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El club de los anarquistas
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Libro electrónico254 páginas3 horas

El club de los anarquistas

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De Gregorio Sorén, narrador cubano con varios títulos ya en su haber -Picatesta y otros cuentos, La sofisticación de lo insignificante (microrrelatos) y Bestiario (ficción experimental)- nos llegan tres nuevos relatos, los cuales se presentan en esta edición comenzando por El encofrado, historia cargada de nostalgia autobiográfica donde se narran las "aventuras" de cuatro adolescentes que una tarde sí y la otra también huyen de sus deberes como alumnos de una escuela secundaria habanera para merodear por los vastos senderos interiores de la Universidad, a pocos pasos de su plantel. ¿Lo hacen acaso con el fin de imaginarse ya henchidos de sabiduría, o cuando menos más cerca de esa meta suprema? No. Su ánimo es bien distinto, como pronto sabremos, en camino hacia un sorpresivo desenlace de humor absurdo.

 

Continúa la colección con Don Heriberto, un relato que no debe dejar indiferente a nadie, si aceptamos que la humanidad de hoy podría dividirse en dos grandes mitades irreconciliables: los animalistas (vegetarianos, veganos, ambientalistas, etc.)... y los demás. Su protagonista, cuyo verdadero nombre es Herbert, pertenece a los primeros; sin embargo, su concepción general del mundo, un batiburrillo de ideas ¿científicas? y ¿filosóficas?, lo induce a un activismo de insensata y extrema agresividad. Pero de ahí a otros excesos muy dispares puede no haber sino un paso.

 

Para finalizar y dar título a la colección el escritor nos presenta los avatares de un joven estudiante con "modestas aspiraciones académicas" que se dirige en pleno otoño a la ciudad de Nueva York con el propósito de participar durante algunas semanas en un seminario sobre temas de arte y literatura universales. Mas quién le hubiera dicho entonces que luego su destino daría un vuelco tremendo, insospechado, llevándolo con una fuerza atroz a emprender duras e insólitas tareas, en el seno de un grupo autoerigido como redentor de sublimes valores humanos -el club de los anarquistas- quienes contra viento y marea se han hecho el firme propósito de salvar a la civilización occidental y su cultura del insípido y trágico final al que parece estar irremediablemente condenada en nuestra era actual.   

 

                                                                                                                                                                                                                       Pedro García Albela

IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento9 dic 2024
ISBN9798230597476
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    El club de los anarquistas - Gregorio Sorén

    ÍNDICE

    Agradecimientos

    ––––––––

    A mis padres, como siempre, por el apoyo incondicional.

    A Pedro, por el esmero y pericia en la corrección.

    El encofrado

    Relato real

    A mis amigos de la infancia

    ––––––––

    1

    ––––––––

    Las tardes, nuestras tardes, se sucedían con la irresistible tentación de la maldad. Eran esos tiempos de nuestras vidas en que ya asomaban los primeros signos de la edad adulta, pero esto, si acaso, en su acepción más anatómica, puesto que en lo psicológico una leve resistencia al desarrollo nos retenía, dejándonos esa ingenua y prístina apariencia de una infancia dilatada... Fiodor, José, el otro José, quizás Erick..., Arturo y yo. La secuencia de nombres se repetía y se alternaba, y también suprimía o dejaba incorporar a veces otros nombres, pero al final la experiencia, en lo esencial, resultaba la misma. La Habana, ciudad de exuberante vida y pródiga extensión, quedaba reducida por nuestra actividad a un pequeño y sagrado espacio: la Universidad. Era éste el sitio que a partir de ahora constituiría para nosotros el universo todo de nuestra existencia, receptáculo de nuestra rutina, acogiéndonos cada una de esas tardes en que la novedad se traducía simplemente (como más tarde advertirían nuestros censores) en una nueva forma de joder.

    Esa era la palabra, sin más: joder... El simple echar abajo cuanto de edificante y positivo pudiera existir en el ámbito de nuestras tediosas vidas. Después de todo, ¿qué más podíamos hacer cuatro o cinco mocosos a quienes la naturaleza comenzaba ya a transformar de manera definitiva, preparándonos para funciones de mayor importancia, si ni siquiera sabíamos qué hacer con tan repentinos y sobrecogedores cambios?

    Ese era pues el espíritu que nos animaba por aquel entonces, y aquel lugar en especial, el escenario de nuestra historia. Esa había sido nuestra elección, y aunque todavía faltaban algunos años para hacer de ese recinto el uso que el sentido común dictaminaba, el destino había de torcer en un extraño juego el lógico fluir de nuestros pasos, colocándonos en una inesperada situación.

    Y en efecto, ahí estaba ese lugar, emplazado sobre una pequeña colina en el corazón del Vedado, desde donde se podía dejar correr la mirada por sobre la ciudad, que yacía a sus pies como un laberinto de casas viejas extendiéndose hacia el mar. Aquel rincón, con sus muros imponentes, sus parques interiores, las inmensas columnas y las estatuas de bronce y mármol poseía un aire de magnificencia, que aun cuando en aquellos días de nuestra temprana juventud nos era imposible de captar en toda su significación ya nos cautivaba desde el primer instante con ese encanto que poseen las cosas nuevas e incomprensibles.

    Cuándo y cómo habíamos escogido ese sitio no podría decirlo con exactitud. Creo que fue Fiodor quien un día nos llevó allí. Tenía entendido que sus padres gozaban de un reconocido prestigio por aquel entonces en aquel lugar, e incluso más allá de sus muros. Desde muy temprano nuestro amigo había mostrado un notable interés y una habilidad especial por los números y las ciencias y parecía evidente que intentaría seguir los pasos de su familia. Era quizás de todos nosotros el único para quien ya estaba claro que aquel mundo sería un paso obligado en su futura evolución, y era ésta una de las razones por las que el respeto y la devoción que profesaba hacia sus padres quedaba fuera de todo cuestionamiento...

    Al principio no comprendíamos bien qué hacíamos allí, rodeados de aquellos otros a quienes llamábamos los grandes o los jovencitos y nos resultaban completamente indiferentes, salvo cuando se interponían de alguna manera en nuestros quehaceres, convirtiéndose en una seria amenaza para nuestros propósitos. Podría decir entonces que eran la incertidumbre y el entusiasmo lo que definían el espíritu de aquella etapa, y así, casi sin darnos cuenta, empezamos a frecuentar el lugar incitados por una mezcla de sentimientos encontrados. En un principio sólo íbamos algunas tardes, al terminar nuestros deberes escolares. Era aquella la fase exploratoria.

    Como en toda empresa que se inicia sin más propósito que el experimentar lo nuevo (o simplemente sin ningún propósito), la excitación era constante. Un impulso voraz nos llevaba a recorrer aquella suerte de ciudadela de un lado a otro, deteniéndonos a cada instante y señalando casi a gritos cualquier accidente arquitectónico que mereciera nuestra atención: ¡Vamos a ver qué hay detrás de ese muro! o ¡Mira ese árbol! Si nos subimos por esa rama podemos llegar hasta aquella ventana y de ahí seguir hacia el tejado escalando por la tubería...

    Aquel sitio se estaba convirtiendo progresivamente en algo sagrado, un espacio de culto. A cada paso descubríamos un nuevo rincón que nos maravillaba por su mera existencia, por el silencio que emanaba de sus muros de piedra y el juego de luz y sombras que generaba su diseño casi surrealista: una plaza con un jardín interior, luego un corredor que se extendía bajo una arboleda que lo envolvía en penumbras y terminaba en una escalera, que a su vez conducía a otro pasillo en curva; luego, una nueva sucesión de peldaños y así sucesivamente. Recorrer ese espacio se convirtió en nuestro rito de iniciación. Descubrir, experimentar. Llegar dondequiera que algo supusiese un nuevo desafío. Un universo completamente nuevo se abría ante nuestros horizontes... Aún hoy me resulta difícil de explicar cómo este lugar, que siempre había estado allí, tan cerca de nuestra escuela y por el que inevitablemente pasábamos todos los días al dirigirnos a nuestros hogares, no había sido nunca objeto de nuestra atención, y un día, de repente, llegó a nuestras vidas para cambiarlo todo.

    No podría decir con exactitud por cuánto tiempo nos mantuvimos así, transitando por nuestro sitio y descubriendo sus secretos a cada instante, pero sé que no pasó mucho tiempo antes de que nuestra actividad comenzara a transformarse en rutina, una rutina sin embargo edificante para el alma, como todo lo que supone el descubrir y el conquistar. Conquistar, sí, porque una vez alcanzada alguna de nuestras pequeñas metas, un sentimiento de victoria nos sobrecogía y desde ese momento ya sentíamos ese territorio como nuestro. Una relación de posesión empezaba a forjarse inmediatamente entre nosotros y el terreno, tras lo cual venía de inmediato el nombre, el sublime acto de nombrar lo que nos pertenece.

    ¿Qué sucedería si alguien pidiese una descripción detallada de la universidad? Probablemente esta persona recibiría un inventario de los distintos edificios que se encuentran en su interior: Escuela de Matemáticas, Derecho, Filosofía... Pero esto no tenía para nosotros, en aquel momento, absolutamente ningún sentido. La cafetería, el tanque, los bomberos... Esos eran los verdaderos nombres que identificaban y componían los diferentes dominios de nuestro sagrado espacio. "Hoy vamos a estar en el tanque", "Espéranos en la cafetería", podría decir alguno y ya el resto sabíamos adónde dirigirnos, y sobre todo, de qué se trataba... La simplicidad y un sentido práctico guiaban nuestra conducta y la manera de pensar. Una de las tantas áreas que solíamos frecuentar por aquellos días era un pequeño jardín ubicado al fondo de lo que años más tarde identificaríamos como la antigua escuela de ciencias naturales. Colindando con el muro que se extendía a lo largo de todo el recinto universitario representaba un lugar de descanso y reflexión, debido a la sombra que los frondosos árboles, irguiéndose en derredor, echaban casi de manera constante sobre los bancos de mármol. Lo más llamativo de aquel espacio, sin embargo, eran los inmensos bustos de quienes fueran algunas de las mentes más ilustres que hubiesen pasado por este mundo, y quienes parecían observarnos desde la eternidad con sus ojos de piedra: Newton, Darwin, Pasteur y tantos otros cuyos nombres y legados llegaríamos a apreciar mucho tiempo después... Pero en aquel entonces, ya desde el primer instante, siguiendo de manera espontánea y unánime nuestros instintos, aquel jardín quedaría bautizado con el nombre que más apropiadamente podía describirlo: El parque de los cabezones.

    Poco a poco este universo fue envolviéndonos para incorporarse de manera íntegra a nuestras agendas. Si en un inicio solo íbamos alguna que otra tarde en la semana al poco tiempo ya era costumbre vernos allí a cualquier hora. Esto significaba un cambio en nuestras prioridades, cambio que ya se había prefigurado en nuestros destinos desde la primera incursión pero del que aún no éramos conscientes. De modo que ya habíamos encontrado un motivo más que suficiente para no hallarnos, en repetidísimas ocasiones, donde nos correspondía: junto a los otros muchachos en la escuela. El placer que nos causaba el poder ausentarnos de alguna de aquellas fastidiosas sesiones escolares para hacerle una visita a nuestro retiro era sencillamente indescriptible.

    Fue ésta, pues, una etapa de inocencia durante la cual sólo nos animaba el espíritu de la aventura y la revelación, y en la que no sólo llegábamos a descubrir el terreno, sino a nosotros mismos, de manera física y mental, desarrollando habilidades insospechadas hasta ahora. Escalábamos paredes, cruzábamos de un árbol a otro, de una azotea a otra... Nuestros cuerpos se transformaban, y esto lo percibíamos con asombro. Nos reinventábamos a cada instante, y aun así quizás lo más importante fuese aquel otro cambio, que apenas podía expresarse pero sí sentirse: una nueva sensación de plenitud que estallaba en nuestro interior como un torrente incontenible de temeridad, poder y libertad infinita; un sentimiento que llegó a nosotros de un modo repentino y allí se instaló, de manera permanente, para operar así la gran transformación.

    2

    ––––––––

    Me resulta difícil explicar cómo empezaron realmente nuestras acciones. No creo que algún evento en particular o la emergencia consciente de una idea fuesen la causa que nos hubiera llevado a emprender nuestra aventura. Lo cierto es que todo simplemente comenzó, por la sencilla razón de que debía suceder: un paso obligado en nuestra evolución, un dejarse llevar por fuerzas e instintos inimaginables, ocultos en lo más hondo de nuestro ser.

    Al principio escogíamos los blancos al azar...

    –Mira a aquel viejo que viene por allí.

    El pobre hombre podría ir simplemente caminando calle abajo, concentrado en sus asuntos, cuando desde lo alto una lluvia de objetos de pequeño a mediano tamaño caía sobre su cabeza a toda velocidad.

    –¡Puáfata!

    –¡Durísimo!

    –¡En pleno gaznate!

    El viejo daba entonces un brinco y encogía el cuerpo en un gesto de dolor. Acto seguido apresuraba el paso o echaba a correr si se lo permitían sus fuerzas, manoteando en el aire y lanzando todo tipo de improperios. El ataque era feroz, desmedido, burdo; como todo lo que comienza, marcado por la inexperiencia.

    A veces también, en esta etapa, actuábamos sin ningún tipo de plan. De una manera completamente espontánea recogíamos alguna rama del suelo o algún manojo de semillas, nos subíamos al muro y lo dejábamos caer. El daño era menor en estos casos y la reacción de los perjudicados, leve: alguna que otra mirada desafiante, una amenaza o un insulto. Esto por supuesto nos desencantaba y luego de unos pocos intentos, sin siquiera tener que mencionarlo, decidimos unánimemente que ese modo de hacer las cosas no estaba a la altura de nuestras capacidades.

    Llegaba así un nuevo desafío, la voluntad de progresar. Empezamos por hacernos de un arsenal apropiado. Para eso estudiábamos con minuciosidad los ataques. Ensayábamos distintas variedades de proyectiles, seguíamos detenidamente su trayectoria, la forma del impacto, y luego evaluábamos los daños. Al cabo de un tiempo ya poseíamos suficiente información como para planearlo todo con sobrada maestría, y al estudio del arma arrojadiza le siguió la elección del lugar del asalto, de manera que la correspondencia entre ambos iba perfeccionándose cada vez más. Si el proyectil era liviano –tizas, semillas, pequeñas ramas– necesitábamos emplazarnos cerca de la calle para llevar a cabo la ejecución. El parque de los cabezones o los bomberos eran perfectos para este tipo de acción, sólo que el muro era muy alto y era más difícil acertar en el blanco. Entonces una variable nueva debía entrar en juego: el volumen, o la cantidad...

    Determinadas épocas del año eran también más o menos apropiadas para el tipo de ejecución que se tratase. En los períodos de reproducción floral los abundantes árboles que poblaban el recinto nos proporcionaban una buena cantidad de semillas y boliches. Tan sólo llegar a nuestro sitio y ver aquellos arbustos cargados de los codiciados proyectiles nos producía una chispa en la mirada y una terrible comezón interior. Nos subíamos entonces a la altura de las primeras ramas, y luego de llenar bien los bolsillos nos íbamos corriendo al muro, pasando por delante de los jovencitos, quienes nos echaban, risueños, alguna que otra mirada de complicidad.

    Debo decir también que ya casi desde el comienzo íbamos obedeciendo a un natural instinto organizativo, el cual se fue perfeccionando poco a poco con el transcurrir de los acontecimientos. Si hay algo que realmente resultaba peculiar era la espontaneidad y la alternancia con que surgían las ideas. No puedo asegurar que hubiera un líder entre nosotros, pero eso sí, cada uno tenía sus preferencias y cuando alguien llegaba con una idea original los demás se plegaban a ella jubilosamente en señal de aprobación y respeto.

    Ya fijas las posiciones y con las manos repletas esperábamos por nuestra presa. 

    –Fiodor, vete tú a la esquina. José, en el medio. Los demás, un poco más arriba.

    Acechábamos en silencio. El corazón a todo galope...

    –Ahí vienen.

    –Espera, deja contarlos... Uno, dos, tres...

    Mientras más gente mejor. Fue algo que fuimos descubriendo paulatinamente: el placer que el ataque nos provocaba era proporcional a la cantidad de víctimas.

    –Cuatro, cinco, seis... ¡Ahora!

    Apretando los puños, la mirada fija, y conteniendo la respiración nos estirábamos, el tronco en arco buscando el balance y el impulso perfecto para el lanzamiento, el cual se producía apenas un segundo después. Diez, quince, veinte proyectiles salían disparados al unísono. El ruido del impacto (o más bien los ruidos, porque estos eran múltiples y de variada naturaleza) se dejaba escuchar con suficiente claridad. Algunos producían tan sólo un sordo y breve eco al reventar contra el suelo, otros con más suerte iban a parar a un cristal de una ventana para destrozarla con un estrépito... Pero eran estos los que no alcanzaban su objetivo. Los otros, los que llevaban el signo del acierto, eran los que hacían de ese día un motivo de remembranza: el golpe seco del proyectil contra la carne. Ese era el que nos llenaba de júbilo infinito... Y acto seguido el grito, ya fuese de espanto o de dolor.

    De esta manera fueron consolidándose nuestras prácticas. El éxito de cada una de estas acciones nos proporcionaba una satisfacción inmediata y constituía un motivo para una nueva misión. Luego de dos o tres repeticiones exitosas sentíamos que algo se iba consolidando, como una base firme, y era entonces el momento de continuar progresando. Necesitábamos variedad y sofisticación.

    Debo recordar que cada una de nuestras acciones concluía, después de la rápida retirada, con una pequeña pero necesaria celebración. Una vez pasada la agitación del momento y en la tranquilidad de un espacio retirado teníamos nuestro cenáculo. Nos echábamos sobre la yerba de alguno de los parques interiores del recinto y soltábamos la risotada.

    –¿Viste la vieja aquella cuando le dio el boliche en la canilla?

    –¿Y el gordo de la gorra? ¡En pleno cuello!

    –Para la próxima deberíamos hacer un doble asalto.

    –¡Eso! Y también esperar a que haya más gente... ¡Mientras más gente mejor!

    Nuestra labor nos iba transformando. Nos uníamos como grupo. Empezábamos a contar el uno con el otro. Pedíamos opiniones y nos asignábamos tareas. Y esta mutación se manifestaba en el carácter de nuestras acciones. La ingenuidad y la excitación de los primeros días habían dado paso a un nuevo espíritu, y una sensación de confianza se iba apoderando peligrosamente de nosotros. Aquel aire de improvisación comenzaba a extinguirse para dar lugar a nuevas sensibilidades. La paciencia, la meditación y la serenidad empezaban a formar parte de nuestras tácticas. Comenzamos a economizar: economía de fuerzas, espacio, tiempo y arsenal. Y fue así como nuevos y más sofisticados objetivos entraron en nuestros planes.

    3

    ––––––––

    Algunas temporadas eran más propicias para nuestro quehacer que otras. Quizás el clima o el ambiente en nuestros hogares, el tedio insoportable que nos producían las clases o algún evento en particular servían para disparar el deseo incontenible de lanzarnos a la acción. Recuerdo ahora uno de esos días de mayo en que nos encontrábamos en la escuela José y yo esperando con ansiedad que terminara la sesión de la mañana. Sentados en uno de los bancos del patio central veíamos la lluvia caer. Una demoledora sensación de derrota nos embargaba. Los aguaceros ya empezaban a importunarnos con su presencia casi constante por aquellos días. El aire se volvía insoportablemente húmedo, y si hacía mucho calor debíamos andar todo el día con las ropas enchumbadas en sudor. Además, el agua se acumulaba en grandes charcos por todo el suelo, mezclándose con el polvo y la suciedad para crear una capa fangosa. Tan sólo transitar por la calle y los patios de la escuela se convertía en un fastidio, y en esas condiciones no nos animábamos a pensar en nada.

    Ya sé lo que vamos a hacer dijo mi amigo de repente y se agachó, metiendo la mano en el fango–. Avísales a los otros.

    Allá fuimos entonces, rumbo a nuestro rincón, de prisa y en silencio, pero no ese silencio vacuo que es síntoma de la indiferencia, sino todo lo contrario, un mutismo que

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