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Demencias pueriles
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Libro electrónico106 páginas1 hora

Demencias pueriles

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No para mayores de edad
¿Alguna vez escribiste en tu adolescencia?

Esto es la exhumación de mis delirios.

Las ocurrencias y enajenaciones de esa etapa.

Mis demencias pueriles.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento17 sept 2024
ISBN9788410277878
Demencias pueriles

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    Demencias pueriles - Thomas Cereijo

    Relatos

    Ojos tristes

    ¿Qué día era?

    Se incorporó en la cama sintiendo el malestar, pero prosiguió contra su mejor juicio. Se frotó el rostro entumecido y saboreo el amargo sabor del tabaco y la desinfección del alcohol. Tarareó una melodía, la suya quizás, su banda sonora. El título, perdedor. Dormía siempre vestido, una camina oscurecida con el uso, unos pantalones gastados y ropa interior que no había reemplazado en mucho tiempo. Abandonó el albergue y salió a la calle en busca de esa insalubre inspiración que da la mierda. Paseaba, a cualquier lugar, desde el puerto hasta Urzaiz, recorriendo Castro arriba y Gran Vía abajo.

    Sus pasos cortaban distancias en las que elucubraba sobre sus incomodidades vitales. Los cosquilleos que corrían su piel le hacían estremecerse y se frotaba los brazos queriendo apartar insectos imaginarios. Entre todas sus paranoias emergía la idea profetizada del final y sus jinetes anhelantes. ¿Qué hacía diferente aquel día? Todos parecían iguales. Se acercó sin disimulo a una papelera y examinó el contenido. Buscaba una señal bacana, pero ¿de qué? Los locales comerciales no abrían, solo los bares. Podría ser domingo o día santo. Quizás fuera ese el acontecimiento. No tendría que haber despertado. No importaba pues él solo quería beber. ¿Qué hora seria? Volvió sus ojos tristes al sol, tarde. Más de medio día con total seguridad.

    Su imagen se reflejaba en las cristaleras de los escaparates donde él no se veía. Sabía que estaba sucio, aunque no muy seguro de si olía mal, intentó respirar profundamente, pero la congestión se lo impidió. Su ropa eran trapos con mugre, una vez de precio exorbitante y ahora solo basura. Los transeúntes le miraban con desagrado, aunque ellos no estaban más limpios por más jabón que usaran. Una señora algo mayor le llamo cerdo sin miramiento alguno y el respondió con un ladrido agudo y así atrayendo más miradas.

    Pasó frente a una cafetería, donde dos mujeres conversaban sentadas en la terraza. Buen vocabulario, distinción en sus gestos y bisutería barata. Su conversación le molestó, eran palabras igual de vacías que tantas botellas había visto en la barra, tenían etiqueta no contenido, eran caras, pero el sabor era el mismo. Un porte aguado con la falsa idea de su lugar en el estrato social. Una de ellas sujetaba una correa acabada en un diminuto perro tembloroso, de frio o de nervios. Empatizó de inmediato con la tristeza del animal y sintió cuan tenue era la chispa que daba vida a cualquier ser. No le gustó y sin pensarlo se acuclilló junto al perro y lo acarició. Este olfateo sus yemas amarillentas por tantos cigarros que habían danzado entre sus dedos, percibía su respiración tranquila, la tensión sufrida en sus piernas para mantener la posición y el dolor de su existencia guiada únicamente por la inercia. El can recibió con agrado el cariño que aquel desconocido le ofreció y él le hablo con melancólicas palabras alternas que no alcanzaban a tener sentido alguno al entrelazarlas y que tan solo pretendían transmitir una emoción por el tono de su voz.

    La dueña del animal, molesta e incómoda por el comportamiento del hombre al considerarlo un loco e indecente, le exigió que no tocara al perro mientras una mueca de asco se dibujaba en sus labios acarminados agrietando el resto de su maquillaje. Sus rasgos intentaban imponer una imagen autoritaria pero sus ojos destellaban con rabia y lágrimas de miedo contenidas. Ignoró a la mujer y siguió hablándole al perro. La mujer, irritada, tiró de la correa con violencia mientras el animal dejaba un pequeño gemido de dolor y sorpresa. Furioso, él se puso en pie con violencia conteniendo en su garganta un gruñido que se prolongaba solemne. La miró fijamente con los ojos inyectados en sangre y locura brotando de estos. La mujer se levantó también, asustada, dispuesta a retroceder y no enfrentarse al hombre. Su amiga balbuceo algo inaudible camuflado por los murmullos de gente que presenciaban la escena. El evaluó su entorno y, al oler el problema, el hombre decidió marcharse y se despidió del perro bautizándolo con un nombre al azar como llamaba a los pájaros que le cantaban por la mañana o los gatos que se cruzaba a la noche.

    Siguió deambulando de calle en calle, alternando barrios que nunca conoció de nombre. Nadie tomó nunca conciencia, o comprensión, de su odio a las personas y su correspondencia con los animales. Solo ella, quien no creía en un amor más puro que el de un animal. El ser humano carecía de incondicionalidad y la devoción necesaria para amar. Eran solo deseo sexual y obsesión en un cocktail con la incapacidad de tolerar la soledad. Ella afirmaba que solo se enamoraría de un animal. Sonrió para sí mismo al recordarla. Ella se enamoró de él. Suspiró con desanimo. Ciertamente no existía manera de amar más bonita, pero el amor solo era un prólogo para un sufrimiento ya destinado. Al cruzar miradas, ese escalofrío que acariciaba el pecho y envolvía el corazón, iniciaba también una cuenta atrás, un segundo más hacía la incompatibilidad de caracteres, hacía las infidelidades y a los papeles del divorcio. Hacía la muerte.

    Rehuyó de sus pensamientos. Vio media colilla tirada en el suelo y lo cogió, alcanzó el mechero en el bolsillo y fue a encenderlo. Su pulso temblaba. Habían pasado años y aún se alteraba al recordar. Solo conocía un remedio. Encontrar un bar le llevó el mismo tiempo que fumarse el medio cigarro. Le negaron la entrada en dos y al tercero entró ansioso por embriagar su cerebro y perder noción del tiempo. Pidió tequila y le dejaron la botella. Arqueó una ceja, sorprendido, sin querer cuestionarlo. Jugaba con una servilleta y un bolígrafo mordisqueado. Se le ocurrían varias melodías que sus dedos tapeaban sobre la barra y sus manos parecían surcar imitando los tempos de un director de orquestra. Pero todas se deformaban y desaparecían, todos sus versos parecían el babeo de un demente y volvía a empezar, acariciando su musa

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