Amén
()
Información de este libro electrónico
La potencia del más brillante thriller escatológico es desarrollado en esta obra brillante y frenética, que se basa en la guerra entre dos especies que luchan a muerte por el dominio de la tierra: la humanidad y el transhumanismo y la Inteligencia Artificial.
Una guerra sin cuartel, ya referida paso a paso en el Apocalipsis de san Juan, en el que los hombres habían de enfrentar las persecuciones más extremas en unos tiempos escatológicos. Al igual que Josué tuvo que conquistar la Tierra Prometida a la especie que la dominaba, los hijos de la Serpiente, todos ellos monstruos terribles y gigantes, un nuevo Josué se enfrenta en obra a la Inteligencia artificial y a sus servidores, la élite satánica que domina el mundo desde tiempos inmemoriales, pero que ahora está decidida a exterminar a todos los hombres que tienen su genoma intacto, en el cual está sellado el nombre del Creador, YHWH.
Ángel Ruiz Cediel
Ángel Ruiz Cediel (Madrid, 1955) es uno de los más prolíficos autores de la literatura actual española, y tal vez el autor más completo en cuanto a la variedad estilística y a la profundidad de su obra. Finalista de los Premios La Rama Dorada 1986, Azorín de Novela 1996, Planeta 1999, Fernando Lara 2002, Ateneo de Sevilla 2002 y Planeta 2008 entre otros, es autor de numerosas novelas que abarcan casi todos los géneros literarios, aunque todas ellas con un denominador común: no son obras concebidas solo como entretenimiento, sino que se adentran en las profundiades de la condición humana y su sociedad, con el fin de reflexionar en cada una de ellas sobre un aspecto trascendente que enriquezca nuestra existencia.
Lee más de ángel Ruiz Cediel
Novela corta: Novela corta Calificación: 0 de 5 estrellas0 calificacionesNovela histórica: Novela histórica Calificación: 0 de 5 estrellas0 calificacionesEternidad Calificación: 0 de 5 estrellas0 calificacionesCarne Calificación: 0 de 5 estrellas0 calificacionesDeontocracia Calificación: 0 de 5 estrellas0 calificacionesThriller: Thiller Calificación: 0 de 5 estrellas0 calificacionesBreviario: Narrativa Breve Calificación: 0 de 5 estrellas0 calificacionesLa manzana Calificación: 0 de 5 estrellas0 calificacionesLa saga de los Montoro: La saga de los Montoro Calificación: 0 de 5 estrellas0 calificacionesAndaduras Calificación: 0 de 5 estrellas0 calificacionesAdán Nada Calificación: 0 de 5 estrellas0 calificacionesMultiverso Calificación: 0 de 5 estrellas0 calificacionesLemniscata Calificación: 0 de 5 estrellas0 calificacionesSangre de Lunas Calificación: 0 de 5 estrellas0 calificacionesEl creador creado Calificación: 0 de 5 estrellas0 calificacionesLa hora Calificación: 0 de 5 estrellas0 calificacionesGermen de Dios, semilla del diablo Calificación: 0 de 5 estrellas0 calificacionesEl esplendor de la miseria Calificación: 0 de 5 estrellas0 calificacionesLa otra -irreverente, pero verdadera- historia Calificación: 0 de 5 estrellas0 calificacionesApollyon Calificación: 0 de 5 estrellas0 calificacionesFlor de sombra Calificación: 0 de 5 estrellas0 calificacionesOcaso - Los días de Gilgamesh Calificación: 0 de 5 estrellas0 calificacionesUna flor en el infierno Calificación: 0 de 5 estrellas0 calificaciones
Relacionado con Amén
Libros electrónicos relacionados
Liberación Calificación: 0 de 5 estrellas0 calificacionesIn Hominum Calificación: 0 de 5 estrellas0 calificaciones¿Son demócratas las abejas?: La democracia en la época del coronavirus Calificación: 0 de 5 estrellas0 calificacionesAlmendras Amargas Calificación: 0 de 5 estrellas0 calificacionesDramas Robóticos & Otros Cuentos Futuristas Calificación: 0 de 5 estrellas0 calificacionesMisología Calificación: 0 de 5 estrellas0 calificacionesMANÁ Calificación: 0 de 5 estrellas0 calificacionesLa jaula Calificación: 0 de 5 estrellas0 calificacionesBreve historia del condón y de los métodos anticonceptivos Calificación: 0 de 5 estrellas0 calificacionesDios y el Estado Calificación: 0 de 5 estrellas0 calificacionesTelaraña Calificación: 0 de 5 estrellas0 calificacionesDios y el Estado: Clásicos de la literatura Calificación: 0 de 5 estrellas0 calificacionesEl Covid-19 Ante Los Sofocados Poderes Del Hombre Calificación: 0 de 5 estrellas0 calificacionesMetropoli-Z, un nuevo amanecer Calificación: 0 de 5 estrellas0 calificacionesAnte lo desconocido... La pandemia y el sistema mundo Calificación: 0 de 5 estrellas0 calificacionesDios y el Estado Calificación: 5 de 5 estrellas5/5Lo que estábamos buscando: De la pandemia como criatura mítica Calificación: 4 de 5 estrellas4/5Dios y el Estado (Anotado) Calificación: 0 de 5 estrellas0 calificacionesSon nuestros amos y nosotros sus esclavos: Cómo los parásitos manipulan el comportamiento Calificación: 0 de 5 estrellas0 calificacionesAthanatos: Inmortal Calificación: 0 de 5 estrellas0 calificacionesLabrando su destino: Saga: Entremundos Calificación: 0 de 5 estrellas0 calificacionesGolpe ciego: Alternativas de lo posthumano Calificación: 0 de 5 estrellas0 calificacionesPor qué mata el hombre Calificación: 0 de 5 estrellas0 calificacionesHumanas Calificación: 1 de 5 estrellas1/5El Libro Prohibido - Las Grandes Mentiras de la Humanidad Calificación: 4 de 5 estrellas4/5El oficio de defender los derechos humanos: Aproximaciones a una génesis de ombudsman Calificación: 0 de 5 estrellas0 calificacionesUn científico en el País de las Maravillas: Cuando la verdad duele Calificación: 1 de 5 estrellas1/5El orden de la existencia Calificación: 0 de 5 estrellas0 calificacionesNos quieren matar Calificación: 0 de 5 estrellas0 calificaciones3 Libros para Conocer El Anarquismo Calificación: 0 de 5 estrellas0 calificaciones
Distopías para usted
Cuentas pendientes Calificación: 5 de 5 estrellas5/5La Única Verdad: Trilogía de la única verdad, #1 Calificación: 4 de 5 estrellas4/5Casas vacías Calificación: 4 de 5 estrellas4/5La caja de Stephen King Calificación: 4 de 5 estrellas4/5Un mundo feliz de Aldous Huxley (Guía de lectura): Resumen y análisis completo Calificación: 4 de 5 estrellas4/5Los nombres propios Calificación: 4 de 5 estrellas4/5La muerte es mi oficio Calificación: 4 de 5 estrellas4/5Diario de un hombre muerto Calificación: 0 de 5 estrellas0 calificacionesCeniza en la boca Calificación: 5 de 5 estrellas5/5Del color de la leche Calificación: 5 de 5 estrellas5/5Sumisión Calificación: 4 de 5 estrellas4/5Medea me cantó un corrido Calificación: 5 de 5 estrellas5/5El señor de las moscas de William Golding (Guía de lectura): Resumen y análisis completo Calificación: 5 de 5 estrellas5/5Arena Uno: Tratantes De Esclavos (Libro #1 De La Trilogía De Supervivencia) Calificación: 5 de 5 estrellas5/5La historia de mis dientes Calificación: 4 de 5 estrellas4/5ellas hablan Calificación: 4 de 5 estrellas4/5Desmorir Calificación: 4 de 5 estrellas4/5Omegaverso: Compañeros de viaje Calificación: 0 de 5 estrellas0 calificacionesCartas a Felice Calificación: 4 de 5 estrellas4/5Adiós, humanidad: Historias para leer en el fin del mundo Calificación: 4 de 5 estrellas4/5La escuela de canto Calificación: 5 de 5 estrellas5/5Amor libre Calificación: 4 de 5 estrellas4/5Mi madre Calificación: 5 de 5 estrellas5/5El Nuevo Mundo Calificación: 0 de 5 estrellas0 calificacionesEstrictamente bipolar Calificación: 4 de 5 estrellas4/5Pequeñas desgracias sin importancia Calificación: 4 de 5 estrellas4/5El año del Búfalo Calificación: 0 de 5 estrellas0 calificacionesUn sonido atronador Calificación: 5 de 5 estrellas5/5El último hombre Calificación: 0 de 5 estrellas0 calificacionesArena Dos (Libro #2 de la Trilogía de Supervivencia) Calificación: 5 de 5 estrellas5/5
Categorías relacionadas
Comentarios para Amén
0 clasificaciones0 comentarios
Vista previa del libro
Amén - Ángel Ruiz Cediel
אָמֵן
Título: Amén
Autor: Ángel Ruiz Cediel
© 2024 Ángel Ruiz Cediel
ARC EDICIONES
c/ Manuel Machado, 25
28806 Alcalá de Henares, Madrid (España)
Queda taxativamente prohibida la reproducción total o parcial, por cualquier medio gráfico, auditivo o audiovisual, de esta obra, sin el consentimiento previo y por escrito del autor.
Porque nuestra lucha no es contra gente de carne y hueso,
sino contra principados y potestades,
contra los dominadores de este mundo tenebroso,
contra los espíritus del mal
que moran en los espacios celestes.
Efesios, 6:12
1
En la oscuridad
––––––––
La mayoría de los hombres, entonces, parecían humanos, se comportaban como humanos ―no siempre― y hasta hablaban como humanos; pero ya estaban muy lejos de ser humanos. Solamente unos pocos eran genuinamente humanos; los demás, tal vez lo fueron alguna vez o quizás fueron expresamente creados ―producidos, sería más exacto― de esa forma.
Desde hacía muchos años atrás, la humanidad era simplemente fabricada.
Para la guerra.
Para el trabajo duro.
Para el entretenimiento.
Para la el Ejército y la Policía.
Para la Política.
El mundo fue transformándose paulatinamente, derivando una civilización y un orden con muchas luces y sombras en otra civilización y otro orden completamente distintos, los cuales propendían a la más cernida de las oscuridades. Al principio de este largo proceso, se modificaron genéticamente algunas plantas; luego, algunos animales; más tarde, todas las plantas y todos los animales; y, por fin ―aunque los experimentos comenzaron cuando se desentrañó el genoma―, se implementó en todas las naciones la producción de seres que ya no tenían nada de humanos: sólo lo parecían.
Era difícil saber quién era completamente humano, quién medio-humano y quién nada más que un producto sintético, propiedad de algún Estado o de alguna multinacional. Nada exterior ―una marca, una mueca, un estigma perceptible o no― diferenciaba a los unos de los otros: todos parecían lo mismo; pero no lo eran. Así como en los medio-humanos tan sólo se podía encontrar la diferencia con los humanos mediante una resonancia magnética o un escáner para detectar el chip que tenían insertado en el cerebro o los nanocircuitos que estaban diluidos en su sangre y que los unía a la inteligencia artificial que los gobernaba y controlaba, a los no-humanos, a los producidos en los CRS ―Centros de Reproducción Sintética― era imposible distinguirlos ni siquiera por esos medios, porque estos no estaban provistos de un chip convencional o no tenían alterado su ADN con esos nanocircuitos inyectados con diferentes excusas tiempo atrás, en la época de las pandemias, sino que su conexión con la máquina era neuronal, directa e inalámbrica, mediante transceptores cuánticos.
Aunque su apariencia fuera la de un ser humano ―con el mismo número de miembros y órganos que los seres biológicos naturales―, su genética era completamente disímil: su ADN ya no era humano.
A muchos de estos últimos, incluso ―especialmente los que eran usados para la Política o el entretenimiento de masas― los habían procurado una familia, igualmente sintética, y una historia de vida completamente inventada, pero documentada en todos los registros estatales como si fueran personajes reales que un día nacieron, se desarrollaron, formaron y, por sus propias capacidades, hubieran alcanzado el estatus que tenían en la sociedad.
Nada más lejos de la verdad.
Habían sido diseñados y producidos exactamente para eso que desempeñan, cada subespecie con capacidades específicas para la labor que los habían asignado.
Ingeniería política y social a la medida, según el diseño de un plan extraordinariamente ambicioso, en el que ellos solamente eran herramientas.
Los medio-humanos, primero, y los producidos, después, fueron muy útiles para el sistema. Mucho más que los innumerables robots que inundaban las sociedades y el Ejército. Los robots, parecían robots, se los trataba como a robots y se los temía como a lo que eran: robots ideados para el placer, el trabajo, la represión, la tortura o para matar sin piedad ni cargos de conciencia. Sin embargo, nadie, ni siquiera los medio-humanos o los producidos ―mucho menos los humanos―, hubiera confiado jamás en un robot, no importaba si en apariencia era de uso civil o militar. Podían parecer inocuos o serviles, pero nadie ignoraba que eran los vigilantes más implacables de todos los elementos sociales ―la guardia pretoriana―, los que velaban por la pureza del orden establecido y los que mantenían constantemente informado al sistema de la fidelidad de cada individuo humano o medio-humano, que eran los únicos que conservaban capacidades autónomas para cierta rebeldía. Y cualquier falta al sistema, por pequeña que fuera, aunque se tratara únicamente de una duda ―no importaba de si de orden moral o doméstica―, estaba severamente castigada.
Muy severamente.
Seviciosamente.
Despiadadamente.
Sin amonestación, sin juicio y sin condena oficial.
Los medio-humanos eran útiles por entonces, porque servían de puente entre los cada vez más escasos humanos y el sistema. Eran una especie de infiltrados, de agentes secretos que ignoraban que lo eran y que, sin saberlo o sabiéndolo, podían delatar incluso a los miembros más próximos de sus propias familias. Estaban conectados al sistema por chips insertados en sus cerebros o por nanocircuitos de grafeno que los inyectaron con la creencia de ser vacunas que los salvarían de la muerte en la era de las pandemias, al principio de la transformación global del sistema; pero las pandemias fueron creadas para este fin concreto, y, además de esos mecanismos microelectrónicos, los modificaron sus ADN, convirtiéndolos en los que eran, de modo que todas sus acciones, sus conversaciones, movimientos y contactos eran analizados en tiempo real por la inteligencia artificial que controlaba el sistema a través de las redes de comunicaciones. Ellos, después de ser inoculados con esta tecnología genética, sólo eran máquinas con aspecto humano que servían al sistema, y que podían incluso ser eliminados de forma remota, si era que al sistema le convenía o ellos mostraban rebeldía. Sin embargo, estos ya iban cayendo en la obsolescencia desde que se comenzaron a producir humanos sintéticos, y, lentamente, estaban siendo retirados del servicio en la misma forma y con los mismos ardides que los convirtieron en lo que eran. Bastaba un pulso de radiofrecuencia, una radiación específica, y morían al instante, fulminantemente, de una embolia, un ictus o un infarto.
No tenían escapatoria, y sabían que su única manera de sobrevivir ―si es que tenían alguna―, era siéndole fieles al sistema hasta la muerte.
El sistema era su dios: el que los proporcionaba felicidad, los hacía sufrir, los mantenía con vida... o se la quitaba.
Al principio, cuando el sistema decidió poner en marcha este plan de sustitución genómica en los humanos, el mundo estaba superpoblado ―o eso decían los organismos nacionales y multinacionales que le servían―, y las alteraciones del clima y la degeneración atmosférica y de los océanos era debido a esa misma superpoblación y a los pérfidos hábitos de consumo de los humanos. Ni siquiera con la producción masiva de alimentos transgénicos o la incorporación a la dieta de insectos se podía sostener a una población humana tan enorme.
En realidad, desde los remotos tiempos de Sumeria hasta el presente, el porcentaje de humanos ricos y en los extremos de la pobreza, el hambre y la necesidad, siempre se ha mantenido inalterable, no ha importado si el sistema dominante fue una monarquía, una dictadura, una democracia o, como desde hace más de siete años, un gobierno de emergencia supramundial al que supuestamente elije la inteligencia artificial, el propio sistema, bajo la autoridad del Amado Líder. Sin embargo, tanto los pocos humanos como los medio-humanos que restan saben que las raíces del sistema son alimentadas por fuerzas mucho más tenebrosas que una máquina, por compleja o capaz que pueda parecer en primera instancia.
Los esfuerzos eugenésicos de control de la población comenzaron mucho antes del tiempo de las pandemias. No faltaron autorizadas voces que afirmaron que las dos Guerras Mundiales del siglo XX habían sido, en realidad, experimentos eugenésicos, lo mismo que la Gripe Española de 1918. Pero fue hacia los años 60 del pasado siglo, cuando ya de una forma oficial trataron de controlar el exceso de población con el uso masivo de plásticos y de componentes químicos incorporados a los alimentos, los cuales producían en los individuos, o bien esterilidad, o bien tendencias no-reproductivas; sin embargo, fracasaron, o sucedió que sus efectos fueron de un impacto mucho menor a lo deseado. Fue por entonces, ya hacia mediados de los setenta, cuando el sistema decidió desatar la era de las pandemias. Hubo muchas a partir de ese momento, cada una más mortífera que la precedente, como el sida, el dengue o el ébola. En una de las que le siguieron a estas, tan inexistente como inocua, pero difundida por los medios del sistema con imponentes alarmas de ser muy mortal y de escala mundial, fue cuando obligaron a la población, con mil falsos artificios ―así el pánico a la muerte propia y de los suyos, como la solidaridad social y la responsabilidad ciudadana―, a ser vacunada con unos fluidos que, además de contener nanocircuitos de grafeno que los convertían en criaturas controladas por el sistema, tenían también ARN mensajero que modificó su ADN originario, convirtiéndolos en algo parecido a los humanos, pero robándoles esa condición: transformaron a los hombres genéticamente ―mutándolos en medio-humanos―, a la vez que en receptores y emisores de radiofrecuencias, enmascaradas en las mismas longitudes de onda con las que funcionaban las comunicaciones militares. La presión del sistema fue tan violenta, que todos, o la mayoría, corrieron a inyectarse aquel elemento transformador con enorme voluntariedad y pánico, creyendo que de esa forma salvarían sus vidas.
Nada más lejos de la verdad.
Muchos lo entendieron cuando se estableció como un fenómeno natural la muerte súbita, no importaba qué edad o salud tuviera el individuo, si era que estaba vacunado.
Pero ya era tarde.
Y no sólo para evitar la muerte propia o de los suyos.
También era tarde para reproducirse, porque las nuevas generaciones ―fruto de las pequeñas poblaciones que lograron algún embarazo viable― ya nacían con la misma modificación genética de sus progenitores.
Eran humanos alterados.
Eran medio-humanos.
Eran híbridos inter-especies.
Sin embargo, para aquel entonces a nadie le importaban los demás.
El instinto de supervivencia es demasiado fuerte en los humanos.
Muchos supieron qué estaba sucediendo; pero todos los demás los ignoraron.
Prefirieron tomar por locos a los mensajeros.
Tenían miedo de haber caído en una trampa, y la verdad era demasiado dolorosa para ser aceptada, incluso con datos constatables.
Era más cómoda la mentira.
Más digestible.
Más limpia.
Y mucho menos perturbadora.
Cuando alguien da crédito a una mentira, suele ser inútil cualquier esfuerzo para convencerle de su error.
El sistema castigó de todas las formas imaginables a los que quisieron sembrar alertas sociales: a unos, los eliminaron; y a otros, los desacreditaron.
Fue por entonces cuando nació la censura y los supraorganismos de control mundial: control de la información, control de la sanidad, control de las emociones, control de los movimientos...
Los medio-humanos ya se habían convertido en herramientas del sistema. Podían ser rastreados en tiempo real como un aparato electrónico, tal como un teléfono portátil o un GPS, podían ser escuchados por el sistema, escrutados en sus gustos o tendencias por Internet, controlados en sus gastos por sus movimientos bancarios, e incluso ser visualizados en tiempo real, si así lo decidía el sistema o la inteligencia artificial que lo gobernaba.
La libertad había muerto.
Los díscolos, o quienes podían representar cualquier clase de riesgo para el sistema, morían sin más. El fenómeno de la muerte súbita se hizo tan habitual que las sociedades la aceptaron como un mal de su tiempo.
Empero, fue por entonces cuando los hombres entendieron que ya no había marcha atrás, y que la única forma de sobrevivir era siendo parte del sistema.
A la mayoría no le importó. Podían soportar ese régimen de coerción de derechos y transformación social, si era que se los permitía seguir viviendo y disfrutar: alimentación, sexo, deportes, diversión aparente, consumo... y trabajo.
El trabajo era muy importante por entonces. Casi la mitad de los humanos no tenía acceso a un puesto de trabajo, y, mucho menos, en condiciones de estabilidad y bien pagado.
Sobrevivir ―más que nunca―, fue una cuestión de obediencia.
Las cadenas y los látigos esclavistas del antiguo Oriente Medio, de la Grecia Clásica, de Roma o del tráfico de humanos de los siglos XVI al XX, entonces no eran de acero, sino de posibilidad de alimentarse, de habitar una casa, de endeudarse, de tener un automóvil o nada más que de posibilidad de supervivencia, aunque fuera en aquellos corrales que llamaron ciudades de quince minutos; pero seguían siendo látigos, y, como aquellos, infringían atroces heridas a quienes eran flagelados con ellos, incluso la muerte.
Quienes no obedecían, no tenían acceso a ninguno de esos privilegios ―si es que la esclavitud puede ser tal cosa―, y no pocos de ellos murieron a causa de la necesidad o se suicidaron.
Nunca había habido tantos suicidios como por entonces.
Ya se dijo que la supervivencia en los humanos es una fuerza casi invencible, y la mayoría prefirió ser esclavo que cadáver.
Sólo algunos pocos ―los más fuertes, los libres o los creyentes en fes ajenas al sistema― lograron sobrevivir al sistema, negándose a vacunas o buscando alternativas libres cuando aparecieron las censuras y el control económico.
Muchos de estos tuvieron que esconderse o camuflarse, al menos en apariencia.
Fue necesario que se mimetizaran con las masas obedientes o que migraran a medios controlables, como el campo, y desde ahí comenzaron a urdir sus planes para sí y para posibles reducidos grupos como ellos.
Pero fueron pocos, muy pocos.
Casi al mismo tiempo, llegaron los chips. El sistema los presentó como la solución a las enfermedades degenerativas, al dinero, a los delitos, a las llaves del coche o de la casa y al propio conocimiento, porque estos chips estaban conectados al sistema y este interactuaba con quienes se los habían implantado como si fueran una terminal de ordenador on-line. No tenían nada más que pensar en cualquier cosa, no importaba en lo que fuera, y el conocimiento los llegaba instantáneamente al cerebro.
Con los primeros chips, no; pero luego, más tarde, cuando se fueron desarrollando nuevos modelos y llegó la inteligencia artificial de forma masiva a las sociedades, todos los que tenían ese dispositivo implantado podían ser ingenieros y médicos y abogados y cualquier otra cosa, lo mismo que hablar desde el suajili al finlandés, sin haber dedicado ni un solo segundo a aprender nada de todo eso.
Paulatinamente, pero a gran velocidad, los humanos y los medio-humanos ―los híbridos― vieron que nada malo aparentemente les sucedía a quienes se insertaron el chip en el cerebro, y la mayoría también quiso disponer de esa ventaja.
El dinero desapareció.
Y las escuelas.
Y las universidades.
Todo el conocimiento ya podía obtenerse instantáneamente con sólo pensarlo. Cada hombre con chip creía ser parte del sistema; pero no era el sistema: fue más herramienta, un elemento prescindible, pero que le garantizaba la supervivencia sobre quienes no lo tenían, al menos por el momento.
Un momento más de vida, siempre ha sido muy importante.
Y, entonces, comenzaron a detectarse en las sociedades los primeros no-humanos, aunque ya llevaban mucho tiempo invadiéndola. Se los podía encontrar en los ejércitos, en la política, en el entretenimiento, en el funcionariado, en la policía...
Eso fue en el tiempo de las guerras. Aquellas guerras que comenzaron simultáneamente al principio del asalto final, a continuación de las grandes pandemias.
El sistema manejaba casi todos los sucesos simultáneamente, a imagen como la hidra contenida en aquellas inoculaciones favorecía la transformación de una especie en otra, de la humana en la híbrida o a la no-humana.
Las guerras estallaron simultáneamente de una forma casi natural, casi silenciosa: primero en Ucrania; luego, en Medio Oriente.
Nadie hizo sonar las alarmas.
Nadie escuchó grandes ruidos.
En un orden de constantes sobresaltos ―todos graves, de nivel catastrofista e incluso apocalíptico― aquellas guerras no eran nada importante. Se verificaban allá lejos y no alteraba el orden meticuloso y autista de Occidente, de modo que nadie se opuso a que allá lejos se estableciera la muerte como fórmula de coexistencia con la vida.
Sin embargo, esas guerras se fueron extendiendo de una forma que todos entendieron natural, porque los medios difundían a toda hora ese mensaje, y la verdad ya era, no la verdad objetiva, sino lo que los decían que lo era.
Primero, las naciones aliadas a las que estaban en guerra se limitaron a enviar ayuda al frente; luego, comenzaron las movilizaciones en cada país; y, en casi todos los casos, los movilizados eran solamente humanos.
No obstante, pocos no comprendían la situación: si había satélites capaces de localizar a una persona concreta en cualquier parte del mundo de una forma simple y aparentemente automática, ¿cómo era posible que las potencias no los usaran para ubicar la posición exacta del enemigo ―mucho más numeroso que un simple individuo― para destruirlo?
Pese a todo, fueron guerras convencionales que cada día generaban miles de muertos, todos de ellos humanos. Sin embargo, a medida que el número estos descendió, comenzaron a enviar al frente también a los medio-humanos, a los híbridos.
Los trenes cargados de tropas camino del combate, se hicieron una imagen cotidiana.
Casi siempre volvían vacíos.
Los medio-humanos no entendieron el porqué, si ellos habían sido obedientes y habían servido fielmente al sistema, y allí solamente se iba a cosa: a morir. Los frentes de batalla eran unos mataderos de dimensiones colosales, en los que se sacrificaba a unos y otros, de ambos bandos contendientes, en el nombre de la patria, de la libertad, del bien común y de los valores ancestrales de su bando.
Al horror siempre le ha gustado travestirse de pomposas e hipnóticas palabras para que los hombres sacrifiquen a los hombres que bien pudieran ser amigos o compañeros en otras circunstancias. Pero aquellas circunstancias eran las que eran, y, por un poco más de vida, los hombres eran extremadamente crueles con los otros hombres, no importaba si eran de un género u otro o la edad que tuvieran. Bastaba con que fueran etiquetados de enemigos, en el argot del sistema.
Con la suma continua de países a la contienda, esta terminó por abarcar el planeta, dividiéndolo en dos bandos: Oriente y Occidente. Medio mundo era enemigo del otro medio, pero en ambos sucedía lo mismo, y los humanos eran sacrificados en la misma forma.
No se tardó en usar armas tácticas nucleares.
Estas fueron una consecuencia inevitable.
La mortandad directa de los impactos, fue enorme.
La mortandad resultante por la radioactividad, aún perdura.
Un tercio de la humanidad se volatilizó en unos días.
Eso acaeció en el año 25 de este siglo.
Y, lo peor, era que las potencias se amenazaron con armas nucleares estratégicas, lo que venía a significar, al menos en apariencia, el fin de todas las sociedades y el retorno a la Edad de Piedra, si era que alguien sobrevivía a eso.
Sucedió entonces, a finales de aquel mismo año 25 en que se detonaron las primeras armas tácticas nucleares, lo que algunos consideraron un milagro: la caída de tres asteroides.
Nadie pudo hacer nada por evitarlo. Ni siquiera los dos primeros fueron advertidos: simplemente, un día como cualquier otro cualquiera, cayeron.
El primero de ellos fue considerado en principio un arma nuclear estratégica, pero no fue sino un meteorito de algo más de cuatrocientos metros de diámetro que destruyó prácticamente todas las naciones del Caribe y el sur de EEUU.
El segundo, más o menos del mismo tamaño que el anterior, apenas unos meses después cayó en el sur de Europa, entre Grecia y Turquía, produciendo tal devastación que prácticamente borró a ambas naciones del mapa.
Y, casi inmediatamente a este último suceso, se comenzó a ver en el cielo el tercero. Era de enormes proporciones y, dado que casi todos creyeron que significaba el fin del planeta, las guerras se detuvieron en seco, porque enormes cantidades de combatientes desertaron para estar con los suyos en lo que creyeron la hora final.
Cayó a finales de ese fatídico año 25, y lo hizo en el lejano Oriente. Los daños fueron terribles en aquellos países y en todo el mundo, porque desató una colosal ola telúrica y sísmica en todo el planeta que prácticamente no dejó un edificio en pie; pero no representó el fin, ni mucho menos.
Un segundo tercio de la humanidad, pereció en estos fenómenos.
Sin embargo, fue justo entonces, en medio de aquella conmoción general, cuando surgió aquel hombre que trajo la paz al mundo, que habló con una sensatez que por entonces parecía perdida y que logró captar la atención de los dos bandos en conflicto.
Era un hombre sobradamente conocido por todos en cualquier nación, porque era de reconocida inteligencia y propietario de algunas de las empresas más prominentes de la época en todos los órdenes de la tecnología, el conocimiento y la inteligencia artificial.
Y el mundo le escuchó.
Y el mundo le eligió para que gobernara.
El Amado Líder llegó al poder en el año 26.
Las Iglesias le respaldaron, lo mismo que los políticos y los militares.
Se firmó la paz entre los bloques, y la población restante por entonces, menos de un tercio de la que hubiera antes de las guerras y los meteoritos, creyó que podrían comenzar la reconstrucción de sus sociedades con una gran lección aprehendida; pero se equivocaron todos.
Apenas un año después de la llegada unánime al poder del Amado Líder, y casi inmediatamente después de firmarse el tratado de paz y seguridad entre los bloques, la guerra se volvió a desatar, ahora más furibundamente, aunque con el compromiso de los bloques de no volver a usar armas nucleares.
Fue por entonces cuando comenzó a perseguirse a los humanos con el fin de extinguirlos definitivamente. En las palabras del Amado Líder, la especie humana era la responsable de todos los males de la Historia: era preciso extirparla de las sociedades. Su credibilidad y su habilidad para seducir a las masas respaldaron su criterio, y todos volvieron sus ojos contra los humanos, así como un día hicieran en la Roma de Nerón contra los cristianos por causa de aquel incendio que destruyó gran parte de la ciudad imperial.
El enemigo común apaciguó a las masas, y todos los medio-humanos y los sintéticos vieron en los humanos al verdadero enemigo.
Por entonces, se abrieron en todas las naciones los Centros de Detención para retener a los humanos, y se los comenzó a perseguir sin descanso con todos los recursos del sistema, valiéndose para delatarlos de los medio-humanos.
Fueron los Judas.
Sin embargo, a medida que fueron reconstruidos los CRS y a producirse sintéticos en masa, se decretó secretamente que el sistema no podía correr riesgos con los medio-humanos, y decidieron también suprimirlos: a los hombres y mujeres en edad militar, en el frente; y a los demás, escalonadamente para no sembrar alarma social, mediante muertes súbitas producidas de forma remota y ardides por el estilo.
Ante todo esto, algunos medio-humanos trataron de rebelarse cuando supieron que el sistema jamás premiaría su traición a la especie y los servicios prestados; pero la mayoría de los que lo hicieron sólo lograron adelantar su última hora. Implacablemente, los alcanzó su propio tiempo y no tardaron en recibir sus treinta monedas de plata. Sencillamente comenzaron a desaparecer de la misma forma que entonces lo hacían los humanos: sin causa, sin motivo, sin violencia, sin cadáveres. Como si nunca hubieran existido. Salvo que lo hicieran en combate, en cuyo caso eran tratados como héroes.
Para los que no sucumbían en las trincheras, bastaba una radiofrecuencia concreta para generar su muerte súbita, y un coágulo, un infarto o un derrame cerebral resolvía el problema.
El primer método ―la desaparición― era el peor. El sistema usaba la noche para eso. La oscuridad siempre ha amparado lo terrible. Sin ruidos ―o con los menos posibles―, sin testigos ―o con los menos posibles―, sin órdenes de detención o cualquier otro fundamento de la antigua legalidad, llegaba a su objetivo una Unidad de Protección ―así las llamaba el sistema―, drogaba los sujetos que debían aprehender, los metían en los vehículos que llevaban al efecto y se iban con el mismo sigilo y presteza que habían llegado.
Todo era muy mecánico.
Nunca, nadie, volvería a saber de los detenidos.
Los humanos producidos habían ido sustituyendo a los medio-humanos desde hacía ya casi un decenio. En aquellos días prácticamente no quedaban más medio-humanos que los considerados imprescindibles. La mayoría de ellos ―tanto los medio-humanos como los producidos, aunque estos últimos eran más eficaces y, sobre todo, más leales― se ocupaban de mantener al sistema ordenado y limpio, libre de humanos, de su estupidez, de sus anhelos, de sus fes y de sus errores.
«Ellos, los humanos, han sido la causa de todos los males de la Historia, de los ríos de sangre que la anegan y del sufrimiento perpetuo de la especie; la humana es una especie única porque odia a su propia especie hasta la muerte.» Eso era lo que afirmaba el Amado Líder y repetía constantemente el sistema en todos los medios de entretenimiento o de comunicación, aunque los sintéticos no lo coreaban, ni siquiera parecían aceptarlo, sino que incluso muchos de ellos se enmascaran como rebeldes o antisistema para descubrir a los rebeldes o antisistema genuinos, a los humanos.
Eran la Quinta Columna.
Allá lejos, desde cuatro años antes de las caídas de los meteoritos que encumbraron al Amado Líder, se libra una guerra cruel entre Oriente y Occidente. Japón y Taiwán cayeron finalmente del lado del bloque oriental, de modo que prácticamente el planeta está dividido en dos facciones.
Blanco y negro; pero todo es negro.
Buenos y malos; pero todos son malos.
Justos e injustos; pero todos son crueles con los humanos.
En ese conflicto se siguen usando armas de destrucción masiva, pero solamente tácticas, porque ambas facciones así lo pactaron para evitar una extinción de toda la vida del planeta.
Es la estrategia de la gradualidad.
El Amado Líder y la inteligencia artificial que lo sostiene, Ideus, no tienen excesiva prisa por lograr sus fines, porque todo el tiempo es suyo, y los que controlan el sistema ―o, al menos, eso creen― tienen mucho que organizar todavía. Entretanto, les interesa que los medio-humanos mueran creyendo que lo hacen defendiendo un modelo de vida que los conviene, una justicia que no existe, unos derechos de los que están siendo exiliados y unas familias y una cultura que ya están sentenciadas sin juicio.
Todo es nada más que una cuestión de tiempo.
De poco tiempo.
De muy poco tiempo.
La oscuridad, ya lo abraza todo.
A ese frente que se extiende por medio planeta, desde los Urales al continente africano, no dejan enviar todo tipo de hombres; pero, sobre todo, humanos y medio-humanos. También de las otras subespecies, e incluso robots militares; pero, sobre todo, humanos y medio-humanos. Los que se niegan a ir al frente, son llevados a Centros de Detención y nunca más vuelve a saberse de ellos; pero tampoco nadie se interesa por ellos, ni siquiera su propia familia.
Hacerlo, todos saben lo que supone.
La sociedad ―los humanos, por miedo a ser exterminados; los medio-humanos por haberse creído imprescindibles para el sistema; los sintéticos, por considerarse el sistema; y los robots porque carecen de voluntad―, ha aceptado esta oscuridad que ya abraza al planeta como un hecho contra el que no se puede luchar, ni siquiera protestar.
Solamente se puede intentar sobrevivir.
Un año, si hay suerte.
O un mes, si la hay menos.
O un día, si no la hay.
O nada más que un aliento, aunque sea el último.
La mayoría renunciaría voluntariamente a sus más firmes y profundos credos por ese aliento extra.
Incluida la vida de los suyos.
Sobrevivir un poco más, es el único objetivo.
Ya se ha dicho que el instinto de supervivencia es extraordinariamente fuerte en los hombres.
A veces, da la impresión de que el hombre ha muerto, que el tigre que habita la parte profunda de su cerebro también, y que sólo queda en él el alma del cocodrilo que reside en su yo más profundo, que diría Jung.
Y el cocodrilo es impiadoso, no conoce la misericordia ni la afinidad, sino sólo a sí mismo. Lo demás, los demás, no le importa, ni siquiera sus propios hijos.
Los producidos, los sintéticos, aparecieron de golpe, súbitamente. Nadie los identificó al principio, ni siquiera sospecharon que ellos eran la nueva especie. No se diferenciaban de los humanos absolutamente en nada. De pronto, se los comenzó a ver ocupando los gobiernos, el espectáculo y las instituciones. Estaban en todas partes, pero casi nadie sabía que eran producidos o sintéticos, porque tenían familias, parecían humanos y hasta mostraban emociones; pero no eran humanos.
Eran el sistema.
O, al menos, su brazo ejecutor.
Su red de espionaje.
Sus esclavos.
Esclavos que todo lo ignoraban de la libertad.
Para ellos la esclavitud y la obediencia no era una elección: era su naturaleza.
Una naturaleza diseñada, creada a la medida.
Entretanto las guerras se extienden y se cobran un imposible tributo en muerte, sangre y sufrimiento, algunos humanos ―pocos― luchan acá y allá contra el sistema, aun sabiendo con certeza que es una guerra perdida, pero que la tienen que librar a cualquier precio. Cuestión de vida o muerte, aunque la muerte es lo único que está asegurado. Es más, quizás sea un asunto de principios en un tiempo sin principios, para aquellos que aún los tienen. Sin embargo, son pocos y están muy desorganizados. Tanto, que ni siquiera sabrían qué harían si milagrosamente lograran vencer al sistema, aunque todos juran sobre sagrado que jamás volverían a los mismos errores que los condujo por su propia mano al punto en que se encuentran.
Nadie como el hombre, en estos días, comprende que durante toda la Historia él mismo se estuvo afanando en cavar su propia fosa.
Nunca eliminó un dolor en toda esa andadura.
Ni evitó una sola muerte.
No contuvo una sola pobreza.
No sofocó una sola lágrima.
No progresó ni un solo centímetro.
Solo procuró vivir, aun de espaldas a la vida.
Sin embargo, los hombres ―humanos―, cuando se encuentran entre la espada y la pared prometen mucho, juran imposibles, lloran lágrimas de cocodrilo; pero todos saben que, si llegan al prodigio de vencer al sistema y sobrevivir, volverán a hacer exactamente lo mismo que hicieron, porque está en su naturaleza: es su naturaleza.
Volverán a ansiar el poder, y el dinero, y el placer a cualquier precio.
Volverán a querer ser dioses, a costa de lo que sea.
Volverán a desear que los demás los admiraren.
Que los demás los rindan pleitesía o adoración.
Volverán a anhelar ser más que los otros, más altos, más guapos, más listos, más ricos...: más.
Y volverán a destruir a los que no sean como ellos desean, porque sus vidas les pertenecerán.
Volverán a ser humanos.
Los dos sistemas ―el antiguo y el nuevo― son dos colosos, dos mundos, dos órdenes que se enfrentan a muerte por existir, y, entre la luz y la tiniebla del mundo antiguo y del nuevo, culebrean en profusión todo tipo monstruos, a cuál más espantoso. En este tránsito tenebroso todo son aberraciones.
Los que no lo son ―pocos, muy pocos―, ya casi están extinguidos.
2
En la noche
––––––––
Aún faltaban dos o tres horas para que despuntara el día, cuando por la estrecha y quebrada senda avanzaba en la oscuridad una reata de caballos. Los cinco potros que iban delante estaban montados por unos jinetes cubiertos con un poncho enorme provisto de capucha, el cual cubría tanto los cuerpos de estos como buena parte de la de los animales. Imposible sería que supieran adonde se dirigían, de no ser porque quien los conducía daba la impresión de haber hecho ese recorrido en numerosas ocasiones, además de porque los jinetes iban provistos de equipos de visión nocturna.
En silencio, la caravana avanzaba, no escuchándose sino la trápala de los cascos de los equinos, el jadear de sus alientos, el silbo del viento en las ramas de los árboles y algún canto nocturno, probablemente de algún búho o alguna lechuza.
Salió la reata del bosque, atravesaron un río no demasiado abundante por su parte más estrecha, en la que estaba la senda, y volvieron a entrar en la densa arboleda de la otra orilla, si bien esta parte el camino estaba tan cubierto por las ramas de los imponentes árboles, que más daba la impresión de que estuvieran adentrándose en un túnel.
Pronto el camino se hizo tan empinado y cuesta arriba, que algunos jinetes mostraron dificultades para mantener el equilibro en sus monturas, de modo que se hizo preciso que quien conducía al grupo, se orillara para esperarlos y prestarles su auxilio.
Llegó el grupo, por fin, a la parte más alta del sendero, el cual terminaba al pie de un imponente farallón de roca viva, justo frente a unos arbustos tan densos y crecidos que dieron la impresión, a quienes no conocían esa ruta, de que quien los condujo hasta allí por fuerza se había extraviado en la noche. Nada, sino oscuridad, había a su alrededor, pues no brillaba la luna y ni las estrellas se podían ver a causa de la espesura de las ramas que los cubrían algunos metros por encima de sus cabezas. El silencio era tan profundo que sólo el viento, que arreciaba en esa altura, parecía imponer su dominio con su ulular al chocar contra las rocas de la vertical pared.
Tal vez alguno de los jinetes más menudos, probablemente niños o adolescentes, temieron haber sido conducidos a un paisaje de pesadilla, a un rincón de tinieblas que ni siquiera pudieron imaginar en sus peores terrores.
Sin embargo, el hombre que los condujo, se apeó de su montura, cubrió a su caballo con aquel poncho gigantesco del que se desembarazó, y, sacando de su alforja otro poncho menor y mucho más liviano, se lo puso y se dirigió a los demás que le siguieron, cuatro en total.
―Desmonten, dejen cubiertos a los caballos con sus ponchos y póngase los que encontrarán en las alforjas ―les dijo casi susurrando.
No entendieron a qué venía el que les hablara casi en confidencia, estando como estaban en medio de ninguna parte y sin un alma humana probablemente en muchos kilómetros a la redonda, pero obedecieron sin decir palabra ni presentar queja alguna.
―Hemos llegado ―dijo entonces el hombre, tal vez leyendo en los semblantes de aquellas personas, a las que había conducido hasta aquel apartado rincón del mundo, el desconcierto o el temor que abrumaba sus almas.
El tono que utilizó el hombre para dirigirse a ellos, especialmente a los niños ―adolescentes, sería mejor decir―, era cálido y cordial, reforzándolo con un tocarles cuando habló a cada una de las cuatro personas que había llevado con él hasta aquel lugar, sin duda para potenciar su tranquilidad o prestarlos algo de la seguridad que sin duda les faltaba.
Un hecho este que, por lo que habían vivido esa misma noche aquellas personas, no parecía propio del hombre que los rescató cuando una Unidad de Protección de la Policía los estaba deteniendo y ya se disponían a drogarlos para conducirlos a un Centro de Detención. Ese hombre, ahora afable y próximo, irrumpió en la vivienda como un huracán silencioso surgido del mismo infierno y terminó con las vidas de los cuatro agentes que estaban llevando a cabo el operativo, con una frialdad tal que los hizo pensar que aquella acción la estaba llevado a cabo la misma Parca en persona.
Sin embargo, tuvo el hombre la deferencia de pedirlos que se volvieran de cara a la pared cuando apuntó con su arma, provista de silenciador, a los dos agentes que estaban en las habitaciones realizando registros o lo que fuera, y que irrumpieron en la sala alarmados al escuchar los sordos disparos y la caída de los cuerpos de sus camaradas. Le obedecieron, claro, pero supieron que les dio muerte a ambos con el mismo mecanicismo y la misma gelidez con que terminó con las vidas de los otros cuatro agentes.
―No puede quedar ningún testigo ―les dijo susurrando, aplicándose la eximente completa, mientras los liberaba de las bridas conque la patrulla de la Unidad de Protección los había esposado.
―Ninguno ―se reafirmó.
―¿Era necesario? ―balbució el hombre que parecía ser el cabeza de aquella familia, compungido por aquella escena de violencia extrema.
―No eran humanos ―respondió con sequedad su libertador, sin interrumpir la acción de cortar las bridas que ataban sus pulgares con su cuchillo militar.
No pudieron ver sino sus ojos, porque llevaba puesto un verdugo que le cubría por completo la cabeza, excepto estos, y desde luego no le pareció a ninguna de las cuatro personas ―seguramente una familia compuesta por el matrimonio, más bien jóvenes que maduros, y sus dos hijos, una joven adolescente y un jovenzuelo unos años menor que esta― que en aquella mirada hubiera nada de tranquilizador, sino precisamente todo lo contrario: eran los ojos de la muerte.
No estaba exaltado, sin embargo, y daba la impresión de tener completamente controlada la situación, pues no hacía falta ser versado en ninguna disciplina militar para inferir que aquel tipo de actos eran algo habitual en él o sobradamente practicados, y que, de ninguna manera, entumecían su ánimo ni la violencia ni la sangre.
Aquella familia no tuvo la menor duda de que a aquel hombre le corría hielo por las venas.