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Dinero para los muertos
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Libro electrónico295 páginas4 horas

Dinero para los muertos

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La muerte de Rafael Larraz, un reputado periodista especializado en sucesos, hará que su hija descubra una novela inacabada entre sus pertenencias. La curiosidad la lleva a leerla, aunque pronto se da cuenta de que este manuscrito es mucho más que una simple obra de ficción. Dentro encontrará una serie de crímenes, hechos insólitos y escándalos de enormes proporciones.
Mientras avanza la trama, descubrirá oscuros secretos que su padre había mantenido ocultos y que podrían haber sido la causa de su muerte. Su búsqueda la conduce a conectar estos antiguos crímenes con su propia historia familiar, revelando una red de robos, mafias e investigaciones policiales y periodísticas por la ciudad de Castellón que marcaron el destino de su familia durante décadas.
Andreu Martín vuelve a Alrevés y nos ofrece un viaje con múltiples voces, contrapuntos y saltos temporales donde las líneas entre la realidad y la ficción se desdibujan. Ahora solo falta un último objetivo: descubrir el porqué
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento28 oct 2024
ISBN9788410455023
Dinero para los muertos
Autor

Andreu Martín

Andreu Martín (Barcelona, 1949) es escritor y guionista de cómic, cine y televisión, y está considerado uno de los maestros indiscutibles del género negro. Entre sus obras cabe destacar Prótesis, El caballo y el mono, Barcelona Connection, No pidas sardina fuera de temporada, El amigo Malaspina, Mentiras de verdad (Siruela, 2000), Espera, ponte así, Bellísimas personas, Juez y parte o Si hay que matar, se mata. Ha recibido prestigiosos premios, como el Memorial Jaume Fuster 2003 y el Pepe Carvalho 2011 de novela negra, el Premio Nacional de Literatura Infantil y Juvenil 1989, el Premio Círculo del Crimen, el Hammett, en tres ocasiones, y el Deutsche Krimi Preis International. Cabaret Pompeya fue galardonada con el Premio Sant Joan 2011.

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    Dinero para los muertos - Andreu Martín

    Dinero para los muertos

    Andreu Martín (Barcelona, 1949) es escritor especializado en novela negra y policíaca desde que en 1979 publicó Aprende y calla. En 1980 recibió el premio Círculo del Crimen por Prótesis. Posteriormente, ha escrito numerosas obras del género que han sido galardonadas, como Si es o no es (con el Deutsche Krimi Preis International a la mejor novela policíaca publicada en Alemania), Barcelona connection y El hombre de la navaja (las dos con premios Hammett), Bellísimas personas (que, además del Hammett, también obtuvo el premio Ateneo de Sevilla) o De todo corazón (premio Alfons el Magnànim).

    Además, ha recibido el prestigioso premio Pepe Carvalho, en el festival BCNegra, que galardona toda una trayectoria. Ha escrito también género erótico y novela infantil, donde, juntamente con Jaume Ribera, ha creado el personaje de Flanagan, cuya primera novela, No pidas sardinas fuera de temporada, recibió el Premio Nacional de Literatura Juvenil.

    En Alrevés ha publicado El Harén del Tibidabo (2018), Todos te recordarán (2019), La favorita del Harén (2020), Vais a decir que estoy loco (2021), La cuarta chica por la izquierda (2023) y Lo que solo les pasa a los demás (2024).

    La muerte de Rafael Larraz, un reputado periodista especializado en sucesos, hará que su hija descubra una novela inacabada entre sus pertenencias. La curiosidad la lleva a leerla, aunque pronto se da cuenta de que este manuscrito es mucho más que una simple obra de ficción. Dentro encontrará una serie de crímenes, hechos insólitos y escándalos de enormes proporciones.

    Mientras avanza la trama, descubrirá oscuros secretos que su padre había mantenido ocultos y que podrían haber sido la causa de su muerte. Su búsqueda la conduce a conectar estos antiguos crímenes con su propia historia familiar, revelando una red de robos, mafias e investigaciones policiales y periodísticas por la ciudad de Castellón que marcaron el destino de su familia durante décadas.

    Andreu Martín vuelve a Alrevés y nos ofrece un viaje con múltiples voces, contrapuntos y saltos temporales donde las líneas entre la realidad y la ficción se desdibujan. Ahora solo falta un último objetivo: descubrir el porqué.

    Dinero para los muertos

    Andreu Martín, galardonado con el premio

    Letras del Mediterráneo 2024, en la categoría de Novela Negra, otorgado por la Diputación de Castellón

    half

    Dinero para los muertos

    ANDREU MARTÍN

    pub

    Primera edición: noviembre de 2024

    Para Josep Forment, siempre con nosotros

    Publicado por:

    EDITORIAL ALREVÉS, S.L.

    C/ Torrent de l’Olla, 119, Local

    08012 Barcelona

    [email protected]

    www.alreveseditorial.com

    © 2024, Andreu Martín

    © de la presente edición, 2024, Editorial Alrevés, S.L.

    Printed in Spain

    ISBN:978-84-10455-02-3

    Producción del ePub: booqlab

    Queda rigurosamente prohibida, sin la autorización por escrito de los titulares del «Copyright», la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento mecánico o electrónico, actual o futuro, comprendiendo la reprografía y el tratamiento informático, y la distribución de ejemplares de esta edición mediante alquiler o préstamo públicos. La infracción de los derechos mencionados puede ser constitutiva de delito contra la propiedad intelectual (Art. 270 y siguientes del Código Penal). Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra. Puede contactar con CEDRO a través de la web www.conlicencia.com o por teléfono en el 91 702 19 70 / 93 272 04 47.

    Mis padres se separaron el año antes de que yo naciera.

    Mi padre, el conocido periodista Rafael Larraz, se fue de casa a finales de 1998 y yo nací en mayo de 2000.

    Cuando alguna vez le pregunté a mi madre, ella, siempre hermética, me dijo que son cosas que pasan, que las parejas se separan, pero, si hay hijos, no dejan de verse, y los lazos nunca se rompen del todo, y ninguno de los dos tenía pareja fija (mi padre era un tarambana) y algún día se encontraron y pasó lo que tenía que pasar.

    Sin embargo, por lo que sé, después de la ruptura mi padre se fue a vivir a Castellón y, después, se trasladó a Argentina, donde estuvo viviendo cerca de un año, y luego se instaló en Madrid, y siempre me he preguntado en qué momento hubo un espacio de tiempo donde colocar eso que tenía que pasar y pasó.

    Mi padre regresó a Barcelona cuando murió mamá, y yo y mis hermanos le cedimos la casa de siempre, aquel piso con pretensiones modernistas de la Gran Vía, junto al hotel Habana, donde en un tiempo lejano habíamos sido una familia más o menos convencional. Allí trasladó sus archivos, y montó unas estanterías metálicas horribles en cualquier rincón y en medio del pasillo para acumular todos los papeles y papeles y papeles que había reunido a lo largo de su vida.

    A él nunca le pregunté, claro está. Siempre dimos por supuesto que era el infiel, el desleal, y resultaba sumamente incómodo hablar con él de nada que tuviera que ver con relaciones de pareja o con sexo.

    Murió el pasado 15 de diciembre, a los sesenta y nueve.

    Había vivido sus últimos años solo, nostálgico, cansado, deteriorado, aburrido, amargado y rezongón. Acababa de pasar un mal covid y, como secuelas, le habían quedado un profundo cansancio, pesadez en las piernas y una tendencia al mareo que le obligaba a recorrer el pasillo apoyándose en las paredes. Yo me trasladé a su casa para cuidarlo, pero era lo que se dice un mal enfermo. No aceptaba el apoyo de mi brazo y le irritaban mi actitud protectora, mis consejos o mis preguntas acerca de si necesitaba algo. No le gustaba que le hicieran sentirse minusválido. Se estaba sometiendo a una serie de revisiones médicas, y al día siguiente debíamos ir a la clínica para que le efectuaran una endoscopia y colonoscopia a la vez. Había pasado el día prácticamente en ayunas y laxándose para limpiar bien el intestino y dejarlo en perfecto estado de revista. Oí cómo se levantaba de madrugada, acuciado por la próstata, y cómo arrastraba las zapatillas hasta el baño. Me pregunté si sería conveniente ir a ayudarle. Sabía que estaba hambriento, débil y torpe y me preocupaba que pudiera caerse, como le había sucedido más de una vez. Oí cómo descargaba la cisterna y, a continuación, el ruido violento de su cuerpo al desplomarse. Ni un gemido, ni una petición de socorro. Solo el estrépito, el golpe de su cabeza contra algún sitio. Cuando llegué al baño, ya era demasiado tarde. Sangraba en abundancia, estaba muy quieto, no respiraba.

    Fue un funeral multitudinario. Aunque últimamente estaba muy olvidado por todos, papá había sido periodista famoso, especializado en sucesos y tribunales, habitual de tertulias de radio y televisión, había trabajado en El Periódico de Barcelona y en el Mediterráneo de Castellón, y en El País cuando estuvo en Madrid, en Clarín durante su estancia en Buenos Aires, y luego en la Cadena SER y hasta había tenido un programa propio en Antena 3. Era amigo de policías, fiscales y jueces y se había hecho querer mucho dentro de la profesión. Me reencontré con mis hermanos, mayores que yo; Roger, que trabaja en un ministerio, en Madrid, y Marc, que ejerce de arquitecto urbanista municipal en Girona. No nos vemos casi nunca. Desde que murió mamá, ya nunca más hemos celebrado navidades ni cumpleaños. Éramos una de esas familias que por ateas rehuían cualquier celebración religiosa y, por izquierdosas, consideraban que era mucho más inteligente la seriedad y el mal humor que la alegría y las risas.

    Volví al piso de la Gran Vía en enero, encargada por mis hermanos de hacer limpieza y seleccionar lo que pudiera tener algo de valor. La vivienda donde pasé mi infancia, con mi madre y mis hermanos, estaba repleta de libros y de periódicos antiguos que llenaban todas las estanterías del pasillo y de su estudio. Cientos de archivadores con noticias de prensa cuidadosamente guardadas por orden cronológico. Presumía de tener el archivo de crímenes más grande de España. Primero traté de hacer una selección, pensando en donar todo aquel material a alguna biblioteca o institución, pero me lo quitaron de la cabeza. Para poner aquello en orden se necesitaba un espacio inmenso y una cantidad de personal que nadie estaría dispuesto a contratar. Por lo demás, era un almacén de polvo y ácaros, así que, con gran dolor de mi corazón, decidí tirarlo todo al contenedor azul.

    Me recuerdo plantada en medio de aquel piso caótico, saturado del olor de mi padre, que aún fumaba en pipa de vez en cuando, tan inútil todo sin su presencia taciturna. La butaca con el flexo estratégicamente colocado para poder leer cómodamente, el velador donde ponía su vaso de whisky mientras se sumergía en sus lecturas, la mesa junto al balcón donde desayunaba y analizaba el periódico a primera hora de la mañana, las pantuflas, el jersey olvidado en el respaldo de una silla por si refrescaba a media tarde…

    Antes de irme, decidí echar una ojeada al ordenador.

    Y entonces, en medio de la pantalla, retuvo mi atención un archivo titulado «Novela».

    No tenía noticia de que mi padre estuviera escribiendo una novela. Alguna vez había comentado que podría escribir alguna con todo lo que sabía, pero nunca me dijo que se hubiera decidido a hacerlo.

    Abrí el archivo de Word.

    Se titulaba «El Butrón de la Magdalena 1999». Debajo del título, había añadido «Basada en hechos reales».

    Empecé a leer:

    No sé si lo que va a resultar a continuación es una novela negra —como fue mi primera intención— o el relato de la historia de amor más intensa que he protagonizado en mi vida.

    Me detuve ahí.

    ¿1999?

    ¿«La historia de amor más intensa que he protagonizado en mi vida»?

    Lo primero que se me ocurrió: ¿mi padre había protagonizado una intensa historia de amor en 1999 y yo había nacido en 2000?

    Yo nunca me parecí a mi madre. Siempre he tenido que oír aquello de «¿A quién habrás salido tú?». ¿Puede ser que, en la expresión de mamá, al hacer ese comentario, se pudiera observar un cierto tono de rechazo, de despecho, de resignación?

    Ya me vi hija de otra y, por algún motivo que todavía ahora no puedo entender, confiada a los brazos de mi madre, por piedad. La hija que siempre desearon y nunca tuvieron. Al fin y al cabo, hija de mi padre.

    Bueno, no sé. Por eso me puse a investigar.

    Leí todo el manuscrito, que me pareció incompleto y algo disperso, como si lo hubiera comenzado sin saber muy bien cómo iba a organizar el relato, y me quedé al final con tres palabras, tres únicas palabras inquietantes, que creí —y todavía creo— que merecían algún tipo de explicación que todavía no he obtenido. Por eso recurrí a la ayuda de la única persona que me pareció que podía llenar los huecos de la historia que mi padre no había atendido.

    Finales de febrero de 1999

    Capítulo 1

    Joyero de teca con incrustaciones de nácar

    Bueno, no sé, ¿cómo empiezo? ¿Cómo se empieza?

    Aquí tenemos este manuscrito, esta novela inconclusa de Rafael Larraz que pretendía contar un suceso importantísimo de esta ciudad pero que se perdió en detalles inconcretos, en noticias que daba por sabidas y en temas personales que me parecen muy divertidos aunque, desde mi punto de vista, quitan importancia a aquello que realmente la tenía.

    Bueno.

    Me llamo Francisco Largo y me piden que hable de lo que se llamó el «caso del butrón de la Magdalena»; aunque, bien pensado, al final el butrón fue lo de menos. Lo más tremendo del caso fue la serie de asesinatos que llegaron después, hecho insólito y escándalo de proporciones gigantescas para una pequeña y modesta ciudad como Castellón de la Plana.

    El primer indicio, de apariencia insignificante, de lo que devendría un terremoto que nos enloqueció a todos fue un simple robo con escalo. No me correspondía a mí investigarlo, porque yo era entonces el responsable de la UDEV, que significa Unidad de Delincuencia Especializada y Violenta, pero Cristóbal Benavides, jefe supremo de nuestra comisaría, consideró que era yo quien tenía que encargarme del caso.

    Era un viernes, 26 de febrero, 1999, aquí tengo las notas, y entré en comisaría a primera hora de la mañana. Me sorprendió encontrar en mi despacho al comisario sentado en mi sillón, con el codo derecho apoyado en mi mesa para sujetarse la cabeza de expresión aburrida. No se movió al verme. Solo dijo:

    —A ti te estaba esperando. —Dejé el periódico Mediterráneo sobre el escritorio y, sin quitarme la chaqueta, enarqué las cejas y esperé—. Tenemos un escalo en la plaza de la Paz. Quiero que te ocupes tú.

    —¿Y eso? —me sorprendí—. Es cosa de Robos, ¿no?

    El grupo de Robos, que llevaba Domínguez, se encargaba de los robos en pisos y establecimientos. Menudencias para nosotros.

    —Domínguez no está —respondió el comisario—. Su mujer ha tenido un cólico nefrítico y la está acompañando en el hospital. Y en su lugar está, cómo no, Clópez.

    Cómo no. Clópez.

    Un fenómeno, aquel Clópez. En realidad, se llamaba Juan C. López y siempre pensamos que la ce de su nombre significaba Carlos, Juan Carlos López. Hasta que un día llegó uno que había estudiado con él en la Escuela de Policía de Ávila, y nos dijo que la ce era de Cabezón. Se llamaba Juan Cabezón López. No habría pasado nada si no hubiera resultado que se avergonzaba de su apellido desde su más remota infancia. Incluso había conseguido que en su Documento Nacional de Identidad constara Juan C. López Urbano, los apellidos de su madre. En cuanto salió lo de Cabezón en la brigada, se hundió como un Titanic sin músicos y estuvo de baja por depresión. Nosotros no le habíamos dado más importancia que unas risas inofensivas, pero nos pegó un susto tan grande, tan inolvidable, que ya se le quedó el Clópez, o el Maclópez, porque si lo llamabas Cabezón, igual se suicidaba. Era un tío muy raro. Un poco grueso y muy calvo, caminaba mirando al suelo, como apabullado por un alud de circunstancias adversas, siempre esquivando las miradas ajenas con cabeceos tímidos y abochornados. A principios de los ochenta, cuando ya era insostenible la teoría de que «la mafia no existe y además ninguno de sus miembros ha visitado jamás España» (como decíamos públicamente aquí a quien se interesaba por el tema), enviaron a Clópez a estudiar el fenómeno en Roma y Nápoles. Lo eligieron a él porque tenía una licenciatura en Derecho y hablaba correctamente el inglés, el francés y el italiano. Conoció al juez Giovanni Falcone y a miembros de la comisión parlamentaria antimafia, se hizo un experto en el tema internacional y pasó otra temporada en la Secretaría General de Interpol, en Lyon, la capital del departamento del Ródano. Siempre presumía de ello. «Es punto de encuentro, asistencia y documentación de las policías de ciento setenta y seis países», decía. Se jactaba de ser uno de los trescientos funcionarios de cuarenta y una nacionalidades distintas que trabajaban allí. ¿Qué demonios hacía en Castellón un superpolicía como él?

    Vamos a ver: Castellón, en 1999, no era el destino más recomendable si uno deseaba ascender. En aquella comisaría solo había tres tipos de policías: los inútiles, los castigados y los que veníamos del País Vasco, supongo que para que nos relajáramos, en una especie de descompresión para quitarnos lo que se llamaba «el síndrome del Norte». Tanto en la Jefatura de Valencia como en el Ministerio del Interior, partían de un solo principio: en Castellón no había delincuencia. No nos pagaban el plus de productividad porque en Castellón no había delincuencia, no se renovaba la flotilla de vehículos porque en Castellón no había delincuencia, no nos facilitaban el armamento necesario porque en Castellón no había delincuencia. Cuando decidieron construir la nueva comisaría, esa tan flamante que tenemos ahora en la Ronda Este, fue porque en la antigua comisaría se cayó una pared, que a punto estuvo de aplastar a cuatro ciudadanos que se estaban sacando el DNI y los agentes que los estaban atendiendo. Normalmente, el comisario estaba en el tercer piso, junto a las dependencias de la Científica, haciendo sudokus o invitándonos a tomar un café con él para charlar de toros, de fútbol o de mujeres; y si yo me presentaba en mi puesto de trabajo con el periódico Mediterráneo bajo el brazo, era porque daba por supuesto que dedicaría la mañana a su lectura y nada más. Así que, ¿qué demonios hacía un (supuesto) talento como Clópez en aquella comisaría ruinosa?

    Bueno, la respuesta estaba en ese «supuesto». No era una lumbrera. Alguien había dado la orden para que terminara en Castellón y él se empeñaba en demostrar que era bueno, útil, erudito, imprescindible y que tenía respuesta para todo; continuamente se ofrecía para echarte una mano, te substituía en una guardia, te disimulaba un error, te hacía un papeleo incómodo, interrogaba al zarrapastroso pestilente. Y, a pesar de todo ello, o tal vez a causa de tanto servilismo, no conseguía ganarse el respeto ni el cariño de nadie. Era como un enano que da saltos constantemente no para ver sino para hacerse ver.

    Total, que considerábamos que Clópez no era el más indicado para llevar aquel caso de escalo.

    —¿Y qué le has dicho para justificar que me encargue yo?

    —Que es un caso muy especial. Sospechosamente especial.

    —¿Especial? ¿En qué sentido?

    —Han entrado por el balcón. —El comisario al fin se movió despegando el codo del escritorio y rascándose la nariz. Se puso en pie—. De un onceavo piso. Robo con escalo. Pero qué escalo. Una auténtica escalada.

    Y acepté. ¿Por qué no? No tenía otra cosa que hacer. Y debo confesar que prefiero hacer el trabajo de policía que pasarme la mañana leyendo el periódico.

    Llevé conmigo a uno que se llama Crestas, Antonio Crestas, que lo llamábamos Harpo, porque era muy callado, que ahora se ha jubilado. También vino alguien del Gabinete para buscar huellas dactilares y hacer fotos y eso. Todavía no habíamos visto la serie CSI y no eran tan populares como ahora, que parece que sin ellos no se hace nada. Entonces, los mirábamos un poco de reojo porque en su departamento vestían batas blancas y nos parecía que se daban demasiada importancia. Los delincuentes caían porque ellos analizaban muestras de sangre y semen, o porque localizaban la procedencia de una bala, o porque detectaban huellas dactilares o pisadas en el barro y, por lo visto, los demás no hacíamos más que dar hostias en los interrogatorios. Aunque, a la hora de la verdad, en el juicio, se acababa hablando únicamente de aquellas pruebas inculpatorias y definitivas que el transgresor había dejado atrás sin darse cuenta.

    En fin, que eran otros tiempos. A lo que iba.

    Fuimos a la plaza de la Paz y nos metimos en aquel edificio de trece plantas donde ya había un agente de uniforme, que nos indicó que subiéramos al onceavo piso. El ascensor tenía capacidad para un par de sillas de ruedas con holgura.

    Bueno, total, que nos recibió un matrimonio mayor muy atribulado. Aquí lo tengo: Enrique Roncero Malarte y su esposa, Sofía Quintas Guardia. Entre los cincuenta y los sesenta, él era abogado y trabajaba en Cerámicas Moliner, una próspera industria de la región. La noche anterior habían salido a cenar con el matrimonio Moliner, el dueño de la empresa, azulejero de pro, racholero, como los llaman aquí, y luego habían ido a tomar unas copas. Al regresar a casa, se encontraron el dormitorio revuelto. Habían roto un cristal del balcón. Piso once. Faltaban unas doscientas mil pesetas en efectivo y un joyero de madera de teca con incrustaciones de nácar que contenía alhajas valoradas, según nos dijeron, en más de un millón. Los señores tenían fotos del joyero y de las joyas.

    No habían forzado la puerta del piso, que era blindada, ni habían dejado ninguna huella en ninguna habitación aparte del dormitorio, o sea que habían ido a tiro fijo y dedujimos que habían entrado por el balcón descolgándose desde la azotea.

    Reconstruimos el recorrido realizado por los ladrones. Debieron de entrar a la portería aprovechando que salía algún vecino o llamando a cualquier piso y dando cualquier excusa. Subieron hasta el ático, probablemente en ascensor, y forzaron la puerta de la azotea quizás con llave maestra, sin fractura. El cerrojo era muy frágil, se podía abrir con un empujón. Desde la azotea, se descolgaron por la fachada hasta el balcón del onceavo piso. Ágiles como gatos. No parece que usaran cuerdas para hacer rápel. Supusimos que lo habrían hecho utilizando los adornos de la fachada como puntos de apoyo. Difícil, pero posible. Rompieron el cristal del balcón y entraron en el piso.

    Bueno, ya sabíamos por dónde empezar. Los ladrones estaban informados de que los dueños del piso iban a salir aquella noche, conocían el edificio y habían verificado de alguna manera que era posible llegar al balcón del onceavo desde la azotea jugándose el tipo lo justo. Un robo audaz y perfecto, en plan Fantomas, o Raffles, o esos del guante blanco.

    Así que tenían un informante cerca de la familia. Teníamos que hablar un poco más a fondo con los señores Roncero.

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