Julio Verne - El Eterno Adán
Julio Verne - El Eterno Adán
Julio Verne - El Eterno Adán
EL ETERNO ADÁN
Aparecido en 1910 en el libro «Ayer y Mañana», Verne escribió este relato poco
antes de morir. Este texto es una síntesis perfecta de sus dos posturas antagónicas:
la idea de la naturaleza dominada y sometida a las necesidades del hombre se
enfrenta al pesimismo de quien ve el mundo alterado y desfigurado por este
supuesto triunfo. Como resultado de esta lucha, Verne arriba a una conclusión de
alcance filosófico que el título ya deja entrever. Aquí los personajes aparecen frente
a la naturaleza, despojados y literalmente desnudos, como no lo estuvieron en
ninguna de sus otras aventuras. A las puertas de la muerte, Julio Verne descorre el
velo de la arrogancia humana y nos hace tomar conciencia del lugar que ocupamos
en la infinitud del Universo.
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Librodot El eterno Adán Julio Verne
marítima que era su ancestro, y que prácticamente todos los animales terrestres o
aéreos derivaron de animales marítimos. Mediante una evolución lenta pero
incesante, éstos se habían ido adaptando poco a poco a condiciones de vida, al
principio cercanas y luego más alejadas de las que caracterizaron su vida primitiva
y, de etapa en etapa, habían dado a luz a la mayor parte de las formas vivientes
que habitaban la tierra y el cielo. Lamentablemente, esta ingeniosa teoría no era
inobjetable. Que los seres vivos del reino animal o vegetal descendían de
antepasados marítimos era algo que parecía indiscutible para la mayoría, pero no
para todos. En efecto, existían algunas plantas y animales que parecían imposibles
de relacionar con formas acuáticas. Ese era uno de los puntos débiles del sistema.
El hombre era el otro punto débil. Y Sofr no lo ocultaba. Entre el hombre y los
animales no era posible ninguna proximidad. Por supuesto, las funciones y las
propiedades primordiales, como la respiración, la alimentación y la motricidad eran
idénticas y se cumplían o se manifestaban de manera semejante a la sensibilidad,
pero subsistía un abismo infranqueable entre las formas externas, la cantidad y la
disposición de los órganos. Si era posible relacionar a la gran mayoría de los
animales con antepasados salidos del mar, por medio de una cadena a la que le
faltaban pocos eslabones, tal filiación resultaba inadmisible en lo concerniente al
hombre. Para conservar la teoría intacta de la evolución, era necesario imaginar
gratuitamente la hipótesis de un tronco común entre los habitantes de las aguas y el
hombre, tronco cuya existencia jamás se había demostrado de ninguna manera.
En algún momento, Sofr había esperado encontrar en el suelo, argumentos que
favorecieran sus referencias. Durante muchos años se habían realizado
excavaciones impulsadas y dirigidas por él, pero para arribar a resultados
diametralmente opuestos de los que deseaba.
Después de traspasar una delgada película de humus formado por la
composición de plantas y animales análogos o semejantes, a los que se veían
diariamente, llegaron a la espesa capa de limo, en donde los restos del pasado
habían cambiado de naturaleza. En este limo, ya no quedaban huellas de la flora y
la fauna existentes, sino un acumulamiento colosal de fósiles exclusivamente
marinos cuyos congéneres aún vivían frecuentemente en los océanos que rodeaban
a Mahart-Item-Schu.
¿Qué conclusión podía sacarse, sino que los geólogos tenían razón al afirmar
que el continente había servido de fondo a esos mismos océanos en tiempos
remotos, y que Sofr tampoco se equivocaba al dar por sentado el origen marítimo
de la fauna y la flora contemporáneas? Pues -salvo excepciones tan escasas que
uno hubiera podido considerarlas monstruosidades-, como las formas acuáticas y
las formas terrestres eran las únicas cuyas huellas se encontraban, éstas habían
sido engrendradas necesariamente por aquéllas.
Por desgracia para la generalización del sistema, se vieron más descubrimientos
todavía. Diseminadas en todo el espeso campo de humus, y hasta en la zona más
superficial del depósito de limo, salieron a la luz innumerables osamentas humanas.
No había nada fuera de lo común en la estructura de estos fragmentos de
esqueleto, y Sofr se vió obligado a renunciar a exigirles los organismos
intermediarios cuya existencia hubiera corroborado su teoría: eran, ni más ni
menos, osamentas de hombres.
Sin embargo, no quedó mucho tiempo en quedar demostrada una particularidad
bastante llamativa. Hasta determinada antigüedad -que podía calcularse
groseramente en dos o tres mil años-, cuanto más antiguo era el osario, más
pequeño era el tamaño de los cráneos. Contrariamente, más allá de ese período, la
progresión se invertía, y, de ahí en adelante, cuanto más se retrocedía en el
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inútil y que todo progreso es tan precario e inseguro como una burbuja de espuma
flotando entre las olas!
Sofr se detuvo frente a su casa.
-¡Upsa ni! … ¡Hartchok! … (¡No! ¡No!… ¡De veras!) ¡Andart’ mir’ hôe Spha!… (¡El
hombre es el amo de las cosas!) balbuceó empujando la puerta.
Intrigado, bajo al fondo del pozo y limpio un extraño objeto, de la tierra que lo cubría
en sus tres cuartas partes.
De nuevo, a la luz del día, examino su descubrimiento. Era algo semejante a un
estuche, de un metal desconocido, gris y granuloso, cuya prolongada permanencia
en el suelo había disimulado su brillo. Había una hendidura en la tercera parte de su
longitud, que señalaba que el estuche estaba compuesto por dos partes que se
ajustaban entre sí. Sofr intentó abrirlo.
Al primer intento, el metal -disgregado por el tiempo- se deshizo, dejando a la
vista un segundo objeto que yacía en su interior.
Para el zartog, la materia de este nuevo objeto era tan novedosa como el metal
que la había recubierto. Era un rollo de pequeñas hojas superpuestas y plagada de
extraños signos, cuya regularidad señalaba que se trataba de caracteres de
escritura, pero de una escritura ignorada, diferente a las que Sofr había visto jamás.
Temblando de emoción, el zartog fue a encerrarse a su laboratorio, y luego de
acomodar cuidadosamente el precioso documento, lo observó.
Sí, era escritura, no cabía duda alguna. Pero tampoco también podía dudarse
que esa escritura no guardaba relación con ninguna de las que se habían
practicado sobre toda la superficie de la Tierra, desde el origen de los tiempos
históricos.
¿De dónde provenía ese documento? ¿Qué significaba? Tales preguntas se
formularon por sí solas al espíritu de Sof.
Para responder la primera, era necesario estar en condiciones de contestar la
segunda. Se trataba, en primer lugar, de leer, y al instante de traducir; porque se
podía asegurar a priori que el idioma del documento sería tan desconocido como su
escritura.
¿Era algo posible? Al zartog Sofr no le parecía tal cosa, y se puso a trabajar
febrilmente, sin mayo demora.
El trabajo le llevó mucho tiempo, años enteros. Sofr no se cansó. Prosiguió sin
desalentarse, el estudio pormenorizado del documento misterioso, avanzando paso
a paso hacia su esclarecimiento. Al final llegó el día en que fue dueño de la clave
del indescifrable jeroglífico, llegó el día en que, todavía con gran zozobra y gran
esfuerzo, logró traducirlo al idioma de los Hombres-De-Los-Cuatro-Mares.
Ahora bien, cuando ese día llegó, el zartog Sofr-Ai-Sr leyó lo que sigue.
Rosario, 24 de mayo de 2…
¡hoy esa palabra me hace reír!-, y tenía el plan de volver pronto a Francia, mi tierra
de origen.
Mi lujosa residencia se hallaba situada en el punto más elevado de un inmenso
jardín que bajaba en pendiente hacia el mar, y se interrumpía bruscamente en un
acantilado de más de cien metros de altura que caía en picada. Detrás de mi
residencia, el terreno seguía subiendo, y por senderos serpenteantes era posible
llegar a la cima de las montañas, cuya altura superaba los mil quinientos metros.
Constituía frecuentemente un bello paseo: yo había efectuado la ascensión en
automóvil, un doble Faetón magnífico y poderosos treinta y cinco caballos, de una
de las mejores marcas francesas.
Vivía en Rosario con mi hijo Jean, un joven apuesto de veinte años, cuando,
debido a la muerte de parientes lejanos en lo sanguíneo, pero muy próximos a mi
corazón, me hice cargo de su hija, Hèléne, que quedó huérfana y desamparada.
Habían transcurrido cinco años desde entonces. Mi hijo Jean tenía veinticinco años
y mi pupila Hèléne veinte. En lo más profundo de mi alma, los veía unidos por el
destino.
Nuestra servidumbre estaba compuesta por el mayordomo Germain; por un
chofer de lo más despierto, Modesto Simonat; por mi jardinero George Raleigh y su
mujer Anna, y las hijas de ambos, Edith y Mary.
Aquél 24 de mayo, nos encontrábamos sentados alrededor de la mesa,
iluminados por lámparas alimentadas por equipos electrógenos instalados en el
jardín. Había cinco comensales más, aparte del dueño de casa, su hijo y su pupila,
tres de los cuales pertenecían a la raza anglosajona, y dos a la nación mexicana.
El doctor Bathurst contábase entre los primeros, y el doctor Moreno entre los
segundos. Ambos eran sabios en el sentido cabal del término, lo que no impedían
que estuviesen frecuentemente en desacuerdo. Por lo demás, eran excelentes
personas y de los mejores amigos del mundo.
Los dos anglosajones restantes se apellidaban Williamson, propietario de una
importante factoría pesquera de Rosario, y de Rowling, un hombre osado que había
fundado un establecimiento de horticultura, que pronto le proporcionaría una fortuna
considerable.
Con respecto al último comensal, se trataba del señor Mendoza, presidente del
tribunal de Rosario, persona estimable, cultivado espíritu y juez íntegro.
Llegamos al final de la comida, sin incidentes dignos de mención. Las palabras
pronunciadas hasta ese momento las he olvidado. No así lo que se dijo mientras
fumábamos nuestros cigarros.
No significa que tales frases guarden en sí mismas una importancia particular,
pero el brutal comentario de que serían objeto muy pronto no dejan de brindarles
algún interés, y por eso no las he olvidado todavía.
Terminamos por hablar -¡No importa cómo!- de los progresos asombrosos
alcanzados por el hombre. El doctor bathurst intervino en cierto momento.
-¡Está claro que si Adán (lo pronunciaba Edem, como es natural en el anglosajón)
y Eva (lo pronunciaba Iva, lógicamente) regresaran a la Tierra, quedarían de lo más
sorprendidos!
Así comenzó la discusión. Moreno, darwinista a ultranza, firme partidario de la
selección natural, preguntó a Bathurst irónicamente, si éste le daba crédito a la
leyenda del paraíso terrenal. Bathurst que al menos creía en Dios, y que, dado que
la existencia de Adán y Eva tenían sustento en la Biblia, no era capaz de
contradecirla. Moreno, a su vez, replicó que creía en Dios, aunque más no sea
como su adversario, pero que el primer hombre y la primer mujer tranquilamente
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podían ser mitos, símbolos, y que no era un sacrilegio figurarse que la Biblia había
querido representar de ese modo el soplo vital insuflado por la potencia creadora en
la primera célula, de la que habían surgido todas las demás. Para Bathurst, tal
explicación era engañosa, y en su opinión, ser obra directa de la divinidad era
preferible a provenir de ella a través de primates más o menos siniestros….
La discusión amenazaba subir de tono, pero se detuvo de repente; ambos
oponentes habían encontrado casualmente una zona de común entendimiento. Por
lo demás, esas cosas casi siempre terminaban así.
Ahora, retomando el primer tema de la conversación, ambos antagonistas
coincidieron en admirar, más allá del tema del origen de la humanidad, la elevada
cultura a la que habían arribado. Con orgullo fueron enumerando sus conquistas.
Todas desfilaron. Bathurst alabó la química, llevada a tal grado de perfección que
propendía a desaparecer para confundirse con la física, dos ciencias que
terminarían siendo una sola y cuyo objeto se centraría en el estudio de la energía
innmanente. Moreno, elogió la medicina y la cirugía, mediante las cuales se habían
ahondado en la naturaleza secreta del fenómeno de la vida y cuyos hallazgos
extraordinarios dejaban entrever en un futuro no muy lejano la inmortalidad de los
seres animados. Luego se felicitaron por las alturas alcanzadas por la astronomía.
¿No se dialogaba, acaso, con siete de los planetas del sistema solar, mientras se
esperaba a las estrellas? {se deduce de estas palabras que, en el momento en que
este diario sea divulgado, el sistema solar comprenderá más de ocho planetas, y
que el hombre descubrirá uno o más de uno más allá de Neptuno (nota del autor)}.
Pasado el entusiasmo inicial, los dos apologistas decidieron tomarse un
descanso. A su vez, los demás comensales aprovecharon para intercambiar
algunas palabras, y se ingresó en el terreno gigantesco de los inventos prácticos
que habían modificado tan hondamente la condición de la humanidad. Fueron
festejados los ferrocarriles y los vapores, imprescindibles para el transporte de
mercaderías pesadas e incómodas; las aeronaves económicas, utilizadas por los
viajeros que disponen de tiempo, los tubos neumáticos o electroiónicos que surcan
todos los mares y continentes, adoptados por las personas con prisa. Festejaron las
innumerables máquinas, cada cual más ingeniosa que la anterior, y que, con una
sola de ellas puede realizarse la tarea de cien hombres en ciertas industrias.
Festejaron la imprenta, la fotografía de los colores, la luz, del sonido, del calor y de
todas las vibraciones del éter. Festejaron ante todo la electricidad, ese agente
extremadamente ágil y dócil, conocido tan a la perfección en su esencia y en sus
cualidades que permite, sin conectador material alguno, tanto activar un mecanismo
cualquiera, como dirigir una nave de superficie -submarina o aérea-, o escribirse,
hablarse o verse, sin importar la distancia.
Resumiendo, aquello un verdadero ditirambo en el que, lo confieso, tomé parte
activa.
Acordamos que el progreso alcanzado por la humanidad era impensable antes
de nuestra época, y que, por lo tanto, permitía creer en su triunfo definitivo sobre la
naturaleza.
-Sin embargo...- dijo el juez Mendoza con su vocecita aflautada, sirviéndose del
momento de silencio que siguió a esta conclusión-, oí hablar de pueblos hoy
desaparecidos sin dejar el mínimo rastro, que ya habían alcanzado un grado de
civilización igual o análogo a la de la nuestra.
-¿Cuáles? -preguntaron todos a la vez.
-¡Bien! Los babilonios, por ejemplo.
Hubo una explosión de carcajadas. ¡Ser capaz de comparar a los babilonios con
los hombres modernos!
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alterado de manera tan extraña en apenas unos segundos, para helar el corazón de
horror?
Sin embargo, enseguida recuperé mi sangre fría. La verdadera superioridad del
hombre no consiste en dominar, en vencer a la naturaleza; es, para el hombre de
acción, mantener el ánimo sereno ante la rebelión de la materia, es poder decirle:
«¡Qué me aniquile, sea! ¡Pero conmoverme, eso nunca!.»
En cuanto recobré la tranquilidad, descubrí las diferencias entre el cuadro que
tenía ante mis ojos y aquél que solía contemplar. El acantilado ya no existía, y mi
jardín había descendido hasta el nivel del mar; las olas, luego de haber destrozado
la casa del jardín, batían con furia contra mis arriates más bajos.
Como parecía poco probable que el nivel del agua hubiese subido, la tierra
debería de haber bajado. El descenso superaba los cien metros, pues el acantilado
tenía antes dicha altura, pero había ocurrido con alguna suavidad porque apenas
nos habíamos percatado de ello, lo que justificaba la aparente calma del océano.
Un rápido examen me persuadió de que mi hipótesis era acertada y también me
permitió corroborar que el descenso no había terminado aún. Efectivamente, el mar
seguía avanzando, a una velocidad que calculé próxima a los dos metros por
segundo; es decir, siete u ocho kilómetros por hora. Considerando la distancia que
nos separaba de las olas más cercanas, y si la velocidad de caída se mantenía
uniforme, seríamos engullidos en menos de tres minutos.
Me decidí de inmediato.
-¡Al auto! -exclamé.
Fui comprendido. Todos nos abalanzamos a la cochera y empujamos el auto al
exterior. En un abrir y cerrar de ojos llenamos el tanque de combustible y luego nos
acomodamos como mejor pudimos… Simonat, mi chofer, puso el motor en marcha,
saltó al volante, embragó y arrancó en cuarta por el sendero, mientras Raleigh,
luego de haber abierto el portón, se colgó del auto al pasar y se asió con fuerza a
los muelles traseros.
¡Justo a tiempo! El oleaje, rompiendo, mojó las ruedas hasta el eje en el
momento en que el auto llegaba al camino. ¡Bah! ya podíamos reírnos del acoso del
mar. Mi fiel vehículo nos mantendría fuera de su alcance a pesar de su carga
excesiva, salvo que el descenso hacia el abismo continuase indefinidamente…
Como sea, delante de nosotros teníamos campo: por lo menos, dos horas de
ascensión y una altura disponible de alrededor de mil quinientos metros.
De todas maneras, pronto reconocí que no convendría cantar victoria de
antemano. Luego del primer salto del vehículo, que nos lanzó a unos veinte metros
de la línea de espuma, de nada sirvió que Simonat aumentara la entrada de
combustible: la distancia no varió. Era evidente que el peso de las doce personas
hacía la marcha más lenta. Por el motivo que fuese, esta marcha equivalía a la del
agua invasora, que se mantenía imperturbablemente a la misma distancia.
En seguida nos enteramos de este inquietante hecho, y todos -salvo Simonat,
ocupado en manejar el coche- nos dimos la vuelta para mirar el camino que
dejábamos atrás. Todo era agua. A medida que avanzábamos, la ruta iba
desapareciendo bajo el mar. Este, sin embargo, se había calmado. Sólo unas
pequeñas olas venían a morir plácidamente sobre una grava siempre nueva. Era un
lago pacífico que crecía y crecía, con un movimiento uniforme, y ninguna tragedia
podía equipararse a la persecución de aquélla agua mansa. Huíamos en vano; el
agua subía con nosotros, implacable…
Con los ojos fijos en la ruta, Simonat tomó una curva y dijo:
-Nos hallamos en la mitad de la pendiente. Todavía tenemos una hora de subida.
Nos estremecimos: ¡Llegaríamos a la cima en una hora, y luego deberíamos bajar,
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siempre perseguidos, esta vez alcanzados sin remedio, fuera cual fuese nuestra
velocidad, por las masas líquidas que se desplomarían en avalancha detrás de
nosotros! La hora fijada transcurrió sin que nuestra situación se modificara en
absoluto. Cuando ya divisábamos el punto culminante de la cuesta, el auto pegó
una violenta sacudida y pegó un bandazo que por poco lo estrella contra el talud de
la ruta. Simultáneamente una inmensa ola se infló detrás de nosotros dispuesta a
saltar el camino, se ahuecó, y por último rompió sobre el coche, que quedó rodeado
de espuma…
¿Así que terminaríamos siendo tragados por el agua?
¡No!
El agua se retiró burbujeante, mientras el motor, apurando de repente sus jadeos,
aumentaba nuestra velocidad. ¿Cuál era la causa del brusco aumento de
velocidad? El grito de Anna Raleigh nos lo hizo saber: tal como la desdichada mujer
nos hizo comprobarlo, su marido ya no iba aferrado a los muelles.
Era evidente que la sacudida había arrojado al desgraciado, y por lo mismo, el
coche ya sin lastre, escalaba la cuesta con mayor facilidad.
De pronto, se detuvo abruptamente.
-¿Qué sucede? -le pregunté a Simonat- ¿Alguna avería?
Hasta en circunstancias semejantes, el orgullo profesional no perdía sus
derechos: Simonat se encogió de hombros con indiferencia, queriendo significar de
esa manera que la avería era algo desconocido para un chofer de su categoría, y
alzando silenciosamente la mano, señaló hacia delante. Comprendí entonces el
motivo de la detención.
A menos de diez metros de nosotros, la ruta estaba cortada. Y «cortada» es la
palabra exacta, pues parecía rebanada por un cuchillo. Más allá de una desnuda
saliente que la interrumpía abruptamente, había un vacío, un tenebroso abismo en
cuyo fondo era imposible vislumbrar nada.
Nos dimos la vuelta, enloquecidos, convencidos de que nuestra última hora había
llegado. El océano, que nos había perseguido hasta esas alturas, nos alcanzaría
indefectiblemente en unos segundos…
Todos, excepto la pobre Anna y sus hijas, que sollozaban hasta partirnos el alma,
lanzamos una exclamación de asombro. No, el agua no había persistido en su
ascensión, o, mejor dicho, la tierra había dejado de hundirse. Sin duda, la tremenda
sacudida que acabamos de sufrir había sido la última manifestación de la
hecatombe. El océano había detenido su marcha, y su nivel se mantenía cerca de
cien metros por debajo del sitio en donde estábamos, reunidos alrededor del auto
que aún se estremecía, semejante a un animal sofocado, tras la veloz carrera.
¿Nos sería posible salir de aquél mal trance? Lo sabríamos a la luz del día. Por el
momento, sólo restaba esperar. Unos tras otros, nos echábamos sobre el sueño ¡y -
Dios me perdone- creo haberme dormido!
Un ruido espantoso hizo que despertara sobresaltado. ¿Qué hora es? No lo sé.
De cualquier manera, continuábamos sepultados en las tinieblas de la noche.
El ruido proviene del abismo insondable en el que se ha precipitado la ruta. ¿Qué
ocurre? Juraría que allí caen masas de agua en cataratas, que gigantescas olas se
entrechocan con furia. Sí, de eso se trata, pues llegan hasta nosotros volutas de
espuma y el rocío del mar nos envuelve.
Después, poco a poco, renace la calma…
Todo vuelve a recuperar su silencio… El cielo palidece… Despunta el día…
25 de mayo
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Un lapso de ocho meses separa las últimas líneas de lo anterior, de estas que
ahora escribo. Las fecho en enero o febrero, ante la imposibilidad de ser más
preciso, porque ya no tengo una noción exacta del tiempo.
Estos ocho meses conforman el período más espeluznante de nuestras
desdichas, le período en que por etapas que sucedieron cruelmente, conocimos
toda la magnitud de nuestro infortunio.
Luego de recogernos, el Virginia siguió a todo vapor su ruta hacia el Este.
Cuando volví en mí, el islote en donde estuvimos a punto de desaparecer había
quedado tras el horizonte, hacía tiempo. Según las medidas que tomó el capitán en
un cielo despejado, estábamos navegando en el sitio preciso en donde tendría que
haber estado México. Pero no quedaba un solo rastro de México: nomás que el que
ya habían descubierto, estando desmayado, de las montañas centrales; no más que
el que ahora distinguían por encima de toda la Tierra, y por lejos que abarcara la
vista; por todos lados, sólo veíamos el mar inconmensurable.
Existía algo verdaderamente enloquecedor en semejante comprobación.
Sentíamos que estábamos a un paso de perder la razón. Todo México sumergido
bajo las aguas!
Cruzábamos miradas de espanto preguntándonos hasta donde habrían llegado
los estragos de la horrible hecatombe.
En tal sentido, el Capitán quiso saber a qué atenerse; cambiando el rumbo,
enfilamos hacia el Norte: si México había desaparecido, resultaba inadmisible que lo
mismo hubiera sucedido con todo el continente americano.
Así era, sin embargo. Durante doce días subimos en vano hacia el Norte sin
encontrar tierra, y lo mismo ocurrió luego de virar en redondo y dirigirnos hacia el
Sur, durante más o menos un mes. Finalmente, nos vimos forzados a rendirnos a la
evidencia por paradójica que nos pareciera: ¡sí, el continente americano se había
hundido bajo las olas en su totalidad!
¿Así que habíamos sobrevivido sólo para conocer una vez más las aflicciones de
la agonía? En verdad, teníamos motivos para creerlo. Sin mencionar los víveres que
tarde o temprano faltarían, un peligro inminente nos amenazaba: ¿qué iba a ser de
nosotros cuando el carbón se agotara y detuviera el andar de las máquinas? Sería
como cuando el corazón de un animal exangüe deja de latir. Por tal motivo, el 14 de
julio -entonces nos hallamos en las proximidades del emplazamiento antiguo de
Buenos Aires- el capitán Morris dejó que los fuegos se apagaran y en su lugar se
alzaran las velas. Luego reunió a todo el personal del Virginia, tanto a la tripulación
como a los pasajeros y, exponiendo en pocas palabras nuestra situación, nos rogó
que reflexionáramos a conciencia y propusiéramos las posibles soluciones a la
asamblea que tendría lugar el día siguiente.
Ignoro si algunos de mis compañeros de infortunio dio con algún recurso más o
menos ingenioso. Por mi parte, debo confesar que vacilaba, muy confundido con
respecto a la mejor elección a tomar, cuando una tempestad nocturna acabó con la
cuestión; nos vimos obligados a huir hacia el Oeste, arrastrados por un viento
desenfrenado, a punto de ser engullidos en todo momento por un mar enfurecido.
El huracán duró treinta y cinco días, sin que amainara un solo minuto, o diese
señal de detenerse. Comenzábamos a desesperar de que algún día llegara a
hacerlo, cuando el 19 de agosto, volvió el buen tiempo con tanta prontitud como
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había terminado. El capitán aprovechó para realizar sus mediciones: el cálculo dio
40º de latitud Norte y 144º de longitud Oeste. ¡Eran estas las coordenadas de
Pekín!
¡Significada que habíamos pasado sobre la Polinesia, y probablemente por
Australia, sin siquiera enterarnos, y en ese momento navegábamos en el sitio en
donde se extendía la capital de un imperio de cuatrocientos millones de almas!
¿Había sufrido Asia la misma suerte que América?
Pronto no quedaron dudas al respecto. El Virginia continuó su rumbo Sudoeste y
alcanzó la altura del Tibet, luego la del Himalaya. Allí deberían elevarse las cumbres
más altas del globo.
Pues bien, en todas las direcciones, nada emergía de la superficie del océano.
¡Era de suponer que sobre la tierra ya no existía ningún otro punto firme que la del
islote que nos había salvado: que éramos nosotros los únicos sobrevivientes de la
catástrofe, los últimos habitantes de un mundo enterrado en la movediza mortaja del
mar!
Si así era, pronto pereceríamos. A pesar de un racionamiento severo, los víveres
de a bordo se agotaban, efectivamente, y en consecuencia, teníamos que
abandonar las esperanzas de renovarlos.
Abrevio el relato de esta penosa travesía. Si para exponerla en detalle, intentase
revivir día a día, el recuerdo me volvería loco. Por extraordinarios y terribles que
sean los hechos que le precedieron y la sucedieron, por angustioso que me parezca
el futuro -un futuro que no llegaré a ver-, aún así fue en el transcurso de esa
navegación infernal cuando conocimos el mayor horror. ¡Oh! Esa eterna carrera a
través de un mar sin fin. ¡Esperar todos los días llegar a alguna parte y ver como
retrocedía continuamente el fin de nuestro viaje! ¡Vivir inclinados sobre mapas
donde los hombres habían grabado la sinuosa línea de las costas, y constatar que
nada absolutamente había quedado de esos lugares que suponíamos eternos!
¡Decirse que la Tierra bullía de vidas innumerables, que millones de personas y
millones de animales la recorrían en todas direcciones o surcaban los aires, y que
todo ha dejado de existir al mismo tiempo, que todas esas vidas se han apagado
juntas como una leve llama al soplo del viento! ¡Buscar sobrevivientes por todas
partes, y buscar en vano! ¡Arribar paso a paso a la certeza de que nada vivo existe
a nuestro alrededor, e ir tomando conciencia paulatinamente de la soledad en
medio de un universo despiadado!
¿He dado con las palabras justas para expresar todas nuestras angustias? Lo
ignoro. En ningún idioma deben existir términos apropiados para semejante
calamidad.
Luego de haber explorado el mar en donde antes estaba la península India,
subimos hacia el Norte durante unos diez días, después enfilamos rumbo al Oeste.
Sin que cambiase nuestra situación franqueamos la cadena de los Urales,
trasformadas en montañas submarinas, y navegamos sobre lo que había sido
Europa. Pronto bajamos hacia el Sur, hasta veinte grados pasando el Ecuador;
luego de lo cual, harto de tan inútil búsqueda, remontamos el rumbo Norte y
cruzamos, después de dejar atrás los Pirineos, una extensión de agua que cubría
África y España. En verdad, comenzábamos a habituarnos a nuestro horror. A
medida que avanzábamos, señalábamos nuestra ruta en los mapas, y
exclamábamos: «aquí estaba Moscú… Varsovia… Berlín… Viena… Roma…
Túnez… Timbuctú... Saint Louis…Orán… Madrid…», pero cada vez con mayor
indiferencia y amparados por el hábito, llegamos a pronunciar esas palabras sin
emoción, cuando en verdad eran sumamente trágicas.
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Dios, una región tan árida que hasta carecía de arbustos, o de algún grupo de
juncos, o simplemente capas de liquen o musgo. Allí no existía nada de eso. Sólo
se vislumbraba un imponente acantilado negruzco, a cuyo pie yacía una confusión
de roquedales, sin una sola planta o brizna de hierba. Era la desolación más cabal y
absoluta que pudiera imaginarse.
Costeamos el abrupto acantilado durante dos días, sin hallar en él la menor
hendidura. Recién por la tarde del segundo día encontramos una bahía amplia, bien
protegida contra todos los vientos marinos, en cuyo fondo dejamos caer el ancla.
Luego de llegar a la costa en los botes, nuestra primera inquietud fue juntar
alimentos en la playa. Esta se hallaba cubierta por centenares de tortugas y
millones de mariscos. En los recovecos de los arrecifes se veían cantidades
fabulosas de cangrejos, bogavantes y langostas, sin mencionar los peces.
Resultaba evidente que un mar poblado tan ricamente, a falta de otros recursos,
nos permitiría subsistir un tiempo ilimitado.
Recobradas nuestras fuerzas, una hendidura del acantilado nos permitió alcanzar
la meseta, donde descubrimos un espacio muy amplio. El aspecto de la costa no
nos había engañado: por todas partes y en todas direcciones, no había más que
rocas áridas, recubiertas de algas y de fucos casi todos resecos, sin una brizna de
hierba, sin nada vivo, tanto sobre en la tierra como en los aires. Lagos pequeños,
más bien charcos resplandecían aquí y allá bajo los rayos del Sol. Cuando quisimos
calmar nuestra sed descubrimos que era agua salada.
Para ser sinceros, eso no nos sorprendió. Se confirmaba lo que ya habíamos
sospechado desde un comienzo: a saber, que ese continente desconocido había
nacido ayer, y que había emergido de las profundidades del mar en un sólo bloque.
Eso explicaba asimismo la espesa capa de barro esparcida uniformemente que,
luego de la evaporación, comenzaba a cuartearse en fino polvo.
Al mediodía del día siguiente, las mediciones marcaban 17° 20' de latitud Norte y
23° 55' de longitud Oeste. Cuando las trasladamos al mapa, vimos que se
encontraban en medio del mar, más o menos a la altura del Cabo Verde. Y sin
embargo, ahora, la Tierra hacia el Oeste y el mar hacia el Este, se extendían hasta
donde la vista podía abarcar.
Por ingrato e inhóspito que fuera el continente en el que habíamos tomado tierra,
estábamos forzados a contentarnos con el. Por tal motivo, se llevó a cabo sin
demora la descarga del Virginia. Sin elegir, subimos la meseta con todo lo que
había y dejamos al Virginia anclado en una bahía, sin problema.
Ni bien comenzamos el desembarco, comenzamos nuestra nueva vida.
Primeramente, convenía...
...Por lo menos dos años que estamos aquí. El trigo creció formidablemente.
Poseemos pan casi a discreción, nuestros campos son cada vez más extensos.
¡Pero qué pelea contra las aves! Se multiplican de extraña manera y, alrededor de
todas nuestras plantaciones!
A pesar de las muertes que referí más arriba, no solo no se ha reducido, sino que
ha aumentado. Mi hijo y mi pupila han dado a luz tres hijos, y cada uno de nosotros
tres, otros tantos, Toda esta población revienta de salud. Pareciera que la raza
humana es dueña ahora de un vigor mayor, de una vitalidad más intensa, desde
que su número se ha visto disminuído. Pero qué motivos...
...En este lugar desde hace diez años, y nada sabemos del continente. Lo
conocemos apenas en un radio de algunos kilómetros a la redonda del sitio en que
desembarcamos. Quien nos ha hecho avergonzar de nuestra indiferencia es el
doctor Bathurst: debido a su insistencia equipamos el Virginia lo que nos llevó cerca
de seis meses, y llevamos a cabo un viaje de reconocimiento.
Hemos recorrido todo el contorno del continente y, todo parece indicarlo, sería
junto con nuestro islote, la última parcela sólida existente sobre la superficie del
globo. Todas sus orillas nos parecieron similares, muy ásperas y muy salvajes.
Interrumpimos la navegación para realizar numerosas excursiones al interior.
Ante todo esperábamos hallar rastros de las Azores y de la Isla de Madeira,
ubicadas antes de la hecatombe, en el Océano Atlántico. No reconocimos el más
leve vestigio.
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…todos viejos. El capitán Morris murió. El doctor Bathurst tiene sesenta y cinco
años; el doctor Moreno sesenta; yo, sesenta y ocho. Pronto dejaremos de existir
todos nosotros. No obstante, antes llevaremos a cabo la tarea estipulada y,
mientras nos sea posible, iremos en auxilio de las futuras generaciones, en la lucha
que les aguarda.
¿Pero llegarán a ver la luz estas generaciones del porvenir?
Juraría que sí, teniendo en cuenta la multiplicación de mis semejantes: los niños
pululan y, además, al amparo de este clima saludable, en esta tierra donde los
animales feroces son desconocidos, la longevidad es un hecho. La importancia de
nuestra colonia se ha triplicado.
Contrariamente, juraría que no, si pienso en la abismal decadencia intelectual de
mis compañeros de infortunio.
En verdad, nuestro pequeño grupo de náufragos podría haber sacado provecho
del saber humano: contaba con un hombre particularmente enérgico -el capitán
Morris-, dos hombres más instruidos que lo común -mi hijo y yo-, y dos sabios
auténticos: los doctores Bathurst y Moreno. Con semejante equipo se podría haber
hecho algo… Nada se hizo. La preservación de nuestra vida material, ha sido desde
el comienzo -y aún lo es-, nuestra preocupación. Como al principio, empleamos
nuestro tiempo en buscar alimentos y, por la noche, caemos extenuados en un
profundo sueño.
Desgraciadamente, está claro que la humanidad -de la que somos sus únicos
representantes-, va en camino de una veloz regresión y tiende a aproximarse a lo
animal.
Entre los marineros del Virginia -gente ya inculta en otros tiempos- los rasgos de
animalidad sobresalieron primero; mi hijo y yo ya no recordamos lo que sabíamos;
los doctores Bathurst y Moreno también han dejado de ejercitar su cerebro. Podría
decir que nuestra vida cerebral ha sido suprimida.
¡Resulta afortunado que hayamos hecho, hace tantos años, la circunnavegación
de este continente! Hoy careceríamos del valor necesario… Y, además, quien
comandó la travesía, el capitán Morris, ha muerto, lo mismo que ha muerto de
abandono el Virginia, que nos llevó.
Al comienzo de nuestra vida aquí, algunos de nosotros emprendimos la
construcción de viviendas. Construcciones que jamás terminamos, hoy convertidas
en ruinas. Dormimos sobre la tierra, en todas las estaciones del año.
Hace ya mucho tiempo que nos quedamos sin vestimentas con que cubrirnos.
Durante algunos años, nos la arreglamos para reemplazarlas por algas tejidas de
una manera bastante ingeniosa al principio, luego más tosca. Pronto nos hartamos
de este esfuerzo que las bondades del clima vuelve innecesario: vivimos desnudos,
como los que antaño llamábamos salvajes.
Sin embargo, aún persisten algunos signos de nuestras antiguas costumbres,
ideas y sentimientos. Mi hijo, Jean, hombre ya maduro y abuelo, no ha perdido del
todo el sentimiento afectivo, y Modesto Simonat -mi ex chofer- conserva cierta
reminiscencia de que yo alguna vez fui su patrón.
Pero con ellos, con nosotros, esas vagas huellas de los hombres que fuimos -
porque, a decir verdad, ya no somos hombres-, terminarán por desvanecerse para
siempre. La gente del futuro que nazca aquí no conocerá jamás otra existencia. La
humanidad se serán irreductiblemente estos adultos -los tengo ante mis ojos,
mientras escribo- que no saben leer, escribir ni contar; y apenas saben hablar; a
estos niños de afilados dientes, que sólo parecen ser un vientre insaciable. Después
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de ellos vendrán después otros adultos y otros niños, cada vez más cercanos al
animal, cada vez más alejados de nuestros abuelos pensantes.
Parece que los estuviera viendo a esos hombres futuros, apartados del lenguaje
articulado, extinguida su inteligencia, cubierto el cuerpo de gruesos pelos,
deambulando por este triste desierto.
¡Pues bien! Queremos evitar que así sea. Haremos los logros de la humanidad a
la que pertenecimos, no se pierda en el olvido. El doctor Bathurst, el doctor Moreno
y yo, despabilaremos nuestros cerebros entumecidos, lo forzaremos a recordar lo
que alguna vez supo. Repartiendo el trabajo sobre este papel y con esta tinta
proveniente del Virginia, enumeraremos todos nuestros conocimientos, en las
diferentes categorías de la ciencia, con la finalidad de que los hombres, en caso de
perdurar, y luego de un tiempo de salvajismo más o menos extenso, cuando sienta
renacer dentro de ellos su sed de luz, encuentren este resumen del trabajo que han
hecho sus antecesores. ¡Podrán bendecir así la memoria de los que se esmeraron,
por si acaso, para abreviar el doloroso camino de hermanos que nunca se verán!
Al borde de la muerte
Hace quince años que las líneas precedentes fueron escritas. El doctor Bathurst
y el doctor Moreno han muerto. De los que desembarcamos aquí, yo soy
prácticamente el único que queda, y uno de los más viejos. Pero pronto la muerte
va a alcanzarme a mí también. La siento trepar desde mis fríos pies hasta mi
corazón que se detiene.
Nuestro trabajo ha llegado a su fin. Guardé los manuscritos con nuestro resumen
de la ciencia humana, en una de las cajas del Virginia, y la enterré muy hondo en el
sueño. Con ella, enterraré varias páginas enrolladas en un estuche de aluminio.
¿Alguna vez será encontrado el depósito confinado a la tierra? ¿Lo buscará
alguien al menos?
¿Depende del destino! ¡De Dios…!
FIN