suelo ir a casa de un ho mbre a menos que ste me lo pida. Respeto su hogar. Respeto su matrimonio. Respeto a sus hijos. Creo que todo debe decirse abiertamente. He venido aqu a decirle qu e quiero a su mujer. -Vyase -dije. -Tiene que escucharme. Quiero a su mujer. No puedo vivir sin ella. Lo he intenta do y no puedo. Incluso he intentado marcharme a otro sitio, mudarme a la costa O este, pero s que no servira de nada. Quiero casarme con ella. No soy un romntico. S oy realista. Muy realista. S que usted tiene dos hijos y que no dispone de mucho dinero. S que hay problemas de tutela y bienes y cosas que resolver. No soy un ro mntico. Soy un hombre prctico. He hablado de todo esto con mi mujer y est de acuerd o en concederme el divorcio. Yo no juego sucio. Su mujer puede decrselo. Soy cons ciente de todos los aspectos prcticos que deben tenerse en cuenta: tutela, bienes y dems. Tengo mucho dinero. Puedo proporcionar a Ethel todo lo que necesite, per o estn los nios. Tienen que decidir al respecto entre ustedes. He trado un cheque. Est a nombre de Ethel. Quiero que lo cobre y que se vaya a Nevada. Soy un hombre prctico y s que no puede decidirse nada hasta que obtenga el divorcio. -Largo de aqu! -grit-. Lrguese ahora mismo! Se encamin hacia la puerta. Haba un tiesto con geranios sobre la repisa de la chim enea, y se lo lanc a travs de la habitacin. Le dio en los riones y casi lo derrib. El tiesto se rompi en el suelo. Ethel grit. Trencher segua avanzando hacia la puerta. Fui tras l, cog un candelabro y trat de golpearle en la cabeza, pero fall el golpe y el candelabro rebot en la pared. Larguese!, aull, y l cerr de un portazo. Volv al cu to de estar. Ethel estaba plida pero no lloraba. Hubo unos ruidosos golpecitos so bre el radiador, una seal de la gente de arriba pidiendo decoro y silencio, una l lamada urgente y expresiva, como las comunicaciones que los reclusos entablan po r medio de las caeras de una crcel. Luego volvi el silencio. Nos fuimos a la cama y me despert en algn momento de la noche. No poda ver el reloj del aparador, as que ignoro qu hora sera. No se oa nada en el cuarto de los nios. El vecindario estaba perfectamente silencioso. No haba luces encendidas en ninguna ventana. Entonces supe que Ethel me haba despertado. Yaca de costado en la cama. L loraba. -Por qu lloras? -pregunt. -Que por qu? -dijo-. Por qu estoy llorando? Or mi voz y hablar le provoc un nuevo acceso, y se ech a sollozar con desespero. Se incorpor, desliz los brazos en las mangas de la bata y busc a tientas un paquete d e cigarrillos en la mesa. Vi su rostro mojado cuando encendi uno. La o moverse en la oscuridad. -Por qu lloras? -Por qu lloro? Por qu lloro? -pregunt, impacientemente-. Lloro porque vi a una ancian a abofetear a un nio en la Tercera Avenida. Estaba borracha. No puedo quitrmelo de la cabeza. Arranc el edredn de los pies de la cama y camin con l hacia la puerta. -Lloro porque mi padre muri cuando yo tena doce aos y porque mi madre se caso con u n hombre a quien yo detestaba o crea detestar. Lloro porque tuve que ponerme un v estido espantoso, un vestido de segunda mano, para ir a una fiesta hace veinte ao s, y no me lo pas bien. Lloro por alguna crueldad que no consigo recordar. Lloro porque estoy cansada; porque estoy cansada y no puedo dormir. O que se acomodaba en el sof, y a continuacin todo qued en silencio. Me gustara saber que los Trencher se han marchado lejos, pero sigo vindolo a l algu na que otra vez en la parada del autobs, cuando llego tarde al trabajo. Tambin he visto a su mujer yendo a la biblioteca del barrio acompaada de Frulein. Parece may or. No tengo buen ojo para calcular edades, pero no me sorprendera que la seora Tr encher fuese quince aos mayor que su marido. Cuando vuelvo a casa por la noche, E thel sigue sentada en el taburete junto al fregadero, limpiando verduras. Vamos juntos a la habitacin de los nios. All la luz es brillante. Los nios han construido algo con una caja de naranjas, algo absurdo y ascendente, y su dulzura, el impul so que los mueve a construir, la brillantez de la luz se reflejan perfectamente -y se incrementan- en el rostro de Ethel. Luego les da de cenar, los baa y prepar a la mesa, y se queda un momento en medio de la habitacin, tratando de establecer cierto vnculo entre la noche y el da. Transcurre ese instante. Enciende las cuatr o velas y nos sentamos juntos a cenar.