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Entre el infierno y el éxito
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Libro electrónico179 páginas2 horas

Entre el infierno y el éxito

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"La mayoría de las personas pretende el éxito sin aprender del fracaso. Los que tienen miedo al fracaso, miedo a ser criticados, miedo a quedarse solos, nunca alcanzarán el éxito."
Desde sus humildes comienzos hasta convertirse en un reconocido cantante, actor, productor, político y activista, Mayer comparte sus experiencias, desafíos y triunfos con una gran honestidad. Explora los momentos de duda y superación, las lecciones aprendidas y las decisiones valientes que lo llevaron a reinventarse una y otra vez.
Con una prosa atrevida y sincera, Sergio Mayer nos invita a reflexionar sobre nuestras propias metas y sueños, recordándonos que nunca es demasiado tarde para perseguir nuestras pasiones y enfrentar nuestros temores.
Descubre la inspiradora historia de Sergio Mayer en este viaje íntimo y revelador.
IdiomaEspañol
EditorialOcéano
Fecha de lanzamiento20 nov 2023
ISBN9786075578477
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    Entre el infierno y el éxito - Sergio Mayer

    Mis primeros años en Iztapalapa

    Nací el 21 mayo el 1966 en el hospital Dalinde de la colonia Roma, colonia que hizo mundialmente famosa Alfonso Cuarón, pero viví mi infancia en Iztapalapa. Como casi todas las zonas de la Ciudad de México, muchas cosas han cambiado, pero hay muchas otras que siguen igual.

    Iztapalapa está alejada social y geográficamente de la ciudad. Hoy en día, muchos piensan que Iztapalapa es una zona de delincuentes, pero esto es tan falso como decir que todos los regios son codos o que todos los yucatecos son cabezones. La Iztapalapa que yo conozco está llena de gente trabajadora, honesta y con valores, que se friega todos los días para llevar el chivo a sus hogares, para pagar la comida, renta, luz, teléfono, agua y los útiles y uniformes de sus hijos; en fin, mujeres y hombres chambeadores, como la mayoría de los mexicanos. En esta delegación nacieron mis abuelos, mis padres y también mis hermanos y yo.

    Mis padres nacieron en la colonia San Lorenzo Xicoténcatl un poco después del fin de la Segunda Guerra Mundial. Mi padre, Rubén Mayer Robledo, es el hijo mayor de nueve hermanos. Su familia vivió y creció en la casa que construyó mi abuelo, que iba pagando con su trabajo como maestro de obras. Era una casa muy grande en comparación con las otras casas de la colonia, donde tener una casa que no tuviera piso de tierra y estuviera hecha de cartón y con techo de lámina era un lujo. Tenía un patio muy grande al fondo, en el que estaban los animales de traspatio: gallinas, gansos, patos y vacas. Al entrar a la casa, lo primero que veía era un corredor muy largo, con muchas puertas que daban a los cuartos de mis tíos. Los pisos eran de azulejos con diseños de flores. Como mi abuelo la fue construyendo conforme crecía su familia, no tenía un estilo definido.

    Es impresionante cómo en esa época, trabajando como albañil, mi abuelo fue agregando cuartos y haciendo modificaciones a su casa cada vez que nacía uno de sus nueve hijos. Con lo que ganaba de su trabajo, podía proveer a su familia de un techo digno y pagar unas vacaciones cada año a Acapulco o a un balneario en Oaxtepec, Morelos. Hoy en día, eso es casi impensable en nuestro país.

    Mi padre tuvo una infancia dura, con muchas responsabilidades desde niño, como cualquier persona de clase baja de esa época. Le fregaba desde el amanecer hasta irse a dormir. Se levantaba tempranísimo para ordeñar las vacas y darle leche a mi abuelita Aurora, que la hervía y con la nata desayunaba toda la familia con tantito pan. Mi abuela siguió preparando esa nata deliciosa hasta cuando yo era niño; todavía cierro los ojos y siento en mi paladar el sabor de aquellos desayunos, los aromas de la cocina de mi abuela que se mezclaban con el olor de los animales en el traspatio. Mi papá también apoyaba a mi abuela en las labores del hogar y se encargaba de sus hermanos menores.

    Como era común en esa época, mi papá comenzó a trabajar desde niño. Aprendió oficios como soldador, carpintero, tablajero y carnicero. También chambeaba con mi abuelo, cargando bultos de cemento, apilando ladrillos y haciendo la mezcla del cemento, todo esto mientras asistía a la escuela. Tenía que ayudar a alimentar todas las bocas de la casa; entonces, no había otra más que fregarle. Aunque fue una vida dura, ahí se formó el carácter y la disciplina para sacarnos adelante.

    Mi mamá, María Guadalupe Bretón Paz, fue la mayor de cinco hermanos. En el registro civil aparece como María Guadalupe, pero mi abuelo cambió de opinión y en el acta de nacimiento tachó el nombre y, con su puño y letra, escribió encima el nombre de Norma. Así, todo mundo conoce a mi mamá como Normita.

    Ella tuvo una infancia muy dura debido al alcoholismo que abatió a mi abuelo Julio, ya que exacerbaba su temperamento violento. Mi abuela, mi mamá y sus hermanos vivieron y sobrevivieron un entorno tóxico y violento. Por desgracia, en esa época la violencia doméstica estaba normalizada y muchas familias vivían de esa manera porque así estaban educadas, social y religiosamente. Mi mamá se tuvo que hacer cargo de sus hermanos y comenzó a trabajar desde que era niña.

    Con mucho esfuerzo, consiguió un empleo como recepcionista en una empresa en Naucalpan, en el Estado de México. Tenía que recorrer más de cuarenta y seis kilómetros para llegar a su trabajo todos los días, pues no había una ruta directa, así que debía utilizar varios camiones para llegar a la chamba. Como era joven, güerita y de ojos claros, tenía que sortear, como miles de mujeres, el acoso en el transporte público, y todos los días se la rifaba para ir a trabajar. Eran los años cincuenta, no había dónde ir a denunciar un acoso, ni siquiera existía el concepto y mucho menos leyes que protegieran a las mujeres. Como hombre, es muy difícil imaginar lo que las mujeres sufrían y siguen sufriendo por el simple hecho de ser mujeres. México es un país profundamente machista, y era peor en aquella época. Los hombres dictaban las reglas y la sociedad obedecía. El acoso no era considerado un delito: tan sólo se trataba de un piropo. A nadie le importaba si era vulgar o si incomodaba a las mujeres, era un juego y se aplaudía entre los cuates. Por fortuna, eso ha empezado a cambiar en nuestro país.

    Mis padres se conocieron desde pequeños. Iban a la misma escuela, la primaria 47 Braulio Rodríguez, en San Lorenzo Xicoténcatl. En aquel tiempo, era común que niños de distintas edades, desde los seis hasta los diez años, estudiaran en el mismo salón. Fueron novios desde los doce o trece años y finalmente se casaron a los veinte. Mi hermano Rubén nació cuando mi mamá tenía sólo veintiún años, como se acostumbraba en aquel entonces. Una vez que comenzaron a tener hijos, mi madre dejó de trabajar y se dedicó de tiempo completo a criarnos. La admiro profundamente porque supo romper el ciclo tóxico de violencia que vivió en su casa; siempre nos trató con amor, tolerancia y dedicación, y nos enseñó la disciplina sin golpes. Tenía el carácter, principios y valores de su madre, que nos inculcó a sus hijos también.

    Mis padres siempre han sido mi modelo a seguir en las relaciones de pareja. Tienen casi setenta años de conocerse y más de sesenta de casados, y son un ejemplo de tolerancia y amor; hoy en día, son pocos los que forman un equipo tan fuerte como el de ellos. Sin importar las circunstancias, nos dieron las herramientas para formarnos como hombres de bien. Gracias a ellos, mis hermanos y yo salimos adelante. Les agradezco siempre su amor y disciplina: hoy soy quien soy gracias a la manera en la que me educaron.

    Crecí en la calle Trinidad número 9, en la misma colonia donde nacieron mis padres. Soy el segundo de cuatro hermanos, todos hombres, competitivos y molestones. Competíamos por absolutamente todo y nos encantaban los deportes; practicar deportes nos enseñó la disciplina y el trabajo en equipo. Con el paso del tiempo, he entendido el valor y la importancia de aprender a trabajar en equipo y la manera en la que los deportes y el ejercicio forjan el carácter y te ayudan a crecer como persona. El deporte y el ejercicio nos mantuvieron alejados de la droga y otras malas influencias que atraparon a otros niños y jóvenes de la colonia; nos salvó la vida. Mi mamá y sus hermanos son de ojos claros, y aunque nosotros no heredamos la genética de nuestra familia materna, siempre nos conocieron como los güeritos de la colonia.

    Mi abuelita paterna, Aurora Robledo Campos, tenía dos puestos de abarrotes en el mercado de la colonia San Lorenzo Xicoténcatl. Me gustaba mucho ir con ella porque siempre nos regalaba chocolates Mamut o Chocodrilos, y disfrutábamos verla trabajar. Todo el mundo la conocía como doña Aurora y era muy respetada en el mercado. Mi abuela era de carácter fuerte, por no decir cabrona; se llevaba con todo el mundo y sabía hacerse respetar.

    La conocían bien en el barrio y fue líder del mercado, porque siempre veía por el bien de la comunidad. Vivía en la calle Ahome número 15, a unas calles de donde vivíamos con mis papás. Además de sus puestos en el mercado, tenía algunas propiedades que rentaba en varias partes de la colonia. Eran pequeños cuartos donde habitaban familias enteras, muchos no tenían baño propio y compartían baños comunitarios con los demás inquilinos. En muchas ocasiones, Rubén y yo la acompañábamos a cobrar las rentas. Esas familias, que vivían hacinadas entre paredes de cemento frío y humedad, eran mis vecinos, y muchos de sus hijos, mis compañeros de juego y de escuela. Los cuartos tenían un olor muy particular, a moho y humedad, que se te metía hasta lo más alto de la nariz. Años más tarde, cuando por trabajo visité un reclusorio, el olor del encierro me transportó a mi infancia, a las propiedades de mi abuela.

    Los recuerdos de mi infancia son bastante pintorescos y agradables. Aunque veníamos de una zona de bajos recursos, donde convivían las casas de ladrillo y cemento con construcciones hechas de lámina y techos de cartón, de niño no me fijaba en esas cosas. Pasaba las tardes con mis hermanos y con los otros niños del barrio. Recuerdo esos juegos de la calle con muchísima nostalgia, pues eran épocas más sencillas, en las que nos entreteníamos por horas entre nosotros, sin iPads ni otras tecnologías. Nuestros vecinos eran gente muy linda, con valores, muy generosos y solidarios. Aunque había muchas carencias y falta de oportunidades, siempre que podían se apoyaban los unos a los otros. Como en todas las colonias de bajos recursos, los fines de semana se jugaban los partidos de futbol llanero, donde al final de los encuentros no faltaban las chelas y a veces terminaban agarrándose a trancazos, pero durante la semana todos se iban a trabajar para llevar la raya y pagar los gastos de sus hogares.

    Recuerdo que al lado de mi casa estaba la tiendita de doña Herminia, que era la que nos fiaba los cueritos con chile y refrescos. Había que pagar puntual para que no nos dejara de fiar. Los fines de semana mi papá nos daba cinco pesos para ir con doña Herminia a comprar Gansitos, Chocorroles y Pingüinos para cenar. Era un lujo para nosotros.

    Con los niños del barrio jugábamos taconcito: marcabas un área con un gis, echabas monedas en el piso dentro del perímetro marcado y tratabas de sacar las monedas para ganar el juego. También nos gustaban mucho los trompos, que comprábamos en el mercado y luego mejorábamos: les quitábamos la punta, les poníamos tornillos y los afilábamos bien para que mantuvieran el equilibrio. Competíamos y el que ganara se llevaba unos pesitos y además podía destrozar el trompo de su opositor. Jugábamos bolillo, canicas, guerritas de ligas, avalancha, burro dieciséis y burro castigado, rayuela, avión y quemados. Los sábados de Gloria en Semana Santa, nos mojábamos a manguerazos, cubetazos y globazos —claro, todo esto antes de que existieran restricciones por la falta de agua—. Y no podía faltar el futbol: armábamos las porterías con ladrillos y jugábamos con pelotas desinfladas. Me pasaba todo el día con mis cuates, a veces nos peleábamos a golpes, pero todo era parte del juego; al día siguiente, nos volvíamos a ver y todo transcurría en la normalidad. Recuerdo con nostalgia esa infancia, esa edad inocente y simple.

    También formaba parte de los boy scouts. Me gustaba mucho vestir con mi uniforme de camisola verde, una boina y mi pañoleta anudada en el cuello, las calcetas debajo de las rodillas, con sus borlas bordadas a los lados, los botines para escalar y el short con bolsas donde, cuando te lo ganabas, podías colocarte en el cinturón la navaja. Me llenaba de orgullo cada vez que me otorgaban un parche con una nueva insignia por haber aprendido a hacer nuevos nudos, fogatas o señas de tipo militar con banderines. Debíamos apoyarnos los unos a los otros y teníamos que probar que habíamos aprendido a trabajar juntos cuando nos íbamos a acampar, y así aprendí a trabajar en equipo. Esas excursiones donde nos examinaban constantemente me hicieron muy disciplinado, pues pasaba horas en mi casa practicando los nudos y estudiando el libro que nos daban con los principios, valores y promesas de los boy scouts.

    Disfrutaba mucho los fines de semana que íbamos de campamento a los alrededores de la ciudad, el Ajusco, la Marquesa, el Pico de Orizaba. Caminábamos por senderos y montañas cargando nuestras mochilas y las bolsas de dormir, acampábamos con nuestros compañeros tres o cuatro días, dormíamos a la intemperie, convivíamos y disfrutábamos de la naturaleza. Teníamos que armar las tiendas de campaña correctamente, había que clavarlas muy bien en el suelo y dejarlas fijas, porque te calificaban todo eso. Además de lo que me inculcaron mis padres, puedo asegurar que de ahí se desprende mi disciplina, mi trabajo y respeto a los adultos mayores, la naturaleza y el medio ambiente, y mis actividades en favor de la comunidad. Tuve mucha suerte de ser parte de esa asociación.

    A pesar de que era un boy scout ejemplar, en la escuela siempre fui un niño desmadroso y rebelde, aunque tenía buenas calificaciones. Estudié en la primaria Manuel C. Tello. Era la típica escuela de gobierno de aquellos años, con sus salones con ventanas que abrían hacia fuera y con varillas de metal, para que no escapáramos, como si fuera reclusorio. En los salones había pupitres de madera y de fierro que compartíamos entre dos, con un cajón donde guardábamos nuestros útiles de clase. Además de los pupitres, el único mobiliario en el salón era el escritorio de metal del maestro y el pizarrón verde al frente. Todos los días cargaba con mi mochila de piel color miel que se cerraba con un par de hebillas y que me colgaba con dos tiras de cuero que me dejaban marcas en los hombros. En el recreo, vendía los dulces y chocolates que había comprado con mi abuela en La

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