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Computar España. La última carta
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Libro electrónico108 páginas1 hora

Computar España. La última carta

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Información de este libro electrónico

A medida que se adentra en la singularidad del sistema dataísta gestionado por la inteligencia artificial, menos reconocible resulta el entorno para el espectral protagonista de este relato, un antihéroe nacido en la era predigital que a lo largo de su vida verá cambiar España en un grado exponencial: del yugo y las flechas, símbolos de la edad del hierro, a la era del transhumanismo y la edición genética; en un país que ha pasado de ser gobernado por la gracia de Dios a serlo por los algoritmos.

Pero lo peor es que será en España donde primero se logrará batir el récord de longevidad en pro de la inmortalidad, abriéndose al futuro la posibilidad de vivir miles de años a los más ricos, aunque también a los reos de los crímenes políticos más execrables, condenados a penas de miles de millones de años. Solo si España dejara de existir en tan remoto futuro, solo si tras los eones siderales y la conquista de las galaxias su glorioso recorrido tocase a su fin, solo entonces esta historia, y la del protagonista, igualmente lo haría. Entre tanto se hace necesario esperar…
IdiomaEspañol
EditorialExlibric
Fecha de lanzamiento18 oct 2024
ISBN9788410297920
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    Computar España. La última carta - Galego de Lleón

    Introducción

    Para cuando se proclame la república dataísta…

    Hete una sátira futurista creada por un algoritmo de última generación. La empresa diseñadora del algoritmo se exime de toda responsabilidad penal subsidiaria, en tanto en cuanto el contenido del relato ya ha sido censurado por el Ministerio de Cultura, tal y como establece la ley. Ello no obsta una probabilidad del 1 % de encontrar en el texto incorrecciones políticas pasadas por alto por el administrador gubernamental, pues tanto la tecnología aplicada para la creación literaria como para su censura sigue avanzando sin haberse alcanzado todavía un equilibrio perfectamente simétrico. Añádase a este pequeño margen de error la propia impiedad de las máquinas. En consecuencia, el relato carece de todo sentimentalismo novelesco, de cualquier emotivismo patologizado de carácter neurótico, nada de terapia de autoayuda dirigida a gente ñoña; tampoco se trata de un thriller policíaco de investigación criminal para cretinos con complejo de chivatos, nada de trama psicológica al gusto de tipos entrometidos y cotillas fisgones. Este relato es resultado, en definitiva, de un algoritmo diseñado para dejar enfurecido al lector, al lector humano que aún cree en la humanidad, en la nación y en la familia ¡Pobrecillo!. Bienvenido a la maravillosa era de impiedad que se abre ante la civilización del futuro. ¡Ya era hora!

    El ascensor

    Érase en el futuro una conversación doméstica entre un manos libres llamado don Patricio Borja (él) y una cyborg de nombre indeterminado (ella):

    ÉL.— Sí, estoy en un ascensor…, no sé cómo he llegado hasta aquí.

    ELLA.— ¿Te has tomado las pastillas?

    ÉL.— Sí, pero he ido reduciendo la dosis hasta convertirla en unas pocas moléculas.

    ELLA.— Eres incorregible, siempre alargando hasta el infinito la medicación… Te envío una receta telemática con dispensario farmacéutico inmediato… ¡Ah! Conéctate a la red; debo analizar los datos clínicos indicadores de tu consumo de tabaco para evaluar tus constantes vitales.

    ÉL.— Está bien. Pero dime, ¿de cuánto crédito en datos encriptados dispongo para continuar ocultando mi perfil?

    ELLA.— Deberías ponerte al día en la red y dejar de delegar en mí la información de tu cuenta. Los nonagenarios supervivientes a las purgas de adictos crónicos al tabaco sois un problema para el sistema de salud.

    ÉL.— También he sobrevivido a otras purgas, como la eliminación del mal vestir entre los vagabundos sin techo.

    ELLA.— No me repliques con tus fanfarronadas y dime qué estás haciendo ahora. Enciende la cámara de resonancia magnética, quiero saber si tus pulmones presentan algún signo de formación de tumores.

    ÉL.— Estoy actualizando mi cuenta… ¡Ajá! Aún dispongo de crédito para permanecer oculto en la red. A nadie le importa qué pueda estar haciendo un viejo vagabundo adicto al tabaco.

    ELLA.— Es tu derecho, pero acuérdate de que yo sigo aquí, monitorizando tu perfil anónimo. Además, hazte cargo de tu relación conmigo. Conecta los dispositivos de geolocalización y cuéntame lo que ves.

    ÉL.— De acuerdo… Ahora estoy en la sala de espera de la planta donde se hacen trasplantes de pulmón con vísceras de jabalíes atropellados en la carretera. Pensé que sería bueno pasar aquí el rato para no pensar en fumar todo el tiempo… Me dirijo al ascensor de salida… Entro yo solo… ¡Ah, no! También está entrando una vieja de unos ciento veinte años tocada con una peineta castiza de corte y confección reminiscente de la época franquista… Mírala, la enfoco en los fractales de los espejos del ascensor para que veas cómo se replica hasta el infinito su casposa y siniestra figura. El efecto es perturbador… Me siento atrapado en el NO-DO, como si fuera el avatar de una pesadilla sin fin… ¡Uf! Menos mal que ya se abre la puerta y puedo salir…

    ELLA.— Tu imagen también la he visto difractada en los espejos, y me ha dejado tanto más perturbada. ¿Por qué vas calzado con botas labriegas y vestido con un chaleco terrero de la marca La Checa? El saldo de libertad que te permite el anonimato podría ser cancelado si informo a los servicios psiquiátricos de tus delirios antifranquistas. Perderías los privilegios que como fumador inmune al cáncer disfrutas para seguir fumando, renunciando así al derecho de saborear el tabaco nacional de cuando fumar no solo estaba bien visto sino que, además, era un signo de integración social; se te suprimiría el paquete diario de Ducados, el cartón de Celtas semanal y el aguinaldo navideño con que te obsequia la lotería del Estado, los boletos canjeables en el ambulatorio por bonos para la compra de cigarrillos Fortuna.

    ÉL.— De acuerdo, tú ganas, vivir sin tabaco no tiene sentido para mí. No puedo renunciar al viejo aroma de la España fumadora de mis años de adolescencia. Empezaré por adecentar mi aspecto yendo a El Corte Inglés, allí compraré ropa nueva, aunque me temo que una vez dentro tendré que coger un ascensor; a mis noventa y cuatro años no puedo permitirme subir escaleras, menos aún con estos mis pies encarnecidos y callosos.

    ELLA.— Esos achaques son consecuencia de tu propia irresponsabilidad. Pudiste a los ochenta haber optado por los programas transhumanistas de mejora fisionómica financiados por la Seguridad Social y ahora participar de los torneos de esgrima para mantenerte en tan buena forma como un espadachín, gozando del acceso gratuito a prótesis que mejorarían continuamente tu función locomotriz; pero elegiste el tabaco, la terapia del espíritu… Déjame al menos elegir por ti la ropa que vas a comprar. El espíritu no necesita envoltorio, es cierto, puedes llevarlo desnudo o envuelto en humo, si tal es tu deseo, pero no hagas lo mismo con el cuerpo, no quiero verte más vestido con sacos de patatas atadas con cordeles, ya no eres un sexagenario viviendo una segunda juventud, deberías buscar una novia de setenta años y hacerte responsable de una segunda madurez. Si te casaras no me darías tanto trabajo.

    ÉL.— Nunca he querido atarme al matrimonio, por eso soy un manos libres y lo seguiré siendo; a los efectos, te tengo a ti por esposa. (…)

    ELLA.— Toma el taxi que te he pedido para ir al centro comercial. Mientras te desplazas iremos hablando cual pareja inveterada, llámame «Choni» y así parecerá que realmente somos un matrimonio, podrías si no ser incluido en la lista de vagabundos indeseables sin derecho al transporte público.

    ÉL.— De acuerdo… ¡Cáspita! Qué extraño subir a un taxi sin conductor, no hay nadie a quien saludar; no me acostumbro a la robotización del sector del transporte, sigo anclado en el siglo XX, cuando yo mismo fui taxista, siempre amable y solícito con los clientes. Entonces tuve la oportunidad de probar (con la experiencia del oficio) la «hipótesis de las mentes ajenas», según la cual la mente del vulgo no sería otra cosa que la computación de una supermente transcendente a cada individuo. Entonces te pregunto, «Choni», ¿debo considerar mi relación con las otras mentes como si esta fuera en realidad una proyección ilusoria de mi consciencia?

    ELLA.— Ojalá lo supiera. Solo puedo contestar que carezco a priori de la información completa de tu mente, y aun así podrías pensar que tu pregunta y mi respuesta forman parte de un guion preestablecido en el registro de la verdad para llevarte siempre a la misma hipótesis. Mas hete que esta incertidumbre urdida en la presunción de la realidad se aniquila en la práctica porque, sea esta hipotética o no, es la misma percibida por las otras mentes, de tal manera que nadie puede sustraerse a ella. Así, por ejemplo, no dudes que los guardias de seguridad actuarán como seres reales si les provocas, y asimismo recuerda que a los vendedores del centro comercial no les interesan nada las especulaciones metafísicas sobre la realidad, solo esperan del cliente un intervalo de ocupación que les haga cundir menos la jornada de trabajo. Una vez dentro, no actúes como el típico viejo senil de paseo por las galerías comerciales, pero ante todo no salgas de esa guisa grimosa con la que entras, tan inadecuada en unos tiempos de tanto glamur como los actuales. Hazte con un traje estándar para nonagenarios futuristas…

    ÉL.— Si me permites, yo prefiero ropa juvenil con flecos

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