Monocromo
Por Juan Margulis
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"Mejor morir de pie que vivir arrodillado", Emiliano Zapata. Dos historias: Una adolescente santiagueña que fijó el rumbo hacia Buenos Aires. Una mujer capaz de aceptar sin cuestionamientos su destino como una forma de vida.
Un líder carismático que, desde el conurbano, es la voz de la reivindicación nativa. Su propia madre es el símbolo de la sumisión que lo rebela.
No hay paralelismos sino sincronismos. No hay bondad, no hay maldad, no hay matices ni colores, sólo un grito ahogado por 500 años que se exterioriza en su garganta y aflora monocromático.
"… ese día nuestros ancestros perdieron su dignidad, su historia y la tierra que siempre les perteneció. Esos tiempos oscuros, de sangre derramada nativa se están terminando."
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Monocromo - Juan Margulis
Capítulo 1
—Tutu, ya es hora.
Sin levantar la mirada, asintió. Con el mentón apoyado en el pecho, cerró los ojos y respiró profundamente, como intentando tranquilizar el torbellino de imágenes que tenía en la cabeza. Las manos le transpiraban, temblaban. Tanteó el pañuelo en el bolsillo izquierdo del pantalón. Se tranquilizó al sentir la tela en la yema de los dedos. Era el mismo pañuelo que lo había acompañado en tantas otras batallas y ahora con el agregado del bordado del escudo del Partido por la Reivindicación (PR) o, como le gustaba llamarlo, el partido de los verdaderos dueños de estas tierras.
Levantó la cabeza y fijó la mirada hacia el pasillo humano que lo conducía al estrado precariamente formado del Club Social y Deportivo Villa Trapito
, límite entre Santa Ana e Ingeniero Tristán, partido de Los Sauces, albergue de más habitantes que la mayoría de las provincias del interior del país.
Se subió al estrado. Las maderas crujían y se panceaban debajo de cada pisada. Ese ruido se entremezcló con el bullicio que comenzó a escucharse desde el frente. Eran sus muchachos, esos que lo seguían hacía tantos años, desde que había ganado las elecciones de delegado del supermercado Trust por el personal de Limpieza y Maestranza
en Santa Ana, o quizás un poco antes.
Ahora estaban en otra pintura. Una cancha nueva, pero con la misma forma de lucha. Esa que lo había llevado a ser quien era entre su gente. Sabía que no debía cambiar nada; simplemente había que radicalizar más el asunto para generar un enemigo más grande. Ahora no era la patronal el problema, había un dragón más grande que aniquilar. Y para eso debía tomar impulso, tomar distancia. El trabajo era poner en negativo la pintura, resaltar los tonos y pasarlos a sepia.
Las banderas del partido se agitaban en esa cancha de tierra. Lloviznaba un poquito ese sábado, el cielo tronaba desde el este y se iluminaba el horizonte. Habían traído los bombos todos pintados de negro brilloso, con el escudo en el medio de color rojo y el fondo amarillo, y sonaban con fuerza bien adelante, pegados a la valla, mezclados con palos y trapos con inscripciones, con nombres de diferentes sindicatos y diversas filiales que seguían siendo fieles a él. Pero esto no le importaba a Tutu. Iba por más, aunque muchos lo creían loco y otros tantos cagón
por no enfrentarse a Ferreira en las elecciones del Sindicato de Obreros de Maestranza de la provincia de Buenos Aires.
Levantó los brazos con el pañuelo en la mano izquierda, mostró los dientes blancos en ese rostro oscuro con la cabeza ya entrecana. Era una imagen monocromática: camisa negra con pantalones negros y mocasines sin medias, como siempre. Ese día se calculaba que había más de tres mil personas esperando desde hacía más de dos horas, pero se pagó a la prensa para que dijera que superaban los seis mil.
Mientras la gente se ponía más eufórica, su cara comenzó a transformarse, los ceños se fruncieron, la boca se cerró y con una mano pidió silencio.
—Hoy es un día muy especial para esta tierra. Es el día en que volvemos a ser poder. Como hasta hace quinientos años, cuando vinieron con los barcos y nos quitaron la posibilidad de elegir nuestras vidas, nos dieron religiones nuevas, dioses nuevos y nos dijeron qué teníamos que hacer para seguir viviendo…
En el fondo, más allá de la mirada de Tutu, escondidos entre las banderas, estaban los incrédulos, los que venían a ver un fenómeno muy interesante. Un personaje que decía ser el que los ponga en su lugar a los gringos ladrones
. Entre ellos estaba Javier Pucci, profesor de sociología, exmilitante universitario y expulsado del partido socialista y del partido obrero por su forma particular de manejarse para imponer sus ideas.
—Ese día nuestros ancestros perdieron su dignidad, su historia y la tierra que siempre les perteneció. Esos tiempos oscuros, de sangre nativa derramada, se están terminando. Desde mi partido querido empezamos a recuperar lo que era nuestro y nos lo quitaron. Estamos cansados de bajar la cabeza y por eso vengo a pedirle a mi familia que comencemos a recuperar lo que es nuestro. Las chapas donde vivimos no nos pertenecen, les pedimos a los otros
que nos den lo que les sobra para poder criar a nuestros hijos, y después que nos lo entregan, debemos decirles gracias. ¡Basta de esto! los voy a llevar hasta lo más alto, hermanos de mi tierra… —y subió el tono—, a que cada uno de nosotros recupere eso que les quitaron a nuestros ancestros…
Nuevamente explotó la cancha, ahora con más energía. Se escucharon nuevos truenos que parecían haberse coordinado en el escenario, en la tierra. Había un hedor de muchedumbre embarrada, transpirada y eufórica. Ese ruido le encantaba, era la mejor música para sus oídos. Se tiró el pelo hacia atrás y nuevamente arrancó.
—Los partidos de izquierda deben entender que esto no tiene nada que ver con ideas políticas. Esto no es para reivindicar al obrero, y justamente por eso me alejé de la lucha sindical. Porque no quiero gastar la energía en darles poder a algunos que no son de mi raza. ¡Yo soy un indio de América y solo ellos son mis hermanos, el resto tendrá que irse o, si quieren quedarse, deberán saber que son inquilinos y por eso tienen que pagar todo lo que no pagaron durante estos cinco siglos!…
En ese momento la gente estalló. Se prendieron bengalas rojas y amarillas. Se abrazaban entre los seguidores y sonreían los que por primera vez lo escuchaban. Tutu estaba encendido, sus ojos se veían rojos de pasión. Había personas en los alrededores de la cancha que, sin decirse nada, comenzaban a sentir algo distinto. Se codeaban unos a otros y se tironeaban de la ropa como cómplices de algo que podía ser interesante. Se estaba gestando un sentimiento único.
Nuevamente solicitó silencio, pero esta vez no hubo forma de callarlos, había un trance colectivo. Los dejó que siguieran un poco más, para no bajar la intensidad. Sabía manejar a la masa apretada.
—Desde este estrado les prometo que sus hijos en un futuro no deberán pedir más permisos a los extranjeros, yo seré el padre de todos los hijos de mi tierra, y seré el enemigo de los enemigos de mis hijos. Al que le guste, bien y al que no… —una vez más, dejó un instante para terminar la oración y tomar aire—, que venga, que lo estaremos esperando…
Se prendieron cubiertas en una de las esquinas de la cancha, que solo estaba separada del campo devenido en basural por un alambrado ya oxidado y maltrecho. En ese momento, desde el centro del campo salió una madera en dirección a los periodistas que le pegó al camarógrafo de un noticiero. Luego se envió otro proyectil, que pegó a metros de otro periodista y tuvo que intervenir la policía, que no eran más que tres suboficiales de la comisaría cuarta del Barrio Tres Cruces.
Esto era perfecto. Los muchachos
que actuaban como seguridad y se encontraban justo debajo del tinglado entre las vallas y las maderas, comenzaron a ponerse violentos pidiendo que se calmaran, pero Tutu les hizo un gesto para que no se molestaran; dejó que eso sucediera. Necesitaba prensa de donde fuera. No había fondos y esto era excelente para que mañana apareciera en todos los noticieros.
Desde la muchedumbre se escuchó un cántico improvisado con el ritmo de una cumbia, cuyo estribillo decía fuera los gringos putos, no los queremos en nuestra tierra
, y dejaron que la policía escoltara a los intrépidos periodistas que se habían animado a llegar hasta ese recóndito lugar. Solo quedaron los empleados de algunas radios locales y una sola cámara del noticiero principal. Tutu envió indicaciones para que a ese no lo tocaran. Necesitaba que alguien filmara todo el evento.
—Necesito de ustedes para que me ayuden a sacar de nuestro barrio y de nuestras casas al extranjero, el veinte voten por mí para la intendencia y yo les juro que comenzaremos a recuperar lo nuestro, lo de nuestros viejos, que se murieron con las manos ensangrentadas de palear y sin un centavo en el bolsillo ni el puchero en el plato. Recuperar la memoria de nuestros guachitos que se murieron con las drogas de ellos
, que las fabrican para que no crezcamos, para adormecernos y dejar a los pibes en las esquinas como ratas moribundas y después tenemos que levantarlos para enterrarlos con dignidad. Esto es lo mismo que la chicha para los quechuas y el licor para todos los pobres indios que se rompían el lomo en las minas y en los campos para luego inundar el alma con alcohol para dejar de sufrir por lo menos un rato.
Gritos de afirmación, lamentos de madres y una lluvia cada vez más intensa ayudaban a crear un clima de dolor y furia colectivos. Los bombos comenzaron a golpearse con más fuerza y se comenzó a corear el nombre del nuevo Padre.
Tutu estaba empapado, con los brazos cruzados en el pecho como tratando de abrazar a todos los que estaban allí. O quizás, no a todos.
Las elecciones eran en tres meses y ese era el primer día de campaña.
Capítulo 2
La tierra de la calle alzaba remolinos con el paso de las carretas tiradas indistintamente por caballos o por personas. Hacía más de un mes que no llovía y la temperatura superaba los treinta y cinco grados. Las cortinas de plástico no lograban ahuyentar las moscas, que se metían en la casilla de material, que como lujo adicional tenía una ventana en lo que se podría llamar cocina-comedor o, mejor dicho, la sala comunitaria. En el cuarto estaba Clota recostada en la cama, con una palangana en el piso y Pepa, la comadrona del barrio, esforzadamente debido a su peso y en cuclillas, le palpaba la panza redonda. Se encontraban las dos tranquilas; ambas eran expertas en sus labores. Pepa ya había traído a ese marginal mundo a centenares de niños. Los mismos que también ella había visto morir o perderse en diferentes caminos.
La otra mujer del cuarto estaba por traer al mundo a su sexto hijo, el cuarto varón. Ninguno le había traído problemas al salir de la panza y todos le habían traído problemas al salir de la casa.
Dos de ellos ya no estaban en esta vida. Se los había llevado la miseria, que en ambos casos había tomado la forma de bala. Al mayor, Argentino, le había disparado un matón de cuadra como represalia por haberse metido a robar en una zona que no estaba liberada
para él y su bandita. A Víctor lo mató una bala de la Policía en una salidera de una casa de electrodomésticos de la avenida 7 de Enero. Le habían pegado por la espalda mientras trataba de escapar corriendo por la mitad de la avenida. Tenía entre las manos una tostadora que había logrado manotear y unos cuantos pesos de la caja registradora. Cuando lo lavaron para el sepelio, le encontraron entre los pantalones una estampita de la Virgen de Luján.
Y había uno más, que había estado privado de la libertad desde los catorce años en un reformatorio por delitos menores y consumo de estupefacientes. Su nombre era Natalio, pero lo apodaban el Mono
y sería indispensable para Tutu en el futuro.
Nacido como Ramón Villafañe, hijo de Clota Condori, ama de casa y vendedora de tortas fritas, y de Melchor Villafañe, de profesión albañil, el día en que Tutu entró a escena en este mundo, su padre no estaba presente. Se encontraba trabajando en una casa, levantando paredes para esos que luego serían enemigos de su hijo. Esos que mostraban los títulos de sus terrenos donde decía que eran propietarios de esas tierras, esos extranjeros que le dieron el puchero en el plato en su infancia, lo vistieron y le dieron el vino a su padre para llegar todos los días listo para tirarse en el catre y, si era posible, tener sexo con Clota.
No era violento cuando llegaba alcoholizado, solamente se recostaba sin decirle nada a nadie. Ni el vino le sacaba palabras a ese hombre que pasó por esta vida sin dejar ninguna huella más que traer descendientes, vaya uno a saber para qué.
En el mismo momento en que entraba a su casa lo agarró en la puerta Clarisa, la mayor de las mujeres, y le avisó que era papá nuevamente. Se quedó justo en el borde, ni adentro ni afuera, un instante. La hija tuvo que repetirle nuevamente que era un varoncito y que parecía estar bien. Él le hizo un gesto informándole que la había escuchado. Desde el cuarto se escuchaban ruidos, gemidos, llantos. Giró y aceleró el tranco hacia el kiosco para comprar unos vinos para festejar. Lamentablemente se topó con los muchachos del bar, les comentó el acontecimiento y lo invitaron a celebrar con unos tragos. Volvió a las seis horas, con muchas ganas de dormir y sin recordar el motivo del festejo.
Clota no lo reprochó, no era necesario porque no esperaba nada de él. Simplemente eran marido y mujer, y padres de un enjambre de cabezas morochas llenas de piojos a las que había que darles de comer con los pesos que traía. Lo único que le pedía era que dejara plata para el guiso en el tarro.
Esto no siempre se cumplía. Por aquel entonces, cuando se hacían las seis o siete de la tarde, ella se acercaba a la puerta, tratando de ver en el horizonte si aparecía la figura desgarbada de ese hijo de campesinos santiagueños. Cuando se pasaba esa hora, sin decir palabra caminaba hasta el almacén y la verdulería de la avenida y esperaba que no hubiera ningún cliente para pedir algún pancito o alguna verdurita más madura de lo recomendable para meterla en la bolsa de yute y, con eso y mate cocido, tratar de llenar la panza de esos pichones hambrientos que nada podían entender sobre el problema etílico que tenía su progenitor.
—Es que llegué a la estación, encontré a los muchachos y me invitaron una copa, y como vengo de un pueblo honrado no puedo irme del bar sin invitar al resto para quedar empardados.
Esta frase salía de la boca babeada y empantanada de Melchor cada vez que llegaba a la casa y encontraba a su mujer sentada en la mesa, dando la espalda a la puerta sin hacer movimiento alguno. Solo podía ver su cabellera renegrida trenzada hasta la cintura. Ni una mueca, ni una mirada, solo un silencio estrepitoso que carcomía la culpa de ese pobre borracho.
El día siguiente era una nueva apuesta para Clota. Si le quedaban algunas rodajas de pan las calentaba en el horno económico y si no había nada los vestía rápido a los chicos y los mandaba con la panza vacía al colegio para que le metan al buche un vaso de leche, por lo menos.
Las más de las veces había lo suficiente como para encargarse de las tareas de la casa y hacer un puchero o un guiso para todos, incluyendo ella y su marido. Pero esto no era por la gracia de Melchor; ella, con un poquito de harina y grasa y un puñadito de sal, hacía productos para vender que eran muy reconocidos en el barrio y un poco más allá también.
* * *
Al día siguiente de su primer día, Tutu entraba en la rutina de esa casa. No era un acontecimiento importante. Naturalmente se acopló a su hermana María Clara, cuatro años mayor, con quien tuvo que compartir desde el principio la cuota alimentaria
. Por estos lares de la tierra, las mujeres estiraban hasta donde daba el amamantar a sus hijos. Y como era casi de continuo parir, si la alimentación y la salud las acompañaba podían ser vacas lecheras durante un lustro o más. De hecho, entre Tutu y María Clara hubo uno que no pasó de la primera noche. Nació flaquito, flaquito, y Pepa dijo que si no se prendía enseguida no iba a salir adelante. Clota se pasó esa noche entregándole los pechos, pero era demasiado débil para prenderse. Al día siguiente iba a ir a la clínica, pero no fue necesario. En un momento, Clota se durmió sentada y al despertarse, una hora más tarde, ya se había ido. No habían llegado a ponerle nombre y eso la martirizó por un tiempo.
Por suerte con Tutu las cosas fueron diferentes y los vecinos que se acercaron a visitar traían algunos bizcochos consigo, sabiendo que sería el mejor regalo que le podían dar.
Ningún pariente estuvo ahí para ayudar. Todos estaban en Santiago del Estero, en el monte perdido cerca de las salinas, donde la actividad principal era la cría de cabras para la subsistencia acompañada de la caza de cualquier bicho que camine.
Clota y Melchor se conocieron ahí en esos paradores perdidos. Sus ranchos estaban a una o dos leguas de distancia y entre juego y juego decidieron ponerse de novios, Melchor cumpliendo 19 años y ella 16. A los meses de estar jugueteando y sin decirle nada a nadie se las picaron para la capital de la provincia, a unos 200 kilómetros. Lo hicieron medio a pie y medio a dedo; pero este no era el destino final. A él uno de sus hermanos le había comentado que en Buenos Aires había trabajo de cualquier cosa y que te esperaban con los brazos abiertos sin importar si sabías leer y escribir, y que tenía un amigo que ya estaba allá trabajando en la construcción, cerca de la capital. Melchor le rogó que le diera los datos. A cambio de la información tuvo que hacer el trabajo de su hermano, que consistía en limpiar el corral de las cabras durante un mes. No dudó.
En Santiago capital estuvieron lo mínimo indispensable como para juntar la plata del viaje en tren Buenos Aires. Se hospedaron en la casa de un tío de Clota que vivía en un rancho a unos kilómetros del centro. Melchor tuvo sus primeros fogueos en el oficio de la construcción y, por supuesto, en el oficio de la borrachera nocturna, con chicha elaborada artesanalmente por un boliviano que trabajaba con el Gordo, como le decían al tío de la novia.
Por más que el buen hombre había visto una sola vez a Clota, el hecho de ser la hija de su hermana alcanzó como para darles una mano y completar el dinero que faltaba para los dos pasajes. Partirían un sábado a las seis de la tarde, justo treinta días después de haber llegado.
Desde el primer día, Clota, sin que le dijera nada su tío, se encargó de los quehaceres de la casa, como barrer el piso de tierra, lavar la ropa de trabajo, hacer la cama y cocinar torta frita para el mate cuando venían los dos hombres de meterle lomo a la construcción de una casa para un político local.
Durante toda la estadía, la niña devenida mujer arrancaba el día mirando por la ventana mientras se calentaba el agua para el mate, esperando que alguien de la familia, su padre o su hermano mayor, apareciera desde la esquina polvorienta, entrara en la casa de un puntapié y de los pelos la llevara de vuelta a su rancho sin que pueda siquiera chistar. Eso nunca pasó en sesenta años de espera.
Cuando llegó el último día de trabajo, el tío le dijo a Melchor que estaba muy conforme y que quería invitarlo a tomar unos tragos en un bar del centro de la ciudad a una cuadra de la plaza. Sabía que Clota no iba a aprobar esta salida, ya que al otro día debían partir, pero el carácter de ese pobre indio nunca había sido muy dominante y optó por obedecer a los deseos del viejo y se metió en el bar.
La muchacha ya había armado el paquete con el que iban a viajar, ahí tenía la ropa de recambio, la toalla, un jabón, un atado de tortas fritas para comer en el viaje y en una bolsa aparte estaban los documentos, que cuidaba celosamente. Se hicieron las siete de la tarde y la pava chiflaba desconsolada sobre el mechero de la cocina. La mirada de Clota estaba perdida en el horizonte. Sentada en un tronco en la puerta del rancho, sin expresión alguna en su rostro, comenzó a entender cómo iba a ser el futuro al lado de ese hombre.
Cuatro horas más tarde decidió entrar porque la noche traía una cantidad de mosquitos tal que, si no se metía, la secarían.
Bien temprano a la mañana siguiente, se levantó de la colcha de lana tejida en la que dormía en el piso y observó que ninguno de los dos compañeros había vuelto a la casa. Se fue al riacho que pasaba a unos cien metros del rancho y se lavó la cara y algo del cuerpo. Estaba decidida a viajar a Buenos Aires, con o sin Melchor. Al fin y al cabo, no era mucho lo que estaba aportando ese flacucho. Ella tenía los boletos y la dirección a donde ir a pedir un techo. No había nada más que analizar. Volvió a la casa y avivó el fuego de la cocina económica, calentó el agua y se metió unos mates al buche. Solo quedaba esperar que se hiciera la hora y si el pobre infeliz no llegaba, él se lo perdía.
Cuando el sol repicaba recto desde arriba y los perros se arrastraban debajo de los chaperíos, aparecieron los dos hombres hechos una mugre, con tierra hasta en los calzones. El joven traía sangre en la camisa y en la nariz, y al tío le faltaba un mocasín.
Ella estaba sentada en la mesa de la cocina chupando unos mates y escuchando la radio, con el vestido limpio y puesto y una trenza muy ajustada y prolija. Los hombres entraron a la casa, agarraron una toalla y se fueron al río. Mecánicamente, Clota se levantó y puso leña en el fogón para hacer una tortilla. Cuando volvieron los dos sinvergüenzas, ya estaba lista la comida. Ni una palabra se cruzó mientras comían, ni una mirada, solo el silencio del mediodía y el chocar de los cubiertos en los platos de chapa. Terminada la comida, el viejo se fue a echar en el catre y no fue necesario despertarlo para despedirse, allí la palabra se ahorra como la carne para el puchero.
A eso de las cinco estaban caminando rumbo a la estación para tomar el tren.
Capítulo 3
No quedaban autos sin incendiar en la entrada de la comisaría cuarta del barrio Tres Cruces y recién eran las once de la noche. El calor que emanaba la calle junto a ese humo negro y denso hacía casi imposible acercarse a la puerta vallada y custodiada por los uniformados que había mandado el comisario Vito para intentar frenar la movilización que se estaba armando en su seccional.
Les había indicado al oficial Arias y al suboficial De la Cruz que ni se asomaran a la ventana si querían pasar una noche más entre los vivos.
La noche anterior se había acercado a la comisaría Hermida Diez de Choque a preguntar si habían visto a su hijo mayor, Wilmar Choque, de veintiún años, ya que faltaba en la casa desde hacía dos días.
La última vez que lo había visto fue al término de la apertura de campaña de Tutu. Al salir del club se la cruzó en la calle y le dijo que primero iba a la casa, que quedaba a menos de cinco cuadras, a buscar otra camisa porque esa estaba empapada, y después volvía al club porque Tutu había prometido hacer una choripaneada para los muchachos del partido.
Hermida hizo una mueca de desaprobación y, sabiendo que no dominaba los deseos de ese joven, le dijo que después no llegara muy tarde porque al otro día tenía que ir a trabajar sí o sí. Le dio un beso y le mostró los blancos dientes contrastados en la tostada y redondeada cara que dejaba claro de dónde provenían sus ancestros y por qué defendía esa idea que estaba abanderando ese potrillo enfurecido que hablaba con una energía tremenda y con el mismo idioma que en el barrio desde un estrado o una esquina.
Wilmar nunca había hablado con Tutu, jamás siquiera estuvo dentro de las charlas íntimas que hacía con diferentes personajes de los barrios aledaños. Apenas unos meses antes, Catalino, un compañero en una obra municipal de tapado de baches que estaban haciendo en diferentes calles, entre paleada y paleada, le había hecho un comentario…
—¿Vos escuchaste alguna vez al negro Tutu? —le dijo Cata.
—Escuché que es del barrio y trabaja como delegado o algo así, ¿no? —contestó mecánicamente y como desinteresado Wilmar.
—Sí, es del barrio y era sindicalista, pero ahora se lanza a la política para rajar a todos los gringos del poder, dice que este país les pertenece a los nativos y quiere meter en todos los trabajos a gente del barrio y que hasta ser presidente no para. Te digo que cuando lo ves, te pone la piel de gallina cómo habla.
—¿Vos vas a ver si te da trabajo?
Ahora sí dejó de palear cascotes arriba de la carretilla, se apoyó en la pala y lo miró fijamente a los ojos.
—Lo que quiero es ayudar a que llegue arriba. Creo que es de los nuestros y tiene las pelotas para hacerle frente al ruso Imhoff en la intendencia —lo miró con ojos de sinceridad—. Si llega a entrar vas a ver que las cosas van a cambiar, tiene unas ganas de sacarlos a patadas en el culo a estos gringos putos… me lo imagino corriéndolos por la calle de la muni a todos los blanquitos que se creen dueños de Los Sauces.
Sentía que había algo en la frase de su compañero que lo atraía. Nunca había escuchado hablar a un político. Desde muy chico había visto cómo venían vecinos a su casa a preguntarle a su madre si quería ir a una manifestación o una campaña de algún personaje de turno y que le darían ropa, juguetes, comida o pañales a cambio. Estaba acostumbrado a asociar político con regalos.
Imhoff, el intendente actual, era uno de los que más los utilizaba. Tenía colectivos listos para pasar por las periferias de los barrios y estacionarse a la espera de llenarlos hasta reventar. El mes anterior había prestado a sus muchachos para una campaña en la cancha de un club de primera división para el gobernador de la provincia. Lograron juntar más de quince colectivos con banderas y trapos. Todos los que trabajaban en vialidad de la municipalidad, como Wilmar, tenían que ir.
Las chapas de la casa las habían recibido hacía un par de años cuando un candidato a concejal que era el dueño de un corralón de la avenida trató de llegar a la legislatura de la municipalidad comprando al barrio con mercadería de su propio negocio. El día que llegaron las chapas, Hermida sentía el peso de la mirada de su hijo mayor desde la nuca, se dio vuelta y agarrándolo de los hombros le dijo:
—Lo importante es que, si lo aceptaste, cumplas con la palabra y votes por él por más que no te guste, un trato es un trato, ¿me oíste?
La mujer abrió bien los ojos redondeados y oscuros y lo miró intensamente, como queriendo mostrarle que no tenía ninguna vergüenza en decir lo que acababa de decir, que la vida no estaba ahí para juzgarlos por estos temas. El pequeño bajó la mirada asintiendo con la cabeza.
Una semana después de la charla con Cata, se acercó a un galpón cercano que pertenecía a una distribuidora de bebidas de un personaje al que todo el mundo conocía como Quispe. Wilmar se enteró que aparentemente ahí daría una charla Tutu. En la sala había unas ochenta personas, algunas sentadas en sillas de plástico y otras paradas. En el frente había una mesa precaria hecha de tablones y caballetes y detrás una sola silla para el disertante.
El clima estaba embotado adentro del recinto, pero nadie se quejaba, solo pedían que no se cerrara el portón para que hubiera aire.
Detrás de la mesa, colgado en la pared, había un pasacalle con la leyenda que decía Reivindicación de los pueblos originarios
y una figura mal terminada que pretendía ser la cara de perfil de un cacique indio.
Media hora más tarde llegaron varios hombres y en el medio estaba Ramón Villafañe. Se sentaron rápidamente en las sillas. Tutu se encontraba con los ojos brillosos