Causas de La Guerra de España - Manuel Azaña PDF
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Causas De La Guerra De
Espaa
PRLOGO DE GABRIEL JACKSON
Manuel Azaa
INDICE
INDICE..........................................................................................................................................................2
NOTA EDITORIAL......................................................................................................................................2
PRLOGO.....................................................................................................................................................3
I. CAUSAS DE LA GUERRA DE ESPAA...............................................................................................8
II. EL EJE ROMA-BERLN Y LA POLTICA DE NO-INTERVENCIN..............................................13
III. LA URSS Y LA GUERRA DE ESPAA.............................................................................................18
IV. LA REPBLICA ESPAOLA Y LA SOCIEDAD DE NACIONES..................................................22
V. EL NUEVO EJRCITO DE LA REPBLICA.....................................................................................28
VI. EL ESTADO REPUBLICANO Y LA REVOLUCIN.......................................................................33
VII. LA REVOLUCIN ABORTADA......................................................................................................38
VIII. CATALUA EN LA GUERRA.........................................................................................................43
IX. LA INSURRECCIN LIBERTARIA Y EL EJE BARCELONA-BILBAO....................................49
X. LA MORAL DE LA RETAGUARDIA Y LAS PROBABILIDADES DE PAZ...................................55
XI. LA NEUTRALIDAD DE ESPAA.....................................................................................................60
CONTRAPORTADA..................................................................................................................................66
NOTA EDITORIAL
Este libro est compuesto por once artculos que se publican, ahora, por
primera vez en Espaa escritos por Manuel Azaa en Collonges-sous-Salve, en
1939, y pensados para el pblico internacional (el undcimo lleg a ser publicado en
ingls con el ttulo de Spain's Place in Europe. A Retrospect and Forecast, World
Review, vol. VIII, n. 4, Londres, junio de 1939, pp. 6-15).
El presidente Azaa no puso ttulo a este conjunto de artculos que aparecen
agrupados en el volumen III de las Obras completas, de M. A., editadas en Mxico, bajo
el epgrafe de Artculos sobre la guerra de Espaa. Hemos preferido, aqu, dejar
como ttulo del volumen el que lo es del primer artculo y que s se debe al autor.
Esta edicin respeta escrupulosamente la grafa del original exceptuando las
maysculas de palabras como gobierno, presidente, ministro, ministerio, que
aparecen aqu con minscula, de acuerdo con las tendencias generales de hoy y con los
usos especficos de esta editorial.
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Manuel Azaa
PRLOGO
Antonio Cnovas del Castillo y Manuel Azaa comparten la distincin de haber
sido los dos jefes del gobierno espaol ms cultos, ms conscientes de la historia, de
los siglos XIX y XX. Pero, mientras que Cnovas dedic su talento poltico a un
proyecto calificado de mal menor la creacin de una oligarqua civil, cuasiparlamentaria, tras un perodo de inestable dictadura militar, Azaa dedic su
carrera poltica a la creacin de una repblica reformista y secular, basada en
elecciones limpias y en una administracin no corrompida. En su calidad de jefe del
gobierno de octubre de 1931 a septiembre de 1933, gui el paso por las Cortes de las
reformas ms importantes conseguidas por la efmera Segunda Repblica: la
separacin de la Iglesia y el Estado, la reorganizacin de las fuerzas armadas, un
importante programa de construccin de escuelas, la primera ley del divorcio de la
historia de Espaa, el estatuto de autonoma de Catalua y los tmidos inicios de una
reforma agraria que se necesitaba desde haca tiempo y haba sido aplazada
numerosas veces. Aunque no senta un inters personal por las cuestiones econmicas,
Azaa comprendi y apoy a Jaume Carner e Indalecio Prieto en sus esfuerzos por
mejorar el funcionamiento de la banca espaola, defender el valor cambiarlo de la
peseta y, al mismo tiempo, combatir el paro y mejorar la infraestructura econmica de
Espaa mediante un programa de obras pblicas. Era un excelente orador, un sagaz
conocedor de los abogados y funcionarios de clase media que eran sus principales
colaboradores y rivales y un hombre en el que un elevado sentido de la tica personal
iba unido a ideas claras y muy pragmticas sobre lo que era realmente posible en
Espaa. Amigos y enemigos por igual reconocan en Ataa al lder que de modo ms
completo encarnaba el programa y el carcter de la mayora republicano-socialista de
los aos 1931-1933. Pero esa mayora se desintegr internamente durante el ao 1933
y Azaa dej la jefatura del gobierno cuando el presidente Alcal-Zamora decidi
disolver las Cortes constituyentes en septiembre del citado ao. Durante los dos aos
siguientes Azaa, ahora en la oposicin, sigui siendo el portavoz arquetpico de la
Repblica reformista y brevemente, despus de la victoria electoral del Frente Popular
en febrero de 1936, pareci que Azaa iba a presidir de nuevo el gobierno y a
reanudar el programa interrumpido de 1931-1933. Pero las revueltas de Asturias y
Catalua en octubre de 1934, junto con la feroz represin que provocaron, haban
cambiado por completo el clima poltico. La izquierda se rea de Azaa, al que
calificaba de Kerensky, de estadista con un brillante porvenir en el pasado. La
derecha se volva cada vez ms hacia los fascismos italiano y alemn como modelos
para la derrota del bolchevismo y el mantenimiento de los privilegios tradicionales
contra la reanudacin del programa republicano de reformas. Los diputados de
derechas y los militares activistas empezaron a tramar un pronunciamiento contra el
gobierno del Frente Popular desde el primer momento. Los asesinatos y los intentos de
asesinato se convirtieron en la moneda comn de la juventud militante, tanto de
izquierdas como de derechas. En tales circunstancias, ni Manuel Azaa ni nadie poda
dirigir con xito un gobierno parlamentario. Por si la confusin era poca, la nueva
mayora en las Cortes decidi deponer al presidente de la Repblica, al que acusaba de
haber disuelto ilegalmente las Cortes anteriores, disolucin que haba llevado
directamente a la victoria del Frente Popular! Para entender el tono agraviado y
pesimista de los artculos que se publican en el presente volumen, es necesario tener
presentes las circunstancias en las que Azaa pas a ser presidente de la Repblica y
las condiciones que restringieron su iniciativa mientras ocup dicho cargo desde mayo
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Francia ejercan presin sobre franco para que aceptase su mediacin. Aunque nunca
fue admirador de Largo Caballero, y aunque acab siendo enemigo encarnizado de
Juan Negrn, Azaa nombr y apoy a esos dos jefes del gobierno durante la guerra
como claros representantes de la mayora de las Cortes y como los lderes ms
aceptables desde el punto de vista de la opinin pblica, en la medida en que era
posible determinar sta en plena guerra y revolucin.
Empujado por el pesimismo en lo que se refera a las perspectivas militares del
ejrcito republicano, as como por la desesperanza que en l producan los
sufrimientos de sus compatriotas de ambas zonas, es indudable que Azaa abus de sus
prerrogativas constitucionales en su bsqueda de una paz mediada. De acuerdo con la
Constitucin, la poltica exterior era competencia del jefe del gobierno y no del
presidente de la Repblica. Pero en mayo de 1937 Azaa envi un mensaje personal a
Inglaterra cuando Julin Besteiro represent a Espaa en la coronacin del rey Jorge
VI, y en varias conversaciones con diplomticos y periodistas expres su parecer de
que la mediacin era necesaria, mientras que el jefe del gobierno se comprometa
pblicamente a alcanzar una victoria militar definitiva.
Los artculos que se incluyen en el presente volumen los escribi el ex
presidente en Francia durante los meses que siguieron a la derrota de la Repblica y a
la consolidacin de la dictadura del general Franco, que contaba con el apoyo del
fascismo. Son la obra de un hombre que se senta profundamente deprimido y era
completamente lcido. Fueron escritos con muy poca documentacin a mano.
Pero Azaa fue siempre un diarista, un pensador y un conversador dado a la
reflexin, un lector atento e infatigable y un hombre que conoca la historia
contempornea y la poltica mundial muchsimo mejor que la mayora de los lderes
polticos de cualquier poca. Tena la virtud de la honradez y estos artculos me
parecen sumamente admirables por la ausencia de todo intento de manipular los
hechos con el fin de mejorar la imagen poltica del autor.
Me gustara comentar brevemente los artculos, dando por sentada su fiabilidad
general como documentos histricos y concentrndome en las intuiciones y
limitaciones particulares del presidente Azaa. Causas de la guerra de Espaa
ofrece una visin global, desde la poca de la dictadura del general Primo de Rivera
hasta el estallido de la guerra civil, de la historia de Espaa. Me parece una crnica
muy digna de confianza en lo que se refiere a su razonamiento de por qu la Repblica
lleg cuando lleg, de las diversas formas de apoyo limitado y de resistencia que
encontr y de los logros de dicha Repblica. Solamente discrepo cuando incluye la
reforma agraria como una de las realizaciones principales de la Repblica. Debido
a una combinacin de problemas econmicos reales y de obstruccionismo legalista, en
realidad slo unas 10. 000 familias campesinas recibieron tierra. De hecho, la falta de
una reforma agraria significativa fue uno de los grandes fracasos de la Repblica. Al
mismo tiempo quisiera llamar respetuosamente la atencin sobre la insistencia de
Azaa en los conflictos internos de la clase media y la burguesa como causas de la
guerra civil. La mayora de los autores que han escrito sobre dicha guerra hacen
hincapi en los conflictos de clase tal como los vean los marxistas, los anarquistas y
los fascistas. Azaa hace una distincin entre la clase media (profesionales modestos,
burcratas, comerciantes al por menor) y la burguesa (los grandes propietarios y los
capitalistas) y contrasta los que estaban preparados para una sociedad secular y cierto
grado de reforma social con los que rechazaban toda disminucin de los privilegios
histricos de grupo. Es muy posible que, en lo que hace al estallido de la guerra civil,
esa divisin fuera ms fundamental que las huelgas y los lock-out o que las batallas
propagandsticas entre las organizaciones juveniles de izquierdas y de derechas.
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conservadora. Las reformas sociales, por moderadas que fuesen, irritaban a los
capitalistas. Las realizaciones principales de la Repblica (reforma agraria, separacin
de la Iglesia y el Estado, ley de divorcio, autonoma de Catalua, disminucin de la
oficialidad en el ejrcito, etctera), suscitaron, como es normal, gran oposicin.
Tambin fue rudamente combatida la fundacin de millares de escuelas y de un
centenar de establecimientos de segunda enseanza, porque la instruccin era neutra en
lo religioso.
El Parlamento y los gobiernos que emprendieron esa obra no se sorprendan
porque hubiese contra ellos una fuerte oposicin. Salidos del sufragio universal,
persuadidos de que la poltica de un pas civilizado debe hacerse con razones y con
votos, merced al libre juego de las opiniones, triunfante hoy una, maana otra, creyeron
siempre que el mejor servicio que podan prestar a su pas era el de habituarlo al
funcionamiento normal de la democracia. Una gran porcin del partido socialista, en sus
representaciones ms altas, coincida en eso con los republicanos. Las mejores cabezas
del socialismo, imbuidas de espritu humanstico y liberal, queran continuar la tradicin
democrtica de su partido. Esta disposicin era medianamente comprendida por sus
masas. En el partido mismo lleg a formarse un ncleo extremista, cuya consigna fue:
Los proletarios no pueden esperar nada de la Repblica. Por su parte, las extremas
derechas hacan propaganda demaggica, y prestaban a los mtodos democrticos una
adhesin condicional. Se resistan tambin a reconocer el rgimen republicano, pero
aspiraban a gobernarlo, como en efecto lo gobernaron desde 1934. El carcter espaol
convirti en una tempestad de pasiones violentsima lo que, en sus propios trminos, era
un problema poltico no tan nuevo que no se hubiese visto ya en otras partes, ni tan
difcil que no pudiera ser dominado. Lo que debi ser una evolucin normal, marcada
por avances y retrocesos, se convirti desde 1934, con dolor y estupor de los
republicanos y de aquella porcin del socialismo a que he aludido antes, en una carrera
ciega hacia la catstrofe.
Los republicanos llamados radicales, se aliaron electoralmente con las extremas
derechas. Los republicanos de izquierda y los socialistas fueron derrotados. Un
Parlamento de derechas deshizo cuanto pudo de la obra de la Repblica. Derog la
reforma agraria, amnisti y repuso en sus mandos a los militares sublevados el 10 de
agosto de 1932, restableci en los campos los jornales de hambre, persigui * todo lo
que significaba republicanismo. Haba amenazas de un golpe de Estado, dado desde el
poder por las derechas, y amenazas de insurreccin de las masas proletarias. Huelga de
campesinos en mayo del 34. Conflicto con Catalua. Entrega del poder (octubre 1934) a
los grupos de la derecha que no haban aceptado lealmente la Repblica. Decisin
gravsima, llena de peligros. Rplica: insurreccin proletaria en Asturias, e insurreccin
del gobierno cataln. Errores mucho ms graves an, e irreparables. El gobierno no se
content con sofocar las dos insurrecciones. Realizada una represin atroz, suprimi la
autonoma de Catalua y meti en la crcel a treinta mil personas. Era el prlogo de la
guerra civil.
Del aluvin electoral de febrero de 1936, que produjo una mayora de
republicanos y socialistas, sali un gobierno de republicanos burgueses, sin
participacin socialista. Su programa, sumamente moderado, se public antes de las
elecciones. El gobierno pronunci palabras de paz, no tom represalias por las
persecuciones sufridas, se esforz en restablecer la vida normal de la democracia. Los
dislates cometidos desde 1934, daban ahora sus frutos. Extremas derechas y extremas
izquierdas se hacan ya la guerra. Ardieron algunas iglesias, ardieron Casas del pueblo.
Cayeron asesinadas algunas personas conocidas por su republicanismo y otras de los
partidos de derecha. La Falange lanzaba pblicas apelaciones a la violencia. Otro tanto
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hacan algunos grupos obreros. La organizacin militar clandestina que funcionaba por
lo menos desde dos aos antes, y los grupos polticos que se haban procurado el
concurso de Italia y Alemania, comenzaron el alzamiento en julio. Lo que esperaban
golpe rpido, que en 48 horas les diese el dominio del pas, se convirti en guerra civil,
en la que inmediatamente se insert la intervencin extranjera.
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notable con la locuacidad espaola; otros ms profundos hay entre los dos pueblos, pese
a quienes con ligereza pretenden asemejarlos.) Preferir la explicacin ms complicada
no es siempre lo ms sagaz. Todo el mundo conoce que los puntos de vista de la URSS
en los problemas planteados en Europa por la poltica del Eje, han diferido de los de
Pars y Londres. Igualmente, y por los mismos motivos, han diferido en el asunto de
Espaa. El valor de Espaa para la poltica internacional de la URSS no depende de que
haya en la Pennsula un rgimen bolchevista, sino de que el gobierno espaol entre en el
sistema de las potencias occidentales y refuerce el sistema, en lugar de disminuirlo o
amenazarlo. Los dirigentes de Mosc no podan desconocer, incluso por su propia
experiencia, que el bolchevismo en Espaa, lejos de reforzar las amistades francoespaola y anglo-espaola; las habra puesto en entredicho. Una Espaa bolchevizada
habra sido relegada internacionalmente, al lazareto, por todo el tiempo, que no habra
sido mucho, que necesitaran las potencias circundantes para aniquilar ese rgimen en la
Pennsula. Segn la tesis de Mosc, la descomposicin de las amistades francesas en el
oriente europeo, la poltica de intimidacin del Eje, no contrarrestada por nadie,
disminuan la personalidad internacional de Francia. La empresa talo-alemana en
Espaa era una pieza principal de aquella poltica. El hundimiento de la Repblica
menguara la posicin francesa en Occidente y en el Mediterrneo; menguando la
posicin de su aliada, menguara tambin la posicin de la URSS en Europa. La URSS
apoyaba, en consecuencia, la causa de la Repblica en el terreno diplomtico. En el
orden militar, el apoyo consista esencialmente en lo que he dicho. Los lmites de una y
otra accin, impuestos por la situacin que entonces tena la URSS en Europa, estaban
ms o menos a la vista. En ningn caso poda ni quera tomar la URSS una actitud
intransigente que originase decisiones peligrosas. Las discusiones de Ginebra y del
Comit de No-Intervencin lo prueban. Menos an ha entrado en los clculos de la
URSS comprometerse seriamente en Espaa. La guerra espaola ha sido en todo
momento para la URSS una baza menor. Creo saber que un personaje del Kremlin
lleg a admitir la sospecha de que alguien en Europa hubiera visto con gusto que la
URSS se metiera a fondo en Espaa, esperando que as se debilitara. Desconozco el
fundamento de la sospecha. El solo hecho de admitirla y de prevenirse contra ella
llevaba implcito el propsito, confirmado por los hechos, de no arriesgar directamente
en la causa de Espaa ningn atout (diplomtico o militar) de verdadera importancia.
Pinsese como se quiera de todo ello, las cosas ocurrieron, en los puntos que he tocado,
como queda dicho y no de otra manera.
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ya a los hechos desatinados, intiles, perjudiciales para aquello mismo que se pretenda
defender, cometidos a uno y otro lado de las trincheras. El solo hecho del alzamiento en
armas basta para hacer zozobrar el prestigio de un pas. Y an ms, la furia con que dos
masas enemigas se lanzaron la una contra la otra. Desgraciadamente, esto es racial.
Los desastrosos efectos que todo eso produjo en el exterior, no formaban en todo
caso el obstculo mayor con que la Repblica tropezaba para obtener en Ginebra algn
resultado til. La Sociedad de Naciones naci tericamente para declarar el derecho
entre los pueblos y prestar un procedimiento pacfico de restablecerlo cuando fuese
atropellado. Pretensiones (fallidas) de universalidad y permanencia. De hecho, la
Sociedad de Naciones se haba convertido en el guardin del sistema europeo elaborado
en Ver salles. El Tratado de Versalles se cae a pedazos, y con l la Sociedad de
Naciones que lo custodia. Gobernar el mundo sobre el supuesto de que permanecera
indefinidamente dentro de aquel estatuto, es inconcebible. Qu paz general, por
muchos juristas que interviniesen en su redaccin, y aunque dejase tras de s menos
resentimientos que la de 1919, ha durado en Europa arriba de una veintena de aos? Era
fatal que los resentidos y los ambiciosos (algunos renen ambos caracteres) trataran de
romper, de un modo o de otro, las costuras de un traje que les vena estrecho. No haba
ms que acceder a tiempo, y con buena gracia, a una equitativa rectificacin, o sofocar
por la fuerza el primer intento unilateral de rectificacin. Se ha hecho lo peor: soportar,
porque no podan impedirse, las violaciones de la legalidad internacional, y acusar el
golpe, como un agravio de las naciones a quienes perjudican o molestan. Es claro que
no todas las rupturas del pacto que pueden recordarse quebrantan los tratados de 1919,
pero cualquiera modificacin unilateral de ellos infringe el pacto. La guerra de Espaa,
en el orden internacional, era una violacin formal del pacto (intervencin armada de
Alemania e Italia), y, en el fondo, una operacin estratgica para obligar, si se poda, a
Francia a someterse el da de maana a un diktat germnico. Todos los hechos que han
debilitado a la Sociedad de Naciones e impiden tomarla en serio desde que su accin
coactiva qued anulada en 1935, y todas las razones que las grandes potencias hayan
podido tener para ir tolerando, a regaadientes, que la Europa reajustada en Versalles se
descomponga por voluntad del Reich, se han conjurado contra la causa de la Repblica
y contra el destino poltico de Espaa, envuelta en una onda suscitada para modificar las
paces de 1919, en las que nada tuvo que ver. Espaa ha padecido la guerra para facilitar
que en su da vayan siendo alemanes el Danubio, la Silesia, el pasillo polaco, etctera, y
para que Inglaterra sea disminuida en el Mediterrneo. En cierto sentido, Espaa ha
sufrido las consecuencias del desarme britnico.
En cuanto a lo que poda esperarse de la aplicacin del pacto, era evidente que,
no disponiendo de un sistema de sanciones, o no pudiendo aplicarlo (viene a ser lo
mismo), la Sociedad de Naciones anul su fin principal en cuanto el primer agresor
qued impune. Del caso de Manchuria se habl mucho con Ginebra. Comisiones,
dictmenes... En la invasin de Abisinia pareci que las cosas se formalizaban. Quien o
quienes hicieron fracasar la poltica de sanciones, o la emprendieron sin los medios ni la
decisin bastantes para llevarla a trmino, dejando sembrados intilmente
resentimientos nuevos y desprestigiada a la Sociedad de Naciones, abrieron la puerta a
la agresin contra Espaa. Despus de eso, era previsible que en Ginebra se hablara
poco y de mala gana del caso espaol.
El primer recurso ante la Sociedad de Naciones fue presentado formalmente por
el gobierno espaol en diciembre de 1936. Tres meses antes, en la reunin de la
asamblea, los delegados espaoles haban ya expuesto los trminos de la cuestin, pero
sin demandar un acuerdo concreto sobre ella. La reunin extraordinaria del Consejo,
pedida por el gobierno espaol, conforme al artculo 11 del Pacto, en vista de que la
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situacin existente en Espaa era una grave amenaza para la paz internacional, no pudo
ser denegada. La vspera de la reunin del Consejo, un comunicado de Pars y Londres
dio a conocer que el 4 de diciembre los dos gobiernos se haban dirigido a los de
Alemania, Italia, Portugal y la URSS, pidindoles su cooperacin para impedir todo
acto de intervencin extranjera en el conflicto, y que dirigiesen a sus representantes en
el Comit de Londres las instrucciones necesarias para organizar un control eficaz. En la
misma nota pedan a los cuatro gobiernos mencionados su aquiescencia para una
mediacin conjunta en Espaa. Ignoro lo que respondieron a esta propuesta Alemania,
Italia y Portugal.
El Consejo, despus de or excelentes discursos, en los que, ms o menos, se
haca notar la inutilidad del llamamiento formulado por el gobierno espaol, adopt una
resolucin que era una parfrasis de la nota franco-inglesa y una ratificacin de sus
miras.
Incumbe a todo Estado el deber de respetar la integridad territorial y la
independencia poltica de otro Estado... Informado [el Consejo], de que en el Comit de
Londres se intentan nuevos esfuerzos para hacer ms eficaz su accin, por el
establecimiento de medidas de control, recomienda a los miembros de la Sociedad
representados en el Comit que no omitan nada para hacer tan estrictos como sea
posible los compromisos de no-intervencin, y tomar las medidas para asegurar un
control eficaz...
La deliberacin ms importante de las dedicadas por la Sociedad de Naciones al
asunto de Espaa fue la de septiembre del 37. Como puede suponerse, la actitud que la
delegacin espaola deba adoptar fue examinada detenidamente en Valencia. Tuve
ocasin de exponer no slo al jefe del gobierno, sino al ministro de Estado y a otros
miembros de la delegacin, lo que, a mi juicio, proceda hacer. No podamos ir a
Ginebra a pedir sanciones contra los agresores. En cuanto hablramos de eso, todos
se pondran en contra. Tampoco se poda pensar, cediendo a un movimiento de mal
humor, por justificado que estuviese, en retirarnos de la Sociedad. La cuestin deba
plantearse tomando por base un acuerdo anterior del Consejo, en que se dio por
comprobado el hecho de la invasin y se remiti el asunto al Comit de Londres. El
complejo plan elaborado por los tcnicos y sometido a la discusin del Comit en julio
anterior, no pudo ser aprobado. Desde entonces, el Comit haba cado en letargo. Era el
momento de que la Sociedad de Naciones llamase a s el problema nuevamente y se
pronunciase sobre el fondo. Nuestra posicin fundamental no poda ser ms que una:
que el conflicto espaol se redujera a sus lmites propios, o sea, los de una cuestin de
poltica interior del pas; la accin consiguiente era la retirada de todos los combatientes
extranjeros. Otras peticiones complementarias podan hacerse, sin hablar para nada del
artculo 16 del pacto. Todos los delegados con quienes habl, encontraron acertado el
planteamiento, cuyos trminos deban ser fijados en definitiva por el gobierno. Algn
delegado me hizo observar que la asamblea podra incluso votar una resolucin de
principio, ms o menos platnica, pero que era intil esperar que de sus acuerdos saliera
nada que pusiese fin a la intervencin, ni un mecanismo que hiciese efectiva la retirada
de los extranjeros. Opinin muy probable, sobre todo siendo tan contrario a la
Repblica el curso de la guerra. Haba que resignarse de antemano a que la delegacin
espaola, que ira a Ginebra con dos provincias menos (estaba para consumarse la
prdida de todo el norte), retornase con las manos vacas. Pero el viaje de la delegacin
espaola a Ginebra, especialmente del jefe del gobierno y del ministro de Estado, tena
una importancia particular, con independencia de lo que pudiera ocurrir en la Sociedad
de Naciones, por motivos que me propongo contar en otro artculo.
Tambin en aquella asamblea iba a resolverse el caso de la reeleccin de Espaa
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como miembro semipermanente del Consejo. La reeleccin era dudosa, por varios
motivos: la incertidumbre (cuando menos, incertidumbre) del resultado de la guerra, la
desconfianza en lo que pudiera hacer la Repblica, la desconsideracin producida por el
hecho mismo de la guerra, sus horrores y las disputas por la influencia extranjera en
Espaa, la animadversin (encubierta o declarada) de algunos gobiernos. Informaciones
posteriores al suceso aseguraban que la eleccin de Blgica en el lugar de Espaa estaba
concertada desde algunas semanas antes. Apenas lleg a Ginebra la delegacin
espaola, comprob que la reeleccin de Espaa era poco probable. En las
conversaciones preparatorias de la votacin surgi un incidente inesperado: el delegado
chileno, por s, y en nombre de otras delegaciones americanas, ofreci sus votos a
Espaa a cambio de que el gobierno de la Repblica dejase salir de las embajadas en
Madrid a todos los refugiados en ellas, y los situase en un puerto, para embarcar
libremente.
En una reunin anterior del Consejo, ya el delegado chileno haba planteado la
cuestin del derecho de asilo en las embajadas, institucin jurdica que, si existe en
Amrica, no era reconocida en Espaa. En aquella ocasin, el representante espaol se
opuso a que el Consejo entendiera en esa cuestin, pero se avino a examinar
separadamente con cada gobierno el caso de los asilados en la embajada respectiva. En
la prctica de ese derecho de asilo, tolerado por el gobierno (a mi juicio, hizo bien en
tolerarlo), se haba llegado a una situacin sumamente difcil e irritante, ms que por el
nmero de personas asiladas, por la condicin de algunas y por las actividades a que se
dedicaban dentro de las embajadas, Que de este espinoso asunto, en el que la autoridad
del gobierno estaba gravemente comprometida, se quisiera hacer materia de contrato,
nada menos que para adquirir votos en la reeleccin de Espaa, produjo asombro. El
jefe del gobierno, presidente de la delegacin, rechaz la propuesta, aunque algunos
delegados parecan inclinarse a aceptarla. Espaa no obtuvo el qurum. La delegacin
espaola pidi a la asamblea que se reconociese la agresin de que Espaa era objeto
por parte de Alemania e Italia, y que en virtud de tal reconocimiento la Sociedad de
Naciones examinara con toda urgencia la manera de poner fin a la agresin; que se
devolviese al gobierno espaol el derecho de adquirir libremente material de guerra y
que se retirasen del territorio espaol los combatientes extranjeros. Un comit de
redaccin, designado por la Comisin sexta, elabor trabajosamente un proyecto de
resolucin. En el proyecto,
la asamblea... lamenta que... no solamente el Comit de No-Intervencin
no haya conseguido la retirada de los combatientes no espaoles que participan
en la guerra de Espaa, sino que hoy sea preciso reconocer la existencia en el
territorio espaol de verdaderos cuerpos de ejrcito extranjeros, lo que
constituye una intervencin extranjera en Espaa...; la retirada de los
combatientes extranjeros es el remedio ms eficaz de una situacin tan grave...;
hace un llamamiento a los gobiernos para que se haga un nuevo esfuerzo en ese
sentido; y consigna que, si ese resultado no fuese obtenido en un bref delai, los
miembros de la Sociedad adheridos al acuerdo de no-intervencin considerarn
el fin de la poltica de no-intervencin.
En el comit de redaccin, la delegacin espaola pidi aclaracin sobre el
alcance de la expresin: bref delai. El representante britnico contest que no se poda
concretar en un nmero de das, pero que haba de entenderse en su propio sentido.
Entabladas negociaciones para la retirada de los combatientes extranjeros, se daba por
supuesto que durante ellas no se enviara a Espaa ninguno ms, y que de enviarse, la
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tanto, para justificar una poltica, que se trabaja por conservar la paz. Pero que
Alemania e Italia fuesen a declarar la guerra si el gobierno espaol hubiese comprado
armas libremente a la industria extranjera, era una paparruchada. Desde hace dos aos,
muchos pronosticaban la guerra inminente, y algunos la daban por comenzada, siendo
su prlogo la de Espaa. Siempre me ha parecido ms seguro que, de haber guerra
general, nunca empezara antes de acabarse la nuestra. A este propsito, un ministro
francs deca: Hay que limitar la guerra de Espaa (o sea: impedir que se generalice);
hay que extinguirla. Tesis perfecta. La ma, complementaria, se reduca a esto: No
depende de la Repblica impedir (ni provocar) una guerra general. Corresponde a las
potencias limitar la guerra de Espaa. Extinguirla, corresponde a los espaoles. En
cuanto se vayan todos los extranjeros, los espaoles no querrn, y si quieren, no podrn
batirse.
Nunca he deseado que la guerra de Espaa se convirtiera en guerra general. No
lo deseaba por las razones que tiene todo hombre para aborrecer la guerra, y adems por
motivos de estricto inters nacional. El caso espaol habra pasado a muy segundo
trmino en un conflicto general, y cualquiera que hubiese sido la conclusin, mi pas
hubiera tenido que someterse a las decisiones de los triunfadores. Lo que no se
comprende bien, es que la guerra general sea menos probable hallndose Espaa bajo el
prestigio deslumbrador que hoy tiene all el podero germnico.
Ciertos clculos para el futuro son muy problemticos, porque la orientacin que
la Espaa actual podra dar a su poltica exterior responde a mviles mucho ms
duraderos y profundos que una momentnea coincidencia de intereses.
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organizacin militar adecuada. Para estimular la recluta, asign a cada soldado diez
pesetas diarias, paga cinco veces mayor que la concedida habitualmente a la tropa en
Espaa. Esta determinacin fij para toda la campaa el nivel de los sueldos para los
combatientes, y cuando el ejrcito de la Repblica se acercaba al milln de hombres,
represent para el Tesoro pblico una carga exorbitante. Era casi imposible encontrar
material y mandos para los veinte batallones. Su alistamiento y otras medidas del
gobierno encaminadas a formar un ejrcito regular, eran mal recibidas por los sindicatos
y por algunos partidos obreros. En uno de sus peridicos se hizo campaa contra el
propsito de organizar un ejrcito, que sera el ejrcito de la contrarrevolucin.
Millares y millares de combatientes voluntarios prefirieron alistarse en las milicias
populares, organizadas espontneamente por los sindicatos y los partidos. Hubo
batallones y brigadas republicanos, socialistas, comunistas, de la. CNT, de la UGT, de
la FAI, etctera, e incluso unidades formadas por obreros de un mismo oficio. Sin
conexin entre unas y otras, sin jefes superiores comunes, sin plan, acudiendo cada una
a la guerra alegremente, con mandos improvisados por los mismos milicianos, y con
objetivos polticos y estratgicos de su propia invencin. Nadie estaba sujeto a la
disciplina militar. En la composicin de las milicias entraron obreros y burgueses,
intelectuales y empleados, militares, profesionales, y periodistas, y algunas mujeres. No
haba fusiles para todos. Nunca los ha habido, ni a los dos aos de guerra. Los 70.000 o
ms fusiles repartidos en Madrid, en julio del 36, desaparecieron pronto. Muy pocas
ametralladoras. Algunas piezas de artillera de campaa. En el verano del 36 no haba en
todo el frente de Madrid ms de doce bateras. Municiones, escassimas. La fbrica de
Murcia y la de Toledo producan menos de una tonelada de plvora y de trescientos mil
cartuchos de fusil cada veinticuatro horas. Con eso haba que abastecer a los
combatientes de Madrid, de Andaluca, de Aragn y del norte. En cierta ocasin, todas
las existencias de que pudo disponer el ministerio de la Guerra alcanzaban a doce cajas
de cartuchos. Las columnas se disputaban las municiones. De Oviedo, de Barcelona, de
Crdoba, llegaban clamores desesperados. Irn se perdi (inicindose con ello la cada
de todo el norte) por falta de municiones, estando detenidos en la frontera francesa, a
consecuencia de la no-intervencin, unos vagones de cartuchos. De artillera pesada y
antiarea, carros de combate, morteros, etctera, y el innumerable material mvil que
pide un ejrcito moderno, nada. Hasta septiembre del 36, no lleg la primera expedicin
de material: 17. 000 fusiles que haban cruzado el Atlntico. El entonces ministro de la
Guerra, seor Largo Caballero, se encarg de repartirlos personalmente, para que no se
malgastara tal tesoro. Pocos das despus se haba agotado. Los milicianos fugitivos los
perdieron casi todos en los desastres de Talavera. El ministerio de la Guerra se
esforzaba en poner -orden en tanta confusin. Aceptaba las unidades de milicianos,
procuraba armarlas, les daba algn mando profesional (cuando queran aceptarlo) y les
asignaba misiones tcticas o estratgicas, segn las necesidades ms urgentes. Las
cumplan o no, segn fuese el humor de la tropa, las veleidades de los mandos
subalternos o las consignas de, las organizaciones polticas. Los estados de situacin de
fuerzas que redactaba todos los das el ministerio de la Guerra, de los que conservo
algn ejemplar, muestran la inverosmil heterogeneidad de aquel ejrcito y la desigual
composicin, en nmero y calidad, de sus unidades. A lo largo de las posiciones al norte
y al oeste de Madrid, aparecen desplegados: dos compaas del antiguo ejrcito, una
milicia local, un batalln de aviacin, 200 guardias civiles, un batalln de guardias de
seguridad (polica), una milicia de la CNT, un batalln republicano, medio batalln de
Ingenieros; la milicia de la FAI. Por lo menos, el jefe de cada sector del frente era un
oficial profesional, designado por el ministerio de la Guerra. Haba otros en los mandos
subalternos. Un coronel de Estado Mayor organiz la defensa del Guadarrama, que ha
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mismas se dieron, muy populares. Amalgamar estos mandos con los antiguos oficiales
profesionales era un problema que no siempre se ha resuelto bien. Sobre los oficiales
profesionales pesaba en los primeros tiempos la desconfianza suscitada por la conducta
de sus compaeros. El motivo principal de que bastantes oficiales del antiguo ejrcito se
afiliaran en un sindicato (sin ser sindicalistas), o en el comunismo (sin ser comunistas),
era el de buscar proteccin contra postergaciones injustas. Segn la influencia que han
tenido en los gobiernos las sindicales o el partido comunista, as ha crecido o menguado
la afiliacin de los militares en esas organizaciones. El primitivo impulso poltico que
llevaba a todos a combatir, se convirti en espritu partidista.
Cada partido, y las dos sindicales, protegieron, enfrente de los dems, a sus jefes
y oficiales adictos. En general, los profesionales eran los menos favorecidos. Tenan
preferencia los procedentes de las milicias y los de nueva creacin. Sobre todo los que
se haban encaramado a los primeros puestos. Es innegable que los ms de ellos han
hecho lo que saban y podan. Pero desde el punto de vista militar, el problema consista
en saber lo que podran y sabran hacer. La realidad ha desmentido ciertas hiptesis
fundadas nicamente en la popularidad. El arrojo personal, o ciertas dotes de mando, no
bastan para ponerse al frente, de una gran unidad o de un ejrcito en campaa. En las
ltimas semanas de la guerra, uno de esos caudillos le deca a un general, procedente del
antiguo ejrcito: Ustedes los militares de carrera tienen la supersticin del terreno.
Pero en la guerra el terreno no tiene ninguna importancia. Esta mentalidad no se
rescata con nada y menos an con la sangre de la tropa derramada en balde.
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era. Ms, para trazarse rutas nuevas era indispensable no slo dominar el movimiento,
sino tener en cuenta las condiciones y los medios con que hubiese sido dominado.
Movido de esta conviccin confer al presidente de las Cortes el encargo de formar un
gobierno con todos los partidos que acataran la Constitucin, desde los republicanos
ms conservadores hasta los socialistas. Algunos personajes republicanos me hicieron
observar que un Gobierno as, suscitara protestas. Yo tambin lo tema, pero eso no era
obstculo para llevar adelante el propsito. Los republicanos conservadores consultados
se negaron a entrar en la combinacin. Tambin los socialistas. Los motivos de unos y
otros no eran los mismos, ciertamente. Por su parte, casi toda la mayora parlamentaria
pareca muy poco dispuesta a secundar al presidente de las Cortes en su empresa. Se
form un gobierno sin el concurso de las derechas y sin socialistas. No era, ni con
mucho, lo que se haba buscado. En una madrugada de agitacin febril, hubo, segn me
contaron (yo no las vi), manifestaciones contra el nuevo gobierno. Algunos
republicanos, ms exaltados que perspicaces, hablaron incluso de una traicin del
presidente de la Repblica. El gobierno dur cuatro horas. El presidente de las Cortes
resign los poderes porque estaba seguro de que de all a poco no le obedecera nadie.
El gobierno que le sucedi, formado exclusivamente por republicanos de la mayora
parlamentaria, fue bien recibido. No es probable que ningn ministerio se haya hecho
nunca cargo del poder en circunstancias tan terribles.
Las fuerzas centrfugas latentes en la sociedad espaola, y la indomable
condicin personalista del carcter, entraron en juego en cuanto los lazos coactivos del
Estado fueron cortados por la espada. En general, los espaoles participan vivamente en
la emocin de lo nacional, representndoselo en formas y signos que hablan a su
sensibilidad. Del Estado perciben mucho menos, salvo cuando tropiezan con l en los
servicios de la administracin. La reaccin espontnea de los espaoles, cada vez que el
Estado, por unas u otras causas, ha cado en secuestro o invalidez, no ha consistido en
acudir prestamente a restaurarlo, sino en suplantarlo, usurpando sus funciones. Un
ejemplo ilustre, entre otros, nos lo ofrece nada menos que la guerra de Independencia,
en 1808. Cuando ms necesaria era la unidad disciplinada, todo se descompuso en un
desorden grandioso de iniciativas aisladas. Incluso para la defensa militar, la autoridad
coordinadora vino del extranjero. Esa facilidad para dispersar el esfuerzo, que algunos,
con impropiedad, llaman anrquica, y el peligroso relieve de la autoridad personal
(legtima o usurpada), a la que se subordina la eficacia de la funcin y la aceptacin de
la autoridad misma (de que hay ejemplos glorificados en la tradicin y el arte
espaoles), no tienen nada que ver con las opiniones polticas dominantes en cada
ocasin. Estamos ante un rasgo natural, permanente, que debe tenerse en cuenta. No se
puede gobernar contra el genio propio de un pas, a no ser sometindole a mutilaciones
horribles, como no se puede escribir contra el genio del idioma, a no ser estropendolo
con pedantera y barbarie. Tener en cuenta aquella condicin, no es doblegarse a ella;
mucho menos, exaltarla como un recurso salvador.
Esta vez, en torno de los rganos del Estado, inerme, descoyuntado, se
multiplicaron las iniciativas de grupos, partidos y sindicatos; de provincias y regiones,
de ciudades; incluso de simples particulares. Iniciativas rivales entre s, que se
estorbaban; pero estorbaban sobre todo a la accin eficaz del gobierno. La situacin, ya
descrita, en cuanto a la defensa militar en los primeros tiempos de la guerra, se repeta
en el terreno poltico y social. En realidad, eran la misma cosa, las dos caras de un solo
hecho; y hasta solan ser las mismas personas. Era difcil saber dnde se acababa el
miliciano y dnde empezaba el responsable de un servicio pblico o de una
empresa. En el orden de la economa, esa tarea la tomaron por su cuenta los sindicatos:
asumiendo la direccin administrativa de grandes servicios pblicos; creando cada
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partido nuevo en Espaa, preferible es que se hunda todo. Cuando las diferencias
entre el gobierno de la Repblica y el gobierno cataln pasaban por una fase aguda, un
poltico barcelons, republicano, me dijo: Los catalanes no saben ya por qu se baten.
En otro momento hablar del mismo estado de espritu en el Pas Vasco. Tiempo antes,
un ministro del gobierno cataln", miembro del Partido Obrero de Unificacin Marxista
(POUM), deca en un meeting de Barcelona: Nosotros no nos batimos para hacer una
Repblica que le guste al seor Azaa. Muy bien! Los amigos del orador habrn ya
comprendido, un poco tarde, su equivocacin. Y no porque hubieran de aceptar una
Repblica cortada por un patrn de mi gusto (siempre hemos estado lejos de ello, en
guerra y en paz), sino porque mis puntos de vista, tantas veces explicados y
recomendados en pblico y en privado, no eran personales, sino los del rgimen, nicos
que podran dejar a salvo su respetabilidad, lo mismo si ganaba que si perda la guerra. :
En cuanto a los objetivos lejanos, ya mentados, se manifestaban, por el momento, en
una operacin tctica, preventiva: ocupar en el Estado, en la economa, en la direccin
de la guerra y de la poltica las posiciones necesarias para ser el ms fuerte el da de la
victoria. Consecuencias de esta tctica: primera, poltica de absorcin y acaparamiento
de funciones; segunda, hostilidad, a veces despiadada, de unos partidos (y de unos
sindicatos) contra otros. Descarto de esa tctica a los republicanos en general. Lejos de
practicarla, la han padecido. En ciertos momentos, por lo que ocurra en el territorio ya
ocupado por los nacionalistas, por los vientos que soplaban en el nuestro, pareci
que, ganndose o perdindose la guerra, en ningn caso podran los republicanos vivir
tranquilos en Espaa, con o sin Repblica. Del partido socialista, trabajado
internamente por antiguas tendencias discordantes, por" otras, novsimas, y por
incompatibilidades personales inextinguibles, no sera justo incluirle todo entero en
aquella tctica. Por otra parte, los socialistas han asumido desde septiembre del 36, la
mayor responsabilidad del poder. Cualquiera que fuese su representante principal en el
gobierno, tena a su disposicin el reparto de las gracias, de la proteccin oficial, y su
problema poltico inmediato consista, en ese particular, en decidir cules, con quin y
en qu medida las repartira. Es tambin evidente que si la Repblica se hubiese salvado
bajo un gobierno de direccin socialista, el partido acertando a resolver discretamente
sus querellas domsticas, y restaurada su tradicin democrtica habra encontrado
naturalmente en la poltica una situacin indisputable. Con la excepcin y las
salvedades hechas, todos los partidos, nacionales y regionales, usaron, ms o menos
descaradamente, de aquella tctica.
Ser el ms fuerte el da de la victoria, significaba influir decisivamente en la
estructura que se diese al Estado, y, por de pronto, conservar las situaciones de hecho
adquiridas a favor de la guerra. Este propsito se formul sin reservas, en un consejo de
ministros, por uno de los ms fervorosos mantenedores de las situaciones de hecho. El
gobierno de la Repblica no poda reconocerlas, ni legalizarlas. La reconstruccin del
Estado consista precisamente en suprimirlas. Los ltimos conflictos polticos de la
Repblica surgieron a consecuencia o con ocasin de las rectificaciones logradas o
intentadas. Pero en los tiempos primeros, de un optimismo radiante, casi todas las
cabezas espaolas parecan iluminadas por una vocacin mesinica. Si en el campo
nacionalista venan a salvar la civilizacin cristiana en Occidente, los profetas del
campo republicano anunciaban el nacimiento de una nueva civilizacin. Terribles
hiprboles, que prenden con facilidad en lo que el alma espaola tiene de visionaria! Ni
la civilizacin cristiana corra peligro, ni si lo hubiese corrido se salvara con una guerra
atroz, ni la Espaa republicana estaba preada de una civilizacin nueva. Ya hubiera
sido mucho que todo el pas se adaptara a la existente! La experiencia implacable
repartir sus lecciones a quienes ms falta les hagan. En cuanto al movimiento
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de haber tenido miedo, y el ansia de no tenerlo ms, atizaban la furia. Como si la guerra
civil no fuese bastante desventura, se le aadi el espectculo de la venganza homicida.
Por lo visto, la guerra, ya tan mortfera, no colmaba el apetito de destruccin. Era un
mtodo demasiado poltico, no escoga bien a sus vctimas. Millares de ellas iban
cayendo, no por resultas de sus actos personales, sino por su tendencia. El impulso
motor era el mismo, ya se invocase el principio de autoridad y la urgencia de amputarle
a la nacin sus miembros podridos, ya se operase clandestinamente por las pandillas
de desalmados que en la pasin poltica pretendan encontrar una justificacin de la
delincuencia. En el territorio ocupado por los nacionalistas fusilaban a los
francmasones, a los profesores de universidad y a los maestros de escuela tildados de
izquierdismo, a una docena de generales que se haban negado a secundar el alzamiento,
a los diputados y ex diputados republicanos o socialistas, a gobernadores, alcaldes y a
una cantidad difcilmente numerable de personas desconocidas; en el territorio
dependiente del gobierno de la Repblica, caan frailes, curas, patronos, militares
sospechosos de fascismo, polticos de significacin derechista. Que todo eso
ocurriera, en su territorio, contra la voluntad del gobierno de la Repblica y a favor del
colapso en que haban cado todos los resortes del mando, es importante para los
gobiernos mismos y para su representacin poltica. Pero si las atrocidades cometidas en
uno y otro campo se consideran, no desde el punto de vista de la autoridad del Estado y
de la justicia legal, ni desde el de la responsabilidad de quienes hayan gobernado en
cada zona, sino como un fenmeno patolgico en la sociedad espaola, el valor
demostrativo de unos y otros hechos viene a ser el mismo; su carcter, mucho ms
entristecedor. La guerra es todava una fase de la poltica. Juzgamos la licitud o la
ilicitud de una guerra segn los designios polticos que persigue. Las atrocidades del
resentimiento homicida no pueden juzgarse con ese criterio. No es menester apelar a l
para reprobarlas, ni es permitido invocarlo para absolverlas. Tal primitivismo de
sentimientos, un desate tan irracional de los instintos, suprimen la poltica, la expulsan.
Ya sabemos que existe el recurso de organizar la ferocidad y utilizarla como arma
defensiva del Estado. Sistema del terrorismo, con el que la violencia inmoral parece
reincorporarse a una razn poltica. Mas, si las atrocidades resultantes del desorden
inficionan mortalmente la causa que pretenden servir, el terrorismo organizado no
asegura nada, ni siquiera su propia duracin.
No es dudoso, que tales hechos, causaron un quebranto irreparable en la
confianza que el gobierno republicano pudiera conservar sobre el resultado til de su
gestin. Por otra parte, las perspectivas de la guerra se ensombrecan. Ya los primeros
aviones alemanes llegados a Andaluca transportaban a la Pennsula tropas marroques.
Se esperaba (y se tema) mucho de la accin de los moros. La experiencia prob pronto
que, aun siendo importante, su concurso no decidira la guerra. Pero el fcil avance de la
columna de ataque sobre Madrid, por la ruta abierta de Extremadura, mostraba, a
quienes no haban perdido el juicio, la inminencia del peligro. Mientras, en la prensa
aparecan enormes manchettes, con estupideces de este calibre: La batalla de Talavera
ser nuestra batalla del Mame, que hacan rechinar los dientes a las personas sensatas.
Con la mejor buena fe del mundo, muchos conductores de la opinin crean lo ms
adecuado a la moral popular mantenerla en sus ilusiones de triunfo-fcil. Un revulsivo
eficaz habra sido, probablemente, ponerla frente a la realidad. Algo as ocurri ms
tarde. Madrid, que no se haba defendido en el Guadiana ni el Tajo, se defendi en sus
propios arrabales, cuando poda presumirse, dados los antecedentes, que los moros
llegaran al centro de la capital en tranva.
Parte decisiva en el desmoronamiento del gobierno republicano le cupo a la
situacin exterior. El gobierno, desde el comienzo, se hall en la imposibilidad de
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accin muy confusa, pero convergente, usurparon todas las funciones del Estado en
Catalua. No sera justo decir que secundaban un movimiento general. Pusieron en
ejecucin una iniciativa propia. El levantamiento de la guarnicin de Barcelona fue
vencido el 20 de julio. La Guardia Civil, mantenindose fiel a la Repblica y al
gobierno autnomo cataln (que tena entonces a su cargo los servicios de orden
pblico), decidi la jornada. Las dems guarniciones de Catalua que secundaban el
movimiento, volvieron a sus cuarteles y depusieron las armas. Este triunfo rpido, la
percepcin de la importancia que Catalua cobraba para la decisin de la guerra, las
dificultades inextricables que embarazaban al gobierno central, desataron la ambicin
poltica del nacionalismo y le decidieron a ensanchar, sin lmite conocido, su dominio
en la gobernacin de Catalua.
Desde que se instaur la Repblica, el gobierno de Catalua estaba en manos de
un partido republicano llamado de izquierda catalana. Este partido surgi casi de
improviso en las elecciones de 1931, y obtuvo un triunfo fantstico. En toda Espaa se
vot entonces contra la dictadura militar, contra la monarqua y por la Repblica, en
Catalua se vot por o contra los mismos objetivos, y adems, por catalanismo. Es
digno de recordarse que, en 1923, al sublevarse el general Primo de Rivera, contaba con
el apoyo de algunos importantes personajes del catalanismo burgus y conservador. No
tardaron en conocer su error y en arrepentirse de l. La poltica de Primo de Rivera fue
tenazmente anticatalanista, lo que para los nacionalistas significaba sencillamente
anticatalana. Primo de Rivera se jact siempre de que haba conseguido suprimir el
problema cataln. Hay motivos para creer que lo encon. El caso es que en las
elecciones de 1931, el catalanismo lastimado tom el desquite, y los republicanos
catalanes de izquierda fueron, sin excepcin, nacionalistas. Con ocasin de la guerra, los
catalanistas de la derecha han repetido aquel error, pero en gran escala. Su oposicin a
la Repblica ha podido ms que su catalanismo. Se abstuvieron de colaborar en la
elaboracin y aprobacin del rgimen autonmico de Catalua, que, de esa manera,
apareci ante la opinin catalana como una conquista de los republicanos de
izquierda. En el alzamiento militar, los catalanistas conservadores se pusieron
decididamente al servicio de la que era entonces Junta de Burgos. Su clculo era ste:
nos aprovecharemos del movimiento para librarnos del peligro comunista y de la
revolucin; despus, nos desembarazaremos de los militares, como nos
desembarazamos de Primo de Rivera. Personas que presumen de bien enteradas
aseguran que los autores de ese clculo no tienen ahora motivo ninguno de estar
satisfechos.
Vencida la guarnicin de Barcelona el 20 de julio, y hallndose libre de los
estragos de la guerra todo el territorio cataln (las columnas de milicianos barceloneses
penetraron hasta las cercanas de Zaragoza), se crey sin duda que se haba logrado
todo, y que era el gran momento para hacer poltica. Nacionalismo y sindicalismo se
aprestaron a recoger una gran cosecha. Es difcil analizar hasta qu punto coincidan y
desde qu punto diferan en su accin el uno y el otro. La tctica de hacer cara al
gobierno de la Repblica y de sustraerse a su obediencia les era comn. En todo lo
dems, tenan que entrar en conflicto, a no ser que el gobierno cataln se sometiera
mansamente a los sindicatos. El gobierno cataln desconoci la preeminencia del Estado
y la demoli a fuerza de incautaciones, pero dentro de Catalua estaba sufriendo, a su
vez, una terrible crisis de autoridad. La invasin sindical, ms fuerte en Catalua que en
ninguna otra parte, desbord al gobierno autnomo. No pudiendo dominarla, aquel
gobierno contemporizaba con ella, y hasta la utilizaba algunas veces para justificar o
disculpar sus propias extralimitaciones. Por ejemplo, el gobierno cataln se incautaba
del Banco de Espaa, para evitar que se incautase de l la FAI.
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Vanse ahora algunas de las situaciones de hecho creadas en Catalua: todos los
establecimientos militares de Barcelona quedaron en poder de las milicias
antifascistas, controladas por los sindicatos. El gobierno cataln se apropi la fortaleza
de Montjuich; con qu autoridad efectiva sobre ella, es punto dudoso. La polica de
fronteras, las aduanas, los ferrocarriles, y otros servicios de igual importancia fueron
arrebatados al Estado. La Universidad de Barcelona se convirti en Universidad de
Catalua. Hasta el teatro del Liceo, propiedad de una empresa, se llam Teatro
Nacional de Catalua. (En l se representaban zarzuelas madrileas y peras francesas o
italianas.) El gobierno cataln emiti unos billetes, manifiestamente ilegtimos, puesto
que el privilegio de emisin estaba reservado al Banco de Espaa. Los peridicos
oficiosos de Barcelona comentaron: Ha sido creada la moneda catalana. Tambin
aquel gobierno public unos decretos organizando las fuerzas militares de Catalua. Los
mismos peridicos dijeron: Ha sido creado el ejrcito cataln. Tales creaciones, y
otras ms (que no son un secreto, porque constan en las publicaciones oficiales del
gobierno cataln y en la prensa de Barcelona), respondan a la poltica de intimidacin,
que ya he mencionado. Cuando esos avances del nacionalismo iban siendo corregidos
por el gobierno de la Repblica, un eminente poltico barcelons, republicano, me deca
apesadumbrado: Si hubiramos ganado la guerra en tres meses, todas esas cosas
habran sido otros tantos triunfos en nuestra mano.
Por su repercusin inmediata en la guerra, es necesario recordar especialmente
lo que se hizo en Catalua, durante ese perodo, en el orden militar y en la industria. El
gobierno autnomo instituy inmediatamente un ministerio de la Guerra (consejera de
Defensa), para su regin. Al principio, estuvo al frente de ese departamento, por lo
menos en apariencia, un militar profesional. Ms tarde, ocup el puesto un obrero
tonelero. El ministro, o consejero, estaba asistido por un Estado Mayor, formado en su
mayora por oficiales del ejrcito. Asumieron la direccin de las fuerzas catalanas y
pretendieron organizaras. Pocas en nmero, sin cuadros, sin material, escasas de
municiones, continuaron divididas en columnas y en divisiones segn el color poltico
de sus componentes. En realidad, la consejera de Defensa fue un semillero de
burcratas, un hogar de intrigas polticas. En diciembre del 36, persona que tena
motivos para saberlo, me dijo que haba 700 funcionarios para administrar unas fuerzas
que en el papel no excedan de 40.000 hombres. Rechazados fcilmente los primeros
amagos de los milicianos sobre Zaragoza; fracasada la expedicin a Mallorca;
concluidas por un descalabro serio las operaciones sobre Huesca, todo el frente de
Aragn, desde los Pirineos hasta Teruel, cay en absoluta inaccin. Se haba
demostrado la imposibilidad de constituir a fuerza de armas y por derecho de conquista,
la gran Catalua. En marzo del 37, el diario de Barcelona, La Vanguardia, public un
artculo, en el que apareca la palabra traicin, a propsito de la inactividad del frente.
Me parece exagerado. Tomar la iniciativa era imposible. Pero es cierto que no se haca
casi nada para remediarlo, ni se levantaban las fortificaciones necesarias para prevenirse
siquiera contra una ofensiva, que, por lo visto, pareca improbable. En general,
dominaba la creencia de que la guerra se decidira en otra parte, lejos de Catalua.
Sofocado en pocas horas, dentro del territorio cataln, el alzamiento militar, y llevando
sus fuerzas al interior de las provincias limtrofes, a gran distancia de Barcelona,
Catalua haba ganado su guerra. En el frente de Aragn no se retroceda, en tanto que
en los dems teatros de operaciones se cosechaban desastres. Catalua haba cumplido
lo que le corresponda. Su hermosa tierra estaba libre de enemigos, y continuara
estndolo. Que hagan en todas partes lo mismo, en vez de ir corriendo desde Cdiz
hasta Madrid!, deca un ministro cataln. Esta situacin era, para muchos, un mrito
especial, y para casi todos, un argumento justificativo de la poltica imperante en
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Barcelona.
En los tiempos de mayor desbarajuste, subyugado el gobierno cataln por la
CNT, pact con los sindicatos un decreto de militarizacin, concediendo en cambio que
ciertas industrias seran oficialmente colectivizadas. Hubo por entonces una crisis del
gobierno cataln, y en el curso de ella, alguien propuso que los partidos y las sindicales
que estuviesen representados en el nuevo gobierno, firmasen un papel
comprometindose a obedecerle. Este propsito no debi de alcanzar al decreto sobre el
servicio militar, que no se cumpli. No corrieron mejor suerte otros decretos de la
misma procedencia, y su incumplimiento no se debi en todos los casos a que los
sindicatos no los aceptasen. Eran a veces de imposible aplicacin, o la opinin general
no los aceptaba.
La colectivizacin de industrias en Catalua, que se fundaba originariamente en
incautaciones de hecho (y en eso consista toda su fuerza), condujo inmediatamente a un
callejn sin salida. La tesorera de las empresas colectivizadas se agot rpidamente.
Carecan de medios para adquirir en el extranjero primeras materias. Naturalmente, era
imposible llevar los productos manufacturados en Catalua al territorio ocupado por el
enemigo, y muy difcil tambin distribuirlos por las otras provincias. Abrirse mercados
nuevos en el exterior no estaba al alcance de la buena voluntad. En ciertos ramos de la
industria, los artculos invendidos, por valor de muchos millones, abarrotaban los
depsitos. Al poco tiempo de organizar la produccin en esa forma (sin examinar
ahora las dems condiciones en que se produca), un ministro cataln pintaba la
situacin con muy negros colores: muchas fbricas tendran que cerrarse; doscientos mil
obreros quedaran en paro forzoso... El gobierno cataln aportaba fondos para el pago
de los salarios, como si acudiese al socorro de una calamidad pblica. Un peridico
barcelons insert este anuncio: Empresa colectivizada desea socio capitalista. No es
verosmil que lo encontrara. El gobierno cataln vena a ser el socio capitalista de las
empresas a quienes necesitaba sostener, pero un socio para las prdidas, nunca para las
ganancias, aun en el supuesto temerario de que las hubiese habido. Exhausta su
tesorera, el gobierno cataln se volva al gobierno de la Repblica, para obtener su
auxilio, mediante la liquidacin de suministros de material de guerra y de gastos hechos
por cuenta del Estado, y otros conceptos, que daban origen a discusiones, compromisos
y regateos muy penosos, con los que se enredaban las cuestiones de poltica general, y
cuya solucin, cuando pareca haberse encontrado alguna, dejaba descontentas a las dos
partes.
Las industrias adaptadas a la produccin de material de guerra, estaban, en
ciertos respectos, en otra situacin: teman un cliente seguro, el Estado; vendan a buen
precio, todo lo que fabricaban; el problema consista en que fabricasen ms. El gobierno
de la Repblica pretenda justamente requisar con arreglo a las leyes las fbricas de
material de guerra, tratar directamente con ellas para los encargos que necesitase, y
asegurarse de su buen rendimiento en calidad y cantidad. Esta cuestin, que, en buena
lgica, solamente poda suscitar dificultades de orden administrativo y tcnico,
promovi desgraciadamente un problema poltico de primera magnitud. El gobierno de
Catalua se interpona entre la accin del Estado y las fbricas de material. Segn su
criterio, el Estado deba tratar nicamente con el gobierno cataln, sin ninguna
intervencin directa en el funcionamiento de las fbricas. No es ahora posible aquilatar
en qu medida concurran a sostener esa posicin el gobierno cataln y los sindicatos.
En cierta ocasin, el gobierno cataln suspendi o prohibi la fabricacin de un pedido
contratado directamente por el gobierno de la Repblica; motivo: que la conducta
sindical de la fbrica no haba sido buena. Una de las razones que el gobierno de la
Repblica dio para trasladarse de Valencia a Barcelona, fue que desde Barcelona
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catalanismo, y algn obispo de Barcelona se hizo clebre por su ruidosa adhesin a ese
movimiento. Nadie ignora tampoco que el monasterio benedictino de Montserrat vena
siendo, por sus trabajos de erudicin (entre otros, la publicacin de la Biblia en cataln),
un hogar intelectual de la catalanidad y del nacionalismo. Hace pocos aos, los
benedictinos de Montserrat recibieron al presidente del gobierno espaol haciendo sonar
en el rgano de su iglesia, consagrada a la Virgen Mara, el himno catalanista de Els
Segadors.
Esa disposicin del clero cataln tena arraigo tradicional. Clrigos eran algunos
de los ms violentos mantenedores de la causa de Catalua en la insurreccin del siglo
XVII. Por sus anatemas, los catalanes miraron con horror, como a una banda de herejes,
de sacrlegos profanadores del Santo Sacramento, al ejrcito catlico que envi el rey
para someter a Catalua. En estos ltimos tiempos, acaparada la accin poltica del
catalanismo por los partidos catalanes de izquierda, ha podido parecer, a quien lo
observase desde fuera, un movimiento revolucionario y marcadamente anticlerical No
era as, de hecho. Esos caracteres, si los ha tenido, no proceden especficamente del
catalanismo, sino de otras tendencias polticas amalgamadas con l. Uno de los grupos
catalanes ms intransigentes en su nacionalismo, era fidelsimo devoto de la Iglesia
romana. El hombre poltico que conocidamente lo representaba, catlico practicante, y
declarado separatista, fue fusilado en Burgos por los nacionalistas de la otra banda,
Recuerdo que el ao pasado me visit en Barcelona una delegacin de de ese grupo
catlico-nacionalista, Habamos de la restauracin del culto. En la conversacin sali el
nombre del obispo de Barcelona, furibundo militante en el movimiento
antirrepublicano. Aquellos seores saban, como todo el mundo, que hundirse la
Repblica era acabarse la autonoma de Catalua. Y recordando la accin poltica del
prelado, cuya suerte se ignoraba, uno de mis interlocutores, chispendole en los ojos la
clera refrenada, exclam; No. Seguramente no le han asesinado. El seor obispo no
mereca el martirio.
La Repblica no invent el problema de Catalua. Le trat por mtodos distintos
que la monarqua, No invent el renacimiento lingstico y cultural de Catalua, no
invent el nacionalismo, ni lo hizo prender en las masas. Se lo encontr pujante, y
enconado por la poltica dictatorial de Primo de Rivera, La monarqua misma haba
entrado por el camino de las transacciones. Entre los intelectuales madrileos apuntaba
una tendencia a las soluciones de concordia, en gran parte por reaccin contra las
arbitrariedades de la dictadura del general, que se imaginaba poder suprimir el problema
cataln. El ao antes de proclamarse la Repblica, una delegacin numerosa de
intelectuales madrileos, de los ms eminentes, estuvo en Barcelona, invitados por sus
colegas catalanes., Abundaron los banquetes, los discursos, las efusiones fraternales. Se
trataba de conocerse y de comprenderse. Un profesor de Madrid, monrquico, que
durante la guerra se ha significado personalmente por sus servicios al gobierno de
Burgos, traduca en esta frmula la conducta que pareca deseable en la cuestin
catalana: Ni separacin, ni asimilacin. Fracasado el sistema de la unificacin
asimilista, haba que buscar otro. No era til que Espaa llevase abierta en el costado la
llaga del descontento cataln, ni era justo que los catalanes fuesen desodos brutalmente,
ni poda tratarse a una esplndida parte de Espaa como a un pueblo enemigo. Urga
afrontar la realidad, por desagradable que pareciese y hallar una solucin de paz,
dejando a salvo lo que ningn espaol hubiera consentido comprometer: la unidad de
Espaa y la preeminencia del Estado, De ah sali la autonoma de Catalua, votada por
la Repblica.
Para que el nuevo rgimen cataln prosperase y se consolidara, era menester
cumplirlo con absoluta lealtad, en Barcelona y en Madrid. Si desde la capital de Espaa
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deba persuadirse a los catalanes que la autonoma no era una concesin arrancada a un
Estado dbil, importaba todava ms que en Barcelona supieran que cualquiera
extralimitacin, o el mal uso de su rgimen, desatara en el resto de Espaa una reaccin
violentsima, no ya contra la autonoma, sino contra la propia Catalua. Sera
aventurado decir que el tacto y la sagacidad necesarios para gobernar en -tales
condiciones han abundado en las dos capitales, lo mismo durante la guerra que antes de
ella. Atenindome a los tiempos de guerra, es de notar que los movimientos polticos de
Catalua haban suscitado (antes de la insurreccin de mayo del 37), grave descontento
en el resto de Espaa. En realidad, la opinin pblica no conoca bien lo que pasaba en
Barcelona. La gente, agobiada por la guerra, por las crecientes dificultades de la vida,
no prestaba demasiada atencin a las cuestiones de Catalua. La prensa no catalana, se
abstena de subrayarlas. Incluso se presentaban como avances de la Repblica, y otras
tantas garantas de triunfo sobre el fascismo. No obstante la defectuosa informacin, el
descontento exista, sobre todo entre republicanos y socialistas, y en las gentes sin
partido. Se estimaba comnmente que el gobierno cataln, adems de sus obligaciones
estrictas derivadas de las leyes, tena una especie de deuda moral con la Repblica y con
los partidos que haban votado la autonoma. Vindola destruida (porque a eso equivala
el transgredirla), se enfurecan, estimndolo como una ingratitud y una falta poltica de
primer orden. Por la razn que he dicho, este movimiento no cundi entre el gran
pblico. El conflicto no sali de las esferas de ambos gobiernos, ni de las disputas entre
gabinete y gabinete, y a veces, de persona a persona.
La situacin hizo crisis en mayo del 37. Una insurreccin de sindicales y
libertarios tuvo cuatro das a Barcelona bajo su fuego. He ledo una explicacin de este
suceso (del que fui testigo), achacndolo a profundos manejos de un pas extranjero. Me
parece novelesco. Las disputas por el mando, las rivalidades entre partidos y sindicales,
la falsa situacin del poder legal en Catalua, mediatizado por los que imponan su
voluntad, la trgica impotencia del gobierno cataln, flotante como un corcho en aquel
revuelto caudal, acumularon en Barcelona los elementos necesarios para una
conflagracin. Se produjo de improviso (aunque no inesperadamente), cuando un
ministro del gobierno cataln quiso realizar un acto de autoridad, recuperando por la
fuerza el edificio de la Telefnica, en poder de los sindicatos. La insurreccin, dirigida
contra el ministro que se haba atrevido a tanto y contra el jefe de polica, caus
centenares de muertos. Para los insurrectos, se trataba de una cuestin entre catalanes, o
entre obreros catalanes, en la que no deba mezclarse el gobierno de la Repblica. Tal
pareci ser tambin la actitud del gobierno cataln, que no inform a tiempo al poder
central de la gravedad de los hechos, y se resisti cuanto pudo a desprenderse del
mando de las fuerzas de polica. Bloqueado en su residencia oficial, mientras la
fusilera, las ametralladoras, las bombas, los carros blindados sembraban la muerte en
las calles, el gobierno cataln entr en crisis, de la que result el cese del ministro que
haba dado pretexto al conflicto, y el relevo del jefe de polica. Los revoltosos
asesinaron en la calle a uno de los miembros del nuevo gobierno, cuando se diriga a
tomar posesin de su departamento.
Tengo motivos para creer que el gobierno de la Repblica, instalado en
Valencia, conoci la verdadera ndole del conflicto por las conversaciones telegrficas
que durante los cuatro das mantuve con el ministro de Marina. El gobierno decret la
supresin de los servicios autnomos de seguridad y polica en Catalua, ponindolos
de nuevo bajo la dependencia directa del poder central. Nombr un general del ejrcito
(que difcilmente logr introducirse en Barcelona) para mandar todas las fuerzas
militares de Catalua, lo que equivala a suprimir la consejera de Defensa o ministerio
de la Guerra del gobierno cataln. Envi unas columnas de tropas, refuerzos de
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autonmico cataln, descubrir que el catalanismo deba contentarse con bailar sardanas.
Este desconcierto, propio de las gentes que revolotean en la poltica a merced del viento
que sopla, no influa en el curso de la cuestin que voy examinando, por violentas que
fuesen a veces las reacciones del mal humor.
El gobierno no se propona suprimir el Estatuto autonmico de Catalua.
Tampoco tena atribuciones para suprimirlo. Se trataba de restablecer, dentro de sus
lmites, el funcionamiento normal de los poderes pblicos establecidos en Catalua por
su Estatuto peculiar. Subvertidos los poderes, que no tenan otra base que el sufragio
universal directo, ni otra hechura que la democracia, era inadmisible que, con pretexto
de ser Catalua una regin autnoma, fuese gobernada por un grupo irresponsable, al
amparo de una antigua popularidad. Ciertamente, los republicanos catalanes han
aprobado o consentido (alegando necesidades de la guerra y el hecho indominable de la
revolucin) transgresiones flagrantes del Estatuto. Pero estoy muy inclinado a creer
que los mismos republicanos vean con despecho y alarma la destruccin, o por lo
menos el secuestro, de la base democrtica de su rgimen, gracias a la invasin sindical.
O todas las instituciones liberales de la autonoma funcionaban por entero, o la
autonoma no funcionaba en modo alguno.
Quienes ms obligados estaban a comprenderlo as, y a proceder en
consecuencia, eran los que desde el comienzo echaban cuentas con un porvenir
victorioso. Porque ninguna cosa fundada durante la guerra sera duradera, si el da de la
paz no poda resistir el juicio libre de la opinin espaola. Esta era la cuestin, y no
otra. Que haya sido bien o mal entendida, no se deber a falta de razones, dadas y
demostradas irrefutablemente.
Recuerdo por conclusin, un incidente ocurrido en Barcelona en el verano del
37, poco despus de perderse para la Repblica todo el Pas Vasco. Ciertos personajes
del gobierno autnomo de Bilbao, pasaron por Barcelona. Hubo demostraciones de
simpata entre los polticos catalanes y vascos. Con estupor y algo de risa por parte de
las personas de buen seso, qued proclamado el eje Barcelona-Bilbao. Esta caricatura
significaba que los nacionalistas vascos y los catalanes haran un frente comn contra la
poltica invasora del gobierno de la Repblica. Entre la situacin de Catalua y la del
Pas Vasco durante la guerra, puede establecerse un paralelismo fcil. Pero no todas las
observaciones hechas sobre el nacionalismo cataln convienen al de Vasconia. Aunque
muy poderoso electoralmente en su pas, el peso relativo del nacionalismo vasco en la
poltica general de Espaa era mucho menor que el del cataln. El nacionalismo vasco,
sin excepcin apreciable, forma un partido de extrema derecha, de confesin catlica.
La creencia religiosa se mantiene robusta en aquellas provincias. El clero, muy
influyente, es nacionalista acrrimo. El problema lingstico es tambin distinto. El
vascuence, tal como se ha pretendido salvarlo de la descomposicin que lo disolva,
sigue siendo una lengua sin monumentos literarios, de rea reducidsima, sin expansin
posible. El vasco que desea conservar su idioma (a lo que tiene pleno derecho) necesita,
en cuanto sale de sus montaas, saber otro.
No es muy exacto considerar al nacionalismo vasco como sucesor del antiguo
carlismo. Lo es, ms que nada, en las contiendas polticas locales, porque el
nacionalismo ha asumido en el Pas Vasco la posicin antiliberal ms fuerte. Los
republicanos y socialistas de Bilbao resisten a los nacionalistas, como sus abuelos, los
liberales del siglo pasado, resistan a los carlistas. El carlismo sostuvo dos largas guerras
para abatir la monarqua constitucional y entronizar al rey absoluto. Don Carlos,
pretendiente a la corona, se apoy en el fervor religioso y en el sentimiento localista de
los vascos, proclamndose defensor de la religin y los fueros, amenazados por los
liberales de Madrid, centralizadores y en pugna con la Iglesia. Pero de los tres trminos
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del lema carlista: Dios, Patria y Rey los nacionalistas conservan el primero, han dejado
caer el tercero, y han estrechado el segundo: patria. Segn el catecismo nacionalista la
patria de los vascos es Euzkadi. Los carlistas, que siempre han blasonado de ardiente
espaolismo, renegarn de todo parentesco con los nacionalistas. En la guerra, el partido
carlista ha puesto sus soldados al servicio del gobierno de Burgos, que, despus de
conquistar Bilbao, suprimi, adems de la autonoma poltica concedida por la
Repblica, los restos de los antiguos privilegios de los vizcanos en el orden
administrativo.
Salvo que la situacin social era mucho menos revuelta en el Pas Vasco que en
Catalua, la posicin de aquel gobierno respecto del de la Repblica, se pareca mucho
a la del gobierno cataln, y en las relaciones con el exterior, la acentu.
El aislamiento territorial del norte, impeda muchas cosas y favoreca otras
tantas. El gobierno enviaba oficiales y algunos generales para dirigir las operaciones. Es
un hecho conocido que los generales no lograron hacerse or del gobierno vasco, ni
mandar nada. Ni siquiera los desastres de la guerra condujeron a mejorar la
colaboracin militar entre el pas vasco y las dems provincias de aquella zona. Cado
Bilbao, ocupada Vizcaya, en cuya defensa colaboraron hombres de todos los partidos, la
moral de las tropas nacionalistas se desmoron. Perdida su tierra, nada les quedaba por
hacer. Unos cuantos batallones vascos se pasaron al enemigo. Ms tarde, algunos
polticos vascos discurrieron, para rehacer la moral de sus tropas, llevarlas a la zona del
Pirineo aragons, y emplearlas en una ofensiva contra Navarra. No pretendemos
decan someterla a nuestro dominio poltico, pero nuestras tropas se enardecern si
van a castigar a Navarra, desleal a la causa vasca.
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vista espaol, unos miraban aquella victoria con regocijada esperanza, otros con temor.
El partido pro alemn estaba adems posedo de un sentimiento de signo negativo;
merced a la guerra, crea llegado el momento de que Francia e Inglaterra (sobre todo
Francia), expiasen las injusticias y vejaciones que a travs de una antigua rivalidad,
haban infligido a Espaa. Un desquite por mano ajena. No juzgo el valor de unos y
otros sentimientos. Consigno cmo fueron.
Ambos bandos eran, en general, neutralistas; pero los proalemanes defendan
ms bien la neutralidad, porque estaba a la vista que Espaa no podra en ningn caso
romperla a favor de Alemania. Con todo, el leader del Partido Carlista propagaba
abiertamente la ruptura con Francia e Inglaterra para recuperar Gibraltar y otras
prendas. La propaganda alemana haca creer a la opinin pblica, e introduca en las
esferas del Estado, la oferta de que ponindose de parte del Kaiser, Espaa obtendra
Gibraltar, Tnger, ua zona mayor en Marruecos y manos libres en Portugal. Es decir,
un imperio espaol desde el Pirineo al Atlas. Lo que Miguel de Unamuno llam,
sarcsticamente, el viceimperio ibrico. Viceimperio porque, segn su juicio,
quedara subordinado al gran imperio de la Mittel Europa. Nada de esto se realiz. Y
como todos los planes polticos que no pasan de un esquema fantstico, ha podido
parecer durante algn tiempo cosa ftil y vana. Lo es mucho menos de lo que aparenta.
Desde entonces las posiciones en Espaa estn tomadas definitivamente. Quien ponga
en relacin los movimientos polticos internos de Espaa, desde 1923 hasta hoy, con la
situacin internacional en cada momento, comprobar cmo reaparece y acta, sin
perder su carcter, aquella divisin en dos bandos que dej marcada. Actualmente, con
la intervencin italo-alemana, el antiguo bando pro alemn ha obtenido, para la poltica
interior espaola, lo que de 1914 a 1918 so obtener de la victoria alemana. Que por
motivos diversos, algunas personas o algunos grupos, aliadfilos durante la gran guerra,
estn al lado del nuevo rgimen espaol, no significa nada para esta cuestin, porque su
peso en los destinos del pas parece reducido, por el momento al menos, a muy poca
cosa.
La instalacin de la Sociedad de Naciones pudo parecer la garanta definitiva de
la paz exterior de Espaa. El sistema de seguridad colectiva la pondra a cubierto de
agresiones, sin necesidad de comprometerse en el exterior ni de montar una gran
mquina militar. La Sociedad de Naciones ha sido mirada en Espaa, por el bando pro
alemn, con aversin o con mofa. El fracaso de la seguridad colectiva, la desposesin de
la Sociedad de Naciones, y la ocasin y los motivos de todo esto, juntamente con la
aparicin del competidor italiano en el Mediterrneo, plantea con urgencia para Espaa
el problema de su neutralidad en un conflicto europeo, o en caso de salir de ella, el de a
qu lado ir su concurso.
Si el tema hubiera de decidirse por la masa nacional, el grito casi unnime sera:
neutralidad sin condiciones. Seguramente no faltarn personas para opinar o aconsejar
lo contrario; pero son muy pocas. Las razones que abonaban la posicin neutral de
Espaa, subsisten, agravadas por el estrago de esta ltima guerra. La necesidad y el
anhelo de reposo han de tener ms fuerza que nunca. Ningn gobernante puede
ignorarlo. Por otra parte, el Estado espaol no puede desconocer tampoco que, para un
rgimen recin instalado, sera terriblemente peligroso que, a consecuencia de su
instalacin y de los medios empleados para lograrla, se viese envuelto, de la noche a la
maana, en una guerra con sus poderosos vecinos Francia e Inglaterra; guerra que
cualquiera que fuese su conclusin, sera desde el comienzo aselador a y desastrosa para
Espaa, precisamente por su posicin geogrfica. Tales son, a mi juicio, los motivos que
trabajan en favor de la neutralidad de Espaa en un conflicto europeo. Son poderosos,
pero no hay ninguno ms. Nada digo de los motivos que trabajen en contra, porque
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tendra que discurrir sobre ellos por conjeturas. Pero se pueden examinar, porque los
datos son conocidos, las razones que los dos sectores de la opinin espaola han tenido
y tienen para orientar, desde el tiempo de paz, la poltica exterior y del pas. Sera
errneo atribuir la problemtica actitud de Espaa en un conflicto europeo, pura y
simplemente a la presencia en la Pennsula de tropas extranjeras, al prestigio que con
sus xitos haya logrado el Reich, o a la necesidad impuesta por la guerra civil y sus
consecuencias. Todo eso tiene su parte en el problema, pero no lo absorbe enteramente.
Ninguna ilusin ms peligrosa que la de creer que se trata de una improvisacin. La
misma intervencin italo-alemana, si la aislamos para considerarla estrictamente como
un hecho espaol, denota la existencia de una opinin anterior, cuyos componentes he
analizado ms arriba. Sera frvolo pretender reducirla a una expresin numrica; pero
no es aventurado afirmar que los recientes sucesos no la han disminuido y que su influjo
en las esferas oficiales nunca ha sido mayor. He aqu sus tesis: Espaa, pas de misin
civilizadora e imperial, fue desposeda de su preeminencia por la conjuracin de rivales
rapaces, conjuracin movida por el afn de riquezas y el odio religioso.
El engrandecimiento posible de Espaa y, sobre todo, su voluntad de
engrandecimiento, tropezar necesariamente con la preponderancia francesa. El inters
de Francia consiste en mantener una Espaa dbil, inerme y sometida. No menos que el
inters de Inglaterra, favorecedora de la divisin de la Pennsula en dos estados que la
dejan manca, y detentadora de Gibraltar, cuya recuperacin le dara a Espaa, con el
dominio absoluto del estrecho, una situacin estratgica sin igual.
Con el imperio alemn, Espaa nunca ha tenido competencias graves. Al
contrario: desde 1521 a 1712, la poltica de ambos pases fue comn, y casi un siglo de
preponderancia espaola en Europa se acaba con las paces de Westfalia y de los
Pirineos, es decir, con el triunfo de la poltica francesa sobre la corona espaola y el
imperio germnico.
Consecuencia: como los intereses alemanes y espaoles no chocan en parte
alguna, y tienen de comn la necesidad de protegerse contra los mismos rivales, la
condicin y el medio de engrandecer a Espaa es restablecer la tradicin poltica
exterior de los siglos XVI y XVII.
La propaganda y la diplomacia alemanas, no necesitan inventar nada d esto.
Muchos espaoles lo aceptan de antemano.
Frente a esas tesis estn las que, por agruparlas bajo un nombre comn, llamar
tesis de los espaoles liberales. En el giro de la civilizacin de la Europa occidental
Espaa tiene su puesto propio. Sin mengua de su carcter original, forma parte de un
sistema que no est determinado solamente por la geografa y la economa, sino por
valores de orden moral. En el terreno poltico, Espaa ha seguido la evolucin de las
democracias occidentales. Los verdaderos fines nacionales de Espaa estn todos dentro
del propio pas y la primera condicin de lograrlos es la paz. Desde el siglo XVIII
Espaa no ha disfrutado nunca veinte aos de paz consecutivos. Es relativamente pobre,
y aunque el nmero de habitantes se ha duplicado en poco ms de un siglo, todava est
poco poblada. Por ejemplo, la provincia de Badajoz, tan grande como toda Blgica,
tiene catorce habitantes por kilmetro cuadrado. Riquezas naturales mal explotadas.
Instruccin popular retrasada. Millones de braceros pasan hambre. Lo justo y lo til es
rehacer este pueblo, robustecerlo. Aunque las tesis imperialistas fuesen posibles,
exigiran un esfuerzo militar y econmico gigantesco, que no permitira atender a la
reconstitucin del pas. Y qu expansin necesita ni puede conseguir un pueblo que
an no ha logrado poblar ni cultivar todo su territorio? La neutralidad de Espaa, en
buena inteligencia con Francia e Inglaterra, sus vecinos ms poderosos y sus mejores
clientes, constitua para los mantenedores de estas tesis un principio fundamental. Que
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Espaa no fuese potencia militar era, hasta 1935, un factor esencial del equilibrio del
Mediterrneo. Est muy esparcida la opinin de que este dato importantsimo no ha sido
bastante apreciado. Esa poltica ha prevalecido en Espaa, no solamente durante la
Repblica, sino antes, bajo la administracin de los partidos parlamentarios dinsticos.
Prosiguindola, y lealmente adherida a la Sociedad de Naciones, entr Espaa en la
poltica de sanciones. Los ltimos creyentes en la Sociedad de Naciones han sido
espaoles. Se ha visto con qu resultado.
Sera una extravagancia suponer que han abandonado esas tesis todos los
espaoles que las profesaban; pero el influjo decisivo de esa poltica, en la orientacin
internacional del Estado espaol, ha desaparecido con la Repblica.
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CONTRAPORTADA
Este libro est compuesto por once artculos que, escritos por Manuel Azaa en
Collonges-sous-Salve, en 1939, se publican por primera vez en Espaa cuando se
cumplen 50 aos del inicio de la guerra civil. Al leerlos con la perspectiva que da el
tiempo, uno no sabe qu admirar ms: si la honestidad de un hombre que, en la
amargura de la derrota, no hace el ms mnimo intento por presentar los hechos de
modo que le favorezcan, o la extraordinaria lucidez con que explica y razona el fin de la
Segunda Repblica espaola. Para el presidente Azaa, del hecho de la guerra, por su
monstruoso desarrollo, y su impensada duracin, nicamente podan venirle a Espaa
males infinitos, sin compensacin posible; por qu tanta desventura?.
Libros Tauro
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