Indulgencia
Por Mauricio Hasbún
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Haciéndose cargo de la imposibilidad de dar cuenta de eso solamente desde la literatura, la artista Jesús González asumió el desafío de «garabatear los monos lógicos y teológicos que se agitan a lo largo del relato». Aparece así una novela con viñetas capaz de plasmar el desasosiego y la imperceptible asfixia que nos causa la lenta pero irreversible descomposición de todo lo que ayer teníamos por intocable y sagrado.
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Indulgencia - Mauricio Hasbún
Sobre el autor
foto%20Mauricio%20Hasb%c3%ban.jpgMauricio Hasbún (Santiago de Chile, 1969) es periodista y escritor. La temática de su narrativa explora los mundos del poder, la política y los negocios. Con ironía y algunos guiños al género policial, hurga en las fragilidades que preferiríamos no tener. Ha publicado: Caído en desgracia (RIL editores, 2006, traducido al francés por Prune Forest: Tombé en disgrâce, editorial Le temps qu’il fait, 2009), Mala Letra (RIL editores, 2009) y Lodo mon amour (Margen editores, 2010).
Mauricio Hasbún
Indulgencia
Postales católicas
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Postales católicas
Primera edición: julio de 2014
© Mauricio Hasbún, 2014
Registro de Propiedad Intelectual
Nº 209.930
© RIL® editores, 2014
Los Leones 2258
cp 7511055 Providencia
Santiago de Chile
Tel. (56-2) 22238100
[email protected] • www.rileditores.com
Composición, diseño de portada e impresión: RIL® editores
Ilustraciones: Jesús González
Imagen de portada: Miguel Opazo
ePub hecho en Chile • ePub made in Chile
ISBN 978-956-01-0111-2
Derechos reservados.
A los que todavía se dan el lujo de pecar.
Tesis XVI: Al parecer, el infierno, el purgatorio y el cielo
difieren entre sí como la desesperación, la cuasi desesperación y la seguridad en la propia salvación.
Disputatio pro declaratione virtutis indulgentiarum,
Martín Lutero, 1517
1
¿La soledad?… una mala compañera que nos abandona apenas siente que la felicidad llama a nuestra puerta… Un minuto nos separa de las veintidós horas y, casi sin sentirlo, amigas y amigos, cumplimos una hora de ameno programa. Nos quedan ciento veinte minutos con la mejor música, sin pausas comerciales, porque esto es «Hasta el fin de la noche», su programa de Radio Ámbar, la estación donde viven los mejores recuerdos y ronronean las más enternecedoras melodías de ayer y de siempre. Acabamos de escuchar a Gilbert Bécaud que nos susurraba al oído Nathalie, una romanza que nos trae al presente tantas vivencias ya desaparecidas… Corría 1964 y, mientras Bécaud componía esta bella balada, Nikita Jrushchov era removido del gobierno de la entonces Unión Soviética por Leonid Brezhnev. Así, como lo oyen: mientras nuestro artista enamoraba, en medio de la Plaza Roja, a su bella Nathalie, allá adentro, en el Kremlin, se perpetraba un turbio complot político que ahogaría las esperanzas de quienes querían, queríamos, un socialismo más humano y más democrático. Sí, claro, acuérdese de que Jrushchov fue el valiente que denunció los atroces crímenes de José Stalin, pero no solo eso… Muchos lo recordarán también como el pintoresco personaje que golpeó el podio con su zapato para llamar la atención de los asistentes a la Asamblea de las Naciones Unidas en 1959. La vida es así, de dulce y de agraz, de amor y de perfidia, todo al mismo tiempo… Son canciones con historia, aquí, en Ámbar, su radio amiga, incondicional e inseparable… Seguimos con un italiano de fuste: Nico Fidenco nos canta A casa de Irene y a la vuelta les contaré algo de esta canción; serán los varones los que más disfrutarán, pues se trata de… Bueno, mejor no arruinarles el suspenso.
Doña Berta miraba su receptor de radio con ojos complacidos. Era un Philips crepitante, uno de los últimos modelos con tubos de vacío que ensambló la firma holandesa. Ostentaba una cubierta de madera ennegrecida por las grasas y vapores de su cocina. Funcionaba de milagro y sin descanso ya casi por cincuenta años. Su amigo, don Eusebio, eléctrico y experto en teorías conspirativas, debía recorrer medio Santiago para dar con el repuesto cada vez que uno de los bulbos fallaba. Aseguraba, con seriedad mortal, que los japoneses se habían rendido en la Segunda Guerra Mundial a cambio de la desaparición de los aparatos de tubos y su reemplazo por la «nefasta tecnología» de los transistores elaborados, cómo no, en las factorías de Tokio. «Créame, señora Berta, esos asiáticos nos van a liquidar, tarde o temprano, así es que tiene que resistir con su Philips mientras Dios le dé fuerzas», solía recomendarle angustiado.
Suena absurdo, pero Eusebio padecía dicho miedo cerval a los japoneses a partir de un inexplicable sentimiento de culpa por las bombas atómicas de Hiroshima y Nagasaki: ni siquiera él sabía por qué, pero consideraba que no estaba exento de responsabilidad en lo tocante a esos holocaustos y, producto de ello, su cuello esperaba trémulo el filo de la daga nipona que acudiría, no sabemos cuándo ni cómo, a cobrar venganza por los inocentes evaporados en el fuego atómico. Cada vez que le pedían pruebas de las conspiraciones que solía denunciar, remataba contrariado: «¡Pero si es un secreto a voces!». Era imposible arrancarle otros antecedentes.
De vuelta a lo sustantivo, lo cierto es que la Berta solo podía escuchar en ese viejo receptor «Hasta el fin de la noche», su adorado programa de los lunes, desde las veintiuna horas hasta el filo de la madrugada. ¡Le era imposible dar con su radio regalona en los aparatos modernos! «Nunca pudieron igualar las perillitas de antaño, esas como de nácar, los botones de hoy no me obedecen, peor todavía… me ignoran», murmuraba indignada. Para ella, Olga Sepúlveda, la locutora de su espacio musical predilecto, era prácticamente su confidente, su cómplice, su compañera en la guerra perdida contra el tedio y el abandono. Seguido se sorprendía hablándole, haciéndole observaciones sobre la canción que acababa de seleccionar para su «distinguida audiencia». Dentro de esta, ella se sentía la pionera, la visionaria que había descubierto el tremendo talento radial que tenía «esta chiquilla, que Dios me la guarde por muchas lunas», rezaba casi con los ojos en blanco, intentando conjurar todo mal que pudiese arrancar de su vida a la Olguita. «Debe ser jovencita como yo, como mucho diez años menos, ni ochenta debe cumplir todavía», reiteraba con la manifiesta intención de dejar establecido que su condición de nonagenaria, claro, no era más que una segunda juventud o, en el peor de los casos, una «primavera otoñal», como solía precisar altanera. Pese a que esa tarde el programa había comenzado con una selección musical extraordinaria, pues los luminosos boleros de Lucho Gatica la retrotrajeron a su más acalorada juventud, rondaba una espera que la mantenía en vilo. Su expectación le impedía saborear, a fondo, los compases que hacían trepidar a su aparato de radio.
—¿Qué le pasará a este joven Menares que no llega, Olguita? Fíjate que me tiene preocupada, niña por Dios. Me dijo que llegaría a las nueve y media en punto y ya llevas una hora de programa. ¿Qué? Ah, sí, tienes razón, mejor no te interrumpo, es cierto… tienes que anunciar al próximo artista. ¡Podrías poner una de Dean Martin!, esa que canta mitad en inglés, mitad en italiano, ¡esa!, la que tú sabes, si te las conoces todas, hija… No te hagas la desentendida. Oye, siempre he querido preguntarte: ¿todavía van a cantar a la radio los artistas? Sospecho que te las arreglas con puros discos, traviesa… ¡y no me cuentas nada!… ¡Si todavía me imagino a Lucho Gatica cantando para los micrófonos de radio Ámbar! Mira, parece que me están tocando el timbre, aguántame un poco a que vaya a abrir, no me demoro nada, debe ser este niño Menares, ¡tan mal estoy de la cabeza que olvidé hasta su nombre de pila! ¡Qué barbaridad!
Menares tocaba el timbre con impaciencia. Sabía que venía atrasado y la demora de la señora Berta en atenderlo contribuía a su natural ansiedad. Presionaba el interruptor sin pudor, pues estaba avisado de que la doña era medio sorda, de modo que, si insistía diez veces, con suerte sería escuchado una o dos. Había alcanzado a percibir un par de compases y la voz de Gilbert Bécaud. La melodía lo hizo recordar sus años en Bélgica, los viajes en bicicleta a la Universidad de Lovaina y la farragosa redacción de su tesis doctoral sobre los Fundamentos teológicos de la gracia y el perdón de los pecados. Le había sido muy fatigoso refutar las diatribas luteranas contra la doctrina católica en general y sus impíos postulados sobre el sacramento de la confesión, en particular. Pero lo logró y, cuando lo hizo, se topó con la extraña inquietud de haber desmadejado un problema inexistente. «Protestantes y católicos perdimos toda esperanza de salir del empate perpetuo. Más deprimente, incluso, pues a estas alturas ya necesitaríamos los unos de los otros para no caer en la irrelevancia completa», mascullaba cada vez que su memoria era visitada por aquellos desvelos de su delirio doctoral. Bécaud, por cierto, también le trajo al presente el perfume de cierta coqueta estudiante francesa que vivía en su barrio y que, a fuerza de miraditas, terminó por hacer naufragar su vocación sacerdotal. Coincidencias raras, la joven se llama Nathalie, igual que la guide que enseñaba a Bécaud los atractivos de la Place Rouge… pero eso es mejor dejarlo para después. Por ahora, bastaría con decir que tras una aparatosa descorrida de cerrojos la puerta se abrió.
—Pero, joven, me hubiese avisado que se iba a tardar tanto para esperarlo con algo, debe venir con hambre. Fíjese que me sobraron unas lentejitas del almuerzo, ¿se las caliento?
—Para qué le voy a llevar la contra si mi estómago ya se puso a bailar de puro oírla… Supiera el día que tuve, al jefe le dio por pedirme dos informes de última hora. Suerte que andaba inspirado, si no, todavía estaría allá.
—Es que ahora la gente se mata trabajando… viven para trabajar. Antes, le juro, sin esa internet ni tanta faramalla electrónica teníamos más tiempo. Las amigas, los chiquillos, ir a vitrinear a los jovencitos más buenmozones a misa… sabíamos disfrutar, ¿sabe?
—Lo sé, lo sé, doña Berta… Sin duda su generación fue más feliz que la actual, por lo menos aquí en Sudamérica… Pero la gente de su edad, en Europa… Allá pelaron el ajo con la guerra.
—¡Ay, sí! Yo era niña chica y escuchaba en la radio cosas tremendas; muchas veces mi papá mandaba que la apagáramos… Y todo por los cables que se les ocurría leer sin decir agua va. Imagínese lo que era para una mocosa de trece años que la privaran de los programas musicales de la época. La estación que oíamos en ese tiempo era la Carrera. ¿Existirá todavía?
—Sí, todavía, en AM, como siempre.
— ¿No me diga? No recuerdo haberla escuchado en los últimos veinte años… ¡Mire que todo lo bueno se acaba!… ¿En qué iba? Ay, sí, en los programas que oíamos, ¡los artistas que cantaban ahí! Principiando, dos chiquillas regias, Sonia y Miriam, si pareciera que las estoy escuchando cantar Envidia. Todas queríamos ser como ellas, vestirnos como ellas, las íbamos a ver a los almacenes Gath y Chaves, ahí podíamos disfrutar de sus conciertos en vivo, como les dicen ahora. Era nuestra única entretención, como el videojuego para mi nietecito de doce años.
—Lo mismo me cuenta mi abuela, capaz que se hayan topado en esa tienda o en un salón de té… juraría que se llamaba Lucerna, ¿podría ser?, ella a menudo me comenta que ahí también iban cantantes.
—Pero claro que sí, joven. El Lucerna, que estaba en Ahumada con Huérfanos, mi madre me premiaba, si sacaba buenas notas, con una medialuna del Lucerna. No se puede imaginar usted el olor delicioso que tenían… Fuera de eso, el Lucerna llevaba artistas de categoría mundial, si hasta fueron los Lecuona Cuban Boys, usted no los debe ni conocer remató Berta, que había ido subiendo el tono y ahora gritaba como si estuviese alentando a un equipo de fútbol.
—No, señora, ¿qué cantaban?, preguntó Menares, ya sobrepasado por los decibeles de la anciana.
—¡Oooye mi rumba! Pero para qué le voy a decir que yo los vi, si ese año me fue mal en los estudios y ni siquiera me alcanzó para sentirle el olorcito al Lucerna.
Como buen ex jesuita, Menares recordó la disciplina de los ejercicios espirituales de San Ignacio: entrecerró los ojos, respiró profundo y contó hasta diez antes de dejarse llevar por la irritación. Los gritos de Berta lo descomponían. Su contención fue encomiable si consideramos que la nonagenaria solía desconectar su audífono cuando estaba «fuera de horario de oficina». Entonces, sus conversaciones o monólogos adoptaban la inconfortable tendencia al gritoneo. Pero nuestro hombre, templado por el rigor de la Compañía de Jesús, apenas dejó escapar un leve suspiro de resignación. Acto seguido, muy respetuoso, preguntó a la abuela si la batería de su Oticon estaba en buen estado.
— ¡Ay, niño, si ya lo enciendo! Es que me gusta apagarlo después de comida, para ir bajando las revoluciones y así poder meterme a la cama más tranquilita.
—No me dé explicaciones, si