¿Cuánto pesa tu mochila?
Por Alicia Álvarez
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La palabra trauma no existía hasta hace poco más de un siglo. Sin embargo, el trauma es una experiencia humana mucho más frecuente y cotidiana de lo que la mayoría cree. En un mundo donde cada uno parece tener que gestionar sus problemas por su cuenta, es importante saber cuáles son las consecuencias de las vivencias a las que nos vamos enfrentando. ¿Qué sucede por dentro y por fuera cuando se nos atraganta un acontecimiento, cuando empezamos a ver que no hemos digerido bien lo sucedido?
Con un estilo cercano y divulgativo, la doctora Alicia Álvarez, directora asistencial y de investigación en la Unidad de Trauma, Crisis y Conflictos de Barcelona, ofrece en este libro definiciones y ejemplos prácticos sobre todos los conceptos y las consecuencias del trauma. También describe cómo vamos acumulando esos traumas, guardándolos en nuestra mochila, qué efectos tiene ese peso en nuestra manera de vivir y cómo sanar para avanzar con mayor confianza en la vida.
«Este libro, esclarecedor y necesario, posibilita la sanación de esas heridas emocionales que condicionan toda una vida». Xavier Guix, psicólogo y autor de El problema de ser demasiado bueno
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¿Cuánto pesa tu mochila? - Alicia Álvarez
1
PRIMER CONTACTO
Miranda ha decidido ir a ver a su madre. Lleva un tiempo intentando que cambie la bañera por un plato de ducha. Total, no la usa nunca, siempre se ducha en el baño de invitados, que tiene plato, y desde que sus sobrinas son mayores no tiene sentido conservar la bañera.
—¡Hola, mamá! —grita al entrar a modo de saludo.
—Hola, hija, ¿cómo ha ido el día?
—Bien, cansada, ¿y tú?
Su madre, una profesora de primaria a punto de jubilarse, le cuenta diferentes batallitas de sus alumnos. Se la ve contenta, siempre ha disfrutado de su profesión.
—Mamá, he estado mirando lo del cambio de la bañera. ¿Te parece que lo hablemos?
—Ay, hija, ya vuelves con eso, de verdad que no me apetece nada.
—Pero mamá, será más cómodo y de más fácil acceso.
—No insistas, Miranda. Tal como está, me apaño, y no quiero meterme en ese embolado ahora. Ese cuarto de baño casi ni lo uso, con el pequeño me es suficiente. Ponerme ahora a pensar en obras, polvo… Es más engorro que otra cosa. No pasa nada, no hace falta tocar nada.
—No seas así, yo te ayudo a limpiar después y quedará genial. Es que no lo entiendo. A ver, ¿cuánto hace que no usas la bañera? ¡Ni que te diese miedo!
Miranda ve cómo la mirada de su madre se oscurece ligeramente. Cuando vuelve a hablar, su tono es más ronco.
—Mira, Miranda, son cosas mías. No te lo he contado nunca porque es una tontería. Me da miedo bañarme incluso en la bañera. Cuando era adolescente, estuve a punto de ahogarme en una piscina. Un amigo me hizo una ahogadilla y yo me puse muy nerviosa. Me aguantó más de lo que tocaba y sentí que me ahogaba y que me iba a morir.
La madre de Miranda coge aire y mantiene la mirada fija en un punto indeterminado, como si estuviese anclada. Miranda nota que su madre está en tensión y el ambiente se ha puesto raro.
—Desde entonces —continúa—, no he vuelto a ser capaz de bañarme. Al principio eran las piscinas, luego fue el mar, y ahora a veces hasta me cuesta ducharme. Pensar en estar bajo el agua me angustia. Yo... hace años, cuando era pequeña, nadaba mucho, me encantaba, y ahora no puedo ni imaginarlo. Por eso no me baño, pero no quiero meterme en obras con todo lo que implica. A mi edad estas cosas son muy pesadas. Quizá cuando me jubile, o si no cuando me muera haces lo que quieras con el piso, con el baño ¡y con todo!
—¡Ay, mamá, qué cosas tienes! ¡Pero eso es una tontería! Bueno, está bien, no insistiré, pero miraré opciones por si un día cambias de opinión.
Pese a dejar el tema, Miranda vuelve a su casa pensativa. No sabía que su madre hubiese estado a punto de ahogarse en la infancia. ¿Y por qué no se lo había contado? Es cierto que cuando Miranda era pequeña nunca habían ido juntas a una piscina ni a la playa, pero lo atribuía a que «eran más de montaña». Le preguntaría a una compañera suya que era psicóloga, a ver si a su madre le estaba afectando la cercanía de la jubilación. Con estas cosas nunca se sabe.
QUÉ PASA CUANDO SUFRIMOS UNA «INDIGESTIÓN
CEREBRAL»
Seguramente, si la psicóloga a la que consulta Miranda tiene conocimientos suficientes, le dirá que su madre tiene un cuadro de estrés postraumático de larga evolución. Aunque lo más probable es que le diga algo que hoy en día todos escuchamos a menudo: «Tiene un trauma».
«Trauma» es una de esas palabras manoseadas que últimamente todo el mundo utiliza. «Tengo un trauma», «esto me va a traumatizar», «tú y tus traumas». Pero ¿sabemos realmente qué es un trauma?
Cuando hablamos de trauma en general, nos referimos a que algo nos ha impactado mucho y que va a ser difícil de olvidar. Esta concepción, en parte, es cierta, aunque hay matices.
Para empezar, cuando una vivencia es muy intensa (de elevada emocionalidad), es difícil que la olvidemos. Siempre la recordaremos. La diferencia con un «trauma» es que no nos hará sufrir ni reviviremos lo mismo que la primera vez.
En nuestra vida hay diferentes momentos que suponen una demanda más alta de recursos de los que disponemos, y esta circunstancia es distinta para cada persona. Por eso, en general, es mejor hablar de experiencias potencialmente traumáticas, porque dependerá de muchos factores el que finalmente acabemos desarrollando secuelas.
Por otro lado, en ciencias como la psicología o la psiquiatría, de lo que se habla es de trastorno de estrés postraumático. Esto sería realmente el «trauma», una enfermedad mental que, sin ayuda de un especialista, no va a remitir. Suena terrible, pero veremos que hay grados y diferencias de afectación que harán que, pese a padecer algún trauma, seamos más o menos funcionales.
El proceso de generación de recuerdos es complejo, intervienen diversas áreas del cerebro y hay ramas científicas que se dedican exclusivamente a su estudio. Para entender cómo llegamos a tener una «indigestión cerebral», lo primero que nos interesa saber de todo el proceso mnésico es que el hipocampo es la parte del cerebro encargada de enviar la información a los lóbulos temporales para su almacenaje.
La diferencia entre que se genere un recuerdo normal o desarrollemos un trauma está ligada a cómo nuestro cerebro puede integrar la información del hecho en sí. Que todo lo que nos va pasando en nuestra vida se almacene en nuestra memoria como un recuerdo o se nos «indigeste» a nivel cerebral está muy relacionado con la amígdala, nuestra particular alarma contra incendios.
La amígdala es la parte del cerebro encargada de avisarnos de si estamos ante un peligro o no, y de hacernos reaccionar. Esto lo hace de forma automática en milisegundos, antes siquiera de enviarlo a archivar, contrastando los estímulos de la situación que estamos viviendo con los que hemos vivido y ya tenemos almacenados.
Por ejemplo, imagina que entras en tu habitación, levantas la manta de la cama y ves una silueta oscura y sinuosa encima de la sábana. Taquicardia, sudoración, se te encoge el estómago… Hasta que te das cuenta de que no es una serpiente, sino un calcetín. «¡Qué tonta!», piensas, y te ríes. Lo que ha pasado en esa fracción de segundo es que tu amígdala se ha activado y ha puesto en marcha una respuesta de afrontamiento al peligro hasta que ha descartado que realmente no hubiera peligro, porque solo era un calcetín.
El problema aparece cuando lo que vivimos es excepcional o nos genera un impacto fuerte. En ese caso, nuestra amígdala se colapsa. Cuando vivimos una situación potencialmente traumática, nuestra amígdala determina que es una situación nueva y potencialmente peligrosa (por lo que sea), y empieza a recopilar información de todos los estímulos disponibles (olores, imágenes, sonidos, etcétera), de tal manera que, si nos vuelve a pasar lo mismo, esté preparada para reconocerlo. Pese a las buenas intenciones de la amígdala de protegernos, al hacerlo con tanta intensidad bloquea la acción del hipocampo. Este, inundado por toda la información que recibe de forma inconexa, acaba por no poder integrar lo que está pasando como un relato lineal en forma de recuerdo.
Como resultado se generan pedazos de experiencia que después vuelven en forma de intrusiones. Las intrusiones (o reexperimentación) aparecen cuando volvemos a vivir lo que nos sucedió ese día. No es que volvamos a ver o pensemos en aquello, es que volvemos a tener las mismas sensaciones y reexperimentamos el malestar como si estuviese sucediendo de nuevo en ese mismo instante.
Para que nos hagamos una idea: esto que acabo de explicar respecto al cerebro es parecido a la diferencia que hay entre tener la casa ordenada, con todas las cosas bien colocadas en estanterías o cajones, o tenerlo todo tirado por todas partes. Si tenemos la casa desordenada y llena de cosas por el suelo, nos vamos tropezando continuamente con ellas y cada vez nos sentimos peor. Lo idóneo sería ordenarlo todo y guardar las cosas donde corresponda para encontrarlas fácilmente cuando queramos, sin tropezar con ellas cada dos por tres. En lugar de hacer un procesamiento adaptativo de la información, como haríamos con otras situaciones menos demoledoras, el hipocampo se queda obturado y no podemos vincular lo vivido con la red de recuerdos y experiencias pasadas que le podrían dar un sentido a la experiencia.
Es importante tener en cuenta que, pese a no integrar lo sucedido como un recuerdo completo, no nos olvidaremos de lo que nos pasó. Las memorias con elevada carga emocional (del tipo que sea) no se olvidan. La idea es poder recordar sin revivir la experiencia.
Decíamos pues que, al no poder integrar la experiencia como un recuerdo en nuestro cerebro, reexperimentamos lo sucedido. Por ello y por el malestar que nos genera, empezamos a evitar todo aquello que nos hace pensar en lo que pasó. Evitamos los estímulos que pueden detonar la reexperimentación. Empezamos con lugares, personas o cosas que nos recuerdan lo que pasó, y poco a poco vamos limitando cada vez más nuestras interacciones.
Al contrario de lo que pueda parecer, la evitación no nos ayuda, pues al no dar información nueva a la amígdala para que entienda que ya no hay peligro y se pueda desactivar, esta sigue alertando.
Llegados a este punto, voy a presentar a otro actor importante del proceso de respuesta a los acontecimientos potencialmente traumáticos: el hipotálamo. El hipotálamo es la parte de nuestro cerebro que nos ayuda a regular la respuesta emocional ante el peligro. En una situación potencialmente traumática, el hipotálamo empieza a dar órdenes para que hagamos frente a aquello que nos amenaza. Debido a esto, acabamos estando siempre en alerta, nos asustamos por todo, los ruidos fuertes nos hacen saltar, estamos más irritables, nos cuesta dormir, y así un montón de reacciones que nos generan mucho malestar.
El responsable de gestionar parte de las órdenes del hipotálamo es el sistema nervioso autónomo (SNA), encargado de que nuestros procesos internos funcionen (el latido del corazón, la respiración, etcétera). Tal como explica la teoría polivagal, el SNA consta del sistema simpático, encargado de prepararnos para la acción, y el parasimpático, que en su parte ventral está asociado a las sensaciones de seguridad y conexión, y en su parte dorsal responde a las señales de peligro extremo. Ante una situación potencialmente traumática, podríamos imaginarnos el funcionamiento del SNA como un continuo: empezando con el SNA parasimpático ventral y la seguridad que nos proporciona en situación de calma, pasando a la activación del SNA simpático que nos dice que huyamos o peleemos ante un peligro; hasta que, finalmente, ante la sensación de indefensión se activa el SNA parasimpático dorsal promoviendo que «nos hagamos una bolita» e intentemos desaparecer.
En resumen, tenemos la amígdala desajustada y sensibilizada, lo que hace que todo el sistema se desregule y nuestro cerebro quede configurado en función de ello. Además, nuestro SNA, compuesto por simpático y parasimpático, se ha puesto en modo supervivencia y, al hacerlo de forma intensa y repentina (y pensando que no hay fin, pues cada dos por tres tenemos una intrusión), también queda descompensado.
¿Tenemos aquí un trauma? No, aquí estamos empezando a «indigestarnos», estamos notando que lo que hemos vivido no nos ha acabado de sentar bien, parece el momento de «tomar unas sales de frutas». De momento estamos teniendo una reacción aguda al estrés. El problema es cuando esto se alarga en el tiempo y no somos capaces de volver a nuestro estado inicial.
Esta incapacidad viene influida por múltiples factores. Puede ser porque el impacto es muy demoledor, porque tenemos algunas características previas que nos hacen más susceptibles, porque en poco tiempo nos pasan muchas cosas y no nos da tiempo a reponernos, por cómo se gestione el suceso, o incluso por algunas características del mismo suceso que nos generan más desamparo.
Si al cabo de un mes, más o menos, continuamos reexperimentando lo que sucedió, evitando ciertas cosas relacionadas con el hecho traumático y manteniendo un estado emocional alterado, deberíamos buscar ayuda profesional especializada. La clave está en que las estrategias que nos han ayudado a gestionar de la mejor forma posible lo que estaba sucediendo, esas reacciones que en un primer momento son adaptativas (nos ayudan a intentar adaptarnos a algo excepcional), una vez pasada la situación se acaban volviendo desadaptativas y llegan a ser disfuncionales. Hacen que nos volvamos disfuncionales en algunas áreas de nuestra vida. Si acabamos teniendo problemas en todas las áreas de nuestra vida, de nuestro día a día, entonces diremos que tenemos un trastorno de estrés postraumático.
EN ESTADO DE ALERTA
Sin embargo, todo lo que he explicado no siempre es tan lineal ni tan sencillo. De hecho, es habitual que, a medida que pasa el tiempo, no nos queden más que estas reacciones ante según qué estímulos tengamos alrededor. El trauma no nos hace recordar (porque no hemos conseguido almacenarlo correctamente, no es un recuerdo), sino que nos hace reaccionar como si todavía estuviésemos en peligro.
Deberíamos diferenciar entre una memoria traumática y una memoria autobiográfica (no traumática). La primera suele ser de modalidad sensorial, genera una alta activación emocional y cerebral, no se integra en nuestra vida personal y presenta distorsiones temporales (son atemporales). En cambio, la segunda es una memoria explícita, semántica y episódica, nos genera una activación emocional tolerable, forma recuerdos narrativos, tenemos control voluntario sobre ella, la integramos en nuestra vida y está ubicada en el tiempo. Habrás notado que el tema del tiempo es importante, no solo por el momento en que sucede el acontecimiento, sino porque es una de las cosas que quedan alteradas de cara al almacenamiento de lo sucedido. Se ha visto que, por ejemplo, después de la pandemia de 2020, la percepción del tiempo de muchas personas quedó alterada. Aquellas que sufrieron más estrés no eran capaces de recordar exactamente en qué momento había sucedido qué. Además, las personas que tenían alterada la percepción temporal presentaban más síntomas relacionados con el trauma, la depresión y la ansiedad.
Según los últimos estudios, entre 7 y 9 personas de cada 10 sufren un acontecimiento potencialmente traumático durante su vida, y 3 de cada 10 están expuestas a cuatro o más.
Lo cierto es que, cuando se dan cifras de personas afectadas, se habla de los casos que se pueden diagnosticar, es decir, que cumplen los criterios que los médicos y psicólogos han acordado que se tienen que cumplir para diagnosticar esa enfermedad (hablaremos de esos criterios en el siguiente capítulo). Aún hay algo más: las personas que viven acontecimientos vitales estresantes y que no integran la experiencia como recuerdo pueden «aprender» a vivir con ello, pero siempre arrastran alguna secuela.
El caso de la madre de Miranda puede parecer extremo, pero está basado en una persona real que, cuando acabé de dar una conferencia hace unos años, se me acercó y me preguntó: «¿Puede ser que yo tenga eso que has explicado del estrés postraumático? Es que cuando era pequeña casi me ahogo en una piscina y no me he podido volver a bañar». La señora me relató que simplemente había dejado de bañarse, que nunca se había vuelto a acercar a una piscina ni a nada parecido, y que en ese momento le costaba incluso ducharse. Llevaba una vida funcional, había tenido hijos y mantenía su trabajo, pero sufría. No era solo la evitación al agua, había afectación emocional y, si pensaba en lo que le había pasado, aún después de tantos años, el sentimiento era tan intenso que se le rompía la voz.
Algunas veces no se cumplen todos los requisitos para que nos diagnostiquen estrés postraumático, pero nos queda lo que en el ámbito psicológico se llama «sintomatología subclínica». Nos quedan pequeñas cosas que influyen en cómo nos relacionamos, en las cosas que hacemos o dejamos de hacer y en aquello que no sabemos explicar, cosas que nos dan miedo, asco o nos generan un rechazo fuera de lo común (profundizaremos en este tema en el capítulo 6).
DESCONECTAR PARA SOBREVIVIR
En lo que acabamos de comentar en el apartado anterior, también influye mucho una de las estrategias de adaptación que a veces se activa para ayudarnos a soportar lo que sea que estemos viviendo. Hablo de la disociación. La disociación es un mecanismo de afrontamiento que se activa de forma autónoma cuando nuestro cerebro decide que algo está siendo demasiado. Es como funcionar en automático, sin ser demasiado conscientes de lo que estamos haciendo. Como cuando, de repente, nos damos cuenta de que estamos en medio de una habitación pero no sabemos para qué habíamos ido. O cuando vamos conduciendo, llegamos al destino, pero no tenemos ni idea del recorrido que hemos hecho. Nuestro cerebro ha conectado el piloto automático para ponerse al servicio de cosas que considera más importantes.
Hay grados de disociación mucho más intensos. Hace muchos años, un paciente que había sufrido un accidente de coche a consecuencia del cual le amputaron una extremidad, aseguraba que había perdido la conciencia y que no recordaba nada. Sin embargo, sus acompañantes, que habían salido ilesos físicamente, relataban que su amigo había estado consciente todo el rato, gritando, pidiendo ayuda y explicándoles dónde estaba, totalmente vigil y coherente. Al desconectarse, su cerebro lo había protegido del horror que vivió.
Es como cuando, sin querer, clicamos un link en el email que sabemos que ejecuta un virus informático y nos dicen que desconectemos internet rápidamente. Al hacerlo salvamos parte de la información de nuestro ordenador, pero nos quedamos desconectados del mundo. Además, antes de volver a conectarnos a la red, es importante poner remedio al virus, porque si no, seguramente, volverá a afectarnos.
La disociación es una de las reacciones que podemos tener ante una amenaza. Quizás hayas oído hablar de las cuatro grandes formas de reaccionar ante un peligro, a saber: huir, pelear, paralizarse o adular (en inglés las cuatro F: fight, fly, freeze and fawn). En el capítulo 3 veremos qué implicaciones a largo plazo tienen