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Los que no se quedan: Una novela
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Libro electrónico300 páginas

Los que no se quedan: Una novela

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Los Que No Se Quedan le lleva a un inspirador viaje desde una pequeña localidad colombiana a la vida rápida de Los Ángeles, y muestra como una madre y su hija deben superar guerra, miseria y sufrimiento, y aprenden a sobrevivir por sus propios medios.

Este íntimo y épico relato comienza en el principio de los años 1970, con Mariana, la hija de 17 años de una de las más ricas y poderosas familias en Buga, Colombia, que se encuentra profundamente enamorada de Antonio, el humilde hijo de un pescador. Marginados por sus familias, la joven pareja y sus dos pequeños hijos dejan atrás un país devastado por una guerra interminable por una mejor vida en los Estados Unidos, pero el sueño americano se transforma rápidamente en una pesadilla. Desesperada por salvar a su hija, Mariana debe buscar la fuerza para tomar la más dolorosa decisión que una madre puede afrontar, antes de que sea demasiado tarde.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento26 jun 2013
ISBN9780698137073
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    Los que no se quedan - Paola Mendoza

    capítulo

    UNO

    Buga, Colombia, 1972

    Mariana tomó el vestido azul celeste del armario. Era hermoso. Simple, mas en su simplicidad estaba su belleza. Lo dejó en la cama y suspiró con resignación. Al otro lado de la ventana, las calles de Buga hervían de preparaciones para las fiestas de sábado en la noche. Trató de calmarse pensando que al menos esta noche de sábado sería distinta. Al menos esta noche de sábado estaría en Cali.

    Su hermana Esperanza la había convencido de comprar el vestido una semana antes. Esperanza, su madre Amparo y Mariana condujeron hacia Cali con el único propósito de comprar un vestido para Mariana. Amparo y Esperanza insistían en que lo necesitaba porque ahora que Esperanza vivía en Cali, las invitaciones a fiestas no tendrían fin y por supuesto Esperanza no podría ir sola, su hermana pequeña tendría que estar a su lado todo el tiempo. Mariana aceptó reticente, porque una vez que su madre y su hermana se habían fijado una meta, discutir no era una opción. Mariana trató de hacer la experiencia lo menos dolorosa posible desapareciendo en el fondo mientras su madre y su hermana revoloteaban en una marea de vestidos, zapatos y bolsos. Decían a quien quisiera escuchar:

    No es que Mariana odie ponerse vestidos, no le gusta el proceso de selección, así que nosotras somos felices de ayudarle. Para eso está la familia.

    La verdad era que a Mariana no le gustaba ir de compras, pero odiaba los vestidos aún más. Le disgustaba la manera en que colgaban de su cuerpo informe. Se sentía más cómoda en bota campana, sandalias y camiseta. Entre más perdedora se viera, mejor. Mariana se sentía feliz de desaparecer en la libertad de la ordinariez que le daban los jeans y las camisetas. Sabía que era común y a veces incluso fea. La verdad goteaba en sus huesos, le pesaba en el pecho, encorvaba ligeramente sus hombros. Mariana era plana como un riel. En su cuerpo no había una sola curva donde debería, en cambio era una serie de líneas rectas simplemente conectadas unas con otras. Su pelo era indomable, los bucles crespos estallaban en todas las direcciones haciéndola ver, sin importar la hora del día, como si acabara de levantarse de la cama. Lo único capaz de distraer del desorden de su pelo, era la infame nariz. Amparo pasaba los días diciéndole a Mariana lo hermosa que era, a veces hasta pronunciaba la palabra espectacular. Tanto le decía, que Mariana estaba convencida de que su madre pretendía forzar la realidad con palabras. Mas las palabras de su madre, por más que lo intentara, no podían transformar la verdad del espejo.

    Amparo era una fuerza inolvidable e imponente. Su piel era blanca como la leche y suave como las perlas. Sus magníficos ojos color marrón hipnotizaban a cualquiera lo suficientemente valiente como para sostenerle la mirada. Físicamente se elevaba por encima de casi todos en el pueblo, sin embargo su estatura parecía acentuar su gracia. Sus voluptuosas caderas se balanceaban con naturalidad al ritmo de la cumbia que se filtraba en las calles desde las ventanas de las cocinas, donde las empleadas cocinaban elaboradas cenas. Pertenecía a una pequeña y estrechamente tejida comunidad de familias que protegían su riqueza, sus apellidos y su ancestro español porque, en sus mentes, de ello dependían sus vidas. La familia Azcárate era conocida por su piel blanco perla. Las mujeres eran reconocidas por sus cuerpos voluptuosos y su cocina hipnótica. El arte de la cocina era un regalo que pasaba de generación en generación. Las recetas eran secretos familiares, cuidadosamente transcritos en pergaminos conservados en alacenas con compartimentos secretos de los que sólo las mujeres de la familia conocían la existencia. Amparo amaba pasar tiempo en la cocina. Allí, con su madre sentía la calidez que ningún otro lugar le daba. Al calor de la estufa, Amparo olvidaba las noches solitarias pasadas en camas frías y extrañas, cuando su madre y su padrastro viajaban fuera de Colombia. Los grandes arcos la protegían del aislamiento y la soledad que la embargaban cuando estaba en la misma habitación que su padrastro. Olvidaba la amargura al calor del horno. La cocina se convirtió en su refugio. Tan pronto volvía de la escuela corría hacia la estufa. Se quedaba allí con su madre, sola o con las empleadas hasta que cabeceaba de sueño. Era en la cocina donde podía escuchar la voz de su difunto padre Juan Ignacio susurrarle cómo le gustaba el sancocho. Era al fantasma de su padre a quien ella daba crédito por su delicioso sancocho. A los dieciséis, Amparo era famosa en Buga, Palmira e incluso en algunas familias de Cali por el sancocho, la belleza y la risa alborotada.

    A los dieciséis, Amparo se casó con su primo segundo Hernando Andrés Cabal Martínez. Hernando Andrés llegó al mundo con los ojos bien abiertos, las manos listas para agarrar cualquier cosa que pudieran alcanzar. Su maldición era el deseo ardiente de entender cómo funcionaban las cosas. Tan pronto pudo sostener un destornillador se dedicó a desarmar teléfonos, inspeccionando cada detalle, siguiendo cada cable, hasta entender por completo cómo la voz de alguien viajaba por kilómetros por un cable hasta el oído de otra persona. Desarmaba motores de carro y luego los volvía a armar de cualquier manera. Las empleadas debían esconder licuadoras y tostadoras y vigilarlo en la cocina para que no desmontara el horno e incendiara la casa en el proceso. El hogar Cabal Martínez fue su laboratorio de destrucción, hasta que su fascinación por el funcionamiento de las cosas fue reemplazada por su fascinación hacia las mujeres.

    Desde que vio a Amparo en su fiesta de quince, supo que la quería como esposa. Fue un cortejo largo y sin incidentes. Amparo se comportaba con suma gracia social. El húmedo y caluroso día en que se unió la familia Cabal Azcárate, Amparo por fin besó a Hernando Andrés Cabal.

    Los Cabal eran celebrados por las delicadas pecas infaliblemente distribuidas por todo el cuerpo. El pelo oscuro acentuaba perfectamente los finos labios y los ojos redondos. Desde la llegada de la familia a Buga, unos trescientos años antes, hombres y mujeres habían sido los más altos del pueblo. Se decía que Dios había dispuesto que su estatura física correspondiera a su clase social. Generación tras generación crecían centímetro a centímetro y la tierra que amasaban se expandía hectárea por hectárea. Los Cabal eran conocidos por dos características: la primera, la finca El Arado, que había pertenecido a la familia desde que Juan Andrés Azcárate Igarrea llegó de Navarra, España, a conquistar el rebelde nuevo mundo. La segunda distinción era la nariz inolvidable.

    Con cada generación que pasaba, los Cabal eran cada vez más altos, más grande era su fortuna y más y más largas eran sus narices. En Buga, desde que se tenía recuerdo, el pueblo se alborotaba anticipando en apuestas si el recién nacido portaría la maldición de la nariz Cabal. Demasiados miembros de la familia, mujeres y hombres, habían visto sus rostros, de otro modo adorables, arruinados por la infame nariz de gancho.

    Amparo entraba en pánico al pensar que sus hijos podrían portar la maldición de la horrible nariz Cabal. Cuando se supo embarazada, comenzó una ronda de obsesivos rituales y rezos fanáticos para quebrar la maldición de la nariz ganchuda. En el intento desesperado por engañar al destino, Amparo se encontró en el portal decrépito de Doña Circua.

    Doña Circua era tan bajita como redonda. Era una mujer olvidable salvo por el pelo, que mantenía trenzado sobre el hombro derecho. Pasaba los días balanceándose en la mecedora, contenta de observar el despliegue del drama de la vida frente a sí. No hablaba con nadie acerca de las idas y venidas de Buga porque el viento se lo soplaba todo en sueños nocturnos. Le susurraba la pasión de los nuevos amores, el corazón desgarrado de la muerte y las lágrimas de la ruina financiera. El viento le traía los rostros de visitantes desconocidos que golpeaban a su puerta con bastante frecuencia. Los visitantes pedían hechizos para recuperar maridos infieles, brebajes para terminar embarazos inesperados y rezos especiales, en lengua desconocida, para detener la llegada de la muerte temprana.

    Doña Circua se levantó más temprano que de costumbre la mañana en que Amparo fue a visitarla. Salió al portal y observó las calles vacías. La brisa le acarició los tobillos, le recorrió el interior de las piernas, le rodeó el pecho y le susurró que preparara la aguapanela más dulce esta mañana, pues Amparo necesitaría dulzura para ayudarla en el amargo trecho de camino que tomaría su vida. Doña Circua inhaló la brisa y supo que la petición de Amparo sería de las difíciles. Deseaba el cambio, tarea complicada y bastante costosa.

    Amparo llegó calladamente a la casa de Doña Circua. No le pidió a Wilson, el chofer, que la llevara. Dijo a las empleadas que daría un paseo, estaba cansada de estar encerrada en casa en un día tan caluroso. Nadie hizo preguntas. En su estado todos la compadecían. Estaba gorda, las piernas hinchadas como salchichas, los pechos al borde de la explosión. Se sentía miserable y lo hacía saber. El embarazo era doloroso, difícil y estaba presto a tornarse peligroso. La dificultad provenía de ser primeriza, se convenció a sí misma. No sabía que cada nuevo embarazo sería más difícil y más peligroso. Tumbada en su sangre, tras el sexto parto, decidió que había alcanzado el límite. Seis eran su regalo al mundo. Seis casi la mataron.

    Amparo vio a la distancia la casa de Doña Circua, una pequeña caja de bloque, desvencijado techo de metal y puerta turquesa brillante. La puerta era turquesa para guiar a los extraviados hasta ella. Doña Circua estaba sentada en la mecedora, los ojos cerrados y una sonrisa leve en los labios. Amparo se acercó dudando qué debía decir o hacer. Los ojos de Doña Circua permanecieron cerrados.

    Siéntese, hice aguapanela.

    Amparo se sentó. Miró el agua turbia en la taza metálica y el estómago se le revolvió.

    Vine…

    Beba – dijo Doña Circua – sé por qué vino pero antes tiene que beber.

    Amparo tomó la taza con desconfianza y la acercó a los labios. Olió la dulzura de la panela y su estómago se calmó. El agua fría le alivió la boca reseca y se deslizó por la garganta. Se sintió refrescada. Deseaba pedir otra taza pero le dio vergüenza pedir más a una mujer que evidentemente no tenía tanto para dar.

    Ambas mujeres se sentaron en sus respectivos pensamientos. En silencio construyeron la confianza en la otra, la comprensión de la necesidad mutua. El lazo entre ellas era firme en medio del punzante silencio. Doña Circua sacó una bolsa de tela verde, una cinta morada mantenía atado el contenido. Amparo lo recibió sin saber qué contenía, sin embargo, tenía la certeza de llevar entre las manos la cura a la maldición. Doña Circa observó la calle de enfrente. No se molestó en mirar a Amparo a los ojos. ¿Por qué debería hacerlo? Si la situación fuera otra, Amparo no miraría dos veces a Doña Circua y con toda seguridad no la trataría de Doña. Siendo así, en lo que la concernía, mejor ser sincera en todos los aspectos de la vida, particularmente en lo referido a los negocios.

    Lleve estas piedras al río. Deje que el agua le cubra los tobillos. Fíjese en el agua hasta que pueda verse como es ahora. Camine fuera del agua y tire cada una de las piedras sobre su hombro derecho hasta que no quede ninguna. No mire hacia atrás. Nunca. Tendrá muchos hijos, no todos serán salvados.

    Silencio. Amparo, concentrada, repitió las instrucciones de Doña Circua, palabra por palabra. Cuando estuvo segura de haberlas memorizado por entero, se puso de pie, sacó un fajo de billetes del bolso y lo entregó a la mano abierta de Doña Circua. Amparo regresó a casa tan rápido como se lo permitió su cuerpo. Irrumpió en la cocina cuando el chofer almorzaba.

    Wilson, necesito que me lleve al Río Guadalajara inmediatamente.

    Apenas nació Esperanza, Amparo le revisó la nariz. Estaba maravillada. Esperanza era un perfecto ángel con la nariz más hermosa. Convencida de que la familia estaba libre de la maldición Cabal pronto quedó embarazada de Mariana. Así como en el primer embarazo, los nueve meses de gestación fueron difíciles y el parto fue aún más duro que el primero. Nacida Mariana, los médicos no podían detener la hemorragia de Amparo. Ríos de sangre se derramaban entre sus piernas. El suelo del hospital era un océano rojo. En ese caos, Amparo no pudo revisar la nariz de Mariana. Tres días después, cuando por fin recuperó la conciencia, lo primero que pidió fue ver a su hija. La enfermera la trajo envuelta en una cálida cobija rosada. Una niña – pensó – Esperanza tendrá con quién jugar. Cargó a Mariana y retiró la cobija que le tapaba la cara. Se le inundó el corazón, estaba frente a su peor pesadilla: la ganchuda nariz Cabal. Las palabras de Doña Circua retumbaban en su cabeza:

    Tendrá muchos hijos, no todos serán salvados.

    Amparó observó a Mariana por horas. Supo que la única salvación posible residía en El Señor de los Milagros. Sin que nadie lo notara, se deslizó fuera de la cama y caminó hacia la iglesia que resguardaba al milagroso. La ostentosa basílica siempre le había parecido fuera de lugar en el pintoresco pueblo de Buga. Las encumbradas torres rosadas se alzaban hacia el cielo como pulgares adoloridos que se negaran a ser ignorados. Su corte blanco era demasiado moderno para las antiguas casas de adobe, las calles adoquinadas y las raíces históricas bugueñas. Subió los peldaños con esfuerzo. Lentamente se arrodilló en el frío suelo de baldosa. La cruz de plata, adornada con oro y plata entretejidos sobre el Cristo de madera lo hacían un crucifijo único en el mundo. Amparo se replegó en el tiempo, mientras rezaba por su pequeño milagro. Los retorcijones de hambre de Mariana le golpearon los pechos, forzándola a ponerse en pie y volver al hogar. Una vez allí, observó el rostro angelical de Mariana y vio una nariz que no era perfecta, pero en su imperfección encontró el resplandor de la belleza. El puente de la nariz tenía una leve protuberancia que la curvaba ligeramente a la derecha. Amparo pensó que la protuberancia hacía que Mariana se viera más aristocrática. La delgadez de la nariz la hacía parecer más europea. Pronto Amparo vio a Mariana como la descendiente Cabal más hermosa nacida en siglos. De todas formas, las lenguas de Buga saltaron a la velocidad de la luz. Dijeron que Mariana había sido maldita con la peor nariz desde que la familia llegó de España. La maldición había evitado a Esperanza pero se había redoblado en la pobre Mariana. Un año después nacieron las gemelas, Catalina y Juliana, y la maldición Cabal se dividió en dos, dejándolas con narices no tan grandes como la de Mariana pero no tan hermosas como la de Esperanza. Para cuando nacieron Diego y Mario Andrés, la maldición había desaparecido milagrosamente, dejando a Mariana sola con la carga de los ancestros.

    A los diecisiete, Mariana iba a usar vestido por primera vez desde que era una niña. Tras tantos años de jeans, Amparo estaba emocionada de verla por fin en vestido, de verla como mujer. Abrió la puerta del cuarto de Mariana y la visión la detuvo en el umbral. Catalina y Juliana se adelantaron apresuradas a su madre para detenerse al verla, boquiabiertas de sorpresa. El vestido azul celeste abrazaba suavemente el cuerpo delgado. La luz agonizante del sol la rozaba con un resplandor cálido y transformaba su pelo crespo en un hermoso caos ordenado. Estaba radiante. Mariana no comprendía que la belleza enamora, endulza a los desconocidos, las puertas de la vida se abren con facilidad, los amores se ganan y se pierden sin inquietud porque la gente hermosa sabe que no estará sola, nunca. La mayoría de la gente entra a la belleza por breves momentos. Sin saberlo, Mariana estaba cubierta por el velo de su primer encuentro con la belleza.

    Mariana se sentía ridícula en vestido corto, maquillada y haciendo equilibrio en los dolorosos tacones. Amparo la observó sumergirse en un escudo de inseguridad y apresuró a sus hijas hacia el carro que esperaba. Le dijo al chofer que condujera lo más rápido posible hasta Cali, sin detenerse hasta llegar a la fiesta.

    Esperanza y Mariana se acercaron a la fachada de la casa alta. Las luces eran lánguidas, la música y el humo de tabaco se filtraba por cada grieta de la casa distendida. Las siluetas bailaban cercanas. Otra fiesta de casa repleta – pensó Mariana. Las hermanas abrieron la puerta del viejo camión rojo y descendieron con cuidado. El camión rojo era una molestia para todos en la familia, exceptuando a Mariana y a su padre. Los dos lo querían por diferentes razones. Hernando Andrés lo quería por su practicidad. Necesitaba un camión para trabajar en El Arado; necesitaba halar, empujar, transportar caña de azúcar, equipo mecánico, gente, todo lo requerido para asegurarse de que la producción y el funcionamiento de los quinientas hectáreas de tierra fuera lo que había sido durante más de trescientos años. A Mariana le gustaba el camión porque se sentía más viva cuando se acostaba en la parte trasera y miraba hacia el cielo. Dejaba entonces que sus pensamientos vagaran hacia otra vida. Podía ignorar la vida que estaba viviendo. Una vida en la que era participante pasiva de una historia ajena, una historia que no la incorporaba, una historia que pasaba sin ella. Mariana no podía traducir sus deseos en palabras. No sabía exactamente qué quería pero sabía que no deseaba lo que vivía en ese preciso momento.

    La música de Lucho Bermúdez resonó desde el radio recién importado en la gran mesa del comedor. Esperanza desapareció rápidamente en la nube de humo y risas. Mariana cruzó la masa de desconocidos y tomó camino hacia la parte trasera de la casa, donde el ruido era más bajo y había menos gente. Sabía cómo sería esta noche. Mariana no se movería de su rincón, algunos se acercarían y entablarían conversación hasta que se dieran cuenta de que era hermana de Esperanza y entonces todo el diálogo giraría entorno a ella. Mariana sonreiría, reiría, fingiría estar interesada en cualquier conversación tonta. Bailaría algunas canciones aquí y allá para romper la monotonía pero al final la noche sería como todas las noches de fiesta a las que había asistido. De regreso a casa, Esperanza se quedaría dormida en su hombro y Mariana miraría por la ventana, incapaz de dormir a causa de la irritante pesadez en los huesos.

    Mariana se detuvo junto a la ventana. Miró hacia el gentío y sus ojos capturaron los de un desconocido. Ojos oscuros, como noches sin Luna en El Arado, manchados de puntos verdes, acentuados por pestañas tan espesas como el humo que despedían las chivas en su camino por el cerro Pan de Azúcar. Las cejas negras estaban dibujadas con delicadeza en la piel café oscura. Mariana dejó los ojos y el pelo, liso como paja, negro como la noche, cayó sobre los ojos del desconocido. Él lo retiró de la cara y emprendió camino hacia Mariana. Ella dejó de respirar, miró hacia el suelo. Deseó desaparecer, ser tragada por las grietas. A cada paso, la espalda se tensaba, se estiraba, contraía y amarraba en cien nudos. Él estaba tan cerca que podía percibir su olor. Era dulce y amargo, pleno de pasado y complejidad. Su olor la arrebató, invadió su ser, las rodillas se le doblaron. Se alejó antes de que él pudiera hablarle. Una silla, la salvación. Se sentó, molesta por los altos tacones. Y entonces escuchó su voz:

    Entiendo…

    Ella miró hacia arriba. Él señaló sus tacones. Sonrió.

    Bueno, no realmente…

    Ambos rieron.

    ¿Cómo te llamas?

    Mariana Cabal Azcárate.

    Encantado de conocerte, Mariana Cabal Azcárate. Soy Antonio Rodríguez García

    Antonio provenía de una familia llena de huecos. Su abuela paterna había muerto dando a luz a Juan Carlos, el padre de Antonio. Los abuelos maternos eran borrachos y Beatriz, madre de Antonio, era hija única. Beatriz estaba decidida a dar sus hijos la infancia que ella no pudo tener. Deseaba ser la madre amorosa con la que había soñado en su infancia y lo fue. Deseaba que sus hijos tuvieran un padre honesto, bondadoso y amoroso y lo tuvieron. Juan Carlos era todo eso y más. Beatriz deseaba tener muchos hijos, así que tuvieron diez saludables y alborotados hijos. Sin embargo, una familia tan numerosa tenía un costo. Juan Carlos tenía tantas bocas que alimentar que la única manera que encontró para lograrlo, fue trabajar en los animados puertos de Buenaventura. Colombia estaba enviando lejos café, banano y carbón y la espalda de Juan Carlos se necesitaba para cargar los barcos. Trabajaba día y noche y enviaba cada peso a Beatriz. Beatriz era madre y padre en el hogar Rodríguez. Antonio lo veía una vez al año, aunque siempre se sentía la presencia de su padre. De las paredes desportilladas colgaban fotos de él. Los regalos que le compraba a Beatriz eran siempre exhibidos con orgullo. La ropa que les compraba en Navidad pasaba de un hijo a otro por años y años.

    Antonio había llevado a la fiesta una camisa nueva. Su madre pensaba que era una extravagancia pero como él había comenzado a trabajar hacía poco y era su dinero el que estaba gastando, nada dijo. Juan Carlos había tratado de convencer a su hijo de trabajar con él en los muelles, pero Antonio imaginaba una vida diferente para sí. Deseaba que su espalda nunca conociera el peso de las riquezas del país, peso al que la espalda de su padre estaba bien acostumbrada.

    La conversación de Mariana y Antonio fluía como si se hubieran conocido por años. Reían sin vergüenza de pequeñas bromas privadas, bailaban hasta que el sudor les mojaba la ropa y, hacia el final de la noche, terminaban las frases del otro. Mariana estaba inundada por una marea de química y no percibió las murmuraciones del rededor ni las miradas desaprobadoras que le lanzaban su desprecio.

    Esperanza buscó a Mariana en la marea de gente y cuando la vio quedó pasmada. Su hermana era otra persona. Apenas la reconocía. Mariana parecía haber robado la risa de su madre. Las largas piernas sensuales cruzadas a la altura de los tobillos parecían las piernas de otra mujer. El vestido azul ya no colgaba de huesos protuberantes sino que envolvía la figura de una mujer plena. Esperanza supo al instante que su hermana se había perdido en el laberinto del amor.

    De regreso

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