Ben Jelloun, Tahar - Con Los Ojos Bajos

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TAHAR BEN JELLOUN

CON LOS OJOS BAJOS

TAHAR BEN JELLOUN

CON LOS OJOS BAJOS

Co n l o s o j o s bajos
Tahar Ben Jelloun
Tahar Ben Jelloun, escritor marroqu de expresin francesa, es autor de tre novelas de singular inters, publicadas en esta misma coleccin: El nio de arena (1985), La noche sagrada (premio Goncourt, 1987) y Da de silencio en Tnger (1990). Su ltima novela, Con los ojos bajos (1991), aparece ahora en castellano. En este grande y vasto relato de la madurez, Ben Jelloun rene los temas que definen su obra: el desarraigo y el exilio, la fatalidad de la desgracia, el desgarramiento entre dos culturas, la condicin de las mujeres, que viven todava Con los ojos bajos...

A la pastorcilla de M.Zuda

PRLOGO
La historia del tesoro que el bisabuelo escondi en la montaa, hace ms de cien aos, es autntica. Entre todas las chiquillas de la cbila, fue a ella a la que el dedo tendido del anciano seal. Nadie supo por qu. Ella era como las dems nias de su edad, ni demasiado buenecilla ni demasiado revoltosa, pero tena unos ojos inmensos, animados por una luz clida y tornasolada. Con esos grandes ojos que tienes le haba dicho el abuelo, vers cosas que te disgustarn, cosas que tu alma rechazar, pero tendrs la sensatez y voluntad de callar, de dejar que los hombres

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cultiven la desgracia, la mentira y la traicin; dejars que la tierra se los trague y t sers la nica que sabr por qu los hombres cavan, ellos mismos, sus tumbas. Vers tambin cosas maravillosas: praderas en las que cada rbol ser un espejo orientado al sol, que dar luz, frutos y flores. Vers el da amanecer; primero en tus ojos y propagarse despus, por montaas y ros. Tus ojos sern el recinto donde cada noche que atravieses dejar un fragmento de tus sueos, donde un cuento se derramar en otro cuento, donde la luz de la maana entregar el alfabeto del secreto. No es ningn privilegio, pero as son las cosas. Mi conciencia y el destino te han elegido. Mi mano se dirigi hacia tu mirada y vislumbr a lo lejos un resplandor como de carcajada, como de rayo bienhechor que bajase del cielo y aprobase mi gesto. Vivirs mucho tiempo y tendrs la fortuna de ver llegar la muerte, no por la enfermedad y sus pesares, sino por las primeras palabras del secreto que acudirn a tu lengua; podrs pronunciarlas sin ningn temor, pues no son ellas el secreto sino su envoltorio, el que lo guarda en el fondo de tu alma. Tiene, a semejanza de las binzas superpuestas de una cebolla, varias capas que caen lentamente. Cuando llegues a lo esencial, pronunciars la frase que te engendr; caern las palabras como brasas en un montn de cenizas, recogidas por dos manos tendidas; renacern con el aliento de la mujer preada y se transmitir el secreto a la vez que entregues tu alma. As son las cosas; de la terquedad del silencio depender tu vida. Y ahora, posa tus ojos en mis manos: posa tus manos en mi pecho; mira estas cenizas sembradas de ascuas encarnadas; ah est el secreto; como ves, se trata de un tesoro que otras manos enterraron bajo el olivo, cuarenta rboles al este de la tumba del santo patrn de nuestra cbila; este tesoro le corresponde a la nieta de la nieta de nuestro abuelo. Todas estas piedras estn colocadas sobre un montculo de tierra morena, la esencia misma de nuestra vida, la tierra de nuestra tierra, la negra arena de nuestras pasiones, el lecho profundo donde reposan nuestros antepasados; esta tierra est habitada por el espritu de nuestros padres y de los padres de nuestros padres; son rescoldos; si una mano forastera los toca, sus ascuas reviven y abrasan los dedos intrusos. Tu mano es la nica que tiene el poder de atravesar esta ltima barrera, antes de alcanzar la fina pantalla tejida por la araa de las profundidades, abrirla, sin quebrarla; posar la palma de la mano en el tejido blanco, bordado por las siete mujeres centenarias de nuestra cbila, y tirar del cordn de oro que desatar el saco que contiene algunas de las maravillas de este mundo. Tras un momento de silencio, el anciano se qued pensativo, tom las manos de la nia entre las suyas, recost la cabeza en la almohada y transmiti sus ltimas palabras con la lentitud del que se aleja entre la calma del crepsculo. Hay tesoros escondidos en las islas. El nuestro est en la montaa. Nosotros somos gente de la tierra y damos la espalda al mar; yo no s qu es una isla. Qu ms da! Aprend la tierra como se aprende a leer o a escribir...; y no es que yo sepa demasiado. A partir de ahora, sabes que tenemos un tesoro y el lugar donde est enterrado. Te casars al segundo ao de tu pubertad. Tendrs primero un hijo, luego, dos hijas. Tendrs muchos nietos; entre ellos estar la que con mano afortunada ir a desenterrar el tesoro. Sabrs reconocerla. La muerte te conceder tiempo suficiente para transmitirle el secreto. Al fin conocers la serenidad de la noche eterna. Poco despus muri el abuelo, con las manecitas de su nieta de apenas diez aos entre las suyas. Ella crea que la muerte era una interrupcin de la luz; se qued dormida, parte de la noche, en brazos del muerto, y

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cuando descubrieron al anciano fro y lvido creyeron por un instante que a la chiquilla tambin la haba prendido la muerte. Se levant sobresaltada y se abalanz sobre el abuelo, llorando, agarrndose a su almalafa y pidindole que despertara. Al mirar detenidamente su rostro apagado se dio cuenta de que ya no haba nada que hacer; se ech hacia atrs, se limpi las lgrimas, cruz las manos bajo el pecho, como si retuviese en ellas un objeto valioso. A partir de ese momento, se convirti en la nueva depositaria del secreto, la guardiana de las palabras y de los caminos, la protectora de esa herencia jams nombrada; palabra dada y guardada intacta, referida y transmitida, envuelta en el silencio de la confesin. Hoy, la depositaria del secreto es una abuela. Espera el regreso de su nieta que es la nica que posee la llave del tesoro. Pero acaso ella misma lo sabe?

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1
El horizonte no est lejos; se aproxima con las nubes, llega hasta nuestro aduar. Cuando hace buen tiempo se aleja, se va a otro lado. A veces tiendo los brazos, con la sensacin de tocarlo. Es una lnea quebrada, hecha de colinas yermas y zarzales ovillados. Como las cabras que cuido, yo tambin trepo a los rboles, me acurruco en una de las ramas mayores e intento ver si hay algo detrs de esa lnea movediza: rboles y colinas sobre los que se cierne una capa ligera de bruma como velo o mosquitero. En el rbol me olvido de todo, del rebao, del perro y del tiempo. Puedo pasarme un da entero encaramada al rbol sin aburrirme. Tarareo una cancin, me quedo adormilada; y el resto del tiempo, sueo. En realidad voy construyendo un mundo con las figuras que se me aparecen sobre el fondo de cielo o entre las ramas del rbol: animales salvajes, amaestrados por m; hombres, que coloco en fila, en lo alto de un talud; observo cmo el miedo los va aniquilando; los espo solamente; no los empujo; aves rapaces cuyos rasgos suavizo; nubes que simulan locura, rboles que se vuelcan, otros se elevan al cielo; desde ah, convoco al rostro ingrato de Slima. Es mi ta. No me quiere; yo la odio. Mi padre me dej en casa de la ta cuando se fue a trabajar al extranjero. Prometi que regresara a buscarme. Yo lo estoy esperando. Por eso tambin trepo a los rboles; para divisar el horizonte y el camino, esperando verlo llegar un da. Mi madre est a menudo en casa de sus padres. Ellos viven al otro lado de la colina. Ella est encinta y no puede ocuparse de m. Cuando mi ta se ofreci a acogerme en su casa, yo no quera ir con ella. Saba ya que me iba a maltratar. As que, sentada cmodamente sobre la rama mayor del rbol, hago que llegue a m, o, mejor dicho, a la pantalla del cielo que percibo entre las hojas, la cara horrorosa de Slima. Decido que es fea; es de arcilla maleable; le hago dos agujeros en vez de ojos y una raja grande, horizontal, en vez de boca. Le corto la nariz y le doy golpes con los pies para que se mezcle todo y deje de parecer una figura humana. Por qu se escapar la fealdad del arca que llevamos dentro y se aposenta en los rostros? Yo no le temo a la fealdad fsica. La que me asusta es la otra, es tan profunda, viene de adentro! Se imprime en la cara y provoca desgracias. Cava su lecho en el cuerpo y en el tiempo. Todo est en los ojos. Si se cubren de un agua amarilla es que estn contaminados por la fealdad del alma. Mi ta llevaba el odio en los ojos. A veces se volvan amarillos, rojos cuando se enfuereca. Aunque los tena pequeos, le invadan el rostro; eran pequeitos y se le hundan como agujeros estrechos por donde se desliza el odio. Es un lquido que circula por el cuerpo. Somos nosotros los que debemos transformarlo, prestarle un poco de humanidad. A m me cuesta no devolverle el odio a mi ta. En realidad, devuelvo el dolor al remitente. Me niego a abrirle la puerta. Ella cree que puede engaarme; cree que una nia es incapaz de entender lo que pasa a su alrededor. Yo no slo entenda todo, sino que, adems, no me quedaba callada ni quieta. El primer enfrentamiento con mi ta ocurri de noche. Yo no dorma; me haba levantado para caminar por la finca. Haba luna llena, o casi. Era una noche clara. Yo caminaba sin hacer ruido.

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Al entrar en el establo, me di cuenta de que las vacas tenan un sueo muy ligero; se haban despertado todas, creyendo que era la hora de salir. De pronto sent terror. Mi ta, alertada por el ruido de los animales, entr en el establo con un palo en la mano. Me tom por un ladrn; me peg. Me haba reconocido, por supuesto, pero segua pegndome, como si yo fuese un saco de paja. Yo iba contando los golpes. Diez, veinte, treinta quiz. Mi cuerpo ya no senta nada. Cada golpe arrastraba su peso de rencor y odio. Nunca se lo perdonara; ni lo olvidara. Todo lo contrario; me puse a pensar en el futuro. Ella, vieja, tullida; yo, llena de vida y joven, no le pegara. Simplemente la mirara, la observara, medira su dolor, y reira, sin moverme, sin hacer nada; no, ni tan siquiera reira; una sonrisa apenas. Slo sus ojos intentaran despedir algunas llamas cargadas del odio que la invada. No pagar nunca el odio con el mal; sino pagarlo, pero sin aadirle nada, devolverlo a ese cuerpo fatigado, lleno y gastado. Ya poda estar ella murindose, que yo asistira, impasible, al espectculo. Yo ya saba que no deba seguir su mismo camino; ella deca que yo era hija del mismsimo demonio. Yo era terrible, pero no mala. Me gustaba la aldea, sus colinas, sus rboles, su fango y sus habitantes. Era mi pueblo. Lo llevaba dentro de m, aunque no se pareciese al pueblo real. Cuando forjaba proyectos de futuro, mi ta nunca entraba en ellos. No la vea aparecer por las callejuelas de mi pueblo imaginario. A veces oa su voz, ronca, violenta; una voz hecha para gritar, dar alaridos, insultar y dominar. Hasta los animales tenan miedo de esa voz. Quizs era que no los dejaba rumiar en paz ni apoltronarse en el heno. La miraban de reojo, como si temiesen enfrentarse con ella. De vez en cuando ella esbozaba algunos gestos que pretendan ser caricias. Las vacas la rechazaban, las ovejas salan huyendo en cuanto las rozaba con la mano. Todos la rechazaban. Hasta las piedras resbalaban a su paso. Los rboles no se movan. Asistan, mudos, al mismo drama cada da. Los vecinos no se metan en nuestras vidas. A veces murmuraban alguna oracin para evitar el contacto con nosotros; a nadie le interesaba, que digamos, demasiado. Yo hubiese deseado tener amigas, saber que no estaba sola y abandonada, sentirme protegida, saber que poda refugiarme en casa de unos o de otros. Ni siquiera poda decir que estaba sin mi familia, que mis padres estaban lejos, al otro lado de los mares, que entre ellos y yo haba como una montaa alta e infranqueable. Esperaba el verano con impaciencia para ver a mi padre. Mi madre vena a encontrarse con l. Venan a pasar dos o tres semanas al pueblo para descansar y yo no tena ni tiempo ni oportunidad para hablar con ellos, aislarme con ellos y contrarles mi calvario. Al acercarse el verano, mi ta se volva buena. Me compraba un vestido, unas sandalias, me daba de comer con ms frecuencia, me obligaba a tragarme una semilla que engorda. Me deca: Toma, toma helbba, esto te dar fuerza! De hecho, me hinchaba. Cambiaba un poco de forma, pero, como era menuda, hasta el mnimo cambio se notaba. No quera estropearles la estancia a mis padres; evitaba crearles problemas. Un verano, mi hermano pequeo enferm. Se puso plido y vomitaba todo lo que coma. Mis padres decidieron dejarlo en el pueblo. Mi ta estaba encantada. Le ofrecan otra vctima. Ellos no sospechaban la desgracia que la mujer preparaba. Yo s lo saba. Al mismo tiempo me deca que, entre los dos, conseguiramos cambiar el curso de la tragedia. Ocurri de forma rpida y fulminante. Mi hermano perdi el habla, luego la voz. Nos miraba con sus grandes ojos, asustado. Era su forma de pedirnos que hiciramos algo, que intervinisemos ante Dios o ante el santo del pueblo para que cesasen los dolores de barriga que lo

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aquejaban, para que recuperase el habla. De su cara emanaba una asombrosa sensacin de calma; era como una sonrisa natural y permanente. Sus ojos se agrandaban para acoger todas las lgrimas de la infancia. No lloraba, pero miraba fijamente al cielo como si preguntase a alguna estrella el porqu de su sufrimiento. Se le haba hinchado el estmago y colocaba sobre l sus manitas. Le asustaba la gente que vena a visitarlo; probablemente le pareceran gigantes, fantasmas invasores. Giraba la cabeza para no verlos. Cuando ella se le acerc con el tazn de leche caliente, l la rechaz, y el tazn se derram en las manos de mi ta. Ella grit y murmur una maldicin. Por primera vez en mi vida vi una cara volverse verde. Durante algunos segundos entrev la muerte. Tena los rasgos de mi ta, con la piel de color verde claro. Ese mismo color invadi las mejillas y, despus, la frente de mi hermano. Segua con los ojos abiertos. Ya no tenan nada dentro. Ni una lgrima; ni una imagen. Sus manos crispadas detuvieron definitivamente el dolor. Mi hermano fue alzado sobre un tejado de hojarasca. Su cuerpecillo se hizo transparente y flotaba entre las nubes. Un pjaro, quiz una paloma, sobrevol la casa. Una borrasca de viento caliente barri el patio. Se llev el camastro de paja tras unos remolinos, como si buscase las cosas del nio. Era la risa amarilla del desierto. Cuando llega esta risa a nuestro aduar, a menudo es para lavar la casa por la que ha pasado, torpemente, la muerte; en nuestro caso, se ali con la injusticia y la demencia. Acudi a la llamada de una bruja. La muerte no tiene pudor; se pone del lado de los bandidos y del desorden. Es una mano de granito que busca y rebusca en las gavillas de heno. All nos refugibamos a menudo, cuando nos enterbamos de la muerte de alguien del pueblo. Nos escondamos porque temamos que, al pasar, nos arrastrase con su guadaa, porque s, para no estar sola, para que la acompaase algn nio que le ensease el camino del cielo y le abriese las puertas mgicas e invisibles. Porque un nio muerto es un ngel que va derecho al paraso. Nos lo haban dicho y repetido tantas veces que habamos acabado por crernoslo. Aunque se hubiese convertido en ngel del paraso, yo echaba muchsimo de menos a mi hermano. No poda aceptar que hubiese desaparecido tan bruscamente y segua contndome cuentos a m misma. Me obsesionaba el color verde. Cada vez que miraba a mi ta, ese color invada su rostro. De hecho, vea a la gente de colores: el verde estaba reservado para mi ta; aada una pizca de amarillo a los ojos, y azul a los labios, dispona a mi antojo su cara de bruja, consumida por la envidia y el odio. El empeo en vengar a mi hermano y hacer justicia a mi familia infunda una fuerza insospechada en mi imaginacin. Me haba hecho ms poderosa y ms inteligente que aquella mujer dotada para el mal. Nuestro pueblo estaba lejos de la ciudad. La muerte slo poda proceder de Dios. Un nio enfermo se mora porque no haba ningn mdico y porque los curanderos eran unos charlatanes. La muerte es la ltima palabra del destino. Quin se atrevera a ponerlo en duda? A mi hermano lo haban envenenado; yo estaba convencida de ello. Siempre lo estuve; no poda demostrarlo. Yo tena la edad del luto. Y no poda mostrar pblicamente los sollozos motivados por la ausencia. Los guardaba dentro de m, los retena durante mucho tiempo y estallaba, lejos de la casa, cuando me encontraba a solas con mis vacas y mis cabras, me pasaba las horas llorando, sentada a la sombra de un rbol, jugando con mi bastoncillo de pastora. As me consolaba. Me quedaba adormilada, sumida en una apacible quietud, vigilando a los animales con el rabillo del ojo. Antes mi hermano me acompaaba e imaginbamos proyectos de futuro que nos deleitaban.

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Hablbamos en voz alta de nuestros sueos: irnos del pueblo, ver a toda la familia reunida alrededor de mi padre, comprar kilos y kilos de caramelos y repartirlos entre los dems nios, llevar ropa nueva, beber cocacola, masticar chicle, pasear en coche, ir a la feria, llevar zapatos... Y as bamos haciendo listas de sueos. l era ms tmido y no se atreva a contrmelo todo. Cuando me hablaba de lo que deseaba tener o hacer, se pona serio como si presintiera la muerte. Se le cambiaba la voz. Diriga su mirada a lo lejos, luego la inclinaba hacia abajo, como si no viese llegar nada. Era un nio triste porque nunca entendi por qu su padre no estaba all, con nosotros. Deca: Para m, mi sueo es padre. Dnde est Afransia? Est lejos? Si corro hasta aquella colina del fondo, ver la Afransia de padre? De tanto pensar en l me olvid de su cara. Me puedes decir cmo es su cara? El otro da se lo dije a madre; se puso a llorar. Pero es verdad, a veces lo veo claro, cerquita de m, basta con tender el brazo para alcanzarlo. Otras, todo borroso. Su cara parece una nube. Si no regresa ir a buscarlo. Coger el autocar del viernes, y en la ciudad siempre habr alguien que me indique cmo se llega a Afransia. Me acuerdo perfectamente de su olor. Olor a petrleo, a sudor y a una especia que madre pone en el taxin. T tambin sabes a qu huele padre? Claro que lo s, pero no es a petrleo... Bueno, yo quiero decir el olor del petrleo que suelta el autocar cuando entra en el pueblo. l huele a viaje... Se extraviaba su mirada un ratito entre ensueos, luego murmuraba: Padre se fue por culpa de la ta. Se enfadaron. l se avergenza de ella. Recuerdo que ella grit; l se asust y unos das despus se fue y nos dej. Qu va, l no nos dej! Se ha ido al extranjero a trabajar, como el marido de la ta. Se march por nosotros. Para traernos regalos. Te acuerdas de aquel coche de juguete que andaba solo y asustaba a la abuela? S, me acuerdo, pero l no volver. Estoy seguro. Un ave nocturna vol sobre nuestras cabezas en aquel mismo instante y supe que iba a ocurrir una tragedia. Era la hora de recoger el ganado. Mi hermano se qued inmvil mirando el horizonte mientras yo reuna las vacas por un lado y las ovejas por otro para llevarlas a la finca. Estaba nerviosa. Daba golpes al aire con mi bastn y sonaba como un silbido. Era una seal de desgracia. Esa noche la hora de la cena fue penosa. Mi madre no coma; no tena hambre. Su cara reflejaba una expresin de muda inquietud; supersticiosa, como todos los de la cbila, presenta algo trgico. Mi ta gast una broma de mal gusto, y trat a mi madre de gandula. Le estaba buscando las cosquillas; mi madre no dijo nada, se levant y murmur al salir de la habitacin una oracin, algo as como Que Dios nos preserve del mal y que el ausente goce de buena salud. Se refera a mi padre; era incluso una obsesin. Soportaba mal el hecho de estar separada de l y, como todas las mujeres de emigrantes, tema que le ocurriese algn accidente de trabajo o que le agredieran en la calle. Qu ajena estaba de la desgracia que iba a aduearse de su hijo! El veneno haba sido amasado en una albondiguilla de carne picada. Lleg a casa con hambre. Mi madre an estaba fuera, en el campo. Fue entonces cuando mi ta le hizo tragar la albondiguilla de la muerte. Tras la cena macabra, mi hermano tuvo ganas de vomitar, tena miedo de salir solo. Yo le acompa afuera, pero no consegua arrojar lo que le pesaba. Nos quedamos hasta muy tarde en el patio de la finca. Todos dorman. Estbamos contemplando el cielo cuando me pidi que le

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describiese la cara de mi padre. Me sorprendi y cre que se trataba de un juego: Es alto, es guapo, es carioso y bueno; tiene los ojos llenos de ternura, y sus gruesas manos son como un lecho; me gusta recostar la cabeza en ellas y dejarla dormir y soar; padre es el hombre ms guapo de toda la cbila; es bondadoso e incapaz de hacer dao a nadie, nunca lo vi enfadado; nunca le o gritar; cumple con todos los rezos y le pide a Dios que nos d lo mejor de lo mejor... Me interrumpi, exigindome una descripcin precisa de su cara: Tiene los ojos negros; las cejas se le juntan; la nariz es pequea; la barbilla redonda y las mejillas rellenitas. Tiene una frente ancha y surcada de algunas arrugas. Tiene el pelo tupido, y el lbulo de la oreja grueso. Dicen que eso es seal de bondad y riqueza... Dorma, con los ojos entreabiertos. Le puse la mano en la frente. Tena una fiebre altsima. Intent despertarlo. No lo consegu. Dorma con un sueo profundo; pareca como si se hubiese desmayado. Corr en busca de mi madre. Lo llevamos dentro y nos quedamos a su lado hasta el amanecer. Se despert sobresaltado, vomit un chorro de lquido verdusco mezclado con sangre. Al despuntar el da estaba muerto.

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Pas la noche entera mirndolo; mirando cmo perda la vida, o, ms bien, cmo la vida se escapaba lentamente de ese cuerpecillo que ni siquiera tuvo tiempo de enfermar. La vida se iba de l entre jadeos entrecortados; de forma extraa: era aire que ola a moho. Las ltimas exhalaciones eran nauseabundas. Y yo aspiraba hondo ese aire ftido para retener la vida de un hermano cuyo candor, para m, fue como una quemadura. La cabeza me daba vueltas: una mezcla de jaqueca y vrtigo estuvo a punto de arrastrarme lejos de aquella habitacin, en la que todos los objetos se volvan odiosos por ser testigos impasibles de una muerte injusta. Tambin los miraba a ellos, fijamente, hasta que mis prpados temblaron. Estbamos en el cuarto principal de la casa donde comamos y dormamos. Mi ta era la nica que tena una habitacin propia, no muy grande, pero bastante confortable. Deba de ser el lugar secreto donde aderezaba mezclas y mejunjes mortales. All se encerraba y no permita que nadie pisara el umbral, ni siquiera (sobre todo ella) mi madre. Era el nico cuarto con puerta de madera provista de cerradura y llave. Por la noche, a la luz de una vela, deba de urdir sus trapicheos. Vena gente a verla. Se encerraba con ellos y no nos permita que le hicisemos preguntas. Slo mucho ms tarde supe que en los pueblos de los alrededores era conocida por sus sortilegios y por sus relaciones continuas con los demonios. Dormamos sobre jergones rellenos de paja y de heno. Eran muy delgados y adoptaban la forma del suelo. En medio de la habitacin haba una mesa bajita; en la entrada, una cafetera para hervir agua, una tetera grande y vasos en una bandeja. En la pared, una estampa descolorida de la Kaaba, un rosario colgado de un clavo. No tenamos reloj. Para qu saber la hora? En la pared de color tierra, yo pasaba las noches proyectando imgenes de mis sueos. Encarnaba en figuras cualquier forma natural; jugaba con ellas. Mis sueos eran los de una pastora que quera enviar al matadero a todos los animales a su cargo; quitrmelos de encima y abandonar este lugar, convertido en maldito, desde que mi padre se fue. Ir a cualquier sitio, dejar esta finca, escapar de la bruja, ir a la ciudad, asistir a la escuela. Nuestro pueblo debi de ser un error. Lejos de todo; slo se poda acceder a l a lomos de mula. Los hombres se haban ido a la ciudad o al extranjero. Slo quedaban mujeres, nios y algunos ancianos. Era un pueblo apenas rozado por la vida. El tiempo se haba detenido all y la gente crey que todo cambiara, que la electricidad irrumpira en ese montn de casas tambaleantes y vacas. No tenamos ni electricidad ni carretera; en cuanto al agua, dependa de las lluvias. El hospital, la escuela, el gas butano, el papel, los lpices de colores eran, pues, el fin del mundo, del otro lado de la noche; inasequibles. Haba una escuela cornica en la pequea mezquita, la nica del pueblo. Pero a las nias no se les permita entrar. Mi hermano asista a ella; yo iba con l a veces y me quedaba merodeando por all, como una loca, mientras llegaba a m el eco de las aleyas que recitaba la clase. Yo las repeta torpemente, sin entender nada. Me enfureca y daba patadas al suelo, maldiciendo a la escuela y al viejo y ciego alfaqu. Un da me vest con la chilaba de mi hermano, me cubr la cabeza con la capucha y fui en su lugar. A l le encant no ir ese da a la escuela. l fue quien sac el ganado y yo cog su tablilla y me escurr entre los dems muchachos, con la cabeza agachada. Los nios se echaron a rer. El alfaqu los mand callar y con una larga vara, sin

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moverse del sitio, busc a la intrusa. Primero a tientas, luego el pico de la vara me roz la cabeza cubierta; con gesto preciso desliz la capucha. Me sent como desnuda. Los nios gritaron. El alfaqu me dio un golpe seco en la cabeza. Di un chillido y sal corriendo. O al viejo decir: Ciego, por supuesto, pero no bobo... A las hembras las descubro, huelen mal... Prosigamos... Desde aquel da la escuela se convirti en mi nico sueo. No aqulla, que no quera saber nada con las nias, sino la otra, la que forma a ingenieros, profesores, pilotos... As, llegu a los diez aos y no saba ni leer ni escribir. Cuando mi padre nos enviaba una carta, yo me empeaba en ser la primera en abrirla y simulaba leerla. Me inventaba todo. Mi madre se rea, algo intranquila. Esperaba el regreso del cartero o la llegada del tendero ambulante que apenas saba leer. A ella le encantaba la lectura que yo le haca... Crea que yo era una superdotada y que haba aprendido a leer sola con las vacas o probablemente con mi hermano. A l le costaba descifrar la letra de mi padre. Despus de intentarlo penosamente se renda diciendo: Cuenta que todo va bien y que pronto llegar. Luego, yo coga la carta y deca, deletreando las palabras, como si descubriera por primera vez el alfabeto: En el nombre de Dios, el Misericordioso (todas las cartas empiezan de este modo, as que estaba segura de no equivocarme), Flins, domingo, abril de 19.. (el ao que fuera...). Queridos todos, mis muy queridos todos: Pienso en vosotros todos los das. Yo estoy bien de salud. Lo nico que me falta es mi mirada en vuestros rostros. Hace fro. Me abrigo bien. Cmo ests, esposa ma?, y t, Driss?, Y t, Fatma? Ya mand el dinero. Le di a El Hach un regalo para cada uno de vosotros. Va pronto para all. Que Allah os proteja del mal de ojo. Aqu, todo va bien. Todos los primos os mandan saludos: Omar, Brahim, Mohamed, Kaddur. Saludad a toda la familia... Mi madre se extraaba de la brevedad de las cartas. La ta se enfureca porque yo no la citaba a ella. Era imposible que mi padre se olvidase de su hermana, pero la lectura me perteneca y yo deca lo que quera escuchar; me arrancaba la carta de las manos y gritaba: Yo har que este papel hable; sabr la verdad; y en cuanto a ti, sobrina desalmada, s que no sabes leer, eres una farsante, te burlas de las personas mayores, pero Dios sabr devolverte al buen camino. No respetas a nadie... Mi madre se callaba; evitaba enfrentarse con aquella arpa. Ella prefera mantenerse a distancia y callar, sin reaccionar, sabiendo de lo que era capaz su cuada. Estril, acusaba a su marido de ser incapaz de dejarla preada. No le daba vergenza alguna evocar sus problemas ntimos delante de la familia. Deca que su marido debi de haber comido algo podrido la vspera de la noche de bodas. Hablaba de ello con seguridad, negndose incluso a consultar a los curanderos. Una vez, cuando lleg la camioneta del dispensario que pasaba cada quince das, su madre le dijo que consultase al mdico. Se neg, con el pretexto de que mi abuela la

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induca a mostrar su cuerpo a un hombre; se tir al suelo y simul una crisis de epilepsia. Desde aquel da, mi abuela dej de dirigirle la palabra. El respeto a los padres es una de las recomendaciones de Allah. Aunque no lleven razn es un deber del musulmn obedecerles. Mi padre me lo haba explicado cuando era pequeita; yo haba cometido una tontera y haba tratado a mi madre de mentirosa. Aqul fue para m un da negro. Mi padre me encerr en el establo y me dej sin comer un da entero. Recuerdo que beb el agua sucia de un barreo reservado a los animales. Estuve enferma toda la noche, pero no fue por el agua. Me senta herida avergonzada y, desde entonces, s que no hay que faltarle al respeto a los padres. Al da siguiente, para calmar mi rabia, desaparec durante casi toda la tarde. Haba encontrado en la montaa un escondrijo ideal, una especie de agujero en una roca que pareca una pequea cueva. Para m era mi segunda casa, mi refugio, mi tumba. Una vez en el interior cerraba la entrada con una gran piedra y unas cuantas ramas. En verano se estaba muy bien. All me encontraba con los personajes de mis sueos. Cada uno lo representaba con una piedra ms o menos grande. Uno era el rey y otro la reina; el mendigo y el loco, el jinete con la cara cubierta por un velo y toda mi familia. Mi padre era una piedra pulida, suave al tacto; lo colocaba a la derecha del rey, una bella roca incrustada de cristales. Representaba la Justicia; cuando tena que formular alguna queja me diriga a esta soberbia piedra dotada de todos los poderes. La reina nunca intervena. Era una bonita piedra, rodeada de un hilo dorado que haba robado a mi ta. Mi jinete no era una piedra sino un trozo de madera que haba esculpido y coloreado con ptalos de flores. A l no lo haca participar en mis cuentos. Lo reservaba para ms adelante, para el da en que tuviese que irme del pueblo. Al mendigo lo moldeaba con un poco de arena mojada. Cuando le soplaba encima se caa y se converta en el loco bufn del rey. La arena, al mojarse con saliva, se mova; era la Locura. Yo saba que ante el rey nadie se atreva a moverse. Mi madre era la mitad de la piedra pulida que representaba a mi padre. Con un trozo de tiza trac una lnea que divida la piedra y saba que estos dos seres estaban unidos hasta que la muerte los separase. Mi hermano era un guijarro pequeo y frgil que se desmenuzaba en cuanto lo tocaba. Era mi guijarro preferido. En cuanto a la ta, no era una piedra sino un escorpin muerto que haba recogido y colocado en el fondo de la cueva. se era mi jardn secreto, mi escuela cornica, mi casa iluminada. All iba dejando un montn de objetos que una vez que ingresaban en la cueva perdan su funcin y se convertan en personajes de un sueo, de cuyas vidas dispona hasta el mnimo detalle: el cuchillo no serva para cortar sino para sostener el tejado del palacio; el cuenco de barro cocido era el valle donde descansaban los soldados; la cucharilla de madera nos serva de barca a mi hermano y a m... Me pasaba horas y horas ordenando esta pradera de arena y guijarros. Cuando tena tiempo inventaba mi alfabeto. Tena una tablilla cornica, robada, por supuesto, en la que escriba unas letras que no eran ni bereberes ni rabes ni extranjeras. Eran signos que me pertenecan; yo era la nica que conoca sus claves, su sentido y su destino. Yo slo hablaba bereber y no saba si se escriba. Las cartas que nos enviaba mi padre estaban redactadas en rabe por un amanuense pblico. Cuando el cartero nos lea la carta, yo no entenda gran cosa, pero

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adivinaba su sentido. Mi alfabeto estaba formado por dibujillos y colores, puntos, comas, trazos, estrellas... Un da mi hermano me sigui y me sorprendi mientras desplazaba la gran piedra que me serva de puerta. Di un respingo y no tuve ms remedio que dejarle entrar y hacerle jurar que no hablara de ello con nadie, fuese quien fuese. Nuestros dos cuerpos se deslizaron en la cueva, y mientras coga a mi hermano por el hombro le iba presentando a mis personajes y amigos. Maravillado ante el espectculo le entr un ataque de risa. No poda sospechar que su hermana fuera capaz de semejante desvaro, de tal audacia; poseer otra casa y gobernar otro mundo. Me pidi si poda participar en este sueo, ya que l tambin tena personajes que recortaba en trocitos de nube y que paseaba por su cabecilla. Le hice un poco de sitio y se lo ofrec: He aqu tu casa. Puedes invitar a quien quieras; pero, ojo!, que no haya peleas entre los tuyos y los mos. Por el momento, cada uno se quedar en su sitio. Poco a poco abriremos las fronteras y haremos que se conozcan. Estaba contento. Daba brincos de alegra. Los personajes los tena dibujados en un cuaderno. Los haba recortado y pegado con engrudo sobre unas tablas de madera; eran todos animales: un dromedario de dos cabezas, una serpiente con un sombrero de paja, un gallo con una sola pata, un caballo alado, un toro con cabeza de hombre, un borriquillo... Me dijo que l era el borriquillo, por su bondad. Los dems animales, probablemente, slo se representaban a s mismos. No senta ninguna acritud hacia los miembros de la familia. Mi padre fue el nico al que represent con un sol gigante. Llevaba ese dibujo siempre con l y no se lo enseaba a nadie. All tenamos nuestros secretos, custodiados, encerrados, resguardados de cualquier indiscrecin. A veces l iba solo a la cueva y organizaba batallas entre todos los animales. Un da regres llorando: la serpiente haba mordido al borriquillo! Se ha muerto despus de haber sufrido mucho me dijo. La serpiente era venenosa y yo no lo saba. He enterrado al borriquillo fuera de la cueva. Me doli mucho y he llorado. Trat de consolarlo dicindole que era un burrito de papel y que podra dibujar muchos ms. No, ste no era de papel. Por l me enter, pues, que lo que ocurra en nuestro lugar secreto no era un juego. Iba en serie. Desde ese da, cada vez iba menos a la cueva y vigilaba el estado de nimo de mi hermano. Mantuve el secreto hasta un da en que Halifa, una vecina con la que cazaba gorriones, me propuso mostrarme algo que para ella era valioso. Me pidi que intercambisemos secretos. Le promet y jur que no dira nada. Me vend los ojos y me llev a un bosque por un atajo. bamos cogidas de la mano. Se detuvo. O chirriar una puerta. Me quit la venda; me encontr dentro de un tronco de rbol. Era mucho ms grande que mi cueva y adems haba una luz hermosa que se filtraba por algunos de los desgarrones de la corteza. Ese antro apenas iluminado le serva de depsito y de alacena. Deba de pasar hambre; robaba comida y la almacenaba all: latas de sardinas, un paquete de galletas, un saquito lleno de frutos secos, un cordel, dos o tres platos rotos, un abrelatas oxidado, pinzas de tender la ropa, un paquete de cigarrillos Troupes medio vaco, una vela, una caja de cerillas... En el interior se poda estar de pie; no ramos muy altas. Se incorpor y me dijo: ste es mi tesoro, mi secreto y mi sueo.

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Yo miraba los objetos bien ordenados, pero ella me estaba enseando sus pezoncitos, su boca y su vientre. Tenamos la misma edad, apenas diez aos. Me pidi que le ensease mis tetitas. Si yo no tengo; todava no me han salido. No importa, ensamelas. Me desabroch el vestido. Ella se acerc, puso el dedo ndice sobre cada uno de mis pezones y se los llev a los labios. Yo tena que hacer lo mismo. A ella se le notaban ms, eran ms abultados que los mos. Los toqu y me parecieron suaves. Tuve ganas de acariciarlos, y me puse colorada de vergenza. Me fui corriendo, estremecida por ese contacto que haba despertado en m una sensacin extraa, agradable y completamente nueva. Por la noche so con ello. Los senos se haban hinchado y yo tena mi cabeza reclinada entre ambos. Iba de un lado al otro y beba, no leche, sino agua azucarada. Me apretaba las manos entre los muslos y no senta vergenza. Al despertarme not el peso de una culpa enorme. Estaba incmoda y empec a odiar a Halifa y a despreciarme a m misma al descubrir que mi cuerpo poda sentir otras cosas distintas del hambre, el calor o el cansancio.

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Me qued dormida contando las vacas, recostada contra el rbol. Una brisa ligera me acariciaba el rostro y me dej llevar por esa dulce sensacin de abandono en el que se sumen algunos nios. Yo no era una nia dulce. Mis pies haban caminado sobre tantos guijarros afilados que mi cuerpo y hasta mi alma llegaron a odiar todo lo que fuese dulce y tierno. Pero confieso que el sueo de aquella tarde fue maravilloso y nunca se me volvi a presentar de esa manera. Quiz por ello an lo recuerdo. Sent que una mano se apoyaba en mi hombro. Me di la vuelta y vi a un hombre de gran estatura, delgado, con un imponente bigote pelirrojo. Era un joven extranjero, probablemente francs. Pero, cmo habra llegado hasta la cbila? Nadie en el pueblo lo haba invitado. Llevaba una mochila y pareca que se haba extraviado. No hablaba una palabra de bereber y yo ni una palabra de francs. Por seales le indiqu que se sentara. Sonri, dej su mochila en el suelo y sac una flauta de metal. Nunca haba visto una como sa. Me la tendi y me pidi que la tocase. La mir detenidamente y sopl dentro. Sali un ruido extrao. l sonri y me coloc los dedos en los agujeros de la flauta. Entend que, a medida que se echaba el aire haba que levantar los dedos hasta que surgiesen sonidos convertidos en msica. Al final del da yo tocaba con una facilidad sorprendente. Al llegar el momento de recoger el ganado, l estaba profundamente dormido. Trat de despertarle, pero vi que era feliz en su sueo; no insist. Escond la flauta en mi cueva y me volv a la alquera. Estuve pensando en ese hombre la tarde y la noche entera. Estaba inundada de su imagen, de su sonrisa. Mi ta habl durante la cena de un forastero, ladrn de nios, que la gendarmera, supuestamente, andaba buscando; los atraa al bosque para venderlos despus en Francia a familias sin hijos. En lugar de pasarme la noche temblando de miedo, tuve la reaccin contraria: estaba nerviosa de felicidad! Me vea raptada por aquel apuesto jinete yo, mientras tanto, le habra conseguido un magnfico caballo y conducida lejos de este pueblo, asediado por la desgracia y la soledad. Me deca que yo sera la que inducira al forastero a introducirme en su equipaje. Qu aventura! En Francia, incluso si me vendiese, conseguira escapar e ir al encuentro de mi padre. se era mi sueo. Y mi hermano? Qu sera de l, a merced de la ta, carcomida de odio; con una abuela invlida y una madre desgraciada y desamparada? No lo dejara solo... a menos que el forastero aceptase raptarnos a los dos. Mi madre perdera la razn... No poda ser. Renunci a todos los proyectos y me dorm, bajo el rbol, en los brazos del apuesto secuestrador... Dispuse de otro modo mi sueo: vest al francs con una bonita almalafa azul y nos fuimos los dos, envueltos en la bruma de la maana. Al da siguiente esper al forastero en el mismo sitio. Yo estaba en medio de las vacas y las cabras que me miraban con ojos hmedos, llenos de compasin. Hacia medioda fui a buscar la flauta y la toqu con la esperanza de verlo aparecer. Me sala muy mal. Me haba olvidado de todo y supe que fue su presencia la que gui mis dedos. En lugar del jinete de mis sueos apareci mi ta, con el pelo revuelto y un palo en la mano. Me dio un golpe seco en la espinilla. Me quit la flauta y se fue, amenazndome con las mayores desgracias. Volv tarde a casa, cojeando, decidida a vengarme. Por la noche, urd varias intrigas para librarme de

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aquella mujer: Incendiarle su casucha. Pero el fuego podra prenderse en toda la alquera. Introducir, mientras durmiese, una anafre con carbn encendido. Morira axfisiada. Dos inconvenientes: siempre estaba la puerta cerrada y morira en sueos, sin sufrir y sin saber que sa era mi venganza. Aprovechar su ausencia durante el da y deslizarle dentro de la cama tres o cuatro escorpiones (el pueblo estaba infestado de ellos). No. Ella es ms fuerte que esos bichos. Fue ella la que nos ense, un da, cmo agarrar un escorpin para evitar la picadura. Lanzarle a la cara una cafetera de agua hirviendo. Se quedara desfigurada, pero ella era fea de por s. Atrapar unas cuantas ratas; encerrarlas en una jaula, un da o dos, hasta que se volviesen feroces por el hambre. Esperar a que ella entrase a hacer sus necesidades en la choza donde una fosa nos serva de retrete, y lanzarle las ratas. La morderan y le arrancaran sus gruesas nalgas. Esta idea fue la que ms me gust. Yo necesitaba tiempo, paciencia y valor. Siempre me inspiraron terror las ratas. A veces hasta me desmayaba al verlas. Tena, pues, que atraparlas primero, cosa nada fcil. No poda pedir a mi hermano que me ayudase. Cuanto ms pasaba el tiempo, ms se converta en obsesin mi deseo de venganza. Me la imaginaba patas para arriba, con los zaragelles cados, entorpecindole los gestos y las ratas abalanzndosele sobre la barriga, sobre la vagina; arrancndole tiras de carne ensangrentadas. Esa escena, que reconstrua a menudo en mi mente, me estremeca. Me asustaba, pero al mismo tiempo haba que ponerse en accin. Con unos cuantos trapos confeccion unos guantes y tuve la suerte de conseguir un cajn de madera que el tendero ambulante haba dejado por all. Haba que cerrarlo. Me las arregl con unas cuantas tablas. Ya estaba, pues, todo listo. Deba pasar ahora a otra fase: vigilar sus idas y venidas, abrirle un canalillo a las ratas, encontrar una piedra para obstruirlo, impidiendo la salida a los asquerosos bichos, y, por ltimo, observar en qu momento mi ta iba a la fosa. Me fij que iba dos veces al da: por la maana, justo despus del desayuno, y por la noche, antes de irse a dormir. Opt por la noche. Con la oscuridad y el silencio la fechora sera tremenda. Mi objetivo era no solamente hacerle dao, sino asustarla, y perturbarla para el resto de sus das. No me cost mucho encontrar las ratas. Utilic un cedazo para arrinconarlas y encerrarlas en el cajn. Soltaban grititos estridentes que me hacan dao en los odos y me provocaban escalofros de repugnancia. Ya estaban hambrientas y un tanto peligrosas. Las escond en la cueva y esper el da y la hora apropiados. La primera noche no fue a la fosa. Me intranquilic un poco. Mi plan no estaba totalmente a punto. Era la poca en que los higos ya estaban maduros; y, con largueza, cog de los rboles ms de un kilo y se los regal al da siguiente. A ella le extra aquel gesto mo y crey que se los regalaba para que me perdonase. Yo dej que se lo creyese y aad algunas frasecillas amables, dicindole que, a partir de entonces, sera ms obediente. Tal como haba previsto se abalanz sobre el plato de higos y no dej ms que uno o dos que no estaban maduros. Yo estaba segura de que por la noche ira a hacer sus necesidades varias veces a la fosa. Yo estaba preparada, sentada cerca del lugar de las operaciones, encima del cajn donde las ratas se agitaban impacientes. En la casa todos

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dorman. Me haba vestido con una chilaba negra para confundirme con el paisaje. La noche no era muy clara. Las condiciones eran excelentes. Slo poda salirme bien. No pensaba en lo que vendra despus. Ella sali de la casa con un cubo de agua en la mano. Yo me escond detrs de un rbol, cerca del establo. Entr en el retrete y dej la puerta entreabierta. Ante todo: no perder tiempo. Corr, cerr la puerta por fuera y solt las ratas, que se lanzaron a la fosa, entre gritos de hambre y de alegra (unas ratas alegres, qu espectculo!). O un alarido y luego el ruido de un cuerpo cayndose al suelo. No supe distinguir si los gritos eran de ella o de las ratas. Ella se puso a dar patadas a la puerta. Arm tal escndalo que despert a todo el mundo. Yo aprovech para salir corriendo hacia mi habitacin. Mi madre se haba levantado y estaba asustada. Crey que era un ladrn. Yo tambin pregunt qu ocurra. Ella me dijo que me fuese a dormir. Yo me negu. Quera enterarme. Fue mi madre la que se adelant a socorrerla. Abri la puerta. El espectculo era espantoso. Tuve un momento de compasin; al rato, me sent satisfecha de m misma. La pobre mujer estaba tirada en el suelo, con las piernas llenas de sangre y excrementos. Lloraba, deca que los demonios haban vuelto. Amenazaba a toda la cbila con una venganza cruel. Todava no acusaba a nadie, pero observ la ausencia de mi hermano pequeo. En su mente, l era el autor de la fechora, en connivencia con los diablos o con el mal, tras su apariencia de nio inocente. Tuve mucho miedo. Present que desquitara sus deseos de venganza en mi hermano. Dese acusarme a m misma para protegerlo. Era demasiado tarde. La desgracia llegara, con ella, a nuestra familia. Se increment su odio. Los ojos se le volvieron amarillos. Yo no saba que el odio tuviese color. Y, sin embargo, me gustaba el amarillo. Pero cuando ste colmaba sus ojos, se ensuaciaba. Se transformaba en el mal, inundando el fondo del ojo. Las mordeduras de las ratas no eran graves. Fue sobre todo el susto. La fechora haba salido bien porque, por primera vez, ese monstruo yaca en el suelo, humillado, frente a una violencia ciega, cado en la oscuridad, oliendo a mierda y orina. Durante algunos minutos, el monstruo se volvi humano; justo para tomar conciencia de que no era el nico ser capaz de aterrorizar a los dems. Ya fuese por obra de las ratas o de los demonios, haba conseguido lastimarla y hacerle sentir miedo. Mi victoria era amarga y triste. Tema la revancha. Durante algunos das no sali de su habitacin. Se pasaba el da maldiciendo a los cielos, a la tierra, al pueblo y a la cbila. Deba de hacer sus necesidades en la cama, nos decamos mi hermano y yo. De hecho, estaba tan traumatizada que ya no tena necesidad alguna de ir al retrete. De vez en cuando abra la puerta y soltaba maldiciones. Tena un repertorio de insultos variado y terrorfico: Hijos del da ennegrecido!, Hijos de la vergenza y del adulterio!, Que el vacio sople sobre vuestra casa y sobre la familia entera!, Que la nada os arrastre a un lecho de ascuas!, Que Dios maldiga el rbol que os dio sombra y que os hinc en este pueblo, donde ni sepultura tendris!, Que las hienas os despedacen en pleno sueo!, Que Dios maldiga vuestras races, la religin y el agujero por donde salisteis!, Que se os vuelva verde la piel de una calentura y que la arena os tape todas las aberturas del cuerpo!. Tras los insultos, amenazas: Mi venganza os sorprender como un rayo, como un trueno... Acarrear dolor, asfixia, lgrimas y muerte... Jams se

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cansar mi odio... S alimentarlo, afilarlo y hacer que persevere. El odio es mi mejor compaero. Lo beb en la leche de mi madre. A falta de prole, ordeno y mando sobre mil y un personajes obedientes. Acudirn a enterraros vivos, y, una vez muertos, os desenterrarn para rer y bailar sobre vuestros cuerpos lvidos y amoratados... Das y noches escuchando a esta loca! Su voz, ora estridente, ora grave, nos envolva como una sbana sucia, como una manta roda por la polilla. Mi madre rezaba y rogaba a Dios que nos protegiese de la rabia de aquella mujer, empeada en cometer un crimen, a oscuras, y en ausencia de hombre. Mi madre tena miedo. Lloraba y peda el regreso de mi padre... La abuela estaba, de hecho, sorda y no saba qu pasaba en la alquera. Por la noche, atrancbamos las puertas de nuestra habitacin. Mi madre, mi hermano y yo dormamos en la misma cama. Nos pegbamos los unos a los otros. Cuando llevaba las vacas a pastar, deslizaba un cuchillo de cocina en mi zurrn. Por quien ms senta miedo era por mi madre, incapaz de defenderse; y por mi hermano, tan ingenuo e inocente. Pasaron varias semanas sin que ocurriese nada. Era la calma que precede a las tragedias. Ella no se haba olvidado; se conceda tiempo para llevar a trmino su proyecto. Saba que yo era la autora de su humillacin. Cuando pasaba a mi lado, me lanzaba miradas en las que el jbilo se mezclaba con la clera fra, digerida a fondo. Ella dara un golpe por sorpresa. As fue como mi hermano pequeo se convirti en su objetivo; por su inocencia; por su mera existencia. Haba que castigar a todos: a mis padres y a m, arrancndonos al nio; y a m, en particular, hacindome responsable de esta desgracia. Toda mi vida habra de llevar la culpa, la inmensa culpabilidad en el alma: mi hermano muerto por haber provocado al monstruo. Yo vivira, pues, con este peso, esperando la justicia divina. La maldad es un arte. No est al alcance de cualquiera. Hay que saber utilizarla y hacer de ella una norma de vida. Ni mi madre ni yo, menos an mi padre, queramos ni podamos manipular el odio y la maldad. Pens en ello durante mucho tiempo: cmo puede apoderarse el mal de un alma; secarla, vaciarla de su sustancia y hacer de ella una navaja afilada que desgarra los corazones, mientras se alegra por ello? Cmo se aposenta el odio en un ser hasta convertirlo en instrumento voluntario de la desgracia? Mucho ms tarde comprend, o al menos cre comprender, que el odio preserva, curte y genera energa. Mi ta nunca estuvo enferma. No tena corazn y su piel era ms dura que una coraza. No poda sufrir. Era inaccesible. Que muriese en absoluta soledad era mi nico consuelo. Menudo consuelo! No podamos hacer nada contra su ferocidad. La muerte, pues, nos lleg de su mano. El alfaqu ciego lav el cuerpo de mi hermano; lo envolvieron en una sbana blanca y lo enterraron durante la llamada a la oracin del medioda. Ha sido el destino, Ha sido la voluntad de Dios, deca la gente. El alfaqu, creyendo que as nos consolaba, dijo: Dios necesitaba un ngel; eligi a este nio. Yo lloraba en un rincn. Mis ojos ya no vean las cosas en su sitio. Los rboles estaban inclinados hasta rozar la tierra; los animales, con las patas para arriba; el cielo, mecindose de derecha a izquierda; la gente, de tamao diminuto. Slo mi ta, que se haba vestido de blanco para mostrar que iba de luto, me pareca inmensa. La cabeza, mucho mayor que el cuerpo, se contoneaba. Los brazos se le iban alargando hasta araar la tierra al caminar. Con los pies dejaba tras de s inmensos agujeros humeantes, y, por ltimo, despeda un olor a excrementos que apestaba todo el pueblo. Apareca tal como era: un monstruo en la cima de la gloria. Nos sentamos incapaces de enfrentarnos a ella. Mi madre sospechaba que haba envenenado a mi hermano, pero no poda proclamarlo a voces.

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Era tal su dolor que no iba a servir de nada; su hijo, de todas maneras, no iba a resucitar. Mi abuela lloraba en silencio y con el dedo sealaba una y otra vez la habitacin de mi ta. As es como, pues, a una o dos horas de camino de la ciudad, se podra matar, enterrar y llorar a un nio en un pueblecillo de montaa. El destino golpe; se manifest el hado. Mi ta respondi a la llamada del cielo. Dios hizo el resto. Mi madre crea en esas historias al igual que su madre, su abuela y su bisabuela... Yo me negaba a creer tal infamia. Quera ser la primera en iniciar la ruptura. No por estar aislados en esta cbila debamos permitir a una asesina permanecer impune. Esperaba el regreso de mi padre para provocar el escndalo. Pero yo no conoca bien a mi padre. Durante mis diez aos de vida, deb de haberle visto un mes al ao... En total, pues, seis, siete meses. l se fue a mitad de la noche, quiz tena yo entonces cuatro aos. Me acuerdo de esa maana en la que sent un vaco inmenso a mi alrededor. Yo lloraba. l ya no estaba all. Y yo me qued jugando con las piedras. Por eso a veces se me extraviaba el rostro de mi padre en mis recuerdos. Cmo reaccionara l? Entregar a su hermana a la justicia? Callarse? O estrellarle la cabeza contra un pedrusco? Mi madre mont en la mula y se fue a la ciudad. Se llev una de las cartas que enviaba mi padre, en la que haba un nmero de telfono donde se le poda dejar un recado. Durante el trayecto se preguntaba cmo deba anunciarle la noticia: Driss est enfermo, ven pronto; Driss ha tenido un accidente, tienes que venir; Ven, todos estamos bien, menos Driss. No poda dejarle el siguiente recado: Tu hijo se ha muerto, vuelve a casa! No, eso no. Si al menos pudiese hablar con l directamente, pero era imposible. El nmero de telfono era el de un marroqu que tena una tienda de comestibles en la calle por donde pasaba mi padre para ir a la pensin. Cuando se lo imaginaba, volviendo del trabajo, para comer y dormir, cansado, por la noche, y que el tendero o alguien enviado por l le anunciase: Hay un recado para ti, tu familia llam... tu hijo Driss se march con Dios!..., lloraba con lgrimas calientes... En esos momentos el exilio era, en verdad, una injusticia. Si l no hubiera emigrado, quiz la ta nunca se hubiese atrevido a dar una albondiguilla mezclada con veneno a un nio inocente, elegido como blanco de su venganza; porque l no haba hecho nada, porque era un varn, la luz de los ojos de mis padres. Ella intentaba hacer dao; no slo lo consigui sino que sobrepas todas sus expectativas. Mi madre anunci brutalmente la noticia al tendero que, por la noche, habra de comunicrsela a mi padre.

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Por qu arte de magia se disipa la pena? Cmo se llena un enorme vaco en el corazn, en las entraas y en la cabeza? Cmo imaginar un da sin que el rostro de Driss invada con su sonrisa y su candor cualquier lugar? Al contrario de las estampas de los cuentos, la muerte no es un esqueleto horrible, provisto de una guadaa, que recorre los campos, amenazando aqu, segando all, a unos seres dbiles, indefensos. Para m, la muerte tiene un rostro: el de mi ta; un rostro entumecido por la frustracin, las carencias, la envidia y la inmensa desgracia que la invade y que ella va repartiendo, con todas sus fuerzas, para consolarle. La muerte, ahora, tiene un olor, el de los ropajes sucios con que se viste mi ta: un olor de sudor acumulado durante semanas, mezclado con aroma de condimento de clavo, un perfume rancio sazonado de pimienta y canela. Todo ello mezclado con el incienso funerario le da a la muerte un olor terrible, que va dejando efluvios que el polvo y el sol estampan sobre los objetos, sobre los rboles y las plantas. Aunque venga desnuda o transparente, yo he aprendido a reconocerla, a sentir su presencia y a medir cada uno de sus gestos, a barruntar el sentido de sus movimientos. Vivo sobre aviso, porque supe todo sobre la muerte y el luto a los diez aos. Vi morir animales y eso era natural. Moran al igual que haban nacido, lentamente, sin llantos, sin gritos. Partan, abandonndonos sus cuerpos, sin que supisemos qu hacer con ellos. Quiz sufran, quiz no queran irse de los pastos y los establos; pero la muerte, en apariencia, no era ningn problema para ellos. No haba dejado de pensar en mi padre; llorando solo en un dormitorio comn, compartido con otros emigrantes que jugaban a las cartas esperando el sueo. Llorar sin decir nada. Porque all no haba probablemente ningn amigo con quien hablar, para decirle cmo se senta, abandonado de Dios que le haba arrebatado a su hijo; decirle cmo el exilio, incluso voluntario, haba abierto en l un surco doloroso, donde ya nada sera como antes, donde el cielo iba a tener menos estrellas y el mar menos misterio. El da, el trabajo, el sol, el recuerdo, todo eso ya no tena importancia. l, que viva con un atillo de recuerdos, atados los unos con los otros con un mismo cordel el de la mirada y la ternura infinita , iba a abandonar todo aquello, dejarlo todo, con la esperanza, loca, de ver aunque slo fuese una vez a su hijo. En el hatillo de recuerdos haba, sobre todo, la imagen de sus dos hijos, de su mujer y, por ltimo, de su madre. Cuando quera descansar y distraerse, se meta en la cama, boca arriba, fijaba la mirada en el techo mugriento de la pensin y pasaba revista a todos los rostros. No lo haca a menudo por temor a gastar esas imgenes frgiles. Aquella noche, todo se le haba mezclado en la mente: no vea claro, no distingua las caras unas de otras. Con los ojos llenos de lgrimas, no poda ver nada; una pantalla, borrosa como la bruma, lo separaba de sus recuerdos. Tartamudeaba, pronunciaba sin cesar el nombre de su hijo como en un delirio. El marido de mi ta, que no ocupaba el mismo dormitorio, acudi para ver qu le ocurra. Era un buen hombre. El casamiento con mi ta no le haba salido bien. Era dbil y sin mucha imaginacin. Frente a la brutalidad de mi ta, l contrapona una bondad empalagosa que lo haca digno de compasin. Fue el primero que emigr. Enviaba dinero, pero no volva a casa en verano. Al cabo de tres aos, mi ta

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decidi que ya no tena por qu cumplir con los deberes de esposa hacia un marido ausente, un marido que no era un hombre porque nunca consigui darle un hijo. Durante los primeros tiempos de su matrimonio, mi ta le pegaba, ridiculizndolo delante de la familia. l consigui, dando dinero a diestro y siniestro, obtener un pasaporte. Se fue una maana con la camioneta del tendero y slo se tuvieron noticias de l algunos meses ms tarde, mediante un giro enviado desde una agencia de correos de Muraux, en Francia. El drama le iba a permitir saldar una cuenta antigua con su mujer. Decidi acompaar a mi padre, se encarg de avisar a la fbrica, comprar los billetes de avin e intent dar nimos a su cuado. En su fuero interno no poda sospechar que su mujer hubiese envenenado a la pobre criatura; pero durante el viaje no haca ms que pensar en una discusin que tuvo con ella el da en que naci Driss. En su arrebato, ella jur acabar con aquel nio si ella no consegua tener uno. l no la crea capaz de llegar al asesinato. Alejaba de su mente esta idea, y al instante reapareca. Hacia la mitad del viaje, ya se haba convertido en una obsesin. Al llegar al pueblo se hizo certidumbre. Un taxi los dej ante la alquera a medianoche. Mi padre se qued un rato sentado sobre una piedra. Lloraba, con la cabeza entre las manos. Mi to hizo lo mismo. Al amanecer se fueron al cementerio y buscaron la tumba ms pequea y con la tierra recin cavada. La encontraron sin dificultad. Mi padre extendi un tapiz en el suelo y rez. El aire estaba fresco y en el cementerio reinaba una atmsfera de ternura. El roco apenas mojaba la tierra. A mi padre le entr fro, se subi el cuello de la chaqueta, se arrodill y bes la tumba. Al levantarse, tena tierra en la frente y en la barbilla. Sac un pauelo del bolsillo y lo llen de tierra. Fue entonces, o ms tarde, cuando apareci un jinete a lomos de un caballo blanco, moteado de gris, con una paloma en cada hombro, irradiando luz; dirigi estas palabras a mi padre: Hombre tan cercano, venido de tan lejos, no ests triste! Confa en el destino y en la palabra de Dios. Tu hijo se fue. Est en el paraso. Es un ngel. Aqu, en la tierra, en este pueblo, no tena nada que hacer. Slo poda ser vctima del veneno de la envidia. Ahora, ya no sufre. La muerte se lo llev el da en que termin de aprender el Corn. Se fue con la ltima sura y el ltimo versculo. Se fue volando con las ltimas slabas de la palabra de Dios. Ten fe, hombre ignorante y bueno. No busques venganza; no trastoques la fatalidad. Deja a Dios Todopoderoso que haga justicia, aunque afecte de nuevo a tu familia. No hagas nada. Reza como buen musulmn. Pdele a Dios alafia. Abandona este pueblo, llvate a tu mujer y a tu hija lejos, muy lejos, de la mirada torva, que de tanto posarse sobre vosotros acabar por perpetuar la desgracia. S paciente. De ah extraers tu valor, tu fuerza, tu fe. Vete de aqu, cambia de horizonte, cambia de tierra. Estars fuera del alcance de un mal que habita en una mujer prxima a ti. Vete, haz ms nios y no vuelvas nunca a este pueblo maldito. Deja a los ancianos; ellos se irn apagando lentamente. No te lleves nada de aqu, ni siquiera el puado de tierra que acabas de coger. Es un lugar condenado. Todos los hombres se han ido de aqu. Slo quedan los ancianos y una loca que ser estrangulada por la vbora de la que extrae el veneno. No escupas al marcharte; no digas nada, abandona tus enseres, vende los animales, si puedes, y emprende el camino del exilio. Ya est saliendo el sol, debo volver a otros cementerios, donde me esperan ms tareas. Adis, buen hombre! El jinete dio media vuelta y desapareci envuelto en la nube de polvo,

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precedido por las palomas que le indicaban el camino. Cuando mi padre me cont esta historia, yo no me atrev a contrariarlo. Dej que creyese en sus visiones. De todos modos, debi de ser la voz de la razn la que l escuch. Qu hacer an en esta tierra yerma? Irse, llevarse a la familia, alejarla de sus races para as, quiz, poder amarlas y soportarlas mejor; poner a buen recaudo sus bienes, su capital ms preciado, estar con su gente querida. Si por desgracia haba de ocurrir de nuevo un drama, l quera estar presente. Pens un instante que la ta haba elegido a Driss como vctima para hacerme an ms dao y dejarme con la culpa sobre mi conciencia. Aos ms tarde me enter de que yo era su objetivo; que deseaba mi muerte, y no por vengarse de la mala jugada que le gast, sino porque, segn las palabras del bisabuelo pronunciadas en su lecho de muerte, yo era la nia que posea el don en la mano que permita descubrir el tesoro escondido en la montaa. Lo de la envidia y los celos era secundario. Yo era ms peligrosa y molesta que mi hermano; l no llevaba dentro ni enigma ni secreto, sino meramente infancia. Mientras no se hubiera descubierto el tesoro, ella segua esperando tener una hija. Ya tena planeada una estratagema: simular un embarazo, dar a luz a solas, sin la presencia de nadie, quiz en la montaa, y regresar con un beb que alguna mujer le habra conseguido en la ciudad mediante alguna suma de dinero. Nos habra venido con el cuento del nio dormido; su marido no podra decir nada y su hija competira conmigo en la historia del tesoro. El bisabuelo haba dicho que la nia estara sealada por el destino; nacera durante el dcimo decenio despus de su muerte.... Probablemente ella se consideraba a s misma como un destino: tirando de los hilos, arruinando las esperanzas, reinando sobre mi familia en la que haba hombres, pero ausentes. Al volver del cementerio, mi padre se haba serenado. Se acerc a mi madre, le puso la mano derecha en la cabeza y la bes. Luego vino a sentarse cerca de m; yo ya estaba despierta. Me tom en sus brazos, me apret muy fuerte y llor durante mucho rato. Deca algo, pero sus sollozos me impedan entenderlo. Lloraba por su vida y nos contaba los avatares de su vida: un hombre sencillo, procedente de la rama pobre de la cbila, un buen hombre que tuvo que emigrar a Francia a la edad de veinte aos, sin saber ni leer ni escribir, conociendo slo del islam algunos versculos del Corn y las cinco oraciones del da, un hombre sin pretensiones, sin grandes ambiciones, cuyo nico capital es su fuerza fsica y sus bienes ms preciados sus dos hijos y su mujer. De Francia, slo conoce las paredes de la fbrica y del dormitorio comn que comparte con otros nueve emigrantes. De la noche a la maana se ve trasladado de un pueblo, que el cielo maldijo, a otro pueblo donde no reconoce ni las gentes ni las cosas. Viva pensando en nosotros. Trabajaba para que no nos faltase nada. Nos ofreca su vida; su vida ramos nosotros. Ahora, sta se ha quedado invlida, le falta Driss. La decisin estaba tomada: no nos quedaramos en el pueblo; nosotros emigraramos tambin a Francia, a rehacer nuestra vida, all, con l, bajo su proteccin. l iba a hacer los trmites necesarios, procurarse los papeles, la vivienda, vender el ganado y la tierra, confiar a mi abuela el cuidado de mis primos y dejar a su hermana reventar de soledad y de abandono. Mi padre haba cambiado, yo ya no lo reconoca. Se haba convertido en un hombre dinmico y decidido. Haba perdido la sonrisa, pero no la fuerza para seguir viviendo a pesar del drama. La muerte de Driss lo haba trastornado tanto que haba adquirido una energa nueva. Ya no era un hombre resignado, abatido, que crea en la fatalidad y ejecutaba los

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trabajos sin reflexionar. Pareca como si la vida hubiese llamado a su puerta, dndole una nueva oportunidad. Segua siendo, por supuesto, un analfabeto, como yo, y sin embargo se desenvolva bien por los pasillos de la Administracin. Distingua los impresos por el color y por los signos que le servan de punto de referencia. Haba contratado los servicios de un estudiante que conoci en el autocar, que le rellenaba los papeles y lo guiaba. En una semana, el papeleo de nuestros pasaportes estuvo listo. Slo faltaba la autorizacin de Francia, que l no tard en enviarnos. Mi madre no poda oponerse a esta ida tan precipitada. Lloraba a escondidas, porque tena miedo a lo desconocido. Pregunt a mi padre que si all haba familias bereberes con quien hablar. l le dijo que s, sin muchos detalles. Mi madre tena que arrancarse a esa tierra que nunca haba abandonado. Ni siquiera conoca el poblado vecino. Era un salto en el vaco, aunque mi padre la tranquilizara. Para m tambin era un salto hacia lo desconocido, pero el mejor regalo que hubieran podido hacerme. Era una aventura. Tena curiosidad por conocer otros lugares y, sobre todo, me senta feliz de dejar el pueblo, los animales, los rboles, las fincas, la ta... Estaba contenta, pero triste; como mi padre. Nuestro luto era mudo. Llevbamos bastante pena dentro como para dejarnos enterrar bajo tierra. Y, sin embargo, la misma pena nos proporcionaba fuerzas renovadas para vivir. En el verano, mi padre volvi por nosotros. No llevaba equipaje. Estaba en un coche largo que llamaban furgoneta familiar. Descans durante un da, luego llen el maletero con algunas cosas. Mi madre nos haca rer: quera llevarse el anafre y el carbn. Mi padre le dijo: Todo esto se ha acabado. All tendrs cocina de gas, tendrs una nevera, electricidad, agua en los grifos, tendrs hasta una televisin mejor que la del tendero... All, aunque haga fro y el trabajo sea duro, est la civilizacin!... La civilizacin! Esta palabra me suena an hoy en la mente como una palabra mgica, que abre puertas, empuja el horizonte remoto; que transforma la vida y la mejora... Pero, qu hacer para entrar por esa puerta si uno no sabe ni leer ni escribir? Le hice la pregunta a mi padre. En cuanto lleguemos, irs a la escuela. Todava ests a tiempo. Con diez aos y medio te admitirn en una escuela especial, y, como eres inteligente, adelantars muy rpido. En el momento de la despedida, mi ta sali llorando, desgreada y se ech a los pies de mi padre, le bes los zapatos, rogndole que se apiadase de ella: Perdn, soy inocente, no he hecho nada, no soy ms que una pobre mujer, sola y abandonada por un falso marido; nadie me quiere; a ti, hermano mo, mi semejante, mis entraas, te pido perdn, llvame contigo, no me dejes aqu, ten piedad, me morir, no tienes derecho a abandonar a un miembro de tu familia, de tu clan. Dios te castigar si me dejas... Has credo a tu mujer y no quieres or a tu hermana... Driss enferm porque baj al pozo durante la noche... Lo poseyeron los demonios... Era luna llena, ya sabes que nunca hay que bajar al pozo la noche de luna llena... Es verdad, lo dems no es ms que calumnia; te ocurrirn otras desgracias... No te fes... Acurdate de las palabras y los designios de nuestros antepasados: El que abandona su tierra es un hombre perdido... El que arranca las races de sus orgenes atrae sobre s la maldicin... Mi padre no se movi. Permaneca ajeno a aquellas maldiciones. Sentada en el coche, en el asiento de atrs, yo lo admiraba. l diriga la mirada a

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lo lejos y esperaba el final de la escena. Al darse cuenta de que no lo poda conmover, entr precipitadamente en la casa, sali con una lata de petrleo y se roci con l: Voy a morir y llevars mi muerte sobre tu conciencia toda tu vida! l, durante un instante, se asust. Ella, gritando y tirndose de los pelos, vigilaba con el rabillo del ojo la reaccin de mi padre. Intent encender una cerilla; la caja estaba hmeda. No consegua prender fuego al vestido. Entonces mi padre tuvo un gesto valeroso y arriesgado. Sac del bolsillo un mechero y se lo tendi. Ella se neg a cogerlo. Mi padre subi al coche, dio marcha atrs y nos fuimos. Con el vestido rasgado, despeinada, y la cara llena de polvo, se daba golpes con la cabeza en el suelo, maldiciendo a toda la humanidad. Mientras nos alejbamos, vimos cmo su figura se encoga hasta parecer un montoncito de piedras. En el coche bamos callados. Mi padre iba conduciendo; sudando. Aunque su hermana fuese un monstruo, le dola haberla abandonado. No tena ms remedio que hacerlo. Haba comprendido que era un ser temible y que estaba perdiendo la cabeza.

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Ms tarde nos enteramos de que se haba vuelto loca. Algn tiempo despus de marcharnos se fue del pueblo a pie, baj a la ciudad y se refugi primero en una mezquita y despus en un cementerio. Se ganaba la vida con sus artes de brujera; aseguraba que dispona de seso de hiena en polvo, que venda a un precio muy caro; eficaces para echar sortilegios difciles de deshacer. Una mujer la recogi cuando peda limosna a la puerta de una mezquita, y le propuso que fuese a trabajar a su casa. Era una gran familia de Agadir. El marido era un conocido comerciante; todos sus hijos iban a la escuela y la mujer se aburra; no tena nada que hacer. Una criada le limpiaba la casa y otra le haca la comida. La llegada de Jadux pues as se haca llamar provoc la ira del marido. Dijo que su presencia era incmoda, que la expresin de su cara no le inspiraba confianza. Durante la discusin, ella, modosita, recogi su hatillo de ropa y pidi excusas por aquella intrusin involuntaria. Les habl en un tono dulce: Lamento mucho lo ocurrido, me avergenzo de haber causado este disturbio en una casa de gente de bien. Yo vengo de lejos. Sabed que soy una mujer abandonada por su marido que se fue a Francia y rehzo all su vida. Me ha plantado con cinco hijos y no nos enva ni un cntimo. He tenido que dejar a mis hijos con mi madre, la pobre, y yo intento ganar un poco de dinero, slo para darles de comer. As es la vida. A algunos les da todo, a otros les quita hasta a sus propios hijos. Os propongo que me tomis a prueba durante una semana y despus decidis con toda libertad. Que Dios os guarde y colme vuestra riqueza... Con la voz zalamera y la cabeza gacha, consigui convencerlos para que se quedasen con ella. Al cabo de una semana ya estaba conspirando con la mujer en contra del marido. Este ltimo, astuto y avisado, confiando en su primera corazonada, la despidi sin contemplaciones; la duea de la casa no tuvo tiempo de protestar ni de defenderla. Jadux se encontr de nuevo en la calle, con el rostro descompuesto y el andar vacilante. Su empeo en vivir a costa del mal comenzaba a desgastarse, a quebrantarse. Al estar sola, no tena a quien maltratar. Erraba por las calles, hablando sola, gesticulando, increpando a los transentes: T, que corres por esa callejuela sin salida, detente y escchame. Soy la ltima descendiente de una familia de santos. Uno de mis antepasados escondi en la montaa un tesoro... Se detuvo violentamente, se qued cavilando y ech a correr hasta la estacin de autobuses, situada a la salida de la ciudad. All haba gente esperando el autocar, otros esperaban a los viajeros y otros no esperaban nada ni a nadie; se pasaban all las horas muertas, como testigos del tiempo, reclamos del sol, ganapanes de cualquier faena... Iban y venan, despus se sentaban en el suelo, con la espalda recostada en la pared, la mano en la frente para protegerse del sol o sostenerse la cabeza. Gentes sin ataduras, sin profesin precisa; llenaban la plaza y le daban un aspecto vivo, humano. Estaban dispuestos a todo, ofrecan sus brazos para cargar con lo que se prestase. Algunos llevaban muertos, otros transportaban tullidos a sus espaldas, dndoles un paseo por la ciudad porque se aburran y no tenan silla de ruedas. Otros vendan viento. Sentados tras unas mesitas bajas, inventaban recuerdos para los que no los tenan o se les haban olvidado. Uno de ellos lleg a escribir en una

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pequea pizarra colgada de una pared: Vendedor de recuerdos vivos, frescos, autnticos, confirmables. A ellos no acudan muchos clientes; los recuerdos no eran artculos que escaseasen en esta tierra; hay que reconocer, sin embargo, que en Agadir el mercadillo de la memoria haba prosperado; despus del terremoto, algunos supervivientes la perdieron, otros se esforzaron en comprobar sus recuerdos, y luego hubo los que, no habiendo vivido aquella noche terrible, al visitar Agadir acudan a los vendedores de viento, supuestos iluminados que las paredes salvaron en su cada que as se hacan llamar, para que les narrasen, con pelos y seales, aquel suceso trgico. Mi ta irrumpi en aquella plaza pblica, no para devolver la vida a los recuerdos, extintos o enterrados, sino para contar su aventura. Dominaba el arte de la simulacin y de la puesta en escena. Saba cmo colocarse y cmo retener la atencin del pblico. En cuanto inici el relato de la historia fabulosa del tesoro escondido en la montaa, se form un corro con un numeroso pblico, generoso y atento. Narrar cuentos es cosa de hombres. La gente acuda a escuchar a aquella mujer, surgida de la nada, para provocar sueos entre los que estuvieran dispuestos a jugar. sta es la historia del tesoro escondido en la montaa. Ninguna llave metlica lleva en la punta la clave del escondrijo y su acceso. Mis tatarabuelos dictaminaron que una nia llegara, y, en su mano derecha, portara el don que conducira a ese lugar; y, al tocar la tierra, las piedras se abriran hasta que apareciera un cofre con cerradura de oro. La nia elegida ser inocente... Durante mucho tiempo cre ser esa nia... (Carcajadas de corro). Os res porque no soy joven; mas no os fiis de las mujeres que la vida enga. Mi mano no porta el don que conducir al tesoro, pero s el de leer en otros ojos; pues leo el pasado y, a veces, el porvenir... Para ello, habis de venir a verme a mi cubil. Mira, t, por ejemplo, que tienes pinta de distrado, tu mujer est poseda..., se le va la sangre, y, a ti, la sesera. Ven a verme, te dar lo que necesitas; me pagars despus... La historia del tesoro escondido es una chifladura; y a m me obsesiona; aunque ya, hoy da, nadie cree en los cuentos de los viejos que no saben qu inventar para acallar la radio. Soy una mujer hecha de piedra y de arcilla: mi vida ha sido una obra larga que ha costado mucho terminar; me gusta aplastar con los pies a los polluelos o las uvas en agraz; no soy dulce porque as es la vida; cada una de mis arrugas es un surco por donde ha pasado la sangre de otros. No soy un monstruo, soy un espejo, soy vuestro espejo, donde no querris miraros. Soy el reflejo de vuestros miedos y de vuestras incertidumbres. Soy custodia de vuestros dolores; me los confi la muerte. Si soy hermosa, os lo debo a vosotros; si soy fea, es quiz por haberme acercado demasiado a vuestros pensamientos... Porque son dainos vuestros pensamientos. Os creis que estis a salvo de la luna llena y del viento de las dunas, pero os equivocis. Mira, t, por ejemplo, el de all; eres joven, eres apuesto, y sueas con dormir recostando la cabeza entre los pechos de tu madre... Es cierto, no lo puedes negar... Yo ya no tengo pechos, se han secado; la espera los ha secado; tengo el vientre liso, est hueco, ah dentro jams respir ninguna vida. Me cost mucho tiempo admitirlo; as que tom partido por ese brazo largo que recorre los campos y siega a los nios que no alcanzan siquiera la altura de la espiga de trigo. Odio la miel y el azcar. Slo me gusta la pimienta y la guindilla de frica... Slo me gusta la mordedura de la serpiente y el canto estridente del caballo enloquecido. Hombres de la Nada! Habis credo durante mucho tiempo en la leyenda del Bien que os ser devuelto en el paraso! Os han tomado el pelo!

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Haced el bien si se os antoja, pero sabed que es chato, almibarado, pegajoso como la miel, que se adhiere a los dedos y os impide aplastar a la avispa que os pica en la lengua y provoca la muerte instantnea. Hombres intiles! Qu habis hecho de vuestras vidas? Habis amontonado piedras en un jardn que creais secreto; habis colocado cirios en las ramas de los rboles que se burlan de vuestras ofrendas; habis dejado que os den de comer vuestras mujeres sin sospechar nunca de su malicia. Miraos, mirad a vuestro alrededor! Sois blandos y a las mujeres no les gustan los cuerpos fofos. Cuntas injusticias se comenten cada da ante vuestros ojos y no hacis nada! Vuestros hijos andan descalzos y merodean alrededor de los hoteles como mendigos y ni siquiera lo sabis. No me pidis que os ayude. Yo no creo en el Bien. Mi energa, mi fuerza y mi conviccin son todo lo que poseo; y es lo que vosotros llamis el Mal, sabed que me ayuda a vivir y a soportaros... No os contar la historia maravillosa y absurda del tesoro. No estoy aqu para que os durmis. La vida no perdona. Estoy agotada de llevar en mi rostro toda vuestra fealdad. La cabeza me pesa cada da ms. Id a trabajar, id a mover de sitio los pedruscos, si no encontris nada mejor que hacer, robad, arrancad a los dems lo que necesitis... Pero no mendiguis, no dejis que vuestros hijos tiendan la mano al extranjero... La densa muchedumbre que la escuchaba no saba cmo reaccionar. Para algunos, era una provocadora; para otros, una loca escapada de un manicomio. Para la polica, que no tard en irrumpir en ese corro inhabitual, era una agitadora profesional que haba que interrogar a fondo. Entre la muchedumbre, por supuesto, estaban los soplones de la polica. Refirieron sus palabras de modo no muy fiel y deshilvanadas. Ella los trat de chivatos incompetentes y expuso a los que la interrogaban su filosofa del Bien y del Mal. Era bastante simplista. Nadie la tom en serio, y esto la sac de sus casillas. Se levant y grit: Ya que sois tan incompetentes como vuestros soplones, exijo hablar con el jefe; tengo cosas ms serias que confesarle. Lleg el comisario esbozando una leve sonrisa irnica. Era un hombre de unos treinta aos, no muy alto; vestido con traje y chaleco marrn oscuro, que le quedaba algo ceido. Ella rompi a hablar, haciendo comentarios sobre su indumentaria: Con esa corbata negra que llevas pareces an ms siniestro..., tu mujer no te atiende bien. l le peg un guantazo que provoc en ella una carcajada. Por supuesto te crees que has abofeteado a una mujer... Desgraciado!... Acabas de atentar contra la portadora de todas las desgracias. No sabas que la muerte me consulta a veces y que consigo dirigirla... No siempre con xito, pero a veces funciona. Soy una mal nacida, soy un error, nunca tendra que haber venido al mundo; tendra que haberme quedado donde estaba, en un barranco, vbora entre vboras, rapia entre rapias. No soy fea; slo es la cara de mi oficio. Bueno, qu es lo que tienes que confesar? Ya te he dicho que entre la muerte y yo la noche hizo un trato. Soy..., como lo dira?, no una asesina, sino una ejecutadora al servicio de la muerte. Ha habido ya alguna persona que tus manos hayan matado? S. Le di la muerte a un nio inocente. No me haba hecho nada.

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Pero yo deba sembrar la desgracia en los que lo amaban. Es incluso reciente. Puedes comprobarlo t mismo. Est enterrado en el cementerio de mi pueblo. Bast con una albondiguilla de carne picada envenenada. Confieso que, en este caso, se trataba de una venganza personal. Tena una cuenta pendiente con mi hermano. La muerte no me consult... Lo arm todo yo solita. Pero es normal, estoy hecha para eso, del mismo modo que t ests hecho para llevar trajes demasiado ceidos y para creer que tu vida tiene sentido. Suponiendo que fuese verdad lo que dices, por qu un nio, una criatura indefensa? Por muy jefe que seas, no entiendes nada del Mal. yeme bien: si alguien atenta contra algo que a ti te importa o impide, por su intervencin o su presencia, que lleves a cabo un proyecto, hay dos formas de vengarse. La primera, fcil, corriente, y sin mucho inters: lo liquidas. La segunda es ms sutil: le haces dao, pero dao de verdad, atacando a alguien que le es muy querido. En una familia no hay nada ms querido que el primer hijo varn. As de sencillo. De modo que disfruto de mi venganza, veo cmo surte efecto. No slo soy destructora, soy tambin contempladora! Y t, t qu eres? Yo soy una autoridad, un hombre pagado por el Estado para detener, reducir a las personas nocivas, a las gentes posedas por el vicio y por el mal. Mi funcin consiste en entregarlos a la justicia, que har su trabajo. Pero, antes de ello, har que te examine un mdico... Iba a decir del alma, pero acaso tienes una? Mi alma tiene el mismo tono que el de tu traje afligido. Por supuesto tengo un alma, pero ms vale no acercarse demasiado a ella... No es hermosa... Mi entorno la ha malogrado... Est de luto, necesita consuelo, pero t, t no tienes nada que ofrecer. Cuando era nia cazaba gorriones y les retorca el cuello. Me procuraba placer. Al caminar pisaba flores, plantas, insectos. Creo incluso que deb nacer con dos dientes; ya sabes, trae mala suerte. Mi madre me cont un da que, una vez, me olvid al borde de un pozo con la esperanza amarga de verme caer en l. No, no me ca en l. Mi pobre madre nunca tuvo valor para desprenderse de m. La hice sufrir. En cuanto a mi padre, nunca me consider como hija suya. Me ignoraba. Yo no me senta desgraciada; su rechazo redoblaba mis fuerzas, me liberaba. Mi hermano mayor haca como mi padre: yo no exista. Ahora, l ya sabe no slo que existo sino que acto. Y eso es todo, seor, mi alma es un manantial de tinieblas. Ustedes, la polica, la justicia, la religin, van a detener a un alma que nunca conoci ms que las paredes negras y hmedas de una prisin eterna. No me asusta. S lo que es el aislamiento, la soledad y el desprecio. A menos que me propongan algo ms intenso... No s cul es la suerte que te reserva la justicia de los hombres. Pero yo te puedo contar lo que es una prisin en este pas, sobre todo para una asesina como t; si tu nacimiento es un error, como has dicho, lo vas a sentir de verdad. Nuestras celdas estn invadidas por la humedad y la mugre. Estn construidas encima de alcantarillas. Las ratas y los topos hacen incursiones en ellas por la noche. Por mucho que grites, las paredes son gruesas, nadie te oir... e incluso si te oyeran, no estamos aqu para socorrerte! El hombre se levant, profundamente asqueado, se lav las manos y llam a dos agentes. Ella perdi la razn incluso antes del proceso. Tras ingresar en el manicomio, muri algunos meses despus, encadenada, con la cabeza fracturada a golpes. Al menos eso es lo que nos contaron. De hecho, la que muri encadenada fue otra loca que estaba a su lado. Ella consigui

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escapar con la complicidad de una celadora y regres al pueblo. Durante aos nadie oy hablar de ella. Viva en una vieja cabaa rodeada de perros y venda furtivamente sustancias para brujeras.

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Llegamos a Pars al alba. El cielo estaba gris, las calles deban de estar pintadas tambin de gris; la gente caminaba con paso decidido, mirando al suelo; llevaban ropas oscuras. Las paredes eran, a veces, negras, y otras veces, grises. Haca fro. Me restregaba los ojos para ver bien y grabar todo en mi memoria. Si mi hermano hubiera estado all habra preguntado con su acentillo: Es esto la Afransia? Pensaba en l, mientras descubra ese pas extranjero que iba a convertirse en mi nueva patria. Miraba las paredes y los rostros confundidos en una misma tristeza. Contaba las ventanas de las casas altas; perda el hilo de la cuenta. Haba demasiadas ventanas, demasiadas casas, unas sobre otras. Eran tan altas que mis ojos se extraviaban entre las nubes; me daba vrtigo. Miles de preguntas se atropellaban en mi cabeza. Iban y venan, cargadas de misterio y de impaciencia. Pero a quin dirigrselas? A mi padre, que estaba cansado y que no poda responder a la curiosidad de una cra, en cuyo rostro se amontonaba un mundo entero, del que no comprenda nada; nada en absoluto? Durante el trayecto mi padre no dijo palabra. Hicimos dos paradas al borde de la carretera, para comer. Mi madre tampoco hablaba. Yo senta que este viaje era una huida. Nos alejbamos cuanto podamos del pueblo. Mi padre, de costumbre prudente, conduca muy rpido. Se hubiera dicho que alguien nos persegua o que un ejrcito invisible, dirigido por mi ta, nos iba acosando. A m me gustaba esa velocidad. En cuanto cerraba los ojos apareca la cara de Driss, sonriendo o llorando, como si nos reprochase haberle abandonado en el pueblo. Yo lloraba en silencio y saba que mis padres deban tener las mismas visiones. Mi madre no dorma. No le quitaba ojo a mi padre, que se tragaba las lgrimas. Yo corra hacia mi hermano y l corra tambin hacia m, pero nunca conseguamos cruzar la distancia que nos separaba. Por mucho que acelerramos nuestro paso, no avanzbamos. Yo gritaba; nadie me oa. Estbamos en un campo yermo. Haba un sol esplndido, una luz perfecta; pero nuestros pies permanecan clavados en el suelo y los gritos, apenas proferidos, los mitigaba el sol; se los tragaba. Estaba guapsimo en el sueo, rebosante de salud, con un flequillo negro que le caa por encima de los ojos. Corra, corra y luego se caa, extenuado. Yo grit y todo se detuvo. Mi padre fren, me cogi entre sus brazos y llor conmigo. Durante muchos meses, cada vez que me suba al coche, tena el mismo sueo. Nos pudimos instalar muy rpidamente; otras familias marroques nos ayudaron; y Madame Simone, que era la encargada por el ayuntamiento de facilitarnos las gestiones administrativas. Alta, bastante corpulenta, siempre sonriente, Madame Simone era nuestra hada y nuestra amiga. Cumpliendo su tarea de asistente social intent al principio explicarnos su cometido y funciones, pero para nosotros ella era un ngel enviado por Dios para acogernos en esta ciudad, donde todo pareca difcil. Ella hablaba algunas palabras de rabe y nos dijo que haba vivido y trabajado en Beni Melal. Yo era rebelde; slo hablaba con mis padres. Mi idioma era el bereber y no comprenda que la gente utilizase otro dialecto distinto para comunicarse. Al igual que los dems nios consideraba que mi lengua materna era universal. Era rebelde, e incluso agresiva, porque la gente no me responda cuando les hablaba. Madame Simone me deca palabras rabes, que eran extraas para m, tan extraas como las que pronunciaba

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en su propia lengua. Yo me deca: si no me habla en bereber significa que no debe de quererme; as que escupa, gritaba, tiraba cosas al suelo. Yo no estaba mimada ni malcriada; me senta acosada por tantas cosas nuevas y quera comprender. Tena la sensacin de haberme convertido de un da para otro en sordomuda; abandonada, olvidada por mis padres en una ciudad en la que todo el mundo me daba la espalda, en la que nadie me miraba o me diriga la palabra. Quizs era transparente, invisible, y el color oscuro de mi piel haca que me confundiesen con los rboles! Pasaba horas y horas al lado de un rbol; nadie se detena. Yo era un rbol, digamos un arbusto, por mi pequea estatura y mi delgadez. Slo serva como espantapjaros. Pero ni siquiera haba campos de trigo y, menos an, gorriones. Haba muchas palomas, pero tan blancas y estpidas que menudo bochorno para la cbila de la que provenan! Me gustaba mucho ver pasar los coches. Aspiraba profundamente los gases que emanaban e intentaba impregnarme del perfume de las ciudades, tan nuevo y embriagador para una pastora crecida al aire puro. Me pasaba el da contando los coches y me quedaba dormida de cansancio en un banco. Ya no cuidaba vacas, pero segua haciendo los mismos gestos; llegu incluso a suponer que los coches eran vacas apresuradas que escapaban en todas direcciones. Por mucho que esperase, no apareca el jinete que haba de tocar msica a mi lado. La ciudad pasaba en cortejo ante mis ojos y yo perda la nocin de las cosas; ante todo, del tiempo: confunda el da y la noche. Dorma a cualquier hora y me despertaba cuando los dems estaban en pleno sueo. Haba perdido la maana! Nunca consegua recuperarla. Cada vez que abra un ojo era o de noche o el final del da. Mi padre me explic que en este pas el da se divida en horas, mientras que en el pueblo slo tenamos en cuenta los momentos en que sale el sol y en los que se pone. Me ense lo que era la hora en su reloj: Ves? sta de aqu es cuando tu madre amasa las tortas: son las seis; y sta es cuando sacas el ganado: las siete; aqu, el sol est por encima de tu cabeza: es medioda, es la hora del segundo rezo; aqu, la hora de la comida: es la una; aqu, la oracin de la tarde: son las cuatro; sta es la hora de recoger el ganado y es cuando se pone el sol; y sta es la hora de la cena; el resto es la noche... Me dej su reloj, y yo me pasaba el da aprendiendo el tiempo. Haba encontrado mis propios puntos de referencia con la salida de mi padre al trabajo y su vuelta. Pero a veces se complicaba, porque haba una semana en la que se iba cuando el sol estaba por encima de mi cabeza y volva muy tarde, durante la noche. La semana siguiente era lo contrario: se iba tarde, durante la noche, y regresaba cuando el sol estaba por encima de mi cabeza; pero el sol era un mal compaero; apareca pocas veces. A m me gustaban las nubes. Las de ac eran espesas y negras. Tenan el espesor de mi corazn y el color de mis sueos. All en el pueblo, cuando llegaban las nubes, siempre lo hacan con prisa. Estallaban o se dispersaban enseguida. All la lluvia no caa as, por las buenas. Aqu llegaba a menudo para lavar las paredes y las calles. Nuna avisaba, y nadie se pona contento al verla caer. Al cabo de unos das, el tiempo ya no tena secretos para m. Me deca la hora a m misma y a los dems; incluso deca a algn transente en bereber: Es la hora de recoger el ganado! Yo me consideraba un reloj, estaba obsesionada por la precisin. Llevaba puesto el reloj grande de mi padre y, cada vez que pasaba una hora, gritaba: Pasamos de las tres a las cuatro. Despus de cierto tiempo hubo que ordenar los ruidos que me asaltaban de todas partes y que no cesaban nunca.

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Saba que era imposible encontrar el silencio, la calma y la serenidad de la naturaleza. Pero no insista en saber de dnde venan los ruidos. Tena que reconocerlos y apropiarme de ellos, si no, senta que mi cabeza iba a estallar. Me asomaba a la ventana y tenda bien el odo: distingua el ruido de los coches del de los autobuses y camiones. Me gustaba la sirena de las ambulancias. Sin embargo, el ruido de las mquinas que agujereaban el suelo, se si era insoportable. No consegua apropiarme de l; era salvaje, entrecortado e interminable. Echaba de menos, por supuesto, el gorjeo de los pjaros, los gritos de los nios al salir de la escuela cornica, el ritmo de la segadora, la llamada de las campesinas y sus cantos nostlgicos... Mi madre, carcomida por la pena, se haba sumido en un estado de tristeza infinita; callada y gris. No haca nada por adaptarse y seguira con sus faenas de la casa, sin salir ni enfrentarse a la calle. Ni siquiera se asomaba a la ventana. Cocinar, lavar, ordenar, fregar, comer poco, sin plantear preguntas; dejaba que las cosas se hiciesen y que la nueva vida transcurriese, con sus das y sus noches en la misma indiferencia. El resto del tiempo rezaba, peda a Dios que preservase a su marido y a su hija del mal de ojo, de la gente mala, de los envidiosos y de los hipcritas. Sus vestidos blancos, en seal de luto, la favorecan; estaba muy guapa. No llevaba joyas, y ya no se maquillaba la cara. La muerte de Driss le haba infundido ms serenidad y valenta que antes. Qu derecho tiene uno a sublevarse contra la voluntad de Dios?; si acaso, el deber de aceptar y llorar. A veces, como antes, cuando era nia, recostaba mi cabeza en su regazo. Ella me acariciaba el pelo como si me espulgase y cantaba dulcemente un poema de amor: Se ha abierto mi corazn Es una herida de tu mirada Se ha cerrado mi mano Y guarda dentro la llave del destino T eres mi vida Que Dios me lleve a tu vida l te ha arrancado a mi vida Y hoy, mi sangre se mezcla a la tierra Y hoy, t eres mi mirada, que se apag en el pozo T eres mi corazn abierto Que tu manecita ha cerrado Entraa ma Nia de mis ojos Se alimenta de ti la tierra Y yo lloro sobre una piedra Entre las dunas y el sol... Mi madre haba dejado su alma en el pueblo. No cesaba de adelgazar y mantena la mirada fija en un punto lejano, que conduca a la tumba de Driss. Se haba convertido en algo as como un fantasma habitado por el olvido imposible. Yo vea llegar el momento en que habra de caer y hundirse en un sueo pesado y peligroso. Intentaba hacerla reaccionar, le hablaba. Se haban invertido los papeles: la hija consolando a la madre, contndole cuentos para que se durmiese, para que aprendiese a olvidar y a vivir sin Driss. Yo me ofreca como esperanza y triunfo, como fuego y risa: Escucha, madre! Ya he aprendido el tiempo y me he apropiado de los ruidos. Slo me queda aprender francs y ya vers, ser mdica o arquitecta; ser tu felicidad, tu alegra y tu orgullo. Quiero saberlo todo. Yo tambin ir a la escuela. Aprender clculo y escritura, aprender las ciudades y las mquinas. En el pueblo no me dejaban ir a la escuela cornica para aprender a leer y a escribir; porque a las nias se las deja en los campos y en la granja. Aqu ya no hay ganado, ni campos, ni granja, ni escuela cornica. Aqu, madre, las casas estn unas sobre otras, y la gente corre. Yo tambin me voy a poner a correr. Tengo que aprender. Tengo que empezar la escuela... Se acab el alfaqu ciego con el palo

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puntiagudo para hacer dao; yo le tiraba piedras, pero aqu no hay ni guijarros ni polvo. Si voy a la escuela, me portar bien, les ensear cmo bailan las flores cuando el viento sopla suavemente... Me gustaba ver mecerse a las flores; salvajes y tiernas. All nunca las cortbamos.

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Tena once aos o me faltaba poco para cumplirlos. Yo quera ser mayor para enfrentarme a la escuela, para adelantar a la mayora de los nios; todos compartamos una misma caracterstica: recuperar el retraso escolar. Yo, ni siquiera tena retraso; yo era nada, vena de lejos, de una montaa alta donde jams se pronunci una sola palabra en francs; de haber sido pronuciadas all, las piedras las habran captado y yo las habra aprendido. El primer da me acompa mi padre. Madame Simone, con su amabilidad de siempre, nos esperaba a la entrada; llevaba un expediente en la mano. Nos present a la directora, que nos acogi con una gran sonrisa y me tom de la mano. En slo unos minutos pas de un mundo a otro. Me encontraba sola y me senta orgullosa. La clase estaba en la planta baja. No haba mesas, sino pequeos taburetes alrededor de un montn de cubos de madera o de plstico. Yo era la mayor de todos los nios, pero no me avergonzaba por ello. Al contrario de la escuela cornica, los nios estaban mezclados con las nias y el maestro no tena una vara en la mano. Yo me preguntaba: Con qu nos pegar? En mi mente no haba escuela sin palos. El maestro era divertido. Gateaba por la clase mientras nos enseaba cmo colocar los cubos y contarlos. Primero aprendamos los nmeros, y luego las letras. Para m era fcil. Contaba en bereber, e iba y se lo deca. Se mondaba de risa y continuaba hablndome en francs. Por la tarde mi padre vino a recogerme. Yo estaba sobreexcitada y se lo contaba todo. Al llegar a casa saqu de mi cartera tres cubos de colores diferentes y se los ofrec a mi madre: Es para que pongas dentro las especias. As distinguirs el gengibre del comino... Mi primer da de escuela termin, pues, con un hurto. Al da siguiente me sent avergonzada al devolver los cubos. Al segundo da le di un mordisco en el brazo a una nia espaola que me haba quitado mi pizarrilla. Al tercer da estaba triste. Observaba a los dems y ni me mova. El cuarto da aprend a nombrar los colores en francs. Por la tarde dej caer, en la conversacin con mis padres, algunas nuevas palabras en francs. Al cabo de un mes me saba el alfabeto y escriba mi nombre. Senta gula por la lectura. Por la calle ya no miraba a la gente; intentaba leer los carteles y los anuncios. Se haba convertido para m en un ejercicio automtico. El domigo le ped a mi padre que me llevase a la calle para leerle los nombres de los cafs, hoteles y tiendas. Caf de la Mairie, H4tel de la Terrasse, Tati, Monoprix, Carnicera Halal, Moulin Rouge (en ste la letra se complicaba bastante). Y as iba leyndolo todo a mi padre, que se diverta con mis descubrimientos. Madame Simone estaba satisfecha; yo iba avanzando. A mitad de curso pas a la clase superior, donde ya se construan frases. Me compraron otra cartera. Compona frases loqusimas. Empezaba por copiar las de la pizarra, luego yo aada las palabras que se me ocurran o las que me sonaban bien. Segua teniendo la impresin de estar al mismo tiempo atrasada y adelantada. Estaba decidida a ir de prisa, a marchas forzadas, como se suele decir; aunque todo se me mezclase en la cabeza, en un desorden inquietante. Las palabras, a las que atribua colores, las cifras que clasificaba de cualquier modo,

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chocaban entre s permanentemente, y a menudo me senta desbordada, como una cocinera que dispusiera varios taxins al mismo tiempo. Yo no quera que mi retraso fuese en aumento; tena sed de aprender y ser til en mi familia. Esperaba con impaciencia el momento en que mi padre me entregase una carta para lrsela. l me haba comprado un diccionario para nios. Fue mi primer regalo. Un libro ilustrado, donde las palabras estaban escritas en caracteres grandes, con explicaciones y dibujos. Yo me aprenda las palabras de memoria; a menudo, sin comprenderlas. Cuando iba a la panadera, ya no sealaba con el dedo la barra de pan y ya no ofreca, con la mano abierta, las monedas; yo deca, como todo el mundo: dos barras que estn bien cocidas; abra el monedero y pagaba el importe exacto. Dorma a menudo con el diccionario debajo de la almohada. Estaba convencida de que las palabras, durante la noche, la atravesaran y se dispondran en casillas ordenadas. Las palabras, pues, abandonaran las pginas y se imprimiran en mi cabeza. El da en que slo quedasen en el libro pginas en blanco yo me habra hecho sabia. Todas las maanas comprobaba el estado de las cosas. La primera pgina, cuyas palabras me haba tragado, era la de la piedra. Saba todo sobre las piedras. Todo se me haba grabado en la cabeza. Estaba encantada. Era formidable. Haba conmseguido la primera victoria sobre mi retraso. Recitaba de memoria la pgina a mis padres, a Madame Simone; traduca algunos fragmentos al bereber. Me obsesionaba la piedra, y las palabras que la describan me encantaban. Una noche me quit la almohada y apoy la cabeza directamente sobre el libro mgico. Me cost dormirme; no era cmodo. Quiz fuese la falta de respeto hacia el libro lo que me provoc la pesadilla. Estaba de nuevo en el pueblo, sentada bajo un rbol, cuidando las vacas. De pronto vi acercarse a m unas palabras gigantes, armadas con palas. Caminaban balancendose. Las que tenan en el pie una L avanzaban sin problema, pero a las que terminaban en s o en y les costaba seguir el ritmo de la invasin. Dos lneas, trazadas probablemente por una i inclinada, me ataron al rbol. Me rodearon con una cuerda e hicieron un nudo con varias e. Una Y mayscula me mantena la boca abierta; con una I mayscula en cada ojo. Las palabras entraron de golpe con el material de limpieza y me barrieron la cabeza, despojndome de todo lo que haba acumulado durante un ao. Mis ojos, inmensamente abiertos, asistan impotentes a la mudanza colectiva. El verbo poseer se apoderaba de todo lo que haba aprendido sobre la piedra; la s se converta en i y la r en d; quedaban la o y la e; a stas se les encomend agarrar el saco donde iban cayendo todas las dems palabras de la pgina dichosa. Hubo un conato de guerrilla, breve pero eficaz, entre las palabras francesas y las bereberes; me defendieron con firmeza y valenta. Las palabras bereberes no se dejaban amilanar. Haban formado una lnea de defensa contra los invasores. La batalla fue dura. Que me lo digan a m! Menuda jaqueca me dio despus! Hubo algunos heridos, sobre todo entre las palabras compuestas: pasamanos estaba destrozada, y contrafuerte se haba roto por los cuatro costados; la frente haba extraviado el artculo, y daba vueltas porque, de repente, se haba convertido en masculino; portalclizrub se colocaban el plural a s mismas con una s al final en lugar de es. Las pocas palabras rabes que conoca se unieron al combate.

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Reforzaron la lnea de defensa. El despertar fue duro. Yo lloraba como una loca. Me dolan la cabeza y los ojos. Al bostezar se me agarrot la mandbula; me asust. Mi madre, atrada por el llanto, vino a consolarme. No me atreva a contarle el sueo. Lo que ms urga era comprobar si haba habido realmente estragos. Abr el diccionario. Todo estaba en orden. Las palabras seguan all, formalitas; no se haban movido. Recit de memoria la pgina piedra. Todo lo aprendido segua ah. Sonre. Slo fue un mal sueo, una trastada de la almohada por haberla despreciado. La noche siguiente dorm con el diccionario entre mis brazos. Pude hacer dos clases en una. Durante el verano nos quedamos en Pars. Era la primera vez que mi padre no regresaba al pueblo. Ya no haba nada que hacer all y, adems, mi madre estaba embarazada. Mis vacaciones fueron largas y me cundieron. Ayudaba a mi madre en casa y por las tardes iba a la de los vecinos marroques, a ver la televisin. Esa caja por la que pasaban en cortejo imgenes, en blanco y negro, no me impresionaba demasiado. Pero me gustaba cambiar de casa y jugar con los hijos de Hach Brahim, a los que enseaba bereber. Hach Brahim era un comerciante, que, supuestamente, deca ser amigo de mi padre. Un da propuso llevarnos al Jardn Botnico. l lo llamaba Jardn Pblico. Al subirnos al coche me coloc a m cerca de l, y a sus hijos en el asiento de detrs. Observ que, al hablarme, me pona la mano en la rodilla. Era grueso y transpiraba a chorros. Cuando se me acercaba, el olor de sudor que desprenda me asfixiaba. Yo no rechistaba. Era el amigo de mi padre, no el mo. Al llegar al Jardn, mand a sus hijos a que se compraran azcar de algodn y me cogi la mano para mostrarme algo. Estbamos solos en un rincn en sombra. Me ofreci dos paquetes de caramelos y me apret contra l como para decirme algo al odo o para besarme. Se levant y me apret an ms. Yo senta mi cabeza a la altura de su bragueta. Not algo duro. Me apart de l y le di una patada en la espinilla. Solt un grito. Yo me escap corriendo, colorada de vergenza. Temblaba de rabia porque me haba dejado engaar por aquel cerdo asqueroso. No poda, de ninguna manera, volver a casa con l. Me fui del parque sin darme la vuelta y me encontr, solita, en medio de la ciudad. Entonces no sent miedo; al cruzar el puente vea pasar el Sena, que tena un extrao color. En nuestra tierra el agua est clara, aqu es espesa y gris. No consegua darme cuenta del sentido en que corra el agua. No haba visto un ro tan sucio en toda mi vida... y, sin embargo, no haba ninguna mujer lavando ropa. El Sena era gris como las paredes y los rostros de la gente, como el cielo, como las manos de mi padre. Acaso el ro guardaba algn secreto? Yo deseaba que as fuese; si no, para qu serva? Para ensear Pars a los turistas. Aquel da, el cielo tena una luz y unos colores esplndidos. Yo caminaba con la cabeza alta, maravillada por el cambio suave de tonos y las nubecillas transparentes con trazos de colores: azul, malva, rojo y amarillo. El paseo me hizo olvidar el incidente con Hach Brahim. Yo segua el itinerario de los colores, sin preguntarme por dnde se ira a casa, sin preocuparme de mi miedo ni de la intranquilidad de mis padres. En cuanto la luz empez a desaparecer del cielo, decid resolver el apuro de la vuelta a casa. Me detuve ante un edificio inmenso donde haba muchos turistas. Lo mejor era informarse primero. Me acerqu a un polica con aspecto de estar absorto en lejanos pensamientos. Lo llam; no me oa. Le tir, pues, de la manga de la chaqueta:

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Monsieur, monsieur, esa casa, qu es? No es una casa, es la catedral. Es NotreDame de Pars. Qu quieres? Quiero saber cmo se vuelve a mi casa... Y dnde est tu casa? Por all... No, por all, del otro lado... Cerca de nuestra casa est la Carnicera Halal. De dnde eres? De Imiltanut! Eso es un barrio? No, es nuestro pueblo... No hay nada en nuestro pueblo... Est en Marruecos... Yo s leer y escribir... Cerca de casa est Tati. sa fue la palabra mgica. Siempre le estar agradecida a Tati por haberme salvado... El polica dedujo que yo viva en el barrio rabe, al norte de la ciudad. Me dijo: Vives en Barbs, en la Goutted.Or? No, vivo en el barrio 18. Efectivamente. Ah es. Si te llevo all, sabrs reconocer la calle? Por supuesto, no le estoy diciendo que s leer y escribir?... Yo ya me adelant al retraso. Me cogi de la mano y me pregunt si quera una cocacola. Me asust. Primero caramelos y ahora cocacola. Era demasiado en un solo da. No me fiaba nada de l; pero el polica estaba limpio, no ola a sudor y pareca amable. Me llev a su oficina, llam por telfono, firm unos papeles y nos fuimos en un coche, con otro agente al volante. La ciudad encenda sus luces. Yo pensaba, sin crermelo demasiado, que era en mi honor. Pars festejaba mi vuelta a casa. Mis ojos acumulaban imgenes a toda velocidad. Todo pasaba rpido ante m: los bulevares, los monumentos, el cielo, las estrellas, los peatones... Me senta feliz. Este paseo era lo ms bonito que me haba ocurrido desde que habamos llegado a Francia. Cuando vi, de lejos, la T de Tati iluminada, se me encogi el corazn. Se haba acabado el paseo. Reconoc las calles sin dificultad. Al paso del coche de la polica por el barrio de emigrantes, los vecinos reaccionaron de modo diferente al de los dems barrios. Algunos salan corriendo, otros se escondan. La gente tena miedo. Yo me preguntaba por qu habran de asustarse. Al llegar vi a mi madre asomada a la ventana. Estaba llorando. Se tranquiliz al verme bajar del coche. Mi padre haba ido a casa de Hach Brahim que deba de sentirse bastante violento; qu le habra contado? Seguro que me iba a echar la culpa a m. Invit a los dos policas a que tomasen un t mientras llegaba mi padre. Se negaron; yo insist. Mi madre se sec las lgrimas y nos prepar un t con pastas. Ellos estaban cohibidos; yo, contenta. Mi padre lleg; pareca abrumado. Senta vergenza. Se haba alborotado todo el barrio. Dio las gracias a los agentes y los acompa a la puerta. Fue entonces cuando me di cuenta del dao que haba hecho a mis padres. Pero la culpa haba sido de Hach Brahim... y yo no poda decir nada. Me qued dormida enseguida y pas la noche viendo pasar ante m el Sena, Pars y sus luces, hasta que las imgenes se superpusieron y entrelazaron. El Sena atravesaba nuestro pueblo, la escuela cornica se haba mudado a la catedral de NotreDame de Pars, los dos policas recorran la aldea en la camioneta de la polica convertida en la del tendero. Yo iba pasando de un pas a otro en una fraccin de segundo. Vea a mi ta en el agua turbia del Sena. Los agentes dictaminaron que haba sido un accidente; mi hermano recorra en bici los grandes bulevares. Todo el pueblo estaba equipado con electricidad, se haban instalado farolas esplndidas a la

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entrada y a la salida; a Hach Brahim lo encerraron en un hammam como medida de higiene y slo se le permita comer caramelos, que haban perdido el sabor... Al da siguiente cont mi aventura a toda la escuela. Estaba orgullosa. Sent que me haba enriquecido, que estaba an ms adelantada que los dems. No cesaba de descubrir cosas y de aprender. En mis oraciones en silencio daba gracias a Dios, a mis padres y a Francia. La aldea se alejaba poco a poco de mis pensamientos. La cara de Driss era lo nico que apareca, de vez en cuando, y, entonces, se me encoga el corazn. A mi madre le quedaba poco para darme un hermanito. Naci en el hospital donde todo era blanco y limpio. Mientras ella estuvo fuera yo me ocup de la casa; la limpiaba y arreglaba. En cuanto a la comida, me sala mal todo lo que guisaba. Alarmado por mis estropicios, mi padre decidi llevarme todas las noches al restaurante; y yo descubra otra maravilla: los Mac Donald. Fue un encuentro histrico: a la pastorcilla se le salan los ojos ante las rodajas de carne, pan y queso. Me volvan loca. Mi padre me observaba mientras coma vorazmente. A l no le gustaba nada ese tipo de comida. Una noche nos invit a cenar Hach Brahim. Yo me negu, alegando que iba a ser la ltima noche que cenbamos mi padre y yo solos antes de la vuelta a casa de mi madre. Despus de haberme atracado en el restaurante del seor Donald nos volvimos a casa y le di permiso a mi padre para que se fuese a cenar a casa de su amigo.

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La primera regla me vino el da en que mi madre volvi a casa. Yo estaba durmiendo y de pronto sent un lquido caliente que me resbalaba por los muslos. En realidad, nadie me haba hablado de ello, pero yo saba que as es como nos hacamos mujeres. Decid que no necesitaba esta seal para serlo: yo ya era una mujer por todo lo que haba aprendido, conocido y amado. Aprob un examen en la escuela y me enviaron a un colegio con nios de mi edad. Me costaba seguir el ritmo de la clase; era demasiado rpido. Entenda la mitad de las frases. Cmo rellenar los espacios vacos, qu palabras haba que introducir para que tuviesen sentido? Por mucho que buscaba dentro de la reserva que tena tropezaba en el mismo sitio. Me senta desgraciada; yo, que crea que haba adelantado, segua arrinconada en el triste almacn del retraso. Hay que reconocer que no era la nica que me vea obligada a esperar; haca cola como los dems; pero, de vez en cuando, vea a un portugus o a un senegals subirse a un tren y marcharse, dejndonos a nosotros all, jugando con los cubos o dibujando en la pizarra. La idea de estar retrasada respecto de los dems nios y de las dems cosas me obsesionaba. As pues, al llegarme la regla, ya haba adelantado a Hafida, la hija mayor de Hach Brahim, pero estaba retrasada respecto de Mara, una nia espaola muy guapa que tambin asista a la clase especial. Yo congeniaba con ella porque las dos tenamos casi los mismos defectos: ella no consegua pronunciar la u y yo no saba deslizar la r. Al ornos hablar a las dos provocbamos en el profesor tan pronto un ataque de risa como un acceso de ira. Una maana, a la hora del recreo, Mara se me acerc y me dijo al odo: Ven, tengo que ensearte algo. La acompa hasta los lavabos, se levant la falda, se baj la braga manchada de sangre. Por un momento me asust; luego me dijo: Me vino esta maana; t no tienes nada que ensearme? Le dije que s con la cabeza. Tena un ao menos que yo; yo estaba ms desarrollada que ella: tena ya pecho y ella no. Abr mi camiseta y le ense mis tetitas nacientes. Las puedo tocar? me prengut. Tocar, s; pero no amasar, porque son duras, pero delicadas. Con la punta del dedo recorri mis pequeas redondeces. Nos volvimos a vestir y soltando una carcajada me confi que tena un novio: Ahora ya estamos empatadas... Pasbamos los mismos apuros en el colegio y nuestros cuerpos avanzaban de distinto modo, pero al mismo ritmo. Yo tambin tena un novio. Se llamaba David y era de Portugal. Sus ojos eran tan bonitos como los de un bereber, salvo que no eran negros, sino azules. Era la primera vez que vea unos ojos azules de cerca. David era un soador. Se pasaba las horas muertas mirando los rboles, dibujndolos y ponindoles nombres. Los del colegio eran rboles tristes y enclenques. De todos los que hay aqu me dijo un da, ningn rbol merece llevar tu nombre. Esta observacin me sorprendi, pero el tono con el que habl me gust mucho. Me llam Flor de almendro. Eso me tranquiliz. Yo no era un rbol, sino una flor. Ven conmigo, hoy no vamos a ir a la clase de la tarde; te llevar al Luxemburgo para presentarte a mis amigos...

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No saba que se refera a un parque y que sus amigos eran unos rboles inmensos. Nos subimos al autobs. Haca buen tiempo. La gente sonrea. Pars tena colores, sol y buen humor. l se paseaba por el inmenso parque como si le hubiese pertenecido. Me lo mostr mientras pasebamos de la mano: Este rbol es un chopo. Debe de tener medio siglo. Yo lo llamo Lisboa porque lo veo cada vez que sueo con mi tierra. Este de aqu es una haya. La sombra que da es una bendicin. Yo lo llamo Jacinto, por mi abuelo. Cada vez que me acerco a l se inclina hacia m y me acaricia el cabello. Este de ac es un abeto. Para m es el General; est tieso y disciplinado, y a veces es muy duro. Tengo algunas dudas sobre el origen de este otro. Lo llamo Toni, como un guardin de coches que se haca pasar por italiano cuando era gitano en realidad. Este de aqu es el rbol de la paciencia. Cuando no me encuentro bien, cuando mis padres se pelean y necesito tranquilizarme, vengo a sentarme bajo este rbol, que me procura la paciencia necesaria. Tambin est el rbol de la esperanza. Es pequeo, casi insignificante, pero s que tiene dotes para transmitirme esperanza cada vez que la necesito para seguir la escuela y para pensar en mi porvenir. Por nada del mundo deseara ser un obrero de la construccin como mi padre. Por eso voy a la escuela todos los das. Y ahora vas a seguirme donde vaya, sin hacer preguntas. Te voy a llevar debajo de la sombra del Amor. Cuando uno se sienta all, en ese banco, bajo la sombra delicada del rbol ms viejo del mundo, el Amor nos invade, aproxima nuestros corazones y nos provoca escalofros en el cuerpo. Segu a David, dejndome llevar; con la mano apretadita en la suya, cerr los ojos y esper los escalofros. No pas nada. De vez en cuando abra los ojos. La gente se paseaba, los perros corran tras una pelota y yo no senta nada especial. Cuando David se dio cuanta de que estaba distrada, se levant, algo contrariado, y me dijo: No crees en mis rboles! Claro que s, me encanta estar contigo en este parque, pero pens que me ibas a mostrar un argan, aunque s que ese rbol slo crece en mi pueblo... Pens que eras un mago... Un argan? S, eso es; un arbolillo que da un fruto del tamao de una aceituna; las cabras se lo comen, luego lo arrojan por detrs; los huesos que tiran se machacan en un molino y dan un aceite exquisito. O sea, que es un olivo. No, Los olivos no necesitan pasar por las cabras para dar aceite! David estaba impresionado con mis explicaciones. Le dije que para nosotros, los bereberes, se es el rbol de nuestros antepasados. No crece en ninguna otra parte. No es bello. se es su secreto. T eres una flor sabia... Cuntas cosas sabes! Yo estaba encantada. Volvimos a tomar el autobs. Llegamos tarde a la escuela. Mi padre estaba all; iba y vena delante de la puerta de la escuela. Cuando me vio bajar del autobs, rozndole la mano a David, no dijo nada, dej que me acercase a l. Cuando estuve cerca, tendindole la mejilla para que me besase, me dio una bofetada que me atont durante unos instantes. Todo daba vueltas a mi alrededor. No distingua ni a la gente ni las cosas. No saba si lo que me atontaba era la violencia de la bofetada, la sorpresa o la vergenza.

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La vergenza; extrao sentimiento. Tiene el efecto de una cada, un autntico batacazo; te caes al suelo y te sientes ridculo, porque te ves humillado, disminuido, devuelto a otra edad. Tambin es desencanto, como el que provoca una ruptura. Ese da supe lo que era la vergenza. Mi padre nunca me haba puesto la mano encima. Tambin hay que reconocer que slo lo vea una vez al ao. No le daba tiempo a enfadarse; y, aunque yo cometiese tonteras, l no me castigaba. Al estar fuera consideraba que mi educacin era cosa de mi madre y de mi abuela. Con aquel golpe, que me hizo ver las estrellas, me puse enferma. Ya no quera volver a la escuela. Iba a ser el hazmerrer de todos, aunque casi ninguno de los alumnos haba asistido a la escena. La bofetada me hizo volver a la poca en que mi ta se ensaaba conmigo y me pegaba. Mi padre ya no saba qu hacer para consolarme. Por la noche habl con mi madre y yo escuch casi todo: Lo siento, pero no pude contenerme. Nunca le pegu a nadie; y ha tenido que ser mi hija la que reciba mi primer golpe. Pero, por qu ha faltado a la escuela y, sobre todo, por qu se fue con un extranjero? Nosotros somos musulmanes. Aqu las jvenes no tienen moral. Nosotros no somos cristianos. Si mi hija empieza a andar con chicos, eso ser nuestra ruina, nuestro fracaso. Tienes que hablar con ella. sta no es nuestra tierra. Francia no es nuestro pas. Estamos aqu para ganarnos la vida, no para perder a nuestras hijas. Me los imaginaba a los dos, con los ojos bajos, abrumados porque su hijita estaba creciendo ms rpido de lo previsto. Si mi padre hubiera sabido escribir me habra dirigido una carta muy larga, y se habra desahogado. Yo esperaba, imaginaba, escuchaba esa carta. Mi nia: Si te escribo, esta noche, es porque tengo mucha pena. Me hubiera gustado hablarte, tenindote delante, pero desde que he observado que ya no bajas los ojos al dirigirte a m o a tu madre, prefiero evitar que nos enfrentemos; pues a eso, ni t ni yo estamos acostumbrados. Lo que esta noche te digo es mi amor; aunque las circunstancias hayan querido que no nos conozcamos mucho. Lamento no haberte visto crecer. Dej a una chiquilla y me encontr, once aos ms tarde, a otra que jugaba a no reconocerme y a enfurruarse los primeros das de mi llegada; haba que conquistarte de nuevo. Tirabas los regalos que te traa y te quedabas en un rincn. Cmo explicarte, entonces, que mi ausencia nunca fue voluntaria, ni un placer para m. Razn llevabas de enfadarte conmigo, pues un nio tiene exigencias y t tenas muchas. El tiempo pasaba deprisa. Treinta das corren como una hermosa noche, llena de sueos, de colores y risas. Yo deba regresar justo cuando empezbamos a ser amigos, inseparables, apasionados. Te llevaba a lomos del caballo a la feria de la ciudad. Jugabas, te peleabas, cantabas y yo estaba dichoso, feliz de veros a ti y a tu hermano vivir ante mis ojos. Esos mismos ojos lloraban en silencio cuando coga la carretera, en medio de la noche; no haba que despertaros y yo no poda soportar veros llorar. Parta hacia el norte, hacia el fro, el trabajo y la soledad. Tu madre me preparaba cecina, miel, aceite de argn, una manta de lana y gruesos calcetines. Dispona todo eso en el maletero del coche sin decirme nada. Era su forma de pensar en m y de protegerme del mal de ojo, del fro y de la aoranza. Tena prisa por llegar a Francia, para olvidarme,

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envolvindome en el trabajo y en la rutina. La carretera era larga; casi no me detena. Pareca como si huyese de alguien, vuestros rostros me perseguan y me obsesionaba con ellos, noches y das enteros. Llegaba justo el ltimo da de permiso, me caa en la cama, como en una tumba. Dorma y me encontraba con vosotros. Curiosamente, cuando pensaba en ti, te vea siempre sonriente. No me preocupaba por ti. Saba que el nio era delicado, que su llegada a este mundo haba sido una desgracia para Slima, mi hermana, carcomida por un mal ms fuerte y violento que todas las enfermedades del cuerpo. Saba que su maldicin un da u otro caera sobre nosotros. Debo confesarte, hoy, que Slima no es mi hermana. Es una nia que unos viajeros haban abandonado en el umbral de nuestra puerta. Mi madre la haba adoptado, quiero decir, integrado, en nuestra familia. En el Islam no existe la adopcin; se puede recoger a un nio, pero no se le puede dar el apellido. Slima haba sufrido de pequea. Decan que haba nacido de una mala lluvia, que era fruto de una tormenta. Los nios son malos. Ella, desde muy pronto, aprendi a pelearse. La violencia era su forma de hablar y de vivir. Yo nunca la consider como a una hermana. Por eso estaba resentida contra m. Al morir mi padre era la poca de la epidemia de tifus cada uno se fue por su lado. Yo, a Francia; mis otros dos hermanos, a Agadir; mis dos hermanas, con sus maridos. A Slima la abandonaron. Su marido se fue mucho antes que yo a trabajar a Francia. Se quedaba sola; tena todo el tiempo del mundo para preparar su venganza. Pero vengarse de qu? De la vida, de nosotros, de todo. Nia ma, hoy todo eso pertenece al pasado. Ya no vivimos en el pueblo. Aqu no tenemos recuerdos. No podemos vivir como si siguisemos all. Te matricul en la escuela; el da que lo hice me sent orgulloso. Pero debo confesarte tambin que pas la noche en blanco. Para m eso era una revolucin. Tena miedo, y, al mismo tiempo, no tena derecho a privarte de ir a la escuela. No querra pasar ms noches en blanco pensando en ti, dndonos quebraderos de cabeza, yendo ms rpido de lo que estamos dispuestos a aceptar. Vas demasiado rpido. S que Pars es una ciudad en la que hasta los mayores se pierden. Has de saber que nuestra moral, nuestra religin son distintas de las de tus compaeros de clase. No vamos a vivir nuestra vida entera en este pas en el que somos unos extranjeros. Bueno, as es como te digo que t eres la nia de mis ojos. Yo me pas toda la noche oyendo esta carta, leyndola y releyndola. Todo estaba escrito en los ojos profundos de mi padre, en su ancha frente, en la palma de su mano. Yo lo observaba y lea su pena y su desasosiego en cada uno de sus gestos. Con esta carta, yo me senta cerca de su desvelo, pero comprend, tambin, que las dificultades no hacan ms que empezar. Yo odiaba el pasado y todo lo que tena que ver con el pueblo, principal motivo de todos nuestros atrasos. Si nuestra tierra no ha sabido retenernos, ser quiz porque, un da, una mano aciaga sembr en ella el germen de la discordia y el atraso.

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El mar. Dibujado con lpiz negro, que un trazo rojo quiebra, que borra la goma Sp\cia, olvidado, reencontrado en un libro de estampas inundadas de azul. El mar. Extrao personaje de mis sueos. Tan pronto sbana inmensa, tendida entre cielo y tierra, hinchada por los vientos; como ruido de olas imaginadas, que dan escalofros. El mar. Promesa que ahoga, en su furor, a la aldea, las bestias y sus caras inmutables y devastadas. Estampa de un cielo que baja a la tierra, entre nubes, y pinta de azul las palabras llanuras y carreteras. Agua; en olas sucesivas tradas por el viento. Cambia de color segn los movimientos. Oscuro, al final del da. Negro, por la noche, con ciertos reflejos cenicientos. Transparente de da, horadado por el sol, se alza y cae, golpendose contra las rocas encarnadas. El mar. Una obsesin desde mi llegada a Francia. Nunca hablaba de ello. Saba que algn da iba a descubrirlo. Esperaba, con paciencia. Tena miedo de que, al encontrarme con l, ya no pudiera soarlo. Me arrastr un remolino de luz y de agua, envuelta en vrtigo, entre estrpito y murmullo, y me encontr, de pronto, sola, en una barca de pescadores, iluminada por la luna llena. El mar; ms que pensamiento, imagen; trocito de cielo despejado, espejo que retiene mi rostro mientras me deslizo por un pozo para medir su profundidad y limpiar las paredes. Un campo con altas puertas cerradas sobre mis prpados. Un escalofro; llegado no del viento, sino del deseo de deslizarme sobre las olas y encallar en una isla, posarme, como una ddiva, entre las manos de un hombre muy viejo, quiz mi tatarabuelo, el que enterr el tesoro en la montaa. El mar no poda ser ms que ese rostro, sereno y bello, varias veces centenario, fiel a la palabra dada, orgulloso de sus races y de su tierra. Como hombre visionario saba que su prole y las generaciones que le siguieran seran dignas de su secreto y de su bondad. Y el mar estaba ah, dibujado en la palma de mi mano derecha, movedizo, conduciendo por caminos hondos y desviados hacia el lugar del tesoro. Desde que mi abuela, en su lecho de muerte, me haba confiado el secreto, murmurndome una palabra confusa al odo, yo saba que un da u otro me sera indicado el camino, entre silencio y recato. Me cegara entonces la luz, hacindome su cautiva. Momentos antes del trance interior, antes de la gran alegra, que se hace lgrimas y convulsiones, me bastara con tender la mano derecha, abrir la palma de esa mano predestinada y ver el mar en el rostro bendito y bondadoso de aquel antepasado, ms fuerte que el tiempo. Sus dulces ojos, colmados de recuerdos, se dirigiran hacia este lugar, isla o cueva submarina, y yo caminara con la ligereza del titiritero por los caminos, que su mirada traz, hasta que mis pies se detuvieran en una roca ardiente, quiz centro de un volcn apagado o cuerpo de un marino, olvidado por su tripulacin, con la piel tostada por la luz y el sol. El tesoro deba de estar ah, en mi mano. Esperar el da, la hora, la estacin y la luna para abrir esta mano en un agua transparente, con mi respiracin y mi pulso como nica cadencia. He aqu el motivo por el que el da en que mi padre decidi llevarme a ver el mar yo estaba plida e inquieta, incmoda y un tanto adormecida. Tomamos la carretera, l y yo solos. Era un da de febrero. Las calles estaban desiertas, el cielo sombro. Era yo la que no vea ya a nadie en las calles y pona un velo de tristeza sobre el cielo. En el fondo tena miedo de cometer lo irreparable, turbar la belleza que rodeaba a mi secreto, exponindome a traicionarlo o perderlo, verlo quebrarse, como

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una ola violenta que se rompe sobre una roca. El mar estaba en m, profundo, custodiado, cmplice. No me hubiera atrevido, un domingo, a hacerle una visita trivial, sin previa preparacin y recogimiento. Me acongojaba el poder perderlo todo. No era ni azul ni negro ceniciento, sino gris. No estaba all; ausente; se haba retirado lejos de nuestra mirada. Haba, por supuesto, arena, pero no mar. El cielo tena un azul extrao. El cielo se haba bebido el mar y nadie se haba dado cuenta. Eso me alivi. Mi padre estaba decepcidonado. Balbuceaba algunas palabras de excusa. Supe que l tampoco haba estado nunca en una playa. Desde ese da decid hacer todo lo posible para ensearle el mar, asociarlo a mi sueo. Ante todo, no haba que precipitar las cosas. Debera dejar que el tiempo hiciera el resto. A falta de paseo por la orilla, me llev al cine. Haba pocas salas en nuestro barrio, pero siempre ponan las mismas pelculas a lo largo del ao: pelculas violentas, de matanzas, de carniceras y de horror. Quizs aquel barrio no mereca pelculas de amor. Yo miraba los carteles y no comprenda por qu nos ofrecan tanta brutalidad. La pelcula que eligi mi padre era una pelcula de karate. Estbamos lejos del mar. Vea agitarse en la oscuridad unos cuerpos menudos en los que cada golpe dado provocaba un silbido. De un lado, los buenos; del otro, los malos. Haba una mujer serpiente que, al saltar, estrangulaba al adversario con sus piernecillas. Para m no eran imgenes. Seguramente, todo ocurra detrs de la sbana blanca tendida al fondo de la sala. Slo mucho ms tarde conocera la magia del cine. Por la noche me senta cansada y maltrecha, pero feliz, puesto que haba conseguido preservar mi secreto. El mar me perteneca. No me atreva a abrir la mano derecha. Me lo guardaba todo, profundamente enterrado en m. El mar era ese jardn donde, un da, podra aislarme lejos del barullo. Y, sin embargo, yo alimentaba mi pasin por la ciudad. A veces me pasaba las horas muertas sentada a la ventana, mirando el gran bullicio del bulevar. Los franceses, poco a poco, se iban yendo de nuestro barrio. Los comercios los regentaban rabes; las aceras se transformaban, de la noche a la maana, en zocos africanos. Los senegaleses cantaban y bailaban para vender sus artculos. Observndolos vivir y rer me preguntaba si tambin ellos tendran en el fondo del corazn escondido un secreto, una palabra ancestral, un rostro iluminado por el tiempo, un rbol inmenso que los protegiera y les procurara la energa para vivir y soportar el exilio. Un da, por la maana temprano, mientras todos an dorman, como en aquella pelcula, cerraron el barrio y los coches de la polica invadieron las calles. En unos cuantos minutos nos rode un ejrcito de policas, metralleta en mano. Irrumpieron en los pisos, lo registraron todo, volcaron las mesas y arrojaron los objetos por las ventanas. A nuestro edificio lo dispensaron de tal desorden y pnico. Las mujeres gritaban. Los policas proferan insultos. Los cros corran en todas direcciones. Sobre las aceras haba sillas rotas, sofs, maletas, bolsas llenas de ropa, cartones, cuadros, cacerolas, platos... Volcaban todo con tal ferocidad que uno pareca estar en plena guerra. Eso era quiz la guerra. Nos hallbamos a la merced de la locura de ese ejrcito de policas, ensandose con los objetos de nuestra vida cotidiana. Haban llegado para destrozarlo todo. Se nos tena que castigar y no sabamos el motivo. Pero, qu habramos hecho nosotros para convertirnos, de buena maana, en blanco de tanta violencia! De pronto, un hombre en pijama sali del edificio de enfrente gritando su ira. Los policas acababan de tirar por la ventana, tras haberlo pisoteado, el Corn. El hombre se haba vuelto loco. Su furia le

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hizo entrar en un estado de arrebato. Se quit el bonete de la cabeza y lo destroz con los dientes y las manos. Giraba sobre s mismo y repeta las mismas palabras. Sacrilegio! Sacrilegio! Luego se dirigi hacia la multitud: Musulmanes! Habis asistido a un sacrilegio. Vosotros sois testigos. Se han atrevido a poner la mano en el libro sagrado. Hijos de infieles, cristianos, enemigos del Islam; nos desprecian y se mofan de nuestra religin. Se han vuelto locos. Dios nos har justicia. Nos despiertan con fusiles, tiran abajo nuestras puertas, ven a nuestras mujeres e hijas y pisotean la palabra divina. Dios mo qu infamia! Creen que estn todava en Argelia, en los tiempos de la colonizacin. Pero, Dios mo, qu hacemos aqu en este pas, en esta tierra enemiga? Para qu nos hemos exiliado? Dios nos ha castigado; no hemos sabido amarlo ni adorarlo. Ahora, los cristianos, armados de fusiles y de odio, irrumpen en nuestros hogares, tiran nuestras cosas y ensucian nuestra religin. Justicia! Justicia! Reconoc en aquel hombre a El Hach, un argelino que vino a ver a mi padre para pedirle que contribuyese, con otros musulmanes, a construir en el barrio una mezquita de la cual quera ser el imn. Como buen creyente que era, mi padre particip en la operacin. Pero no les dieron la autorizacin. Este asunto tuvo a la gente ocupada todo el invierno. Siguieron acudiendo a los rezos a un almacn que en otro tiempo haba sido un bar o un cabaret. En la pared, encima de la puerta de entrada, haba grabado un letrero, Los amigos del buen vino. Por mucho que El Hach rascase la pared y volviese a pintar encima, no haba forma de borrar Los amigos del buen vino. All se organizaban veladas religiosas. Se cubri totalmente el interior con esterillas y alfombras. Colgaron en las paredes fotos de La Meca, caligrafas con el nombre de Allah y del profeta Mohamed. Todos los viernes por la tarde se quemaba incienso del paraso. Pero, pese a todo esto, el almacn segua oliendo a vino. Las paredes y la piedra no perdan la memoria del buen vino. La situacin era grotesca. Algunos musulmanes, como mi padre, se negaban a rezar en semejante lugar de vicio. El almacn, segn unos, estaba habitado por el espritu de los infieles; segn otros, era el lugar de los mayores trficos. El Hach no consegua otro local. La operacin de la polica le brind la ocasin para quejarse de la injusticia cometida con su comunidad. Lo de la mezquita a m me daba igual. En cambio, sent por primera vez aquella maana que no estbamos en nuestra tierra, que Pars no era mi ciudad y que Francia nunca sera, por completo, mi pas. Los policas se volvieron a marchar como haban venido, dejando los enseres de la gente desparramados por la calle. Iban en busca de droga, slo se encontraron a un pobre hombre desvariando. El Hach recogi el libro, lo bes varias veces, se puso en cuclillas en una esquina, entre una tienda de comestibles y un caf, a leer el Corn en voz alta como si estuviera en un cementerio. No quera saber nada con nadie. Se meca, con la mirada despavorida, mientras recitaba los versculos. Ya no estaba ah, sino lejos de la Goutte d.Or, all en las montaas del Aurs o en ToziOuzou, su ciudad natal. Cual un mstico que hubiese perdido todo, ya nada le afectaba, salvo el libro sagrado. El entusiasmo por los descubrimientos se me haba pasado; yo haba crecido, y mis emociones aprendan la moderacin. En clase iba haciendo, como le deca el profesor a Madame Simone, progresos. Mi retraso no era tan grande. Segua cometiendo faltas al escribir, pero lea correctamente. Mi mayor desventaja era el uso de los tiempos. No me llevaba bien con la concordancia. Confunda las distintas etapas del pasado. No consegua

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localizar ni manejar todos los matices propios de una lengua a la que quera, pero que no me quera a m. Tropezaba con el imperfecto. Me daba cabezazos con el pretrito perfecto simple lo de simple era mera ilusin y el compuesto me echaba para atrs. En una palabra, reduca el conjunto de tiempos al presente, cosa completamente absurda. Entonces pensaba en el pueblo, en aquellos das en los que no ocurra nada. Esos das chatos, vacos, estirndose como una cuerda entre dos rboles. El tiempo era esa lnea recta tensa, marcada en el extremo inicial, en la mitad y al final por tres nudos, tres momentos en los que algo pasaba: los estados del sol. La vida era esos tres momentos en los que haba que pensar en sacar el ganado, comer cuando el sol estaba sobre nuestras cabezas, guardar el ganado cuando el sol se pona. Mi pasado era verdaderamente simple, lmpido, hecho de repeticiones, sin sorpresas, sin proezas. Yo me sumerga en ese tiempo sin agitarme demasiado. Al llegar a Francia supe que la famosa cuerda era una serie de nudos apretados, unos detrs de otros, y que poca gente tena tiempo libre para detenerse bajo el rbol. Mi padre nunca abandon el pueblo. Su espritu se haba quedado anclado all, para siempre. El tiempo era para l un artilugio para contar las horas de trabajo en la fbrica. Pero, en su fuero interno, era el tiempo del pueblo el que segua transcurriendo tranquilamente, sin demasiada agitacin, sin plantearle las preguntas embarazosas que a m se me ocurran a menudo. Me saba de memoria las conjugaciones de los verbos ser y haber, pero me confunda en cuanto trataba de utilizarlas en una frase larga. Al final, comprend que haba que desprenderse completamente de la tierra natal. Cmo conseguirlo sin incomodar a mis padres, sin renegar de ellos? No poda trazar una lnea y encontrarme de pronto en los meandros de un tiempo distinto. Haba algo que me retena; aunque yo me opusiera con terca voluntad. Estaba decidida a no extraviarme ms entre las conjugaciones. Pero el pueblo segua all; me envolva, merodeaba a mi alrededor, me provocaba. Los olores de la hierba y de las bestias llegaban a m. Yo me resista. Negaba esa presencia. Un da penetr en una iglesia, para dejar de sentir los olores del pueblo. Me escond en ella; y, sin embargo, no poda evitarlo: una mano mgica me devolva al pueblo y vea la cuerda, con los tres nudos, que una brisa ligera meca. Los rboles, siempre presentes, fieles al paisaje; las piedras siempre en el mismo estado. Y yo, de nuevo sentada bajo el rbol, esperaba fijando la mirada en algn rbol, ansiando verlo desplazarse, alejarse... Si llegase a ocurrir, me agarrara a una de sus ramas y me dejara llevar; pero el rbol no se mova. Su inmovilidad me provocaba con insolencia. Tena unas races profundas y muy antiguas. Podra pasarme la vida entera frente a ese rbol, y no se movera. Era lo propio de un rbol; sa era su funcin: retener la tierra. Si los hombres fuesen rboles, el pueblo no se hubiera vaciado en tan poco tiempo. Los hombres crean que la tierra los iba a retener, impedirles que se fuesen al extranjero; pero la tierra no retiene a nadie. Desde el fondo de esa iglesia sombra, escuchaba la letana de los nios en la escuela cornica, y, por momentos, perciba la cabeza del alfaqu que simulaba atender a la recitacin de la sura. De hecho, dorma. Incluso un ciego necesita cerrar los ojos para dormir. El sueo le invada el rostro; por la boca entreabierta le corra un hilillo de saliva transparente. Esta imagen llegada de tan lejos me dio un escalofro: era el tirn que necesitaba para dejar de perpetuar la presencia molesta del pueblo. Me pareca ridculo esconderme en una iglesia desierta donde ardan algunas

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velas. Fuera senta an ms la agitacin de la ciudad, el olor a gasolina, el ruido del metro y todo aquello que anulaba en m el recuerdo del pueblo. A partir de entonces me apliqu con rigor para llegar a dominar la concordancia de los tiempos. Hice ejercicios y dej de utilizar el presente. Me diverta porque saba que el da en que dejase de mezclar los tiempos habra abandonado, de verdad, el pueblo.

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A pesar de su buena voluntad, a Madame Simone le cost convencer a mi padre de que me dejase ir a clase de esqu. l no entenda aquello de una escuela fuera de la escuela; crey que era una artimaa para que yo abandonase la familia. Mi madre fue a preguntarles a los vecinos, que tenan hijos que iban tambin a clase de esqu. Mis padres no se quedaron del todo convencidos y cedieron de mala gana. Yo me haba convertido en una nia un tanto tozuda, nerviosa e impaciente. Quera saberlo todo, probarlo todo y sin perder tiempo. Para m, la nieve era una estampa de un libro de lectura. Tena que verla y tocarla. Nunca lleg a nuestro pueblo. Se la poda ver cubriendo la cima de las montaas, pero nunca baj hasta nuestros pies. Mi padre llam a Madame Simone y le pregunt si los chicos iban tambin. Las chicas estarn en un chalet, los chicos en otro, y yo estoy aqu para impedir que se mezclen. Haba mentido un poco. No dormamos con los chicos, pero estbamos la mayor parte del tiempo juntos. Lo ocurrido reforz en m el sentimiento de estar dividida en dos. Tena la mitad prendida an del rbol del pueblo y la otra mitad balbuciendo la lengua francesa, en perpetuo movimiento, en una ciudad de la que nunca vea ni los lmites ni el fin. Yo justificaba mi nerviosismo por los combates que libraban mis dos mitades. No me encontraba en medio, sino en cada uno de los campos. Era agotador. Me exasperaba cuando la situacin duraba demasiado. Durante las clases de esqu pens de nuevo en mi hermano y en nuestros juegos en el pueblo. De vuelta a casa ya senta nostalgia de aquella estancia en la montaa: el fuego de la chimenea, las canciones, las bromas, los juegos con los profesores... Aquel momento coincidi con el inicio del mes de ramadn. Por primera vez deba ayunar, ya no era una nia pequea. Mi madre me llam aparte y me dijo: Ya no eres una nia. Debes ayunar como nosotros. El da de la sangre puedes comer. Tambin tienes que cumplir con los rezos, como antes; si no, no te servir de nada el ayuno. La escuchaba, pensando en el trastorno que se avecinaba. Mis convicciones religiosas se haban desvanecido. Yo crea en Dios, pero no del mismo modo que mis padres. Le hablaba, de noche, un poco en bereber, otro poco en francs. Le quera y le peda constantemente que impidiese que mis mitades luchasen entre s. Necesitaba sosiego. Acept complacer a mis padres. Dejaba que me despertasen en mitad de la noche para comer antes del amanecer. Me lavaba los dientes y no consegua volverme a dormir. Me molestaban los ardores de estmago; me senta pesada y llegaba al colegio medio dormida. Al tercer da dej de ayunar y coma a escondidas. Mi padre no saba nada. Haba que evitar escandalizarlo y darle un disgusto. Trabajaba duro, con el estmago vaco y volva a casa agotado. Tena fe, de un modo inquebrantable. Una resistencia como la suya inspiraba admiracin. Lo que ms me gustaba, durante ese mes, eran las veladas, en las que la Goutte d.Or se transformaba en una almedina. La gente necesitaba encontrar un rinconcito que les recordase a su tierra lejana. Mientrs que yo me empeaba en olvidar el pueblo, los dems hacan lo imposible por reconstruirlo. Algunos seguan viviendo como si nunca se hubiesen ido de su terruo. Por desgracia, all donde iban, Francia les

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recordaba que no estaban en su pas. Para m, Francia era la escuela, el diccionario, la electricidad, las luces de la ciudad, el color gris de las paredes y, a veces, algunos rostros, el futuro, la libertad, la nieve, Madame Simone, el primer libro que le; imgenes apretndose unas contra otras... Un da, mientras enumeraba, acostada en mi cama, todas esas cosas, me detuve de pronto al or el ruido de una detonacin, seguido de un grito de mujer, prolongado y doloroso. Era el grito de una madre; le acababan de matar al hijo. Djelali: quince aos y algunos meses, guapsimo, con aquellos ojos verdes y el pelo negro rizado! Eran las nueve y diez de un domingo, 27 de octubre de 1971, cuando la bala atraves el corazn de un nio que jugaba a las mquinas en un caf de la Goutte d.Or. Yo no lo conoca mucho; lo vea en nuestra calle, sonriente, gastando bromas a las chicas, cantando los ltimos xitos de moda, hablando francs con un ligero acento meridional (haba nacido en Marignane). Era alegre, expresivo, optimista. Su cuerpo yaca sobre la acera, con una sonrisa incrdula en el rostro, y con la mano derecha cerrada, con unas monedas dentro; sereno, en paz y mirando el cielo como si una fuerza viva dentro de l interrogase a las grandes nubes que pasaban, indiferentes y altivas. Su cuerpo, corpulento para su edad, perda sangre que se mezclaba con el agua de la cuneta. Aquella sangre, de un rojo vivo, era inagotable. Corra con fuerza como si Djelali se hubiese convertido en manantial, transformando la desgracia de su muerte en milagro de los dioses, convirtiendo esa tragedia en la gracia de un da olvidado por el sol, con la risa dichosa interrumpida en un corazn desgarrado. La muerte de Djelali provoc muchas preguntas, como si fuese una membrana apenas visible, un velo en el que la inquietud se reduca a un silencio denso, demasiado pesado para reaccionar, demasiado violento de entender. La sangre segua corriendo; unas mariposas volaban sobre su cuerpo; un gorrin gris que volaba por all se detuvo y bebi una gota de esa sangre, y se fue cantando. Nios llegados de distintos puntos de la ciudad hicieron un corro alrededor del cuerpo y dieron varias vueltas, pidiendo a Djelali que se levantase y que se marchase con ellos a su tierra, donde no se asesina a los nios. Eran, sin duda, ngeles que acudan para transportar el alma hacia el paraso. All continuara la partida interrumpida, luego ira a baarse en el ro de agua pura; unas jvenes lo rodearan con sus brazos y sus risas. l sera, para ellas, su prncipe, su pasin y tendra todo el tiempo del mundo para jugar, amar y vivir. Cuando llegase la ambulancia, la polica y los bomberos, Djelali ya no estara ah; slo se encontraran con un charco de sangre, unas moscas y unos metros ms lejos el casquillo de la bala que haba atravesado el cuerpo del muchacho. El luto que guard todo el barrio no poda devolver al nio a su familia ni hacer que la justicia fuese ms equitativa, ni impedir que se escapasen otros tiros de escopeta. El luto era nuestro modo de hablar a un pas en donde algunos haban tomado por costumbre matar al extranjero. El entierro fue una inmensa manifestacin silenciosa, en la que brazos franceses llevaban, en alto, el retrato de Djelali y pancartas que denunciaban el racismo. Ese da alcanc, como por arte de magia, otra edad; haba envejecido unos cuantos aos. Ya no era la chiquilla maravillada por todo lo que descubra; era una muchacha golpeada en su corazn por la muerte de un nio que poda haber sido su hermano. Me salt algunos aos y me desprend de las estampas que me hacan soar.

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Pensaba, por supuesto, en mi hermano Driss. Pero a partir de aquella maana de domingo la vida tuvo un gusto amargo. Aprend el significado de la palabra racismo. En el colegio, cuando alguien no me quera, atribua el motivo a mi retraso; no al color de mis ojos ni de mi piel. Nadie me haba reprochado nunca el hablar bereber y tener el pelo negro y rizado. No lo hubiese comprendido. La muerte de Djelali me introdujo en un mundo ms complicado y ms duro. Algunos decan: Lo han matado porque era musulmn; otros: Lo han matado porque es argelino y la guerra de Argelia no ha acabado todava para algunos. A Driss lo envenen una mujer que quera hacernos dao. Eso fue en el pueblo. Aqu, de quin se vengaban al matar a Djelali? A quin iba destinada la desgracia? A su familia? A Sophie, su amiga? A la comunidad? Mi padre no se plante todas esas preguntas; decidi mudarse de all lo antes posible. Saba que a Djelali lo haban matado sin motivo. Era rabe y joven, guapo e insolente, expresivo y seductor. Y, de todas formas, los asesinos no buscan motivos. El miedo reinaba en el barrio. La Goutte d.Or era un coto de caza ideal para los que no queran saber nada con nosotros en este pas. Madame Simone, muy afectada por la tragedia, vino a vernos. Deca que estaba avergonzada porque en este pas algunos haban tomado por costumbre despreciar a la gente que no era como ellos, que no tena la misma religin. Llor y nos cont sus sufrimientos: Yo tena veinte aos durante la guerra; mi padre era mdico, fue denunciado por un compaero: l era judo. Le detuvo la polica que trabajaba para los alemanes y nunca lo volvmos a ver. Fue deportado a los campos de la muerte con decenas de miles de judos. Me explic la demencia de los hombres, el odio, el desgarrn de los corazones, el ensaamiento del mal. Cuando hubo acabado, yo le dije: Ahora comprendo! Mi ta es una racista! No es eso. Ella est loca. Desde luego, para ser racista hay que estar loco! Unos das ms tarde vino a buscarnos para que viese una pelcula. Espero que no sea de karate! En absoluto! Lamentablemente es una pelcula real. Lo que viste la primera vez era un juego. Los actores interpretaban un papel; simulaban. Lo que vamos a ver hoy es un documento terrible que muestra lo que el racismo hizo durante la segunda guerra mundial. Entramos en una sala que no era de cine. Haba muchos alumnos entre trece y quince aos. Madame Simone nos dirigi un pequeo discurso para avisarnos de la violencia de la pelcula y que tuvisemos valor para aguantar hasta el final. Si no lo soportbamos, podamos salirnos. Se apagaron las luces en la sala; reinaba un silencio inquieto y de plomo. Pasan, unas detrs de otras, alambradas negras, sobre una tierra de color blanco, por la nieve o por la luz. El cielo es de plomo como los vagones que arrojan cuerpos humanos con los ojos desorbitados, ojos llenos de cristalillos de lgrimas contenidas, habitados por el horror absoluto. Mujeres desnudas, sin carne alguna, intentan proteger una parcela de sus cuerpos. Hombres sostenindose apenas sobre los pies, avanzan hacia un agujero del que no saldrn jams. Nios a los que slo les quedan ojos caminan con los brazos levantados. Hombres y mujeres, de los que slo subsisten huesos, se amontonan en hangares en los que el nico punto

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iluminado es el de un horno. De nuevo, las alambradas. Una montaa de cabellos grises, negros y blancos. Otros vagones esperan para entregar su carga. Militares, como tteres mecnicos, gritan rdenes. Una bandera ondea por encima del campo. Est sucia; se llena de holln del humo. En el trozo de tela, cenizas; las de un ser humano quemado por ser de una raza. La bandera ondea torpemente, sobrecargada por el alma quemada de un hombre o de una mujer. Alambradas en la noche y sigue iluminando una nica luz, la de las llamas. Una fosa comn est llena de vivos y de yacentes. El cielo no se inmuta. Las nubes se han dispersado. Brillan, a pesar de todo, una o dos estrellas. La luna est en sus primeras noches. Calla como los hombres. Caen unos ojos. Unas manos descarnadas se agarran a un hierbajo o a una piedra. Los soldados se agitan. Demasiadas llegadas. Otros se detienen para dar de comer a la muerte que tiene una cara enorme; se lo traga todo. Unos hombres, vestidos con pijamas rayados, hacen cola por un cucharn de sopa negra. Saben acaso que van a morir quemados vivos en un horno o en una cmara de gas? Incluso el sol irrumpe. Un nio levanta la cabeza hacia el cielo y no comprende qu pinta el sol en ese infierno, en esos das funestos donde las brasas del odio son un volcn furioso que ningn cielo apaga. Los huesos, con infinita paciencia, se acoplan, se ensamblan y caen como ceniza ligera en una tierra ennegrecida por la maldicin, celadora del campo y de la demencia. Desarmados el alba, la aurora y el crepsculo; slo la noche extiende sus brazos, como palas, que arrastran los cuerpos olvidados, para asfixiarlos en el hueco de la muerte, carcomida por la hambruna y algunas palabras celestiales; una noche con vctimas intiles, horadando las miradas despavoridas. Un cro extraviado alza las manos como en un juego infantil y la muerte, veloz, ya lo ha domesticado. Nos mira. Me mira. Bajo los ojos. Mis lgrimas brillan. El rostro de ese nio est ah, en mis lgrimas. Se detiene la imagen. En la sala, slo silencio y oscuridad. Nadie habla. Noche y niebla. Aquel da, yo ya no tena trece sino mil aos.

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Nos fuimos de Pars, o, para ser exactos, de la Goutte d.Or Pars no era la Goutte d.Or, para establecernos en Yvelines. Para m eso era ya el fin del mundo, ms remoto que nuestro pueblo, ms ajeno que la montaa. Mi padre haba conseguido una vivienda social en una regin que se consideraba ya como parte de la campia. Haba rboles y prados verdes. Slo faltaban los escorpiones y la escuela cornica. Era una zona tranquila, demasiado tranquila para m. La angustia de lo ocurrido con el balazo extraviado en la noche se haba calmado un poco. Ya no pensbamos en ello como antes, pero nos enterbamos de que haban matado a otros rabes. Fue un verano sombro, con un calor funesto; un cielo cargado de humo negro. Era el verano del 73. Aprend las expresiones caza al hombre, caza al rabe, caza al moro, morango... Yo las iba anotando en una liberta, copiaba artculos de peridico: Abdeluahab Hemaham, de 21 aos, perdi la vida a manos de un joven francs en la zona vieja del puerto de Marsella. Said Aounallah, de 37 aos, ocho balazos en la cabeza y en el abdomen. Hammu Mebarki, crneo roto. Elyunes Ladj, tres balazos en la espalda. Said Ghilas, crneo roto. Bensaha Mekernef, crneo roto. Muerto el 2 de septiembre. Muzali Rabah, de 30 aos, muerto a balazos. Ahmed Rezki, de 28 aos, un balazo en el pecho. Muerto en la madrugada del 29 de agosto. Mohand Ben Burek, atado a una piedra de siete kilos, con las costillas hundidas y el hgado perforado. As fue cmo inici mi primer diario ntimo; nombres de personas, que yo no conoca, se iban incorporando, como en un cementerio. Los pronunciaba en voz baja, e imaginaba sus vidas. Una vida corta, interrumpida como una hierba que se arranca con violencia y a la que nadie importa. Yo les atribua rostros sonrientes, con un lunar en el pmulo y un hoyuelo en la barbilla. Los ojos eran unas veces negros, otras, azules. Se levantaban de la tierra hmeda y avanzaban hacia una fuente de agua pura. Unos rboles iban detrs de ellos, con las ramas repletas de objetos. Mariposas les indicaban el camino. Los hijos, ajenos a lo ocurrido, los esperaban en la puerta de la escuela. Una mano enfundada en un guante blanco los recoga, en un solo gesto, que se extenda a lo largo y ancho. Muertes gratuitas, aguaceros de verano. Muertes baldas, convirtiendo a esta tierra en una obscenidad. Muertes sin motivo, o si acaso, por el placer de suministrar a una parte de la sociedad la fealdad que necesita. Yo intentaba comprender. Abra el diccionario, pero no me enseaba nada. Los nombres apuntados en mi libreta resonaban en mi cabeza con machaconera. Por la noche, esos rostros, que yo dibujaba, se extraviaban a la entrada de la noche y de la niebla. Pasaban unos tras otros, como las alambradas; planeaban sobre otros cadveres. Un rastrillo los atrapaba de una dentellada, arrojndolos a una fosa comn. Ellos no se resistan, sino que se dejaban deshacer entre

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otros cuerpos desmenuzados. Yo oa la voz de Madame Simone que me peda que los salvase. Cmo era posible que estos cuerpos, derribados en verano, lejos de la guerra, se hubieran mezclado a aquellos otros cuerpos? Se haban encontrado con otras vctimas de rostro prximo, memorias lastimadas. En mi mente, el tiempo entre presente y pasado iba rpido, abola barreras, fechas y cualquier lgica. Para el Mal, yo haba escogido, desde el principio, a mi ta como punto de referencia. Ahora tena que incluir a los que haban quemado a los judos y a los gitanos, y, adems, a los asesinos de Djelali, Bensaha, Rezki, Mohand, Said, Ahmed, Munes, Hammu, Salah, Mohamed, Dhebar, Dehili, Kabali, Chuach, Ali, Omar, Abdellah, Nurdin... A mis trece aos y medio, entre las pginas del diccionario y las fugas y rebeldas, me preguntaba si no sera, tambin yo, origen y referencia del Mal. Mis padres no estaban satisfechos de mi comportamiento. Para ellos, yo era la esperanza y la clave de un mundo exterior. Les lea las cartas, les rellenaba los formularios, les explicaba el peridico, les serva de intrprete; me haba hecho indispensable, ya no dependa de ellos, sino que ellos dependan de m. Mi abuela hubiera dicho: Es el mundo al revs. Estaba en lo cierto. Mis sentimientos hacia ellos cambiaban. Yo llevaba en m demasiada fuerza, demasiada rebelda, como para no reprochar a mi padre que padeciese la vida, que trabajase como un animal, sacrificando su juventud. Por la noche me remorda la conciencia por alimentar tales sentimientos. Yo intentaba comprenderlo, pero, al da siguiente, le hablaba en francs, y esto lo contrariaba mucho. Era mi modo de mostrarle mi desaprobacin. l se daba cuenta de que sus resquemores se cumplan: me estaba perdiendo. Yo me alejaba de mis padres, me replegaba en m; dejaba de hablar y cuando abra la boca lo haca en un idioma extranjero; una madre hostil les secuestraba a su hija. El rapto estaba siendo un xito. Yo no dejaba de progresar en la escuela. Segua asistiendo a las clases especiales y progresaba a marchas forzadas, ms rpido que los dems, librando batalla contra mi pasado, enfrentando mi pas el que yo elaboraba en m, da tras da con mi tierra natal. Mi madre se haba trado de la aldea una especia de aroma tan fuerte que me arrastraba, con las manos y pies atados, a mi vida anterior. Yo lo haba vencido todo, o casi todo, salvo el condimento de clavo, que era ms fuerte que mi voluntad, ms violento que mi energa. Despide un perfume ambarino, agudo y persistente. Mi madre lo empleaba como especia en el taxin y como perfume; sola deslizar entre su ropa unos cuantos clavos. La casa apestaba. Por mucho que me tapase la nariz el olor me invada, me provocaba mareos, nuseas y, a veces, un fenmeno extrao: mi habitacin de Yvelines se desplazaba y se volva a colocar en medio de la aldea. Yo me quedaba encerrada en ella; no se poda abrir ni puerta ni ventana. Y a mi alrededor quemaban incienso mezclado con clavo. No es el perfume de la muerte, no es el olor ftido de un cuerpo enfermo; el clavo incluso da un gusto refinado a ciertas comidas; no, mi aversin se justifica por unas razones profundas, en donde esta especia, por su olor, cumple un papel determinante. Ese olor me transporta, incluso hoy, muy lejos, a los primeros aos de mi niez. He tenido que ahondar mucho en mi pasado para encontrar el origen de este rechazo. Hubo una poca en que mi ta no poda dormir sola. Era cuando su marido la haba abandonado para ir a trabajar a Francia. Por turno, mi hermano y yo dormamos con ella. Slo haba una cama y tenamos que estar pegaditos a ella. Me tomaba entre sus brazos y me pona la cabeza entre sus senos.

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Llevaba alrededor del cuello un collar de clavos de olor. La especia se me meta en la nariz. Yo tardaba en conciliar el sueo; y cuando ste llegaba me desvaneca entre aquellos efluvios, y me enfrentaba con los monstruos del bosque; estaba en los brazos de la mujer del ogro, que todava no haba mostrado sus dientes para despedazarnos y comerse nuestro hgado. Para ella, eso era un amuleto, un escudo contra el mal de ojo y los sortilegios del enemigo. Pero, de hecho, cunto poder habra de tener un ojo para alcanzar a una roca y causarle desgracias? Mis rechazos se me hacan cada vez ms evidentes. Adems de la especia, los dientes de oro. En el pueblo se deca que se llevaba la fortuna en la boca. Cuntas mujeres destrozaron su encanto al sonrer! Esos dientes de oro, brillando al sol, rompan cualquier pudor y belleza. Mis padres no tenan medios para permitirse unos dientes de oro. Las mujeres iban a la ciudad a un mecnicodentista, un sacamuelas, un chapucero, que les haca dao pero que deba de seducirlas con sus ojos de prncipe del desierto. Era ms conocido por su belleza que por los estragos que haca. Un da desapareci con la hija mayor del baj y no los encontraron jams. El sacamuelas era, en el fondo, un artista, un poeta aventurero, un seductor que abandon trabajo y familia para irse a vivir en la clandestinidad un amor prohibido. Esto lo redima a mis ojos; supe que muchas mujeres soaron con que algn da las raptase aquel hombre de ojos de carbn encendido. La tatuadora, que era comadrona tambin, se muri repentinamente el da en que deba venir a casa a dibujarme en la frente una fbula con un ojo abierto en el centro y un pez en la barbilla. Mi madre se qued muy contrariada; a m me daba igual. Slo ms tarde decid que esos dibujos en la cara no me gustaban. Mientras estuvisemos entre nosotros, en nuestra tierra, yo no tena nada que decir sobre esas costumbres. A las mujeres se las marcaba de ese modo. As se reconoca la cbila, el aduar, e incluso la familia a la que pertenecan. Puesto que yo haba podido librarme de ser marcada, y mi rostro pasaba desapercibido en cualquier lugar, no foment hacia ello una adversin tan acusada como hacia el clavo de olor y los dientes de oro. Todos mis odios se concentraban en mi ta; por eso yo la llamaba Cara estropeada. No s si es que no le supieron hacer los tatuajes o si eran sus muecas, sus tics y el asco que senta por los dems los que haban deformado los dibujos. Se le cruzaban en la cara lneas sin sentido; los puntos cambiaban a menudo de lugar. Su cara era movediza y el dao que causaba la haca ms movediza todava. Incluso mientras dorma se le mova la frente y la barbilla. Bajo la piel se libraba una batalla y slo ella lo saba. Nosotros evitbamos mirarla fijamente; no haba que dejar que sus maldiciones y sus dardos nos alcanzasen. Yo la miraba, con los ojos bajos, ms por miedo que por pudor y respeto. Un da me pidi amablemente que le ensease mi mano derecha para leerme las lneas. Le tend la izquierda, y la otra me la escond detrs. Supe, gracias a una aguda intuicin, que intentaba mezclarme las lneas de la mano derecha, para que no fuese yo la que encontrase el tesoro. En cuanto me tir de la mano, acercndosela a s, en la palma sent una quemadura. Sus ojos petrificados irradiaban fuego. Intentaba, de este modo, quemarme la palma de la mano derecha y borrar para siempre los caminos que conducen al tesoro enterrado por el tatarabuelo en la montaa, mucho antes de que llegasen los franceses a Marruecos. Yo me solt de ella y sal corriendo. Era la poca en que ella y yo no nos habamos declarado an la guerra. Pretenda que estaba prisionera de un destino turbulento y nos hablaba de un tal Jalil, un hermano de leche cuya visita esperaba desde haca muchos

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aos. Mi padre no estaba al tanto de su existencia; pero era probable; en nuestra tierra una madre no slo da de mamar a sus hijos. Jalil tena que llegar. Era el hombre esperado pero del que nadie conoca el rostro. Un da, en pleno invierno, un hombre cubierto por un velo, fatigado por la marcha, el hambre y el fro, pidi hospitalidad. Slo haba mujeres y dos nios en la alquera. Ni mi madre ni mi abuela se atrevieron a acoger a ese desconocido. Cara estropeada sali de su tugurio y nos dijo en tono conciliante: Faltara ms! No vamos a dejar en la calle a una persona de la familia. Es Jalil, mi hermano de leche. Le ofreci su habitacin y se qued a dormir con nosotros. Tena ojos claros y hablaba poco. Por su acento deba de ser del norte. Estaba cohibido, se excus varias veces por las molestias. Cara estropeada estaba satisfecha. Su sonrisa tena algo de victoriosa. Aquella noche me propuse no dormir. Simul y esper el menor gesto para abrir los ojos y asistir al espectculo. Yo nunca fui tonta, as que estaba convencida de que mi ta iba a realizar alguna fechora aquella noche. Aquel hombre no tena por qu dormir en casa. El hecho de que no hubiese desmentido la historia del hermano de leche confirmaba mis sospechas. En medio de la noche fui presa del pnico. Y si ese hombre era un ladrn armado de un pual? Y si no fuese ms que un aventurero en busca de mujeres indefensas? Y si era uno de esos individuos que roban nios para venderlos? Maldeca a mi ta por haberlo introducido en nuestra noche y estaba resentida contra mi madre por no haber reaccionado con energa. Todos dorman. Mi ta roncaba. La noche estaba tranquila, demasiado tranquila. Ni un solo ruido. Hasta las bestias callaban. Yo iba sintiendo en m un miedo que creca, me rodeaba, me envolva, me aplastaba con su peso. Senta que algo iba a ocurrir. No ocurri nada. Por la maana tena los ojos rojos e hinchados. Caminaba tambalendome. El desconocido se haba marchado al salir el sol. Dej sobre el camastro un talismn atado a un cordel. No sabamos cmo interpretar esa seal. Segn mi ta, l volvera. Mi abuela dijo: La prxima vez, dormir en otro lado. Mi madre, por miedo a provocar los sarcasmos de Cara estropeada, no dijo nada. Yo, medio dormida, dije: Ha pasado un hombre. Un hombre cubierto por un velo. Es un desconocido. Debe de ser portador de un secreto. Hay que desconfiar de la gente silenciosa. Propongo que tiremos el talismn al arroyo. Si se queda en la superficie del agua es que es benigno; si se hunde es que est cargado de desgracias. Mi ta, por una vez, me hizo caso. Se apoder del talismn y se fue. Yo la segu. Al llegar al manatial se escondi detrs de unos matorrales. Yo me sub a un rbol. Ella no me vio; esperaba. Yo tambin. El hombre, que apareci de pronto, no iba cubierto por un velo. Le dio una bofetada muy fuerte a Cara estropeada, que se ech a sus pies y los bes. l segua golpendola, insultndola: No eres digna ni de ser una vbora; no eres nada. El nio sigue ah, sano, y me sonrea como si se burlase de m. As que, qu vas a hacer? Ella estaba de rodillas, con la cara pegada a los muslos del hombre. Haca movimientos extraos alrededor del bajo vientre. Eran besos y caricias. El hombre no deca nada. La dejaba hacer. El matorral era tupido y yo no llegaba a verlo todo. El hombre lanz un grito de alivio y se fue, dejando a Cara estropeada tirada en el suelo, con el cuerpo sacudido por convulsiones. Sent placer al sorprenderla, tirada en el suelo, abandonada sin ningn

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poder, desgreada, con los ojos hmedos. Estaba avergonzada. Al verme se dio la vuelta y se incorpor con esfuerzo. Me insult: Qu haces ah, escorpin negro? Nada. Vine para buscar el talismn y tirarlo al agua. Qu has visto? Nada. No he visto nada. Te he seguido; me he perdido; eso es todo. Lo has visto, verdad? A quien? A mi hermano, mi prncipe, mi hombre, mi esperanza. No, no he visto a nadie. Mi padre, mientras vivi, me prohibi ver a Jalil. Es un sabio, un gran conocedor de las plantas. Cura a los enfermos. Da esperanza a los desahuciados. Por eso yo lo vea a escondidas. A l no le gusta verme. Vive en el sur en un morabito. La gente acude a consultarlo de todo el pas. Tiene un don. Ya vers, ser un santo. Por qu me contaba todo aquello? Ella saba que yo los haba visto. Me dio el talismn y buscamos un arroyo. All tir el talismn. Se mantuvo unos minutos en la superficie, soltando un color negro, mezclado a unos trazos rojos y se hundi en el fondo del agua. Esto es una mala seal dije. Ella asinti con la cabeza: Tienes razn. Mala, seguro, pero para quin? Para aquel o aquella a quien est destinado. Y, segn t, esa negrura que soltaba, no ser la de tu alma? No sientes que ests perdiendo un poco de tu aliento? No te ests vaciando? Respndeme. Me estaba provocando. Yo decid ser tan fuerte como ella y adopt su mismo tono: Y ese hilillo rojo que rasga la negrura, no ser un poco de tu sangre? No crees que ests perdiendo en estos momentos tu sangre? Mrate bien las manos, las piernas, la nariz. Mrate en el agua. Vers lo plida que ests. El agua se mueve. Y tu cara se estropea, y estropea esta agua pura. Si te quedas mucho tiempo inclinada contemplndote, el agua se va a ensuciar con tu imagen. Para qu hablar de tu alma? Habita y envuelve tu cara, en donde nada est en su sitio. Ella se senta ultrajada, estupefacta. Y yo lo estaba ms todava. Yo slo era una chiquilla, pero senta que una voz hablaba dentro de mi cuerpo. Esa voz vena de lejos. Era la de un anciano, un sabio, un personaje que haba vivido haca mucho tiempo y que, desde el fondo de su tumba, segua hablando. Yo captaba su palabra y la transmita sin saberlo; yo me estaba enfrentando a esa mujer temible. Era la nica en mi familia que poda hacerlo. Era un don que se encarnaba en m de vez en cuando; todo cambiaba en m. Cara estropeada se descompona bajo mi mirada. En el fondo de ella, a pesar de su rabia y de su ira, tena cierta consideracin hacia m. Yo era una adversaria a su misma altura. Esa noche tembl de miedo al pensar en todo lo que le haba dicho. Por supuesto que no pensaba explicarle que era slo una mensajera, una voz dentro de otra voz, un siglo comprimido en diez aitos. Me recorran escalofros por el cuerpo y buscaba una pradera para dormir y soar. Sobrevolaba un campo de amapolas y otro de girasoles abiertos, luego, un campo de trigo verde; me posaba como un gorrin sobre las ramas de un rbol cargado de fruta. Se alejaba el miedo; se colocaba en la lnea del horizonte justo para darle tiempo a cantar al rbol y a las plantas. Esos paisajes no me traan el sueo, al contrario, me sobreexcitaban y

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senta vrtigo. Abra luego los ojos en esa noche negra, donde no brillaba ninguna estrella. Las tinieblas me devolvan la negrura del talismn tirado al agua. La noche era cmplice de Cara estropeada. Me maltrataba, me daba tirones, me empujaba hacia la oscuridad hasta penetrar en una pesadilla, pues mi pradera perda sus colores, sus flores, su color verde; se converta en una ilusin, una roca gris con algas muertas y moho. Al poner los pies sobre lo que crea era una alfombra de amapolas, resbal, arrastrada por un soplo violento, perd el equilibrio y me encontr en el punto de partida; empujada por una mano metlica y reiniciaba la maniobra al infinito. A causa quiz de esas imgenes que poblaban mis noches en la aldea, me convert en alrgica al sueo durante algn tiempo. En cuanto cerraba los ojos, todo ese mundo lgubre se pona en marcha para hacerme revivir los espantos que mi ta diriga desde el fondo de su camastro, rodeada de escorpiones cados en cuencos de agua, y de serpientes que ella amaestraba, amontonadas, por el momento, en un viejo acuario adquirido en el mercadillo de la ciudad, justo despus del terremoto; lo que explicara los vidrios quebrados y pegados con una especie de engrudo gris. Eso es el miedo: la presencia de una cosa tentacular, no visible y que golpea a ciegas sin motivo ni descanso. Esa cosa me mantena despierta, a la vez que me prometa un sueo profundo. Ella me arrojaba, luego me rescataba hasta atontarme y confundir el da con la noche. La cosa, que yo llamaba perro de mar, lobo estepario, zorro de los terrenos yermos, corra por las tinieblas, seguida por un soplo fro que me provocaba temblores. No volvimos a ver al hombre cubierto por el velo. Un mes ms tarde mora Driss.

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Tena quince aos y muchos recelos al volver al pueblo. Nos esperaban la abuela, los primos y los vecinos. Algunos se crean obligados a decir una frase o dos, impregnadas de fatalismo y de perdn, por lo de mi ta desaparecida para unos, muerta ahogada en un pozo, para otros, rescatada por Satn que la haba enviado a este pueblo para sembrar el desorden y hacer el mal. Mi padre no deca nada, saludaba a la gente y beba t mirando el horizonte, una tapia baja que rodeaba el cementerio. Mi madre lloraba en los brazos de las mujeres. Yo miraba todo como una forastera. No soltaba ni una lgrima; observaba a los muchachos, intentando encontrar alguna mirada que me hiciese soar. Aquel da descubr la indiferencia. Yo no estaba all y a m no llegaba ninguna voz. Estaba en el aire o quiz sentada sobre una alfombra que planeaba sobre las cabezas tan huecas y yermas como el valle. Pero esas mentes no tenan ni siquiera recuerdos, lujo al alcance de cualquiera en aquellas noches de invierno. Supe que la indiferencia era una variedad del entendimiento para dominar lo invisible; una lucecita interior que me mantena alejada de los cotilleos y de los gestos intiles, dictados ms por hipocresa que por un deseo real de decir algo autntico y sincero. Vea a mis padres caer en la trampa de esos encuentros, en los que cada cual se situaba de modo que fuesen vistos mejor por los que venan del extranjero, los que se haban ido a hacer fortuna y volvan cargados de maletas, de paquetes y de objetos de todas clases. Me daban lstima; luego la lstima se desvaneca y se reduca a nada; ni siquiera el deseo de decirles mi rebelda, de hacerles partcipes de mi asco y de mi extraamiento. Cuando la gente se diriga a m simulaba que no comprenda y me enfrentaba a ellos con mi mutismo y, a veces, una sonrisa propia del que se burla de todo y cuyo corazn est lejos del polvo gris, lejos de aquellas caras tristes y vacas. Si insistan les deca cualquier cosa en francs; me senta lejos y los quera situar an ms lejos de m. La primera noche me negu a dormir en aquella yacija dura, apestando a orina, a sudor y a clavo. Sal afuera, envuelta en una manta trada de Francia y dorm a cielo abierto como si acampase con los compaeros, cuando bamos a clase de esqu. Todo habra de quedarse suspendido entre ellos y yo. Ellos estaban siempre en el mismo lugar, sentados sobre una piedra o un taburete, mirando el horizonte de las colinas azules, rezando sus oraciones, a horas precisas, tragando el tiempo a pequeas bocanadas, con sabor neutro, ni azucarado ni amargo. Pero el tiempo tambin los abata, enterrndolos cada da un poco ms en esa tierra que se desmoronaba y descenda hacia abismos insospechados. Y all estaban, fieles al da, fieles a la espera. Pero, qu esperaban de esas montaas de piedras donde ya nada tena vida? Aquellas rocas de la espera y del olvido deban de fascinarlos, seguramente. De ellas brotarn otras vidas, otros destinos armados con piedras, matas de hierba seca, rabia y locura. Las montaas los vigilaban; los vean da y noche, sin impaciencia, sin perder ni un pice de su muda violencia. Ellas tambin esperaban. Los ltimos pjaros hambrientos abandonaron aquellas cimas, llevndose en sus patas un trocito de roca blanca, desamparada por la vida. Se iban a otro lugar donde los hombres no esperan sentados sobre los sacos de

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cebada, escrutando el cielo; donde las mujeres trabajan, cantan y ren. Aqu, el menor ruido era portador de vida: un crujido de hoja, el ruido de un cencerro, el maullido de un gato rabioso que se confunda con el de un recin nacido, el trueno, el crepitar de las brasas, el resplandor del fuego... Nada haba cambiado y, sin embargo, todo me pareci muy viejo y muy nuevo. Mis ojos ya no eran los mismos, haban visto otras cosas, otras imgenes se haban estampado en ellos, otros rostros se haban infiltrado. Llevaba en m tantas cosas nuevas que mi mirada no poda ser ms que despiadada. Esta vuelta a casa fue una prueba dolorosa. Conoc el hasto y el aislamiento. Yo me haba parapetado tras un mundo al que nadie tena acceso y yo tambin me puse a esperar. Esperar el final de las vacaciones para retomar la carretera y marcharme sin darme la vuelta ni regresar jams. Ella tena unos ojos negros en forma de almendra, una piel tersa y mate, viva aislada desde el da en que, tras unas fiebres muy altas, se qued muda. Ya no poda hablar. Los ojos eran los nicos que la mantenan viva. Miraba el mundo y no le gustaba. Tenamos aproximadamente la misma edad, pero no nos conocamos mucho. Al llegar, yo la haba percibido; estaba en un rincn, sola, envuelta en sus ensueos. Me dirigi una mirada cmplice. No le prest atencin. No tuve la paciencia suficiente para leer en sus ojos lo que quera decirme. Y, sin embargo, pens en ella; no la inclua en mi indignacin contra los que se quedaban sentados contemplando el horizonte. No me sorprendi que viniera a sentarse a mi lado y deslizase sus piernas bajo mi manta. Me mir; yo le sonre; ella se ri. Se apret contra m como si buscase mi proteccin. Sent su cuerpo frgil temblar de fro. Nos quedamos un rato apretadas la una contra la otra como dos hermanas, dos hurfanas desamparadas. Yo no dije nada. Vi que se le cerraban los ojos. Dorma. Una inmensa tristeza cubra su rostro. La sostuve en mis brazos como a una nia perdida, pero confiada. Al rato, se despert. Ya no estaba tan triste. Me mir detenidamente durante un momento: el rostro se le volva colorado y crispado por el esfuerzo. Quera hablarme e intentaba soltar una palabra. Despus de unos minutos, brot la primera frase: No soy muda. Me llamo Safia. Lo repiti varias veces y se puso a llorar. Yo la consol: Es maravilloso; ests curada; has recuperado el habla... Qu va! Nunca la perd! Tartamudeaba, confunda las palabras, se pona nerviosa: Yo, enferma? S, enferma, s. Lo de la fiebre es verdad. Pero despus de la fiebre decid no hablar ms. Y por qu? No tena nada que decir. Me hablaba a m misma en el campo, a solas, creo, para no olvidar las palabras. T eres la primera persona con quien he deseado hablar. Me tom la mano y admir el reloj que llevaba en la mueca. Qu bonito! Aqu nadie tiene un reloj como el tuyo. No hay necesidad. Hblame, cuntame de Francia... Desde que os fuisteis, todos los das pienso en vosotros. Qu suerte! Has aprendido a leer y a escribir. Sabes muchas cosas. Le cont nuestro viaje, la llegada y nuestra estancia all. Ella me escuchaba, maravillada. Le cont tambin el racismo y la muerte de

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Djelali. Ella no entenda. Luego, tras un momento de silencio, se apret contra m y me dijo: Me llevis con vosotros? Sueo con marcharme de aqu, separarme de toda esta gente. Esta gente o este pas? Slo la gente. Sabes que no es posible. Necesitas un pasaporte, una autorizacin de tus padres... No. Me voy con vosotros, pero escondida. Es imposible. En cuanto percibi que alguien se acercaba de lejos, se call. El dejar de hablar es lo mejor que haba encontrado para escapar a la familia. Y menuda familia! Hasta en la ciudad se saba la reputacin que tenan. Como para convertir a una nia, no slo en muda, sino tambin en sorda y loca! El padre era un campesino al que le haban correspondido, una tras otra, varias herencias. Tena tres mujeres y veintisiete hijos (una decena de ellos muertos a muy corta edad). Todos vivan en la misma granja. El padre haba ido tres aos seguidos a La Meca y distingua mejor a sus vacas que a sus hijos. A pesar de cumplir con los preceptos, se haba casado con dos mujeres que eran hermanas; el caos se complicaba, pues los hijos eran hermanos y primos a la vez. La alquera era un patio inmenso un patio de los milagros rodeado de viviendas. Durante el da, la granja se converta en un teatro donde lo nico que faltaba era pblico. Haba, sin embargo, una espectadora, la pequea Safia, que asista, muda e impotente, al desarrollo de aquel desorden violento y loco. Chiquillos sucios y mal vestidos arrancaban de un manotazo el bonete al primer visitante que apareca y jugaban con l como si fuese una pelota. Las nias, igualmente sucias, se lanzaban entre s unos gatitos, como si fuesen muecas, mientras la gata maullaba hasta ponerse rabiosa. Las mujeres se peleaban salvajemente por una cacerola o un cubo de agua hasta que llegaba el seor de la casa, que se sacaba el cinturn y se pona a zurrar a diestro y siniestro. Unos adolescentes perseguan a sus hermanastras al granero y las obligaban a ensearles los pechos. Las madres pegaban a sus vstagos con furia. Cuando los nios no se peleaban, estaban cometiendo alguna trastada con una de las abuelas; en particular, una anciana que ya no vea y que empujaban a una zanja llena de barro; a veces corra la sangre. Nunca haba paz en esa casa de todas las locuras. se era el motivo por el que Safia haba optado por el silencio absoluto, mientras esperaba la primera ocasin para escapar de ese infierno. Al padre se le iba la situacin de las manos; los dejaba a su aire y slo intervena cuando le ataa algo directamente. Mi ta tena amistad con una de las esposas, a la que prodigaba consejos e incluso algunas hierbas para mitigar la vigilancia de las otras dos mujeres. Mi madre saba todo aquello y nos prohiba que fusemos a la granja de la locura, como ella la llamaba. Afortunadamente, estaba del otro lado de la colina. Safia, pegadita a m, me suplicaba que la ayudase. No tena con quien hablar, en quien confiar. La nica que la quera era su abuela ciega, pero empezaba a perder la memoria y la confunda con otra. Ella le susurraba al odo que haba perdido la voz, pero no para ella. Durante mi estancia, Safia vivi en casa. Nadie se preocup por su ausencia. El tiempo transcurra an ms lentamente que antes. Le regal mi reloj a Safia. Llor de alegra. Me pas toda la tarde ensendole la hora. Al final del da me deca la

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hora cada quince minutos. Por la noche fui a ver a mi abuela; estaba sola, comiendo. Tena la memoria intacta todava y muchas cosas que contarme. Despus de que te fuiste, la vaca que nos daba leche en abundancia, te acuerdas, verdad?, la que te reconoca y slo dejaba que la ordeases t, esa vaca adelgaz y ya no ha dado ms leche. En cuanto nos acercbamos nos daba patadas. Era tu amiga y t eras su protectora. No pudo soportar tu abandono. Tuvimos que desprendernos de ella. Ah, y otra cosa ms!: lo de tu ta nos ha perjudicado mucho. Creo que, de hecho, t eras su objetivo; ella no pensaba que aquella noche Driss cenara. Dios la ha castigado, a ella en la tierra; y a nosotros, all, nos har justicia. Has crecido y has cambiado, mi nia. Donde vayas sers la hija de tus padres y de esta aldea. Aprenders idiomas y pases, pero tu lugar de nacimiento, la tierra que te ha acogido, el techo que te ampar, la gente que te ha querido, las manos que te tomaron para darte de mamar, el viento que te dio frescor en verano, el rbol que te procur sombra, todos ellos, nunca te olvidarn. ste es tu pas, ste es su semblante. No creas que por estudiar te desprenders de l. Tus races estarn siempre aqu, ellas te esperan, ellas ofrecern su testimonio, en tu nombre, el da del juicio final. No confes en las apariencias, en las imgenes y los reflejos del agua. Todo eso pasa. Slo te quedar, en un rinconcito del corazn, la tierra en la que viste el da. De Dios somos y a Dios volveremos. Y adems, Dios es tambin la tierra, estamos en esta tierra, en sus colinas, en sus montaas, y a ellas regresaremos. Ve, mi nia, vive y estudia, lee, aprende las cuentas y los mares, aprende el movimiento de las estrellas, ve a buscar el saber, aunque se encuentre del otro lado del continente, pero nunca olvides de dnde vienes y no hables nunca mal del lugar de tu nacimiento. Quirelo y resptalo como a tus padres. Por mucho que hagas, que vayas al fin del mundo, nunca llegars a cambiar de sitio este lugar ni lo hars ms hermoso, ms clemente de lo que es. Como ya sabes, yo no s leer ni escribir y tu madre tampoco. Eres la primera nia de la cbila que ha ido a una escuela, y no a cualquiera, sino a la de los cristianos. Pero ni tu madre ni yo estamos vacas. Sabemos otras cosas que no te ensearn all. Nuestras manos, por ejemplo, son ms cultas que nuestras cabezas; nuestros pies conocen unos lugares que ningn libro describe; nuestra piel guarda la memoria de mucho sol y lluvia; nos bastan los sentidos para reconocer lo nuevo de lo antiguo. Nuestra escuela es la naturaleza, lo que nuestros antepasados nos han transmitido durante su larga estancia aqu, en esta aldea encajada entre dos montaas. Y ste es mi ltimo consejo: desconfa de las mujeres que quieran leerte las lneas de la mano. Ven en calma, sin darte la vuelta! Te doy mi bendicin! Yo mantena los ojos bajos mientras la escuchaba. Le bes las manos y, sin decir nada, me qued dormida en sus brazos. Por la noche volv a pensar en Safia, sin saber cmo darle nimos para que permaneciese all sin hundirse en la enfermedad y la muerte lenta. Algunos das ms tarde la busqu para decirle que me iba sin ella. Haba desaparecido. Nadie haba notado su ausencia. Quince nios, entre hermanos y hermanastros, se pusieron a buscarla. Unos se dirigieron hacia la montaa, otros hacia el valle; yo me dej guiar por la intuicin. Tena el corazn encogido; saba que esta fuga no era un simple paseo durante el cual ella se hubiera extraviado. Me dola todo el cuerpo. Por la noche haba soado que ella viajaba feliz en un barco que avanzaba hacia tierra firme como una carreta y se rea con una risa irritante. Me

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dirig hacia el pozo y la llam por su nombre. Solo recib el eco de mi voz. Fui a ver del lado del cementerio. All estaba sentada sobre la tumba de Driss. Sin asombrarse al verme, miraba el horizonte y no deca nada. Me acerqu a ella, cog su cara entre mis manos e intent leer en sus ojos. Estaban vacos como una casa abandonada. Tena las manos fras. Le habl; se qued impasible. No slo se haba vuelto muda otra vez, sino que ya no oa. Le dije todo lo que me haba dicho mi abuela la vspera. Su rostro no se mova. Nada llegaba a ella. La vida la abandonaba lentamente y ella esperaba el desenlace sobre la tumba de un nio que habra podido ser su amigo, comprenderla y llevarla lejos, muy lejos de este pueblo.

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Un caballo tuerto, con alas de papel, da vueltas en un patio de un palacio de arena. Un nio, a veces, cabalga sobre l; otras, un gaviln gigante. De vez en cuando, el caballo se yergue para saludar a un prncipe annimo que ha encontrado refugio en un casern donde no pasa nada, donde unos soldados espaoles esperan, desde hace ciento dos aos, que alguien les explique por qu estn encerrados entre esas murallas, izando la bandera cada maana y montando la guardia, por turno, frente a la arena, frente al mar, frente a montaas yermas donde ningn hierbajo crece, donde slo las piedras se amontonan hasta formar una roca que se disgregar en las prximas lluvias, siempre que sean diluvianas, ocasin nica para que estos soldados se sientan tiles, saquen sus palas y despejen el casern convertido, durante un da, en lugar donde el tiempo se detiene, donde los informes se redactan y envan, en diez copias, al estado mayor de Andaluca, que recuerda que tiene un batalln en la otra orilla del Mediterrneo, que vela por su presencia ilusoria. Pero ningn oficial haba previsto que un da esos hombres fabricaran unas alas y las pegaran a un pobre caballo tuerto y medio loco. Los soldados, de tanto vigilar el mar, uno tras otro, estn perdiendo la razn. El extremo aburrimiento y la belleza se han unido en esta pennsula ocupada por Espaa. Bads est al nordeste de Marruecos. Mi aldea al sudoeste. Y, sin embargo, hoy los confundo en una misma imagen, un recuerdo remendado con hilos de colores diferentes, pero que ofrecen el mismo aspecto, el de sentirse intiles, sin ms ataderos que los que penetran en la tierra y se adentran en ella hasta extraviarse. Yo era el caballo loco y el nio que cabalgaba sobre l; la isla y la muralla, el tedio y el vaco, la belleza de la tarde y la eternidad de las piedras. Yo daba vueltas como una loca en la aldea durante la ltima noche, vspera de nuestra partida. Ya no me quedaban certidumbres. Iba y vena; custodiaba la aldea, vigilaba los caminos, contaba los muertos del cementerio, marcaba los rboles, recorra las casas, una por una, interrogaba al cielo e intentaba localizar no tanto a mi estrella como a la del hombre que acudira a salvarme. Estaba prisionera de mi propio cuerpo en el que el deseo, ese extrao calor que estremece, naca en m, me turbaba y luego se iba. Me quedaba horas y horas esperndolo. Haba que soar, despegarse de este lugar estril donde ni un solo hombre era capaz de calmar este calor en el vientre y en la cabeza. Soaba y volva a ver al extranjero que me haba dado la flauta. Lo miraba con descaro, pasndole la mano por la barba, pero al verlo de cerca se le cambiaba la cara. No era la de aquel joven, sino un rostro cualquiera de un vecino, de la edad de un abuelo. Comprend que ese calor no lo provocaba la presencia de un hombre, sino la naturaleza que se volva clida y an ms misteriosa por la noche. Era la noche la que provocaba en m ese sentimiento confuso, esa emocin inacabada. La noche y el viento, el ruido de los rboles y el silencio de las colinas. Ningn hombre vendra a tomarme en sus brazos y acariciarme la cara bajo el rbol en esa larga noche clida. Ninguna mano sabra calmar ese deseo de encontrar un ser para olvidar y dormirme en l, confiada y feliz en sus brazos. La imagen del caballo tuerto me obsesionaba. Alguien le ha hincado la bandera espaola en la nuca y lo ha soltado en el patio. Se cae, se levanta y contina su carrera. De nuevo se cae y no se levanta ms. El

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caballo est cansado y yo no s qu hacer con la imagen del pobre animal tendido de costado, babeando, llorando por un solo ojo. Aparece la pequea Safia. No s cmo ha conseguido correr el velo y penetrar en el interior del castillo de arena. Se acerca al caballo, le acaricia la frente. Con mano enrgica le arranca la flecha hincada en la nuca. Intenta ponerse en pie, sufre. Lo acaricia de nuevo y le murmura algo en la oreja. De golpe se yergue sobre las patas. Safia se sube a un montn de piedras y se monta en l. Da una vuelta, se detiene y desaparece en la bruma de la madrugada. Me qued aliviada. Safia haba encontrado un compaero, un pas y un sueo. El caballo ya no era un juguete de una cuadrilla de estpidos, aislados en un casern donde no ocurre nada. Yo poda, pues, marcharme, dejar la aldea y pensar slo en la casa donde nac, donde se ahondan mis races y un da darn una flor o una planta que curar la melancola. Volv a pensar en lo que me dijo mi abuela, pero no saba cmo retener un puado de tierra de este pueblo, guardarlo en m, como refugio o como deber ante mi cbila. Cmo hacen los dems para preferir su pas a cualquier otro lugar? Por qu mis padres siguen, an hoy, anclados a esta tierra? Yo estaba como Safia, mora en deseos de irme a donde fuera. Ahora mis ilusiones han cambiado. Regresaba a Francia; no tanto para aprender a vivir como para aprender a amar. Mis padres tenan grandes esperanzas de verme cambiada despus de este regreso al pueblo. Teman, con muda inquietud, el momento en que me llegasen las conmociones propias de la vida de un adolescente. Tantas muchachas de mi edad se haban perdido entre fugas y suicidios porque un buen da el padre haba decidido que regresasen al pueblo para casarlas. La crnica de nuestra comunidad estaba llena de este tipo de violencia. Yo lo saba, y tambin estaba convencida de que mis padres nunca me haran padecer semejante brutalidad. Yo ya no intentaba provocarlos, sino que me abandonaba al azar del destino. Me atraan las situaciones difciles, pero no las buscaba. A los quience aos no se piensa en la vida; a uno le gusta soar, construir monumentos con seda o muselina, y luego quemar todo para volver a empezar al da siguiente. El rostro del amor habra de asomarse al mo y llevarme lejos de esta ciudad, que se pareca cada vez ms a un gran almacn cerrado por quiebra, con los cristales rotos por donde se colaban los gatos para copular sin ser estorbados. Unos grandes almacenes abandonados o un solar plantado de bidones y cisternas; de ah, con certeza, nunca procedera el amor. Ni siquiera pasara por esos caminos de polvo, donde las luces se apagaban como en una prisin para dejar dormir a las cosas. El amor habra de tener un rostro como el tiempo, la melancola o el miedo. Yo viva con ese rostro an intacto. Alimentaba en m una certidumbre: el da en que me enamorase sera con tal pasin que ese amor rondara la muerte y sembrara desorden y locura. Yo estaba poseda por esa obsesin y no me sorprenda la intensidad de este designio. El rostro virgen e inmaculado esperaba en el fondo de alguna de mis artimaas; sabra esperar. La idea de enamorarme un da me bastaba, me colmaba y me acompaaba por donde iba. Eso ya era amor. Entonces me sorprenda a m misma, mientras me entretena en adjudicar facciones a aquel rostro, preguntndome, mientras vea vivir a mis

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padres: habran estado enamorados? Lo seguiran estando? Hubo alguna vez pasin entre ellos? Se amaron a escondidas antes del matrimonio? Comentan entre s el cario que se tienen? Al plantearme estas preguntas me senta ridcula, molesta por semejante impudor, por semejante curiosidad, improcedente en nosotros. Esas preguntas no se hacen, ni siquiera a uno mismo, en silencio. Esta relacin es clarsima: un hombre y una mujer que proceden de la misma cbila, que hablan el mismo idioma, observan las mismas costumbres, se aman profundamente. El amor que sienten el uno por el otro es natural, tan claro como la luz del da que despierta al nio dormido; tan sencillo como el pan que mi madre amasaba en la aldea, tan suave como la brisa de la maana que roza mis brazos desnudos, tan necesario, tan importante e impensado como la respiracin. Este amor es nico. No se habla. No se describe. Existe y queda fuera de las palabras. Vive envuelto en su eternidad, en su inmortalidad. Cualquier mirada que se detenga en l e intente hacerlo hablar ser una intrusa, una mirada inoportuna, pues va cubierta de impudor y de vergenza. Mi padre y mi madre podran haber sido primos, pero se conocieron porque eran del mismo aduar. Sus familias pertenecan al mismo clan. All la palabra amor no se propagaba. Estaba reservada para los que haban escogido el mal camino, ya fuese mujer u hombre. Fulana ha cado con un hombre. Se trata de cada y de degradacin. El amor no es un espectculo. No hay que ir cogidos de la mano en pblico. El hombre saluda a su mujer estrechndole la mano. El beso en la frente o en la mejilla jams se da ante el otro, ni siquiera ante los propios hijos. No recuerdo haber visto a mi padre darle un beso jams en la cara a mi madre. Y, sin embargo, su amor es slido; su fuerza reside en esa belleza interior, discreta y jams nombrada; todo l est contenido en un gesto: los ojos bajos. El amor que yo habra de conocer sera, por supuesto, diferente. Ni estable, ni eterno, sino fulminante. Su rostro enseguida se dibuj, me invadi intensamente, ocup mis das y mis noches, pero jams lo vi. Cmo haba podido acomodarse en m esa imagen, hasta el punto de convencerme de que, tras ella, haba un cuerpo, un nombre, una hermosa historia? Qu haba hecho yo para que me alcanzase de esa manera el rayo de una luz violenta, guindome por los caminos del amor? Buscaba a mi alrededor e intentaba localizar esa cara y sus facciones, a veces se me olvidaban. Ya no saba si tena los ojos azules o verdes, si su frente era ancha o estrecha, si en cada mejilla tena un hoyuelo, o slo en la barbilla. Si tena el pelo rubio o castao... Imagen cambiante, rostro turbador, pero la misma mirada, serena, apacible; y, en el fondo, a lo lejos, una llama viva. Aquel hombre, aquel apuesto desconocido, no exista. Mis ilusiones, mi imaginacin me ayudaban a abandonar las paredes de cemento del edificio donde vivamos. Yo era, al fin y al cabo, una vctima complaciente, feliz con esos instantes abrasadores, y triste por tener que volver a mi cuartucho, donde nacan y se esfumaban las figuras de mis pasiones efmeras. El juego me gust hasta que descubr que el rostro del amor es una mscara de cera, que, olvidada, por descuido, en una de las incursiones al pueblo, se derriti lamentablemente con el sol de mi tierra. Ese rostro desdichado no estaba hecho para vivir en mi pas natal. Habra perdido, poco a poco, sus facciones hasta achatarse y hacerse imperceptibles. Slo los ojos, quiz, mantendran su luz. No tengo, pues, ms remedio que renunciar a este juego y aprender de

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nuevo a mirar a los seres vivos sin intentar saber si corresponden a la imagen que forj en el fondo del corazn. Tena la mente agotada. Senta mareos. Decid, pues, dedicarme por entero a los estudios, tanto ms cuanto que segua estando en el ciclo especial, retrasada, con la sensacin de no poder salir jams de ah. Y as, mientras jugaba en la calle al piso me deca: El amor es un pasatiempo, unos cristales incrustados en la palma de la mano, un alfiler de vidrio que recorre el cuerpo, una ventana abierta que da a los helechos, a un piano; un sol, un ojo en la frente, un mar reluciente, una noche zarandeada por un mar de estrellas, la desesperanza envuelta en viejo papel de diario... El amor segua interponindose entre los estudios y yo, entre mis padres y yo. Constantemente tena la sensacin de que me encontraba con algo que haba extraviado; que a m me tocaba recoger los objetos de la ltima temporada, de regresar hacia un pas situado detrs de todos los pases, donde la desgracia se trueca por oro, donde hasta la muerte se negocia y donde, por ltimo, el rostro del amor se colma, se afirma y se hace autntico, hermoso y cruel, manantial de agua y de vida. Rostro de arena que una brizna de viento desfigura, que una pizca de agua reaviva; y mis noches se recogen, envueltas en esta soledad para abrazar este cuerpo hueco que me conduce a esa nia que fui, reflejada en un trozo de espejo quebrado, all, donde cualquier imagen se estremece, sorprendida por la vida, y canto las palabras que me engendraron y que me han alimentado. Me cercan las palabras y merodean a mi alrededor como crculo trazado por la pluma de un poeta que, en el siglo pasado, en esta tierra se detuvo y dej sobre la piedra la huella de sus labios y desapareci para siempre entre las pginas de un libro grande que poca gente ha ledo. Esta vez, un pjaro ha colocado una bomba en el diccionario; se han dispersado las hojas por los cuatro rincones de la isla; las slabas tropiezan con las letras y vuelan; caen luego en el montoncillo de ascuas. Todo desaparece en medio del humo; luego las cenizas vuelven a caer en mis manos que se han puesto a escribir, de manera frentica, para desembarazarse de ese holln gris. Yo llevaba en la piel todo lo necesario para componer un divn de poemas, pero el desorden y el viento me han dado vrtigo. Con todas esas slabas, al pjaro le salen bien sus sarcasmos. Podra haber hecho con ellas una carta de amor, una larga misiva escrita en el siglo pasado, transmitida por el ave migratoria con el ala lastimada, pero tambin me poda permitir esperar y recibir esa larga carta de amor, inacabada, de un desconocido, un hombre de los horizontes, un hombre de los confines de mi sueo, el que me toma de la mano y me susurra en la boca:

Luz de luz sueo de mi sueo manantial de slabas y agua silencio que despierta al da empuja la puerta en los goznes del rbol ste es nuestro hogar ste es el lugar donde caen las arrugas del cielo y t haces la luz

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Kniza, Kniza, Kniza! Voy y vengo por la casa grande frente al mar, miro al cielo cargado de azul y repito ese nombre. Lo pronuncio de distintas maneras y espero ver sugir tu rostro de esa luz que invade las paredes, gira alrededor de nuestra historia, a ras de las arenas. Kniza! As te llamar, no tanto por evocar el tesoro escondido en la montaa por el tatarabuelo, como por ser parecido ese nombre que dibujo o escucho en la oscuridad a tu mirada, cuando no entiendes una palabra o un gesto y tus ojos guian dulcemente con esa irona en busca de cmplice. Me gusta ese nombre como el pasador que recoge tus cabellos como una prenda de la infancia, en el da de tus veinte aos, en el que intentas simular en tus facciones una gravedad que pretende ser desesperacin. All, sentada en un viejo silln, con las piernas recogidas, retenidas con tus brazos, iluminadas por un rayo de sol; te observo envuelta en la dulzura de las cosas y del lugar, sin acercarme demasiado por temor a distraer tus pensamientos, que tropiezan hasta convertirse en estampas de un sueo, apenas inventado, sin inclinarme para or las voces del que te hace sonrer. Te observo para aprenderte, y renuncio, por el momento, a pintar ese cuerpo ovillado; intento sorprender el alma sosegada de ese cuerpo alborotado en un remolino de nutridos recuerdos recientes; que t rocas, a salpicones y manos llenas de agua clara, a la orilla del arroyo donde las mujeres lavan sus vestidos mientras cantan, enconvardas sobre la piedra enjabonada; los zaragelles mojados, pegados a los muslos, provocan deseos locos, insospechados, no en el hombre que las mira ningn hombre pasa por ah sino en el que las imagina, al or fragmentos de sus cantos, alegres y nostlgicos a la vez. Te observo hasta que tu rostro borroso se pierde; y yo me quedo solo en este da en que el descuido o el azar te han trado a mi estudio. Empujaste la puerta siempre est abierta y entraste de puntillas, mirando a derecha e izquierda en busca de algo indefinido, quiz de nada, quiz de todo, y luego te encontraste frente a m, apenas sorprendida. Al verte, uno creera que, para ti, este lugar te era familiar y que en l hubieras sembrado algunos recuerdos y emplazado un encuentro, largo tiempo soado, esperado con paciencia y jams nombrado. Una luz tenue te acompaa; es seal de que es un da excepcional para ti, quiz sea solemne y emocionante. Y, ajena a ello, por tus ojos no dejan de pasar preguntas, con la presencia imperceptible del duende, el mismo que inspira, a menudo, obras importantes o hechos decisivos. Hace ms de seis meses que ya no pinto o, para ser exactos, que no consigo pintar. Todas las maanas me siento en la mesa como viene sucediendo desde hace veinte aos e intento hacer un dibujo, algn boceto. Me quedo horas y horas contemplando la hoja en blanco, hasta ver aparecer imgenes temblorosas e inasibles. Intento detenerlas, fijarlas, no tanto para pintarlas como para saber su contorno y configuracin, por curiosidad, y tambin con la esperanza de calmar mi angustia. Seis horas de insomnio, de garabatos y de espera. Hoy no puedo decirte que te esperaba. Me arrojaras a la cara un bote de pintura fresca o el vaso de agua sucia donde estn en remojo los pinceles. Y, sin embargo, es verdad. Cuando llegaste, empujada por la luz de un sol templado, no me sorprend. T no me crees y no podas adivinarlo. De nio observaba a veces las estrellas del cielo. Estaba convencido de que a cada ser le estaba predestinada una estrella. Yo localizaba la ma y la segua durante la noche hasta el amanecer. Algunos aos ms tarde,

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esta misma creencia me persigue; por eso, el duende y la luz que te rodean, los atribuyo a la estrella que llevas en ti. Ya has conseguido saberlo con el tiempo. No dices nada. Al hablarme bajas los ojos, como si escondieses un sentimiento. Intento captar y retener esa mirada el mayor tiempo posible... Eso se cree l, que va a captar algo de m! Este hombre se cree que soy una cosita buenecilla que l puede acurrucar en sus brazos y quedarse con ella el tiempo que quiera. No slo se equivoca, sino que es un mal pintor. Esto me ocurre por mi culpa, tendra que haberme detenido en otro lugar. Crea que un artista sera el ms adecuado para comprenderme. Pero los artistas son unos egostas, no ven a los dems, o si los ven, siempre es en funcin de sus necesidades. Lo borro de la lista. No por eso ha dejado de escribirme y de creer que yo para l soy una estrella de su cielo. La fealdad y la tristeza de nuestra ciudad no podan inspirarme un destino y concederme una ambicin. Yo ya no pensaba. Para qu? Por el contrario, mi capacidad de soar se haca cada vez mayor. Mi ciudad pareca una fbrica donde no hubiese colores. Sin cafs ni cines; haba un quiosco de peridicos que haca las funciones de estanco y de despacho de bebidas. Fui all a buscar algn libro, el que fuese. La duea me dijo que tena que encargarlo y esperar a la prxima entrega. Qu libro quieres? me pregunt. No s, no es ninguno preciso. Qu ms da el ttulo! Lo que quiero es un libro, un paquete de pginas con personajes alborotadores, intrigas, sentimientos y un poco de sol... Sigues sin decirme el ttulo. La mirada del sordo... se es el ttulo... Es una historia maravillosa. Ya lo has ledo. Casi... La duea anot el ttulo, me pidi que le entregase una seal y repiti, sorprendida e incrdula... !La mirada del sordo! A quin se le habr ocurrido?... Me fui, contenta y divertida. Ese ttulo me obsesionaba. Se inscriba en las paredes grises, en los rostros hermticos, en las vallas publicitarias donde las marcas grotescas de desodorantes se esfumaban para dar paso al sordo y a su mirada. Vea a unos personajes tropezando entre s, hablando y gesticulando. Por fin la ciudad iba a servir de escenario a una intriga llegada de lejos. Mis personajes no podran abandonar el permetro trazado por m. Haber vivido como el que duerme! El verso del poeta se impona ante ese muro ancho y alto que era la parte trasera de un edificio donde vivan unas doscientas familias. Mi historia arrancara de este lugar. Yo sera la nica en saberla y contarla. Ese muro era mi horizonte, mi pradera y la piedra sobre la que iran a chocar mis imgenes. Hoy, an, si el edificio no hubiera sido derribado, habra podido rascar la piedra y verlas pasar. No hay nada en esta historia que sea tal como lo imaginamos; es obvio, puesto que el muro de enfrente de mi ventana slo produce historias increbles. Victor es rechoncho. Cuando nos aprieta la mano nos la machaca. Dicen que es muy viejo, pero su piel no debera tener arrugas; parece que es una enfermedad. Est sentado en una silla plegable y espera. Lleva tiempo esperando. Mantiene los ojos abiertos con un sistema de hilos transparentes. Los tiene muy rojos. No dice nada, fuma cigarrillos baratos y escupe, de

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vez en cuando, en el suelo. Acuden moscas y cubren el escupitajo amarillento. Algunas moscas se mueren en el acto, otras se quedan chapoteando en esa espuma microbiana. Victor no deja colillas. Se fuma el pitillo hasta el ltimo milmetro. Tiene el labio inferior quemado. Ya no es de color rojo, sino plido, con manchas negras. No s de dnde viene. Un da, mientras estaba pensando en mi historia, lleg con su silla de tijera y se sent all, sin que nadie lo invitara. Se impuso; ni tan siquiera excusarse o decir algo. Desde entonces no puedo evitar toparme con l. Lo he llamado Victor por su estatura y su tristeza. Pero hay otros personajes que tienen la suerte de no verlo. l no solamente los ve y los conoce, sino que puede impedirles que huyan o se escapen de mi historia. l pone en orden mis ideas. Y as, el otro da, impidi a Rebeca que se fugase, bloquendole la salida. Ella dice llamarse Rebeca, pero su verdadero nombre es Rabea. Es una chica insolente. Slo tiene trece aos, bebe cerveza, fuma cigarrillos americanos y se cita con los muchachos en un garaje abandonado. Querra ser actriz, hacer de mujer fatal y morir en plena gloria, como Marilyn. Es capaz de realizar este sueo. Por el momento va tropezando, con impaciencia y rabia. Dice que no quiere saber nada, que ella no est para papelillos en un guin barato. Para calmarla un poco le he prestado mi bici. Da vueltas con ella y as gasta energa. Lo que ella quiere es raptar a Rachid, un guapo muchacho de veinte aos que dice llamarse Richard; y marcharse con l a Amrica. Pero Victor no quiere. A m me da igual. Esa nia me fastidia. No s cmo sacrmela de encima. Me la encontr en el barrio. Al principio ella me provocaba con su insolencia, rompa lo que hallaba a su paso. Luego la olvid en una esquina. Victor es el que se ocupa de ella. Al otro extremo del muro, Yassin, que se hace llamar Yac, vive de sus sueos. Parece que va pegado a s mismo y sigue, por donde va, a su sombra de la pared. Sus sueos no llegan muy lejos: ser rico, pasear en limusina con chfer, ser dueo de discotecas a las que l entrara por la puerta de servicio, para huir de las hermosas mujeres que acudieran a proponerle sus encantos a cambio de algn trabajillo en su local; salir slo de noche, vestido de negro, dar rdenes con una simple mirada o, si acaso, con un chasquido de dedos. Hara unos viajes extraordinarios y se comprara una calle en Miami y le cambiara el nombre: se llamara Yac Street... Siente odio por su raza, su cbila, su clan. Que se mueran todos! repite para s, una y otra vez. Por qu habr nacido entre dos losas de cemento, a la sombra de un muro interminable que se alza como una montaa para impedirte vivir, hacerte millonario y poderoso? Por qu ese moro que tengo como padre no habra elegido Amrica? Vino a enterrarse en esta fosa comn, donde nunca eres nadie, donde cada da te vas hundiendo ms. A m, en todo caso, no me agarran sos. Me cago en sus escuelas, sus fbricas y sus perros. Tengo un plan. Perfecto. De todas formas, conmigo se han equivocado. Yo no tengo por qu estar aqu. Que me devuelvan a mi sitio, donde no tengo por qu soar y esperar. Lanza un chasquido de dedos en direccin a una silueta dibujada con carboncillo en la pared y espera que una mano se precipite a encenderle el cigarrillo. Victor lo observa, sonre, y vuelve a lanzar un escupitajo al suelo. Moh no tienen ni sueos ni pensamientos. Ya hace tiempo que puso su vida y su destino en manos de Dios. Se ha dejado crecer la barba, se ha comprado un pequeo tapiz y se pasa

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el tiempo rezando. Es lo nico que sabe hacer. Lamenta que en el da slo haya cinco rezos. No solamente no se pierde ni uno, sino que los hace y repite a lo largo del da. Le da miedo entrar en mi historia. Teme que el lugar est mancillado para sus rezos. Se obsesiona con las abluciones y la orientacin de sus rezos hacia La Meca. Curiosamente, a Victor le resulta simptico. l cree que no molesta. Incluso puede ser cmodo: un paquete, fcil de desplazar o devolver al remitente. Precisamente el remitente ya no habla. No se sabe si ha perdido el uso de la palabra o si ha decidido callarse para siempre. Se ha sumido en el alcohol y el silencio. Nadie habla con l. A veces duerme en el pasillo cuando llega tarde a su casa, borracho. No protesta: da dos o tres golpes en la puerta, y luego se deja caer en el suelo y se queda dormido. Por la maana, alguna de sus hijas a menudo Malika lo arrastra hasta el cuarto y lo coloca en la cama. Por el camino se le cae el peluqun, de color sospechosamente gris. Se le cae con frecuencia. No ha conseguido acostumbrarse a llevarlo. En cuanto bebe de ms se lo quita, como si fuese una boina. Fue una prostituta de Pars la que le convenci para que disimulase de ese modo su calvicie. La verdad es que no le favorecen esos mechoncillos de pelo desparramados. Parecera como si le hubieran quemado el crneo. Antes, la cada en desorden del cabello no le preocupaba demasiado; formaba parte del desgaste general. Trabajaba en una compaa de mudanzas. Le encantaba entrar en los pisos y ver qu aspecto tena la intimidad de los dems. A menudo tena que trasladar pianos. Este instrumento lo fascina. Se dice a s mismo continuamente que los franceses son gente civilizada; l, que tuvo una niez y toda una vida sin msica. No consigue imaginarse a un nio limpio y bien vestido, sentado en el taburete, aprendiendo a tocar el piano. Para eso dice no hay que haber pasado hambre..., para eso a uno lo tienen que haber sembrado hace ms de un siglo, por lo menos...!; pero nosotros no somos ms que arbustos, que se trasplantan como si tal cosa... T has visto alguna vez un arbusto que sepa tocar un instrumento? Saldr ruido, alboroto, pero nunca msica; vive al comps del viento que lo hace gritar, que lo inclina..., incluso puede desenraizarlo y empujarlo con una tempestad de tierra amarilla hacia un desierto fro. Si nuestros padres nos hubiesen enseado a tocar el piano desde los seis aos, os juro que ninguno de nosostros hubiera emigrado. Es verdad; si estamos aqu, en estas condiciones, es por un piano que nunca entr en nuestras casas. Quiz yo nunca hubiese llegado a msico, pero, al menos, habra aprendido a or msica y a apreciarla; no se me habra cado el pelo en vano, ni habra malogrado mi vida y la de mis hijos. Malika llegar lejos, tan lejos como pueda, hasta que yo me haga diminuto, invisible o transparente para no entorpecerla. Malika podra haber sido artista, ella tiene sensibilidad. Ella es quien me hace pensar en la msica... Su cara, su mirada, sus silencios, su cario hacia este miserable hombre perdido, este arbusto quebrado, roto por la mitad, que no sirve ya para nada, incapaz de mostrar la cara o esa calva, donde slo ha podido germinar la tia. Hay que ver todo lo que me digo a m mismo desde que decid no hablar ms! No bebo mucho; dos vasos de cerveza me bastan para emborracharme. No me emborracho, me retiro a un desorden donde encuentro paz. Si me caigo es por el cansancio, no por el alcohol. No hago nada y, sin embargo, estoy

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cansado. Hace ms de un ao que no trabajo. Ellos creen que estoy loco. Yo s que he perdido todo, menos la cabeza. Mi razn est en su sitio. Est apartada y observa lo que pasa. Ella es la que me ha desaconsejado que me arroje al vaco o me ahorque en la cocina. Con el paro, ya no tengo derecho a la prima de repatriacin del cuerpo. Entonces, para qu cargar a mi familia con un cadver que no hubiese soportado la tierra hmeda de este pas. Hasta a los muertos les gusta el sol. Lo de la prima del seguro para los clientes se le ocurri a aquel banco marroqu. Te hacen pagar un seguro en caso de defuncin. Al menos este cuerpecito mo no se lo comern los bichos de los infieles! Mi mente, de pronto, ha vislumbrado una salida afortunada cuando ya me vea, y sigo vindome, como un viejo calcetn con boquetes, tirado en un cajn. Por eso ya no me lavo. Estoy pensndome lo del banco que dice ser popular; s que se ha hecho rico a costa nuestra. A la ma no tanto, pero s a la de los dems, a costa de todos los que no saben leer ni escribir y que ponen todo en manos de un funcionario cascarrabias que los trata como ganado desde el mostrador... Desde el da en que me convert en un calcetn tirado en un cajn, he visto y comprendido todo lo que hay que ver y comprender. Ya no tengo nada que perder. Sin trabajo, sin responsabilidades, sin habla. A travs de los boquetes del calcetn, escudrio el mundo. Fecho, eh? Miserable y sucio! Mi mente no deja de repetirme que sea paciente, que espere en silencio el final de algo que no s de dnde viene y a dnde va. As que espero, dentro de m, en esta vieja chatarra gastada y pisoteada por los dems. Cuando voy hacia la placita, donde paso la mayor parte del da, cuando no llueve, me encuentro a menudo con una mujer ni guapa ni fea, de unos cincuenta aos, vestida con un abrigo azul. Camina sin mirar ni a derecha ni a izquierda, con los ojos fijos en un punto lejano. Lleva comida a los gatos y a las palomas de la placita. No habla con nadie. Tiene la espalda ligeramente encorvada por el peso de la soledad; la misma forma que mi espalda. Los animales son seguramente sus nicos amigos. Cuando termina de darles de comer, cierra el bolso y se va sin mirar a nadie. Entonces yo me pongo a hablar con los gatos y con las palomas. Les digo que ella se llama Violeta, que vive sola y trabaja en un almacn de venta de ropa usada. Yo s que nunca la ha acariciado un hombre. Nunca conoci a aquel novio con el que se escriba. Era un anciano que acababa sus das en un asilo y, para combatir el aburrimiento, se dedic a poner anuncios en la prensa. El anuncio, muy bien redactado, era tentador. As fue como se procur una docena de novias, hasta el da que las cartas quedaron sin respuesta, amontonadas en un apartado postal que nadie volvi a abrir jams. El anciano muri y con l murieron las pocas esperanzas de una vida dichosa. Las mujeres nunca se enteraron de la verdad. Algunas vivieron mucho tiempo soando con ser raptadas, algn da, por un _hombre en la flor de la vida, culto, aficionado a la msica clsica, los viajes y los placeres sencillos..._. sa es la historia de Violeta. Adivinar ella la ma? No hay que esforzarse mucho para ello. Mi historia se lee en mi cara, en mi espalda encorvada, en mis manos toscas... Victor me llama al orden: Lo que ests contando es una historia, no una vida. Vuelvo a colocar a cada uno en su sitio. El muro es lo bastante grande para acoger a todos. Ahora un pintor llammosle Mario est tratando de colarse en esta historia. Es un hombre apuesto, algo sentimental para mi gusto. Tienen esa amabilidad propia de los dbiles; es la peor de todas.

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Estn dispuestos a ceder cualquier cosa por complacer a los dems. Me exaspera. Pinta pjaros y mujeres sin cabeza. El da que me roz con la mano el pecho por poco me desmayo. Yo estaba sentada en el sof, soando en algo. Haca calor. Tena la blusa entreabierta. Se podan percibir mis pequeos pezones. Se acerc a m, de rodillas, y me miraba con ojos muy brillantes. Le temblaba la mano. Ese contacto me estremeci. Mario se asust. Me peda disculpas, como un nio. Lo rechac de un puntapi. Se cay encima de un bote de pintura. Sal del estudio tirando todo lo que encontraba al alcance de la mano. Me qued mucho tiempo sin noticias del pintor. Un da recib una carta en la que me peda permiso para escribirme! (los hombres buenos son as; se pasan el tiempo pidindote disculpas y consultando tu opinin...). Por curiosidad le contest con una sola palabra, un s pequeito, en mitad de un folio. De aquello surgi una correspondencia extraa y desigual. l me hablaba de su madre, y yo le contaba el jardn de mi nacimiento. Me negu a verlo otra vez; me gustaba que me enviase dibujos; aunque yo no los entendiese, todos aquellos colorines me hacan sentirme, de repente, dichosa. La historia acabara de manera natural y violenta. Aquel juego, que a veces me diverta, tena que acabar. Apenas lo lament. Estaba harta de aquel hombre para el que a veces era su hija y otras la mujer con la que le hubiese gustado casarse. Me fascinaba, pero me incomodaba su existencia, porque a menudo vena a enturbiar mis sueos; l se entrometa en las historias que yo bosquejaba. Ya estaba decidido; mi padre se lo haba pensado bien. Una noche nos reuni a todos y nos dijo: Maana nos volvemos. Esas tres palabras cayeron como tres gotas de agua en el crneo afeitado de un hombre que estuvieran torturando. Se desparramaron por nuestros rostros crispados por el estupor. Adnde nos volvemos? le pregunt. A nuestra tierra. Ser tu tierra, no la nuestra. Cuando te dirijas a m, baja los ojos. Cuando mi padre me ordena que baje los ojos, no tengo ms remedio que hacerlo, no me puedo negar. Ellos mismos se bajan solos. No s cmo explicarlo. Slo s que es la expresin de un pacto entre ambos. El amor es ante todo el respeto que se expresa con esos gestos. No hay por qu darle ms vueltas. Cuando era nia decan que era descarada; miraba a la gente de frente, manteniendo la mirada hasta que ellos se cansaban y renunciaban a intimidarme con sus ojos redondos y malvados. Slo aceptaba bajar los ojos y agachar la cabeza frente a mi padre. Ejerca en m esa autoridad de forma natural, sin tener que recurrir a la amenaza o a la intimidad. Me desarmaba, y me volva chiquitita, dispuesta a obedecerle. l no abusaba de la situacin; tena confianza en m y eso me halagaba. l me estaba, pues, recordando nuestro pacto. Demasiado tarde para corregir la torpeza cometida. Yo haba herido a un hombre. Volver a nuestra tierra era la nica respuesta que se le ocurra ante una situacin que se haba hecho intolerable. Yo miraba a mi alrededor los objetos que debamos llevarnos, no tanto porque fuesen tiles, sino porque resuman una vida, una vida en suspenso, entre dos viajes, unavidaparairsaliendodelpaso, como si

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nosotros estuvisemos condenados a conocer de la vida slo los momentos en los que se trabaja; para vivir despus; pero cuando dejas de trabajar, ya ests gastado, cansado y ya no tienes gusto por nada; entonces hacemos como que vivimos, nos movemos de aqu para all, cambiamos de lugar y de clima, hacemos un largo viaje en un coche viejo en donde se amontona todo lo plegable, todo lo recogible, empezamos por llenar las maletas, metemos en ellas camisas, pantalones, sbanas varias veces remendadas, toallas muy gastadas, mantas, adornillos de plstico o de porcelana, envolvemos los objetos preciosos entre trapos, acomodamos el reloj de pared, volvemos a colocar el televisor en el cartn donde se compr, que se ha guardado en el trastero para este momento; clasificamos las fotos en un cuaderno grande, contamos los cuchillos y tenedores, faltan algunos, extraviados entre las mondas de naranja de la basura, nos llevamos todos los vasos, incluso los que estn cascados, metemos en un cajn los zapatos de invierno, las ollas y las cacerolas, deslizamos entre los objetos papel de peridico para que no suenen, los nios recogen los cuadernos y los libros, descuelgan de la pared las fotos de sus dolos, a menudo cantantes o futbolistas, nunca sabios o poetas; se pliegan las fotos y, cuidadosamente, se guardan dentro de una revista de rock; lo que ocupa menos sitio son las sillas, son plegables, los emigrantes slo compran sillas plegables y muebles que se puedan desmontar, es normal, est previsto para varias mudanzas, varios viajes, cuando compramos un coche escogemos un modelo break o una camioneta, comprobamos la carga mxima, es muy importante la carga mxima; la nuestra es de 4.261 kg, es un nmero que termin aprendiendo de memoria, cada ao pesamos los brtulos y contamos 20 kg por cada nio, una media de 60 kg para los mayores, nos equivocamos un poco, pero nunca sobrepasamos la carga mxima, aunque este ao nos pasaremos seguramente, tendremos cuidado en la carretera, ojal que no haya viento ni control de la gendarmera, todas las facturas para la aduana estn en un sobre amarillo, seguimos recogiendo brtulos, oye, esta cama habra que dejarla, se la podramos dar a los vecinos pero no la querrn, es vergonzoso regalar trastos, y el armario que compramos en el mercadillo est viejo y demasiado pesado, podramos depositarlo en el trastero y encargarle a algn amigo que lo venda, es difcil vender eso, un armario antiguo con la pata coja y con la madera carcomida por los bichos, no, ms vale olvidarnos, lo mejor es dejarlo en la acera, ya dar con su dueo, siempre nos ha sorprendido lo que tiran los franceses a la calle, nosotros no tiramos nada, cuestin de principios, incluso la cocina entra en la expedicin, es de buena marca, todava funciona, la nevera tambin, son los dos objetos que se instalan primero en la camioneta, lo dems se va disponiendo en funcin de stos, hay que dejar a mano la bombona de camping para calentar la comida en la carretera, con esta carga ni pensar en pararnos en un hotel, no podemos pagarnos el lujo de una noche de hotel para todos, y, adems, quin se iba a quedar cuidando de la camioneta con una vida entera amontonada, plegada, guardada, envuelta all? Estara bueno, haremos el viaje de un tirn, ya estamos acostumbrados. Los nios se quedarn dormidos de cansancio, la madre mantendr los ojos bien abiertos; el piso se ha quedado vaco, con el suelo cubierto de peridicos viejos y de cristales rotos, trozos de platos cascados, bombillas fundidas. Un rollo de papel higinico anda rodando por ah, nos hemos olvidado de descolgar de la pared el calendario del parque de bomberos del ao pasado, en la cocina los aparatos han dejado marcas en la pared, parecen cuadros pintados por un polvo grasiento, cuando se pasa el dedo por encima parece pegamento sucio, nos hemos llevado todo, hasta los bornes del telfono; el armario, vaco y viejo se yergue en medio del cuarto, con la luna apagada; un gato, que se col por la ventana, va de

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un lado a otro, est despistado, probablemente, entristecido por esta marcha sbita, se encarama a lo alto del armario y se queda dormido, el gato cuidar del armario, va a esperar que volvamos, confa en nosotros, sabe que es una falsa despedida, de todos modos no hemos entregado las llaves, no hemos dado de baja el contrato, el trastero est lleno de cacharros, volveremos, quiz, para llevrnoslos y solucionar las cosas pendientes, cerramos la puerta con llave, las persianas estn echadas, hemos cerrado el gas, la llave de paso, los vecinos nos desean buenas vacaciones y hasta la vuelta, como de costumbre, os mandaremos el correo, no olvidis traernos unas babuchas y un taxin, quiz podrais traer tambin una alfombrilla del Alto Atlas, son estupendas y baratas, si queris os adelantamos el dinero, no, no hace falta, adis y hasta pronto.... Llueve, como de costumbre. Dirijo una mirada conmovida a la parte trasera de nuestro edificio. Con la lluvia, el muro se ha vuelto casi negro. Distingo a Victor, que se levanta, pliega la silla, escupe por ltima vez y desaparece en la niebla. Vuelvo a pensar en mi historia inacabada. Pronuncio varias veces la mirada del sordo. Surgen entonces mis personajes, uno a uno, vestidos con disfraces de teatro. Se agrupan en una esquina del escenario y esperan. Yac, cubierto con una bandera americana, est sentado, con la mano alzada, haciendo la V de la victoria; Rebeca va y viene mientras repite: Me aburro, qu aburrimiento de mierda! Qu penitencia, qu penitencia! Qu lejos est la salida! Richard est al borde de la carretera. Parecera que hace autostop. Moh, en esos momentos est rezando orientndose al revs. En cuanto a su padre, sigue viviendo en un pas interior, ms bien dichoso, oyendo latir su propio corazn. Mi padre lleva conduciendo da y noche. Al alba del tercer da, se vislumbr el pueblo, envuelto en bruma. Nuestra tierra es una ficcin. El pueblo no se ha movido; eterno bajo un sol de plomo. Los mismos ancianos sentados en los mismos bancos de piedra; escudrian el horizonte, repitiendo machaconamente las mismas palabras: As son los tiempos... S, as es la poca... Slo el sol... Pero gracias a Dios, la lluvia... Gracias a nuestras oraciones... Cae encima de las piedras... Cae encima de nuestras manos, nuestras cabezas... E incluso nos hace agujeros en la cabeza. Mira cmo tengo el crneo, ves esas grietecillas?, son de la lluvia, la lluvia de Allah, es milagrosa, nos recuerda la justicia del cielo. Pues yo no veo que las piedras tengan agujeros. Pues porque nuestras cabezas son menos duras que la piedra. No, hombre, es porque en este pas hay unos que slo tienen piedras en la cabeza. Como nosotros. Nosotros y muchos ms. A ver, ensame las manos... Las tienes como las mas, de tanto mover piedras se han vuelto pesadas y toscas. Ya no se atreve uno ni a estrechar la mano de los que vienen de la ciudad... Y aqu estamos... Siempre estaremos aqu...

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Inmutables... Hasta que llegue el gran da... En que nuestro cuerpo, convertido en algo tan hueco como el tronco de un viejo rbol enfermo, se hunda en la tierra y se convierta en piedra entre las piedras. Ese da ya no veremos el horizonte. Y nuestros recuerdos se irn con el humo de la maana. Subirn al cielo. De verdad? Claro! Ya no queda nadie aqu para recogerlos, guardarlos y contrselos a alguien. Llevas razn... Ya no queda nadie..., en este pueblo ya slo quedan arbustos, piedras y ancianos. An queda el cielo y el horizonte. Les podramos mandar un poco de nuestros recuerdos? Por supuesto, podramos intentarlo... Cul de los recuerdos podramos escoger? Cualquiera, pero que cada cual enve un recuerdo al cielo. Yo esperar una nube para confirselo. Ya sabes que si todo va bien, cuando estemos con Dios, nos encontraremos con nuestro recuerdo y se nos propondr revivirlo. As que hay que elegirlo bien. En realidad, el cielo no da nada. Recibe lo que nosotros le mandamos. Su ddiva consiste en permitirnos recuperar nuestro bien. Suponiendo que as sea, t cul has elegido? Yo propongo confiarte el mo y t lo mandas y luego t me cuentas el tuyo y yo me encargo de enviarlo. Sobre todo, no se te ocurra decirme como una carta por correo, porque entonces no llegar nunca. El mo es un recuerdo muy querido y muy antiguo. Est envuelto en colores, msica y ternura. No me atrevo a contarlo por miedo a que se me pierda. No seas desconfiado. Yo te escucho con mucha atencin. Ya no miro al horizonte. Vamos, compadre, no tengas reparo! Pero es que es el recuerdo de un pecado. Crees que el cielo me permitir revivirlo? Lo que es pecado en la tierra, ya no lo es en el cielo. Aqu somos esclavos de Dios. All seremos hombres libres. No hay lugar all para el Mal. De todas formas, no tenemos nada que perder. Venga! Era un da de lluvia, esplndido. Yo trabajaba de aparcero all, del otro lado del horizonte, en el pequeo valle, verde y frtil. Trabajaba con unos cristianos. Buena gente. Yo era joven y vigoroso. Tendra quince o diecisis aos. Sera mi cuarto ramadn; as que era un hombre. Casi todas las noches soaba con mujeres. Por la maana tena el pantaln manchado. Me lavaba en el arroyo. Me gustaba mucho dormir, por todas aquellas mujeres que me daban placer. Eran mujeres sin rostro; o para ser exacto, con rostros que ovidaba. Pareca como si alguien me las entregase y luego las hiciese desaparecer en cuanto amaneca. Madame Gloria era joven. Era una cristiana, alta no como las mujeres de nuestra tierra, que son bajitas, con un pelo rubio como el trigo maduro. Tena unos senos firmes. Su marido era igual de joven que ella. Era un hombre apuesto, muy autoritario, no mala gente, pero daba rdenes y nunca sonrea. Yo no me atreva a mirar a Madame Gloria. Ella tambin me daba rdenes, pero sonrea. Un da me ofreci un vaso de vino. Le dije que mi religin me lo prohiba. Ella se ri y me

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puso la mano sobre el hombro. Yo lo tena al descubierto. El contacto de su mano en mi hombro me caus alegra y emocin. La llam el marido. Se march deslizando la mano sobre mi piel. Entonces perd la cabeza. Se me inund el pantaln con un lquido caliente. Ya sabes, nosotros tenemos la sangre caliente. No siempre podemos controlarnos. Ella se alej, dejndome en un estado en el que todo mi cuerpo temblaba! A partir de ese da, cuando me quedaba dormido, las mujeres dejaron de venir a jugar conmigo. Madame Gloria era la nica que llenaba mis sueos. Me acostaba sin pantaln, slo me pona la almalafa. Aquella noche llova. Me cost quedarme dormido. Tema que la lluvia impidiese a Madame Gloria entrar en mi sueo. Todos mis sueos se desarrollaban en el granero, sobre el establo. Aquella noche el sueo empez en la cabaa, en mi jergn. Era curioso. Yo no consegua distinguir el rostro de la mujer que se acercaba a m. No s cmo ocurri todo, pero al abrir los ojos porque tena sensaciones reales all estaba Madame Gloria, de carne y hueso, sentada a horcajadas, con mi _Salem_ empinado, hundido en ella. Ella me dominaba, con las manos retena mis hombros, y se mova con un arte y una tcnica que slo poseen las cristianas. Gema. Su cabello rozaba mi cara; y sus labios y su lengua, mi boca. No s cuntas veces ech ese lquido caliente en su sexo; y cada vez, ella gema. Yo tena miedo de que el marido nos sorprendiese. Le pona la mano en la boca. Me la quitaba y me deca: _Ven, ven, amor mo!_, y gritaba como si acabase de conseguir una victoria. Despus del gemido dej de abrazarme y se qued dormida encima de m como una masa pesada. Yo tena las manos sobre sus nalgas. Todava tena deseos de echarle lquido caliente. Me atraan mucho sus nalgas. Con cuidado me fui escurriendo de su abrazo y cabalgu sobre ella con todas mis fuerzas. Ella se despert, pero yo la mantena debajo de m. Le ech lquido en gran cantidad, luego me dej caer a su lado sin fuerzas ni miedo. Me qued dormido. Al despertar, ella ya no estaba ah. Hoy an me pregunto, a veces, si slo fue un sueo ms, slo que con ms vigor que los otros, o si ocurri de verdad. Nunca ms volvi a visitarme de noche. Yo dejaba la puerta abierta, pero slo entraban en mi chabola mosquitos y gatos. Cuando me encontraba con ella en la granja, yo bajaba los ojos, pero ella segua dndome rdenes, sonriente. Para qu decirte que nunca viv una noche tan hermosa, ni conoc a una mujer tan experta y dulce. Espero que Madame Gloria enve, ella tambin, el mismo recuerdo al cielo, y que nos encontremos all, igual de jvenes y guapos. Dnde estar ahora? En su pas, donde nieva? Quiz ya se fue de este mundo, nos ha adelantado y me espera en un rinconcito de cielo, en mi vieja cabaa... Ese recuerdo no es un pecado; es un don de la naturaleza, un regalo de la juventud, un lecho mullido para nuestros viejos das. Ya no tendrs que contemplar el horizonte y las piedras. Y aunque lo hicieses, sera para escapar mejor a la poca y a sus miserias. Lo malo es que no s si all arriba te permitirn rehacer esa proeza. Es atrevido. Tomar, as por las buenas, a la mujer de otro. Est prohibido. Pero como es una cristiana, ya te encontrarn circunstancias atenuantes, como dicen. Deberas haber intentado, al menos, convertirla al Islam; seguro que habras salido ganando en todos los sentidos. Habras obrado por una buena causa. Pero no la volviste a ver. Tu _Salem_ se content con labrar sin pensar en el porvenir. Aunque, bien visto, no fue culpa tuya. Ella fue la que se meti en tu casa y tom la iniciativa de confeccionar ese maravilloso

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recuerdo. Dicho esto, como prometido, lo har llegar al cielo, si por desgracia t eres el que se va primero. Ahora, te voy a confiar mi secreto. Al igual que el tuyo es un secreto que se remonta a mi primera juventud. Mi memoria lo ha guardado intacto y cada vez que me acuerdo de aquel da, todo me vuelve a la mente: los colores del cielo y de la pradera, los aromas de la tierra y de las flores, el gusto de la fruta mordida, el calor seco y benigno; aparecen ante m con una precisin asombrosa. El recuerdo ms sublime es una sencilla historia de agua y de dignidad. Como ya sabes, en este pas, por muchas hectreas que poseas, si no tienes agua para regarlas, tus tierras no valen nada, estn condenadas a morir y t con ellas! El que domine el camino del agua tiene con qu dominar a todo el pueblo. En aquella poca la reparticin del agua la haca el cad. Pero Abbas l era nuestro cad, un hombrecillo seco y astuto, trabajaba para los colonos. Colaboraba con los invasores. Cuentan que esa familia lleva la traicin en la sangre. Nosotros tenamos tierra buena y frtil. El agua la atravesaba por el medio. No se poda esperar un paso de agua mejor. Vivamos tranquilamente. Nuestros olivos daban un aceite de una calidad excepcional. Nuestro ganado coma hasta saciarse. En cuanto a nosotros, no nos faltaba ni salud ni serenidad, tenamos la bendicin de Dios y de la naturaleza. Hasta un buen da en que Abbas, para complacer y servir a sus amos extranjeros, envi en medio de la noche a una cuadrilla de granujas a desviar el curso del agua y dirigirla hacia las tierras de los colonos. Ya no nos llegaba ni una sola gota. Tenamos, por supuesto, un pozo, pero apenas bastaba para los hombres y las mujeres del aduar. Abbas acababa, pues, de degollarnos en pleno sueo. Qu hacer? Se reunieron los hombres y fueron a quejarse al cad, que los recibi despus de hacerles esperar un da entero. No solamente haba desviado el agua, sino que tambin haba ordenado apostar hombres armados en el manantial y a lo largo del arroyo. Aviados estbamos! Mi madre lloraba. Mi padre rezaba, pidiendo a Dios que interviniese para quitarnos de en medio a aquel traidor. Cuando vi a Abbas de cerca, enseguida comprend que aquel hombre no se ira ni con las oraciones ni con las palabras de los hombres y mujeres condenados a la sequa y al xodo. Le brillaban los ojos. La mirada tena algo de cortante, pareca una navaja; era un hombre al que la justicia o la compasin le eran ajenas. Haba aprendido el ejercicio del poder por la fuerza y el desprecio; el desprecio de su raza y de su gente, por supuesto. Cuando apareci en el umbral de su despacho, entre dos desgraciados soldados armados, se neg a escuchar a mi padre el ms anciano del pueblo y le hizo callar con un gesto de la mano lleno de tanta amenaza como de humillacin. Yo estaba agarrado de la mano de mi padre que temblaba de rabia. Se la apret, como para decirle que nosotros bamos a defendernos y que, ante todo, no debamos perder la sangre fra. Abbas solt un discurso hablando desde un chisme que parece un embudo grande: _Pandilla de gandules, pandilla de estpidos, siempre habis vivido en la miseria, y si hoy estis sin agua es por vuestra culpa. No habis sabido conservarla, sois unos atrasados, atrasadsimos, y no merecis esta tierra que ni siquiera sabis labrar. Con vuestros viejos mtodos perdis rendimiento, malgastis el agua. As que, con nuestros amigos y protectores, que han venido a ensearnos la civilizacin y el progreso, he decidido modernizar el sistema de riego; para ello tenemos mquinas, pero como sois unos atrasados nosotros nos

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ocuparemos de vuestras tierras. Os las vamos a confiscar con vuestro consentimiento. Trabajaris a mis rdenes porque yo soy ledo y vosotros no; se os dar una parte de la cosecha al final de la temporada. Y, ahora, dispersaos y preparaos a trabajar duramente. Yo he sido nombrado aqu por el baj de Marrakech, nuestro seor El Glaui, y el capitn Mansuri, del ejrcito de Francia!_ Ninguno de los hombres pudo decir ni una palabra. Las familias se vieron, pues, desposedas por una bestia y lo nico que se les ocurri fue reunirse en la mezquita y rezar. Yo soy un hombre creyente y no tengo nada en contra de los rezos; pero, como bien sabes, no fue con los rezos con lo que expulsamos a los colonos. As que decid intervenir. Solo, por supuesto. Con los quince aos que tena entonces, creo que mi nica calidad era el coraje. No poda aceptar ese robo a conciencia. No poda soportar tanta humillacin. Por la noche, armado con una pequea navaja bien afilada, ya sabes, esos cuchillos con los que se despellejan los corderos, me dirig hacia la casa del cad. Dos centinelas montaban guardia. Detrs de la casa haba un rbol bastante alto. Trep por l y me introduje en la casa por el tejado. Iba descalzo, vestido de negro, con la navaja apretada en la mano. A Abbas no le gustaban las mujeres. Yo saba que reciba a muchachos por la noche. Siempre dejaba la puerta de la terraza abierta. Llam a su puerta. Dijo: _Es Nordin o Kamal?_ Yo le contest, farfullando: _Nordin._ _Empuja la puerta... Te estaba esperando, hijo de puta, has tardado mucho. Hala! Ven!_ Me acerqu a su cama, en la oscuridad. Estaba desnudo, boca abajo. Me sub a la cama y me tir con todas mis fuerzas encima de l, plantdole la navaja bien hondo en el cogote. En la almohada se asfixi el breve grito. Yaca empapado en sangre. Cog el mismo camino para volver a casa y enterr la navaja. Los franceses intentaron llevar a cabo una investigacin, pero pronto desistieron. El pueblo se vio libre del tirano. El agua recuper su camino natural. Nadie supo quin mat a Abbas. Mucho ms tarde, o al marido de mi ta contar cmo se haba enfrentado con el arma blanca al cad, y cmo le venci. Algunos se lo crean, por la cicatriz que tena en el cuello. Yo saba de dnde proceda aquella cicatriz: mi ta le haba hecho un tajo con un cuchillo de cocina para castigarlo por haber estado con las putas del valle. Siempre guard silencio. Hace de esto, ya, medio siglo. Eres el primero en saber mi secreto. Si muero antes que t, no mandes el recuerdo entero al cielo. Yo slo quiero revivir el da en que se liber el manantial y el arroyo se volvi a encontrar con nuestras tierras. Los nios se rociaban con el agua, las mujeres, vestidas con ropas brillantes, bailaban en las orillas del ro; los hombres degollaron un buey y cantaron con las mujeres. Fue un da de fiesta inolvidable; no se pareca en nada a las fiestas tradicionales. Era la fiesta de la honra y de la dignidad recuperadas. Yo me emocion; lloraba de alegra. se es el momento que me gustara revivir. Por la noche baj al valle y, por primera vez, me encontr entre las piernas de una hermosa puta. Me ense qu es lo que haba que hacer y no me cobr nada. _La primera vez, no_, me dijo. Recuerdo que llevaba un ojo tatuado en la frente y una estrellita en la barbilla. Com almendras tostadas y beb un t con un sabor que jams he vuelto a encontrar.

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Ahora te voy a dar un regalo: he aqu la famosa navaja de la liberacin. Llvala. Te servir para cruzar las nubes. Qu vergenza tengo! Tu recuerdo es noble. El mo no tiene ninguna importancia. T eres valiente y salvaste a la cbila. Yo lo nico que hice fue satisfacer un deseo animal. Sera para m un gran honor si me encargases llevar tu secreto hacia el cielo. Llegara all feliz y orgulloso. No tienes por qu avergonzarte. Yo tambin conoc mujeres extranjeras que traicionaban a sus maridos por mi sangre caliente y mis ojos negros. Los recuerdos que a uno le gusta revivir se cuentan con los dedos de la mano. El que escoges puede no ser el ms importante. A saber por qu uno se encaria con se precisamente! As es el tiempo: indiferente seor que no transije. l siempre est ah. Nosotros no hacemos ms que pasar. Cruzamos la poca y sus nubes, azules y blancas. No tenemos ms que ese banco de piedra para contemplar la vida y sus injusticias. Ves al hombre que pasa por ah, a lomos del borriquillo, perdi la razn desde que a su hijo, que se fue a la ciudad a buscar trabajo, lo pillaron en medio de una manifestacin contra lo cara que est la vida, y lo detuvieron y condenaron a doce aos de crcel. El hijo tambin est perdiendo la razn. No sabe lo que le pasa. Lo acusan de pertenecer al sindicato y l les repite, una y otra vez, que no conoce ni esta cbila ni este pueblo. Dice su nombre, el nombre de su pueblo y el de la cbila. La polica cree que sabe muchas cosas y sigue sacudindolo para que cante. Cuanto ms niega ser un _sadika_ y repite que l es de la cbila de Ait Sadik, ms le zurran. Lo consideran un peligroso cabecilla que les esconde algo y que no confiesa aunque lo torturen. La polica no se fa de esa clase de jvenes que se le resisten. Pobre desgraciado! l, que nunca fue a la escuela aunque se sabe el Corn de memoria se est volviendo loco y su padre lo sigue en su desgracia... Mira, por ah va Radhia la comadrona que, a falta de nuevos nacimientos, se ha especializado en lavar a los muertos... De vez en cuando hace de vidente... Explica por qu ya no nace nadie en el pueblo. Ella sabe lo que ocurri y lo que ha hecho estriles a todas las mujeres. Le podramos pedir que nos confiase su secreto... Soy Radhia, la que ya no sabe qu hacer con sus manos. Las escondo detrs de la espalda, me las meto en los bolsillos, les hago llevar piedras, nunca estn quietas. Se mueven, buscan un vientre para descargarlo o se ponen a robar fruta en el mercado. Mirad lo anchas y giles que son. Saben hacer de todo, recoger a un recin nacido y enterrar en una sbana blanca un cuerpo que nos abandona. Ellas ven, hablan y bailan. Son testigo de todos mis recuerdos. Pero hoy se aburren. No pueden ms de aburrimiento. Al pas le han echado una maldicin, desde el da que habl la vbora azul. Fue el da en que la muerte de Brahim provoc la de Kasem, y la de Kasem arrastr con ella la de Fatoma... No slo trajo la muerte, tambin sembr la desgracia en el pueblo y est dispersando a una familia entera que vuelve del pas de la suerte y de la fortuna... Una camioneta se dirige hacia ac... La veo... Apenas me queda tiempo para contaros cmo la vbora golpe tres veces, equivocndose en dos de ellas.

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Todo empez por culpa de Fatoma que dice creer en Dios, pero cree ms en la brujera y en los sacamuelas. Su verdadero nombre es Slima; pero por motivos oscuros se hace llamar Fatoma. Desde que su hermano se fue del pueblo, llevndose a la familia a Francia, ya no sabe dnde ejercer su poder malfico. Siente un odio terrorfico hacia m porque todos los nios han nacido en mis manos y ella nunca pudo tener ninguno. Pero no puede hacer nada en contra de m. Yo la conozco demasiado y no me puede jugar malas pasadas, salvo si decide eliminarme mientras duermo; entonces s que estoy sin defensa y s que ella es capaz de cualquier cosa. Pero, ahora, como sabis, no est en condiciones de hacer dao a nadie. Est en la crcel de la ciudad. Os acordis de la historia de aquella pobre mujer que quera impedir, a toda costa, que su marido anduviese con otras mujeres? Fue a consultar a Fatoma su reputacin sobrepasa las fronteras del pueblo, que puso en marcha una estratagema para que el marido descarriado volviese con su mujer, enamorado y fiel. Le vendi una bola de masa que haba estado durante toda la noche metida en la boca de un muerto. Dicen que es muy eficiente. Si el marido se come esa masa, se fijar en su mujer y nunca ms la engaar. Por eso esta pocin es tan cara. La infeliz regres a la ciudad con la masa cuidadosamente envuelta, y esper la llegada del marido. Con esa masa prepar unas tortas. El marido, cuando volvi a casa de noche, muy tarde, hambriento y cansado, se trag la torta con miel y se qued dormido. Fue su ltima noche. No se despert nunca ms. La masa haba surtido efecto ms all de cualquier esperanza. El marido haba vuelto con ella definitivamente... pero a la tumba. La mujer se ech a llorar y a pedir auxilio. Estaba muerto y bien muerto, envenenado. La polica la detuvo y ella cont la historia tal y como la haba planeado. Los mdicos creyeron que al hombre le haba picado una vbora, pero no haba ninguna huella de mordedura. Fueron a buscar a Fatoma, que empez por negarlo todo; luego confes, a la vez que juraba y perjuraba, que ella iba de buena fe y que no era la primera vez que utilizaba esa pocin para meter en cintura a los hombres que traicionaban a sus mujeres. Lo que ella no saba es que el muerto que mordi la masa era el pobre Brahim, que acababa de ser fulminado por la famosa vbora azul, reencarnacin de una joven raptada por los monos del Atlas, que la haban encerrado en una jaula entre serpientes eso cuentan. Brahim se haba comprado esa vbora para ganarse la vida como encantador de serpientes en la plaza grande, donde acudan los turistas. Cada vez que Fatoma se enteraba de la muerte de alguien, se precipitaba a la casa del finado, arreglndoselas para colocarle al muerto una masa de harina en la boca. Despus de transcurrida la noche, a la maana siguiente la recoga, cavando en la tumba fresca. De esta forma tena una reserva de pociones. Sabra que Brahim tena an veneno entre los dientes? Lo ms probable fuera que no. Pero de todas formas no tena ese tipo de escrpulos; Fatoma era la nica persona del pueblo que se alegraba de la muerte ajena. Evidentemente, pues cada muerte le procuraba unas perras! Brahim muri. Kasem, el marido infiel muri. Fatoma est en la crcel. En cuanto a Jadiya, se volvi loca, porque lo perdi todo. El hombre que llega hoy al pueblo, en esa camioneta cargada de enseres y de nios, tiene una cuenta pendiente con Fatoma, su hermana, su enemiga, su fiebre y su desgracia. No sabe que el azar la pondr en su camino. Por el momento viene conduciendo por la carretera sin decir palabra. Quiz

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est pensando en su pueblo como se piensa en un jardn donde todo florece. No se imagina, no puede imaginarse a lo que hemos llegado. Esto es una chatarra hueca, una alcazaba abandonada, una almacabra para ancianos, como nosotros; un insulto para los jvenes, un nido de escorpiones desenfrenados, tierra de Jauja para los sacamuelas y las brujas. Ya no crece nada aqu. Los borricos son los nicos que siguen simulando que estn pastando en un prado. El peluquero ya no tiene cabezas que peinar. Al igual que yo, se ha convertido en lavador de muertos. El almudano, imperturbable, sube cinco veces al da a llamar a la oracin; las piedras se mueven, no as los hombres. El nico telfono del pueblo est averiado; ni siquiera es un telfono sino un aparato para llamar a la central de la ciudad; el nico tendero est intranquilo: ya no hay cros a quien venderles caramelos. Somos cuarenta y tres personas, olvidadas de todos, abandonadas; cuarenta y tres casos de sufrimiento, que viven de recuerdos amaados, inventados. Ni siquiera los perros vagabundean por las calles. Pero ah estn las piedras, fieles a la tierra y al cielo. Bajo los pedruscos, unas serpientes esperan la muerte del ltimo habitante de la aldea, para salir y bailar alrededor del fuego. Hoy, en el ao 1409 de la gira, treinta y tres aos despus de la independencia, el pueblo no tiene electricidad; hace diez aos que llevamos pagando a escote para que nos traigan los postes y los calbes que dan luz y, cada vez, los agentes de la ciudad se van con el dinero y no vuelven ms. Ah, la electricidad, sueo imposible! Desde que estall la bombona de gas, ya slo utilizamos velas; dicen que tiene su encanto. Es lo que ms nos falta: encanto!; desnudan a los hombres y les ofrecen sortijas para vestirlos; pintan las paredes de fuera de la mezquita y dejan la carroa de los gatos pudrirse dentro. El cielo se queda indiferente; y acechamos la llegada del cartero que, una vez al mes, viene a repartir algunos giros enviados de Holanda y de Francia. Estampamos nuestro pulgar como firma, y nos llevamos el dinero, que ya ni queremos contar. En verano, los hombres vuelven trayendo regalos que no funcionan sin electricidad; se amontonan los aparatos; las ratas se comen los cables y las araas tejen en ellos sus telas; los aparatos se amontonan sobre otros aparatos y las piedras, cada vez ms pesadas, salen de la tierra, empujan, resquebrajando el suelo; lpidas sepulcrales, lpidas de vida petrificadas, recubiertas de una pelusa amarillenta, rodeadas de hierba intil. Nos sentamos sobre ellas para observar la lnea del horizonte, para ver si un remolino de polvo la atraviesa y para creer que la vida va a cambiar. Nos sentamos sobre las piedras que ni siquiera dan sombra, nos creemos que son bancos cuando, de hecho, son nuestras tumbas que se yerguen en sentido vertical, como para dar testimonio de nuestra indignidad, de esa paciencia convertida en enfermedad que ahuyenta a los hijos y a los hijos de nuestros hijos, hasta que los vientres de las mujeres se vuelven tan estriles como las piedras. Nuestros ojos, carcomidos por el tracoma, ya no saben ver, los abrimos de par en par y dan a un desierto. El desierto est en nosotros y nosotros lo restituimos a las piedras erguidas, a los rboles muertos hace ya tiempo, a los hombres de la lejana que, en cuanto llegan aqu, rehacen lo andado, llevndose en la mirada una pizca de nuestra muerte. Se van sin saber por qu. El instinto los gua y los obliga a ir a acampar a otro lado. Se van y olvidan este lugar que no se atreven ni a nombrar. Adems, este pueblo no tiene nombre; s, lo llaman Ait Sadik (es un santo o un malhechor?). Ese famoso Sadik, nuestro antepasado, fue un error y este pueblo no es el suyo; vino a morir aqu, expulsado por su familia por injuriar a Dios y desobedecer al padre. El pueblo acoge a los que la ciudad expulsa; tierra de exilio para aquellos que dominan el arte

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del trueque de odio y fiebre, aquellos que el Mal hace vivir, que hacen del Mal su religin y su patria. Es el pueblo de Fatoma, que desapareci y volvi, escapando de la justicia y del asilo para enfermos de la cabeza y del alma. Fatoma sigue aqu, aunque yo sepa que est en la crcel, ella sigue merodeando a nuestro alrededor, fiel a su vocacin, incansable, eterna; pues ella ha de ser la ltima criatura que habite este lugar de infortunio. Somos cuarenta y tres, ms dos mujeres que se esconden. Al parecer salen de noche, cuando la luna est cubierta por nubes negras. Se renen en el cementerio y vuelven a trazar los planes de reparto del agua. Se dice incluso que conspiran; que estn tramando una estrategia para liquidarnos, algo as como una intoxicacin general o un envenenamiento de los pozos. Dicen que Fatoma es su dolo, su alma y su duea. Una de las mujeres nunca encontr marido y a la otra la abandonaron la misma noche de bodas. La venganza y el espritu del Mal es lo nico que las hace vivir. Estn de luto siempre, el luto de su propia vida, de su mirada que tropieza con las piedras y la hierba seca. Yo soy la nica que las conoce y que las puede identificar. Pero nunca ir a denunciarlas. No tienen nombre, ni edad ni familia. Ninguna es autnticamente originaria de Ait Sadik. Vienen de lejos, quiz incluso de otro pas, de una tierra ajena al Bien y a la Misericordia de Dios. Dicen que deambulan con mscaras, envueltas en sbanas inmensas, disimulando sus cuerpos, con las manos cubiertas por guantes y alrededor de los tobillos llevan unos brazaletes de plata, o quiz de hierro, como si fueran la huella de una cadena que les impidiese escapar. Lo de la cadena es, por supuesto, falso. Nunca estuvieron encadenadas, ni siquiera enclaustradas por un amo, marido o prncipe de las tinieblas. Al parecer, trajeron algunos escorpiones y vboras al pueblo y los cran y venden a los brujos y a los malhechores del pas. Haban liberado una vez a Fatoma cuando la encerraron en el manicomio, tras la muerte sospechosa de un nio, un sobrino del que estaba celosa. As es el pueblo: cuando no lo maldice el cielo, lo aniquilan esas mujeres con el alma habitada por una araa de dos cabezas. El emigrante y su familia, que se dirigen hacia aqu en la camioneta, van a encontrar en este estado al pas de su nacimiento, abandonado por l, como hicieron cientos de hombres, hace ms de diez aos. Una voz de mujer, tranquila y sosegada, llega de lo alto del minarete. Aprovechando la ausencia del almudano, se dirige a las piedras y a los cuarenta y tres supervivientes de este desastre: Nuestra mscara es nuestro rostro, nuestra desnudez extrema. No somos ni enviados de la desgracia ni exterminadoras con cara de ngel. Nosotras venimos de lejos y carecemos de sentimientos. No es ninguna invalidez o carencia, sino una pureza. Somos incapaces de amar u odiar. Es nuestra nica cualidad, nuestro vigor y nuestra fortuna. No tenemos nada que disimular, nada que proteger; no poseemos nada. La sbana que nos cubre nos sirve de ropa y de mortaja. Los aros del tobillo son nuestro nico asidero a tierra; nos guan y nos mantienen en pie. No tenemos edad, puesto que carecemos de sentimientos o emociones. Desde que cumplimos la orden de abandonar nuestros morabitos e ir impartiendo justicia por el pas, ya no dormimos. Verdad es que evitamos salir de da; simple medida de precaucin; nos lo desaconsejaron. Por la noche, intentamos poner orden. Cada cien aos debemos dar prueba de nuestra santidad; merecerla de nuevo; de lo contrario, no volvemos al morabito sino a un cementerio cualquiera; muertas entre los muertos, cuerpos destinados a los gusanos,

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entre otros cuerpos annimos que se deshacen hasta convertirse en polvo. En este querido pas, la justicia de los hombres est manchada de corrupcin; es indigna de su historia y de su destino. No podemos enmendar todos los entuertos; necesitaramos tiempo y, entonces, habra que vaciar todos los morabitos de sus santos y enviarlos por ciudades y pueblos a hacer justicia. Muley Idris, fundador de esta tierra, que nos trajo el Islam y la paz, no reconoce ya lo que l edific. Vosotros no sois ms que un puado de hombres y mujeres desamparados, que sobrevivs a la pobreza, a la sequa y a la desgracia; ellas han vaciado vuestra aldea y desterraron a vuestros hijos hacia pases donde hace fro y pierden el alma y la razn. Hemos atravesado ciudades donde los hombres son cada vez ms viles, ganapanes, acrbatas, bufones para turistas; las nias trabajan en telares y las despiden al cabo de un ao, el tiempo justo para enfermar de tuberculosis. Ellas, en cuanto pueden, vuelven a trabajar, esta vez en una fbrica de alfombras, y les pagan dos dirhams por hora; dos dirhams dan para un pan y una cucharada de manteca. No vamos a hacer el inventario de lo que os han desposedo en este pueblo, donde ya no se puede decir ni una sola oracin. Os conocemos a todos: Xixa, el zapatero, que anda descalzo; Rahu, el hombre estril que copula con las cabras; Wali, el maestro, que perdi la memoria; Rafik, el carnicero, que vende carne de burro por vaca; Bziz, astuto como un mono, ya no crece ms y vive en los rboles; Baz, su hermano, que cada vez que oye al almudano, suelta una exclamacin; Riha, la mujer que duerme con las ratas; Burass, el desenterrador de cadveres, que vende crneos a los extranjeros; Ghul, el hombre que asusta a los nios y que, ahora, ya no asusta ms que a s mismo; Lalla, el hombre que se considera mujer, ya no sabe quin es; Zerzai, el hombre que venda cuerdas y que vive en el extremo de una de ellas en el fondo del pozo, dice que la vida all dentro tiene sentido y la gente sigue llevndole pan y aceitunas; Barasit, la mujer que cree ser una radio extranjera y distorsiona las ondas de la emisora nacional silbando entre dientes; Ahmed y Mohamed, que esperan la muerte en un banco de piedra, intercambiando recuerdos; Rquia, cuyo hijo desapareci; era un soldado valiente, muerto sin haber combatido; Salah, que no se baja de su borriquillo desde que detuvieron al hijo en una manifestacin en la ciudad, duerme sobre el lomo del burro y da vueltas de un lado para otro; Friha, que ya no tiene dientes, se ha sentado en un banco y espera; Rahma, que sigue amasando pan como si toda la familia siguiese all; Mulay, que dice descender del profeta, cuando todo el mundo sabe que se despe por las piedras y un buen da cay en el pueblo; Chrika, la segunda mujer de Mulay, que slo come hierba; Asser, el leador, que ha quemado la mayora de los rboles... Los dems son buena gente que no entiende lo que les pasa. Viven y se contentan con poco, esperando el verano para volver a ver a sus familias que estn en el extranjero. Radhia, t eres el da y la luz de esta aldea. Sers la ltima en abandonarla. Eres su testigo, su pasado y su honra. Nos vas a ayudar a traer a Fatoma. Su hermano es el nico que puede hacer justicia y extirpar de ella el mal y dejar a esa vbora desvitalizada entre otras vboras con todo su veneno. Creste que ramos enemigas, cmplices de Fatoma, que llegamos aqu para hacer el mal. Nos hemos apoderado del minarete. Nos quedaremos aqu, inmviles, invisibles de da, velando por vosotros. Asistiremos, como todos, al careo entre Fatoma y su hermano. Mientras no se haga justicia en este pueblo, la maldicin de Dios, de sus profetas y de sus santos, caer sobre l. No durmis esta noche. Salid de vuestras casas. Sentaos en los bancos de

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piedra y esperad.

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Ahmed y Mohamed, los dos ancianos de los recuerdos mezclados, fueron los primeros en acomodarse en el banco. A qu estamos esperando? Radhia lo sabr. S, bueno, pero, saber el qu? Que por fin va a ocurrir algo en este lugar maldito. Algo bueno? Bueno o malo, qu ms da! Te has fijado en el color del cielo? Es la aurora. El cielo tiene el color de nuestra paciencia... Un color tenue y resignado. No; es el color de cuando se enciende una hoguera. Nada de eso; yo dira de cuando se apaga una hoguera. Hace tiempo que renunciamos a lo que se mueve y vibra. Slo llevamos en nosotros el color de lo que se extingue y petrifica. El que estemos sentados no significa que estemos petrificados. Quiz lleves razn. Pero, entonces por qu los recuerdos crecen dentro de nosotros, nacen y renacen en nosotros, como las hierbas salvajes entre las lpidas? Los recuerdos son nuestra verdad; son testigos de la pobreza de nuestro presente. As son los tiempos! As es la poca, una vieja araa que teje su tela con nuestras palabras cansadas e intiles! Qu solos estamos! Solos y abandonados; pero la culpa es slo nuestra... Aunque no seamos ms que sombras? S! Unas sombras deshechas por el tiempo, sentadas hoy en un banco de piedra, a la espera de que los rboles se inclinen, se abran las tumbas y los antepasados salgan al final de la noche, recordndonos nuestra indignidad... Apareci entonces un hombre disfrazado de corsario, con un esplndido sombrero de fieltro en la cabeza, con una campanilla colgada del lado derecho, y un monculo en el ojo izquierdo, esgrimiendo una espada de madera. Desprenda, a medida que avanzaba, un humo rojo, amarillo, verde, azul y blanco. Hizo sonar la campanilla para convocar a los ausentes a este lugar, desde hace tiempo abandonado. Llevaba, en cada hombro, un halcn ciego. El hombre, surgido de la aurora, llegado de lejos, conoca perfectamente el pueblo y a sus habitantes de los tiempos en que an la maldicin no reinaba en el corazn de los hombres, los tiempos en que nadie estaba obligado a irse al extranjero, los tiempos en los que las mujeres eran hermosas, felices y paran; en que la vida transcurra a un ritmo afortunado; el ao todava tena cuatro estaciones; al pueblo lo regaba el agua del manantial; haba muchas fiestas alegres; hasta los animales vivan en apacible serenidad. El hombre no era ni corsario ni payaso; era la primavera. La primavera en pleno verano. Quizs era un espejismo de los dos ancianos medio dormidos; un golpe de gracia a una nostalgia maltrecha, a una espera cada vez ms enajenada. Fuese espejismo o no, aquella primavera hablaba. La primavera era una voz que bajaba de la montaa, tan pura como un manantial; la voz

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de un antepasado, un compaero del jeque Ma El Ainin, el rebelde del sur que haba vencido a generales franceses y espaoles. La voz era clara e incluso conocida. Seran ellos los nicos en escucharla? Mientras hablaba la primavera, los dems habitantes salieron de sus casas y se sentaron a los lados de la carretera, formando una hilera mientras pasaban las palabras: Yo soy Hammu Ben Mohamed Ben Omar Essadik, el que cay en el campo de honor de Tiznit, al lado de nuestro gran jeque. Vuelvo hoy, alertado por un nio. S que el pueblo ha sido abandonado por los hombres. Se fueron para trabajar en otro lado. Algunos volvieron para llevarse a sus familias y se han ido para siempre. Otros se han olvidado de todo y deambulan por las ciudades, como mendigos y cobardes. El pueblo se ha convertido en un antro de traficantes y de brujas. En l venden sesos de hiena para hacer sortilegios y provocar desgracias; preparan pcimas mortales y se amasa pan, no pan de vida, sino de muerte. Desde que muri un nio envenenado por una mujer feroz, que se sirvi de una criatura inocente para saciar su envidia y su venganza, Dios maldijo este lugar. Ya no ha habido ningn nacimiento; todas las mujeres se quedaron estriles; en cuanto a los hombres, fueron apartados de sus esposas. Por eso aqu slo quedan viudas y viejos, tendiendo la mano a la muerte. He vuelto porque se acerca el da sealado para descubrir el tesoro escondido en la montaa. La mano digna de indicarnos su lugar exacto no est entre nosotros. Lamentablemente, vuestras manos son intiles. Ya no sirven para nada; estn muertas y vosotros no lo sabis. Son manos que no dan nada y nada reciben. Son toscas y temblorosas. La nica que tiene an las manos limpias es Radhia. Ella salva la honra y la virtud de este lugar. Esperemos para dar la bienvenida a la que liberar al pueblo de la maldicin; es una doncella, nacida cerca de un manantial de agua pura, y tiene dos pasiones: la justicia y la sabidura.

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Era, pues, la madrugada del tercer da. Me gusta la atmsfera irreal, casi soada, en la que apareca sumido el pueblo, desde lejos. Dirase un cementerio blanco con algunos morabitos. Mi padre tena los ojos colorados por el cansancio; pero estaba contento de haber cruzado tres pases en un tiempo rcord. Tena prisa por llegar, consultaba a menudo el reloj como si tuviese una cita importante. As que era eso! Una cita con el destino, el desenlace de un viejo asunto familiar. Mi madre y los nios dorman. Los despert el eco de un grito prolongado y doloroso; eran las albrbolas entonadas por las gargantas de las mujeres, que nos esperaban a lo largo de la pista que conduca a la plaza central del pueblo. Los hombres estaban enfrente de la plaza, alineados como un pelotn. Haba motivos para sorprenderse, pero este recibimiento excepcional debi de haber sido preparado por alguien que no veamos. Los hombres y las mujeres, envejecidos y cansados, parecan estar bajo el influjo de una autoridad poderosa y probablemente invisible. El pueblo estaba en tal estado de deterioro y despojo que costaba trabajo reconocer los lugares. Quiz nos habamos equivocado de pueblo; mi padre estaba desorientado por el cansancio del viaje. No entenda nada de aquel recibimiento. Mi madre, demasiado ocupada con los nios, tampoco saba dnde estbamos y qu suceda. Las pocas casas que quedaban en pie estaban en ruinas; el suelo cubierto de maleza y de botellas de plstico. Yo buscaba con la mirada nuestra casa. En lugar de sta, slo quedaba un montn de piedras. La tienda de comestibles estaba abierta; slo haba unas cuantas latas de conserva en las estanteras. Era una guarida de perros y gatos. Los hombres y mujeres nos miraban sin hablar. Algunos tenan hatillos de ropa a su lado. Se hubiera dicho que aquellos habitantes slo esperaban nuestra llegada para mudarse a otro lado, cambiar de vida y, quiz, abrazar, por fin, la muerte. Nuestra llegada les liberaba de algo: el peso de una culpa, un pecado o una desgracia. Mi padre, al principio, atontado al ver semejantes fantasmas salir de una pesadilla, solt una carcajada. Mi madre, rodeada de sus hijos, no se mova; esperaba dentro del coche. Yo segu a mi padre. Avanzaba con paso vacilante. Saludaba a unos y otros; nadie responda. Era acaso una trampa? Estaramos quiz en un asilo de locos o en un cementerio? Un olor a moho se desprenda por todos lados. Eso era quiz el olor de la muerte, la muerte lenta que se acomoda, sin fiebre ni violencia. Mi padre ya no rea. No haba ni casa, ni finca, ni pueblo. Reconoca algunos rostros, pero no se atreva a decir nada. Al llegar a la altura de los dos ancianos de los recuerdos mezclados, uno de ellos se le acerc y le pregunt: Tienes algn recuerdo para intercambiar conmigo, un recuerdo que enviar al cielo? No me queda ya mucho para irme... O, si quieres, puedes confiarme un recado para tu padre o tu abuelo; se lo transmitir en cuanto llegue. El otro anciano intervino: Sabes? Hace tiempo que esperamos este da y esta hora. Al fin has vuelto para liberar al pueblo de la maldicin. No replic Radhia, que se hallaba frente a mi padre. No es l el que nos va a liberar. Es ella. Me seal con el dedo.

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En ese preciso momento apareci un anciano, vestido de blanco a lomos de un caballo gris. Detrs de l, una mujer, con las manos encadenadas, caminaba penosamente, con la cabeza gacha. El viejo jinete se detuvo. Con un gesto orden que todo el mundo se sentase. La mujer encadenada fue la nica en permanecer de pie. Nosotros nos sentamos tambin, en el suelo, a escuchar: Bienvenidos! Bienvendidos seis a esta tierra donde ya no crece nada, ya no vive nada. Como podis comprobar, slo hay ancianos sin alma y algunas piedras. Todo se ha transformado en piedra y en polvo desde que la desgracia se apoder de los corazones. Desde que te fuiste, hijo mo, desde que te llevaste a tu familia, despus de enterrar a tu hijo, vctima de una horrible intriga; desde que la inocencia ha sido golpeada, desfigurada por las manos del odio, todo lo que permita al pueblo vivir ha cesado. Todo se ha deteriorado, todo se ha hundido en la decadencia. Todos nos iremos de este lugar. Se lo dejamos a las hienas, a los chacales, a los perros salvajes y al viento. Pero antes de ello, dime si ests dispuesto a perdonar a la causante de tanta desgracia. Quin soy yo para conceder el perdn? No soy ni santo ni profeta. No soy ms que un pobre hombre que trabaja para ganar la vida de sus hijos. No soy ms que un campesino que no sabe ni leer ni escribir, pero que cree en el Bien, en Dios y en su Profeta; un campesino convertido en obrero, en tierra de cristianos. He vuelto porque all la vida es difcil. Temo que la tierra de los cristianos me robe a mis hijos. As pues, recog todo y he regresado para trabajar la tierra y dar a mi familia una vida mejor. Pero el pueblo ha sido destruido. Tembl la tierra acaso? Acaso descendi un rayo del cielo? Hubo una guerra? Ya no reconozco a nadie. Qu derrota! Qu miseria! La mujer encadenada se precipit a los pies de mi padre y se los bes, exaltada, llorando: Librame, perdname, estoy habitada por el diablo, soy la encarnacin del Mal. Ya no reconocers en m a tu hermana, la que jugaba contigo cuando ramos nios. He sido poseda, he causado la desgracia. Ahora voy a morir, pero quisiera irme con el alma sosegada. El alma? S. Ya s; no tengo alma; en lugar de ello tengo un trapo lleno de alquitrn y de grasa, pero no me dejes morir envuelta en odio. Desde que he dejado de ser malfica, sufro, porque el veneno vuelve a verterse en mi sangre. Me enveneno yo misma, me destruyo por m misma y vivo en un infierno. Hasta la tierra me ha rechazado. Me quise enterrar para morir asfixiada, pero las piedras me rechazaron. Me empujan hacia arriba como si fuese una mala hierba, un parsito invasor. He intentado ahorcarme, pero la soga se rompi. Estoy condenada a vivir con este sufrimiento. Librame, perdname! T eres el nico que puede darme la muerte que necesito. Para ello, basta con que poses tu mano derecha sobre mi cabeza y que digas la frmula: Yo, hermano de Slima, ms conocida por el nombre de Fatoma, al posar la mano sobre su cabeza, aparto la maldicin que lleva en ella y la abandono en manos de Dios todopoderoso; l es el nico que sabr hacerle padecer el castigo que merece. Repite conmigo. Tu palabra ser recibida en lo alto, pero no la ma. No soy ms que una asesina y nunca comprender por qu soy tan mala. Mi padre puso la mano sobre la cabeza de Fatoma y recit la frmula. Hubo un momento de silencio; luego el cuerpo de la mujer se irgui lentamente; se puso de pie, frente a su hermano. Lo mir fijamente,

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retrocedi un paso y le lanz un escupitajo en la cara, gritando: No eres ms que un perro, un cobarde, un desgraciado que va cargando con su familia de un pas a otro; te has credo que ponindome cndidamente la mano sobre la cabeza todo se iba a borrar entre nosotros. Entrate, hombre, que el Mal tiene un poder indestructible. Yo te sobrevivir y seguir quemando las tierras de los que se van. Acomodar el sufrimeitno en los corazones. Hermano run! Masa maleable hecha de bondad y de manteca rancia; ya ests aqu de vuelta, frente a una comisin de acogida compuesta por carcamales y fantasmas que ya no saben en qu cuerpo habitan, seres con los ojos reventados por los halcones de nuestro antepasado. El pas te ha olvidado; te ha tachado de la lista, tanto a ti como a los dems. Devuelve a tu prole al pas del Poniente, all donde los vas a perder seguramente. Ya no hablarn tu lengua, no escucharn tus palabras, no harn los mismos rezos que t; y es probable que no recen en absoluto. Se irn de ti, te irs de ellos; regresars a tu tierra, esperars la muerte sobre las cenizas de las tierras quemadas. Eso es lo que est escrito. Adis. Era mi deber estar aqu y avisarte. Ahora ya no siento odio por ti, slo lstima... Ya pronto va a amanecer; me voy... Con los primeros resplandores del amanecer, su cuerpo se diluy en el aire; se lo trag la luz. Los viejos se fueron a dormir; y nos quedamos solos, petrificados ante el recibimiento, una pesadilla provocada por un cansancio enorme, tras un viaje tan largo. De hecho, el pueblo segua existiendo; venamos de otro mundo; nuestros ojos se haban acostumbrado a otros espacios. En realidad, el pueblo no haba cambiado demasiado. Se haba deteriorado, la vida se fue yendo poco a poco de l, se haba vaciado. Los que seguan viviendo en l permanecan all porque no podan hacer otra cosa. Los muchos aos y la invalidez los mantenan en el mismo sitio, donde nada se mova. No haba por qu buscar un sentido ni una lgica a lo que nos estaba pasando. Por otro lado, la mujer que se haba prosternado ante mi padre no era su hermana. No era Fatoma, la que mat a mi hermano Driss. La mujer que haba estado all, hablaba como ella, pero tena una cara distinta. Nuestros ojos creyeron verla y nuestros odos escucharla. Estbamos cansados, cercados por nuestras alucinaciones, engaados por nuestros sentidos. Nuestra casa segua estando en su sitio; las cosas estaban cubiertas de una capa espesa de polvo. Por todos lados las araas haban tejido su tela. Ola a ausencia y abandono. Madre sac una sbana grande y la extendi en el patio. Nos quedamos dormidos, sin ms demora, los unos junto a los otros. Haba que refugiarse en el sueo, despus de tres noches de cansancio, pasadas en vela. Mi padre no descarg el coche. Ya no exista el deseo de desembalar; l no deca nada. Se haba dado cuenta de que se haba equivocado. Ese da las maletas y los paquetes no saldran de la camioneta. Todo estaba bien atado. Si se hubiera sacado cualquier objeto, lo dems se habra venido abajo. sa era nuestra vida y nuestro bien. Despus de pasar un da entero durmiendo, mi padre me despert suavemente y me pidi que le acompaara al cementerio para rezar sobre la tumba de Driss. Me haba escogido a m porque yo era la mayor, la que saba cmo haban matado al nio. Por el camino, ya iba rezando. Tena la cara seria y hermosa; una barba de tres das. Yo le pas las manos por las mejillas surcadas por una arruga vertical. Mi padre era un hombre que haba trabajado siempre. Ningn descanso; ningunas vacaciones. A la entrada del cementerio nos acogi Radhia. Os esperaba dijo. Y por qu? pregunt mi padre.

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Porque lo que buscis ya no est aqu! Cmo es posible? La tumba de Driss ya no est aqu? Ese nio es un ngel. En cuanto lo abandon el alma se fue derecho al paraso. En fin, no te estoy diciendo nada nuevo. T sabes que los nios se transforman en ngeles en cuanto los alcanza la muerte. S, pero su cuerpo debe de estar aqu... Debera estar. Pero ya se sabe; lo importante es el alma y no el cuerpo; cuarenta das despus de la muerte se desocupa la tumba... Pero, cmo? Eso es ilegal. Est prohibido por la ley... Qu ley? Aqu no hay ms ley que la de los hombres; y, los hombres, sobre todo aqu, estn corrompidos. Todo se compra, todo se vende, hasta el cuerpo de un nio! Ya has visto el estado en que est el pueblo; has visto que el aduar ya casi no existe. Estamos en este lugar retirado, lejos de la ciudad, lejos de todo, en la cima del Mal. Desde hace algunos aos sobrevivimos sin moral, sin ley, sin religin. Y es por vuestra culpa. Os habis marchado todos, los unos tras los otros. Pero, dnde est la tumba de mi hijo? Debera estar all, donde enterraron a Hach Mimuni, el que hizo tres veces la peregrinacin a La Meca y que estaba decidido a convertirse en el santo patrn de Ait Sadik. No debera haberte dicho todo esto. Di tus oraciones; all donde est, l te oir; en todo caso, llegarn a Dios.

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Desde aquel da todos mis sueos ocurren en cementerios. En general, slo me suceden cosas buenas en esos lugares, a menudo llenos de sol y de flores; episodios que empiezan bien, con una carcajada, y luego quedan pendientes, inacabados. No me vuelvo a encontrar con ellos jams. Quiz el sueo ms bonito que tuve en un cementerio musulmn fue uno sobre msica. Como la mayora de los nios de este pas, tuve una infancia sin msica. En casa no tenamos ni piano ni violonchelo ni tambor, ni siquiera una armnica. La msica me llegaba por fragmentos, a travs de los dems. Y acaso eso era msica? Unas letanas lnguidas y llorosas, unas canciones llegadas de Egipto, poemas de amor cantados por bellas voces, salpicados de refranes capaces de hacer llorar a una ciudad entera. Eso es lo que escuchaba sin prestarle atencin. Era un da primaveral. Pasaba por encima de las tumbas, corriendo de puntillas, empujada por una brisa suave. Con una celeridad extraordinaria, iba calculando la edad de las personas enterradas all, simplemente echando una rpida mirada a las lpidas. En unos cuantos minutos sumaba las edades, luego las divida por el nmero de muertos, y as obtena la cifra de cuarenta y nueve aos, tres meses y cinco das; la media de edad de este pequeo cementerio. La orquesta que se me apareci estaba compuesta de cuarenta y ocho msicos, ms el director, joven y guapo, con una batuta en la mano. Todos llevaban esmoquin. El director pidi un poco de silencio a unos pjaros que estaban gorjeando, se dirigi a m, y luego dio la seal a los msicos, que tocaron una msica alegre, feliz y que corresponda probablemente a la primavera. Ms tarde supe que no poda ser ms que Las cuatro estaciones de Vivaldi. De lo que me acuerdo perfectamente es del momento en que el cielo se volvi oscuro y la msica triste. Me di la vuelta y vi las tumbas abiertas. Cuarenta y nueve tumbas abiertas, de las que brotaban un humo blanco. Tena fro y no oa la msica que estaban tocando. Me haba vuelto sorda y los pies se me hundan lentamente en la tierra hmeda. Me agarraba a la lpida, pero una mano, con fuerza, me atraa hacia el fondo de la tumba. Yo gritaba, pero no me sala ningn sonido de la garganta. Al mirar el fondo de la tumba vea pasar imgenes mgicas: los colores vivos de los vestidos de las mujeres del campo se mezclaban con banderas, agitadas por manifestantes. Segua sin or nada. Todo se me remova por dentro; estaba presa de lo que mi madre calific, al da siguiente, cuando le cont mi pesadilla, de borrico de la noche. Tras nuestro regreso a Francia, tan precipitado como nuestra ida, mi tierra natal invada mis noches en unos sueos que se transformaban en pesadillas. Todo me obsesionaba: los paisajes, las caras, los colores del cielo, los olores de la naturaleza, las especias y los ruidos. Y all estaba, adems, la imagen del tesoro escondido en la montaa y cuyo plano estaba dibujado, decan, en las lneas de mi mano. Tena un profesor de literatura, un hombre muy culto, descendiente de una familia de aristcratas venidos a menos, que nos deca: Mi padre era rico y famoso; yo estoy arruinado y no soy famoso an. El profesor haba vivido y trabajado en Italia; su estancia all haba acentuado su elegancia y su generosidad. Se interesaba mucho por los alumnos y se mostraba, en especial, atento a los que venan del Magreb. Aquel hombre tena un don: saba leer las palmas de las manos. Yo tena un deseo escondido: que algn extranjero me leyese la mano.

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Quera saber y sobre todo comprobar lo que mis padres y abuelos crean. Era yo verdaderamente la clave de aquel tesoro escondido en la montaa? Era yo u otra nia, quiz alguna prima, la de la mano afortunada, la mano cuyas lneas conducan al lugar secreto? Yo me deca que si Monsieur Philippe De... lo llambamos as por la partcula que preceda a un apellido impronunciable confirmaba aquella vieja historia, dejara de llevar sobre m una leyenda que se haba convertido en una enorme carga. Monsieur Philippe De era un personaje original; se distingua de los dems profesores por su sentido de la pedagoga, basada en el juego, la incitacin a la curiosidad y la lucha contra el aburrimiento. Algunos decan de l: Es un anticonformista! Nosotros no entendamos lo que significaba esa frase, pero suponamos que deba de ser una crtica. Nos enseaba literatura y poesa. Nos contaba historias que le haban ocurrido. As fue cmo nos dio una bella leccin de pintura, con el pretexto del robo de un cuadro que sus padres haban heredado. No sabamos que un cuadro poda costar tantos millones. Desde entonces, s todo sobre Matisse, su vida, sus colores, sus pasiones, sus dramas y su estancia en Marruecos. Monsieur Philippe De nos llevaba al museo, invitaba al liceo a escritores, proyectaba pelculas y nos haca escribir cuentos. Yo cont mi historia, o, para ser exactos, la historia de una pequea pastora del Alto Atlas, que haba sido designada por sus antepasados para encontrar un tesoro escondido en la montaa. Yo evocaba las lneas de la mano, reproduciendo en parte el plano del lugar codiciado. Describa, sobre todo, los apuros y miedos de una joven que haba abandonado su pas y que estaba haciendo perder, a su familia y a su cbila, un arcn lleno de monedas de oro... Monsieur Philippe De me llam, al final de la clase, y me dijo: Tu cuento es autntico o te lo has inventado? Me lo he imaginado, monsieur... l se dio cuenta de que menta. Me tom la mano izquierda, la observ; luego la mano derecha, las compar y, luego, sintindose algo turbado, dijo: No es el lugar apropiado para leerte las manos. Necesito concentrarme. Veo cosas, pero prefiero mirarlas en otro momento, con ms calma. Ya te dir cundo. Se haba puesto lvido y le temblaban las manos. Estaba impresionado por lo que haba visto o presentido. Me qued desasosegada. Una semana ms tarde llam a mis padres, que le invitaron a casa a tomar el t. No era la primera vez que vena. Le gustaba hablar con los padres de sus alumnos. En casa lo encontraban simptico. Siempre traa libros a mis hermanos y hermanas, discos o entradas de teatro para la tarde de los domingos. Aquel da ley las manos de toda la familia. Se rea y bromeaba con los nios que le rodeaban y le ofrecan las manos abiertas. A cada uno le deca una palabra amable: a Malika, le predijo un porvenir lleno de jardines floridos; a Lotfi, le habl de amor y mujeres hermosas pero difciles; a Nadia, le adjudic un carrito lleno de chocolate y caramelos; en cuanto a m, habl en un tono grave y serio. La lnea de vida y la lnea de la suerte se cruzan en un punto en el que en la lnea de la salud hay un leve motivo de preocupacin. Debo confesar que pocas veces habr visto una mano tan rica, tan compleja como la tuya. Veo venir muchos acontecimientos. Hay que decir, tambin, que te ha ocurrido una desgracia hace algunos aos. Veo la prdida de un ser querido y veo un ojo inmenso que se lo trag. No leo el porvenir. Nadie puede hacerlo; pero, partiendo del pasado, puedo prever o presentir por dnde van a proseguir su camino los

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acontecimientos. En esta mano hay huellas de tu historia del tesoro. Veo un secreto; tiene la forma de una estrella; la estrella se mueve; el secreto es difcil de guardar, difcil de llevar. De hecho, tiene el aspecto de un destino; tu vida est bajo el signo de este secreto. Pero, por qu es tan pesado de llevar? Su presencia te impide estar alegre y despreocupada. No hay que dejar que esta historia te hunda. Tienes que conseguir desprenderte de ella. Hace un rato le vi, rpidamente, la mano a tu madre. Ella tambin tena huellas de esta presencia. No s cmo ha hecho para liberarse de ella. Ni siquiera debe saberlo ella misma. Pero, qu es lo que ve usted que sea preocupante? No es preocupante, es turbador, es maravilloso; es la diferencia entre la gente de la montaa y la gente del llano, entre los que vienen del norte y los que llegan del sur. T eres una nia del sur, donde la razn es secundaria, donde el silencio, lo invisible, la sombra y la noche, el agua y la luz son la esencia misma de la vida. As que estoy extraviada? No. El ser portador del secreto no debe extraviarse. T eres joven y, sin embargo, segn tu mano, has corrido ms rpido que el tiempo; parecera que un viento, llegado del desierto, te hubiera empujado y de haberte enfrentado con l, te habra maltratado. T has seguido tu camino; es lo que haba que hacer. Ahora, has adquirido una madurez que te resguarda de las tempestades. Y ese tesoro, qu es? Acaso soy yo el que tiene que saberlo? Nadie puede ayudarte a responder a esta pregunta. Yo he visto cosas, he percibido sombras, he encontrado huellas; son elementos desparramados de un enigma. Es un bello enigma. Hay misterio y duda, disturbio y fascinacin. T eres la que debe desenmaraar los hilos de esta historia maravillosa. Pareca agotado. Se levant y me pidi que lo disculpase ante mi madre. Monsieur Philippe De se fue, dejndome totalmente desamparada. Una historia maravillosa! Qu historia? Dnde empieza? Quin es su protagonista?

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Mi historia mi supuesta historia no era trivial; proceda de un libro grande, lleno de cuentos. Fue Victor, el personaje de los ojos desorbitados, el que me la cont. l, sentado en su silla plegable, y yo en el suelo, con las piernas cruzadas, tuvimos toda la noche para encontrar las calles, las casas y los palacios donde esta historia, supuestamente, se desarrolla en un siglo remoto: T te llamabas Kenza y tenas una hermana gemela que llevaba el nombre de tu abuela Zineb. Vuestro padre era un jeque, un gran seor, arruinado por varios aos seguidos de sequa. Era un hombre santo, querido y respetado por la familia y la cbila. Tena diez hijos, vosotras erais las preferidas. Para complaceros, estaba dispuesto a todo. No slo erais inseparables, sino que era impensable imaginaros la una sin la otra, hasta el extremo que formabais una nica y misma persona. Sin embargo no os parecais tanto. Zineb tena los ojos claros; los tuyos eran negros. T tenas el pelo corto y rizado; Zineb, liso y largo. T eras morena; Zineb tena la piel clara. Tenais casi la misma estatura, pero no el mismo andar. Esto, en cuanto al cuerpo; en lo que respecta al carcter, os complementabais de un modo sorprendente. Cuando una se enfadaba, la otra se mostraba tranquila; cuando una enfermaba, la otra gozaba de buena salud; nunca estabais disgustadas al mismo tiempo; lo hacais por turno. Entre las dos os habais convertido en la mujer ideal, dotada de una inteligencia excepcional. La frase que una iniciaba poda, con soltura, terminarla la otra. Las veais venir! Tenais secretos y nadie se aventuraba a indagar en ellos, pues no admitais intrusos ni curiosos; erais, incluso, capaces de castigar con las mayores desventuras a los que se acercaban a vosotras ms de lo debido. Un da, un hombre rico y poderoso, a cuyos odos haba llegado la fama de vuestra belleza, se present ante vuestro padre, seguido de una caravana de obsequios. Era, pues, una peticin de mano. Acababais de cumplir dieciocho aos. Erais unas flores entre las flores, tenais una belleza que embelesaba; erais taimadas y crueles, dispuestas a la aventura, sin escrpulos. El hombre era mayor, calvo y bastante grueso. Su peticin os haba parecido descabellada. Para castigarlo decidisteis aceptarla. Cuentan que dijisteis a vuestro padre: Padre, este hombre ha venido a comprarnos, no es cierto? No digis tonteras. Vosotras no tenis precio. El hombre est enamorado de vuestra belleza; lo he recibido y atendido; pero no estoy tan loco como para ofrecerle una de mis perlas, por muy excepcional que sea la dote. Padre, sabes que nos enternecen los hombres a los que les gusta la belleza? No rechaces su peticin. Mi hermana y yo pensamos honrarlo a nuestra manera. Dile que somos inseparables y que si desea a Zineb, habr de casarse tambin con Kenza... Puesto que es un hombre al que le gusta la belleza, se sentir satisfecho. Aceptamos sus regalos y su dote a condicin de que se case con las dos a la vez. Pero, acaso no sabis que eso est prohibido por nuestra religin y que ya est casado y que tiene hijos de vuestra edad?

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Eso no nos molesta. Estamos dispuestas a este sacrificio para salvarte de la situacin en que te ha dejado la sequa. Vuestra actitud me preocupa. Vosotras, jvenes y hermosas, por qu habrais de enterraros en la casa de un anciano? Me preocupan tambin vuestras sonrisas. No pienses as, padre! Este hombre necesita de la juventud para vivir. Estamos dispuestas a instilarle parte de nuestra vitalidad y de nuestra juventud. Pero has de saber una cosa, padre: este hombre lamentar un da u otro el haber venido a pedir a la belleza en matrimonio. El padre mand llamar a su futuro yerno y le dijo: Tengo el honor de anunciaros que vuestra peticin de mano ha sido aceptada, no solamente por m y mi esposa, sino por Zineb y Kenza. El nico impedimento es que mis hijas gemelas tienen establecido entre ellas un pacto: el ser absolutamente inseparables. No puedo, por consiguiente, daros la mano de una sin obligaros a que tomis a la otra tambin. Aceptarais esta clusula particular? Me hacis un gran honor con ello. Pero, estn ellas conformes? Habis de saber que por nada del mundo privara a una joven de su libertad... No solamente estn conformes con ello, sino que lo exigen. Siempre han sido inseparables... La otra condicin es que no desean festejos; se habr de proceder discretamente. El matrimonio tuvo lugar unos das despus. Os mudasteis a la casa del anciano que os abandon a vuestros juegos y slo se preocupaba de vuestra comodidad. Era rico y feo, pero no tonto. Nunca entr en vuestra habitacin. Nunca se consum el matrimonio. De vez en cuando os diriga una carta de amor en la que se lamentaba de la falta de tiempo y de energa para ocuparse de vosotras. De esposas animadas por un sentimiento de venganza, os convertisteis en prisioneras en un castillo de oro del que no tenais posibilidad de escapar. El anciano cay enfermo. Os mand llamar y os entreg una llave de oro: Hermosas mas, perlas mas, las perlas ms hermosas, lamento haberos abandonado. Os agradezco que hayis trado a esta casa la vida que le faltaba. Desde vuestra llegada, mis bienes se han duplicado; mis negocios han florecido y mi pasin por la vida es un bello desquite frente al tiempo. Vuestra presencia ha iluminado mis largas noches, aunque no las compartisemos. Slo pensar que erais dichosas en esta casa me procura alegra. Si os he reunido esta noche es para proponeros que recobris vuestra libertad. Yo os necesitaba; ahora me toca a m serviros. Vais a regresar a casa de vuestros padres. Aceptad esta llave de oro; abre un pequeo cofre donde se encuentra parte de un tesoro que vosotras me habis ayudado a encontrar. Ya lo s; no estis al corriente de nada. Sera demasiado largo de explicar. Habis de saber, no obstante, que gracias a vuestra presencia en estos lugares he conseguido llenar varias arcas de monedas de oro. Es, pues, natural que seis recompensadas. El cofre ha sido enterrado, durante la noche, en alguna parte de la montaa. El plano del escondrijo no me es conocido, yo tena los ojos vendados. Nadie sabe dnde se encuentra el tesoro. Dentro de cien aos nacer una nia con el plano dibujado en las lneas de la mano. Vosotras, probablemente, ya no estaris aqu para abrir el cofrecillo con esta llave. Pero habris de darla, de madre a hija, hasta el da que aparezca la que, sin dificultad, conduzca hacia el lugar secreto donde est enterrado el tesoro. Tras mi muerte, deberis casaros. Tened hijos, que a su vez crezcan y tengan otros hijos, hasta el da en que nazca el ltimo ser que lleve dentro el secreto y libere a la cbila, convertida en prisionera de sus leyendas, abandonada de Dios y de su Profeta.

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Desconfiad de la maldad de los hombres. En esta historia, una mujer ser portadora de la desgracia de la familia. se es el enigma; una historia que tiene cien aos y que te persigue hoy. Sabes, al menos, lo que ocurri con Zineb? Se cas con uno de los hijos del anciano, la maldijo su cbila y se qued con la llave del tesoro. Aquel casamiento, prohibido por la ley de los hombres y no por el Islam, fue el origen de todas vuestras desgracias. Poco a poco, los hombres desertaron del pueblo y marcharon a buscar trabajo al extranjero; luego se le despoj de sus nios; los manantiales de agua se agotaron y slo las piedras permanecieron en su sitio. Creo saber que la tatarabuela de Fatoma fue una tal Zubeida, que no es otra que Zineb, tu hermana gemela en la historia. La llave se perdi o la robaron. El tesoro no existe ms que en el cuento. T debes probablemente llevar las huellas de esta historia en las lneas de la mano. Ahora eres la nica que puede enterrar esta historia. Para ello debers regresar al pueblo y liberarlo de este maleficio, hecho de sometimiento y supersticin.

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Hacer, yo, otra vez, el viaje de vuelta al pueblo! Ni pensarlo! Eso no era de mi incumbencia, y, adems, ya no tena edad como para creer en esas historias del tesoro escondido por un viejo jeque, en un rincn de la montaa que domina y aplasta con su sombra a nuestro pueblo infeliz. A menudo me digo a m misma que la miseria debe de volver estpida a la gente. Hay que ver lo que son capaces de inventar para disfrazar la pobreza, adornarla y negarla! Una noche, la vspera de cumplir veinte aos, decid ordenar un poco todo aquello; primero en mi mente, despus en el resto. De un tirn, digamos de un gesto brusco de la mano, ech a Victor y me apoder de su silla plegable. El personaje dej de existir y ya no se entrometera en mi vida. Al principio lo haba adoptado porque me intrigaba, porque reuna todas las caractersticas de un personaje de teatro o de novela. Me haba servido, de hecho, pero se tom algunas libertades con la historia que supuestamente l tena que controlar. En lugar de mantenerse a distancia, como atento observador, se haba aliado con Malika e intentaba distraerla del camino recto para hacer de ella una penitente, como dice l. No le poda perdonar que me hubiese introducido en un cuento de noches y das lejanos. Despedir a Victor no fue tan fcil. Uno no se quita de encima un personaje como si fuese un trasto viejo. l regresaba a menudo, sobre todo de noche; se acomodaba en mis sueos y los volva pesadilla. Me hizo repetir el sueo del cementerio. Los msicos tenan, cada uno, una sierra y troceaban los cuerpos recin enterrados. Yo estaba pegadita contra un rbol y vea a Victor en el papel de director de orquesta. Diriga al conjunto con nerviosismo. De vez en cuando se volva hacia m con un gesto de la mano, tranquilizador. l, de hecho, me aterrorizaba. Tema la noche y el sueo, por ser lugar de citas con l. Al final de cada pesadilla, l se inclinaba hacia m y me deca con voz ronca: Hasta maana, hermosa; me gusta la sombra de tus noches; nunca te abandonar, porque nunca podrs desprenderte de m. Tenemos toda la vida para querernos y odiarnos. Que acabes bien la noche, hasta maana! Victor segua siendo un malvado. Cuando lo inclu en mi historia, no pens que se incrustara en ella de ese modo y que se vengara. Una noche se me apareci vestido de blanco, con un ramo grande de rosas en la mano. Detrs de l, una anciana vestida con una chilaba blanca traa una bandeja repleta de cortes de tela de seda. Los segua una joven que meca un incensario. Por primera vez nuestros encuentros no tenan lugar en un cementerio. Estbamos en una casa grande de estilo andaluz. Victor vena acompaado de su madre a pedirme en matrimonio. Haba crecido unos cuantos centmetros y tena el semblante sereno. Mi padre rechaz su peticin de mano porque l no hablaba ni bereber ni rabe. Yo no dije ni una palabra. De todos modos lo hubiera rechazado tambin. l deca que estaba enamorado de m y que no se imaginaba la vida sin mi presencia; amenazaba, incluso, con llevarme a la fuerza; hablaba de raptarme y secuestrarme; yo saba que era capaz de hacerlo. Por qu me rechazas, tras haberme inventado? Juegas con los seres como si fueran objetos. Yo no era un hombre corriente. T me encontrabas extrao; yo era extrao. T queras que fuese perturbador, tambin lo era.

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Me habas dispuesto entre las cosas raras y creas que no tena existencia, ni sentimientos, ni deseo, ni nada; creas que no era ms que una imagen, una quimera que t colocabas en una esquina, para vigilar a los dems. Yo me he aficionado a este trabajo y a obedecerte, a cumplir tus rdenes, a menudo murmuradas; si no lea en tus labios, lo haca en tus pensamientos y en tu rostro. Me he aficionado a tu cara, con esa frente alta y esos ojos negros. Me gustan tus ojos y tu sonrisa; me gustan tus labios gruesos y suaves; me gustan tus manos pequeas y finas; me gusta tu cuello; me gusta tu vientre; me gustan tus pezones; me gusta tu voz, es lo que mejor conozco. No me gustas cuando te enfadas y gritas. No es propio de ti, y sin embargo tambin eres colrica, quiero decir, nerviosa. Me gusta tu vida, me gusta tu historia. Eres una herona. Te das cuenta? Hace poco eras una pastora que slo hablaba con las cabras y los rboles. Lo has aprendido todo muy deprisa. Tienes mucho mrito. Por eso me enamor de ti. Hara lo imposible para quedarme a tu lado, para que vuelvas a ser mi amiga, mi amada, mi amor. Crees que no soy ms que un ser de papel, una sombra que atormenta tu historia. No, yo existo y me quemo por ti. Si sigues rechazndome, te seguir por todos lados. No tengo nada que hacer ms que amarte. Te pertenezco. Y me pertenecers all donde te encuentres, all donde vayas. Te seguir por todos lados. Hasta el momento he sido discreto. Slo irrumpo de noche, en tu sueo. No quiero molestar a nadie. Pero pronto invadir tus das con descaro. Cre que entenderas lo que ni yo mismo entiendo; lo que me est ocurriendo me atormenta y hiere. Yo estaba amoldado al silencio y a la oscuridad. En cuanto a mi existencia, te la debo a ti, tengo derecho a reclamar la vida. No puedes decirte a ti misma que slo era un juego y que, ahora, has de pasar a otra cosa. Viva gracias a tu mirada y a la atencin que me prestabas. El suelo por el que caminaba te perteneca, como mis frases, mis gestos, mis escupitajos, tics o insomnios. Al desviar tu mirada de m has estado a punto de darme un golpe mortal. Me he salvado de la aniquilacin porque tuve la suerte de mantener viva tu voz, ah, en mi caja torcica. Cuando t hablas, vibran mis bronquios. Tengo un poco de ti en este cuerpo incierto. Mis pies, de hecho, nunca han abandonado el suelo al que me has destinado. Me he vuelto lcido y tengo exigencias. Por el momento, te quiero para m slo; pero si lo nuestro se malograra, alertara a todas las criaturas que creaste y abandonaste despus. No soy un monstruo, aunque est hecho de humores, papel, palabras speras y notas de msica sin armona. Tengo, ahora, un corazn lleno de ti y no s adnde ir; querra evitar caer en lo que llamis _el dominio pblico_, donde cualquiera puede conocerme, violar nuestra intimidad o incluso romper la pgina en donde aparezco, porque no soy ni ser jams un hombre simptico, un hombre cualquiera que puede fundirse entre la muchedumbre y vivir, tranquilamente, su vida. Estoy en el umbral de tus noches y espero. Sigo fiel a ti y a m mismo. Sus irrupciones nocturnas eran cada vez ms patticas. l insista, se pona nervioso y me amenazaba con los peores castigos. Yo empec a asustarme. Acaso me estara volviendo loca? O ya lo estaba? Me miraba en el espejo y no vea ms que un rostro cansado por el insomnio o por un sueo agitado. Y si los dems personajes hicieran lo mismo? Y si irrumpan todos en nuestra pequea

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casa y se mezclaban con nuestra vida? Menos mal que no introduje en mi historia un ejrcito de soldados fogosos! Decid reaccionar. Haba que detener este engranaje y recuperar mis noches apacibles. Con quin podra consultar mi problema? Con la bendita de Madame Simone? Ella era asistente social, pero no psiquiatra! Con mi madre! Sera hasta capaz de llamar a los curanderos a casa. Mis compaeros de la facultad no entenderan nada; se reiran en mi cara y aprovecharan para tratarme de loca. Yo dudaba de m; a veces, en pleno da, oa la voz de Victor dicindome: Querida, no soy una quimera, un fantasma exiliado en la noche. Es a ti a quien amo y no tengo perdn al ejercer sobre ti esa tirana; no existo ms que por ti y aqu me quedar mientras respires. Tu desesperacin no digo tu sufrimiento me aflige; me gustara tanto ayudarte y poseerte de manera distinta al miedo y la amenaza. Sufro por este amor contrariado y no puedo dejar que la desgracia se apodere de nuestras almas. T crees que me has hecho sin alma, slo cuerpo, una imagen, hinchada como un globo, para simular la vida. Pero he de confesarte que he servido, al mismo tiempo, a otros, a una persona valiosa, que no me ha abandonado. Es un artista, un escultor al que serva de modelo. Debera decir de l que fue un hombre extraordinario, porque el infeliz muri, con la cabeza hecha aicos, por la obra de hierro que le cay encima mientras le brua los pies. No lo mat yo, fue mi doble esculpido en hierro. A pesar de estar hecho con un material ingrato, el artista me haba dado un alma. La guardo cuidadosamente en m; adems, desde el da del accidente, decid volver contigo. No corres el riesgo de que me caiga sobre tu cuerpo dbil. De todas maneras, ya no soy de hierro. Me has hecho de papel; tengo apenas el poder de perturbar tus noches. Con un poco de suerte invadira tus das. Para ello an hay tiempo. Querida ma, has de saber que no soy una quimera! La historia del escultor muerto a manos de su modelo era autntica. La prensa lo haba comentado. Fue un accidente. El zcalo no resisti. Dos gatos se estaban peleando; uno se agarr al brazo tendido de la escultura, el otro, al precipitarse sobre l, tir la masa de hierro encima del viejo artista, cayndole todo el peso en la cabeza. As fue cmo se me ocurri consultar a un escritor sobre el modo de desembarazarse de un personaje inoportuno. Los autores que lea en esa poca pertenecan al pasado y estaban muertos desde haca tiempo. Me deca que si Julio Verne viviese, me habra ayudado sin duda. Haba ledo tambin a Victor Hugo y a Benjamin Constant. Mi profesor, Monsieur Philippe De, me los haba aconsejado. En aquel momento ya no era su alumna, puesto que empezaba entonces el ciclo superior en una universidad en la que aceptaban estudiantes sin bachillerato. Volv al liceo y ped una cita con Monsieur Philippe De. Fue l quien vino a visitarme a casa. Le cont mi historia; le hizo rer mucho. Pero, querida, ests fabulando! Es pura fantasa! Eso pasa slo en tu mente. No vas a convencernos de que Victor existe! Y si as fuese, qu puede hacerte? Ya lo s, pero est al corriente del asunto del tesoro y pretende que, si lo vuelvo a contratar, l me ensear dnde est escondido... Si no me molestar siempre... Pero t sabes que es una parbola... El tesoro no ha sido enterrado en la montaa; el tesoro es la vida, es el destino, es el amor que vas a vivir... No tiene nada que ver con las monedas de oro! Pero, bueno!, t ya no eres una nia, no eres la pastora del Alto Atlas. Tu historia merece ser escrita; deberas dejar de soar con ella. Curiosamente, si la

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escribes, los personajes no podrn molestarte ms. Y, una vez dicho esto, deberas hablar de ello con alguien que tenga la costumbre de tratar con ese tipo de personajes. Por qu no consultas con un escritor? S, ya pens en ello. Pero todos estn muertos! Usted me podra poner en contacto con Julio Verne? Pero yo no soy un mdium! Pues entonces, pngame en contacto con un escritor vivo. Monsieur Philippe De se tom en serio esta peticin. Crea que yo quera escribir una historia y que necesitaba los consejos de un novelista. Me escribi una carta de recomendacin para un autor famoso que conoca. Guard la carta durante unos cuantos das en mi cartera. No me atreva a hacer la gestin. Tena miedo. Miedo de parecer ridcula. Miedo de molestar a un hombre tan ocupado. Le primero algunos de sus libros. Me fascinaban sus imgenes, pero me extraviaba en sus historias. Encontr en una revista una entrevista en la que deca que cuando l empezaba una historia no tena ninguna idea de la manera en que evolucionara ni cmo acabara, y que los personajes eran quienes le guiaban y provocaban los acontecimientos de su propio drama. Deca tambin que los personajes son como amigos, gente con quienes vive y de los que le cuesta separarse. Yo encontraba ms interesante lo que deca que lo que escriba. Le dirig una carta: Muy seor mo: Es la primera vez que escribo a un hombre famoso. Le ruego disculpe que me dirija a usted, cosa que le puede parecer extraa, pero necesito sus consejos y si no me hubiese animado mi antiguo profesor, el seor Philippe De, no me habra permitido molestarle con una historia apenas creble. Sin embargo, lo que me ha decidido a escribirle es lo que usted ha declarado en el Magazine des lettres del ao pasado. Soy marroqu; tengo veinte aos; he pasado mi infancia en el Alto Atlas, ocupndome de las vacas, y, a los once aos llegu a Francia, a causa de una desgracia ocurrida en mi familia. Si usted tiene la extrema amabilidad de dedicarme un poco de su precioso tiempo, me gustara entrevistarme con usted para tratar de un problema particular. El seor Philippe De me ha dicho que usted es un hombre valioso. Y, por ltimo: he ledo dos novelas suyas; me perd por una de sus callejuelas. Cuento con usted para ayudarme a salir de esta almedina. Si ha tendio la paciencia de llegar hasta el final de la carta, tendr probablemente la suerte de conocerle... Etc.

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El escritor viva en una pequea casa, en donde todo estaba ordenado, ningn nio deba de haber jugado por ah. Los objetos estaban en su sitio. Algunos libros y peridicos, sobre una mesa baja, al lado de un sof de cuero de dos plazas, daban la impresin de desorden. El sof se vea gastado slo por un lado. El escritor deba de tener sus hbitos; colocarse en el mismo sitio siempre para leer o mirar la televisin. Yo, que vena de un piso condenado al desorden, con tantos nios, cre entrar en una pequea iglesia o en una sala de biblioteca. Era una casa llena de silencio; este hombre necesitaba soledad para escribir. Yo me deca: Pero de dnde sacar todos esos personajes locos, poetas, bohemios, vagabundos y, a menudo, extravagantes? Observ que cerca de la cocina haba una trampilla. Por ah se bajaba a la bodega. As que los personajes slo podan salir de ah. Deba de ser su territorio, su universo, y tambin su cementerio. l se quedaba tranquilo depositndolos en ese lugar oscuro; se quedaba en paz. Quiz era slo una paz relativa, pero daba la impresin de dominar a sus fantasmas. Me pareci un hombre manitico volva, por segunda vez, a sacar brillo a los vasos con una servilleta limpia, estaba preocupado. Yo no me atreva a pensarlo, pero deba de sentirse intimidado por mi presencia; o, para ser exactos, por mi mirada que se iba posando en todo y fisgaba, con descaro, su mundo. Prepar t y me dijo, en un tono de hasto: As que usted escribe! No seor, yo no escribo; yo sueo e imagino. Yo tambin sueo e imagino, pero no me quedo para m slo con todo eso. Me libero de ello para vivir. Usted se da cuenta, si tuviese que quedarme con todas esas imgenes, todas esas historias para m solo? Hace tiempo que me hubiese vuelto loco. Es cierto que sus personajes son los que le dictan sus libros? No es totalmente cierto. Pero un personaje es, ante todo, libertad. No se puede disponer de l como de una cosa maleable. Digamos que la escritura es un trato establecido entre el autor y sus personajes. A m me gusta contar historias. Cuando empiezo una, soy incapaz de saber qu va a pasar. Eso es lo que me apasiona. Si supiese todo de antemano, dnde estara el placer? El placer de escribir reside, justamente, en las sorpresas que me deparan los personajes. Algunos me juegan malas pasadas, otros me decepcionan, otros, por ltimo, me seducen y me enamoro de ellos; me cuesta separarme de ellos; me ocurre a veces que rompo algn captulo por el placer de encontrrmelos de nuevo, y volver a vivir con ellos, durante algunas pginas. Otras veces, los vuelvo a acomodar, con otros nombres o con una nueva funcin, en otro libro. Son, en general, mis amigos. Se les da vida y consistencia. No se les puede dejar solos en la carretera que conduce al infinito. Son seres que respeto, porque les debo mis libros, aunque yo sea el que se los imagine. Amigos? En efecto; pero hay que desconfiar de ellos... Aquel hombre silencioso y reservado, al acabar el t, era otra persona. Afable; yo lo escuchaba con los ojos abiertos como platos. Me senta dominada por su palabra. Mova las manos; ya no tena aquella expresin sombra e inquieta. Se respiraba un ambiente de confianza. Yo miraba de otra forma la casa y los objetos ordenados. Me senta a gusto. Le cont lo que me haba pasado con Victor. Me escuch atentamente, esbozando, de

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vez en cuando, una leve sonrisa. Es la primera vez que me vienen a ver por un problema as. Confieso que me siento halagado. As que, para que usted se sosiegue, debo contarle un sueo. Despus comprender que slo hay una solucin para conseguir salir de ese apuro. Hace algunos aos estaba escribiendo una novela sobre el tema de la humillacin. Usted sabe que, en nuestro pas, se humilla con facilidad a la gente. Cada vez se va perdiendo ms la dignidad. La gente se resigna; ellos aceptan y acumulan el desprecio, hasta el da en que salen a las calles y lo destrozan todo. Esto ha ocurrido varias veces en los ltimos aos. La polica y luego el ejrcito cargan y tiran sobre la multitud. Bueno; yo parta de la idea de un nio que acaba de nacer y que es abandonado. Lo encontrar una mujer vieja y dos vagabundos que viven en un cementerio. Haba que llevar al nio a la tumba de un hombre, un combatiente que se haba hecho famoso por tres virtudes: la resistencia ante el ocupante, la voluntad de vivir en libertad y con dignidad, la valenta llevada con rigor. Para el recin nacido esa tumba yo as lo interpretaba era el smbolo de una bsqueda de sus races. Los tres personajes deban atravesar el pas de norte a sur. Era para m una manera de hacer un retrato de un pas y de sus problemas. Pasaron por varias ciudades y pueblos. Llegados a Marraquech se instalaron en la gran plaza. Era verano, haca mucho calor. Yo haba tomado algunos das de vacaciones, as que dej de escribir. Fui a Esauira, donde haca ms fresco; el mar all es muy bello. Una noche tuve un sueo: un sol de plomo caa sobre la gran plaza de Marraquech. No haba nadie. De hecho, no todos se haban ido; en medio de la plaza haba tres vagabundos con un cesto donde dorma un nio. Me acerqu y reconoc a mis personajes: la mujer vieja que cuidaba del nio y los dos hombres; uno era un marginal y el otro un pobre de espritu. Este ltimo me tir de la manga y me dijo: Pero, t debes ser un malvado o un inconsciente! Cmo has podido dejarnos aqu, bajo este sol de justicia, en esta plaza donde no hay ni un rbol ni un lugar en sombra? Nos estamos derritiendo. Te aviso: si nos dejas algunos das ms bajo este calor, desapareceremos, evaporados, disueltos por el sol. Tienes que sacarnos de aqu. Si no sabes adnde ir, no te queda inspiracin, o te falta algo, estamos dispuestos a ayudarte... Conozco un sitio muy bonito con un manantial de agua y mucho verde. Slo podremos ir all si nos liberas. T tienes ese poder. De haberlo sabido, nunca habra aceptado ser un personaje de un escritor que no es famoso; un escritor al que se le agota la inspiracin, sin fantasa y que, en lugar de intentar romperse los sesos, se va a la playa! Qu desgracia! Para colmo estamos pegados al suelo con una cola importada del Japn! Has de compadecerte de los que rellenan tus libros. Sin nosotros no eres nada. En ese momento la mujer lo hizo callar, y se dirigi a m, en tono conciliador: T y yo ya nos conocemos. Me parece que estoy en todos tus libros. A veces hago de comparsa, pero aqu soy la que gua al grupo. El calor no me asusta. He conocido cosas peores. Lo que me preocupa es el cro. Lo debemos llevar a la tumba del jeque Ma El Ainin, no es cierto? As que coge un mapa y dime dnde hay que ir. Si ests cansado te esperaremos, pero no aqu. Esta plaza es exclusivamente de los narradores de cuentos, los sacamuelas y los encantadores de serpientes. Nosotros no tenemos nada que hacer aqu. La gente que nos hace corro espera que les contemos cuentos.

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Si t no nos liberas acabaremos por desvelar tus secretos, lo que escribes de nosotros. La vida de esta gente no nos gusta. Nosotros tenemos una misin que cumplir. O vamos hasta el final, o dejaremos de vivir, al menos para ti. Mientras hablaba yo le miraba detenidamente la cara. No tena edad! Sus facciones eran armoniosas y se desprenda de ella una serenidad de gran belleza. Quise acercarme a ella para tocarle la mano, pero todo qued envuelto de repente en una luz cegadora. Era el sol que penetraba en el cuarto del hotel. Me qued deslumbrado y maravillado por esta visin. Era ms que un sueo; era una revelacin. Sin tan siquiera tomar caf me puse a trabajar y retom la novela por donde la haba dejado. Hice que se fueran de Marraquech a toda prisa. Sin saber de antemano dnde llevarlos les invent un pueblo. Les di un nombre y una funcin y mis tres personajes prosiguieron el viaje, a su antojo, por un pas imaginario. Yo lo escuchaba algo incrdula. Me preguntaba si no se haba inventado esa historia slo para m, para responder a mi pregunta y tranquilizarme un poco. Despus de un silencio, me dijo: Ahora ya sabe lo que tiene que hacer. El qu? Escribir. Adems, si usted se ha inventado personajes para pasar el tiempo, quiere decir que existe un deseo de escribir, pero no se atreve. Pero, aunque tenga deseos de escribir, no quiero... Cometo errores, conjugo mal los verbos, confundo los tiempos, y adems... soy muy impaciente. S, pero precisamente si la escritura se impone con urgencia es cuando hay que escribir; y escribir cosas urgentes. Usted ya tiene costumbre. Le en un peridico que esperaba la noche para escribir, y que el da lo pasaba sin hacer nada. Por la noche usted se pone ante la mquina y adelante... No es tan sencillo. Durante el da, como no escribo, trabajo; observo a la gente y a las cosas, leo, me informo, ando por las calles, miro a la gente vivir. A veces, me paso todo el da espigando archivos en la Biblioteca Nacional. La escritura es un placer que se prepara mediante el trabajo. El hecho de vivir aqu, lejos de mi pas, fomenta en m una gran curiosidad por todo lo relacionado con la historia, el pasado y el presente de mi tierra natal. Usted no es un exiliado... No; no lo soy; yo guardo distancia, fsicamente, con nuestra tierra. No; el exilio es una desgracia, una invalidez, una larga e interminable noche de soledad. Guardo en m una imagen muy triste de un viaje a un bello pas, Suecia. Es un pas que respeta los derechos del hombre y los defiende por todo el mundo; ha optado por una poltica de emigracin adecuada y cuando acoge a exiliados polticos les garantiza seguridad y trabajo. Encontr all un da a dos rabes que haban huido de la dictadura de su pas, ya no s si era Irak o Siria. Me abordaron en la calle para hablar conmigo. Sus caras reflejaban cansancio y tristeza. Me dijeron que no podan quejarse de la acogida que les haban dado, pero que echaban mucho de menos su pas. Uno de ellos me explic que la tierra natal es no slo las llanuras, las montaas y los rboles, es tambin el viento, el calor, el polvo de otoo, los olores de la ciudad vieja, los aromas de la cocina, la lengua hablada con un deje particular, etc. Los dos hombres, para colmar las brechas abiertas del exilio, se dedicaron a escribir. La escritura se impuso a ellos como algo urgente. Cada uno llevaba un manuscrito bajo el brazo. Se paseaban por las calles

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de G9teborg con la suma acumulada de su melancola, sus angustias y sus esperanzas, consignada en un grueso cuaderno, en una lengua que casi nadie en Suecia entiende. Esta imagen me ha acompaado siempre. Hay en ella una mezcla de desesperacin y de esperanza. Escribir! Escribir para no volverse loco, para agarrarse a sus races, para verter los silencios, prolongados y dolorosos que se cruzan en nuestras vidas. Y usted? A m me gusta decir: Escribo para dejar de tener un rostro! Escribo para alcanzar un anonimato total, donde slo el libro habla. Ya lo s; es pretencioso. Aspiro a cierta humildad... Pero creo que nos hemos alejado bastante del objeto de su visita. Yo no haba sentido pasar el tiempo. Al hablar, de vez en cuando, se fijaba en mis manos y se le escapaba una frase del tipo Sus manos son delicadas, o bien Sus pestaas son largas; para proteger su mirada. Se haba hecho de noche. Era la hora, para l, de sentarse a la mesa a escribir, y para m de tomar el tren y regresar a mi barrio gris. Me agradeci la visita: Vuelva a verme, aunque Victor no la persiga ms; tenemos muchas cosas que contarnos. La prxima vez ser usted la que hable... En efecto, pas la noche con la imagen del escritor, no con Victor que, como por arte de magia, haba desaparecido. Las imgenes de nuestra entrevista pasaron, una detrs de otras, ante m durante toda la noche. Ya no saba si soaba o estaba despierta... Volva a escuchar la voz de aquel hombre que me intimidaba. Su cara y sus palabras se mezclaban; y yo me extraviaba entre callejuelas sinuosas. A la maana siguiente, en la facultad, me qued dormida durante la clase de derecho administrativo. Dorm sin sueos, sin nubes, sin palabras. Cuando me despert, no quedaba nadie en el anfiteatro. Aquel encuentro me hizo pensar en Mario. Era un artista ms impulsivo y menos sutil que el escritor; entonces yo me senta ms atrada por la pintura que por los hombres; ellos me asustaban. Dara mucho por borrar par siempre uno de mis peores recuerdos: Rahu, el hijo mayor de nuestros vecinos del pueblo, aprisionando entre sus piernas a una pobre cabra, intentando introducir su miembro en el ano del animal. Al entrar en el establo a buscar heno, me sent horrorizada por aquella escena. La cabra tena los ojos desorbitados y gema. l le haba tapado el hocico con un trapo e intentaba mantenerse en equilibrio; la operacin era violenta. Quise gritar, pero no poda. Estaba sofocada y me entr miedo. Al verme, Rahu solt al animal y corri a esconderse en el establo. Pas todo el da sollozando. Esa escena adquiri enormes proporciones en mi mente; se inmovilizaba, volvindose cada vez ms espantosa. Yo tena entonces apenas diez aos; nunca perdonar a ese bruto el haberme ofrecido la imagen ms terrible de mi infancia. Qu pena no poder poner en limpio los recuerdos! Slo nos quedaramos con los que preferimos y nos ayudan a vivir. Me gustaba el estudio de Mario, su desorden, las paletas llenas de colores, la luz del final de la tarde; pero su impaciencia, su fogosidad me molestaban. A veces pienso en l; era demasiado joven para comprender todas sus emociones.

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Yo tambin escoga la noche para escribir. No tena ms remedio! En casa, el silencio y la tranquilidad slo se conseguan despus de cenar, cuando mis hermanos y hermanas se haban ido a la cama. Retiraba la mesa de la cena y abra el cuaderno grande en el que iba anotando cosas. No era exactamente un diario. Contaba mis historias, fantaseaba, me diverta, segua los consejos del escritor; a Victor le invent una vida ms apacible, con menos aventuras; y as dej de importunarme. Victor se alejaba, poco a poco, de mis noches. Ya no me perturbaba. Le encomend como tarea que encontrase a Rahu; se fue en su busca; tena que detenerle y expulsarlo del pas de mi niez; all es donde fui introduciendo el rostro del escritor o quiz fue el pas de mi niez, anterior a la maldicin, el que se mezcl, con el perfume y la sombra, a mi encuentro con l. Inmvil en la noche, fijaba esa imagen hasta que se enturbiaba. Sentada; con firmeza; en la oscuridad; la imagen se haba ensombrecido y convertido en una parte de la noche, mi noche. La pared que se alzaba entre ella y yo se llenaba de sombras, a medida que mis ojos se iban cansando. Los tena hmedos; petrificados ante la espera; fiel al recuerdo que en m brotaba. La pared, una piedra erguida, mecindose en el silencio. Su cara slo surga en la oscuridad de mis ojos cerrados. Yo apretaba los prpados hasta que se encendan estrellitas. Era normal; necesitaba esa oscuridad para dibujar el retrato de aquel hombre cuya voz me llegaba an clida y maliciosa, serena, con fingida dulzura; la voz me traa sus facciones y yo fijaba su mirada y luego su sonrisa. Supe, en ese instante, que no necesitaba ya inventar personajes para soar y resistir la noche. De pronto, mis ojos, que intentaban capturar una estrella sobre un fondo negro, se llenaron de lgrimas. Las sent correr por dentro; sent dolor. Las estrellas hmedas se desmenuzaron, en seal de pena o alegra, difciles de nombrar. El color negro se volvi gris, luego blanco. Ya no vea nada; necesitaba la presencia de l. Ya no toleraba ninguna quimera. Dnde estara ahora? Su casa se alejaba en el tiempo. Estara slo? Quien escribe de noche no soporta que nadie est durmiendo a su lado. Lo supe despus. l le tema a la noche. Se quedaba despierto aunque no escribiese. Deca: O ella o yo! A menudo era ella la que ganaba y el sueo, sin su consentimiento, se apoderaba de l. Cuntas veces se qued dormido, sentado en la silla, con la cabeza reclinada sobre la mesa de trabajo, y una mano encima de la hoja de papel! A veces sala y caminaba por las calles durante horas. No le gustaban los bares pero merodeaba por las estaciones, en busca de personajes perdidos en la bruma que se haban equivocado de pas o de siglo. Tena el don de localizarlos y hablar con ellos. Deca que sus novelas estaban llenas de seres marcados por el fracaso y el dolor de vivir. Lea en sus rostros, como Philippe De lea en las manos; adivinaba sus heridas y su desesperacin. A menudo se encontraban con emigrantes sin papeles, sin dinero y sin domicilio. Los ayudara? Sin duda, discretamente. Ms tarde me dio a leer Le livre de Zina, el diario de una joven marroqu que, al parecer, se lo haba mandado justo antes de darse la muerte. Era un cuaderno donde estaba apuntado todo, hasta lo ms ntimo y doloroso.

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Me haba pedido que lo leyese con atencin, all, en su mismo escritorio. La letra era fina, pulcra, sin tachaduras. Los hechos estaban fechados y narrados sin adornos. Lo hoje al azar: Mircoles, 29 de octubre. Acabo de cumplir diecisiete aos. No me siento orgullosa ni feliz. Mi madre, una vez ms, est encinta. Tiene los ojos tristes. Me gustara liberarla. Bastara con una cuchilla fina que la atravesase el vientre. Pero me horroriza la sangre. Tampoco soporto la ma. Cuando me quito la compresa, cierro los ojos; la envuelvo en papel y la tiro a la basura sin mirarla. Dien que la sangre del cordero es la de la inocencia! Es se el motivo para aceptarla? El da en que mi padre degella el cordero de la Pascua del Sacrificio es, para m, un da de desolacin. En fin, cambiemos de tema. (Sin fecha). Son las once. Imposible dormir. Mi hermano, el pequeo, ronca a mi lado. Mis dos hermanas parecen despreocupadas. No saben lo que les espera. Ay, si pudiese hablarles, decirles lo que pesa la densidad de una noche sin sueo! No sera mejor ponerse a salvo? 5 de noviembre. Mi padre llega tarde a casa. No habla con mi madre. Se queda dormido en el sof, con el pantaln arrugado. En cuanto se mueve un poco, el sof chirra. Lo oigo roncar. La casa est llena de tristeza. No ha pasado nada nuevo; pero el tiempo, en cuanto entra aqu, se vuelve espeso y pegajoso. Finales de diciembre. Nuestros vecinos espaoles preparan las fiestas. Odio las fiestas de fin de ao, en las que todo el mundo debe sentirse feliz. Mi hermano pequeo pide un rbol de Navidad. Le dieron un guantazo como respuesta. Mi padre sigue sin hablar; l zurra. Mi hermano ha dibujado en una hoja grande un rbol y le ha pegado estrellitas. Mi madre hace sus rezos. 2 de febrero. Me ha vuelto a acosar. Me esperaba a la salida del liceo. Me repugna. Es tan feo que dan ganas de vomitar. Quise gritar en la calle. Me dio una bofetada y puso a la gente de testigos: le falta el respeto a su padre! Grit: no es mi padre, es un sdico. La gente le dio la razn a l. Pude escapar corriendo. 5 de febrero. Ha empezado el chantaje. Un nio me entreg esta maana a la salida del liceo un sobre grande de color beige. Dentro haba una foto con un montaje muy bien logrado: mi cara recortada y pegada sobre el cuerpo de una joven desnuda. La chica est a gatas. En otra foto sta no es un montaje se nos ve a l y a m, al lado de una fuente de un parque. l tiene la mano ligeramente apoyada sobre mi hombro. Fue el da en que lo vi por primera vez. Le haba llevado mis poemas para que los leyese y, eventualmente, los publicara en su revista. Yo no saba que se era el anzuelo para atrapar a las chicas. 6 de febrero. Han colocado en nuestro buzn otra foto, an ms obscena que la anterior, con las palabras siguientes: T sabrs. Esto no es ms que una muestra. Tengo otras fotos de la poca en que posabas para los alemanes. Ven a verme el 10 de febrero a las 17 horas a la sede de la revista. 7 de febrero. Quiero ir a quejarme a la polica. Pero no me atrevo. Tengo miedo, ese hombre es un indeseable y sin escrpulos. Dicen que hasta podra ser, l mismo, de la polica. No tengo con quin hablar. Tendra que haber desconfiado de l desde el primer da. Hakima, que me lo present, dice que no es peligroso: ha debido de pagar, ella tambin. Acabar matndolo.

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8 de febrero. Mi padre ha pegado a mi madre. 9 de febrero. Mi madre ha pegado a mi hermano. 9 de febrero. Los vecinos se han enfrentado. Y yo he de enfrentarme sola con un enfermo sdico, un viejo pegajoso. Decido aceptar la cita. Cmo es posible que un pervertido acte impunemente en una ciudad donde se sabe todo? Qu ingenua que fui! Nunca debera haber aceptado hacerme a su lado esa foto, supuestamente un recuerdo. Si mi padre se entera, me dar una paliza. Mi madre ya es suficientemente desgraciada como para escucharme. Esta maana encontr otro sobre que haban deslizado bajo la puerta. Afortunadamente, lo descubr yo. Esta vez la chica (con mi cabeza) est sentada desnuda en las rodillas de un europeo, tambin desnudo; l le acaricia el pecho. El montaje es perfecto. Es diablico. Esto se tiene que acabar. Me sacrificar, si es preciso. A l, aparentemente, no le pueden pillar en nada. Tengo que describirlo: es flaco como un clavo oxidado. Es miope y lleva unas gafas grises. Tiene la nariz puntiaguda y los labios inexistentes; es un pellejo asqueroso. Es el ser ms horroroso de la ciudad. Es la encarnacin del Mal. Ahora s que siempre se ha ensaado con chicas muy jvenes, pobres y sin recursos. Tiene fotos de ellas colgadas en su despacho. Son sus trofeos de caza. Acostumbra a hacer chantaje hasta que consigue su propsito. Cualquier chica que se le acerque tiene su vida manchada, podrida para siempre. Conmigo, no va a tener esa satisfaccin. Dejo este diario como testimonio de mi desgracia: un hombre un depravado puede, hoy da, mancillar a una joven inocente sin que nadie le moleste. Os doy su nombre, su direccin. A ti, lector de este diario desesperado, te corresponde denunciarlo a la justicia. Dentro de un momento, voy a la cita con l. Le dar lo que desea a cambio de las fotos. Luego me encerrar en casa y me tragar la caja de somnferos. Hay que eliminar a ese hombre de la vida. Es un criminal. Tiene dos domicilios, uno en Rabat, otro en Tnger. Ofrezco mi vida, en sacrificio, para que este canalla no pueda perjudicar a nadie ms. Si la justicia no cumple con su labor, t, lector, podrs vengarme. Yo no puedo defenderme, salvar mi honra y proteger mi virtud, ms que dndome la muerte aunque mi religin me lo prohba. Adis!

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Hace veinte aos que me fui del pueblo. Los he contado. Veinte aos y unos cuantos das. La idea de volver me obsesiona desde hace algn tiempo. Pienso en ello y me imagino lo que hubiera podido crecer en esa tierra colorada. Probablemente otras piedras, otras chumberas. Recuerdo un inmenso campo de piedras y de guijarros que se extiende hasta el pie de la montaa. All haba rboles y un poco de agua. Al lado de cada casa haba un montculo de tierra. Nos subamos encima para ver a lo lejos, para observar a las mujeres trajinar en las azoteas, para esperar el viento. Cuando estaba enfurecido, se le vea levantando la arena hasta formar una bola blanca. Enseguida nos alcanzaba, nos zarandeaba. Yo me quedaba en la colina, con los pies descalzos pegados a la tierra. Me deca: slo este viento enfuerecido y rabioso podr darme alas. Extenda los brazos, intentando mantenerme en equilibrio. Cuntas veces me ca de espaldas, con las piernas por los aires, la boca llena de polvo, con el pelo manchado de tierra roja y los ojos llenos de granos de arena! Los otros nios se rean. Yo me levantaba y me colocaba de nuevo de pie hasta que pasase el viento. Luego, volva a casa, triste pero no desilusionada. En invierno, no se vea el viento. Se oa. Se anunciaba con unos silbidos lejanos. Yo saba que ese viento no me dara alas. Sala de todas formas, envuelta en una manta roja; suba a una pequea colina para orlo pasar y adivinar cmo jugaba con el aire fro; temblaba. Pero me gustaba saludarlo. Casi nunca me perda ninguna de sus visitas. Por la noche me asustaba salir. Los perros hambrientos aullaban como lobos. Quiz tenan miedo del viento. Desde el fondo de la habitacin hablaba con l, le contaba cmo haba pasado el da, le deca mi vida. Cerraba los ojos y lo vea dar vueltas alrededor de la casa. Le deca: Cundo hars que me crezcan alas en la espalda o en los brazos para irme de aqu? Ya lo s; vendrs un da y me llevars contigo, soplars en el sentido adecuado y volar sin esfuerzos; ir donde t quieras, donde ya no tenga que esperar. Me dejars en la rama ms alta del eucalipto. Me quedar all algn tiempo observando a los hombres y a las mujeres, y luego, cuando tenga hambre y sed, bajar... Habr un jardn y, en medio, un arroyo. Las mujeres trabajarn la tierra cantando. Los hombres irn sobre sus mulas al mercado. Yo no guardar las vacas. Ya no me aburrir contando las piedras blancas de la tierra roja. Mi cuerpo frgil ser invisible. Nadie se dar cuenta de mi presencia. Cuando me mueva, dirn: _Mirad, se mueve el viento!_ Ir rpido sin pisar los tomates y las flores. Comer poco y beber mucha agua. Zambullir la cabeza en la fuente y me beber el agua. Necesitamos tanto el agua, aqu, que mi sueo ms dulce es que me deposites en una fuente. Nadar, bailar, cantar, rezar hasta convertirme en muchas gotitas de agua. Me convertir en un brazo del arroyo y me deslizar hasta regar mi pueblo. Sin ti, si no me ayudas, si no me empujas, nunca conseguir realizar mi sueo. Es mucho pedir; pero, yo s, porque me lo dijo mi abuela, que oyes los ruegos de los nios. Sabas que hay que cavar hasta sesenta metros para encontrar agua? As que nadie cava. Todo el mundo espera la lluvia para llenar las escasas reservas. A veces, un camin nos trae agua en una cisterna. Viene de Imiltanut, donde el agua corre por las tuberas. No siempre sirve para beber. Madre la hierve desde que el hijo del tendero se muri despus de beber agua de la cisterna. El enfermero de Imiltanut

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nos lo dijo. Es buena persona. Cura a todos con las mismas pastillas blancas. A menudo nos dice: _Yo no s nada; no soy ms que un pobre enfermero_. Por eso tienes que venir. Te espero. Te esperar todo el tiempo que quieras. Mi to trajo el otro da una cajita que hace msica. Es una radio. La gente habla dentro. Te o soplar a ti tambin, con unos silbidos agudos. Debes de estar contrariado por un viento ms fuerte que t, que viene en otra direccin. Cuando os encontris, se arma mucho ruido y polvo. Los gatos mallan de una forma extraa cuando os acercis al pueblo. Entonces, se recogen los nios en las casas, por lo de la enfermedad de los ojos; todos tenemos los ojos malos; el enfermero lo llama trakuma. Es una enfermedad trada por un mal viento. T nunca sers un mal viento, puesto que me vas a liberar de estas piedras y de estos largos das en los que no ocurre nada. En la huerta donde mi padre ha plantado una higuera y un olivo, la tierra se ha derretido. Serpientes y escorpiones se guarecen en ella. Por qu no espantas a estos bichos de aqu, de un escobazo? S cmo jugar con ellos para que no me piquen. Pero ya no me gustan. Ya no me divierten. Incluso para jugar te necesito. Mi to ha colgado una cuerda de los maderos de una carreta boca abajo. En un extremo ha hecho un nudo. Nos pasamos el nudo por la cabeza y nos deslizamos hasta encajarnos. Con las dos manos agarramos la cuerda; as hacemos un columpio. Cuando estoy sola, te espero para que me mezas. Los nios no saben empujar. Son o violentos o demasiado endebles. Contigo, me despego con un movimiento acompasado, cierro los ojos y sueo. El columpio nos hace pasar el tiempo. El da en que mi to necesita la carreta tenemos que inventarnos otros juegos. As es cmo he aprendido a jugar con las serpientes y los escorpiones. Es muy delicado. Los gestos deben ser precisos y no hay que tenerles miedo. El truco est en impedir al escorpin que pique, desarmndolo. Cuando conseguimos cansarlo, lo metemos en un cuenco de agua y observamos cmo se ahoga. Con las serpientes el juego es menos delicado. Se las agarra con una caa con el extremo afilado y se mueve sta hasta que se mareen. A veces se les corta la cabeza; siguen contonendose y luego las tiramos. Los perros se la tragan a toda velocidad. A veces se pelean por una infeliz serpiente, que no tiene nada de apetitosa. El hambre, es eso: luchar con todas las fuerzas por nada. Vuelvo a ver aquel trozo de cuerda transformado en columpio. Ni siquiera es una cuerda, sino un trozo de tela resistente, aprovechado de alguna sbana vieja. Mi padre sola colgar de la higuera un viejo neumtico entre dos cuerdas y nos pasbamos el da columpindonos. Nos subamos dos en la rueda y otro nos empujaba. De costumbre, yo me las arreglaba para estar con Brahim, mi primo de ojos claros. Era guapo y lo llambamos rumi porque con esos ojos grises pareca un extranjero, un francs. Yo, entonces, no haba visto nunca a un extranjero, pero me deca que los rumis deban de ser guapos. Me los imaginaba todos con ojos claros y dulzura en la mirada. Calificbamos de rumi todo lo que era bello: un pollo, una chaqueta, una manta ligera... Brahim tena dos aos ms que yo. Me lo haban asignado, o, ms bien, lo lgica y la naturaleza de las cosas nos destinaban a ambos al matrimonio. Nada estaba dicho. Todo estaba escrito en un cielo lmpido e inmutable. De vez en cuando nuestras madres bromeaban y, para que no hubiese ambigedad, los das de fiesta nos vestan de manera especial. Los dos

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ramos guapos y no sabamos si era un juego o si la vida empezaba para nosotros. Nos bamos a pasear cogidos de la mano. Solamos recorrer las azoteas, pasando de una casa a otra por escaleras tambaleantes. Era divertido; intentbamos ajustar el pie de la escalera con un pedrusco. Brahim agarraba la escalera mientras yo suba. l cerraba los ojos para que yo no me azorase; no haba nada que ver bajo el vestido; yo llevaba zaragelles. Nos reamos. Luego escalaba l y corramos por la azotea. Sorprendamos a los perros pegados uno a otro y nos reamos a carcajadas. Sabamos lo que hacan pero eso no nos apuraba. Los animales no tenan por qu esconderse para eso. Pero el da que vimos a Rahu correr detrs de la cabra para hacerle como el perro a la perra, no tuvimos ganas de rer. Nos asustamos. Brahim me puso la mano en los ojos para impedir que viese esa escena horrible. Me cogi en sus brazos y me dijo: T eres todo para m; eres mi prima, mi hermana, la luz de mis ojos, mi novia y la mujer de mi vida! Hablaba con naturalidad y le gustaba emplear imgenes. Al llegar la noche, no supimos cmo volver a nuestra azotea. Estaba oscuro y el cielo cubierto. Nos habamos perdido. Oamos de lejos cmo nos llamaban y llegaba, en el silencio de la noche, el eco de nuestros nombres. No nos atrevamos a responder, por miedo a despertar a los dueos de la casa. Nos habran confundido con ladrones y nos habran pegado. Cmo podan adivinar, en la oscuridad, que ramos unos chiquillos extraviados en vez de ladrones. As pues, no nos movimos. Y me qued dormida recostada en el hombro de Brahim. Recuerdo haber tenido un sueo muy bonito, lleno de colores y de luz: una manzana roja encima de una mesa de color azul, una rama de olivo enjalbegada; y, afuera, chumberas de todos los colores, brillando de lejos. Iba vestida con hojas doradas y mi galn llevaba un sombrero de paja en el que un pjaro haba hecho su nido. De la manzana roja sali, de pronto, un polluelo amarillo. Gorjeaba. La mesa se volvi blanca y grande. Se mova, avanzaba, bailaba. Las higueras se abran y despedan un perfume muy fuerte. Me mareaba. Me levant y me ca. Brahim estaba encima de la mesa y dibujaba cosas en el aire. Con el dedo, que haba empapado en un bote de pintura verde, dibujaba una paloma que, una vez terminada, se echaba a volar. Con el dedo iba trazando ondas y yo vea el mar. Fue la primera vez que vi el mar. No era ni azul ni verde, sino rojo, como la tierra de nuestro pueblo; las olas eran blancas como las piedras sembradas en nuestra tierra. El mar se acercaba a nosotros, empujado por un viento fuerte. Tuve fro. Me apret contra Brahim. Nos sumergi una ola. En ese instante me despert. Vi a un hombre que se dispona a taparnos con una manta de lana. Abr los ojos y grit. Brahim se sobresalt. El hombre nos dijo: No tengis miedo! Vuestros padres os estn buscando. Ya saben que estis aqu. Seguid durmiendo. Ya haba amanecido; acababa de salir el sol. Haca fro. Me puse a llorar. Brahim me limpi las lgrimas. No tienes nada que temer me dijo, yo estoy aqu, estoy contigo, t eres mi mujer y yo soy tu marido. Eso es lo que voy a decirles... Fue mi to el que se encarg de darme golpes con una vara en las plantas de los pies, no mi padre; l no estaba, de todas formas. Deba de haberse ido a la ciudad, a Agadir o a Marraquech, a recoger sus papeles para el pasaporte. Mi to siempre tuvo una mirada de malo. Se dejaba crecer la barba, ms por pereza de lavarse que porque le favoreciera. La barba, tupida y espesa, la llevaba sucia; se le llenaba del polvo rojo de la tierra. En

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la cabeza siempre llevaba la misma tagua. Dorma con ella puesta y, como se lavaba poco, nunca se la quitaba. Era un hombre envidioso y triste. Mi padre deca que aquel hermano haba sido un error, sobre todo desde su casamiento con aquella extranjera; no una cristiana, sino una mujer de otro pueblo. Fue ella la que sembr la discordia en la familia al no respetar a las personas mayores ni las costumbres de la cbila. Estoy segura de que fue ella la que le instig a pegarme. No intento disculparlo, pero l no haca nada sin el consentimiento de su mujer, que le reprochaba su carcter dbil. A falta de temperamento, tena maldad. Decan de l que tena un corazn negro, y su mujer una lengua de bicha. Quiz por eso nunca tuvieron hijos. Mi abuelo les haba echado una maldicin en su lecho de muerte. Haba dicho: Me voy con el corazn encogido, no porque la muerte me asuste, sino porque dejo tras de m un hijo indigno, un hombre sin coraje, sin bondad, sometido por completo a una mujer, esa extranjera que ni siquiera es capaz de darle un hijo; ella ha despreciado nuestra tierra y nuestros bienes. No es que tengamos muchos, pero es lo bastante para vivir. En cuanto lleg, no hizo ms que hablar de miseria y de pobreza; con ella llegaron los problemas. Fue la sequa la que nos la trajo al pueblo. En lugar de repudiarla y devolverla a su lugar de origen, el lerdo de mi hijo se ha aferrado a ella y se ha tragado todas las pociones de brujera que trajo consigo. La brujera est en contra de la religin. Mi hijo ha traicionado a su familia y a su religin. Me voy entristecido, deseando que se rena lo antes posible conmigo esta pareja, en este viernes en el que el cielo nos escucha. Muri durante la noche, durante el sueo. Algunos das despus, un hombre del pueblo trajo a mi padre una convocatoria para presentarse en Imiltanut a una revisin mdica. Era la seal de que haban aprobado su expediente para irse al extranjero. En una semana los papeles estuvieron listos. Mi padre obtuvo un pasaporte y un contrato de trabajo. Nos ense la libreta verde, largamente esperada, y una hoja gris con su foto. Estaba emocionado e intranquilo. Yo sub a la colina y mir a mi alrededor: no haba nada sobre la tierra, slo piedras y algunas matas de mala hierba. La sequa era una maldicin. A lo lejos vea las montaas yermas sin nieve; al menos, al pie de ellas, haba algo de verde. Los ms afortunados conseguan llevar all sus bestias. Nosotros nos contentbamos en el heno que almacenbamos. No haba nada que aorar de esta tierra maldita donde no crece nada. El cielo lo saba, pero segua indiferente a nuestra desgracia.

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Han pasado veinte aos y ah estn la misma tierra, el mismo horizonte, las mismas preguntas. La tierra, que se extiende hasta perderse de vista, no ofrece ninguna ambigedad. Es llana; seca y yerma. Un camino surcado por las carretas la atraviesa por el centro y se pierde en el infinito, en el cielo. El camino es el punto de mira de los nios que esperan a la camioneta del tendero ambulante que anuncia su llegada con una nube de polvo; o al taxi que trae a algn padre del extranjero. Conozco este camino como si lo hubiese trazado yo misma. He pasado das enteros observndolo desde lo alto de nuestra azotea. Era la poca en que mi to me maltrataba. No tena con quin hablar, a quin quejarme. Mi madre ya era bastante desgraciada como para contarle a mi padre lo que su hermano haca. Ella tambin pasaba el tiempo esperando a mi padre. Haba ante todo que evitar enfrentamientos con el hermano de su marido, y con la extranjera. Yo, pues, diriga mis quejas al camino, que, a mis ojos, se converta en una carretera ancha y bella. La luz all creaba espejismos, lunas donde se miraba el sol, caravanas que avanzaban sin llegar jams a nuestro aduar, coches que producan msica al deslizarse por la carretera a toda velocidad; tambin vea un mar, un puerto y unos barcos. Aquel camino era ms que una carretera, ms que un sendero pedregoso; era mi pasin; enclave de abordaje de mis sueos. Para mi madre era una herida y tambin un desahogo. Ella no miraba el camino, por miedo a las ilusiones. Sin embargo, una tarde la sorprend mirndolo fijamente y hablndole, como si fuera una puerta, la puerta de un morabito, la puerta de una esperanza. Le deca: T que te abriste al paso de mi hombre, t que te lo llevaste lejos de m y de mis hijos, cundo me lo devolvers? Cundo ver la hermosa nube de polvo que anuncia una visita? Cundo llegar a liberarnos de este infierno chato donde nada se mueve? Soy joven y estoy sola. Mis hijos no saben ya qu inventar para llenar sus das. Ahora juegan con escorpiones y serpientes; y es peligroso. La vida est inmvil. El cielo est inmvil. La montaa del fondo est inmvil. Slo el viento azota de vez en cuando mis insomnios y me da alas para volar. Hombre mo! Intento ir a tu encuentro, all donde ests, y me pierdo por los caminos. Te veo en mi mente en el pas donde trabajas sin conocerlo. Te veo bajo un sol apagado. Te escucho, aunque no distingo tus palabras. Vuelve, vuelve pronto! Con quin hablas? Hablo sola... Rezaba... Crees que volver pronto? No antes del verano. Vmonos ya a dormir. Aquella noche no dorm. Estaba demasiado alterada y saba que algo iba a suceder. Por la maana temprano me puse a observar el camino. Fui la primera que vio la nube de polvo acercarse a casa. Despert a mi madre. Algunos nios haban subido a lo alto de la colina y esperaban. No era un espejismo. No poda ser la camioneta del tendero, no era ni el da ni la hora en que sola venir. Abramos desmesuradamente los ojos para ver mejor. La nube aumentaba de tamao y no conseguamos distinguir si era una bicicleta o un coche. Era una carreta que avanzaba lentamente. Mi padre vena siempre en taxi; jams en una carreta. De pronto, vimos a mi to salir de la casa y hacer gestos con un bastn gritando: Aqu, el pedido es aqu. El conductor no contest nada y continu el camino hasta

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detenerse delante de la casa; lo rodearon los chiquillos. Mi to los alej amenazndolos con el bastn. El viejo conductor pidi una garrafa de agua antes de descargar las dos cajas. Cuidado, me han dicho que es frgil! He ido esquivando, como he podido, los pedruscos y los baches. Hay bastante por aqu. Dios se olvid de vosotros; se dira. En la parte superior de la caja, a un lado, haba pintada una flecha vertical, y en el otro un cuadro blaco. Mi to cogi el preciado objeto en sus brazos y lo traslad a su cuarto. Su mujer empujaba la puerta para impedir que los curiosos viesen lo que contena el cartn. En otra caja haba una bombona de butano, idntica a la que tenamos para alumbrarnos por la noche. Mi to se pas el da en el tejado instalando alrededor de una estaca lo que deba de ser una antena. l y su mujer estuvieron tres das sin salir de su cuarto; deban de estar sentados delante de la caja mgica, a la que slo llegaban imgenes de noche. Ms tarde supimos que miraban la pantalla incluso cuando no haba imagen. Al cabo de una semana decidieron invitarnos a mirar. Pasaban imgenes, unas detrs de otras. Algunas hablaban en rabe, otras en francs, ninguna en nuestro idioma. Nos mirbamos, sin comprender nada de lo que pasaba en la pantalla. Mi abuela fue la nica que se atrevi a hacer la pregunta en la que todos pensbamos. Cunto cuesta? Hubo un gran silencio, luego, su hijo, sin mirarla, dijo: No es caro; no mucho... Luego, se dirigi a su mujer, tartamudeando. Es verdad, no es nueva, as que no sali muy cara... Mi abuela se levant y dijo, sin levantar la voz: Cuesta una vaca..., la vaca que tenas que haber comprado... nada menos. Mi to cerr el gas y las imgenes se desvanecieron. Mi to ha envejecido. Tiene la cara marcada. La mirada vidriosa. Es la cara de un hombre disgustado. Su mujer va siempre muy maquillada. Tiene toda la pinta de una xija, de esas que bailan y cantan para distraer a los hombres. Siempre parece que est dispuesta a pelearse; con las manos en jarras y las piernas abiertas. A m me asusta pero no con el miedo del nio perseguido por el monstruo; es un miedo sosegado, que se parece al asco. Cuando me mira, s que la desgracia no anda lejos. Ella y su marido viven en nuestra casa. La huerta est descuidada. La cuadra sucia. Ya no es nuestra casa. Mi padre no va a echar a su hermano a la calle. Mis padres slo vienen en verano y se quedan pocos das. Con el calor se apaa todo el mundo. Dormimos al aire libre, en la azotea o en la colina. He decidido quedarme algn tiempo aqu. Vivir en casa de mi otra ta. Es una buena mujer. Tiene mi edad y ya va por el quinto hijo! Era una joven bellsima. La casaron a los quince aos; no es infeliz; tiene unos hijos hermosos y sanos. Trabaja sin descanso; ni tiempo para pensar. La veo ir y venir en el patio de la casa. Siempre sonriente. Tiene un lindo rostro y unos dientes de oro. Es una costumbre aqu. Los dientes de oro y el aroma a clavo. Con el calor, este olor que me recuerda mi niez me marea. En estos momentos, el enemigo no es tanto el calor como la nube de moscas. Son negras y pequeas. Pican como los mosquitos. Me atacan por todos lados. Ignoraba que pudieran ser tan temibles. Los cros no las espantan. Las dejan deslizarse por sus caras sucias y sus pies descalzos. Los adultos tampoco les hacen mucho caso. Todos me miran cuando

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gesticulo, espantndolas, como una loca. Los nios se ren y me dicen: Si no es nada, slo son moscas! Estn por todos lados. Las veo por todos lados. Ni el pan ni la carne se libran de ellas. Parecera que fuesen inmortales. No proceden de ningn sitio y acuden para colmar este espacio yermo e infundir agobio a la vida. Desde aqu me llega un recuerdo de silencio. Inmenso y natural. Como la bruma de la maana, desciende de la montaa. Llega para arropar la noche, luego, despacio, se acomoda entre los pocos objetos que andan rodando por el patio: una jarra de agua, una mesa baja, una bombona de butano, una carretilla llena de paja, un cartn con cscaras de naranja puestas a secar, un trozo de espejo colocado en el alfizar de la ventana. El silencio vino a tropezar contra este trocito de luz antes de reinar, apacible, sobre la extensin infinita. l trae la noche, cuando las bestias dejan de moverse; duermen de pie, con los ojos abiertos. Se dice que cae la noche cuando se ve las luces de la ciudad encenderse. Aqu, ni rastro de luz. La noche llega y a veces dejamos que se aposente con toda su espesura, sin encender una vela. Yo tambin mantengo los ojos abiertos. No tengo sueo. No quiero perderme nada, quiero verlo todo, observarlo todo. Miro el cielo, cuento las estrellas, cuento las palabras pronunciadas durante el da; las mezclo, hago con ellas frases sin sentido o un rezo tan sencillo como una lgrima. De este lugar, olvidado de Dios y de los hombres, parten los rezos; llegan, como mucho, al pie de la montaa, luego regresan con el polvo y el viento. Cuntas veces, deca mi padre, los hombres se reunan e imploraban al cielo un poco de lluvia, un poco de clemencia! Han terminado comprendiendo que no serva para nada, que nadie los escuchaba y el cielo menos todava. Mi abuela, a la que ya nada asombra, me dice: As que has vuelto; yo te esperaba. Los dems tambin esperaban, pero no podan saber que por ti llegara la salvacin. Dame la mano, deja que te mire. Habr que protegerla, la cubriremos de alhea y no diremos nada a nadie. Me tom la mano, la mir largamente, la acarici y luego la bes como a un objeto sagrado. Yo estaba en cuclillas. Me temblaban las piernas y los ojos se me llenaban de lgrimas, retenidas entre las pestaas. Sent la niez volver a m, como una vieja amiga llegada de lejos y recuperada con el azar de la vida. Lo que me envolva no eran los das sombros, poblados de ratas y odio. Era el sueo de la infancia, el deseo de una infancia feliz con una inmensa cometa, all en lo alto de la blancura de la luz, como una nube coloreada por unos nios. A travs de las lgrimas contenidas todo brillaba, hasta unas cuantas nubes extraviadas en el cielo. Hasta las moscas se convertan en estrellitas y en remolinos, algo alocadas, atrapadas por la luz de este da excepcional. Yo, nia y mujer, frente a la madre de mi madre empezaba a tener certidumbres: esta tierra donde nac es el lugar ms bello del mundo. En ningn lado se encuentra tal belleza. Esta tierra yerma despojada de todo, seca y sin esperanza, estas casas bajas donde la luz se hace violenta y la extensin del guijarral y de los espejismos no han hecho mala a la gente. Su humanidad est en sus miradas, en su corazn discreto, en las arrugas profundas y en la armona de unos rostros que siempre han vivido aqu y nunca han visto otra cosa ms que erguirse al fondo esas montaas improbables en el horizonte movedizo. Esta belleza es un milagro surgido de la esterilidad de las cosas, de los silencios de

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los largos das en donde no pasa nada, en donde nadie entra en los patios de las casas para anunciar un nacimiento, una boda o una muerte; todos la saben por instinto. No hace falta un pregonero. Todos estn enterados de todo, y se callan. Eso es el pudor. Y la muerte. Pero ella nunca se entretiene demasiado en estos lugares. Se lleva un nio o un anciano. A los dems los deja en paz, sin hacerles una seal, sin murmurarles una pequea msica chirriante. Se recoge el cuerpo, lavado, envuelto en una sbana blanca y se deposita en la misma tierra, entre rezos. Todo ocurre rpido. La visita funesta se olvida y se contina como si la vida estuviese llena de sorpresas. Todo est en su sitio. La muerte no es una ofensa. Es una de las certidumbres escritas en el Libro. Mi abuela no sabe leer, pero se sabe de carrerilla suras enteras del Corn. Las recita lentamente, aprendidas de su padre y repetidas millares de veces. Tantos rezos y no han conseguido traer el agua corriente y la electricidad a este desierto de piedras; ni mdico tampoco, ni camioneta sanitaria. A diez, veinte kilmetros a la redonda, el mismo cansancio del cielo, las mismas casas de adobe, bajas, aplastadas por el sol y cubiertas de soledad, de escorpiones vaciados por la sequa, con escarabajos en la espalda, una serpiente roda por las hormigas, guijarros, trozos de botellas de plstico que los nios rescatan para montar una caravana en el desierto, una bola de heno llegada del este, un caparazn de pollo entre dos perros hambrientos; y el da, que se alarga y se extiende como un pao pesado e infinito. Y mi abuela sigue creyendo en el tesoro enterrado al pie de la montaa o en una de las casas del pueblo. Se cree tambin que yo soy la nia que design nuestro antepasado para encontrar el tesoro, gracias a las lneas de mi mano derecha, lneas que indican un camino y un destino. Me dice que mi to, al que llama corazn negro, ha cavado por todas partes, hasta en el cementerio, en bsqueda de monedas de oro, ayudado por una mujer con el apodo de corazn de piedra. Dice tambin que los dos corazones estn hechos para entenderse pero que la sangre que corre por ellos no es humana; se ha ennegrecido con el odio y la envidia. Dame tu manita tan preciada; es tan delicada, tan fina y bonita; djala abierta, la alhea est caliente, te voy a dibujar un ojo dentro de un pez, dentro de otra mano con los cinco dedos que se distingan bien, y, alrededor, unas estrellas para que el cielo sea clemente, para que la luna llena nos inunde con su luz y gue tus manos; cruzaremos anchos espacios a pie, caminaremos durante la noche y descansaremos durante el da. Que Dios te bendiga, nietecita ma, madre de todos nosotros. Habla alzando los ojos al techo. Las moscas han invadido la habitacin y al menos una docena se ha ahogado en el cuenco de alhea. Miro cmo se defienden, y se hunden luego en el fondo del tazn, pegadas a una muerte espesa y caliente. Con la mano tendida, ofrecida, yo no deca nada cuando se cruzaban nuestras miradas; me hizo una seal para que bajase los ojos porque el instante era solemne y haba que vivirlo con comedimiento y pudor. Por el suelo, unas hormigas arrastraban a un escarabajo muerto. Avanzaban en fila, de dos en dos. Ya estaba el ojo ah, en la palma de la mano, mal dibujado. Dej de ver a las hormigas. Todo lo que estaba cerca apareca borroso. Yo pensaba en aquel sueo de una cbila entera, heredado de madre a hija, de padre a hijo. Quizs existe el tesoro; forma parte de la memoria de todos. Para algunos est en la montaa, a dos das y dos noches de marcha. Para otros, slo puede estar en la tumba del santo Sidi Seltan, al final del camino que conduce hacia Sebt M.zuda. Recuerdo la poca en que mi madre me llevaba a Sidi

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Seltan donde un hombre se haba encadenado tras haber descuartizado a un zorro y dispersado sus trozos alrededor del morabito. El hombre lloraba. Decan que el zorro era su hermano y que sus hijos no eran sus hijos. Se decan muchas cosas. Nos las creamos, simulbamos crernoslas. De todos modos, no tenamos nada que hacer; haba que entretenerse de algn modo, inventarse historias y creer en ellas, sobre todo cuando el crepsculo rodeaba la llanura y converta cualquier encuentro en sospechoso. Haba un viejo, muy alto, con el crneo y la barba afeitados, que conoca todas las palabras, todos los nombres de las ciudades y de los pases, todos los sueos y todos los cuentos y callaba. Se sentaba en el umbral del morabito y vea pasar a la gente. Mi madre me dijo que explicaba los sueos; haca dibujos en la arena roja con la punta de un bastn y deca algunas palabras clave que convertan el sueo en lmpido o turbio. A veces era sorprendente. A casi todos les deca, despus de largos silencios: Estos sueos son tan viejos como el mundo; han debido cruzar tantas noches que, al llegar a m, contados por vosotros, estn maltrechos. Debo recomponerlos, sobre todo que vosotros los contis de cualquier modo; adivino el principio y el final, lo imagino, lo invento y rara vez me equivoco. No aceptaba que le pagasen. La gente depositaba a sus pies fruta o pollos vivos. l deca: No os molestis, me bastan con creces vuestros sueos. Cuando me cuentan un sueo bonito, una bella historia, soy feliz. Me ayuda a vivir el resto de los das de la semana. No me deis dinero; contadme historias bonitas; eso me basta. Algunos decan que el viejo estaba sentado encima de un tesoro. Una noche, una pareja vino a cavar en ese sitio. Los sorprendi el guardin del morabito; emprendieron la huida y nunca se supo quines haban sido. Me temblaba la mano; cansancio o falta de fe; aunque yo, un poco, s crea, pero no quera escandalizar a mi abuela y decirle: No hay tal tesoro, nunca hubo tesoro; es una historia que se parece al hueso que se tira a los perros para que lo mordisqueen. No, no poda hablar de ese modo a una anciana. Con qu derecho hacerlo? Quin soy yo para destruir una montaa de ilusiones? As que la dej. Ella me deca: Dentro de tres noches ser luna llena, nos iremos todos all, nosotros te seguiremos y t seguirs las lneas de tu mano, ellas te guiarn. Eso es lo que venimos escuchando desde nios. Para qu, si no, has vuelto? Te han enviado para ensearnos el camino y el lugar secreto, verdad? Cmo decirle que haba vuelto por curiosidad, para comprobar ciertos recuerdos que se haban convertido en imgenes fijas en un sueo blanco, donde haba que adivinar las cosas, las lentas imgenes casi imperceptibles, pero que me provocaban sudores fros, porque iban acompaadas del ruido de una respiracin entrecortada, como la de un nio que se est ahogando sin poder gritar, pedir auxilio; imgenes envueltas en una sbana blanca, una mortaja sin duda, una niebla, un trocito de cielo? Cmo decirle que ahora soy otra, una extranjera que ha venido a hacer fotos, a observar lo que ha cambiado, comprobar que tierra, piedras, adobe e higueras no corresponden ni siquiera a los recuerdos de la niez que me persigue? Me turba ahora la lentitud de sus gestos envueltos en resignacin satisfecha de s misma; pero sigo aqu, con la mano tendida, rodeada de cros con ojos enfermos, con mocos en la nariz y moscas en la cara. Los hombres se fueron a Sebt M.zuda; hoy es da de mercado. Regresarn al ponerse el sol. Las mujeres cocinarn el cordero al horno, mientras preparan alcuzcuz de

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trigo triturado, aderezado con verduras. Es un da de fiesta. Cmo iba yo a saberlo? Mi madre s me habl de una historia de un tesoro y de una nia designada por el antepasado para guiar a toda la cbila hasta el lugar donde estaba enterrado. Yo crea que era un cuento que se narra a los nios, un cuento para dar esperanza a la gente del pueblo. Y aqu estoy, con este aspecto ridculo, con la mquina de fotos que no me he atrevido a sacar del estuche. Este objeto negro intriga a los cros. Debera de drselo, decirles lo que es y ensearles a utilizarlo. Pero no me puedo mover. Me han envuelto la mano en un pedazo de tela del turbante del tatarabuelo. Para que se pueda estampar bien en la piel, se cubre la alhea con un pao. Dirase que tengo la mano escayolada. Me ro sola. Mi abuela est calentando la alhea para la otra mano. Durante dos das, al menos, no voy a poder utilizar las manos. Me darn de comer como a un beb. Me lavarn. Me vestirn. Voy a convertirme en un objeto valioso. Desde que tengo las manos envueltas en esta tela blanca, tengo muchas ganas de escribir, de tomar notas. Observo todo y voy grabndolo en la mente. Cualquier detalle me interesa. En el fondo de la habitacin hay unos sacos de trigo amontonados; son provisiones para los tiempos difciles; en la pared hay una grieta grande; en el poyete de la ventana han colocado una tetera, unos vasos y un pan de azcar, envuelto en papel azul de Mauritania; dicen que es bueno para la jaqueca y los mareos. En el suelo no hay colchonetas, sino alfombras y pieles de borrego. El suelo, recubierto de una capa de cemento, est fro. Afuera, el aire es caliente. Las moscas se han ido al patio, donde las mujeres estn preparando la cena. Los cros se suben a la escalera coja. No temen caerse. Y yo, sentada en el suelo, con las manos apoyadas pesadamente sobre mis piernas extendidas, espero. Empezaron a llegar muy temprano de maana. Algunos se haban vestido como si fuesen a una boda. Han trado provisiones y las han colocado en medio del patio para alegra de las moscas. Alguien extendi una sbana sobre todos los obsequios y espant a los perros a pedradas. Como por azar, el encantador de serpientes lleg al mismo tiempo que unos primos lejanos. Se le encarg que se ocupase de los nios para mantenerles alejados de la casa. Mi abuela decidi que todo transcurriese en calma y apaciblemente. Por el momento, yo miraba a la gente cuyos rostros y nombres haba olvidado. Senta avecinarse los primeros sntomas de la jaqueca. Deba de ser el peso de la alhea en mi cabello; me pareca que el pelo se asfixiara con el tinte. Me costaba respirar. Era slo una impresin, una especie de locura provocada por lo que vea y senta. Entre mi cuerpo y mi cbila no haba ya armona. Me tambaleaba aunque estuviese sentada. Si llegaba a desmayarme, quin se dara cuenta? Me acordaba del da de mi boda: estaba apresada entre dos mujeres gruesas, dos profesionales del protocolo. Deban asistirme como si fuese una princesa, y simulaban estar convencidas de ello. Y me decan: Gacela, princesa, baja los ojos, no mires de frente, ests cubierta de oro y de diamantes, debes sonrojarte e incluso llorar de felicidad cuando tu hombre se te acerque, no lo mires, mantn los ojos bajos, porque eres una doncella con pudor y virtud. Si te desmayas, aqu estamos nosotras para reanimarte. Est bien visto que una joven se desmaye; significa inocencia y pureza. Todo me pesaba: la ropa nueva, las joyas alquiladas, el maquillaje en los prpados, la msica machacona, la gente curiosa, acudida en manada de todo el barrio; mi marido tenso y triste, las xijats

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que bailaban un simulacro de danza, las dos gordas que me apretaban el brazo hasta lastimarme, los invitados incmodos, otros indiferentes, mis padres desbordados y el calor sofocante que acab por aturdirme y hacer que me cayese al suelo como un trapo sucio, inservible. Y una de las dos gordas va y me murmura al odo, con el aliento a ajo y a manteca rancia: Est bien, mi nia, cete, slo un poco, no completamente, se ha de notar que ests emocionada, que la boda te conmueve, y te pone nerviosa porque vas a transgredir la regla; tu marido no es de tu cbila; podra ser grave, pero, por el momento, todo va bien; adems, aunque todo el mundo est disgustado, trata de llorar, no porque lo lamentes, sino porque no vas a poder vadear el ro y te mojars, chiquilla; t lo has querido, hay que ir hasta el final; nosotras estamos aqu para eso, para acompaarte hasta que amanezca, para escuchar, para comprobar la satisfaccin de tu hombre, qudate como ests, con los ojos bajos, los ojos inundados en lgrimas, las lgrimas de la vergenza y del pudor. A nosotras nos pagan para exhibir la sbana, ya sabes que eso es lo que importa... Fue en ese preciso instante cuando me ca al suelo, despus de quitarme de encima, con todas mis fuerzas, a las dos gordas. Mi madre acudi rpidamente y llor, abrazndome. Vi el mundo girar a mi alrededor y yo me ausentaba de l con deleite, desapareciendo de aquella fiesta, donde ni yo ni mi marido ni mis amigos ni mi familia estbamos disfrutando. Me vi transportada por la brisa de la madrugada, sentada sola en la arena con mi precioso vestido de novia, frente al mar, frente a un morabito blanco custodiado por una mujer negra. Ella me dijo: Ven, aqu est l, te espera; l tambin se ha escapado, no hace mucho rato que lleg; qu guapo es!; qutate las joyas, las vamos a enterrar aqu; os dejo, que seis felices! Mi marido estaba sentado, con la cabeza sobre las rodillas. Dorma o soaba. Sin despertarlo, me deslic a su lado; sus brazos me rodearon lentamente. Nuestros cuerpos se entrelazaron y tuvimos un sueo maravilloso en el silencio de una bella luz, en una ribera que humeaba bajo una bruma templada; un dromedario apareci detrs del morabito con los ojos muy brillantes, escupiendo una llama roja y oro. Fue una aurora de colores y cantos; una noche exuberante que me dej el recuerdo del viento, la sed de un cuerpo y una tierra que se desprende de sus piedras inservibles. Y aqu estoy, de nuevo, con los pies y las manos envueltos en trapos, encabezando un cortejo de viejos y nios buscadores de un tesoro. Algunos iban provistos de picos y palas, otros llevaban viejas bolsas de plstico de colores azulblancorojo, llamadas bolsas emigrantes; otros, por ltimo, iban con las manos vacas pero recitaban el Corn en voz alta. Habrase dicho un entierro. Me costaba andar; demasiadas piedras por el camino; pero yo no estaba cansada por el esfuerzo realizado sino por la carga que arrastraba tras de m. Miraba todos aquellos rostros obsesionados por el secreto y la ilusin. Un sentimiento de piedad y vergenza lastraba y entorpeca mi andar. Segua caminando sin embargo, esperando or una voz sensata elevarse en la noche para devolver este rebao de pobre gente a sus chabolas. Al llegar al pueblo donde se celebra el gran zoco de los sbados, nos detuvimos para descansar y organizarnos mejor. Todo un da de viaje y slo habamos recorrido la mitad del camino. Nos sirvieron t y pan. Haba que reemprender el camino antes de que cayese la noche. Yo estaba sentada encima de una caja de cocacola y miraba al cielo y a sus fondos barridos por irrupciones de colores, del rojo plido al malva y al azul, mezclado a intervalos con amarillo. Prefera detener la mirada en aquel arrebato de colores furtivos que atender a aquella algaraba montada a mi alrededor. No iba soando; me ausentaba. Desde nia tuve el don de

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sustraerme a un lugar o a una situacinm. Aquello no duraba mucho tiempo, pero esa ausencia me ayudaba despus a soportar a la gente y a sus palabreras. Cuando el cielo se inund de estrellas, alguien se me acerc y me dijo: Ya est lista la yegua que te ha de llevar.

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Ya no pensaba ni en el tesoro ni en la caravana que me segua. Haba venido para ver de nuevo mi pueblo, no para comprobar los cambios ocurridos durante mi ausencia, sino para entender el motivo por el cual no consegua querer a alguien sin provocar tragedias. H., mi hombre, dice siempre que en m la naturaleza puede ms que la cultura. Ocurrencias de socilogo atrasado!, le contestaba yo. l tena explicaciones para todo, incluso para lo que no entenda. Yo necesitaba volver al terruo, como dice l. En lugar de encontrarme en soledad y extraamiento para reflexionar, para pensar en el porvenir del amor, y, luego, regresar a mi casa con una o varias propuestas de vida sin dramas, heme aqu a lomos de una hermosa yegua, con las manos envueltas en varias capas de tejido, encabezando un cortejo de unos cincuenta hombres y mujeres decididos a cavar hasta descubrir el arcn repleto de monedas de oro. Era una noche muy bella, tranquila y fresca; con un silencio algo perturbador; preceda a un acontecimiento grandioso, quiz una desilusin, un profundo desengao. Aparece ante m el rostro delgado de mi hombre dicindome: El amor con poquita cosa se tambalea. Nuestra pareja se articulaba sobre un amor extrao; se tambaleaba la mayora de las veces hacia la irritacin, la crisis de nervios, las palabras peligrosas que se anticipan a la razn, los desafos y el equilibrio de fuerzas, ms que hacia la ternura, los silencios apacibles, las palabras escogidas para ser murmuradas. Hay que reconocer que nuestras discrepancias eran irreconciliables. Nunca veamos la misma cosa al mismo tiempo. No slo nuestras miradas discrepaban, sino nuestras ideas tambin se oponan en todo. Empezaban por una cosilla de nada, como por ejemplo un tintero que yo olvidaba cerrar y, como por azar, se derramaba en uno de sus cuadernos; o, si no, pasbamos sin transicin a disquisiciones metafsicas graves y solemnes. No compartamos las angustias. l, obsesionado por la muerte y el tiempo que pasa; yo, despreocupada, con tendencia a desdramatizar todo, incluso, y principalmente, la muerte. A l le hubiera gustado contagiarme sus malestares, propios ms bien del hombre occidental, para el que todo es cuestin de principio, de ley y de derecho. Yo tengo el don de poner nerviosa a la gente que encarrila su vida afectiva como si fuese una liga de los derechos del hombre. Me gusta bromear, llegar tarde a una cita o a una cena, correr por el hall de un aeropuerto para llegar al avin por los pelos. l, cuando viajamos, est en la estacin o en el aeropuerto dos horas antes. Teme perder el tren o el avin. A m me gusta desafiar el tiempo y sus prisas. La primera cosa de la que me habl cuando lo conoc fue del insomnio. Le cuesta dormirse. Nunca he comprendido cmo el sueo vence a algunos sin dificultad y cmo desafa a otros durante un tramo largo de la noche. Yo me quedo dormida en cualquier sitio, cuando quiero y durante el tiempo que quiero. Es cierto, no tenemos las mismas angustias, para ser exacta, uno tiene angustias y el otro no. Como le deca yo: T tienes angustias por ti y por m! Ser acaso amar saber todo del otro y aceptarlo? O, al contrario, tener la ilusin de saber todo del otro y querer modificarlo? l pretende que yo no le quiero, porque no le comprendo. Yo me paso el tiempo contrarindolo; por eso no puede dormir a pierna suelta. Al llevarle la contraria, zarandeo sus aos de soledad y egosmo. Lamentablemente, l reacciona mal; se enfada, insulta, grita, dice palabras groseras, toma

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calmantes por la noche, escribe cartas de ruptura, se queja y grue permanentemente. Me vena bien la cadencia que llevaba la yegua, para reflexionar. Entre la noche y la situacin extraa en la que me hallaba, mis pensamientos se iban acumulando, al tiempo que se aclaraban. Tengo la sensacin de haberle tendido una trampa a mi hombre, no a propsito. l, que siempre ha hablado del derecho a la diferencia, defendindolo; l, que ha militado para que la mujer rabe, bereber, musulmana no sea maltratada por la ley de los hombres; l, que concede tanta importancia a los principios, se ha encontrado frente a una mujer que no deja de cultivar su diferencia de clase, de raza, de cultura; que reivindica una situacin de igualdad con el hombre, en todos los planos, y que adems no reconoce como principios ms que los que ella se inventa para sobrevivir y hacerse un huequecillo al lado de l, que reina en su vida prestando ms atencin a sus propias angustias que al deseo de evasin de una mujer viva, y a veces cruel. Si el ser pudiese cambiar, estara yo hoy a la cabeza de una cuadrilla de bobos que creen en milagros y en tesoros? No; pese a que se digan las palabras de mil maneras distintas, no cambian a nadie. Es una prfida ilusin. Mi pretensin tanbin es prfida: hacer de este hombre angustiado y excntrico un ser eternamente enamorado. Quiz tenga razn cuando me dice: T no entiendes nada de amor! Qu es lo que debo entender? El sufrimiento? Aprender a vivir la ausencia, la carencia y la espera? Y por qu tengo que pasar por todo esto? Yo no vivo, ni mucho menos, con un analfabeto, como esta gente que, supuestamente, estoy conduciendo hacia el tesoro escondido. S lo que l quiere, me lo dijo claramente un da; me quiere con los ojos bajos, como cuando la palabra del hombre descenda del cielo para posarse sobre la mujer, con la cabeza y los ojos bajos, sin pronunciar otra palabra ms que S, mi seor! l lo llama pudor; yo digo que es bajeza, hipocresa e indignidad. El pudor es mirar al hombre de frente y confrontar sus deseos con nuestras exigencias. Si aqu todava el hombre es el que monta sobre el mulo, mientras la mujer, al lado, lo sigue a pie y si la gente lo sigue considerando natural, yo no. Esta noche me callo, porque decid complacer a una anciana, a mi abuela. Ella cree o finge creer en la historia del tesoro. Qu consigo quitndole brutalmente esa ilusin? Despus de todo, cuando se vive en estos pueblos yermos, abandonados de todos, comprendo que se pueda soar hasta creer en leyendas dignas de figurar en un libro de cuentos infantiles. Cuntas mujeres no habrn hablado de esa noche de luna llena, en que una nia elegida por el tiempo y la cbila conducira, a lomos de un caballo blanco, a todo el pueblo al lugar secreto! He aqu esa nia; ella dormita y piensa en su hombre, que ha dejado tras ella, lejos, herido por el amor, cautivo de sus angustias y sus interrogantes machaconas sobre la libertad, el derecho, los principios, la historia, las races, la identidad, la responsabilidad, la enfermedad, la muerte..., en fin, el sentido trgico de la vida. Cmo habra reaccionado l si estuviera, no en mi lugar, sino a mi lado, en esta expedicin nocturna e incierta? Habra invocado el derecho a soar de las gentes humilladas por la pobreza y que slo tienen la religin y las supersticiones para compensar tanta carencia. Habra estado incmodo, haciendo comentarios sobre la higiene, la abundancia de moscas, el olor fuerte a clavo y la pasividad secular como anestesia general destinada a eternizarse indignamente. No habra soportado toda esta tramoya y lo habra manifestado con mal humor y jaqueca. A pesar de

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todo, yo me encuentro a gusto aqu, con mi gente que no enarbola ninguna teora; gente sencilla, que vive sencillamente y que muere con la misma sencillez. Nunca he estado enfrentada a mis races. Las recupero con naturalidad y las respeto; las acepto. Eso mismo le hubiera gustado a l que ocurriese en nuestra relacin. A l le hubiera gustado ser mis races, y que en l yo me sintiese tan bien como cuando rozo con mis pies esta tierra roja y yerma, sin plantearme preguntas. l tiene razn cuando dice que reacciono, a menudo, como un animal, con las tripas, con los nervios, jams con la cabeza. Se puede amar sin tener nada en comn? Me estaba planteando esta pregunta por centsima vez, cuando un hombre con una antorcha encendida en la mano se adelant a mi yegua y grit: Allah Akbar! La yegua se detuvo y no quiso avanzar ms. Mi abuela vino hacia m y me dijo: Ya basta, hemos llegado. Ahora te toca a ti guiarnos. Si la yegua no quiere avanzar es seal de que no estamos lejos del lugar donde est enterrado el tesoro. Baja de la yegua, te vamos a quitar la tela que te cubre las manos; ellas nos indicarn el camino que debemos seguir segn la posicin de la luna. Mira qu hermosa est, redonda, llena, brillante! La luna est con nosotros!

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Se amaban nuestros cuerpos y nuestras mentes se ignoraban o se enfrentaban; nuestras edades diferan, pero a m no me molestaba. Yo pensaba que el amor, el grande, el verdadero, estaba ya ah, en su mirada, en sus gestos, en su impaciencia. No saba que haba que crearlo, construirlo como si fuera una casa, una obra de arte. Yo estaba ah y esperaba que el hombre que haba elegido me trajese la llama para alumbrar mi alma. Cuando no sucedan las cosas como yo quera exactamente, me senta decepcionada y desgraciada. l tena la culpa. l tena que adivinar mis expectativas y colmarlas como en una novela. Sin embargo, un da me dijo: La vida no es una novela, es algo ms y mejor que una novela; es ms imprevisible, ms loca y menos tierna que una historia narrada en un libro. Una novela traiciona a la vida, porque cualquiera puede abrirla y empezar a leer por el ltimo captulo. En la vida existe, para cada cual, un ltimo captulo, se sabe cmo acaba la historia, se sabe el desenlace final, pero nadie puede decir cundo, dnde y en qu condiciones se desarrolla el final; aunque para un musulmn todo est escrito en el cielo. A menudo, yo me sorprenda mirando el cielo esperando leer en l unos fragmentos de nuestra historia. Esta noche tambin todos los ojos estn alzados hacia el cielo. Esperan una seal de una estrella o de la luna. El hombre de la antorcha me alumbra mientras mi abuela me desenvuelve de la mano la tira de tela. Ha llegado una ta ma con incienso. Da vueltas a nuestro alrededor meciendo el incensario de derecha a izquierda, balbuciendo algunos rezos. La yegua est atada a un rbol y bebe en un cubo de plstico. Los dems han hecho un corro, sentados en el suelo. Tengo, por fin, las manos libres. Los dedos estn anquilosados, los muevo. Siento que mis manos se vuelven ligeras, como alas. Pienso de nuevo en la poca en que soaba con volar. La antorcha da una luz difusa. La piel ha absorbido toda la alhea. Sobre toda la palma de la mano una mancha negra hace ilegibles las lneas. Parecera que la alhea se hubiese transformado en alquitrn. Mi abuela solt una exclamacin de estupor y se puso a gritar: Dios mo, Dios mo, haz que desaparezca esta negrura de estas manos inocentes, concdenos tu misericordia y tu bendicin. Nosotros te adoramos, creemos en ti y decimos que Sidna Mohamed es tu profeta... Se unieron a ella algunos hombres viejos que decidieron degollar una vieja camella y colocar la cabeza en el umbral del morabito. Siempre me ha indispuesto ver sangre. Me miraba las manos completamente negras y rea por lo bajo. Para salvar a la pobre camella, levant la mano y les prohib que la tocaran: No aadamos otra desgracia a nuestro desasosiego. La sangre de la camella no va a hacer que las lneas de la mano se hagan visibles, aunque las moje en su sangre caliente. Hay que esperar que se vaya la alhea. Esta noche hay un velo de tinieblas que ha sido enviado para desorientarnos y hacer nuestra bsqueda ms difcil. Para conseguir un tesoro, hay que merecerlo. Habis esperado montones de aos sin hacer nada. Vuestra tierra se ha empobrecido. Brotan piedras en lugar de hierba. Miro mi mano derecha y consigo leer en ella todo lo que os digo. Las lneas del destino, las lneas de la vida y de la fortuna se han confundido. Ya no significan nada. Es la seal de esta noche extraordinaria que nos une. La luna refleja su luz en mis manos y ha absorbido las lneas que deban indicar el lugar secreto del tesoro.

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Mientras hablaba, unos hombres se pusieron a excavar en diferentes lugares alrededor del morabito. Cavaban con energa y violencia. Algunos lloraban, otros gritaban el nombre de Allah, todos estaban sumidos en un gran frenes. Se haban vuelto locos. Se peleaban entre s. Algunos se desmayaban, a otros les daban crisis de epilepsia. Slo las mujeres mantenan la calma, rodendome. Oa llorar en silencio a algunas. Yo segua hablando y senta convulsiones en el cuerpo. Se hubiese dicho que temblaba la tierra. Estaba cansada. Tena sed. Ya no quedaba agua. Los lamentos de los hombres, los llantos de las mujeres, los gritos de la camella, el ruido de las palas sobre las piedras me daban mareos. Me levant e intent caminar. Tena los pies doloridos. La alhea tambin los haba ennegrecido. Quera tomar un poco de aire, escapar a ese viento de histeria colectiva, irme lejos, muy lejos, a Australia, por ejemplo. Sonre. Es una expresin de mi hombre. Cuando quiere desaparecer, esconderse en un territorio inmenso y muy alejado de Marruecos y de Francia, evoca Australia. Le gusta este nombre, pero nunca ha viajado all. Si algn da aplicase lo que dice, si se hubiese escondido efectivamente en Australia, quiz yo lo hubiese tomado en serio definitivamente. El hombre de la antorcha me cogi de la mueca y me arrastr violentamente hacia un grupo de hombres que excavaban con los dedos. Algunos tenan las manos ensangrentadas y seguan excavando. Cuando me vieron se detuvieron. Uno de ellos me orden que le mostrase la mano. La examin, frot la palma con tierra, escupi encima y grit: Nos est tomando el pelo. Esta muchacha no sabe nada, es indigna, la gente de all la ha pervertido, hace ms de veinte aos que se ha ido, le ha dado tiempo de olvidarse de todo. Estoy seguro de que ha vendido a un cristiano los planos del tesoro... Nos ha traicionado... Una mujer que se va del pueblo es una mujer perdida para nosotros. Aunque regrese, ya no es la misma. Me dola la mueca. El hombre gritaba. Tena la mano llena de tierra mezclada con sus escupitajos y con la sangre de los dedos malheridos. Otro hombre, con los ojos cerrados por una especie de moho congnito, me tendi las dos manos sucias y se puso a palparme la mejilla, el hombro. Me solt lanzando un grito. Es lo que me supona. No se puede esperar nada bueno de una mujer flaca. Le han debido ensear all que cuanto ms flaca, ms eficiente es el veneno que le sale de la nariz. Porque tiene la nariz afilada. Una nariz moldeada por el veneno. Yo ya no oa lo que decan. Me encerr en m misma, encorvando la espalda y con un pequeo esfuerzo de concentracin consegu no or nada ms. Mi hombre me ha reprochado muchas veces mi delgadez. No deca flaca sino delgada. Deca que eso es lo que explicaba mi agresividad. Yo no me daba cuenta de ello. Lo que l llama agresividad es la manera un poco brusca que tengo de decir la verdad. Tambin es cierto que con mi hombre no me ando con chiquitas. En el amor no hay lugar para la hipocresa. Hay que decir la verdad aunque hiera. Yo en mi fuero interno no crea que le estuviese hiriendo. Por amor, por exigencia, le arrojaba en plena cara todo lo que se me ocurra, sin reflexionar, sin contenerme. Hoy lo reconozco; ms de una vez he exagerado y no recuerdo haberle pedido disculpas. l le daba mucha importancia a las disculpas. Yo le contestaba: Eso es un formalismo incompatible con el amor y con la verdad. Ahora lo echo mucho de menos. Sobre todo en este momento en el que habra podido venir a liberarme de esos hombres y mujeres desenfrenados. Me han atado

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al rbol y se han puesto todos a cavar. Estoy, pues, prisionera. Ya no gritan. Deben de estar cansados. Busco con la mirada a mi abuela. No la encuentro. Est quiz del otro lado del morabito. La llamo. Nadie me responde. Llamo a mi hombre. Ninguna voz me responde. Intento desatarme. Grito. Nadie se da la vuelta o se levanta para liberarme. Recuerdo el da en que mi hombre, despus de una discusin agitada, cogi su cartera y desapareci durante una semana. Yo me pregunt: cmo es posible amar a alguien con tanta violencia, hasta la destruccin? Acaso es posible seguir desgarrndose en nombre del amor que ni l ni yo conseguirmos definir? l deca: Admito mis errores. Yo replicaba: Si nuestro amor es un error, ms vale acabar de una vez. Yo no comprenda: cmo se consigue admitir los propios errores? Debe de existir una frmula para ello, una especie de pocin mgica que introduce en el organismo un producto que allana las diferencias y hace que reine la calma para soportar lo insoportable. Esta pocin la descubr un da. Cre que era una medicina, un calmante; porque a menudo vea que l se tomaba unos comprimidos antes de dormir. Slo era un remedio para salir del paso. Su autntica pocin era su creacin. Escriba poesa. Slo poesa. A menudo hermtica y complicada. Al principio me la daba a leer. Yo no entenda demasiado pero al mismo tiempo senta que era la expresin de un sufrimiento. Yo no deca nada o si acaso deca: Est bien; eso y nada era lo mismo. Me deca: si algn da me dejase, no ser porque somos muy diferentes, sino porque yo no entro en su ciudadela. Me hubiera gustado que me iniciasen en la poesa, pero que no fuese l; la poesa que me emociona es la de la vida, la de la naturaleza. No est en las palabras. Cuando era nia me llenaba la mente de imgenes. se es mi modo de hacer poesa. Apoyada en el rbol, con la cabeza inclinada, me haba quedado dormida. Me pareci ver a mi hombre cavar con los dems, con el mismo frenes y la misma locura. l solo ha hecho una gran fosa, y ha tirado dentro a los que me haban atado y cubierto de tierra. Los ha enterrado vivos por amor hacia m. Eso es una prueba de amor. Es lo que estaba esperando desde haca tiempo. Una prueba extraordinaria. Un gesto excepcional. Al moverme un poco, la soga que me ataba las muecas se solt. Ya estaba libre. Me miraba las manos. Ya no quedaba alhea en ellas. Ninguna huella. Las palmas de las manos las tena limpias y con las lneas de la mano en su sitio. Me hubiese gustado ensearlas en ese momento preciso a mi profesor, a Monsieur Philippe De. l me hubiese contado seguramente lo que haba ocurrido esta noche. Anduve lentamente en busca de los picos y las palas. El morabito estaba cerrado; empuj la puerta. Estaba a oscuras. Dije: Hay alguien? Un hombre o una mujer, arropado con una sbana blanca quiz un sudario se levant y empez a dispararme rfagas de flash de una mquina de fotos. Se me cegaron los ojos. No vea bien. l saltaba de un lado a otro con agilidad. Sent miedo. Al retroceder para salir tropec con l. Estaba detrs de m y segua sacando fotos. Grit. Son el eco de mi grito. De nuevo estaba prisionera. Me hablaba en bereber, en rabe y tambin en francs. Yo estaba sorprendida porque me pareca reconocer la voz. No, no era la de mi hombre. l estaba lejos, en un encuentro de escritores en San Francisco. No, esta voz slo poda ser la de Victor: Y los sapos de todas las ciudades danzaron sobre mi vientre. Los ms

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gruesos me aplastaban el pecho para impedirme respirar y los menudos me tapaban la nariz y la boca. Luego, se pusieron a bailar durante toda la noche, y yo, atado, con el cuerpo sumergido en el agua sucia de un lago, cerraba los ojos pensando que estaba durmiendo y que se trataba de una pesadilla. Cuando los abra, vea todas aquellas patas cortas brincndome sobre el pecho y el vientre. Desde entonces he aprendido a saltar. Basta con doblar bien las piernas y lanzarse sin pensar en nada. Desgraciadamente, yo pienso. Pienso demasiado y esto es lo que acabar por precipitar mi prdida. Cre que me haba llegado la hora, que la noche de los sapos iba a ser eterna. Afortunadamente, vinieron a rescatarme de milagro unos hombres y mujeres que regresaban de maana despus de haber pasado la tarde y la noche cavando. Qu nimo! S que volvern esta tarde. Estn decididos a cavar hasta que brote el agua del pozo; las mujeres trazan los surcos por los que pasar el agua para llegar al pueblo y al aljibe. Han estado esperando aos a que el gobierno les traiga el agua. Las instalaciones no estn lejos, apenas a una docena de kilmetros del pueblo. Ahora saben que si quieren agua, han de ir a buscarla. Cavarn hasta el fin de los tiempos si es preciso. Luego se pelearn para preservarla, para que ningn sinvergenza venga con sus mquinas a desviarla y regar sus tierras en plena impunidad. Si ganan la batalla del agua, habrn ganado la vida, la de ellos y la de sus hijos. Y yo, encadenado en medio del barro, daba puntapis y forcejeaba con los sapos, en el lugar donde t me abandonaste. Yo te segu. Luego alguien me detuvo, no lejos de la aldea, y me tir en un charco de agua despus de atarme. Era alguien que vena en tu nombre. Menos mal que esa buena gente me liber. Mientras tanto, t te paseabas con la mquina de fotos como una turista. Qu descaro! Ahora tienes que salir del letargo en el que ests, dejar de pensar que siempre tienes razn, dejar de tomar tus sueos como realidad, incluso si la realidad de este pas es ms fuerte, ms loca y ms imprevisible que todas las ensoaciones del mundo. Deja que tus pies se impregnen durante un tiempo de la belleza y de la gravedad de esta tierra que no deja de trabajar y de asombrarnos. Los antepasados tenan razn; haban previsto que un da la tierra de esta aldea correra el riesgo de morir con la sequedad del cielo y de los hombres. Ellos saban que existan pozos, no debajo de vuestras barracas, sino algo ms lejos. Por eso hablaron de tesoro. Todos pensaban en el oro y la plata. Nadie pens en algo mucho ms valioso, el agua, simplemente el agua. Al cavar es cuando se dieron cuenta. Cuanto ms piedras desenterraban, ms hmeda se volva la tierra. Volvern todas las noches hasta que un agua profunda, fra y pura les salpique. El oro es el que tiene la pureza del agua, y no lo contrario. Ahora me siento til. Ya no soy una quimera, un personaje de tus fantasas, un ser de papel. Me voy a poner al servicio de la gente. Voy a cavar con ellos. Mi sitio est aqu, cerca de ellos. Son gente sencilla y sin pretensiones. No es culpa de ellos si han alimentado algunas ilusiones. En lo que a ti respecta, haz lo que quieras. Por ejemplo, vuelve a coger tu mquina de fotos, petrifica a tu cbila en imgenes. No te lo reprocharn; tienen otras cosas en que pensar. Ms vale que te vuelvas all: no s si tu hombre te espera. S que te has servido de l. Acaso habr tenido el valor de marcharse? Lo ignoro. Ya sabes la historia del ingenuo que cocin un plato muy refinado con jengibre y se lo dio a su burro que se lo trag como si fuese un puado de heno; de ah viene el dicho: _Qu sabr el borrico sobre el jengibre?_ El tesoro, el tuyo, lo has tenido entre las manos y lo has destrozado! Hoy, tu hombre ya no es un poeta. Es un escribiente, todo se ha apagado en l, tanto su alma como la luz de sus ojos.

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Es un hroe: ha desafiado a todo el mundo y ha querido conciliar lo inconciliable. No es el primero que ha querido reunir dos universos hechos para oponerse. Es un poeta y un narrador de cuentos. Su locura es lo que ms me ha acercado a l. Su locura es su dolor. Adis, nia que se ha hecho mayor antes de tiempo y que se ha comportado como una cra cuando haba que ser mujer. Adis, yo te quera mucho. Me gustaba tu valor, tu obstinacin, tu imaginacin y tus sueos! A partir de ahora dedica el tiempo a pensar y a actuar.

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Toma, cmete estas almendras amargas. El nio que me tenda la mano llena de almendras frescas tena los ojos enfermos. Cog un pauelo limpio y las restregu ligeramente con l. Si no encontramos agua, me llevars contigo? Adnde quieres ir? le pregunt. Adonde t vayas. Y la escuela? Me recit la primera sura del Corn, y enlaz con la siguiente. Como a l no le pareca que me haba convencido lo suficiente, quiso sorprenderme y la recit al revs, empezando por el ltimo versculo. Le dije que eso era una blasfemia; l me respondi: No; lo que es blasfemia es quedarse aqu, haciendo concursos para ver quin recita ms rpido el Corn. El largo discurso de Victor me haba dejado completamente atontada. Me senta aturdida, sin comprender dnde estaba ni lo que me estaba pasando. Me puse, pues, a comer almendras. Algunas estaban amargas. Necesitaba un caf. Aqu no se bebe ms que t. Buscaba con la mirada al hombre que se haba dirigido a m y se haca pasar por Victor. No daba con l. Pregunt al nio: Has visto a un hombre bajito, cubierto con una sbana blanca? Yo quiero que me hagas una foto, pero no yo solo, una foto contigo... y entonces te lo dir. No haba nadie alrededor para hacernos la foto. Colgu la mquina de una chumbera y me puse al lado del cro. El sistema automtico se puso en marcha y el nio, feliz, me cogi de la mano. Cundo me dars la foto? Ya te la enviar, te lo prometo. Me la enviars si el agua no brota de debajo de la tierra. Sin agua, no vamos a tener ms remedio que irnos, como t, como tus padres. Bueno, qu me dices del hombrecillo se, lo has visto? En realidad, no existe tal hombrecillo. En el morabito no haba nadie. Al amanecer dejaron de cavar y se fueron al pueblo a dormir. T te quedaste dormida debajo de un rbol. Yo vi cmo una vieja intentaba despertarte, pero seguas durmiendo. Te dej y me pidi que yo te cuidase; y me dio las almendras para ti. sa es toda la verdad. Bueno, qu? Nos vamos? S, vmonos. Tenemos que darnos prisa, porque dentro de nada no habr quien aguante este sol. Yo caminaba mirando el suelo, tratando de acordarme de lo sucedido la vspera, durante la noche. El nio me apretaba la mano. Me devolva al redil y se senta muy orgulloso de ello. Yo crea haberme desembarazado de Victor. Pero ah estaba de nuevo, saliendo a la superficie y atormentndome. La vuelta a mi terruo no me haba curado por completo. Todava estaba apresada por sombras que me perseguan. Un da, despus de una discusin, en la que yo me haba enfadado mucho, mi hombre me dijo, con tranquilidad, y tras haber reflexionado: Querida ma, no tienes superyo! Lo deca con una ligera satisfaccin, como si, de pronto, por un milagro, todo lo que estaba oscuro se hubiese aclarado, todo lo complicado se hubiese vuelto evidente. Por fin haba encontrado la clave de nuestras desavenencias, de mi conducta irritante y mis arrebatos de ira. Se le vea contento de su descubrimiento. Ya poda encasillarme y encontrar explicacin a todo a

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partir de esto. Le resultaba cmodo. Lo del superyo lo haba calmado. Ya no reaccionaba violentamente como antes. Yo senta que me converta para l en un objeto de anlisis, un caso digno de ser estudiado. Me expuso la teora del desarraigo, de la falta de puntos de referencia. Yo lo escuchaba, sonriendo. Despus de todo le dije, si esto sirve para arreglar nuestros desacuerdos, admitamos que yo no tenga superyo; que a mi madre se le haya olvidado transmitrmelo con la leche, y que t, ahora, vas a reparar las carencias de mi educacin. Le deca esto para provocarle. Se enfad y todo volvi a empezar de nuevo. Desde entonces, no hemos vuelto a hablar de ello. Al llegar al pueblo ya haba salido el sol. Los nios jugaban con un gatito muerto. Se lo lanzaban entre s como una pelota blanda. Esto les diverta. Una nube de moscas iba siguiendo al animalillo. Me detuve sobre un montculo y vi el lugar por primera vez tal como era: un lugar de desolacin absoluta donde un gato muerto serva de alegra a unos nios con ojos enfermos. Aparentemente, los hombres y las mujeres dorman. En una esquina, yacan los picos y palas. Mi acompaante se haba unido al grupo de nios y daba puntapis al gatito en el vientre. Por un momento, me pareci or gritar al animal, como si an estuviese vivo. A pesar del sol que caa con fuerza, me sent y me puse a llorar. Tena unas ganas enormes de bajar a mezclarme con esos chiquillos sucios. Yo tambin quera agarrar al gato por el rabo y lanzarlo por los aires. Lloraba porque haba comprendido que mi infancia volva a m como una calentura repentina, pero familiar. Aprovechando unos segundos de inadvertencia, dos gatos negros recogieron a su cra y se alejaron, desapareciendo por la llanura. Los nios, desprevenidos, se miraron extraados sin entender por qu los haban privado de su pelota. Cada vez me salan ms lgrimas; uno de los nios se abalanz hacia m y me arranc la mquina de fotos. Se la pasaron de mano en mano y la desmontaron. Cada uno se llev una pieza. Yo los dej y no dije nada. Ojal encuentren agua, o si no se volvern locos, rabiosos, locos y rabiosos; bajarn hacia Marraquech o Agadir y lo destrozarn todo, ojal encuentre agua... Me fui del pueblo sin darme la vuelta. Apretaba contra m el bolso con el pasaporte, el billete de avin y un poco de dinero. Caminaba deprisa. Ya no saba si lo que inundaba mi cara eran lgrimas o sudor. Estaba sudando. Apresur el paso y luego ech a correr. Haba que irse lo antes posible de este territorio maldito. Necesitaba ver a mi hombre, acurrucarme en sus brazos y llorar en silencio. Vea nuestra casa de Pars, la nieve sobre el Sena, el rostro carioso de mi hombre. Me repeta para mis adentros: Ojal que encuentren agua... Ojal que l me espere... Ojal que encuentren agua... Ojal que est en casa... Si no, nos volveremos todos locos... La historia del tesoro escondido al pie de la montaa es autntica. No es una leyenda. Tras dos horas de marcha llegu a la carretera que conduce a Imiltanut, y luego a Marraquech. El autocar sala a las cinco de la tarde. Tena que esperar todo el da. Me sent a la entrada de una tienda que venda de todo: comestibles, abono, guardapolvos, mquinas agrcolas, bombonas de gas butano, televisores, cuerdas, carbn... Buscaba con la mirada algo que faltaba all: ya no haba ni picos ni palas. Dos hombres, viejos, jugaban a las damas con chapas de cocacola y de gaseosa La Cigogne. Se hablaban mientras fijaban la mirada en la partida: Sabes que estn pidiendo voluntarios... S, el almocadn vino a comentrmelo esta maana. Ojal que encuentren agua..., si no nos invadirn. Hace aos que ya no llueve all. Es un pueblo maldito. Ha engendrado demonios. Por eso se van todos.

TAHAR BEN JELLOUN

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As son los tiempos. As es la vida. Unos estn saciados; otros, hambrientos. As lo ha querido Dios. Dios y los hombres... Cuidado, no mezclemos! Dios no da hambre. Los hombres son los que hacen padecer el hambre unos a otros. Venga, mueve ya, no nos vamos a quedar todo el da en la misma partida! S, tienes razn, ojal que brote el agua... Y nuestros recuerdos se vayan con el humo de la maana. Subirn al cielo... Pues s que llevamos tiempo intercambiando recuerdos! Dios prolonga nuestra vida hasta que se agoten. Sabes? El da en que no tengamos recuerdos que contarnos estoy seguro que, ese da, el ngel Gabriel se inclinar sobre nosotros y nos llevar con l. A menos que nos los inventemos... Pero si es lo que venimos haciendo desde siempre! T crees que nuestras vidas han estado tan llenas como para tener recuerdos? Ms vale contarnos historias que darnos por vencidos. Y aunque nos disemos por vencidos, quin se iba a enterar? Quin se iba a interesar por nuestra suerte? No aspiramos a nada del otro mundo; hemos vivido simplemente, quiero decir, pobremente, y lo ms apropiado es que nos vayamos de este mundo con la misma modestia. sta ser nuestra noche! Dios lo quiera! Pues claro que lo querr! Nosotros tambin excavaremos. Lo ms probable es que nos abandone el cuerpo antes de que brote el agua. Ser una muerte hermosa. El autocar lleg en un estado lamentable, con una hora de retraso. Al detenerse, el ayudante del chfer tir por la puerta unas cuantas gallinas y gallos, muertos por el calor. Tambin sali una mujer corriendo con un beb deshidratado. Era la cancula hecha de polvo, ruido y viento seco. Todo contribua a despedirme fuera de este pas. Me senta como una extranjera. Volv a mirar por ltima vez a los dos ancianos que cargaban la mula para irse a excavar al lugar donde el tesoro estaba enterrado. Casi sent envidia de ellos, por haber vivido y haberse preparado con serenidad a morir hacindose tiles. Tena deseos de ir hacia ellos y besarles la mano como haca con mi bisabuelo cuando era nia. Sub al autocar y cerr los ojos para dejar de ver esta tierra que ya no era la ma. Desde esa maana fui tomando conciencia de que un pas es algo ms que una tierra y unas casas. Un pas son unas casas, unos pies afianzados en la tierra, unos recuerdos, unos perfumes de infancia, una pradera de sueos, un destino al final el cual hay un tesoro escondido al pie de la montaa. Dnde encontrar ese pas? Me gustara tanto decir y creer que Mi patria es un rostro un resplador de savia una fuente de manantial vivo Es una mano turbada que espera el crepsculo para ponerse sobre mi hombro... Pero senta llegar la hora de la incertidumbre y del sueo rebelde. Ninguna brisa acudi para hacer de esta noche una cabaa abandonada a la orilla de una playa o de un lago con una puerta entreabierta para acoger a un alma cansada. Ningn resplandor apareci para sosegar una conciencia turbada. Ninguna mano se puso sobre mi hombro. Yo haba llegado

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despreocupada como una turista; y regreso cambiada. El descubrimiento de las races es una dura prueba. Cmo sospechar que fuese tan grave? He crecido. Ya no soy una cra deslumbrada por la vida. Estoy segura de que mi hombre se ha ido. Me lo advirti. Yo no lo crea. l me alent a realizar este peregrinaje. Deba de saber que esta conmocin me hara reflexionar mejor que cualquiera de sus discursos. Descubro el fracaso y mi llanto es intil.

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EPLOGO
sta es, pues, la historia del tesoro escondido al pie de la montaa y cuyo secreto lo guardaba en el alma una nia que crecera sorteando el tiempo, decidida a luchar y a vencer porque no le haban enseado otra cosa. Al regresar a Pars se encontr la casa tal como la haba dejado. Nada se haba movido. Su hombre se haba ido, llevndose slo una maleta. Al lado del telfono una carta. Amor mo: (siempre se diriga a ella de ese modo, incluso en los peores momentos). Como dice el filsofo, viendo vivir a los hombres se te parte el corazn, o se te vuelve de bronce. El mo no est totalmente partido y nunca llegar a adquirir la dureza del bronce; el mo est cansado. As que me voy. Por fin te dejo contigo misma. Aprende el pudor y la humildad. S que esta historia de los ojos bajos te hace rer. Tu vida, como me la has contado, me emocion. Tu lucha de hija de emigrantes me gust. Pensaba que estabas entre dos culturas, entre dos mundos; de hecho, t ests en un tercer lugar que no es ni tu tierra natal ni tu tierra adoptiva. Tuve el atrevimiento de pensar que yo sera una patria para ti. Fue un error. No sabes evitar la vergenza a los otros. Zina se mat porque tena vergenza de s misma, porque la haba mancillado un canalla. Te di el diario para que lo leyeses sin ninguna intencin precisa. Quizs aprendas en l que para ciertas personas hay virtudes sin las cuales la vida no tiene ya sentido, no tiene ya dignidad. De tanto oponernos y desgarrarnos, ibas a vencer como un animal. Tu victoria va a ser triste y tus lgrimas, por una vez, sern autnticas y amargas. Ahora ya tienes todo el tiempo para llorar y quizs aprendas a vivir. Adis, amor mo. Yo hice lo que pude y fracas. Algunos das ms tarde recibi una carta de Marruecos: Amor mo: Te escribo sentado debajo del rbol que est frente al pozo. Acaban de terminar de construirlo. El agua es profunda. El pueblo entero est en fiestas. Las mujeres trabajan ms que los hombres; son hermosas y dignas. Me pareci verte esta maana llevando dos cubos de agua. Podras haber sido esa mujer joven, sencilla y dichosa que, al verme, baj los ojos. Est cambiando la vida en el pueblo. Las autoridades han venido a felicitar a los que excavaron. Prometieron traerles la electricidad. El pueblo se salvar. Ocurri el milagro. El tesoro encontrado ennoblece a la tierra de donde van a ser desenterradas las piedras. Esta maana me lav con esa agua, fra y pura. Los hombres hicieron sus abluciones con el agua del pozo y rezaron en silencio. Fue bonito y emocionante. Ahora, el pozo congrega a su alrededor a la gente ms que el morabito; el santo debe de estar contento. Me quedar aqu algunos das para descansar y quizs escriba. La gente de tu familia no entiende por qu te fuiste. Creen que no soportaste el calor. Me dijeron que estaban orgullosos de ti, aunque piensen que has cambiado mucho. Los ltimos das observaron que llorabas y no saban por qu. Despus de los festejos, el trabajo duro va a empezar. Son gente muy humana. Qu has hecho t con esas virtudes tan hermosas y nobles? Has querido, como dices, afirmarte e imponerte, como si vivieses con un hombre que te hubiese encerrado en una jaula. Ahora, el tiempo transcurre suavemente entre t y yo. Estoy aqu para curarme y vivir; contigo o sin ti.

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Esta historia acaba donde empieza otra. Cuando se levanta el sol, cada vez tropieza menos contra el guijarral blanco y los zarzales grises. Unas manos afortunadas han revuelto la tierra; vencieron a las leyendas. El reparto de las aguas es el futuro de este destino atado a los pies descalzos de aquellos que, por fin, se han hecho labradores de una tierra. Los viejos seguirn intercambiando recuerdos y descubriendo los arreboles del cielo en los ojos de las jvenes que cantan. Tnger y otros lugares, agosto de 1987octubre de 1990.

Fin

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