Codificacion

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CODIFICACIÓN

por
Luis Moisset de Espanés

Revista del Colegio de Abogados de Villa María, Año 2, N° 4,


agosto de 1999, p. 13 y ss.1

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La idea de las codificaciones nacionales responde a


necesidades de estructura del mundo de Occidente en el momento
del nacimiento del moderno Estado occidental a fines del siglo
XVIII y comienzos del XIX. En ese instante, para afianzar la
soberanía de los estados nacionales, se considera indispensable
fortalecerla con codificaciones propias, es decir legislación
nacional propia, diferenciada de la de los otros Estados, para
reforzar la individualidad o personalidad del Estado naciente.
Es cierto que esta manera de proceder provoca un
fraccionamiento en la idea de derecho, como ciencia, que se había
mantenido durante la Edad Media, tomando como eje al Derecho
Romano como paradigma de la Ciencia del Derecho, desde que se
redescubrió el Digesto y la Escuela de Bolonia difundió su
enseñanza. Todos los juristas de Europa, a partir de ese momento,
hablaban un lenguaje común, fundado en el Derecho Romano, y
podían sin dificultad trasladarse de un país a otro, sea para
enseñar, sea para practicar el Derecho, que era esencialmente el
mismo, por sus raíces y su contenido.
El Estado Moderno, al sancionar los derechos
nacionales, por la vía de las codificaciones, quebranta la idea
de un derecho común, y da lugar incluso a que llegue a afirmarse
que la modificación de una ley puede borrar de un plumazo toda
una biblioteca.
En realidad esto no es cierto, porque en lo profundo

1
. Conversación mantenida con miembros de la Comisión Directiva,
quienes la grabaron y publicaron.
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subsiste la necesidad de que las normas respeten la naturaleza


de las cosas, es decir la naturaleza de las relaciones sociales
y atiendan a regularlas con "justicia". Vemos así que, aunque
haya diferencia en los textos, por lo general en todos los países
se llega a soluciones similares, porque la solución justa no
puede diferir sustancialmente, aunque se marquen algunos pequeños
matices diferenciales.
Esas diferencias, sobre todo, se dan en normas que son
de "pura técnica jurídica", en especial aquellas que tienden a
hacer prevalecer el valor "orden"; por ejemplo, en materia de
circulación de automotores, por una razón de orden se dispone que
los vehículos circulen por una mano, y así vemos que en
Inglaterra circulan por la izquierda, mientras que en el
continente europeo, o en Argentina, lo hacen por la derecha.
¿Cuál es la norma justa? ¿Circular por la izquierda o circular
por la derecha? La elección parece indiferente; se trata de una
norma técnica que establece el orden: circular por una mano, para
evitar colisiones.
Las normas que procuran establecer el "orden" pueden ser
más o menos perfectas, debemos advertir, además, que algunas de
ellas no son puramente técnicas, sino que se entremezcla en ellas
en alguna proporción lo que es técnica, con lo que responde a la
naturaleza de las cosas. Por ejemplo, en la transmisión de la
propiedad, ¿qué es más justo? ¿Exigir como modo constitutivo la
entrega de la cosa, la tradición, como lo hacía el Derecho
romano, y lo hace nuestro Código? ¿Transmitir la propiedad por
vía de la inscripción registral, como lo exige el derecho alemán?
¿Transmitir la propiedad por el solo consentimiento como
establece el Código francés?
Son tres técnicas distintas; quizás con cualquiera de
ellas pueda establecerse un orden suficiente para que haya
justicia, pero ninguna de las tres puede desprenderse totalmente
de un hecho, que es natural: que el propietario tenga el poder
efectivo sobre la cosa. Vemos así que en el derecho francés,
donde la propiedad se transmite por el simple consentimiento, es
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menester que después se haga entrega de la cosa; y en el derecho


alemán, aunque la propiedad se transmite por medio de la
inscripción, no se tiene real y efectivamente poder sobre la cosa
si el adquirente no la recibe; y en el derecho argentino, donde
la propiedad se obtiene mediante la entrega de la cosa, quizás
no hay una adecuada oponibilidad de esa transmisión mientras no
se la publicite.
En todos estos casos la técnica elegida debe conjugarse
con la naturaleza de las cosas, para obtener el resultado justo,
y el legislador prudente debe atender estos aspectos al
seleccionar las normas que regularán su legislación interna.
Resulta interesante destacar que en un momento
histórico dado, a comienzos del siglo XIX, la labor de
codificación se extiende a todos los países del mundo occidental
por necesidad de hacer efectivos los postulados del naciente
Estado moderno. A lo largo del siglo XX, siguiendo esa concepción
ideológica que predominó en el XIX, se prosigue la labor de
codificación, con el carácter de renovación y puesta al día, por
el hecho de que los cambios sociales que se iban produciendo
exigiendo retoques mayores o menores en la legislación interna
de derecho privado, para adecuarlas al cambio social e, incluso,
a algún cambio producido en la naturaleza de las cosas, que deben
reflejarse en las normas vigentes.
Procuraré dar un ejemplo ilustrativo; en el siglo
pasado, mientras algunas legislaciones mantenían la propiedad
horizontal, en otras había desaparecido porque no se sentía
necesidad de esa figura. A mediados de este siglo, sea porque no
se la había legislado, sea porque las normas vigentes resultaban
anticuadas, fue necesario regular de manera totalmente nueva la
propiedad horizontal porque se había producido un cambio en la
realidad social, el fenómeno de la urbanización , es decir la
marcha de la población rural hacia las ciudades, que crecen
desmesuradamente, a punto tal que un gran historiador inglés
contemporáneo, Toynbee, escribe un libro que titula "Ciudades en
marcha". Esa nueva forma de vida social, de carácter urbano, con
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grandes aglomeraciones de población en las ciudades, crea la


necesidad de regular de nuevo la propiedad horizontal, para
incorporarla en aquellas legislaciones que la habían dejado de
lado, o adecuarla a ese cambio que se había producido en la
"naturaleza de la vida social".
La renovación total de los Códigos, en este siglo,
solamente se produce en aquellos países que no habían tenido
códigos propios. Como ejemplo podemos citar el caso de Paraguay,
cuyo Código era simplemente el Código Civil argentino, adoptado
en bloque a fines del siglo pasado; o en Bolivia, cuyo Código era
una traducción al castellano del Código civil francés, o en
Quebec, donde también se tenía un Código que prácticamente era
el Código Napoleón; o en Holanda, cuyo cuerpo de leyes
fundamental era también la traducción al holandés del Código
francés. Me limito a citar los principales ejemplos de países que
han procedido en los últimos años a cambiar totalmente su Código.
Podemos sumar a ello lo sucedido en Italia, que en 1942 sanciona
un nuevo código Civil para reemplazar al de 1865, que era
prácticamente el código Civil francés traducido al italiano.
Quede en claro que la principal causa de reemplazo
total de un Código fue el deseo de contar con un “derecho
nacional”, pero en todos los ejemplos que mencionamos es notable
que el legislador prudente, aunque elabore una renovación total
de las estructuras metodológicas y de gran parte del articulado,
sobre todo para poner al día las soluciones que en él se
contemplaban, mantiene el lenguaje tradicionalmente empleado en
cada uno de esos países, que ya se había consagrado como una
forma de hacer justicia. En efecto, cada norma jurídica contempla
un determinado “supuesto de hecho”, dando la solución que
considera adecuada. Esa norma contiene un mensaje que debe ser
correctamente interpretado y, a veces, aunque el lenguaje
empleado por la norma no sea gramaticalmente el más puro o
correcto, cuando con su interpretación se ha obtenido un
resultado justo, el legislador prudente no considera necesario
cambiarlo, porque cualquier cambio puede provocar nuevas
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interpretaciones, discordantes con la justicia.


En todos estos Códigos nuevos se advierte que una gran
cantidad de sus normas -por lo general la mayoría- reproducen
sin cambios, aunque con otra ubicación o numeración, las leyes
que ya se encontraban. Esto es lo que sucede, para dar un
ejemplo, con el Código peruano de 1984, que reemplazó al de 1936,
donde más de la mitad del articulado reproduce las normas que
estaban vigentes; o en el Código paraguayo de 1986, que procura
ser un Código nuevo, inspirándose en ideas incorporadas al Código
italiano de 1942, y también en gran medida en el Proyecto
argentino de 1936, pero que mantiene más de una tercera parte de
las normas con la redacción que tenía el Código de Vélez e
incluso algunas que habían sido incorporadas posteriormente por
la Ley 17.711, como las normas sobre mora, sobre lesión, sobre
abuso del derecho, que no son tomadas del viejo Código de Vélez,
sino de las reformas introducidas por la ley 17.711, y al
mantenerlas se consagra una base común que facilita la tarea de
uniformar el derecho vigente en los países que integran el
Mercosur.
Esa prudencia en el obrar del legislador debe estar
siempre presente, porque el cambio en el lenguaje lleva
inconscientemente, a pensar que se están introduciendo soluciones
diferentes y causa, durante algún tiempo, confusiones
interpretativas, hasta que se produzca un asentamiento en la
interpretación doctrinaria y jurisprudencial. El cambio
innecesario de lenguaje en las soluciones que se proponen suele
provocar algo de inseguridad y algo de injusticia.
Hasta hace una decena de años, aproximadamente, pensaba
que era conveniente una reforma total del Código, respetando los
parámetros a que me refería recién pero, además, consideraba
indispensable que esa tarea se realizase ajustándola a los
requerimientos de una adecuada técnica legislativa. En 1989 se
me pidió opinión y elaboré un memorándum donde indiqué los pasos
que, a mi entender, deben darse si se encara una obra tan
ambiciosa como es la reforma total del código.
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El primero de esos pasos es la sanción de una ley de


“bases”, en la que se establezca el pensamiento generalizado, o
mayoritario sobre la orientación de la reforma, fijándose por
anticipado lo que es necesario mantener, y lo que conviene
modificar, de manera que el legislador no obre como un iluminado,
imponiendo criterios personales, sino que atienda a lo que la
sociedad reclama.
La ley de “bases” debe elaborarse por un pequeño grupo
de juristas, y someterse a la consideración de la opinión
jurídica general, antes de someterse a su aprobación por el
Congreso. Luego quienes integren las comisiones redactoras
deberán concretarse a dar forma a las propuestas que respeten
esas “bases” que la opinión jurídica mayoritaria ha establecido,
para que no suceda, como ha pasado algunas veces, que se incluyan
en los proyectos soluciones “milagrosas” propuestas por sólo
alguno de los redactores, y repudiadas o desconocidas en el resto
del mundo, o por toda la doctrina nacional, como pasa en un
proyecto reciente de Código de Derecho privado, en el que se
procura incorporar como nuevo derecho real la inhabilitación
voluntaria, pese a que la institución no está contemplada como
tal en ningún otro ordenamiento jurídico, y los juristas
argentinos, en su inmensa mayoría, la consideran innecesaria.
El segundo paso, luego de la aprobación de la ley de
“bases”, es la elaboración de los anteproyectos, que deben
someterse también al un adecuado debate de toda la opinión
jurídica con tiempo suficiente, haciendo llegar copias de esos
anteproyectos -para que analicen sus posibles virtudes o
defectos-, a todos los Tribunales de Justicia del país, a todas
las Asociaciones Profesionales vinculadas con el Derecho (es
decir, Colegios de Abogados, Colegios de Escribanos, Asociaciones
de Magistrados), a las Universidades, a las dos Academias
Nacionales de Derecho e incluso a instituciones sociales que
pueden verse afectadas en su funcionamiento por la sanción de
estas leyes que alcanzan al tejido íntegro social del país, para
que se expidan con tiempo y formulen las observaciones
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pertinentes.
Estos pasos no se han dado, y sin duda es menester que
se den antes de la sanción de un proyecto integral de reforma del
Derecho privado.
Pero estos aspectos, que se vinculan con la reforma
integral de un código, me llevan a reflexionar sobre otro
problema. En los últimos años he llegado al convencimiento de que
la renovación total de los códigos nacionales es una labor
anacrónica, fuera de tiempo. Y, ¿por qué digo que es anacrónica,
o fuera de tiempo? Porque el mundo en estos dos últimos siglos
ha cambiado sustancialmente, y los viejos Estados nacionales
están marchando aceleradamente hacia las “integraciones
regionales”. Los primeros pasos positivos se dieron después de
la segunda guerra mundial con el nacimiento de las comunidades
económicas en Europa, que han ido llevando paulatinamente -en el
curso de los últimos cincuenta años- a la conformación de la
unión Europea.
En Europa, en estos momentos, ninguno de los países que
integran la Unión Europea piensa en reformar totalmente sus
códigos, aunque están preocupados por adaptarlos a las nuevas
necesidades de la comunidad europea y para ello se están
siguiendo dos caminos. El primero es el camino de las directivas
dadas por el Consejo de Europa, directivas cuya aplicación es
obligatoria para los países miembros, y que llevan a que esos
países miembros formulen leyes especiales de modificación de su
Derecho privado interno a los fines de lograr la uniformidad, o
al menos la armonía, del sistema jurídico en todo el Mercado
Común Europeo. Pero, además, la formación de la Unión Europea ha
traído como consecuencia la abdicación de aspectos de la
soberanía sumamente importantes, clara manifestación de ello es
el “Euro” (la moneda común europea).
La moneda era considerada como uno de los símbolos
clásicos de la soberanía nacional y, sin embargo, todos los
países de la Unión Europea han aceptado el establecimiento de una
moneda común que reemplazará a las monedas nacionales.
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A más de esto, en algunos campos, las directivas de la


comunidad europea tienen fuerza operativa aun cuando no se
hubiera modificado la legislación interna y se encuentran por
encima del derecho nacional, que deberá interpretarse a la luz
de las directivas de la Comunidad.
El esfuerzo que se está realizando es muy serio y en
él están empeñadas diversas instituciones -como la Academia de
Pavía, y Unidroit- que trabajan en proyectos de legislación
uniforme. Así, la Academia de Pavía está terminando de elaborar
un proyecto de Código de contratos y obligaciones europeo, y el
Unidroit viene desde hace años trabajando en un proyecto de
código de contratos uniforme. Los juristas europeos, en la
actualidad, marchan por el camino de dar un código común a
Europa, sin preocuparse por renovaciones totales de los códigos
internos, ya que un trabajo enfocado de esa manera sólo sería un
obstáculo a la Unión Europea. La modificación total de la
codificación interna está en franca discordancia o choque con el
camino que está siguiendo el mundo.
¿Qué pasa en América?
En Latinoamérica hubo unos primeros intentos con la
ALALC, la Aladi, o el Pacto Andino, que se han frustrado de
manera total o parcial y recién, con más de cuarenta años de
retraso con relación a Europa, vemos que empieza a funcionar de
alguna manera el Mercosur, con cuatro países que lo integran
(Brasil, Paraguay, Uruguay y Argentina) y dos que han pedido
asociarse (Bolivia y Chile). Creemos que el actual Mercosur, en
su expansión, debería llegar a cubrir todos los países de habla
luso-hispana, es decir todos los países de Iberoamérica.
En el Mercosur se han dado pasos muy importantes en el
camino de unificación económica, pero están faltando los pasos
de la unificación jurídica, tanto en sus aspectos de legislación
como de aplicación del derecho.
La visión del jurista hacia el siglo XXI no es la de
diversificar los derechos nacionales, sino la de unificar los
derechos regionales. Entonces, antes de sancionar un nuevo código
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nacional que reemplace al vigente, y cree una pugna mayor y


diferencias más grandes con los derechos internos de los socios
del Mercosur, el esfuerzo debería centrarse en armonizar la
legislación del Mercosur.
Por ejemplo: Paraguay sigue teniendo en muchos puntos
contacto entre su legislación interna con la legislación
argentina, porque, aunque hoy ya no tenga el mismo código, la
renovación de hace 13 años (1986) mantiene una cantidad de normas
que son similares.
Por otra parte, Uruguay ha mantenido siempre grandes
semejanzas, desde el tiempo en que nació su Código Civil, o en
las posteriores legislaciones complementarias, en las cuales se
han hermanado las ideas que imperaban en una y otra margen del
Plata.
¿Por qué digo desde que nació su Código civil? El
principal autor del Código civil uruguayo, que presidió su
comisión redactora, fue Tristán Narvaja, jurista nacido en
Córdoba y radicado en Uruguay, a quien se le otorgó la ciudadanía
uruguaya por haber realizado la obra de codificación. Ya en el
mensaje que envía la Comisión de codificación, acompañando el
proyecto, antes de que en nuestro país se sancionase el Código
Civil (porque el Código civil uruguayo es anterior al Código
argentino) se dice que, sobre todo en la parte de derechos
patrimoniales, en materia de obligaciones, una de las fuentes era
el proyecto de Don Dalmacio Vélez Sársfield, que ya se había
difundido en Argentina y fuera de ella.
Recordemos que el proyecto de Vélez, antes de
transformarse en ley, fue difundido libro por libro para que
fuese analizado por la entonces apenas incipiente comunidad
jurídica, porque podemos decir que casi no había opinión
jurídica, no existían más Facultades de Derecho que las de la
Universidad de Córdoba y de la Universidad de Buenos Aires, que
todavía no tenían un siglo de vida. Pero dentro de “ese país”,
con un reducido ambiente de juristas, desde el momento en que se
elaboró el proyecto del Primer Libro y se elevó en 1865 al Poder
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Ejecutivo, ese primer anteproyecto fue ampliamente difundido,


como lo fueron los siguientes libros, y recién se llegó a su
sanción cuatro años más tarde.
Hoy, por múltiples razones, no puede hablarse ni
pretenderse una sanción a “libro cerrado”, procurando trazar un
paralelo con la época de Vélez, ya que las diferencias son
notorias. En primer lugar, en el siglo pasado había urgencias que
no existen ahora; el país carecía de legislación propia, y era
urgente dotarlo de una normativa; ahora tenemos una legislación
que, con sus virtudes y defectos, se aplica sin dificultades en
la mayor parte de sus ámbitos.
Necesita modificaciones, necesita actualizaciones, pero
aun sin esas modificaciones sigue funcionando, necesitando sólo
retoques.
No hay urgencia de reemplazo total, y el reemplazo
total, sobre todo en este momento, estaría a trasmano con lo que
exige la visión completa del rumbo que toma el mundo en estas
horas.

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