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Mujeres del Partido Acción Nacional: Género y militancia en la región fronteriza del Norte de México (1982-1992)
Mujeres del Partido Acción Nacional: Género y militancia en la región fronteriza del Norte de México (1982-1992)
Mujeres del Partido Acción Nacional: Género y militancia en la región fronteriza del Norte de México (1982-1992)
Libro electrónico455 páginas6 horas

Mujeres del Partido Acción Nacional: Género y militancia en la región fronteriza del Norte de México (1982-1992)

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Esta obra muestra cómo han tenido lugar dos de los más importantes fenómenos del fin de siglo XX mexicano: la apertura y democratización germinal de un sistema político autoritario, por un lado, y la irrupción de las mujeres en la política partidaria, un espacio caracterizado hasta entonces como masculino por excelencia.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento3 oct 2024
ISBN9786075399911
Mujeres del Partido Acción Nacional: Género y militancia en la región fronteriza del Norte de México (1982-1992)

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    Mujeres del Partido Acción Nacional - Lilia Venegas Aguilera

    Prólogo

    ———•———

    Durante el verano de 1986, la fronteriza Ciudad Juárez, Chihuahua, experimentó una movilización social que alcanzó notoriedad en todo el país, y más allá del puente internacional que la une, y divide, con El Paso, Texas, en los Estados Unidos. Multitudes inundaban las principales avenidas con manifestaciones, mítines, autos en caravana, plantones y cadenas humanas. La propaganda política tapizaba los muros de la ciudad, acaparaba los mensajes de los anuncios espectaculares urbanos y descendía hasta las ventanas de las casas y de los automóviles con calcomanías y pegotes adheridos a ellas. Hasta el dinero en billetes mostraba sellos de protesta con la leyenda, fraude hecho en México. La atmósfera vibraba con un contagioso estado de ánimo en el que campeaba la familiaridad, la solidaridad y un entusiasmo fuera de serie. Cierta dosis de enojo y revancha –tal vez– tampoco estaba ausente. Una imagen auténtica de enamoramiento colectivo del que habla Alberoni (1967) y que parecía anunciar una transformación importante. En ese momento hubiera dicho: fundante.

    Entre las fotografías que plasmaron algunos de aquellos momentos excepcionales, llamaron mi atención especialmente las de un plantón: tomas nocturnas en las que se observa a mujeres disponiéndose a pasar la noche entre algunas tiendas de campaña, sleeping bags a cielo abierto, y el desplazamiento de algunas que, tal vez, buscaban espacio para instalarse, o comentaban los acontecimientos del día. Imágenes que condensan algunos de los aspectos involucrados en esta investigación: la frontera norte mexicana, el protagonismo de las mujeres y el importante rol del Partido Acción Nacional (pan).¹

    Por un lado, el lugar en que se desarrollaba el acto político: en el límite de la nación, a medio paso del país vecino, justamente en el lado mexicano del puente internacional. Es decir, en los márgenes de México, pero desde un espacio que captaría, también, el interés de la prensa no mexicana –lo cual hacía escalar la dimensión política de la movilización. Un segundo aspecto se refiere al protagonismo femenino que destaca en las imágenes: mujeres enfrentando al gobierno establecido, a la policía, a la represión amenazante y, muy probablemente, a los padres y maridos que –imagino– permanecían en casa, mientras tanto. Mujeres, por lo demás, convocadas por una causa común, compartiendo objetivos y adversarios, a pesar de la evidente diversidad de edad, estrato social e, incluso, origen étnico. En una de las fotografías son mujeres rarámuris² las que ocupan el primer plano. El tercer aspecto de interés no es visualmente evidente, pero es ciertamente relevante: el partido político que convocaba a la insurrección electoral era el Partido Acción Nacional (pan), un partido de oposición al partido hegemónico, calificado de clases medias y de corte ideológico conservador (Loaeza, 1999; Arriola, 1975) alejado, por tanto, en principio, de los objetivos de los trabajadores y de los intereses que enarbolaba el feminismo de aquellos (y de estos) años.

    En el corto plazo, la movilización social del verano de 1986 en Ciudad Juárez y la capital del estado de Chihuahua, no logró sus demandas respecto a las elecciones de ese año: que se rectificaran los resultados electorales, que se anulara la elección, o se repitiera el ejercicio electoral. Logró, sin embargo, que la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (cidh) de la Organización de Estados Americanos (oea) emitiera, años después, un dictamen que la calificó de irregular.³ Y más: se instaló en la memoria colectiva de la historia reciente mexicana como una pieza clave de la transición a la democracia, enlazándose con muchas otras movilizaciones sociales poselectorales que, a derecha e izquierda del espectro político y en distintas regiones del país, habrían de tener lugar a lo largo de la década de los ochenta y la primera mitad de los noventa.

    Fueron estas movilizaciones sociales por la defensa del voto las que motivaron el inicio de este proyecto que, en sentido estricto, no podría explicarse sin el antecedente de un estudio previo sobre las condiciones de vida de las obreras de la industria maquiladora en Ciudad Juárez, Chihuahua.⁴ Hacia fines de 1982, año especialmente difícil para las ciudades fronterizas, redactaba las conclusiones de ese estudio con la convicción de que Ciudad Juárez, progresista, atractiva para la inversión y en pleno proceso de modernización, era, simultáneamente, una verdadera olla de presión a punto de estallar (Venegas, 1988). Cada ocho meses nacía una nueva colonia entre el paisaje desértico en el que, con dificultad y retraso, se instalaba alguno que otro servicio urbano. Las obreras, exhaustas los domingos por el trabajo monótono y excesivo de toda la semana, se quejaban de lo exiguo de sus salarios, de la mala calidad de la comida en las fábricas, del poco tiempo para ingerirlos, de las enfermedades y dolencias provocadas por posturas, ruidos y temperaturas incómodas en el proceso de trabajo. El panorama, en resumen, parecía llegar a límites de tolerancia si se considera la complicada situación familiar y doméstica de muchas de las trabajadoras: con parejas masculinas ausentes o desempleadas, viviendas inadecuadas para el extremoso clima de la ciudad, horarios de trabajo incompatibles con los horarios escolares, guarderías insuficientes, transporte y traslados peligrosos.⁵ La ciudad misma parecía expresar las enormes dificultades en las que vivía la mayor parte de su población: al trazo irregular y caótico de la ciudad, lo acompañaban muros grafiteados con mensajes descifrables exclusivamente entre las aguerridas bandas de jóvenes cholos (Barrera y Venegas, 1984). En las oficinas de gobierno desfilaban pobladores cada semana en demanda de servicios urbanos tan elementales como drenaje, agua entubada, recolección de basura e iluminación.

    Con todo, entre las operadoras de la maquila entrevistadas para ese estudio, no asomaba siquiera un indicio de participación política. Alguna que otra había formado parte del sindicato de su empresa (con experiencias más bien negativas) y ninguna manifestaba cercanía o simpatía por algún partido político. Podría pensarse, tal vez, que los parques industriales, las unidades habitacionales del Infonavit (Instituto Nacional de Fomento a la Vivienda de los Trabajadores), la imagen de prosperidad que se proyectaba en discursos políticos y centros comerciales, amortiguaban de algún modo el agotamiento y la tensión que vivían los habitantes de las colonias populares.

    La inquietud original de la que partió este libro consistía en entender de qué manera y a causa de qué procesos se instaló entre los ciudadanos la noción de que un cambio político era necesario (lo cual se compartía mucho más allá de Ciudad Juárez) y que la manera de conseguirlo tendría que pasar por las urnas. Darle al voto un voto de confianza se veía muy generalizadamente durante los primeros años de los ochenta, con sorpresa y desconfianza. Para la academia, incluso, ya que las estadísticas –base de los estudios electorales– no se consideraban serias. Por décadas, habíamos atestiguado o escuchado que las elecciones no eran más que un ritual de simulación democrática en el que los votos no contaban ni se contaban. Este fenómeno social advertía, sin duda, un cambio de gran calado.

    Que fueran las mujeres, sobre todo ellas, quienes tomaran el lugar de defender el voto ocupando calles y plazas, espoleaba aún más esa inquietud. Evocaba la imagen de la primera oleada de movilizaciones de las feministas sufragistas que se tuvieron que llevar a cabo en México y en el mundo, para obtener ese derecho democrático básico y fundamental. La política no ha sido, no es todavía, un espacio indiferenciado para los hombres y las mujeres. Unos y otras ocupan el espacio de la política con importantes diferencias por género, sea que se observe esto desde una mirada cuantitativa o cualitativa (Phillips, 1996).

    Se planteó así un doble objetivo: en el marco de la transición mexicana a la democracia, entender el proceso de politización de las mujeres panistas, así como el papel que ellas desempeñaron en esta transición.

    El pan, como actor muy importante en el curso de este lento proceso de apertura democrática (Woldenberg, 2006; Loaeza, 1999; Reyes del Campillo, 1996), es en este estudio un actor indirecto: interesa, sobre todo, como espacio de su activismo y desde la percepción y el significado que las militantes le otorgan. Lo cual no resta importancia a este instituto político: forma parte central de la esfera pública política en la que ellas se desempeñan como militantes; es, por tanto, componente importantísimo de la politización. Conviene aclarar, sin embargo, que, si bien esta investigación pretende iluminar una faceta del partido, el de su militancia femenina, no es un estudio sobre el partido como institución, como contrapeso del poder político o como receptáculo de cierta familia ideológica, por poner algunos ejemplos.

    La localización de esta investigación, ubicada en las dos más importantes ciudades de la frontera norte mexicana, Ciudad Juárez (Chihuahua) y Tijuana (Baja California), plantea un interés particular por varias razones. Entre ellas, la lejanía del centro político nacional, la cercanía con el poderoso vecino país del norte (con el que México no ha tenido siempre una relación tersa), el crecimiento desmesurado de su población y, desde mediados de los años sesenta, la importancia económica de la industria maquiladora de exportación que ha dado empleo, sobre todo, a mujeres.

    Tanto Ciudad Juárez como Tijuana han compartido, hasta muy recientemente, un modelo bipartidista en el que a la hegemonía apabullante del partido oficial, Partido Revolucionario Institucional (pri), le ha acompañado el pan como único partido de oposición. Entre estas ciudades, no obstante, hay una diferencia en torno de este punto. Si bien en la década de los ochenta Ciudad Juárez jugó un papel clave al mostrar que la oposición de derecha como el pan podía gobernar una ciudad de importancia geopolítica fuerte –sin que esto implicara la anexión a los Estados Unidos o cosa similar–, mostró también la capacidad de movilización de sus ciudadanos cuando se efectuó el fraude de 1986. Tijuana y el estado de Baja California cuentan, por su parte, con una historia más antigua de elecciones conflictivas y movilizaciones electorales importantes, como ocurrió a fines de los cincuenta y sesenta. A raíz del triunfo del pan en la ciudad y el estado en 1989, con el acceso a la gubernatura de un candidato de un partido de oposición al partido oficial por primera vez en el siglo, el pan mantuvo el gobierno estatal por 30 años. No fue sino hasta 2019 que perdió frente a Morena (Movimiento de Regeneración Nacional), una coalición de izquierda que un año antes había ganado la presidencia de la República. El gobierno de la ciudad de Tijuana, del mismo modo, se mantuvo, con algunas excepciones, también bajo gobiernos de extracción panista.

    El periodo electoral que elegí como central, 1982-1992, cubrió algunos de los principales años de la transición a la democracia durante los cuales tuvieron lugar movilizaciones electorales importantes en las dos ciudades. Lo he complementado con una retrospectiva para el caso de Tijuana (1959 y 1968), justamente para dar lugar a la importancia que las mujeres le otorgan en sus relatos a la memoria de esos años.

    La politización femenina, y especialmente de las mujeres del sector popular vinculadas como militantes a un partido conservador, se colocó como el principal eje –y sujeto– de investigación. La militancia, claro está, no agota el modo de participación política, ni mucho menos, pero permitió abordar la forma más permanente y comprometida de participación que se podría vislumbrar. La pregunta que articula la investigación se puede formular por tanto, en los siguientes términos: ¿cómo y por qué las mujeres de los barrios populares de la frontera norte se insertaron en la militancia panista durante el periodo 1982-1992, y qué significado tuvo esto desde una perspectiva personal y colectiva?

    Al abordar la cuestión de la participación política de las mujeres, destacando su capacidad de tomar decisiones y acciones como sujeto que despliega su agencia, ensayo una mirada analítica que nos ayude a entender lo característico de esta militancia como género –generizada, para decirlo de algún modo–, sin desatender otras diferencias como las de clase. En la primera parte me refiero a la dimensión colectiva, con un énfasis en los momentos, las formas y los espacios en las que ellas participaron, feminizando las protestas. En la segunda parte, analizo tres grandes campos que permiten observar, desde la perspectiva subjetiva, la especificidad de género de la participación política de las mujeres militantes panistas: el de la familia, el del barrio/parroquia y el de la política partidaria. A grandes rasgos, pues, se aborda de manera central el proceso colectivo y personal por medio del cual las mujeres se involucraron activamente en un partido conservador de oposición.

    Sin tomar en cuenta las características de la región, de la historia social y política –nacional y local–, sería imposible explicar la inserción de las mujeres en la militancia panista. No obstante, esta perspectiva, social y colectiva, no alcanza a dar cuenta de las motivaciones que desencadenan la inserción militante en un contexto autoritario. La perspectiva personal o subjetiva, por su parte, permite una indagación a mayor profundidad sobre facetas de la experiencia y la percepción del sujeto que complementan la respuesta (o respuestas) a la pregunta central. El diálogo entre estas dos perspectivas, o formas de aproximación, ayuda a pensar en la intervención de los individuos en la acción (colectiva e individual), así como en la construcción de la memoria desde ambas perspectivas.

    Tratar de explicar y hacer comprensible estos procesos, implicó recurrir a una metodología cualitativa: entrevistas, historias de vida, grupos de enfoque y observación participante fueron los principales recursos que se utilizaron. Sin dejar de lado, por supuesto, la bibliografía especializada y la información hemerográfica que ayudara a ubicar mejor en el tiempo y el espacio los relatos de las mujeres, que son centrales en esta investigación. Las conversaciones en Ciudad Juárez y Tijuana tuvieron lugar entre 1988 y 2013. Entre los resultados de investigación se cuenta un corpus de 83 entrevistas: 33 de la primera etapa (1988) realizadas con Dalia Barrera; 40 de la segunda etapa, de mi autoría (entre 1992 y 1996) y diez más efectuadas en colaboración con Tine Davids durante el invierno del 2013.

    Seleccioné únicamente para esta investigación las entrevistas de 29 militantes panistas por considerar que, tanto por su filiación política, como por el periodo de su militancia (comprendido en los años de la transición a la democracia), se adecuaban de la mejor manera al proyecto de esta investigación.

    Algunas de estas entrevistas requirieron varias visitas en diferentes temporadas de trabajo de campo, y se extendieron hasta conformar historias de vida. La mayor parte tomaron entre 50 y 90 minutos. Las entrevistas se llevaron a cabo en sus domicilios, en las sedes del pan, en las calles y plazas en medio de concentraciones políticas, en el acompañamiento a candidatos durante campañas electorales y en las pequeñas oficinas de las organizaciones vecinales. Las entrevistas pueden considerarse el corpus de esta investigación y aportaron información que enriqueció la posibilidad de comprender mejor el paisaje político e ideológico del momento. En el Anexo incluyo un cuadro con el perfil sociodemográfico de las 29 militantes panistas entrevistadas durante 1992 y 1993, así como la información básica de las 25 militantes de quienes se reprodujeron aquí fragmentos de entrevistas.

    La primera parte contiene dos capítulos: el primero aborda las principales características del régimen político mexicano, el papel del pan en la apertura del régimen y su narrativa frente a la participación política de las mujeres durante las primeras décadas desde su fundación; el segundo capítulo, ubicado en la perspectiva regional, analiza los aspectos de las condiciones fronterizas que ayudan a entender la vinculación de las mujeres al pan, especialmente de los sectores populares, y la forma específica que asumió su participación en las movilizaciones por la defensa del voto. La segunda parte, desarrollada en tres capítulos, gira en torno del proceso de politización desde la perspectiva subjetiva/personal. El capítulo tercero aborda el papel de la familia, como instancia privilegiada en la adquisición de identidades políticas y de género; el cuarto atiende al entorno barrial y parroquial: un espacio liminal entre el mundo privado y el público; el quinto y último capítulo explora la conformación de la identidad de género y política en el espacio político partidario y la aportación de la práctica militante desde su perspectiva personal.

    Mi más sincero agradecimiento para todas las personas que me apoyaron a lo largo de la redacción y preparación de este libro, que en su versión previa fue una tesis doctoral realizada en la Universidad de Ámsterdam bajo la dirección académica de Michiel Baud y Tine Davids. Gracias también a María Luisa Tarrés, Anna María Fernández Poncela, José Luis Espíndola, Adrián Gurza Lavalle, Ramona Ornelas, Dolores Leony, Luis Leony, Rob de Jong, Yuri de Jong, Yannick de Jong, Yadira de Jong, Miriam Cloin-Browers, Jaques Cloin, Bibi Stratmann, Leticia Reina, Ethelia Ruiz Medrano, Marcela Dávalos, Julia Tuñón, Arturo Soberón, Anna Ribera Carbó, Rebeca Monroy, Rosa María Meyer, Martha Eva Rocha, Edgar Gutiérrez, Ruth Arboleyda, Octavio Rodríguez Araujo, Agustín Pineda Aguilar, Mónica Martí, Patricia Curiel, Ricardo Melgar Bao. Un agradecimiento muy especial para mis colegas y amigos del Seminario México Contemporáneo de la Dirección de Estudios Históricos: Saúl Escobar, Francisco Pérez Arce, Carlos San Juan, Sergio Hernández, Carlos Melesio, María Eugenia del Valle Prieto y Emma Yanes. También para los colegas y amigos de la Sociedad Mexicana de Estudios Electorales: Ricardo de la Peña, Juan Reyes del Campillo, Tania Hernández, Angélica Cazarín, Javier Santiago Castillo, Jaime Rivera, René Valdiviezo, Víctor Manuel Reynoso, Blanca Olivia Peña, Víctor Alejandro Espinoza Valle, Francisco Muro, Luis Miguel Rionda, Javier Arzuaga, Víctor Alarcón y Francisco Reveles. Por la confianza de compartir conmigo las historias de su vida, sin las cuales este libro no podría existir, gracias a María del Rosario Aguirre, Eulalia Mendoza, Antonia Reta, Cándida Delgado, Carmen Sánchez, Delfina Bautista, Delfina Márquez, Dolores Pacheco, Josefina Sánchez, Lupita Torres, Juana Luna Arrieta, Mary Sánchez, Martha Díaz, Oralia Bussane, Rosa María Oviedo, Bertha Álvarez Padilla, Blanca Hernández, Gabriela Chumacera, Irene Contreras, Carmen Correa, Cecilia Barone de Castellanos, Héctor Castellanos, Rafaela Martínez Cantú, Ruth Hernández, Susana Ayala, Mary Sánchez y Ninfa de la Fuente. Agradezco el valioso apoyo técnico de Luis F. García, Omar Sainz y David Uriegas. Un lugar muy especial entre mis agradecimientos lo tiene mi familia querida: José Carlos Melesio Venegas, Marisol Melesio Venegas, Roberto Garrido Figueroa, Jorge Eduardo Venegas Aguilera, Palmyra Zurita Tahín y Gustavo Venegas Aguilera. La investigación fue posible gracias a la Dirección de Estudios Históricos del Instituto Nacional de Antropología e Historia, donde trabajo desde 1983, y al apoyo del piem de El Colegio de México.

    mapa_mexico

    Mapa República mexicana

    ¹ Véase Anexo: fotografías 1 y 2.

    ² Pertenecientes a una comunidad indígena que habita en las partes altas de la Sierra Madre Occidental o Sierra Tarahumara. La cuestión étnica, sin embargo, no emergió entre las militantes entrevistadas, razón por la cual, siguiendo a Eriksen (1993: 18), no se trata en este libro: La etnicidad es un aspecto de las relaciones sociales entre agentes que se consideran a sí mismos como culturalmente distintos de otros grupos con los que tienen una mínima interacción regular. Traducción: LVA.

    ³ Comisión Interamericana de Derechos Humanos (17 de mayo de 1990).

    ⁴ Proyectos Especiales de Investigación, inah, coordinado por la Dra. Margarita Nolasco Armas.

    ⁵ Véase Anexo: fotografía 3.

    ⁶ Las entrevistas pueden consultarse en la Biblioteca Orozco y Berra de la Dirección de Estudios Históricos del inah.

    Introducción

    La rebeldía conservadora: mujeres en la frontera norte mexicana

    ———•———

    LA HISTORIA NECESARIA

    La historia contemporánea de México –y el papel que desempeñaron en ella las mujeres del pan y el mismo partido político–, no se podría entender sin tomar en cuenta la enorme influencia que ejerció en su configuración la Revolución mexicana: la primera revolución social del siglo xx, como la acuñó el escritor Carlos Fuentes. La Revolución, que dio inicio en 1910, se prolongó en su etapa armada hasta 1917, cuando se promulgó la Constitución aún vigente. No obstante, la fecha en que concluyó es tema de debate en la cuantiosa bibliografía que se le ha dedicado (Barrón, 2004). La más cercana a nuestros días es 1940, por cuanto se refiere al cumplimiento del programa revolucionario y concluyó el periodo de gobierno socializante del general Lázaro Cárdenas (Gilly, Córdova, Bartra, Aguilar y Semo, 1979; Aguilar y Meyer, 2010; Servín, 2002).

    A grandes rasgos, la Revolución estalló bajo el lema de Sufragio efectivo, no reelección, para evitar que el dictador, Porfirio Díaz, que había gobernado al país durante 30 años, se reeligiera de nueva cuenta. Una vez derrocado, en 1911 se desató una guerra de facciones que disputaban entre sí las riendas del gobierno y la influencia de sus respectivas visiones y utopías (Knight, 2010; Florescano, 2002; Aguilar y Meyer, 2010). Casi un millón de personas perdieron la vida y se destruyó gran parte de la riqueza del país (McCaa, 2003). Al promulgarse la Constitución se logró llegar a un mínimo acuerdo institucional. La Carta Magna, con fuerte espíritu nacionalista y, si no socialista, por lo menos jacobina, conjuntó derechos individuales y sociales en un documento muy avanzado para la época, resultado del equilibrio obligado entre las diversas facciones. Contemplaba una economía mixta, en la que el Estado mexicano mantenía el dominio de los bienes estratégicos de la nación (como el petróleo y el subsuelo), paralelamente con el respeto a la propiedad privada y a la figura de la propiedad colectiva (ejidos y bienes comunales). Abría, sin embargo, frentes de conflicto al limitar los derechos de los que tradicionalmente gozaba la jerarquía católica. Garantizaba el derecho a la educación universal laica, libre y gratuita; dejaba fuera de los derechos de ciudadanía a los sacerdotes y limitaba su posibilidad de posesión de bienes inmuebles –cuatro artículos constitucionales afectaron directamente a la Iglesia.

    Las fisuras entre el clero y el Estado mexicano no eran una novedad en la historia mexicana: desde el siglo xix habían convivido, y se habían enfrentado, liberales y conservadores. Los liberales aspiraban a construir un México republicano, laico, progresista, productivo, con libertad de pensamiento, de prensa y de credo. La Constitución liberal de 1857 fue la más clara expresión de su triunfo frente a los conservadores que, por su parte, anhelaban un México católico, monárquico, corporativo, altamente jerarquizado y vinculado estrechamente al modelo de la España más tradicional. Aunque el modelo conservador fue desplazado formalmente de las instituciones y las leyes, no por eso desaparecieron las ideas conservadoras del paisaje moral y político de la nación: una derecha difusa entre la cual campeaba la influencia del clero (Hale, 2009).

    El proceso de secularización, agudizado por la Revolución y la Constitución de 1917, despertó a la reacción conservadora cuando, en 1926, el presidente Plutarco Elías Calles (1924-1928) emitió una ley que limitaba el culto religioso de manera pública, a lo cual el clero respondió, desafiante, clausurando también los servicios religiosos en las iglesias. Tal vez el desaguisado entre la Iglesia y el Estado podría haberse resuelto por la vía política, pero sorprendentemente estalló de manera paralela la guerra cristera: una cruenta guerra que culminaría tres años más tarde, en 1929, con los arreglos entre la alta jerarquía católica y el gobierno. En esa guerra, en la que se calcula que murieron 85 mil personas (Meyer, 2003; Romo, 2015) participaron básicamente campesinos pobres de los estados de Michoacán, Jalisco, Guanajuato, Zacatecas, Querétaro y Durango, bajo el lema de Viva Cristo Rey. En este conflicto armado las mujeres –señala Meyer (1974)– fueron las imprudentes responsables, destacando por su energía militar, por sus labores de aprovisionamiento, de espionaje y de organización; también por sus tareas de propaganda y apoyo en el mantenimiento de la celebración de cultos en la clandestinidad. Eran las primeras en declarar la guerra, y los peores enemigos de los federales, que se lo pagaban con creces (Meyer, 2003: 24-26). La articulación entre la guerra cristera y las acciones de asociaciones de derecha, como las de la Liga por la Defensa de la Libertad Religiosa, tuvieron lugar básicamente por medio de las mujeres, como lo documenta Boylan (2009: 322).

    Sin dejar de lado las diferencias y matices posibles entre el activismo femenino de derecha que se registrará posteriormente, conviene tener en cuenta la importancia que tuvieron estos acontecimientos en las consideraciones políticas de un régimen político nacionalista, revolucionario y secularizador que se estableció, precisamente, al término de la guerra cristera. Conviene también recordar que, tanto los campesinos cristeros vencidos como los católicos activistas del campo y las ciudades, formarán parte, más adelante, de diversas agrupaciones de derecha, como de la Unión Nacional Sinarquista (uns) y, desde 1939, del mismo pan.

    La facción vencedora de la Revolución, encabezada entonces por Plutarco Elías Calles, se convertiría, a partir de 1929, en el partido de la Revolución, apropiándose la herencia legitimadora que consagró en el mismo nombre del partido, y que cambiaría tres veces: Partido Nacional Revolucionario, en 1929; Partido de la Revolución Mexicana, en 1938; y Partido Revolucionario Institucional, de 1947 a la fecha (Garrido, 1986; Bertaccini, 2009). Los colores de su emblema partidario serían, no casualmente, los colores de la bandera nacional. Bajo esta identificación monolítica de partido oficial/nación mexicana, el pri controlaría el país bajo la ideología del nacionalismo revolucionario. El sistema político mexicano, populista autoritario ostentado como democrático, funcionó en los hechos con un sistema de partido casi único o de partido hegemónico (Rodríguez Araujo, 2008; Pansters, 2012).

    El énfasis nacionalista descalificaba de entrada cualquier otra expresión político partidaria bajo la marca aberrante del extranjerismo, lo que en la cultura nacionalista se interpretaba como malinchismo y, en el extremo, la traición a la patria –aludiendo al mito de Malintzin, quien traicionó a los suyos aceptando como pareja sentimental al conquistador, Hernán Cortés. Más allá de las interpretaciones en torno del mito, es importante señalar que la imagen de la primera madre de los mestizos se incorpora en el discurso de fundación nacional bajo la noción de un padre español, Hernán Cortés, y una madre indígena, Malintzin/Malinche/Doña Marina. De este modo, la madre original adquiere dos importantes dimensiones: como parte de la fundación del Estado-nación, y como figura (contradictoria y en tensión) del nacionalismo. La agresividad del machismo mexicano, de acuerdo con la interpretación psicológica cultural de Octavio Paz, estaría vinculada con la incapacidad del perdón a la madre, lo cual formará parte del repertorio de género en la cultura nacional y la misma formación del Estado mexicano (Paz, 1992; Bartra, 1987).

    Desde entonces, es decir, desde el triunfo de la Revolución, han estado presentes dos grandes vertientes ideológico políticas, ajenas y críticas al partido oficial en el espectro político posrevolucionario: a la izquierda, numerosos grupos dispersos y enfrentados entre sí en la disputa por la verdadera izquierda, como el Partido Comunista Mexicano (pcm), fundado en 1919, grupos trotskistas, maoístas o anarcosindicalistas. Y a la derecha, grupos menos dispersos que, sobre todo después del cardenismo, se aglutinaron en torno del Partido Acción Nacional, enarbolando una ideología de corte antiestatista, proempresarial y cercana al tradicionalismo católico. Ambas vertientes de oposición, por supuesto, descalificadas por el partido oficial y su ideología dominante, como enviadas del Soviet, en el primer caso, o del Vaticano, en el segundo (Loaeza, 1999).

    De ahí la extrañeza con la que se observaba la fuerza electoral del pan en los años ochenta. En 1983 su candidato obtuvo la presidencia municipal de Ciudad Juárez y logró gobernar al 70% de los habitantes del estado de Chihuahua (Pansters, 1990: 158). El acontecimiento, que hubiera parecido absolutamente normal en un contexto democrático, entonces parecía insólito. En México, el oficial Partido Revolucionario Institucional (pri) ganaba todas las elecciones importantes desde su fundación.

    El reconocimiento del triunfo de un partido de oposición en una ciudad de la importancia demográfica y geopolítica de Ciudad Juárez, se interpretó como consecuencia de la moralización de la política, asunto que formaba parte del lema de campaña y uno de sus principios expresados por el entonces recién electo presidente del país, Miguel de la Madrid (De la Madrid y Lajous, 1988). No obstante, ese mismo año de 1983 se efectuó un fraude electoral en el estado de Puebla (Pansters, 1990: 160), de manera que es poco probable que el respeto al voto en las elecciones de Chihuahua haya obedecido a la intención moralizadora. En todo caso, el gobierno de Miguel de la Madrid decidió regresar a la ruta ya tantas veces ensayada, e impedir que el pan ganara las elecciones que se realizaron tres años más tarde, cuando se elegiría de nueva cuenta al presidente municipal y al gobernador del estado fronterizo de Chihuahua en 1986. El proceso electoral se vio enmarcado con movilizaciones masivas de protesta por las condiciones de la campaña, de la jornada electoral y los resultados oficiales que, de manera fraudulenta, como se señaló al inicio, daban el triunfo al pri.

    En 1989, la también fronteriza ciudad de Tijuana enmarcó movilizaciones masivas con la participación de los mismos actores sociales que concurrieron en Ciudad Juárez: el pan, la Iglesia, sectores empresariales, ciudadanos, hombres y mujeres, entre los que destacaban las mujeres. Las tareas de ‘limpieza electoral’ y la denuncia de prácticas antidemocráticas, acciones colectivas en las que las mujeres participaron activamente, llevaron al reconocimiento del triunfo de candidatos del partido de oposición para el cargo de gobernador del estado de Baja California, y de presidentes municipales en Tijuana y Ensenada. Ernesto Ruffo Appel, del pan, fue así el primer gobernador de oposición desde el término de la Revolución mexicana.¹

    Fue así que un partido calificado como de derecha y conservador, desafió los poderes estatales y políticos hegemónicos. Y lo que, tal vez, fue aún más sorprendente, esta fuerza del pan tenía mucho que ver con el nuevo protagonismo de las mujeres en un país donde la política tradicionalmente había pertenecido a un territorio masculino, o al menos, así podría parecer por la invisibilidad de su participación, como se verá más adelante.

    Sujetos, no peones

    Carlos Monsiváis (2009: 24) ha señalado que las mujeres actuaban en política sin pedir permiso, aludiendo a su decidida actuación que tuvieron durante la Revolución mexicana, al margen de que no contaran con el derecho al sufragio. También comentaba que se ha estudiado muy insuficientemente a las mujeres conservadoras, las guardianas de la tradición y de los valores eternos.

    El importante papel que han desempeñado las mujeres en el proceso de apertura democrática no se ha esclarecido suficientemente. De hecho, muy poco se sabe sobre la aportación específica de las mujeres en la historia política general y reciente. Se trata, sin duda, de un silencio significativo; de un indicio, en el sentido que Ginzburg le atribuye (Echeverría, 2006). Se ha ocultado la contribución de las mujeres en este proceso para aparentar ser lo que no ha sido. No ha sido armónica, ni equitativa. No ver a las mujeres, omitiendo así el esfuerzo por comprender, por ejemplo, el sentido de su participación, forma parte de una manera de hacer historia en la que la injusticia implícita en el orden de dominación masculina se vive como si gozara de una legitimidad natural (Ginzburg, 1986: 16). La historia política, en consecuencia, se ha armado desde una visión en la que la ciudadanía y los actores políticos están libres de la construcción social de género.

    La historiografía dominante se ha mostrado reticente a incorporar esta especificidad, al mantener los estudios que tratan de las mujeres en la política como un tema de género, un cuarto aparte que no se incorpora a una mirada de la historia. Menos se sabe aún de las estrategias, escollos y dificultades que forman parte de la trama cotidiana que ha envuelto la participación de las mujeres que han actuado como activistas y militantes. Así, enfocar a las mujeres como sujeto, y profundizar en los matices que permite la metodología de la historia oral, fue el móvil principal de esta investigación.

    Otra razón del interés por enfocar la investigación en la politización femenina del ala derecha, se basa en la escasez de estudios sobre dicha área temática específica. No es sino hasta fechas relativamente recientes que se publican, y multiplican, títulos que la abordan (McGee, 2001; Bedi, 2006; Nickerson, 2012). Se trata de una temática que ha sido soslayada por la vinculación entre el feminismo y la izquierda. El impulso a los estudios sobre género y política en México, pero también en los Estados Unidos y América Latina, se conecta con el ascenso de la segunda ola feminista que se registra con la efervescencia de las movilizaciones sociales de los años setenta. De acuerdo con Margaret Power (2002) y Tine Davids (2014), entre otros, la participación política de las mujeres en la derecha suele considerarse como resultado de la manipulación de otros actores políticos, como la Iglesia católica, los partidos políticos, las organizaciones de derecha, o sus propios padres o maridos. Mirada que

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