He estado pensando
Por Daniel Dennett y Ferran Mateo
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Daniel Dennett, preeminente filósofo y científico cognitivo, dedicó su larga carrera a descifrar los misterios más espinosos y fundamentales de la mente. ¿Tenemos libre albedrío? ¿Qué es la conciencia y cómo surgió? ¿Qué distingue la mente humana de la de los animales? Sus respuestas han marcado profundamente nuestra era de pensamiento filosófico. He estado pensando traza el desarrollo del intelecto del propio Dennett y nos instruye sobre cómo podemos convertirnos cada uno de nosotros en buenos pensadores.
La incesante curiosidad de Dennett le lleva de su infancia en Beirut y las aulas de Harvard, Oxford y Tufts, a «cruceros cognitivos» en veleros, a los campos de Maine, y a grupos de reflexión de todo el mundo. Por el camino, se encuentra y debate con una serie de pensadores legendarios —Douglas Hofstadter, Marvin Minsky, Gilbert Ryle, Stephen Jay Gould, entre otros— y revela los avances y errores de juicio que dieron forma a sus teorías. Pensar, sostiene Dennett, es difícil y arriesgado. De hecho, todo buen pensamiento filosófico va acompañado de desconcierto y solo cuando nos equivocamos encontramos, muy de vez en cuando, la manera de acertar.
Estas memorias, que inspirarán a cualquiera que busque equilibrar una vida dedicada al pensamiento con la aventura y la creatividad, ofrecen además una clase magistral sobre los temas dominantes de la filosofía y la ciencia cognitiva de los siglos XX y XXI —el lenguaje, la evolución, la lógica, la religión, la IA, etc.
La crítica ha dicho...
«Qué injusto que un hombre sea bendecido con semejante inteligencia». Richard Dawkins
«Cualquiera que esté interesado en la filosofía debería leer las memorias de Dennett y plantearse cómo consiguió su voz distintiva». Times Literary Supplement
«Dennett no solo cuenta la historia de su extraordinaria vida académica e intelectual, sino que también explica las herramientas que utiliza para impulsar su pensamiento». Science
«De lectura obligatoria para saber lo que significa vivir como filósofo». Prospect
«Uno de los filósofos más amenos, intelectualmente ágiles y científicamente cultos de la actualidad». Nature
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He estado pensando - Daniel Dennett
PRIMERA PARTE
UN INICIO CON BUEN RITMO
Resolviendo un problema en Beirut, 1946
1
INFANCIA
Vine al mundo en Boston en 1942, el único nieto entonces de Daniel C. Dennett, un respetado médico de una zona residencial de Boston llamada Winchester, e hijo de Daniel C. Dennett Jr. Desde muy joven, renegué del sufijo III por considerarlo presuntuoso, así que opté por llamarme Daniel C. Dennett sin más, lo que a veces desconcertaba a los bibliotecarios, que no comprendían cómo podía yo tener un hijo que hubiera publicado «Pirenne y Muhammad» en Speculum, en 1948. Mi padre, historiador del primer islam, también trabajó como agente de inteligencia en la Oficina de Servicios Estratégicos y posteriormente en el Grupo Central de Inteligencia, precursor de la CIA. Falleció trágicamente durante una misión en un accidente aéreo en Etiopía en 1947, cuando vivíamos en Beirut. Mi hermana menor, Charlotte, una destacada periodista de investigación y abogada, escribió Follow the Pipelines (2022), un libro en el que aborda sus esfuerzos por llegar al fondo de ese intrincado misterio. Recientemente, a mis hermanas y a mí nos invitaron al servicio conmemorativo anual de la CIA, que por fin reconoció a mi padre como el primer agente de la CIA fallecido en acto de servicio. Actualmente, su nombre está grabado en una estrella en el muro conmemorativo de mármol blanco en la entrada del cuartel general de Langley. Mi madre, Ruth, era profesora de inglés y se había ido de Minnesota en busca de nuevas experiencias. A principios de la década de los treinta, viajó a Beirut para enseñar en la American Community School (afiliada a la Universidad Americana de Beirut), donde conoció a mi padre, quien impartía clases allí mientras investigaba para su doctorado en Harvard sobre historia islámica y exploraba Oriente Próximo, aprendiendo árabe y entablando amistades.
Dado que mi padre falleció cuando apenas tenía cinco años, mis recuerdos de él (a partir de recuerdos de recuerdos) son más bien borrosos y tienden a estar teñidos de color de rosa, pero lo adoraba y disfrutaba enormemente acompañándolo en su todoterreno especial. Incluso me llevaba en misiones que no representaban un peligro real, ya que tener a un niño pequeño de acompañante era un excelente camuflaje para un agente. Como prueba de una de esas expediciones, conservo dos pequeñas cicatrices en las orejas; los beduinos, a quienes mi padre visitaba, decidieron que debían perforármelas. Mi madre me quitó los hilos en cuanto regresamos a casa, en Beirut, pero las marcas de los pinchazos aún son visibles. A lo largo de los años, he ido oyendo relatos fascinantes sobre sus aventuras y logros de boca de viejos amigos de la familia que lo conocieron bien. Por lo que cuentan, deduzco que era un hombre carismático y encantador, y que esas cualidades lo convertían de forma natural en el centro de atención. En la Phillips Exeter Academy, donde completé mis dos últimos cursos de enseñanza secundaria, tuve la oportunidad de conocer a varios hijos de padres famosos: novelistas, diplomáticos, científicos, magnates. Observé que compartían un síndrome: algunos de esos jóvenes (no todos) parecían casi incapacitados por la presión de igualar la brillantez de sus progenitores. Eran sumamente elocuentes y estaban bien instruidos, muy leídos, eran superiores intelectualmente en muchos aspectos, pero a menudo fracasaban al intentar completar tareas sencillas como un trabajo final, un conjunto de problemas o la reseña de un libro. En más de una ocasión me he preguntado si habría sido capaz de gozar de la trayectoria que he tenido bajo la sombra de un ídolo intelectual y aventurero de la talla de mi padre, de haber seguido él con vida. Ya era bastante difícil intentar alcanzar su casi legendario estatus entre los amigos de mi madre, quienes a menudo reiteraban, a veces con lágrimas en los ojos, que yo era el vivo retrato de mi padre, incluso en la forma de contar historias y escoger las palabras.
En Beirut, disfrutábamos del confort típico de la vida diplomática. En aquel entonces, Estados Unidos no tenía una embajada en el Líbano, solo una legación, y mi padre ocupaba el cargo de agregado cultural. Nuestra elegante residencia, ubicada en pleno corazón de Ras Beirut, en la calle Bliss (entonces rue Bliss), estaba cercada por una alta verja de hierro en torno a un amplio jardín. Contábamos con una cocinera, una niñera armenia y un «chófer» que, en ocasiones, cumplía las funciones de niñero y guardaespaldas con mi hermana mayor, Cynthia, y conmigo. No era un mal comienzo para una vida de aventuras intelectuales, incluidas una gacela en el jardín (a la que, por supuesto, llamé Babar) y una casa repleta de libros, discos y arte.
Durante años, acaricié el sueño de superar uno de los éxitos más célebres de mi padre en la década de los treinta. Como hablaba con fluidez alemán (además de francés y árabe), seguía de cerca la prensa europea desde Beirut y se enteró del fallecimiento de Peter Graf von Spaur, quien había legado su gran villa en Salzburgo a su anciana ama de llaves. Mi padre reaccionó de inmediato, y escribió una carta a la mujer para proponerle alquilar la villa amueblada para él y sus amigos durante el verano, mientras ella decidía qué hacer. La respuesta del ama de llaves fue de agradecimiento y aprobación, y le ofreció unas condiciones asombrosamente favorables. Sin perder tiempo, mi padre escribió a sus amigos de Harvard y a otros conocidos que estaban estudiando en Europa, y los invitó a una gran fiesta en esa residencia de Salzburgo que se alargaría todo el verano. Todos estaban invitados, con la única condición de que contribuyeran con los gastos de comida y alquiler, si decidían quedarse. Muchos se presentaron y ocuparon las habitaciones de la villa, mientras el ama de llaves se encargaba de preparar las comidas y mantener la casa en perfectas condiciones. Después de los conciertos habituales en el Mozarteum de la ciudad, regresaban a la colina junto con su vecino, Richard Strauss, tarareando melodías y comentando el concierto al que acababan de asistir. Se podía contar con el joven clavicembalista Ralph Kirkpatrick para que improvisara conciertos en la veranda, mientras otros músicos, artistas e historiadores amenizaban la velada. Mi madre, una de las habituales, recordaba con nostalgia aquellas noches doradas en Austria.
Después del trágico accidente aéreo en el que perdimos a mi padre, mamá tomó la decisión de llevar a la familia, junto con la niñera, de vuelta a Massachusetts. Primero nos instalamos con los abuelos Dennett en Winchester, y luego nos mudamos a una modesta casa en la misma ciudad, adquirida con la indemnización del seguro de vida que mi madre recibió del Gobierno. Con dosis de gran ingenio, contactó a dos vendedores locales de alfombras, los señores Mouradian y Boodakian, para organizar una serie de eventos sociales a fin de presentar a nuestra niñera, Mary Bedoian, a una docena de solteros armenio-americanos. Dos días antes de que expirara su permiso de residencia de un año, Mary se casó con Johnny Mkjian, un mécanico joven y bueno, y se instalaron en Watertown, una localidad cercana con una extensa comunidad armenia. Para nosotros, se convirtieron en una prolongación de nuestra familia, y con ellos mantuvimos viva la conexión con los recuerdos y las tradiciones de Beirut durante décadas. Mientras tanto, mamá encontró trabajo en Boston como editora de estudios sociales en la editorial de libros de texto Ginn & Co. Para ayudar en casa, contrató a Edna Anderson, conocida como Cookie, una especie de Mary Poppins, que llegó a ser como nuestra segunda madre. Cookie se encargaba de las tareas domésticas, nos preparaba la comida y aplicaba correctivos frentes a nuestras travesuras. Había pertenecido a la alta sociedad en Newton como esposa de un exitoso decorador de interiores, pero durante la Depresión se arruinaron y su marido la dejó con una montaña de deudas. Nosotros éramos, creo recordar, la tercera o cuarta familia para la que había trabajado, y se quedó con nosotros casi veinte años, con lo que pasó a ser un miembro muy querido del núcleo hogareño. Mi madre solía ir caminando hasta la estación de tren todas las mañanas para ir a trabajar a Boston, y regresaba a casa a pie desde la estación a primera hora de la tarde. Allí, la recibíamos, tanto Cookie como nosotros, los niños, listos para cenar después de que mamá se tomara su bourbon con hielo y revisara el correo. Algunas tardes la veía editando manuscritos de libros de texto en la mesa del salón y a menudo me explicaba, con grandes dosis de paciencia, qué había erróneo, flojo o equívoco en una frase, que sometía a una revisión quirúrgica. Fue una lección que me marcó profundamente y me inculcó la importancia de escribir con claridad y precisión.
¿Y quiénes fueron mis figuras paternas sustitutas? En primer lugar, Sherman Russell, el mejor amigo de mi padre desde el instituto, a quien aquel le había arrancado la solemne promesa de cuidar de «Ruth y los niños» en caso de que le sucediera algo en Beirut. Sherman cumplió de manera ejemplar y estuvo a punto de pedirle matrimonio a mamá (aunque nunca se casaron, yo lo adoraba y estaba completamente a favor de ese enlace que nunca llegó a celebrarse). Sherm nos recibió cuando nuestro barco atracó en Nueva York y, tras unos días en la ciudad, incluida una visita al zoológico del Bronx, nos llevó a Winchester. Fue él quien me regaló mi querido juego Erector, con el que comencé a construir todo tipo de cosas: desde una casa en el manzano del patio trasero hasta maquetas de veleros y una mesa para trenes eléctricos Lionel con un sinfín de interruptores, casitas y puentes. Además, Sherm era un experto jinete que viajaba a Irlanda todos los años para participar en la caza del zorro en la legendaria finca de lady Molly Cusack Bermingham. Un fin de semana en que Cookie estaba fuera, mi madre decidió invitar a algunos compañeros de trabajo a cenar langosta en casa. Sin embargo, como era del Medio Oeste, cometió el error de meter los cuatro crustáceos vivos en un cubo de agua dulce en el sótano, por lo que murieron y ya no eran comestibles. Cuando se dio cuenta de su metedura de pata, me mandó, con mi flamante carné de conducir, a la pescadería a comprar otras cuatro, pero luego surgió el problema de qué hacer con aquellos vergonzosos cadáveres verdes. Tirarlos a la basura no era una opción, ya que Cookie los encontraría el lunes por la mañana al vaciar los posos del café y durante años se burlaría de mamá. La solución era simple: llamar a Sherm.
—¡Sherm! —exclamé—. Mamá ha cometido un error terrible y tenemos que… esconder unos cadáveres.
—¿Cuántos? —preguntó.
—Cuatro.
—¿Y dónde están ahora?
—En el maletero del coche.
Después de una breve pausa, Sherm dijo:
—De acuerdo, Danny. Escucha con atención. Ven a mi casa. Estaré en el garaje y abriré la puerta cuando te vea llegar con el coche, luego la cerraré en cuanto estés dentro. Ya se nos ocurrirá algo. Conduce con cuidado. No aceleres.
La situación le causó más gracia que indignación cuando vio las langostas muertas, de las que se deshizo al instante en su cubo de basura. Era una muestra de hasta dónde estaba dispuesto a llegar Sherm para cumplir su promesa a mi padre.
Otra figura paterna fue mi jefe de exploradores (sí, soy un Eagle Scout), Paul Butterworth, un artista comercial que me animó a desarrollar mis habilidades como dibujante y caricaturista. Pero aún más influyentes fueron algunos de los monitores del campamento Mowglis, ubicado junto al lago Newfound de Nuevo Hampshire, donde pasé siete veranos de 1951 a 1958, primero como campista y luego como monitor de vela y piragüismo. Ed Lincoln, el instructor de vela, me enseñó a navegar y también me introdujo en el mundo del jazz; él era batería y su hermano tocaba la trompeta. Otros consejeros también tuvieron un impacto significativo en mi vida. Para mí, Mowglis era la mejor parte del año. Cuando recuerdo esa época, me doy cuenta de que solo tengo algunos recuerdos vívidos de la escuela primaria y de los primeros años de secundaria, pero los recuerdos nítidos y detallados solo los conservo de las ocho semanas que pasaba en Mowglis todos los meses de julio y agosto.
En mi primer curso en la escuela secundaria de Winchester (1955-1956), tuve dos maravillosos profesores de historia antigua: Catherine Laguardia y Michael Greenebaum. Eran jóvenes internos del programa de magisterio de Harvard y estimularon mi curiosidad. La señorita Laguardia me inspiró a escribir un trabajo trimestral sobre Platón, completado con un dibujo de El pensador de Rodin en la portada. Aunque en ese momento solo entendí algunas de las ideas de Platón, lo incluí en mi panteón de pensadores que debía estudiar más adelante. El señor Greenebaum era mi héroe, y su capacidad para despertar la imaginación de los jóvenes me convenció de que quería ser profesor. Nuestro trabajo trimestral consistió en inventar una antigua civilización mediterránea y narrar su historia, con sus guerras y su cultura. Puse todo mi empeño en crear la historia de «Lucrenia», con mapas, el nacimiento de una nueva religión, algunas guerras y varios avances arquitectónicos.
También tuve un profesor de inglés pésimo, un esnob pomposo que llegó al instituto de Winchester procedente de otro lugar rodeado de elogios y avales (no mencionaré su nombre, pero, si alguno de mis compañeros lee este libro, sabrá a quién me refiero). En una ocasión en clase anunció, como si fuera una obviedad y sin ambages, que Shakespeare era el hombre más grande que jamás hubiera existido. Hastiado de sus afirmaciones arrogantes, decidí levantar la mano. Cuando me dio la palabra, planteé que, si bien Shakespeare tal vez fuera el mejor escritor de todos los tiempos, ¿qué pasaba en otros ámbitos, con figuras como Alejandro Magno, Albert Einstein o incluso el Jesucristo bíblico? Su respuesta fue despectiva, pero a partir de ese día, cada vez que soltaba uno de sus fatuos comentarios, yo alzaba la mano. Rara vez me daba la palabra y, cuando no lo hacía, me levantaba en silencio, recogía mis cosas y salía del aula. Nunca se quejó de mí, y yo guardé como oro en paño el sobresaliente por trabajo y el suspenso por comportamiento que me puso al final del curso.
En 1957, me trasladé a Exeter para cursar los dos últimos años de bachillerato, convencido por antiguos amigos académicos de mi padre (profesores de Harvard y similares), que insistieron en que sería el lugar adecuado para mí. El abuelo Dennett pagó la matrícula; y tenían razón. Profesores maravillosos, compañeros maravillosos, proyectos maravillosos. Mis dotes de escritor se vieron perfeccionadas por el renombrado George Bennett, entre cuyos alumnos figuraban Gore Vidal, Peter Benchley y John Irving, entre otros. Mis aptitudes para la escultura, que surgieron por primera vez bajo la mirada atenta de Thayer Garland, que me enseñó a tallar en Mowglis, se desarrollaron en Exeter aún más con Glen Krause. Krause, un pintor cuyo taller se convirtió en mi segundo hogar en 1958-1959, me introdujo en el trabajo con moldes para fundir metal. Unos años después, mientras estudiaba en Harvard, una galería en Newbury Street de Boston presentó una exposición de dos artistas: pinturas de Glen Krause y esculturas de Daniel Dennett. Cuando informé a mi madre sobre mi inminente exposición en Newbury Street, se percató de que podía ir a visitarla durante su pausa para la comida desde Ginn & Co. Sin embargo, antes de revelarle el nombre de la galería, le hice prometerme que no revelaría su parentesco con el artista. Fue entonces, mientras aún colgaban las pinturas de Glen y no había carteles que identificaran las piezas de los artistas, cuando vio una de mis esculturas nuevas, completamente diferente en cuanto a estilo y técnica a lo que había hecho antes, y le preguntó al galerista quién era el escultor. «¡Ah, es una obra nueva de un joven escultor italiano muy interesante, Danielo Dennetti!». Esta frase ilustra una de las principales razones por las que ahora estoy bastante alejado del mundo del arte. Disfruto de la compañía de los artistas, pero no soporto a los galeristas, a los críticos de arte ni, por desgracia, a muchas de las personas que pueden permitirse comprar piezas de arte originales. Vender una obra a menudo me parecía una traición, como si estuviera regalando a un hijo mío. Se expusieron mis esculturas táctiles en la galería Underdonk de Brooklyn en 2017, pero ninguna de las piezas estaba a la venta. En mi aversión por los galeristas, debo hacer una excepción con Nicholas Cueva, quien dirige de manera ejemplar esa galería.
En 1959, de los doscientos estudiantes de mi promoción en Exeter, alrededor de cuarenta ingresaron en Harvard, y mi familia esperaba que yo hiciera lo propio. Mi padre había sido tutor en Harvard, en la Eliot House, durante varios años, cuando Cynthia y yo éramos pequeños, y en 1947, justo antes de que muriera en el accidente de avión, le habían ofrecido una cátedra allí. Teníamos buenos amigos en la facultad. Sin embargo, yo quería ser un poco más independiente y me había impresionado la Universidad Wesleyana de Middletown, Connecticut, así que decidí ir allí.
2
MÚSICA: UNA DIGRESIÓN IMPORTANTE
A nuestra familia siempre le ha apasionado la música. En Beirut teníamos un fonógrafo que solía reproducir los voluminosos discos de 78 rpm, a los que había que dar la vuelta cada pocos minutos, una ardua tarea si querías escuchar una sinfonía de Beethoven de principio a fin. Allí teníamos también un piano vertical y, cuando regresamos a Estados Unidos en 1947, tras el fallecimiento de mi padre, la abuela Dennett nos obsequió con su querido y antiguo piano de cola Steinway. Este piano, que aún conservo en mi casa, se convirtió en el corazón de nuestro hogar en Winchester. Cynthia y yo comenzamos a tomar clases de piano de inmediato, con Louisa Parkhurst, una querida profesora, pero algo anticuada, que había sido alumna de dame Myra Hess, a quien admiraba enormemente y con razón. La señorita Parkhurst estaba más preocupada por el sentimentalismo y el método Leschetizky, que consistía en relajar los antebrazos y las manos y acariciar las teclas (si mal no recuerdo), lo que significó que me libré de muchos ejercicios de digitación rigurosa y ejercicios Hanon, y tuve una práctica más bien mínima de lectura a primera vista. Mi madre era una pianista excelente, y me encantaba escucharla tocar por las noches mientras me adormecía en el piso de arriba. Sin embargo, nunca logré igualar su capacidad para leer partituras a primera vista, lo cual siempre lamenté. Durante sus años universitarios en Minnesota, mi madre había ganado dinero tocando el piano para acompañar películas mudas, varias diferentes todas las semanas, una tarea ardua que parecía afrontar con aplomo. Por mi parte, nunca logré acostumbrarme lo suficiente para mirar adelante a la vez que me esforzaba en concentrarme, todo yo ojos y oídos, en los acordes que estaba viendo en la partitura y tocando en ese momento, como si estuviera leyendo un libro palabra por palabra. A menudo me quedaba dormido escuchando a mi madre tocar abajo, mientras trabajaba en nuevas piezas o interpretaba algunas de sus favoritas, como la cantata Jesús, alegría de los hombres de Bach o el Preludio en mi bemol mayor de Rajmáninov, que me emocionan profundamente cada vez que los escucho.
Solíamos cantar alrededor del piano, y mamá tocaba todo lo que le poníamos delante: villancicos, canciones de Gilbert y Sullivan, partituras de South Pacific y My Fair Lady, y otros musicales, así como canciones de campamento y populares, en especial de nuestra colección favorita, el Fireside Book of Folk Songs. A lo largo de los años, he avistado a menudo ese querido libro verde en los pianos de amigos que crecieron también con él. Contiene hermosos y fáciles acompañamientos de piano de Norman Lloyd, y un suave énfasis izquierdista que solo reconocí al cabo de muchos años. Supongo que la mayoría de los estadounidenses de hoy podrían cantar Home on the Range o I’ve Been Workin’ on the Railroad, pero nosotros, los amantes del Fireside (los firesiders), también podíamos cantar Joe Hill, Hallelujah, I’m a Bum e incluso la canción rusa Pólyushko-Pole (Meadowlands, en su traducción al inglés). También solíamos cantar himnos. Aunque mamá no frecuentaba mucho la iglesia, a diferencia de la abuela Dennett, nos enviaba a la escuela dominical, donde aprendimos muchos himnos que disfrutábamos, y aún disfrutamos, cantando.
Cuando cumplí trece años, me cansé de la señorita Parkhurst. Aunque había interpretado varias piezas clásicas en diferentes recitales, y había recibido aplausos considerados por mi interpretación, mi interés por el jazz iba en aumento. Cynthia y yo, como la mayoría de los niños de nuestra época en los años cincuenta, escuchábamos música popular en nuestras emisoras de radio favoritas, y esperábamos con impaciencia todas las semanas el programa «Your Hit Parade» de la NBC (patrocinado por Lucky Strike), y en el que participaban Dorothy Collins, Snooky Lanson y Gisele MacKenzie) para saber si nuestra canción favorita del momento había subido en la clasificación o había caído del top diez. Sin embargo, la música pop de esa época, justo en los albores del rock and roll, me parecía sentimental y cursi, y no quería tocar esa música con el piano. La señorita Parkhurst, en un intento por reavivar mi entusiasmo, me asignó, en vano, las partituras de Shrimp Boats Are A-Comin y Syncopated Clock de Leroy Anderson.
Mi madre encontró para mí a un profesor de piano jazz en Boston. Todas las semanas, viajaba allí en tren, tomaba el metro hasta Copley Square y caminaba, pasando por Jack’s Drum Shop y Storyville, que era la discoteca de jazz más importante de la ciudad, hasta el estudio de Alan Smith. Fue una aventura que me pareció muy adulta y me enganchó de inmediato. Alan me enseñó armonía básica: los acordes, el círculo de quintas, el blues de doce compases, voicings de jazz, composición para solistas, excelencia en quintas bemol; y exploramos varios estilos, desde el stride de Teddy Wilson hasta el «crol» de octavas a dos manos de George Shearing, pasando por la extravagancia percusiva propia de Erroll Garner y el minimalismo de Count Basie. Fui a la tienda de música local y, discretamente, pagué veinte dólares por debajo de la mesa por mi primer fake book (libro falso o pirata). Era el material esencial para cualquier pianista de jazz que quisiera tocar para conjuntos de baile improvisados o en pequeños grupos de ese género musical, pues contenía todos los estándares de baile y jazz mimeografiados en una carpeta negra de tres anillas. Presentaba dos o tres canciones en cada página, que contenía la melodía en su tonalidad estándar, los acordes y, en caso de que hubiera vocalista, la letra. El fake book era una producción ilegal y anónima, inspirada en el samizdat (la práctica de reproducción clandestina soviética), y a menudo plagiada del costoso sistema legal, Tune-Dex, que enviaba por correo fichas de canciones estándar a sus suscriptores. Tune-Dex pagaba derechos de autor por publicar estas fichas; el «libro falso», por el contrario, no, pero nunca me he enterado de que detuvieran a nadie por venderlos o usarlos sin tapujos. Así que aprendí a leer partituras o «gráficos», y, como solo tenía que leer a primera vista la melodía conocida y sabía hacer todos los acordes, tocaba las canciones de George Gershwin, Cole Porter, Irving Berlin, Richard Rodgers y unos miles más con cierta soltura. Incluso podía seguir el primer estribillo con otros estribillos, improvisando solo a partir de los acordes. No tardé en aprender a tocar de oído y era capaz de sentarme al piano e interpretar peticiones de casi cualquier canción popular, casi siempre adivinando las progresiones de acordes y cambiando la tonalidad, si era necesario, para adaptarme a las voces de los cantantes.
Mientras que, cuando estudiaba con la Srta. Parkhurst, a menudo encontraba excusas para no ejercitarme a diario, ahora todos los días me pasaba horas tocando piezas del libro falso, o simplemente nuevas canciones que había escuchado. ¡Jazz! Me volví sobradamente bueno como para ser elegido o el pianista de la banda en 1957 para el espectáculo de vodevil anual del Instituto de Winchester, un evento muy esperado para el que los estudiantes creaban números, ya fuera en grupo o en solitario, y hacían audiciones. Había cantantes, bailarines, malabaristas, acróbatas, humoristas, adiestradores de perros, etc. Muchos de los números correspondían a grupos de chicas que bailaban alguna canción popular y ensayaban con discos de 45 rpm, que me daban a fin de que yo los transcribiera para la banda. Fue una gran experiencia de aprendizaje, ya que la banda, bajo la dirección de Chip Mead (hijo de un profesor de la Universidad de Tufts que luego llegaría a ser presidente de esta institución; mis vínculos con Tufts se remontan a mucho tiempo atrás), contaba con Mead en el saxo alto, además de con una trompeta y con un trombón, junto con un guitarrista, a los que se sumaban el piano, el bajo y la batería, así que tuve que escribir partituras para instrumentos en mi bemol y si bemol, además de los arreglos para el guitarrista, para el bajista y para mí.
También me encargaron acompañar al piano en los ensayos y las actuaciones del grupo anual de claqué. En aquel entonces, las chicas asistían a clases de ese tipo de baile, y la escuela, con perspicacia, contrató a uno de los profesores de danza locales para entrenar a todas las participantes en una compañía de claqué al estilo de las Rockettes. No era necesario pertenecer a una camarilla popular para unirse. La canción seleccionada aquel año fue Anything Goes, de Cole Porter, y durante varias horas a la semana, después de las clases, en lo que parecieron meses, me dediqué obedientemente a aporrear las teclas, mientras las jóvenes aprendían la coreografía.
In olden days a glimpse of stocking
was looked on as something shocking,
but now, God knows,
(Clackety-clackety-clack-clack)
Anything goes!
(Clackety-clackety, clackety-clack …)¹
Para el ensayo general (con público), ya había aborrecido la canción, a pesar de que Cole Porter sigue siendo uno de mis ídolos. El plan era simple: las chicas se situarían en fila detrás del telón, y una lucecita en el foso me indicaría que debía iniciar mi introducción al piano, que no eran sino los últimos ocho compases del estribillo. Tenía que tocar solo yo, sin la banda; al fin y al cabo, el público tenía que oír los toques de claqué. El telón comenzaba a abrirse mostrando a aquellas bellezas en lentejuelas y con pose atractiva, y ellas arrancaban su número de baile en cuanto terminaba mi introducción. Para gran desconcierto mío, la lucecita se encendió: empecé a tocar y miré arriba, solo para comprobar que el telón seguía cerrado. ¿Qué debía hacer, pues? Decidí tocar un estribillo completo de treinta y dos compases, esperando que el telón se abriera durante los últimos ocho, pero nada. Llegados a este punto, el telón seguía sin levantarse y yo ya me había comprometido con las siguientes notas, así que toqué otro estribillo y me detuve. El público estaba desconcertado. ¿Por qué se tocaba un solo de piano que no constaba en el programa? Aplaudieron educadamente mientras yo me levanté, me giré y saludé, aunque maldije cada momento. Por fin la luz se encendió, pero no me moví hasta que la profesora asomó la cabeza por entre la rendija del telón y me confirmó en un susurro que estaban listas. Con creciente aprensión, retomé la introducción de ocho compases y, en efecto, las chicas estaban allí y comenzaron a bailar al unísono. ¡Por fin! Sin embargo, en mi alivio momentáneo, no presté suficiente atención, y en el tercer o cuarto estribillo me perdí por un momento y toqué el interludio ocho compases antes de tiempo («El mundo se ha vuelto loco hoy, y lo bueno es malo hoy…»). Resultó que más o menos la mitad de las chicas (colocadas al azar) aprovecharon el cambio en la música para hacer el siguiente movimiento de baile, mientras que la otra mitad se limitó a contar en silencio, sin prestar atención a la melodía. Fue un choque de trenes en toda regla. Son fácilmente imaginables la confusión, el enfado, la vergüenza, las acusaciones, las lágrimas... pero, por mucho que se imagine, la realidad fue aún peor. Afortunadamente, las tres actuaciones oficiales del grupo de claqué transcurrieron sin problemas, y al menos algunas chicas acabaron por perdonarme.
Al año siguiente, me trasladé a Exeter, y la mayoría de las tardes, cuando no me dedicaba a jugar al bridge, me refugiaba en el sótano de la iglesia Phillips. Allí, entre salas de ensayo y pianos, se permitía fumar. Por supuesto, en ese espacio resonaban notas de jazz y congregaba a algunos talentos emergentes que superaban con creces mi comprensión del género. Un compañero mío de clase, Tim Marquand, poseía una destreza asombrosa: era la primera persona que conocí capaz de interpretar de oído. Al escuchar una nueva pieza de jazz, sin necesidad de desentrañar la compleja secuencia de acordes, se lanzaba a tocarla con su trompeta, improvisando con una maestría delicada y sorprendente. Con el paso de los años, entendí que estas dos formas distintas de tocar de oído —la aplicación rápida de una teoría o la simple escucha y ejecución sin necesidad de un razonamiento previo profundo— eran paralelas a la distinción entre la forma en que la experta en autismo animal Temple Grandin comprende a las personas y la forma en que la mayoría lo hacemos. Relata cómo ha aprendido a descifrar los significados detrás de las expresiones faciales y los gestos, y utiliza esos datos que le procura su percepción para discernir las intenciones, los deseos y los conocimientos de los demás. En cierto modo, podría considerarme un pianista de jazz autista. Por eso nunca me ha gustado la popular versión de la teoría de la mente (ToM, por sus siglas en inglés; TdM, en español) dentro de la postura intencional en la ciencia cognitiva. Mientras Temple Grandin posee una TdM, una teoría que ha elaborado y utiliza con gran pericia, los procesos cognitivos mediante los cuales las personas «normales» «leemos la mente» se asemejan más al acto de caminar. ¿Acaso tienes una teoría de caminar que aplicas para no caerte? No somos enciclopedias andantes. Creo firmemente que existen formas más eficaces, menos intelectuales, de explicar estas competencias estándar, aunque por desgracia aún no se han concretado, a pesar de los avances de muchos para lograrlo.
En aquel sótano saturado de humo, también había otra fuente de inspiración jazzística entre los estudiantes: Ron Brown, quien no solo era un verdadero entendido en jazz, sino también un virtuoso pianista de hard-bop. Desde los dieciséis años, escribía críticas de discos para DownBeat y había recibido elogios en la prensa por el decano de los críticos, Leonard Feather. Ron sabía que yo jamás igualaría su talento al piano, pero fue un amigo leal que disfrutaba enseñándome progresiones de acordes, riffs y otros elementos prácticos y técnicos. Unos años después, cuando ambos éramos estudiantes en Harvard, nos encontramos en París durante el verano y acudimos a Le chat qui pêche, donde Chet Baker y su banda deleitaban con sus actuaciones al público. Pasada la medianoche, Ron me animó a pedirles permiso para unirme a la jam session. Aceptaron, y vertiginosamente improvisé diez estribillos completos de un blues en fa junto con estos iconos inmortales, para luego regresar, sonrojado, a nuestra mesa. Fue entonces cuando Ron se levantó y se puso a tocar, captando la atención de todos los presentes. Me retiré pasada la una de la madrugada, dejando a Ron aún inmerso en la música, y me lo encontré en mi hotel de la orilla izquierda mientras yo disfrutaba de un tardío desayuno, alrededor de las diez de la mañana siguiente. Al comentarle sorprendido cuánto había madrugado, me confesó que acababa de regresar de la jam session. A pesar de su brillantez, Ron lidiaba con inseguridades, y lamentablemente, unos años más tarde, se quitó la vida. Nunca llegué a conocer los detalles que lo empujaron a ese trágico desenlace.
Al año siguiente, mientras residía en Exeter, dedicaba aproximadamente siete horas semanales al grupo de canto (una oportunidad ideal para socializar con chicas, dado que íbamos a colegios femeninos para realizar conciertos conjuntos seguidos de bailes), al coro convencional (una excelente manera de aprender himnos y otras piezas musicales de índole religiosa) y a la Sociedad Coral Rockingham, un prestigioso conjunto regional para cuya admisión se requería superar una audición. Al comunicarles mi habilidad para hacer arreglos musicales a mis colegas, solicitaron mis servicios de inmediato, lo que me llevó a escribir música a capela para un cuarteto inspirado en el estilo de los Hi-Lo’s y posteriormente para los Peadquacs (un cuarteto doble de la Phillips Exeter Academy), nuestra propia versión de los Whiffenpoofs. Me integraron en los Peadquacs como barítono, y se sumaron también dos tenores y un bajo, lo que hacía un total de doce cantantes. Pronto, mi compromiso musical como cantante se extendió a unas diez horas semanales, e incluso más, pues me quedaba despierto hasta tarde, haciendo arreglos de canciones provenientes de discos (como la exquisita interpretación de Button Up Your Overcoat de los Tigertones de Princeton) y elaborando arreglos de jazz para piezas como Ain’t Misbehavin’ (incluida Keepin’ Out of Mischief Now) y Moonlight in Vermont, entre otras. Grabamos un LP y lo vendíamos en nuestros conciertos, en su mayoría bailes organizados por el club de coral. Apenas puedo soportar escuchar esas grabaciones hoy en día, pero se vendieron bien en los colegios femeninos. Estuvimos a punto de conseguir una actuación en un hotel de las Bermudas durante las vacaciones de primavera, aunque algunas objeciones por parte de los padres hicieron que reconsideráramos la propuesta, una decisión que en retrospectiva considero acertada. Durante parte de ese año —y nunca más después—, me sumergí en un mundo radicalmente diferente a todo lo que había conocido antes, rodeado de compañeras cuyos espejos de tocador rebosaban invitaciones personales para bailes y fiestas. Los Peadquacs nos ataviábamos con esmoquin y chaqué blanco para nuestras actuaciones veraniegas, y nunca olvidaré cómo me deslicé barandilla abajo del hotel Plaza de Nueva York junto con Carol Channing, a quien tuvimos el honor de preceder como teloneros en el Baile de Oro y Plata de 1958. Al año siguiente, al ingresar en Wesleyan, tuve el placer de conocer a otro músico consumado, Stanley Lewis, quien también destacaba como artista e hizo carrera como pintor. Juntos formamos un cuarteto (piano, bajo y batería, y con Stan como saxo alto) y tocamos en diversas fiestas de fraternidades durante ese año. Una noche en particular, nos juntamos y dimos una sesión de jazz memorable. Al día siguiente, le expresé a Stan mi deseo de que aquella sesión se hubiera grabado, a lo que él reaccionó con vehemencia: «¡NO! No intentes acumular momentos así, como si te hicieran en cierto modo mejor. Lo de anoche fue un viaje. Agradece que ocurriera, pero ahora suéltalo». Así era Stan, un purista en esencia, y su mensaje me quedó claro: al parecer, me había regodeado en exceso con mis éxitos en Exeter (quizás de manera pedante), y era momento de dejarlos atrás y embarcarme en otras aventuras.
A los dieciocho años comprendí que, por mucho que dominara la teoría musical aplicada y por muy hábiles que fueran mis dedos sobre las teclas al tocar de oído, nunca llegaría a ser un músico innato como Stan o Tim. Siempre sería un aficionado, en el mejor sentido de la palabra: un amante, un experto disfrutón de la música. De Stan, recibí otra lección que me cambió la vida: nunca alcanzaría su habilidad en la pintura o el dibujo. Desde la infancia, orgulloso de mis aptitudes artísticas, me había pasado horas dibujando con diversos materiales como ceras, lápices, pluma y tinta y pintando con acuarelas y óleos. También hice caricaturas para el periódico mimeografiado semanal de la tropa de Boy Scouts, las publicaciones de Exeter y la cubierta del disco Peadquacs. Sin embargo, al observar las caricaturas improvisadas a tinta, desenfadadas pero elegantes, que creaba mi compañero de clase Dave Fairchild de Exeter, ya intuí mis limitaciones, y Stan confirmó mi corazonada.
Pasamos algunas tardes en mi habitación, dibujándonos el uno al otro en papel artístico. Stan se sentaba a leer mientras yo trazaba meticulosamente mi boceto, corrigiendo y puliendo cada línea, según me aproximaba a lo que quería hacer. Cuando terminaba, al cabo de unos diez o quince minutos, ahí estaba Stan, plasmado en el papel, pero siempre me quedaba un poco mal, por mucho que me esforzara. Por su parte, Stan tomaba su bloc de dibujo y, en un instante, representaba una imagen de mí con líneas elegantes y expresivas que me captaban con elocuencia. ¡Me quedé asombrado ante su habilidad, pues no tenía ni idea de que alguien pudiera hacer algo así! Desde entonces, he aprendido a observar el arte en busca de signos de esa extraordinaria capacidad para el dibujo. Alphonse Mucha, el gran artista checo del art nouveau, es uno de sus exponentes: algunos de sus esbozos en lápiz, elaborados en pocos segundos, son de una gracia y una inventiva impresionantes. Salvador Dalí, a pesar de no ser de mi completo agrado, dejó esbozos y dibujos a tinta que revelan una gran maestría. Las ilustraciones de Botticelli para La divina comedia de Dante son deliciosas, pero, al fijarse uno bien, se detectan ciertas limitaciones técnicas, lo cual me recuerda que incluso él, al igual que los menos talentosos, tenía algunos riffs bien practicados, pero no tan versátiles como cabría pensar. Crea manos exquisitas, pero solo en una docena de posiciones, principalmente gestos más bien teatrales. Cuando se ve obligado a hacer una mano realizando alguna tarea que no sea un gesto, a menudo acaba dibujando una extremidad bastante torpe, una mano que yo mismo habría podido dibujar y de la que no me habría sentido orgulloso. Debo señalar que muchos ilustradores tanto de cómics antiguos como de novelas gráficas actuales, cuyo arte a menudo es subestimado, muestran estas habilidades exquisitas. Recuerdo que, a los doce años, me fascinaba cómo los cómics de Roy Rogers retrataban al personaje desde múltiples ángulos con líneas simples pero efectivas, y siempre era reconocible como Roy, con el mismo aspecto que en las películas y en la televisión. Yo deseaba lograrlo también y pasé muchas horas tratando de alcanzar ese talento, y aprendí que la velocidad es crucial tanto en el arte como en la música. Algunos procesos creativos exigen lanzarse sin reservas, sin demasiada aproximación o corrección, pues, si no lo consigues a la primera, difícilmente lo conseguirás después. Sin embargo, descubrí que la escultura era diferente. Trabajando con arcilla de modelar, por ejemplo, podías acercarte gradualmente al resultado final, ajustándolo y puliéndolo hasta quedar satisfecho.
Volviendo al tema de la música, al llegar a Harvard decidí enviar un arreglo de Angel Eyes a los Krokodiloes, el renombrado grupo a capela de la universidad. El talentoso líder de los Kroks, Fred Ford, me escribió una carta generosa y esclarecedora de rechazo en la que señaló los puntos débiles de mi propuesta. Así pues, descartada esa salida profesional. También me inscribí en una lista de músicos de combo («Tengo libros falsos, disponibilidad para viajar»). Sin embargo, nunca llegué a hacer ninguna salida, ya que los fines de semana que tenía libres los pasaba cortejando a Susan, mi futura esposa.
Mi experiencia musical en Harvard se centró en cantar en la coral y en ser miembro del Club Saengerfest de Boston, donde me presentó Sherm Russell. Este coro masculino se reunía para cenas y encuentros sociales en el Harvard Club de Commonwealth Avenue. Para ser aceptado como miembro, me pidieron que presentara una pieza y la enseñara al grupo. Opté por el último estribillo de la Freimaurer Kantate de Mozart, una composición breve, dulce y sencilla para voz masculina: «Lasst uns mit geschlungnen Händen, Brüder diese Arbeit enden». Mozart es relativamente fácil de cantar, pero muy difícil hacerlo bien. Aunque ensayamos varias veces, finalmente lo descartamos, pero disfruté de mi membresía durante toda mi estadía en Harvard. Continué tocando jazz al piano como solista, siempre buscando mejorar mi técnica. Sin embargo, noté un patrón recurrente: mientras perfeccionaba mis movimientos y riffs habituales, que solían contentar a los oyentes que no eran expertos músicos de jazz, me encontraba atrapado en una rutina superficial. Anhelaba tocar algo nuevo, pero me resultaba difícil concebir nuevas intenciones musicales. Luego escuchaba alguna variación interesante en un disco o en la radio, y tardaba días en descifrar cómo incorporarla en mi repertorio y cuándo debía evitarla. Mi forma de tocar era una aventura continua, siempre explorando nuevas vías hasta que dominaba la novedad y se convertía en un truco rutinario más de mi repertorio. Así era el desarrollo de mi «estilo», y me preguntaba si figuras como Erroll Garner o Count Basie experimentaban períodos similares de estancamiento creativo, limitándose a imitar sus propios éxitos pasados. Tal vez.
A pesar de los desafíos, de vez en cuando todas las piezas encajaban y por unos breves momentos, ya fueran unos minutos o unas horas, tocaba exactamente lo que deseaba y me sentía plenamente satisfecho. Entonces me di cuenta de que los discos que tanto escuchaba eran, sin duda, una selección de versiones mucho menos gloriosas. La inconfundible interpretación de Bye Bye Blackbird de Miles Davis o el fascinante piano de Bill Evans en So What? eran ejemplos de esos momentos de genialidad. Nadie podía producir música de esa calidad todos los días, ¿verdad? Quizá Stan Lewis estuviera equivocado: habría sido mejor grabarlo todo y desechar lo superfluo, conservando los momentos más excepcionales. Por suerte, encontré una profesión que me permitía hacer exactamente eso. A lo largo de mi carrera, he publicado más de una docena de libros y cientos de artículos, aunque representan apenas la punta del iceberg. «Borradores múltiples» no solo es el nombre de mi modelo de conciencia; también encapsula mi proceso de pensamiento y escritura.
Durante mi estancia en Oxford, me di cuenta de que no podía vivir sin tocar algún instrumento musical, así que seguí una costumbre muy británica: adquirí una flauta dulce, de madera, y enseguida comencé a tocarla discretamente, ya fuera acompañando un Concierto de Brandemburgo en disco o improvisando melodías inquietantes sin más. Cuando Susan y yo nos reunimos con mi madre y mis hermanas en Beirut en el verano de 1964, descubrí que Charlotte tocaba la guitarra, lo que me llevó a comprar una para mí también. Además de aprender y tocar el repertorio folk-rock de la época, que incluía canciones de Joan Baez como East Virginia, Copper Kettle y Skewball, así como temas de Bob Dylan como Blowin’ in the Wind y Don’t Think Twice, It’s All Right, me especialicé en los éxitos del gran poeta y cantautor francés Georges Brassens. Tenía todos sus discos y dominaba la interpretación de la mayoría de sus sabias, divertidas y dolorosamente románticas canciones, a la vez que perfeccionaba mi francés (excepto el acento del Midi) y mi habilidad con las cuerdas. Joan Baez me había cautivado desde que la escuché cantar y tocar en el club 47 Mount Auburn de Harvard Square cuando yo aún estaba en Exeter. Años más tarde, tuve el privilegio de asistir a uno de los últimos conciertos de Georges Brassens en el Teatri Bobino de París. «Mourir pour des idées... D’accord, mais la mort lente.» Morir por las ideas, de acuerdo, pero una muerte lenta.
Y luego, por supuesto, estaba el acordeón. Mi tío Paul, el hermano de mi madre, oriundo de Minnesota, me había enviado el suyo al enterarse de que estaba haciendo mis primeras incursiones en el mundo del jazz, y pronto logré dominarlo. Me encantaba desmontar el panel para examinar el intrincado mecanismo que había detrás de los botones del lado izquierdo. Ahí estaba, el círculo de quintas dispuesto geométricamente, con cada botón moviendo una barra metálica que a su vez activaba otras barras. El botón de do tenía un pequeño hueco, lo que facilitaba su identificación al tacto. Desde allí se podía ascender a sol, re, la, mi y si, o descender a fa, si bemol, mi bemol, la bemol, re bemol y sol bemol. Tónica, tercera mayor, tríada mayor, tríada menor y séptima dominante: simplemente al deslizarse por la botonera se transitaba entre tonalidades. La ausencia del acorde disminuido (debido a que era un Hohner antiguo) presentaba algunos desafíos menores que resolver. Pronto comprendí por qué el solo de acordeón estándar en los concursos de talentos para principiantes era Lover de Rodgers y Hart; sus cambios de acorde se desplazan cromáticamente, medio paso cada vez, desafiando el círculo de quintas y exigiendo saltos precisos en los botones. Hace unos veinte años adquirí un peculiar acordeón de botones