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Profeta de nuestro tiempo (edición conmemorativa): Venerable Tomás Morales SJ (1908-1994)
Profeta de nuestro tiempo (edición conmemorativa): Venerable Tomás Morales SJ (1908-1994)
Profeta de nuestro tiempo (edición conmemorativa): Venerable Tomás Morales SJ (1908-1994)
Libro electrónico811 páginas11 horas

Profeta de nuestro tiempo (edición conmemorativa): Venerable Tomás Morales SJ (1908-1994)

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Profeta de nuestro tiempo nos presenta la biografía de un hombre, el Venerable Tomás Morales SJ, en cuyo devenir histórico se amasan los aconteceres sociales y políticos, culturales y eclesiales más trascendentes de España en el siglo XX, convertidos en historia de gracia personal para él y para tantos seguidores suyos, paso del Señor reconocible por el cristiano de hoy. Es narración ágil, de estilo directo y preciso, que no cede a la laudatoria fácil ni arrincona las incógnitas y aristas del biografiado. Demuestra en su autor una profunda inmersión en las fuentes, una aguda penetración para discernir los hitos vitales y las líneas maestras de la acción y el pensamiento del P. Morales y, especialmente, una intensa compenetración con el biografiado. Esta es sin duda la mejor garantía de un relato biográfico, pues sólo el amor leal desemboca en el conocimiento certero. De ahí brota la cualidad entusiasmante de su lectura, que suscita y mantiene vivo el interés del lector hasta la última línea de la obra. Reside en ella otra cualidad meritoria: Se postula una comunicación vital entre el lector y el biografiado. Su autor nos conduce imperceptiblemente hasta el diálogo con las convicciones más íntimas y arraigadas del P. Morales, abriendo nuestro espíritu a la participación en el rico legado de este gran impulsor del laicado contemporáneo. Esta tercera edición amplía notablemente el conocimiento del protagonista mediante la presentación de nueva documentación oral y escrita, en la que el P. Tomás Morales nos descubre mejor su intimidad en deliciosas confidencias pronunciadas al calor de una charla o de una meditación.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento8 ene 2025
ISBN9788413395319
Profeta de nuestro tiempo (edición conmemorativa): Venerable Tomás Morales SJ (1908-1994)

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    Profeta de nuestro tiempo (edición conmemorativa) - Javier del Hoyo

    Profeta de nuestro tiempo

    Javier del Hoyo

    Profeta de nuestro tiempo

    Venerable Tomás Morales SJ (1908-1994)

    Edición conmemorativa

    © Ediciones Encuentro S.A., Madrid 1995, 2009 y la presente, 2024

    Tercera edición corregida y actualizada

    Queda prohibida, salvo excepción prevista en la ley, cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública y transformación de esta obra sin contar con la autorización de los titulares de la propiedad intelectual. La infracción de los derechos mencionados puede ser constitutiva de delito contra la propiedad intelectual (arts. 270 y ss. del Código Penal). El Centro Español de Derechos Reprográficos (www.cedro.org) vela por el respeto de los citados derechos.

    Colección 100XUNO, nº 138

    Fotocomposición: Encuentro-Madrid

    ISBN: 978-84-1339-198-4

    ISBN EPUB: 978-84-1339-531-9

    Depósito Legal: M-17169-2024

    Printed in Spain

    Para cualquier información sobre las obras publicadas o en programa

    y para propuestas de nuevas publicaciones, dirigirse a:

    Redacción de Ediciones Encuentro

    Conde de Aranda 20, bajo B - 28001 Madrid - Tel. 915322607

    www.edicionesencuentro.com

    Índice

    Abreviaturas utilizadas

    PRÓLOGO

    Nota a la tercera edición

    Seis avisos al lector, seis

    Parte introductoria. Radiografía de un fundador

    Fundador

    Educador de hombres

    La voluntad de ser llevado a la santidad

    María, guía de una vida

    Parte primera. Infancia, juventud y primeros estudios (1908-1924)

    En un lugar de La Palma

    A orillas del mar Caribe

    Ha sido niño

    Primera cita con Madrid

    Travieso de profesión

    Educación paterna

    El ojo vago

    Primeras letras

    Primera comunión

    Chamartín de la Rosa

    Horario del colegio

    El verano de 1923

    Sexto de bachiller

    Parte segunda. Formación universitaria (1924-1932)

    Universitario

    La ILE

    El curso 1925-1926

    Panorama religioso español

    Estudiantes Católicos

    Tomás conoce a los Estudiantes Católicos

    Los círculos de estudio

    Retiros

    El curso 1927-1928

    El merengazo

    La pistolita

    Por poco lo linchan

    Algunas consecuencias

    El curso 1928-1929

    El tema del apostolado mixto

    El verano de 1929

    Amparo

    Ambiente religioso en Madrid

    El curso 1929-1930

    Fin de la Dictadura y entrada de Berenguer

    La acción en la Universidad

    Oposiciones de abogado del Estado

    Repartidor de El Debate

    Cincuentenario de Chamartín

    La visita a Unamuno

    Llega la II República

    «¡Benditas oposiciones suspendidas!»

    «España ha dejado de ser católica»

    Se apunta una solución

    Bolonia

    El sí a la vocación

    Despedida del mundo

    Parte tercera. Formación jesuítica (1932-1946)

    Chevetogne

    Un día de noviciado

    Exinanivit!

    Del sequere me al manete in me

    Votos del bienio

    Hay guerra en España

    Filosofía

    Don Antonio se muere

    Avigliana

    ¡Ha estallado la paz!

    Granada y su embrujo

    Estrella del mar

    Sacerdote de Cristo

    Maestrillo

    Primera experiencia campamental

    Gandía y Salamanca, final de un período

    Parte cuarta. Creador de obras (1946-1960)

    Madrid 1946

    Primeros apostolados

    Punto de arranque: Ejercicios de san Ignacio

    Residencia de transeúntes

    El vigor de su predicación

    Un estilo de actuación

    Impregnar la sociedad de valores

    Primer Hogar propio

    Círculos de estudio

    Primeras dificultades

    Educar en la naturaleza

    Albergues de Comillas

    El descubrimiento de Gredos

    Nace un Instituto Secular

    Jesús Palero

    Servicio de Enfermos

    Escuelas de Capacitación Profesional

    Residencia Covadonga

    Hogar del Botones

    La Virgen del Hogar

    Vigilia de la Inmaculada

    Mes de mayo

    Trincas

    Cooperativa «Bienestar popular»

    Constructora benéfica

    Un joven llamado Abelardo

    Se afianza la idea de consagración

    Contacto con la jerarquía

    Maduración progresiva

    Aprobación formal de los Cruzados

    Cursillos de Comillas

    Sacerdotes en la Cruzada

    Cruzada femenina

    Epílogo de una gestación

    La Compañía y el Hogar

    Ruge la tormenta

    Parte quinta. Separación, traslado y purificación interior (1960-1963)

    En Cádiz y Comillas

    Andanzas por los Carmelos castellanos

    Doce intrépidos varones

    Los Cruzados se desgajan del Hogar

    Nuevo nacimiento

    Situación tirante

    Primera comunidad de Cruzados

    Entrevista histórica

    Separación de la Cruzada femenina

    Tres conflictos

    Traslado

    Badajoz

    La loba en el claro del bosque

    Volver a empezar

    Cáceres

    Retorno a Madrid

    Parte sexta. Plenitud (1963-1994)

    Nada es lo que fue

    La nueva sociedad española

    Década desconcertante y misericordiosa

    Maestro de directores de ejercicios

    Expansión misionera

    Hacia un Instituto más laical

    «Operación Institutos»

    La escisión de 1971

    Los nuevos hogares

    De M. Maravillas a M. Carmen

    EUC

    Verano eclesial

    Los ochenta

    ¡Un papa mártir!

    De nuevo las misiones

    Los noventa

    Operación de cataratas

    Doble jubileo

    «Seguid vosotros solos»

    FOTOS

    Parte séptima. Hacia la casa del Padre (abril-octubre 1994)

    El principio del fin

    Regreso a Loyomar

    Chamartín (10 junio - 27 julio)

    Alcalá de Henares (27 julio - 1 octubre)

    El final de un gigante

    Vive con su familia

    Canto de paz

    En busca de un hueco

    Venerable

    Epílogo, para pesimistas

    Bibliografía

    Profeta es aquel que abre a la Iglesia

    las vías y la inteligencia de su futuro,

    el que sabe leer los signos de los tiempos,

    el que hace los gestos o crea las instituciones llenas de promesas,

    dando un paso más allá de las ideas recibidas

    y de las estructuras vigentes

    (I. Congar, Vraie et fause dans l’Église)

    Abreviaturas utilizadas

    - BA (= Boletín de la Asociación Católica Nacional de Propagandistas. Madrid 1925-1931).

    - Bosq (= Cruzadas de Sª M.ª, sin año, Bosquejo para una historia de la Cruzada. Informe inédito).

    - Col (= Tomás Morales SJ, Coloquio familiar. Valladolid 1971).

    - Conv. (= Conversaciones de Javier del Hoyo con el P. Tomás Morales SJ).

    - Const. (= Ignacio de Loyola, Constituciones de la Compañía de Jesús. Madrid 1963).

    - Ej. (= Intervención oral grabada del P. Morales en ejercicios o retiros espirituales).

    - Ejer. (= Ignacio de Loyola, Ejercicios espirituales. Madrid 1963).

    - FH (= Tomás Morales SJ, Forja de hombres. Madrid ⁴1987).

    - GD (= Tomás Morales SJ, «Génesis y desenvolvimiento». Madrid 2018).

    - HL (= Tomás Morales SJ, Hora de los laicos. Madrid 1985).

    - Hom. (= Homilía del P. Morales).

    - It (= Tomás Morales SJ, Itinerario litúrgico. Madrid 1977).

    - LM (= Tomás Morales SJ, Laicos en marcha. Madrid ³1984).

    - Mem (= Colegio de Nuestra Señora del Recuerdo, Memoria del curso 1921-1922. Madrid 1922).

    - Narr (= A. de Armas, Cruzada de Santa María. Narraciones. Informe sobre la salida del Hogar del Empleado por parte de los Cruzados. Inédito, Villagarcía de Campos, 22-VIII-1971).

    - Not (= Noticias de la Provincia de Toledo, octubre 1945 - julio 1956).

    - Pal (= Tomás Morales, SJ, Retazos de una vida ejemplar. Jesús Palero. 1924-1950. Bilbao 1951).

    - R (= Tomás Morales SJ, Comentario a las Reglas de la Cruzada de Santa María. Madrid 2017).

    - Rfem (= Tomás Morales SJ, Comentario a las Reglas de la Cruzada de Santa María. Rama femenina. Madrid 1975).

    - RO (= Tomás Morales SJ, «Realidad... y orientaciones». Publicado parcialmente bajo el título «Una triste realidad de España y su remedio», Hechos y dichos, tomo XXXIX, nº 315, febrero 1962, pp. 102-107).

    - Sacerd. (= Tomás Morales SJ, Sacerdotale, Madrid 2020).

    - TE (= Tomás Morales SJ, Tesoro escondido. Madrid 1983).

    - V (= Tomás Morales SJ, Vademécum. Valladolid 1973).

    PRÓLOGO

    Es para mí un gran honor presentar esta tercera edición de la vida del P. Morales. Lo hago con todo mi cariño y agradecimiento. Siempre me reconoceré deudor de su pasión evangelizadora y ojalá que también de su pedagogía. Me parece profeta de nuestro tiempo cuando hoy, y de la mano del papa Francisco, situamos el bautismo en el centro de la comunidad eclesial. Vivimos una esencial unidad en la Iglesia porque todos participamos del mismo bautismo, de la misma fe y del mismo Señor. Esta etapa sinodal ha visibilizado especialmente esta igualdad común de todos los bautizados. Los diferentes carismas y las diferentes vocaciones serán concreciones y riqueza diversa del mismo bautismo.

    «No penséis –escribía Orígenes en el siglo III– que basta con renovarse una sola vez; necesitamos renovar la misma novedad: Ipsa novitas innovanda est». El P. Morales, hoy Venerable, renueva la novedad. Anticipa e interpreta el Concilio Vaticano II. La distinción entre sacerdocio común y sacerdocio ministerial, lejos de llevar a la separación o a la división entre los miembros de la comunidad cristiana, armoniza y unifica la vida de la Iglesia porque «el sacerdocio común de los fieles y el sacerdocio ministerial o jerárquico, aunque diferentes esencialmente y no sólo en grado, se ordenan, sin embargo, el uno al otro» (Lumen gentium 10).

    Creo que el número 41 del Directorio para el ministerio y la vida de los presbíteros, le describe: «Como Cristo, el sacerdote debe hacerse como una transparencia suya en medio del rebaño que le ha sido confiado, poniéndose en relación positiva con respecto a los fieles laicos. Ha de poner al servicio de los laicos todo su ministerio sacerdotal y su caridad pastoral a la vez que les reconoce la dignidad de hijos de Dios y promueve la función propia de los laicos en la Iglesia. Una de las tareas que requiere especial atención es la formación de los laicos. El presbítero no se puede contentar con que los fieles tengan un conocimiento superficial de la fe, sino que debe tratar de darles una formación sólida. Esta formación ayudará a los laicos a desempeñar plenamente su papel de animación cristiana del orden temporal, político, cultural, económico y social».

    Deseo que la lectura apasionante de esta biografía del P. Morales, que Javier del Hoyo recrea tan magistralmente, sea semilla que dé mucho fruto en cada lector. A lo largo de estas páginas resuenan tantas experiencias vitales, en tantas vocaciones diferentes y en tantas circunstancias existenciales, que sin duda el Señor las aprovechará para mover los corazones hacia ese «más, más y más» de san Francisco Javier. Lo que en clave ignaciana entendemos por dar la mejor respuesta en cada momento, tal como trató de hacerlo el venerable Tomás Morales. ¡Buen camino!

    + Juan Carlos Elizalde

    (obispo de Vitoria)

    Nota a la tercera edición

    Con motivo del trigésimo aniversario del fallecimiento del P. Morales y estando agotadas las dos primeras ediciones, sale ahora esta nueva donde la principal novedad es la de celebrar que el protagonista de esta aventura ha sido ya reconocido por la Iglesia como venerable (8-XI-2017). Además, en estos años su vida y su obra han sido estudiadas en tesis doctorales, Trabajos Fin de Máster universitarios, artículos pedagógicos, etc., de los que daremos cuenta en temas concretos. Vemos cómo a medida que pasa el tiempo su mensaje se va haciendo cada vez más esencial.

    Según la crítica, aquella primera edición fue el primer trabajo documentado y completo (abarca todas las facetas de su persona), con uso de distinto tipo de fuentes, sobre la vida y obra del P. Tomás Morales SJ. Se tradujo al italiano, Profeta del nostro tempo (Ed. Encuentro, Madrid 2000). Desde entonces se han ido multiplicando los trabajos sobre la figura del P. Morales. Se editó primero una selección de 1001 Pensamientos (Burgos 1996); una colección de once folletos sobre diversos aspectos de su persona y obra (ed. Encuentro, Madrid 1997-2000); una puesta al día de su Coloquio familiar, titulado El ovillo de Ariadna (Madrid 1998). Se ha publicado una edición crítica de las Reglas para los Cruzados (Madrid 2017) y Sacerdotale (Madrid 2020), entre otras obras. Aunque quizás lo más llamativo de estos años haya sido el Congreso Internacional que con motivo del décimo aniversario de su muerte tuvo lugar en Madrid (9-10 octubre de 2004). En 2006 se publicaron las actas bajo el título Profeta de nuestro tiempo. Actas del I Congreso Internacional (CSM, Madrid).

    Tema aparte lo constituye el proceso de canonización en su fase previa de beatificación, incoado en junio de 2000. Ello ha supuesto la recopilación de cartas (2.630 autenticadas); la recogida de 79 testimonios; la digitalización y transcripción de gran parte de sus intervenciones grabadas en cinta magnetofónica; la recopilación y escaneo del material gráfico existente relativo a su persona; la publicación de algunos folletos y libros monográficos sobre aspectos de su persona, entre los que debemos destacar el de A. de Gregorio, Por las huellas de la pedagogía del padre Tomás Morales, un idealista con los pies en la tierra (FUE, Madrid 2007).

    Finalmente, terminada ya la fase diocesana del proceso, apareció una nueva biografía, Vida y obras de Tomás Morales, SJ. I. Biografía (BAC. Madrid 2008), a cargo de M.ª V. Hernández, postuladora de la Causa, que ha tenido acceso al Archivo de la Curia Generalicia de la Compañía, pudiendo utilizar documentación nueva de gran interés, como es la correspondencia entre el P. Morales y los Provinciales o el General, y los informes que ellos hacen periódicamente sobre los jesuitas de su respectiva provincia.

    Todo ello y la aparición de nueva documentación aconsejaban realizar una nueva edición¹. Sale, pues, esta tercera tras haberse recorrido ya un trayecto. No sólo corregida y aumentada, sino sobre todo revisada, pulida, anotada y completada a partir de sugerencias de muchos lectores (gracias especialmente a J. L. Acebes y P. Castrillo por vuestro tiempo) y de nuevas aportaciones escritas u orales. El resultado final es el de una nueva biografía, rehecha, una obra actualizada, puesta al día, con la incorporación de algunas referencias que en su día no se introdujeron porque no parecía entonces oportuno publicarlas, y con la corrección de algunas citas. De nuevo, la oralidad acompaña a las fuentes escritas. La impresión final es la de un Tomás Morales más humano, más nuestro, más cercano, más imitable, un hombre como nosotros, pero que se dejó hornear en el amor de Dios.

    Madrid, 31 de mayo de 2024

    Seis avisos al lector, seis

    Antes de iniciar nuestro camino, osado lector, quisiera hacer una serie de advertencias. Intentar escribir cualquier biografía implica buen número de dificultades. La que ahora introducimos las ha tenido y no pocas. Quiero advertírselo de antemano, antes de que siga leyendo, mitad como captatio benevolentiae, mitad como descargo de conciencia. Así, guardadas las espaldas, quizás salgamos mejor parados los dos, biografiado y biógrafo. Porque deben saber ustedes que Tomás Morales:

    à guardó siempre cierto hermetismo sobre su persona. El primer obstáculo. A lo largo de su vida narró pocos datos personales. Contamos con doce libros suyos, un epistolario rico en volumen², y un nutrido corpus de homilías, charlas y meditaciones grabadas en cinta magnetofónica. Rastreando cuidadosamente todo ese material, pueden espigarse diversas anécdotas. Es evidente que debemos saber leer entre líneas y que, tras algunas generalidades, podemos adivinar un estado concreto de alma, como ocurre con todo el epistolario enviado desde tierras extremeñas (años 1961-1963), el más rico sin duda, o con el contenido de su predicación: todo un retiro, por ejemplo, insistiendo y exhortando a vivir el momento presente era indicio de que algo le estaba sacando a él. La mayoría de las cartas conservadas corresponden, sin embargo, a los últimos años de su vida, están dictadas a algún secretario/a que las tomaba en lenguaje taquigráfico, y no contienen sino consejos espirituales, que responden a situaciones que el destinatario plantea en su carta. Algo es más que nada, cierto.

    Para quienes intentamos descifrar su pensamiento, su itinerario espiritual y las claves de su vida, resulta casi desesperante su austeridad; ni recuerdos, fotos, cartas, glosas marginales... Su ajuar personal se limitaba básicamente a unas cuantas prendas bastante usadas —inolvidable aquel fajín tan descolorido o la boina del revés—, el breviario en latín, una cartera comprada en Múnich la víspera de la declaración de la II Guerra Mundial, unas gafas de montura muy característica, la agenda, un reloj de bolsillo que su madre le regaló al entrar en el noviciado y que miraba instintivamente cada vez que tenía que despedir a un interlocutor... Poco o nada más. A las preguntas concretas sobre hechos y circunstancias de su vida, callaba o se evadía. Tan sólo a raíz de la operación de cataratas (31-I-1992), no tuvo por pérdida de tiempo desvelar algunos sentimientos. Cuatro conversaciones que tuve la suerte de mantener con él entre febrero y marzo de ese año fueron el comienzo y la base primera de esta biografía. ¡Cuánto he envidiado al P. González da Cámara recogiendo en 1553 del P. Ignacio todos sus recuerdos personales y vivencias interiores!

    Echamos de menos, desde luego, unas Memorias, una Autobiografía en la que él mismo nos fuese indicando toda la obra que Dios hizo en él. Su Provincial se lo insinuó durante la última enfermedad, pero era ya muy tarde. En su última Cuenta de conciencia, redactada pocos días antes de morir, así se lo indica: «Me insinuabas tú que podría escribir mi vida y te recordaba que Abelardo de Armas tiene ahora los datos que escribí entonces»³ (5-IX-1994).

    Contamos, sin embargo, es cierto, con testigos personales de su vida, algo impensable para biografiados de tiempos remotos. Vaya mi más profundo agradecimiento —ya desde estas primeras líneas— a esos dos centenares de entrevistados, algunos ya octogenarios, que aceptaron desafiar el tiempo y estrujar su memoria, sometiéndose a un micro y una grabadora para contribuir a la reconstrucción de esta aventura humana. Familiares, amigos de juventud y Universidad, jesuitas, miembros del Hogar del Empleado, cruzados, cruzadas... Los nombres de algunos irán apareciendo a lo largo de estas páginas. Otros quedarán en el anonimato por deseo propio o por prudencia, así como muchos datos que quizás dentro de cincuenta años puedan ya desvelarse. La oralidad ha constituido, pues, una fuente indispensable y en absoluto prescindible para la redacción definitiva. Fuente complementaria, desde luego, de toda la documentación escrita.

    Era un espíritu hermético, que aparentemente vivió con una máscara; una máscara que protegió toda su vida íntima. Tras ella él escondía una riquísima vida interior, que celaba a los hombres y guardaba para sólo Dios. Tras esa máscara él evolucionaba con gran libertad de movimientos. Y es que, como dice López Ibor, «la salud psicológica exige el silencio de lo que no puede decirse. Las zonas opacas son vitales en el hombre» (1969: 55). El misterio de la ‘persona’ (máscara en latín) exige cierto rito. Nunca prestó la llave de su intimidad; «afortunadamente para él» añadimos, porque su silencio era su seguridad y su mejor baluarte.

    Ese hermetismo, que le fue rodeando de un halo de misterio, provocó que surgiesen ideas erróneas sobre su vida, que no por muy repetidas son más ciertas, como que su padre había sido diplomático, que él se había formado con el P. Ayala SJ, que perteneció a los propagandistas católicos durante los años veinte, que siendo ya jesuita empezó a hacer apostolado con trabajadores y no con universitarios por obediencia, que era un hombre frío y seco, etc. También yo me las he creído en algún momento, pero una de nuestras misiones ha sido precisamente ir desenmarañando algunas de esas opiniones hasta dar con los distintos quid. Los iremos viendo.

    à Se trata de narrar la trayectoria de un hombre que atraviesa prácticamente todo el siglo XX, con lo que ello representa. Imagínense, casi todo el siglo XX, con todos los cambios sociales, políticos, técnicos, religiosos, y especialmente culturales, operados en esa última centuria del segundo milenio. Un siglo en el que se han llevado a cabo dos Guerras Mundiales, una Guerra civil en nuestro país, un Concilio Vaticano II que reorienta a la Iglesia, y un sinfín imposible de enumerar de avances técnicos, científicos... Todo ello supone hablar aquí —resulta necesario— de la Historia de España y de sus momentos calientes social y políticamente, de la Iglesia, de la Compañía de Jesús y su evolución, del Vaticano II, de las distintas corrientes culturales, de la espiritualidad laical de la que el P. Tomás Morales ha sido un pionero... Porque sería disparate hablar del hombre sin encuadrarlo histórica y culturalmente, sin hablar del entorno que lo influye y que él mismo tiene que evangelizar. Fruto de ello, surge una tercera dificultad:

    à El presentismo. Nuestra tentación de juzgar hechos pasados con criterios de hoy. Es una tentación en la que caemos todos con relativa frecuencia. El mundo de las mentalidades ha sufrido —y sigue sufriendo— un proceso de transformación constante, de forma que se relativiza lo absoluto, se absolutiza lo relativo, se trastocan aquellos valores que parecían inmutables... A lo largo de ese apasionado y apasionante siglo XX se han ido alterando las costumbres, se ha atrofiado la voluntad y, lo que es peor, se ha ido subvirtiendo una escala de valores que durante siglos había funcionado. El racionalismo; la defensa exacerbada de la subjetividad de la persona, que tiende a encerrarla en el individualismo; el ateísmo práctico y existencial, que coincide con una visión secularizada de la vida y del destino del hombre; la disgregación de la realidad familiar; el oscurecimiento o tergiversación del significado de la sexualidad humana; el predominio de la imaginación sobre el intelecto; la prisa; la concepción subjetiva de la fe son algunos de estos síntomas; o «la indiferencia religiosa y la incertidumbre moral» denunciadas por Juan Pablo II en la Tertio millennio adveniente (1994). Todo ello ha ido provocando cierta falta de sensibilidad y pérdida del sentido del pecado, que para Pío XII era a comienzos de los cincuenta «el mayor pecado de nuestros días».

    No todo es negativo, cierto. Han sobrevenido a su vez valores altamente esperanzadores como «una sed de justicia y de paz muy difundida e intensa; una conciencia más viva del cuidado del hombre por la creación y por el respeto a la naturaleza; una búsqueda más abierta de la verdad y de la tutela de la dignidad humana; el compromiso creciente por una solidaridad internacional más concreta y por un nuevo orden mundial en la libertad y en la justicia» (Juan Pablo II 1992: 6). Dentro de lo espiritual han caído prejuicios ideológicos y cerrazones violentas al anuncio del Evangelio, el intenso deseo de Dios por parte de muchos hombres, «el espléndido testimonio del martirio por parte de las Iglesias del Centro y Este europeos» (ib.).

    Juzgar el pasado con las categorías de hoy supone ya de entrada un error. Pensemos en el concepto de autoridad paterna, por citar algo concreto, al que se dio un importante giro en Estados Unidos primero y luego en Europa, cuyo exponente lo tenemos en el modelo de joven que presentaba James Dean en Rebelde sin causa (1955). Pensemos en el mayo 68 francés, eclosión final de una década clave para la interpretación de tantos acontecimientos de nuestros días, en la que surge el pacifismo como respuesta a la guerra de Vietnam, el ecologismo, los movimientos hippies, la liberalización de la moda, la distribución y consumo de droga con la aparición del LSD, los métodos anticonceptivos.

    Fenómenos desarrollados a lo largo del siglo XX como el urbanismo, maquinismo, feminismo, ecologismo, los medios de comunicación de masas, la sociedad de consumo, la aparición del ‘cuarto mundo’, los grandes sectores de marginados piden hoy una respuesta al cristiano. Pablo VI describió el mundo en 1969 de forma muy certera:

    «Tan exuberante de riqueza, de energía, de maravillas, pero tan desorientado respecto a los verdaderos e insustituibles fines que debe conseguir. Tan orgulloso y tan descontento de sí mismo. Tan culto e inteligente, y tan atormentado por la duda. Tan ciego en descubrir los caminos de su salvación y su felicidad. Tan organizado, y tan amenazado por su misma organización. Tan lleno de esperanzas e inquietudes y, en el fondo, tan desconfiado, escéptico y desesperado. Tan refinado en todas sus manifestaciones y, al mismo tiempo, tan pasional y corrompido» (30-III-1969).

    Pensemos en el surgimiento del hombre postmoderno en los últimos años del segundo milenio, que con tanto tino definió Mons. Ángel Suquía:

    «La postura postmoderna ya no constituye un camino hacia nada. La impotencia de la sociedad contemporánea por eliminar de sí la violencia, el terrorismo o la droga, incluso la impotencia que una sociedad así tiene para comunicar la vida y renovarse, muestran que la cultura actual no es una cultura para el hombre. Expresa más bien el resentimiento del hombre contra sí mismo y contra la vida. La aparente avidez del hombre contemporáneo por los bienes de este mundo, por el goce inmediato de todo, es sólo una máscara de su desesperación» (1992: 30).

    Dice Aristóteles que la filosofía nació el día en que un griego, sentado junto al mar, contempló una puesta de sol y se asombró. Nuestras abuelitas de los años veinte «viendo», es decir escuchando, cómo de aquella especie de caja con botones salían voces humanas que daban noticias y cantaban, se asombraban. Nosotros, por el contrario, hombres sesudos del siglo XXI, podemos juzgar que ayer se equivocaron, que somos nosotros quienes tenemos razón, y nos podemos asombrar, pero negativamente, con un esbozo de sonrisa burlona en nuestros labios, con un deje despectivo en el rostro, al leer la vida y costumbres de unos antepasados no muy lejanos, que están todavía ahí y casi los podemos tocar. Podemos pensar que nosotros, pertenecientes a una sociedad donde reina la sensatez, jamás habríamos obrado de esa forma concreta.

    Por ello, uno de los grandes méritos —a nuestro juicio— del P. Tomás Morales, ha sido precisamente el enorme esfuerzo que fue haciendo a lo largo de su vida para irse adaptando a los «signos de los tiempos», para conservar un depósito de fe recibido que no le pertenecía, en medio de unas formas nuevas que una sociedad en vertiginoso cambio reclamaba. Pensemos que en los últimos cincuenta años la sociedad ha evolucionado más que en el resto de su historia. Quien dude de este continuo esfuerzo de adaptación de nuestro protagonista, no tiene más que leer las sucesivas redacciones de Forja de hombres (1966, aunque iniciado a comienzos de los sesenta, ²1968, ³1978 y ⁴1987) y Laicos en marcha (1967, iniciado en 1962, ²1976 y ³1984); o escuchar las homilías de los años setenta, ochenta y noventa, donde se percibe una evolución en su pensamiento acorde siempre con el Magisterio de la Iglesia y con el acelerado cambio de la sociedad.

    Es necesario saber de esta evolución, porque algunos le conocieron en los cincuenta y luego se desligaron de él; otros se desvincularon en los sesenta y han intentado más tarde ser «fieles a lo que un día vimos en el padre», dándose la paradoja de que el propio P. Morales en los ochenta había evolucionado en un serio intento de serle fiel a Dios, no a sus propias posturas de los comienzos. Fue coherente con un espíritu más que con unas formas, que sólo son un medio. Es muy posible que en algunos temas pensemos que se quedó corto, que no llegó hasta el final, que nosotros hubiéramos obrado distinto, pero también es cierto que es Dios —y no nosotros— quien le ha de juzgar a él. El sentimiento de traicionar algo que no le pertenecía, sino que era un legado recibido en herencia era, evidentemente, muy fuerte.

    Todo ello supone una cuarta dificultad,

    à Queremos leer una vida según nuestros intereses. Es evidente que la santidad nos asusta —y conste que no estamos canonizando ya de entrada a nuestro biografiado— pero ¿no es cierto que la deformamos con frecuencia? Como dijo B. Shaw irónica, pero realistamente, «las iglesias prefieren siempre un santo muerto a un santo vivo», santos que no nos interpelen.

    Necesitamos ejemplos de hombres de nuestros días que ya han alcanzado la meta, con el firme deseo de acercar la santidad al ciudadano de hoy, porque «estas crisis mundiales son crisis de santos. Dios quiere un puñado de hombres suyos en cada actividad humana» (san Josemaría, Camino 301).

    ¿Me permiten que introduzca ahora unas breves notas sobre la santidad que el mundo reclama hoy? Debemos acercar, que no diluir, la santidad al hombre de nuestros días porque la santidad del laico —como tantas veces predicara el P. Tomás Morales— no es de rango inferior. Acercarla para hacerla accesible y para romper los viejos esquemas que sobre este tema nos han/hemos ido formando a lo largo del tiempo, y que podríamos sintetizar en un decálogo sobre nuestros errores ante la idea de santidad, tales como:

    * uno: que la santidad es para unos pocos escogidos, cuando en realidad se trata de una llamada universal (cf. Lumen gentium, cap. V), de una «insuprimible exigencia del misterio de la Iglesia» (Christifideles laici 16);

    * dos: que es sólo para quienes han abrazado el estado religioso, cuando «todos los fieles están invitados y deben tender a la santidad y a la perfección en el propio estado» (Lumen gentium 40), siendo así que los laicos constituimos más del 99% de los bautizados;

    * tres: que el santo lo es ya desde niño. Buena parte de las hagiografías conocidas nos presentan seres irreales, que nunca han existido, con la impecabilidad adherida al cuerpo desde su nacimiento, santos que no mamaban los primeros viernes de mes, que no miraban a los ojos a su madre para no mancillar su castidad, que no comían en días determinados. Hasta tal punto la piedad popular los ha ido adornando de hechos legendarios que ya en el siglo XVII el jesuita P. Jean Bolland inició en Amberes un movimiento de depuración hagiográfica ayudado por otros padres jesuitas, los bolandistas. Hoy día continúan aquella labor emprendida hace casi cuatro siglos.

    Aquellos hombres, pintados así, entre la leyenda y la verdad no nos sirven de ejemplo. Nos interesa saber cómo se hicieron santos, es decir, cómo se dejaron hacer. Aquí queremos ver la evolución operada en una vida concreta: Tomasito > Tomás > Morales > P. Tomás Morales > P. Morales > el padre; y cómo Dios irrumpe en su vida y va ganando terreno poco a poco. Como observa E. Gilson «toda vida espiritual tiene su nacimiento, su crecimiento, sus crisis y, a través de mil peripecias, se dirige a su término [...] Somos, según la antigua fórmula, viatores, caminantes»;

    * cuatro: que el santo es un hombre impecable que jamás falló. Muchas biografías son sospechosas porque el protagonista todo lo hizo bien, y además desde su nacimiento; ¿qué le deja entonces a Dios? Un palacio, por lujoso que sea, se compone no sólo de sillares perfectamente labrados, piedras de cantería y placas de mármol revistiendo exteriores. Tiene también material de relleno, ladrillos defectuosos... No intente eliminarlos, se le caerá el edificio. ¿Por qué, por ejemplo, sus hermanas del Carmelo de Lisieux borraron de los manuscritos autobiográficos de Teresa del Niño de Jesús que se dormía en la oración o se distraía al rezar el rosario? Ser santo con el propio carácter, virtudes y defectos. Mons. Ángel Morta lo describió hace unos años así de bien:

    «El defecto de muchas hagiografías es que el hagiógrafo está interesado en demostrar que fue muy santo, que lo fue desde el principio, que dio en sus años tiernos ‘pruebas de su futura santidad’ [...] Por esto, la selección de hechos históricos, de manifestaciones personales, obedece más al criterio de suscitar la admiración que despertar la imitación. Sin faltar a la verdad histórica, por cargar exclusivamente casi el acento sobre lo admirable de su vida, puede difuminarse, hasta casi hacerse imperceptible, la ruta imitable de su hacerse santo. Son puntos de vista distintos. Para la mentalidad y la formación de hoy, resulta mucho más edificante y hasta admirable que haya tenido que hacerse santo en un proceso de evolución similar al de todas las almas que quieren santificarse, que el que Dios haya querido darle hecha la santidad desde un principio» (1955: 37).

    * cinco: que el santo debe hacer cosas extravagantes y, en general vestir, hablar, actuar y comportarse como un rarito; y casi inconscientemente no nos entra en la cabeza la figura de un santo campechano, bromista, amable, que brinda con champán en una celebración familiar;

    * seis: que la santidad es un concepto propio de los primeros siglos del cristianismo o del medievo, pero no de hoy, cuando hoy son más necesarios que nunca, aunque «de chaqueta y pantalón» como decía Jesús Palero (Pal 1951: 61), uno de los primeros discípulos del P. Morales;

    * siete: que la santidad se consigue a base de puños, fruto de un recio voluntarismo, y nos olvidamos de que es Dios quien la concede. Pensamos que es una conquista más que un don, y olvidamos que es «el fruto del encuentro entre la gracia de Cristo y la libertad humana que la acoge» (Tagliaferri 1993: 11);

    * ocho: que santos son sólo aquellos pocos que la Iglesia ha canonizado. La fiesta del 1 de noviembre desea levantar precisamente un monumento a todos esos santos anónimos, cuyo retrato no aparecerá nunca en Roma tras la gloria de Bernini, pero que supieron dar la vida momento a momento, aguantar a pie firme las persecuciones, educar en la fe;

    * nueve: que la santidad se consigue gracias a acciones dificilísimas y heroicas, cuando su heroísmo es consecuencia de incesantes pequeños detalles hechos por amor. Recordemos a Teresa del Niño Jesús: «Tener pensamientos sublimes, componer libros, escribir vidas de santos, no vale tanto como responder cuando os llaman. Lo practico así y siento la paz que de ello deriva» (Proc. apost. 993). El propio P. Morales recordaba a sus discípulos «que la santidad no es correr tras lo extraordinario, realizar acciones deslumbrantes, tener éxtasis o arrobamientos, practicar penitencias impresionantes. [...] La santidad es ser fiel a la tarea cotidiana con el máximo amor. Fidelidad absoluta y sonriente cumpliendo el deber cada instante, es la trama habitual que teje la vida de los santos» (V 78);

    * diez: querer imitar a los santos de otras épocas. No, cada tiempo histórico tiene sus formas, sus estructuras sociales y políticas. Gran error es querer juzgar a los santos de otros siglos y lugares con nuestras categorías de aquí y ahora. Nos equivocamos.

    En el fondo los hemos ido describiendo así, los hemos hecho antipáticos, grotescos y desagradables intencionadamente, los hemos colocado el cuello torcido y los ojos en blanco, los hemos fosilizado en su talla de madera —a veces un poco carcomida—, los hemos subido a un pedestal bastante alto (¿será por eso que sus figuras tienen tanto polvo?), alejados del mundo y sumidos en un mar de penitencias inaccesibles, por un sutil mecanismo psicológico: para evitar comprometernos, para justificar nuestra ausencia en este club de aspirantes a la santidad. No, hombre, que veamos que ¡es posible!

    Necesitamos la santidad. Así como las estructuras de pecado son incluso desde el punto de vista formal rutinarias, repetitivas y tediosas, las estructuras de santidad resultan siempre creativas. Por ello completan y enriquecen al hombre de tal forma que podría decirse que la santidad no es optativa de último curso, ni siquiera un deber moral del hombre, sino el único camino para hacer realidad sus propias posibilidades, perfeccionarse y ser plenamente feliz ya en esta vida. Por ello, como dice Leon Bloy al final de La mujer pobre, «no hay más que una tristeza y es la de no ser santo» (en Lelotte 1956: 202).

    Necesitamos la santidad. El mundo la necesita. Y también la Iglesia: «La Iglesia de hoy no tiene necesidad de nuevos reformadores, tiene necesidad de nuevos santos» (Juan Pablo II). Lo que ocurre es que cada época segrega a sus propios santos, los que en ese momento necesita; cada tiempo exige —en definitiva— una nueva figura de santo. El Espíritu Santo está haciendo surgir continuamente nuevos carismas, representados en movimientos y asociaciones que tienen notas peculiares en cuanto a la consecución del objetivo, aunque éste siempre es común: «la santificación de cada uno de sus miembros».

    Los tiempos que vivimos hoy requieren la santidad entre los laicos, santidad no a pesar de, sino gracias a y en medio de los avatares de la vida, de la profesión. Una santidad laical, profesional, intensamente apostólica, contemplativa en medio del mundo (¿no dijo K. Rahner que «el cristiano de mañana o será contemplativo o no será nada»?), muy mariana para que sea a la vez cristocéntrica, alegre, dinámica y dinamizadora, educadora en una época que va perdiendo los valores humanos, y muy realista. Como el propio P. Morales la definió:

    «Santidad, sobre todo, realista. No la de un ángel impecable, sino la de un hombre lleno de limitaciones [...] La santidad consiste en no cansarse nunca de estar empezando siempre. El santo es un pecador que se esfuerza cada día, que no se acobarda en sus caídas y que siempre está volando a más altura en aras de la humildad y de la confianza» (Alcor 16).

    Hoy se necesitan santos que sean testigos de la misericordia de Dios en el centro de una humanidad abatida por su propia miseria, para que quienes nos rodean vean que ¡es posible!

    à Una quinta dificultad es el reduccionismo hecho en estos tiempos de conceptos como pobreza, marginación, etc. Algunos autores y biógrafos modernos consideran que sólo quienes atienden a los pobres materiales, a los habitantes de inmundas chabolas, enfermos terminales o contagiosos, abandonados, delincuentes, etc., realizan un trabajo evangélico. Este exclusivismo es tan erróneo como negar el propio trabajo con ellos. En la década de los ochenta la Sagrada Congregación para la Doctrina de la Fe salió al paso de algunas desviaciones en este sentido difundidas por la Teología de la Liberación, con dos documentos dignos de leer: Instrucción sobre algunos aspectos de la Teología de la Liberación (6-VIII-1984) y Libertad cristiana y liberación (22-III-1986). Juan Pablo II insistió a lo largo de su pontificado en que debemos «ir al encuentro de la mayor de las pobrezas de nuestro tiempo: debido al rechazo de Dios, muchos han perdido hoy el sentido de la vida» (2-X-1994).

    La propia santa Teresa de Calcuta, persona nada sospechosa en este sentido, señaló que hay una pobreza mayor que la física, la de aquel que no tiene a Dios. Pero para percibir que Cristo vino a la tierra buscando no tanto a enfermos como a pecadores (cf. Mt 9,12), hay que tener cierta sensibilidad espiritual. Sí, «el hombre en situación de necesidad ante Dios es para Jesús el pobre más pobre. Si el pobre es la imagen humillada de Dios, el pecador es la imagen desfigurada de Dios. Si Dios sufre en el pobre, en el pecador es pisoteado. Si el pobre reclama al Cristo mendigo, el pecador reclama a Cristo en su Pasión, clavado en la Cruz» (Cabra 1982: 81). El P. Morales, tachado por algunos de espiritualista, atendió —como veremos a lo largo de estas páginas— el concepto de pobreza en su doble vertiente, material y espiritual. ¡Qué peligroso es colocar etiquetas desconociendo, atendiendo sólo a hechos concretos y parciales de una vida!

    à Aún hemos de apuntar un riesgo más, el sexto de la tarde: la subjetividad. El autor conoció personalmente al biografiado. Lo admiraba. Sí, claro, lo admiré, y todavía le agradezco su benéfico influjo. Durante casi veinte años (1975-1994) tuve trato directo con él. Desde 1982, por deseo expreso suyo, trabajé directamente con él en todos sus libros. A Pedro de Ribadeneyra se le nota que conoció al Maestro Ignacio, a san Ignacio. Se nota que lo adoraba. Es inevitable. Intentaremos, con todo, mantener cierto equilibrio mostrando su persona tal y como era, con sus luces y sombras. ¿Por qué no? También los peldaños desgastados sirven de apoyo para llegar a la santidad.

    Como expresa J. M.ª Javierre al comienzo de su biografía sobre san Juan de la Cruz, «elaborar honradamente una biografía exige vender por algún tiempo tu alma al biografiado [...] Hay que meterse dentro de su piel, mezclar tu vida con la suya; mejor aún, cambiar tu vida por la suya: pensar sus pensamientos, soñar sus sueños, amar con sus amores, llorar con sus lágrimas», y llegas a cuestionarte quién te autorizó a penetrar la intimidad sagrada del otro. «Le debes respeto. Absoluto respeto» (1991: 18).

    Se trata de la vida de un contemporáneo. Algunos lo han conocido. Al leer estas páginas, es posible que tomen partido. Para unos estas líneas se habrán quedado cortas, para otros largas; unos hubieran cargado más las tintas en su línea social, otros en la espiritual; unos... otros... En fin, está claro que nunca se escribe a gusto de todos. Ya lo avisa Cervantes en su Quijote. Resulta «de toda imposibilidad imposible componerle tal que satisfaga y contente a todos los que lo leyeren». He preguntado a varios amigos cómo les gustaría que fuese una biografía. Me han dicho: «que sea rigurosa en los datos y amena en la exposición». ¡Casi ná! Vamos a intentarlo y que salga lo que Dios quiera.

    Pero antes de entrar de lleno en su vida, les ofrezco una visión panorámica de su pensamiento, de su trayectoria interior, titulada Radiografía de un fundador. Usted puede leerla ahora o, si la curiosidad le comienza a punzar, puede pasar directamente a la primera parte de su vida y dejar esta Radiografía para el final.

    Parte introductoria. Radiografía de un fundador

    Fundador

    ¿Otra biografía? ¿De un religioso? No será un best-seller, desde luego, porque ¿puede interesarle al hombre del siglo XXI la vida de un jesuita? Hombre, en realidad toda aventura humana es digna de ser escrita, aunque muy pocas se lleven a término. Esta que tiene ahora entre sus manos multiplica su interés por cien o por mil, porque se trata no sólo de una vida, sino del carisma que Dios ha querido infundir a una nueva familia consagrada por medio de su vida y sus escritos. Porque Tomás Morales ha sido un fundador, palabra que resume su vida y actividad, y todas las instituciones llevan la marca de su fundador, es decir, si éste hubiera tenido otra personalidad, otra manera de ser, la institución habría sido muy distinta. Puede decirse que imprime carácter, palabra con la que los griegos designaban la marca producida por el hierro candente que se aplica al lomo de las reses, similar a las divisas de las actuales ganaderías taurinas. Pues bien, Tomás Morales ha imprimido carácter a las obras por él fundadas.

    Si R. Voillaume, primer superior general de los Hermanitos de Jesús, señala que «una congregación religiosa está necesariamente marcada en su espíritu, en su reglamento, en su estilo de vida, por la mentalidad y las costumbres del país en que fue fundada» (1962: 139), lo es sin duda alguna también por el carácter y forma de ser del fundador.

    Pero ¿qué es un fundador? ¿Por qué lo suscita Dios? ¿No existen realmente ya suficientes órdenes religiosas, congregaciones, asociaciones y movimientos como para que sigan surgiendo otros nuevos? ¿Qué empuja a un fundador a crear una obra nueva?

    Cada orden o movimiento que aparece en el horizonte de la Iglesia es una nueva forma de leer e interpretar el Evangelio, una nueva ventana por la que contemplar a Jesucristo, plasmarlo e imitarlo en unas vidas concretas. La diferencia entre unos y otros, aquello que permite a la Iglesia aprobar una nueva forma de vida evangélica, se centra en lo que se denomina carisma, «ese conjunto de rasgos configurantes de un instituto, que lo identifican y le dan su particular fisonomía en la Iglesia» (Alonso 1978: 431).

    La vida religiosa, o consagrada en general, tiende al mismo fin sea cual sea el grupo en el que se desarrolla: la imitación de Jesucristo y la santificación personal. Ahora bien, los medios para conseguir ese fin son muy distintos. Dependen de qué aspecto de la vida de Cristo se quiera imitar, de las necesidades del mundo en ese momento, y de las cualidades humanas de los miembros que componen el grupo. De esa forma van surgiendo vida contemplativa, vida activa y vida mixta. Órdenes que hacen más hincapié en la pobreza, y otras más en la obediencia; órdenes dedicadas a la enseñanza y otras a la hospitalidad. Unas que atienden a los ancianos y otras a disminuidos físicos o mentales. Unas que bregan en primera línea de batalla, y otras que misionan desde la retaguardia orante. Unas que atienden sólo zonas rurales, y otras que ruegan especialmente por los sacerdotes... Hay para todos los gustos y caracteres.

    Ahora bien, si es cierto que existen grandes bloques de actividad, ¿por qué no admitir unos cuantos modelos de vida arquetípica y hacer que desaparezcan los demás? Un padre conciliar propuso en una sesión del Vaticano II reducir todas las órdenes contemplativas a una, las dedicadas a la enseñanza a otra... En realidad, ya en el siglo XVI el cardenal Bartolomé Guidiccioni, obispo de Teramo, ante el abigarrado panorama de órdenes religiosas, necesitadas todas de reforma y muchas veces contrapuestas y reñidas entre sí, había propuesto no aprobar ninguna orden nueva y reducir las existentes a cuatro fundamentales: benedictinos, cistercienses, dominicos y franciscanos. ¿Se imaginan? Sería algo así como mutilar al mismo Dios que las inspiró.

    Pero ¿qué es un fundador? Es el hombre elegido por Dios para modelar el carisma y darle vida. A raíz del Concilio Vaticano II, que trata el tema en el capítulo VI de la Lumen gentium y en el decreto Perfectae caritatis, esta idea se ha ido desarrollando progresivamente. Es en la exhortación apostólica Evangelica testificatio (1971) donde aparecen por primera vez los conceptos ‘carisma de los fundadores’ y ‘carisma de la vida religiosa’, entendido éste como ‘carisma del fundador de una determinada forma de vida religiosa’. Juan Pablo II habla en la exhortación apostólica Redemptionis donum (1984) del don particular de los fundadores que, recibido de Dios, es aprobado por la Iglesia como carisma de toda la comunidad. De ahí la diversidad de modos con que las instituciones, en su misión apostólica aman y se entregan a la Iglesia. Finalmente, los Lineamenta del IX Sínodo de los obispos, dedicado a «La vida consagrada y su función en la Iglesia y en el mundo» (octubre 1994), nos recuerdan que:

    «En la variedad de la inspiración y en la fisonomía propia de cada instituto, la Iglesia reconoce el ‘carisma de los fundadores’. Este se revela como una experiencia del Espíritu, transmitida a los propios discípulos para que la vivan, custodien, profundicen y desarrollen constantemente en sintonía con el Cuerpo de Cristo en crecimiento permanente. Por eso la Iglesia defiende y sostiene la índole propia de los distintos Institutos» (nº 16).

    Por ello también, en la propia exhortación postsinodal Vita consecrata (25-III-1996), el papa recuerda: «Ante todo se pide la fidelidad al carisma fundacional y al consiguiente patrimonio espiritual de cada Instituto. Precisamente en esta fidelidad a la inspiración de los fundadores y fundadoras, don del Espíritu Santo, se descubren más fácilmente y se reviven con más fervor los elementos esenciales de la vida consagrada» (nº 36).

    Un fundador es el hombre atento a los signos de los tiempos, que contempla unas necesidades concretas en un momento y un espacio determinado, que permanece a la escucha para hacer frente a esas necesidades, que se siente instrumento dócil a la voluntad de Dios y normalmente incapaz de la labor que ha de realizar, pero que «en obediencia de fe a Cristo, su Señor»⁴, acepta ser elegido para esa misión. Porque casi ninguno de los fundadores, nuestro biografiado tampoco, pensó nunca en fundar nada, sino simplemente en seguir a Cristo y a sus inspiraciones fielmente. Ellos nunca vieron en los primeros momentos el alcance de la obra que se iniciaba con aquel primer SÍ pronunciado más o menos tímidamente. Más de uno dijo al final de sus días: «Si hubiera sabido al empezar lo que tenía que sufrir a lo largo de la vida, no habría dado los primeros pasos».

    Y como en el resto de los fundadores de Órdenes y Movimientos, en el P. Tomás Morales encontramos unas constantes similares dignas de analizar:

    desconoce todo lo que Dios va a hacer con él. Cuando al final de su vida le preguntaban si había pensado en sus comienzos en la obra que había formado, solía contestar: «Por supuesto que no. Dios me ha dado únicamente luz para dar el paso que estoy dando y un poquito del siguiente» (30-VIII-1992). Ese paulatino y progresivo descubrimiento del carisma hace que su vida lineal, a veces zigzagueante, o quizás en espiral (del Hoyo 2006: 39), presente y defina cada vez de forma más diáfana el espíritu de la institución. La negativa inicial, por ejemplo, a trabajar con el sexo femenino —común, por otra parte, a bastantes fundadores que comenzaron sólo con hombres— tuvo que ceder a una realidad esperanzadora, la de todas aquellas mujeres que querían seguir sus pasos.

    Ya en 1958, cuando tuvo que prologar El Hogar del Empleado, de Juan A. Cajigal, comenzó con estas palabras de san Vicente de Paul: «Confieso que no sé dónde estoy y que todo lo que veo me parece sueño. Esto no puede ser cosa humana, es de Dios. ¿Llamaréis humano a lo que el entendimiento no ha previsto, y a lo que la voluntad no ha deseado, ni de ninguna manera buscado? Y cuanto más lo pienso, más me parece sueño». El P. Morales, haciendo suyas estas palabras, concluye: «Cuantos han visto surgir en Madrid, trescientos años más tarde, la obra que se bosqueja en el libro que ha caído en tus manos, suscriben las palabras de S. Vicente de Paul: un movimiento de almas hacia Dios, que ni el entendimiento humano ha previsto, ni la voluntad de los hombres ha buscado» (1958: 11).

    Signo de contradicción. Parece un valor permanente en la vida de todos los fundadores y, a la vez, señal inequívoca de que el dedo de Dios está ahí. Si san Francisco Javier requería para los misioneros que habían de ir a las Indias orientales «personas probadas en el mundo, que hayan pasado persecuciones en él y, por la misericordia de Dios, hayan salido con victoria, porque de personas sin experiencia de persecuciones no se puede confiar cosa grande»⁵, parece que Dios prueba de forma mucho más clara a los iniciadores de obras, para que «se vea en su flaqueza la fuerza de Dios» (I Cor 1,27) y se haga palpable que se trata de una obra divina, no humana, «a fin de que ningún mortal se gloríe en el acatamiento de Dios» (I Cor 1,29).

    «En cincuenta años —comentaba el P. Morales en sus bodas de oro de religioso— he sido feliz en la desgracia, en el dolor, en el sufrimiento, en la alegría, en el gozo. Tú me dirás: ‘¿cómo se consigue eso? ¿En qué farmacia se adquiere esta medicina? ¿Cuál es la receta para comprar la felicidad?’ La felicidad en este mundo [...] no consiste en no tener contradicciones ni fracasos, sino en saber recibir la paz que Jesucristo resucitado te comunica y comunicó a los primeros cristianos, aceptando contrariedades y sonriendo. Como Jesucristo sabía que yo no tenía fuerzas, para esto me dio a su Madre» (Hom. 15-V-1982).

    Atento a los signos de los tiempos. Esta linealidad va estrechamente ligada a la interpretación de los «signos de los tiempos», según expresión ya consagrada de Juan XXIII. Cada carisma nace en unas coordenadas espaciotemporales determinadas y obedece al requerimiento de cubrir lagunas concretas en el ámbito de la Iglesia y del hombre. Pensemos en las organizaciones nacidas en el seno de la Iglesia a partir de 1980 para atender nuevas necesidades como drogadicción, enfermos de sida, madres solteras, tercera edad, espacios rurales abandonados, inmigración, menas, cuarto mundo... Descubrimos que tenía razón H. Bergson a comienzos del siglo XX al decir que «Dios sólo crea el mundo y sólo lo está trastornando para hacer santos» (cf. R 35). Después de épocas de mayor trastorno social, han sobrevenido otras de mayor brillo de santidad. En Francia, por ejemplo, se fundaron a lo largo del siglo XIX más de 600 congregaciones religiosas, la mayoría en el primer tercio, como respuesta a la situación originada a raíz de la Revolución Francesa.

    Algo parecido ocurrió en España en el siglo XIX, tras las guerras carlistas, pero mucho más en el período de la postguerra civil, donde se había creado tal clima religioso que afloraron las vocaciones en noviciados y seminarios de forma sorprendente y, por otra parte, natural. Había habido durante años un caldo de cultivo. Se cumplía una vez más la afirmación de Tertuliano de «sangre de mártires, semilla de nuevos cristianos» (Apologeticum L, 13). Sí es cierto que algunas de estas vocaciones fallaron, pero no lo es menos que gran parte perseveró y brotaron auténticos frutos de santidad, y que en ese resurgir del sentimiento religioso como respuesta a las tensiones que había provocado una guerra de la que una de sus bases fue el ideal religioso, nació un considerable número de instituciones, muchas de ellas laicales. ¿No es ciertamente significativo que Pío XII aprobara los Institutos Seculares en 1947, a menos de dos años del fin de la II Guerra Mundial?

    — Un hombre que se adelanta a su tiempo. Es también característica general de todos los fundadores. «Tienes que saber tomar decisiones antes de que se te impongan —dejó escrito—. Acostúmbrate, y acostumbra a otros, a correr por delante de las responsabilidades» (TE 286). Un relato de Ch. Dickens puede ilustrarnos perfectamente esta faceta:

    «Míster Pickwick sube a una carroza de alquiler y, durante el viaje, queda impresionado por un extraño fenómeno que no logra explicarse. Pide aclaraciones al cochero:

    —Por favor, buen hombre, ¿cómo es posible que un caballo tan esquelético y derrengado logre arrastrar una carroza tan grande y pesada?

    El cochero, con una sonrisa pícara, responde con aire de misterio:

    —No es cosa del caballo, señor mío, sino del coche.

    —¿Cómo dice?

    —Mire usted, pasa lo siguiente. Tenemos un par de ruedas estupendas y están engrasadas tan cuidadosamente que, apenas el caballo tira de las limoneras, las ruedas se ponen en movimiento... Y al pobre animal no le queda más remedio que coger el trote, si no quiere ser arrollado por el carruaje».

    A. Pronzato ha comentado este pasaje diciendo que «la vida religiosa debería ser como el caballo encargado de tirar de la carroza del mundo y de la Iglesia. ¡Podría suceder, por el contrario, que fuera la carga la que hiciera mover y animar al caballo! Así se invierten los papeles. Nosotros deberíamos ser los llamados a crear novedad, a producir hechos. En lugar de esto, a veces, nos dejamos sorprender por los acontecimientos [...] Sería ciertamente escandaloso que quienes están encargados de arrastrar a los otros, se convirtieran en la parte frenante del convoy. Creedme, hermanos, tengo miedo de que, a fuerza de hacer cálculos, consultar horarios, estudiar itinerarios y discutir programas de viaje, acabéis perdiendo el tren de la historia. Tampoco vuestros fundadores subieron al tren de la historia, es más, ni siquiera tuvieron la preocupación por alcanzarlo afanosamente, por la sencilla razón de que... se le adelantaron. Ellos no iban al paso de los tiempos. Obligaron a los tiempos a ir a su paso. Y era un paso que cortaba la respiración. Os lo aseguro. Ellos no se contentaron con estar presentes a la llamada de la historia. Hicieron la historia» (Pronzato 1976: 118 y 222).

    — Un hombre de Iglesia. Un fundador no es un hombre que crea su propia obra independientemente, o al margen de. Su continua escucha no es sólo a Dios en la oración y en los acontecimientos que le rodean, sino a la jerarquía, a los superiores... Algo que revela muy bien su universalidad era el consejo que con frecuencia daba a los cruzados: «Pedid vocaciones, pero no para los Cruzados de Santa María, sino para la Iglesia». Bajo su dirección espiritual ingresaron en pocos años en diversos seminarios y noviciados más de doscientos sacerdotes y religiosos, y abrazaron la vida contemplativa femenina en distintas órdenes más de cien jóvenes. A los cruzados solía decirles: «Hasta que de la Milicia no surjan contemplativos, el movimiento no estará completo».

    Un hombre de Iglesia que intentó introducir en cuantos le rodeaban «amplitud ecuménica en la mentalidad y en la acción» (LM 189 ss), que aprovechó los cursillos de formación de militantes de Comillas (1956-1959) para hacerles ver que no podían estar exclusivamente al servicio del Hogar del Empleado, sino de la Iglesia universal; que fue altavoz en la Iglesia española de las directrices que los papas iban marcando, de la «Exhortación pontificia por un mundo mejor» de Pío XII (10-II-1952); de las orientaciones de Pablo VI al laicado, como su homilía en Frascati con motivo de la canonización de san Vicente Pallotti (1-IX-1963); de las palabras de Juan Pablo II y de todos aquellos documentos que, en general, alentaban y potenciaban el laicado. «El cruzado debe estar tan unido al papa como las cuerdas a la lira. Lo conseguirá si lee con frecuencia los documentos pontificios más recientes» (TE 73).

    Un hombre eclesial es siempre:

    — un hombre de obediencia, que tiene que «tragarse la muerte» muchas veces, como pedía santa Teresa a sus hijas, y como el P. Morales gustaba de repetir a sus cruzados. Obediente en los momentos difíciles de su caminar «quanto a la execución y quanto a la voluntad y quanto al entendimiento» como pide Ignacio a sus seguidores (Const. 550), y muy especialmente en la salida del Hogar del Empleado: «te sepultas en la obediencia que no comprendes, que es lo que me pasó a mí hace treinta o cuarenta años, cuando me dice Dios que tengo que dejar el Hogar del Empleado» (Ej. 19-VIII-1991), y en sus últimos meses. Aceptó en la última enfermedad su traslado a la enfermería de Alcalá de Henares, aunque «por dentro me destroza» (julio 1994).

    Detalle revelador de su obediencia y aceptación de la voluntad de Dios es la coincidencia de todos los compañeros jesuitas que le han tratado en distintas etapas de su vida de que «nunca se quejó de nada ni criticó a nadie ni se justificó de cosa alguna, fuera lo que fuera». Supo combinar, evidentemente, su obediencia con la autonomía que la Orden permite y para la que prepara a sus miembros. Como expresa L. J. Lebret, «se puede tener una vida muy activa y llena de iniciativas bajo la obediencia. La obediencia pusilánime no conduce a nada. Saber interpretar, perfeccionar la voluntad del superior, ésta es la verdadera sumisión. Una señal que nunca engaña: se acepta y, aún más, se quiere ser revisado» (1961: 38).

    Pero obediente especialmente en los pequeños detalles de cada día. Realista como era, supo distinguir entre el heroísmo de grandeza y el de pequeñez. A este, al de las insignificancias diarias, es al que exhortaba siguiendo a Teresa del Niño Jesús: «llegar hasta el extremo de las propias fuerzas antes que quejarse [...] Jamás pedir permisos que puedan suavizar el martirio de la vida religiosa» (Proc. apost. 993). El P. Morales, que animaba a «la valentía en lo diminuto y en lo grande, en lo frecuente y en lo insólito», pudo escribir al hablar del don de fortaleza: «Hace falta más energía para permanecer clavado en la cruz por puro amor, que para librar batallas conquistando almas» (1980b: 29).

    Un hombre obediente es siempre:

    — un hombre humilde. La gran virtud que no puede faltar en ningún santo. Se dice que en el infierno hay vírgenes, pero no humildes. Dios se encargó de irlo puliendo a lo largo de los años. Se dejaba hacer. Después de su operación de cataratas el 31 de enero de 1992, tenía que concelebrar las eucaristías sin presidirlas. Al entrar en la sacristía tras la misa le comentó en alguna ocasión al celebrante: «dime qué he hecho mal». Se dejaba orientar. Consultaba. Se dejaba ayudar. Valoraba la caridad por encima de la penitencia. Aceptaba los detalles para con él.

    — Un hombre que supo desaparecer ante la obra emprendida y ante los hombres que la componían. Solía decir —siguiendo al P. Ayala— que «cada

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