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Un amor y su sombra
Un amor y su sombra
Un amor y su sombra
Libro electrónico331 páginas4 horas

Un amor y su sombra

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Información de este libro electrónico

En la batalla entre el amor y sus sombras, ¿quién resultará victorioso?
Irene Torreblanca y Manuel Saavedra se conocen en la editorial de la que él es dueño, y el amor los golpea por los cuatro puntos cardinales. Inicia, así, un camino escarpado en el que cada uno tendrá que vencer sus propias sombras: ella, la sombre esquiva de su padre; él, la larga sombra de su prima hermana; y, ambos, las sombras terribles de la duda, la inseguridad, la incertidumbre. En el camino, los amantes viajan a sus respectivos pasados, experimentan el deseo arrollador del otro, el placer de los cuerpos, un atisbo de felicidad absoluta y, también, la duda y la incertidumbre de un futuro compartido. El amor está ahí, pero las sombras acechan, depredadoras, voraces, ¿insalvables?
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento22 nov 2024
ISBN9788410277663
Un amor y su sombra
Autor

Graciela Bellon

Graciela Irene Bellon Semblanza nació en la Ciudad de México un 23 de abril. Novelista y poeta, ha publicado poesía en la revista Ixtus, de Javier Sicilia; en el suplemento «El Gallo Ilustrado» de El Día; en la versión digital de la Revista de la Universidad de México; participado en el Encuentro Internacional Mujeres Poetas en el País de las Nubes, en el programa Poesía en Voz Alta de Radio UNAM, en «El Periplo de Homero» de Difusión Cultural de la UAEM, en el Festival Internacional de Poesía de Namur, Bélgica, y en la Feria Internacional del Libro de Guadalajara, con su novela Desde el umbral. En 2015, hizo una residencia de escritura de poesía en la Maison de la Poésie d’Amay, en Bélgica. Ha publicado la plaquette de poesía Habitar la noche (La Tinta del Alcatraz, 1996), la novela Desde el umbral (Miguel Ángel Porrúa, 2008), el libro de poemas Cuerpos de noche y luz (Desliz Ediciones, 2017).

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    Un amor y su sombra - Graciela Bellon

    Primera parte

    Capítulo 1

    Irene Torreblanca quiere mirar, y ser mirada; quiere sentir, y ser sentida; quiere tocar; quiere irse piel adentro, de la suya, de la de su deseo, y también volcarse piel afuera, hacia ese ser aún inmaterial, mil veces imaginado, mil veces soñado, mil veces temido.

    Irene da vueltas en su casa circular. Nerviosa, parece girar sobre sí misma al seguir el trazo (que ella delineó) de la arquitectura remediosvariana del lugar que habita. Espera que suene el teléfono; lleva un par de horas así, y el teléfono es un silencio en una esquina del cuarto. El único sonido adentro es el maullido esporádico de la gata, su Micha, que a veces la sigue con su mirada y a veces decide caminar junto a ella.

    Irene y su casa, un laberinto luminoso, vasto en libros, recovecos, rincones; un laberinto prolongación de sí misma, Ariadna obsesa, interminable. Irene y su gata de colores; su nahual, su ser animal en este mundo. Irene lo sabe, si no fuera ella, sería su gata.

    Suena el teléfono, del otro lado de la línea, su madre, Emilia Dumas, parece preocupada:

    —Hola, hija, ¿todo bien?

    —Hola. Bien, aunque algo nerviosa, esperando una llamada. Quedó de llamarme hoy...

    —¿Quién quedó de llamarte?

    —Bueno, es una cosa de trabajo...

    —Muy bien —dice su madre—. Bueno, si no te habla, o hablan, ven un rato a la casa. A tu papá le va a encantar verte.

    —¿Le pasa algo?

    —No, pero ya sabes, parece que no puede vivir sin ti. En fin, ¿qué vas a hacer?

    —Voy a esperar un rato más, y si no me habla voy para allá.

    —¿Y si te habla... te vas?

    —No lo creo.

    —Entonces de todos modos vienes, ¿no es así?

    —Sí —contesta resignada.

    Cuelga y mira por la ventana. Es primavera, ya, su jardín; es primavera en su hemisferio. Las bugambilias, las azaleas, las hortencias, las rosas están en flor; la jacaranda, su jacaranda... está ahí, erguida, hermosa, techando la vida, su vida. Irene se aquieta, se deja inundar por el paso certero, absoluto, indiscutible, del paso del tiempo. Su gata de colores ha salido al jardín y, experta y silenciosa, caza lagartijas.

    El teléfono sigue sin sonar, y la tarde empieza a caer. Mirando todavía el jardín, piensa: Voy para 26... he conocido muchos hombres para mi corta edad, he tenido muucho sexo, pero lo del amor…

    Sus padres, Fernando Torreblanca y Emilia Dumas, se habían amado a su manera, y parecía que seguían haciéndolo, a pesar de (y también gracias a) los años transcurridos, aunque Irene no estaba segura de querer eso. Lo que ella tenía era sed; una sed que la había acompañado desde los seis años (edad a la que su primer novio, William Stonehouse la besó, levemente, en los labios, detrás del tiovivo que su madre había alquilado para celebrar su cumpleaños en el jardín de la casa familiar). Una sed consustancial, primaria, una sed en busca de su agua.

    Después de casi dos horas y media de silencio telefónico, decide irse; se despide de la Micha:

    —Ni modo, gatita, parece que, al menos hoy, no me habló.

    Su padre, Fernando, abre sus brazos y la estrecha. La estrecha como si fuera la primera vez, como la estrechó cuando la tuvo en sus brazos el día de su nacimiento; había sido una larga batalla para llegar a ese momento y ambos padres, extenuados, estaban también exultantes, sabedores de que ésta era la única y última oportunidad que la vida les daba de ser padres.

    —¡Mi reinita! Qué bueno que sí pudiste venir.

    A Irene le encantaba escuchar esas palabras en boca de su padre.

    —Hola, pa. Pues no me hablaron...

    —¿Quién no te habló?

    —Ay, pa —dijo, sonrojándose.

    —¿Ay pa qué..?

    —Conocí a alguien... en una editorial en la que me entrevistó un tal Clemente para trabajo de traductora y correctora.

    —¿A alguien?

    —Se llama Manuel, creo que es el socio mayoritario o algo así, creo que yo no tendría que trabajar con él, pero nos cruzamos en el pasillo y... papá, algo pasó, algo fuerte. No me había pasado antes; es decir, tú sabes, los hombres y eso...

    —Sí, nosotros los hombres y eso...

    —Me miró... —Irene se detuvo, subyugada por el recuerdo de Manuel Saavedra.

    —Continúa, sabes que no hay problema...

    Lo sabía. La relación con su padre era atípica. Ninguna de sus amigas se llevaba así con su progenitor; si acaso había alguna relación fuerte, no era con ellos. Pero, a pesar de la confianza que tenía con su padre, lo de Manuel había sido tan intenso que se sentía bajo el yugo de un poder sísmico, así que se tardó en formular lo siguiente.

    —Bueno, la cosa es que me miró... y yo lo miré, papá. Pero, cómo ponerlo... no fue sólo con los ojos, nos miramos con algo más, no sé si más profundo, pero te puedo decir que sentí como si tuviera otros ojos, en otro lado, no sé, papá…

    —¿Como si los tuviera en la piel?

    Irene abrió los ojos, sus ojos negros, árabes (aunque no tenía una gota de tal en sus venas), por los que el mundo entraba inmediato, redondo, muchas veces doloroso y, al mismo tiempo, magnífico.

    —¿Ya ves por qué me gusta hablar contigo?

    —Bueno... también yo he tenido ojos en la piel... pero no te preocupes tanto, mi reinita, si él te miró así, seguro te habla.

    —Bueno, igual no me habla y ya, y yo estoy alucinando y en realidad no importa... así yo, al final, no tengo que tomar ninguna decisión...

    —¿Y tú qué tienes contra las decisiones, eh?

    —Nada, pa, sólo que no me gustan los imperativos de ningún tipo.

    —No quiero decirte que te faltan algunos tornillos...

    —¿Qué tal que me faltan los mismos que a ti, eh?

    —Ay, de tal palo tal astilla... Así las cosas, lo único que te puedo decir es que te quiero increíblemente mucho.

    —Sí, yo también, papito.

    Regresa a su casa de madrugada. Sin pensarlo demasiado, se dirige al teléfono, a ver si titila o no la luz roja. Y titila, sí, pero no es Manuel; es su mejor amiga, Yazmine, para invitarla a una fiesta ese sábado en la noche, a la que a su vez ella fue invitada por un amigo de una amiga. Después de constatar que no la llamó, decide que, en realidad, Manuel Saavedra es una ilusión, una construcción de su mente febril, un producto de un deseo que en los hechos no es suyo, sino un imperativo social, externo a ella, sin importancia.

    Capítulo 1 bis

    ¿Hacerlo o no hacerlo? Si sí, ¿a dónde me llevará, cuáles serán las consecuencias? y, sobre todo, ¿qué significará para mí, para mi vida?

    Y si no lo hago, ¿qué? Las mismas preguntas, sólo que con un desasosiego agregado; una especie de vacío que antecede, tal vez también que simplemente está ahí, en el centro del no hacerlo.

    Tomar la acción de la no acción. Tomarla como quien toma un trozo de madera que flota en las aguas, como si no se estuviera haciendo nada en realidad; sólo una pequeña ola en medio del oleaje, un gesto perdido en la inmensidad.

    Discurro. Casi resbalo, parecido a meterse en la entraña de alguna cascada; sí, definitivamente, agua que cae, vertical, rotunda, y que no cesa.

    ¿Y si decido, si lo hago? El mundo se rompe, se abre, y entonces una ráfaga transfigura el escenario, mueve los objetos. El reloj avanza; acelera, desacelera.

    Capítulo 2

    Manuel Saavedra sabe, sabe a la persistencia del mar que va y viene; sabe a arena, a sol. Manuel sabe también que está, sí y después de todo, en el centro de sí mismo, y sabe asimismo cuál es su centro de centros. Huérfano por la mitad, busca con quién saciar su centro.

    Insomne desde siempre. A veces consigue cerrar los ojos, conciliar el sueño, dormir. Y, entonces, sueña. Esta noche se encuentra especialmente inquieto. Conoció a alguien, y su mente no cesa; se mueve hacia atrás, buscándola, Irene. Manuel trata de no pensar. Quiere dormir. Todo está listo para lograrlo: el cuarto totalmente oscuro; el silencio, absoluto; la puerta, cerrada; ni frío ni calor.

    Inútil. De súbito, siente como si su cama se agrandara. Un golpe de soledad hace que pierda su centro. Se levanta, baja las escaleras, Un whisky para aclarar las ideas, piensa, y se dirige a servírselo, Mucho whisky, dos hielos, como le gustaba a Jorge, exclama, y levanta el vaso, diciendo: Salud..., pero no puede acabar la frase. Traga saliva, respira hondo, cierra un momento los ojos y logra decir padre. Bebe el contenido del vaso, hasta el fondo, sintiendo cómo el maravilloso líquido amarillo lo recorre, lo habita, se apodera, suave, de él.

    Se sirve otro. Esta vez lo bebe despacio, sentado en el sofá de su sala. Su mente sigue volviendo al momento en que la vio por primera vez, caminando por los pasillos de su negocio. El segundo whisky hace su efecto, y Manuel cierra los ojos. Por fin, a las 4 de la mañana, logra dormirse. Después de unos minutos, empieza a soñar. El escenario es uno recurrente: está hospedado en un hotel muy grande, ubicado frente al mar, pero entre el edificio y el océano hay una especie de playa vertical con tumbonas y sillas salientes, extrañamente estables. Él está ahí, sentado, viendo hacia el mar.

    De pronto y por primera vez en el sueño, una mujer aparece a su derecha pero, por alguna razón, no se atreve a mirarla; se ha convertido en una especie de estatua de sal bajo el influjo de la mujer. Transcurre una eternidad, y entonces, el mar comienza a agitarse y a subir y subir. Manuel se ve obligado a pararse y a mirarla de frente.

    Se despierta. La luz del sol entra por huecos y ventanas, iluminando todo, iluminándolo a él. Debe ser muy tarde ya, piensa mientras busca la hora en las paredes, en las mesitas, en el bolsillo de su pijama. Encuentra su reloj. Es la 1 de la tarde.

    Se levanta y va a la cocina a prepararse un café. Esa mujer era Georgina, dice en voz alta, y una corriente recorre su columna vertebral. Termina el café, se viste y toma su Golf negro, descapotable. Avanza veloz, diestro, por las calles de la ciudad. Llega a Azcapotzalco, a su negocio, de nombre Paso del Agua, en la que se publican clásicos de todas las épocas, accesibles y muy bien cuidados, y que también ofrece servicios editoriales para revistas y libros. Una vez en su oficina, Manuel toma el teléfono, duda unos momentos, lo deja en la mesa, cediendo al impulso y, entonces, marca el celular de Georgina mientras su mano derecha toca, casi acaricia, el papel en el que su socio y amigo, Clemente, le apuntó el teléfono de Irene Torreblanca. Contesta el buzón del celular. La voz cavernosa pero todavía infantil de su prima dice que regresará la llamada en cuanto pueda.

    Hace mucho que no sabe nada de ella. Nunca había pasado tanto tiempo sin que supiera absolutamente nada de Georgina, piensa mientras su mano, desobedeciendo a su mente, repasa con suavidad el número de Irene. Y, entonces, su memoria lo lleva años atrás, al momento en que él y su prima viajaban en el coche de sus abuelos rumbo a Coatepec, Veracruz, para celebrar su cumpleaños número 9.

    A la mañana siguiente de su cumpleaños, Manuel, su prima y sus dos abuelos partieron a Coatepec. En algún punto del largo trayecto, la abuela, dormida, el abuelo concentrado manejando, los dos niños en el asiento de atrás, sucedió algo; no hablaron acerca de eso hasta muchísimos años después, pero incidió en sus vidas adultas de una manera que ninguno de los dos alcanzó siquiera a atisbar.

    Manuel estaba sentado del lado derecho; a esas alturas, después de haber cantado, hablado, gritado y jugado con su prima, estaba viendo el paisaje de cafetales que lo acercaban a Coatepec. Georgina, por su parte, estaba algo cansada, pero mantenía una vigilancia de su primo con el rabillo del ojo. En una de esas, se sacó un moco, verde y fresco. Sin saber exactamente por qué, volteó a su derecha y, viendo de lleno a su adorado primo, le dijo:

    —Manuel, mira, me lo acabo de sacar, ¿lo quieres?

    Manuel se distrajo de su observación y vio el dedo índice de Georgina, coronado por el moco, que desde donde estaba sentado lucía tan verde como la densa selva que seguía desfilando por la ventana. Sin pensarlo demasiado, dejándose llevar por el momento y por sus sentimientos, dijo:

    —A ver, sólo he probado los míos -y, acercándose el dedo de ella, se comió el moco, verde, suave, acuoso, de su prima. Se lo comió sin problema, como si fuera uno de los suyos. Georgina, entonces, acercó su mano derecha hacia él, como buscando algo. Manuel, inmediatamente, posó con suavidad su mano izquierda sobre la de ella y, volteando por completo, se encontró con los ojos y la complicidad absoluta de su prima. Después, ambos niños sonrieron; afuera, el paisaje había cambiado; adentro del coche, también: Manuel y Georgina, un pacto sellado, una historia que duraría una eternidad y que, igualmente, los perseguiría a lo largo del tiempo.

    Manuel guarda el papel con el teléfono de Irene en la bolsa de su camisa; desconecta su mente durante casi tres horas hasta que, en efecto, Georgina le devuelve la llamada.

    Capítulo 2 bis

    Yo. Herido. Náufrago de náufragos. Doy vueltas alrededor de mí mismo, buscando, busco. Ésa sí, una certeza. Nada es tangencial, nada periférico. Todo está en el centro. El centro del centro, el núcleo de núcleos. Yo. Después de todo, no estoy a la deriva. Sí en un río, buscando.

    Agua firme. Agua líquida pero extrañamente sólida. Fluye, fluyendo. Mi herida no mana sangre, ya no. Mi herida mana agua, agua de mar, agua de agua.

    Lo sé porque me salgo de mí mismo y me someto al exterior. Dejo que me lleve, que me inunde por completo. Lo dejo entrar para salir, Y salgo, entero, sin escisiones. Yo, esta herida a cuestas. Este barco hundiéndose que fui; este barco erguido, erecto, que soy. Yo, mi sangre que bulle, casi grita.

    Sigo el trazo, me hundo en él; soy la pluma sobre el papel, hollando el trayecto, imprimiendo una certeza. Una certeza, sí.

    Hacer que ésta sea afuera, sea adentro, sea desde el centro, el centro de lo demás.

    Capítulo 3

    Irene Torreblanca se tropieza, da tumbos, avanza y retrocede; respira y, sin darse cuenta, contiene la respiración unos minutos, como quien busca y no encuentra, pero entonces Irene sabe, sabe algo que parece tocarla por sus orillas, sus aristas, sus contornos. Después, respira, y su respiración la llena de sí misma una vez más, hasta el fondo de su sangre.

    Desde que se despierta hasta que Yazmine llega a su casa para ir a la fiesta, Irene lucha; lucha contra sí misma, contra las voces que pueblan su mente. Sentada en su cama, las escucha, casi puede mirarlas: vienen en desorden, en caos, corren en tropel y se estrellan unas contra otras. A veces logra ahuyentarlas, otras siente que la ronda la locura, le guiña los ojos, la seduce; y no sabe por qué. Nadie en su familia ha enloquecido, nunca... Pero ella, Irene Torreblanca Dumas ha sentido, desde pequeña, que la visita y la corteja, y luego se va, sin irse del todo.

    En el torbellino interior, una imagen aparece, recurrente, e Irene intenta denodada, casi despiadadamente, expulsarla. Pero no puede. Manuel Saavedra está ahí, adentro, adentrándose.

    Va a su jardín. Se descalza, buscando en la desnudez de sus pies contra el pasto y la tierra algún ancla contra el viento interior. Camina. Su gata la sigue, pausada, majestuosa. De vez en vez la mira, como si supiera algo y, justo en el momento en que comienza a sentirse más tranquila, la Micha trepa por el árbol de nísperos y desaparece. Una vuelta más e Irene entra en su casa. Se dirige a su cuarto, y comienza el ritual de sábado, previo a cualquier fiesta, reunión, concierto, evento. Abre el clóset, y las secciones donde están la ropa, los zapatos, las joyas, los perfumes, y entonces comienza a desnudarse: primero la blusa, luego los pantalones, luego el brasier y los zapatos. Le gusta quedarse en calzones un rato y así mirarse en el espejo. Ahí está, 25 años, a punto de cumplir 26. El pelo negro, largo, ondulado, parece flotar junto con ella; sus ojos negros, sus cejas y sus pestañas pobladas, su nariz prominente; sus labios gruesos; sus senos pequeños, erguidos; su cintura breve, igual a la de su abuela materna, Marie. Ahí está, no muy alta, delgada. Ahí está, hermosa, lo sabe; deseable, lo sabe, y lo paladea, lo saborea, casi como si de una fruta se tratara.

    Se quita los calzones y se mete a la regadera. Deja que el agua la circunda, la envuelva; que el agua la disuelva y luego la junte otra vez. Se baña con esmero, sabiendo que algo mágico sucede cuando una mujer se baña, se viste y luego se va a una fiesta.

    Sale de baño y, después de mucho pensarlo y de probarse decenas de combinaciones, se decide por el atuendo y por el perfume. Suena el timbre e Irene baja a abiri.

    —Irun, pero qué guapa, te ves espectacular...

    —Hola, Jazmina, tú no cantas mal las rancheras.

    —¿Qué onda, te habló el personaje?

    —No, me pasé desde el martes esperando y mira...

    —¿Y qué, ya dejaste de esperarlo acaso?

    Irene mira a su amiga antes de contestar. No le va a mentir a ella, y tampoco se va a mentir a sí misma.

    —Casi...

    —Cuéntame, por favor querida, ¿de qué color tiene los ojos?

    —Verdes.

    —¿Cómo el mar de dónde?

    —Del Caribe.

    —¿Y su pelito?

    —Ya, zonza...

    —Dime de su pelito, por fa.

    —Tiene el pelo dorado.

    —¿Como los rayos de quién?

    —Del sol. Ya, basta, eres una burra y no voy a contestar una pregunta más.

    —Ok, pero te conozco, nunca te había visto así, no creo que sea cualquier cualquiera.

    —Te odio.

    —Igualmente.

    —Vamos arriba, todavía no acabo.

    —A mí no me gusta esta bolsa, ¿me prestas la tuya, la negra con vidrios como de Swarowski?

    —No son como de, son de Swarowski.

    Llegan a la fiesta. Irene y Yazmine. Son una unidad y una dualidad. Son una estridencia y un silencio acogedor. Son una moneda y sus dos caras. Entran a la casa abrazadas, cuchicheando al infinito. Refulgen. Como todos los demás. Pero Irene, este sábado, irradia algo salvaje, algo que casi se puede oler... La amiga que invitó a Yazmine, Zaira, se acerca a saludar; detrás de ella, su hermano, Carlos Abed Garza, su brazo extendido hacia Yazmine, sus ojos buscando a Irene. Ella le regresa la mirada, profunda, y fría. La música grita, casi visible; casi se puede ver cómo toca a la multitud presente y la mueve.

    —¿Bailas? —pregunta Carlos, quien es el dueño de la casa, a Irene.

    —Vamos —dice ella, aceptando la mano tendida; la urgencia de su deseo por ella.

    Bailan. En medio del gentío, en medio de la música. Bailan. Él, mirándola, mira también a todas las otras mujeres guapas que pululan por ahí. Ella, mirándolo también, mira a todos los otros hombres guapos que pululan por ahí.

    Él le pregunta, acercando su rostro, su nombre. Ella contesta, acercando el suyo, Irene. Él se acerca un poco más, ella lo deja. La música cambia a lenta y el brazo de él rodea su cintura y su voz le susurra: Irene, estás preciosa, y sus labios tocan su oreja izquierda. Irene deja que el deseo la tome por completo y, girando su cabeza hacia él, abre sus labios a los suyos y encuentra lo que estaba buscando. ¿Vienes?, pregunta él; ella lo mira unos segundos y contesta, Vamos. Tomados de la mano suben por unas escaleras por donde nadie más lo hace, hacia el cuarto de Carlos.

    Abajo, recién entrado del jardín, despidiéndose de Zaira, que está junto a una reticente Georgina, que no quiere abandonar la fiesta, Manuel voltea hacia la escalera, atraído por el movimiento y por la extraña soledad de los subientes. Su mirada se detiene en la mujer, quien se ha quedado un poco rezagada tratando de ajustarse un zapato. Manuel da un paso atrás, mientras les dice a las dos mujeres, Voy al baño, ahora regreso. Parado a unos metros de la escalera, Manuel se da cuenta de que es Irene, Irene Torreblanca. La mira con tal intensidad que los ojos le empiezan a llorar, pero no quiere cerrarlos, porque ahora ella ha logrado ajustarse el zapato y continúa subiendo. Manuel la mira, detenido; sus ojos como manos tocan su pelo, sus hombros, sus labios; sus ojos, con todo el verdor de su mirada, miran cómo flota por la escalera; perciben la gracia, la soltura, y también la urgencia y el deseo. Irene Torreblanca, la que atravesó su campo de visión en Paso del Agua, ella, subiendo tras otro hombre, ahí, ahora.

    Georgina lo observa, a distancia cada vez menos prudente, hasta que llega junto a él y le pregunta, sin rodeos:

    —¿Qué le ves? ¿La conoces?

    Manuel tarda en contestar. Parece estar atravesando capas y capas de atmósfera.

    —No, no la conozco.

    —¿Entonces qué le ves?

    Manuel no dice nada, pero no puede evitar mirar a su prima sin mirarla, desde una casi repulsión hasta ahora desconocida para él.

    —No me veas así, me estás asustando.

    —¡Nos vamos pero ya! —casi grita, y la toma de la mano y la arrastra con cierta violencia hacia afuera de la casa, de la fiesta, de Irene.

    Capítulo 3 bis

    La voluntad. El movimiento. Ir en esta o aquella dirección. ¿Qué significa esto? Tomar tu ser, tomar todo lo que se es y llevarlo hacia el objeto; colocarlo en ese lugar o más bien en ese espacio: circunscribirlo al golpe de lo exterior, someterlo al movimiento y a la voluntad del otro; del otro que ¿dónde está?

    No quedarse en la zona intermedia; no dejar que ésta domine, que extienda sus alas grises de indefinición. La zona intermedia es la muerte. Nebuloso. Sólo una densidad irregular, un silencio que no acaba de cuajar.

    Me desplazo, no en línea recta. Sólo un trazo de acción, un esbozo. Como si algún pintor comenzara apenas a cubrir el lienzo, tal vez con titubeos, casi levemente. Y, sin embargo, sí, algo adentro se mueve. Lo noto porque experimento un temblor, una especie de no quietud, como cuando se enciende un auto o un barco y sabemos que vamos hacia. Pero no sé si en realidad me he movido o no, me refiero al sentido físico, al desplazamiento físico.

    Capítulo 4

    Manuel Saavedra, una ráfaga en el aire, un relámpago en diciembre; a veces, también, un desierto sin agua, una playa sin mar.

    —Querido, adorado primo, hola, no sabes lo que tu llamada significa para mí en este momento de mi vida.

    —Prima querida, ¿estás bien?

    —Ya sabes, podría estar mejor...

    —¿Qué pasa?

    —Nada, ya sabes, ando tronada de lana, no sé... tronada de todo.

    —¿En dónde estás?

    —Me estoy quedando en el departamento

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