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Yo! (Spanish Language Edition)
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Libro electrónico358 páginas5 horas

Yo! (Spanish Language Edition)

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Información de este libro electrónico

“Encantadora y cómica...Hipotizante...Maravillosa.”—USA Today
 
Yolanda García—su apodo es Yo—ha demostrado que es una escritora con una muy exitosa primera novela cuyos “personajes” son su familia, sus amigos y sus amantes. Mientras Yo goza su celebridad, sus seres queridos se encuentran “desnudos” y reconocibles ante el mundo en su nueva via pública. ¿Cuál es el resultado? Aqellos que fueron “victimizados por la ficción” quieren contar su lado de la historia.
 
Y así mismo lo hacen en ésta, la novela de Julia Alvarez, alegre, conmovedora y bien concebida, ¡Yo! se trata del conflicto entre el arte y al realidad, el intelecto y las emociones, y el aculturamiento en los Estados Unidos y sus propias raíces dominicanas. Aquí, las tres hermanas de Yo, su mamá y papá, sus abuelos, tías, tíos, primos y esposos protagonizan sus versions de la verdadera vida de Yo. Alvarez hace que les creamos a todos y a la indomable Yo, cuyo impulse creative está arraigado en sus recuerdos infantiles y sus dos contrastantes culturas.
 
Esta novela expresa plenamente el alma de una mujer, medita sobre la vida de una escritora y recuerda líricamente la búsqueda de identidad del inmigrante. ¡Yo! es desulmbrante, matizada, repleta de conversaciones sabrosas, gran calor humano y genuina percepción que sólo puda haber escrito Julia Alvarez.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento10 dic 2019
ISBN9780593189771
Yo! (Spanish Language Edition)
Autor

Julia Alvarez

Julia Alvarez is the author numerous bestselling and award-winning novels including How the García Girls Lost Their Accents and In the Time of Butterflies, collections of poems, and works of nonfiction as well as picture books. She has won the Pura Belpré Award, the Américas Award, the Hispanic Heritage Award in Literature, the F. Scott Fitzgerald Award for Outstanding Achievement in American Literature, and the National Medal of Arts.

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    5/5
    Yolanda Garcia, also known as Yo, leaves an impression on those who know or meet her. Each person, in turn, describes how Yo has impacted his or her life in such a way that the reader gets to know Yo without actually meeting her.

    It's worth reading the stories of Yo's family, friends, and acquaintances to find out how this is so vividly, affectionately, and cleverly done Each chapter is a mini-novel unto itself.
  • Calificación: 3 de 5 estrellas
    3/5
    Each chapter looked at Yolanda from a different character's point of view so you saw her through many different eyes and at different times of her life. I didn't like it nearly as much as How the Garcia Girls Lost Their Accents which has the same characters, but it was an enjoyable read.
  • Calificación: 5 de 5 estrellas
    5/5
    This is a collection of short stories about Yolanda Garcia (we first met her in How the Garcia Girls Lost Their Accents) told from the perspectives of various peoople in her life. The stories are often humourous with a tinge of sadness, revealing Yo's journey from precocious child, to a rebellious teen, to a somewhat confused and unfocused adult. We come to see that she is a challenging daughter, a loving a sister, a courageous and loyal friend and lover, an idealistic activist, and ultimately, an artist. The book still brings tears to my eyes, even after double-digit readings.

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Yo! (Spanish Language Edition) - Julia Alvarez

Las hermanas

Ficción

De repente, su cara aparece por todas partes, en una foto publicitaria donde se ve más bonita de lo que es. Voy guiando hacia el centro para hacer las compras, con los niños en el asiento trasero, y allí está ella, en «Aire Fresco», hablando de nuestra familia como si todos fuéramos personajes inventados, con los que puede hacer lo que le dé la gana. Estoy furiosa. Doy una vuelta en U, regreso a casa y la llamo. Me responde el contestador con un interminable mensaje que dice que no puede contestar el teléfono en este momento, pero que por favor llame a su agente. ¡Qué demonios voy a llamar a su agente para cantarle las cuarenta! Llamo a otra de mis hermanas.

—Imagínate, ahora le dio con lo de Papi en los Montes Laurentinos.

—¡Dios santo! ¿Es que no tiene juicio?

—Lo que tiene es esa cantaleta sobre cómo el arte y la vida son espejos y cómo hay que escribir sobre lo que se sabe. No podía oírla, me daban náuseas.

Los niños corretean de un lado a otro, gritando, a sabiendas de que es un día para diabluras porque su Mamá está enojada con alguien que no es uno de ellos. Carlitos se acerca y dice: «Mamá, ¿es verdad que aparezco en el libro de Titi Yoyo? ¿Va a salir mi retrato en el periódico?». Y me ruega que le deje llevar el libro de su tía a la escuela para que a todos esos cristianitos del tercer grado se les achicharren las orejitas con cuentos adulterados sobre nuestra familia.

—¡No! ¡No puedes llevar ese libro a la escuela! —le contesto alterada. Pero enseguida, más calmada, porque sus ojos de besitos de chocolate empiezan a derretirse en lágrimas, le digo—: Es un libro para mayores.

—Entonces, ¿lo puedo llevar yo? —salta la que está en octavo grado, que ya empieza a llevar el pelo todo abultado igual que su tía.

—Ustedes me van a volver loca. Cuando vaya a parar a Bellevue —y me detengo porque eso me suena: es lo que la Mamá, en el libro, siempre dice—. ¿Estás ahí todavía? —le digo a mi hermana, que se ha quedado extrañamente silenciosa. Ahora soy yo quien trata de contener las lágrimas.

—Te digo que si ella se mete con mi vida personal, la voy a…

—Pero ¿qué podemos hacer? Mami dice que la va a someter a un pleito.

—Ay, no le hagas caso, eso es uno de sus dramas. ¿Te acuerdas cuando nos metía en el carro y nos llevaba al convento de las Carmelitas y nos amenazaba con dejarnos allí si no nos portábamos bien? ¿Te acuerdas? ¡Y nosotras arrodilladas en el carro mientras que todas aquellas Carmelitas, que se suponía que no debían mostrar las caras, se asomaban a las ventanas a ver qué diablos ocurría!

Las dos nos reímos del viejo cuento. No sé si en realidad nos sentimos mejor de ser personajes ficticios o si es que todavía disfrutamos de tener recuerdos que aún no hemos visto relabrados en letra de imprenta.

Esa noche, después de que los niños están recogidos en sus habitaciones, hablo con mi esposo. Le digo del programa de radio, de la llamada a mi hermana, de las pataletas públicas de Mami.

—¿Qué vamos a hacer?

—¿Sobre qué? —me dice.

No voy a portarme como nuestra madre y perder los estribos. Por lo menos, ahora no. «Esta… esta radiografía —digo, porque de pronto no sé cómo llamarlo—. No creo que sea buena para los niños».

Mi esposo mira por encima de su hombro, pretendiendo confirmar que no hay cámaras ni reporteros escondidos en algún rincón de la casa. «Creo que estamos muy cómodos aquí», dice. Tiene una manera elegante y rebuscada de decir las cosas con su acento alemán que dificulta enojarse con él. Es como si le gritaras a alguien en una clase de inglés como segundo idioma que en realidad lo que necesita es toda la ayuda posible. No sé por qué él provoca esta tolerancia tierna en mí, cuando yo soy tan extranjera como él. «No hay que alterarse tanto. Pronto escribirá otro libro y éste caerá en el olvido», dice.

—Sí. Claro. Hoy estaba en la radio chismoseando que si Papi esquió sin camisa en los Montes Laurentinos con sus amiguitas francocanadienses. ¡Mami se va a enfurecer!

—Tu Mamá se va a enfurecer de todos modos —dice impasible… hasta que me ve la cara—, pero es cierto —añade, con el rabo entre las piernas, rascándose la calva, lo que acostumbra a hacer cuando se pone nervioso y que apaga la mecha de mi furia. Esta noche no es furia lo que siento. Me siento más que anonadada de que él diga semejante cosa, aunque sea verdad. Y lo es. Yo sé a ciencia cierta que antes de que él leyera el libro y se atragantara de frases como ésa, nunca hubiera dicho eso por su cuenta. Él antes era más fino. Siento que mi vida va perdiendo la batalla contra la ficción.

—No voy a permitir que nadie critique a mi familia —digo con una voz lacrimosa que se seca antes de que logre exprimir ni una onza de simpatía de mi marido. Me voy a la cocina a prepararles el lunch de mañana a los niños y aplacarme los nervios. No quiero desvelarme y pasar horas en el sofá leyendo alguna estúpida novela. Siempre me gustó leer, pero ahora, cada vez que abro un libro, aunque sea uno escrito por alguien ya muerto, no puedo dejar de mover la cabeza y pensar: Dios mío, ¿qué pensaría su familia de este cuento?

Allí estoy, cortando el pan en cuadritos «tamaño sideral», para hacer bocadillos como le gustan a mi hijo, y los de mi hija sin mayonesa, cuando suena el teléfono. Es la otra hermana, que se anuncia con voz trémula como mi otra «hermana víctima de la ficción». A mí no me gustan las etiquetas, pero mis dos hermanas son psicólogas y cuentan con recursos de autocontrol. Yo no. Yo exploto.

—Mis compañeros de trabajo me preguntan que cuál soy yo. ¡Mi terapeuta dice que esto es un tipo de abuso! —se queda callada un rato—. ¿Qué estás haciendo? Suena como si le pegaras a algo.

—Preparándoles el lunch a los niños.

Mis hermanas. Las quiero a todas, pero a veces me desesperan. Para ésta todo es trauma y tristeza. Cuando hablo con ella soy superficial con la esperanza de sacarle una sonrisa. «Ay, no te preocupes, vamos a salir adelante, tú verás», le digo. Tal vez la conversación con mi marido me ha tranquilizado.

—Tú sí —dice apesadumbrada—. Por mi parte te digo que nunca más le volveré a hablar.

—Vamos, chica —le digo.

—Lo digo en serio. Me alegro que esto haya pasado cerca de mi cumpleaños. Cuando me llame, me va a tener que oír.

—Ya lo sé —le digo en vez de recordarle que si no le va a hablar más a su hermana, no puede darle la descarga—. Bueno, y ¿cómo te va? —pregunto con voz alegre, a ver si logro que hable de cosas más agradables. ¿Por qué será que con mis hermanas siempre me siento que yo soy la terapeuta?

—Bueno, pues… hay algo más. Pero me tienes que prometer que no se lo vas a decir.

—Oye, pero si yo tampoco le hablo —le miento. No sé por qué. Me siento como atrapada en un melodrama que aborrezco—. ¿De qué se trata?

Pausa tímida, y luego con júbilo: «¡Estoy en estado!».

—¡Ayayay! —exclamo, al tiempo que mi marido entra corriendo, periódico en mano. «¿Bueno? ¿Malo?», me dice moviendo los labios sin emitir sonido. Una de sus observaciones recientes es lo difícil que es saber lo que en realidad ocurre en mi familia con tanta exageración. De todos modos, le digo que Sandi está embarazada. Se pone al teléfono y le dice que está encantado con la noticia. ¿Encantado? Le arrebato el teléfono, y hablamos media hora, olvidándonos del libro, echando en saco roto a nuestros dobles ficticios. Mi hermana menciona todos los errores que Mamá cometió con nosotras y que ella no va a repetir con sus hijos. Yo defiendo a Mami, porque en realidad, aunque no lo menciono en ese momento, yo he cometido los mismos pecados con mis propios hijos —excepto el de las monjas, y eso porque probablemente, que yo sepa, no hay conventos de Carmelitas en Rockford, Illinois—. Mi hermana concluye con la advertencia de que no debo decir ni una palabra de esto a quien-tú-sabes.

—Me parece una crueldad —y hasta me sorprendo al decirlo. Tal vez me siento expansiva, como si solamente hubiera unas cuantas cosas grandes en este mundo, el AMOR, la MUERTE, y los BEBÉS. Olvídate de la fama y la fortuna o de si alguien ha plagiado tu vida en un personaje ficticio.

—Creo que se lo debes decir.

—¡Me lo prometiste! —me dice con tanta furia que hasta nuestra madre pudiera aprender de ella.

—Oye, no le voy a decir ni una palabra, no es eso. Pero pienso que se lo debes decir. Después de todo, va a ser tía.

—¡Parece mentira que me digas eso! ¡Yo voy a ser madre!

—Pero ¿por qué no se lo quieres decir?

—¡Porque no quiero que mi bebé sea materia de ficción!

Y me viene esta imagen absurda a la cabeza —una película de dibujo animado más bien— de un bebito que pasa por unos rodillos enormes y sale del otro lado como uno de esos libritos que los críticos llaman folletines. Pero al mismo tiempo entiendo la posición de mi hermana; no es sólo el bebé, sino que también es posible que el resto de la historia termine en las páginas de uno de esos folletines: madre soltera, inseminación artificial, esperma importada de la R.D., de una región del país donde se cree que casi no hay primos hermanos. Nada más de pensarlo se me pone la carne de gallina.

—¿Qué haces? Parece que estás llorando.

—No, no, estoy muy contenta —le aseguro, y me hace jurar por mis propios hijos, lo que me causa gran desasosiego, que no le voy a mencionar una palabra a nuestra hermana.

Bueno, tan pronto cuelgo el teléfono y termino de envolver los bocadillos y meter el puré de manzana para la niña que está a régimen y una galletita con caramelos para el cristianito, vuelve a sonar el teléfono y es ya-sabes-quién.

—¿Pero qué es lo que pasa? —dice lloriqueando como si se le acabara de ocurrir que no todo el mundo está encantado con su fama.

—¿Qué quieres decir? —le pregunto, porque si algo he aprendido de mi familia es que es mejor no admitir que ya alguien te vino con otra versión del cuento.

Y me dice. Mami la va a demandar. Papi la tiene que llamar desde un teléfono público. Nuestra hermana mayor pone al marido al teléfono a decir que no está. «Y acabo de llamar a Sandi y me colgó el teléfono», suelta un quejido que me rompe el alma, y yo, que hace sólo seis horas quería asesinarla, en ese momento sólo quiero calmar esos sollozos lastimeros. Y me acuerdo de que, cuando llegamos a este país, la única manera en que ella se podía dormir era si yo le tendía la mano entre el espacio de nuestras camas y le inventaba algún cuento de cuando vivíamos en la isla.

—Ey —le digo, tratando de afrontar la situación lo mejor posible—. Apuesto que también había montones de gente furiosa con Shakespeare, pero todos nos alegramos de que escribiera Hamlet, ¿verdad? —no sé por qué le digo aquello, ya que una de las razones por las que no terminé la universidad fue porque no pude aprobar el Renacimiento—. De todos modos —continúo, tratando de cubrir todas las bases—, imagínate cómo te sentirías si fueras la madre de Shakespeare.

—¿Qué quieres decir con eso? ¿Qué debe reflejar el arte si no es la vida? ¡Todo el mundo, absolutamente todo el mundo, escribe sobre sus propias experiencias! —y me dispara la misma cantaleta que ya le escuché en «Aire Fresco». Pero la dejo que siga. Por un lado, mi cabeza va a mil revoluciones por minuto, la antigua y chirriante maquinaria emocional de nuestra niñez, que debíamos haber reemplazado hace años con una tecnología sentimental más futurística y eficiente, se pone en marcha asmáticamente, y nada, excepto un puñado de pastillas para dormir, la va a detener. Mejor será que me quede en el teléfono en lugar de sentarme en la sala a leer a algún novelista difunto.

—No sabes lo que me duele que mi familia no pueda compartir esto conmigo. Yo no he hecho nada malo. Bien pude haber matado a alguien a machetazos, o acribillado a medio mundo desde el techo de un centro comercial.

Yo sí que me alegro de que me diga esto a mí y no a una de las hermanas psicoanalistas.

—Lo único que he hecho es escribir un libro —exclama entre sollozos.

—Es que todos nos sentimos un poco al descubierto, eso es todo.

—¡Pero si es ficción! —responde.

—¿Ah sí? —me dan ganas de decirle. No importa lo que diga en esa página al principio del libro de que cualquier parecido es pura coincidencia, yo sé muy bien lo que es encontrarse a una misma en algún párrafo descriptivo—. ¡Pero es ficción basada en tus propias experiencias! Como toda ficción —continúo, citándola en el programa radial—. Ya sé, ya sé, ¿de qué otra cosa vas a escribir? —pero para mis adentros pienso, por qué no puede escribir sobre asesinatos o de escándalos en bufetes de abogados o de seres extraterrestres y ganarse un millón y dividirlo en cuatro, lo cual, a propósito, es lo que las otras hermanas dicen que ella debe hacer con las ganancias de este libro, ya que nosotras proporcionamos la materia prima.

—Conque sí comprendes. Ay, significa tanto para mí que tú me comprendas.

Ay Dios, pienso, ¡si se entera el resto de la familia! Y sin darme cuenta abro una de las loncheras de los niños y comienzo a roer una de las raciones de alimento sideral.

—Mamá, ¿por qué te estás comiendo mi lunch? —dice mi hijo al entrar a darme las buenas noches. Está parado en la puerta, con las manos en la cadera, en pose de amenazante rectitud. Se imagina que es miembro de La Fuerza que patrulla la galaxia. Lo llena de satisfacción sorprenderme con las manos en la masa.

—Estoy hablando con tu Titi Yoyo —le digo como si eso fuera una excusa para comerme su lunch. Ayayay. Sus ojitos de guerrero galáctico se iluminan.

—¡Quiero hablar con Titi Yoyo! —chilla. Le paso el teléfono, y de pronto, el cotorro de la Vía Láctea se queda mudo, deslumbrado ante las candilejas. Todo lo que alcanza a emitir son pequeños gruñidos terrícolas y alguno que otro murmullo—. Anjá. No. Mmmm, mm, sí —tiene la cara sonrosada de terror y alegría.

—Yo también te quiero —murmura al final y me devuelve el auricular con una cara tan radiante como si hubiera recibido al propio Niño Jesús en su cesta de regalos de Pascua de Resurrección.

—Aquí tienes un admirador —le digo a mi hermana.

—¿Uno nada más? —pregunta, tratando de darle un tono ligero a su voz, pero puedo detectar sus lágrimas a punto de estallar si digo algo indebido.

Se me ocurre que lo que mi hermana quiere es ver una mirada de adoración en todas y cada una de nuestras caras. Lo mejor que puedo hacer es decirle: «Bueno, eres un gran éxito con todos los sobrinos». Y de pronto, sin poderme contener, sabiendo que mis dos tesoros cuelgan en la balanza de mi silencio, le digo que va a ser tía de nuevo, que nuestra hermana está embarazada, y que no se atreva a escribir sobre eso o si no se me van a caer los palitos a mí también.

—¿Tengo que fingir que no sé nada? —dice con una voz tan triste como si la hubiéramos echado a patadas de la banca genética. Pero yo sé que lo que más le duele es ser excluida de un acontecimiento familiar.

Le prometo hablarles a las demás porque, a pesar de todo, somos hermanas, y siempre lo seremos, y aunque me puso picante como el diablo escucharla hablar de nuestras intimidades en «Aire Fresco», yo la quiero y sanseacabó, y ella toda calladita y escuchando y diciendo, bueno, gracias, gracias, y es como si de nuevo tuviéramos diez y nueve años, con las manos cogidas fuertemente, meciendo los brazos en la oscuridad.

—¿Has hablado con tu hermana? —pregunta mi madre, como si mi hermana estuviera emparentada únicamente conmigo, y no con ella. Ya me ha dejado esperando en el teléfono dos veces para ver quién llama en la otra línea. Mami, la fanática de tarecos eléctricos —en eso sí acertó el libro—, tiene cuanta opción existe en su aparato telefónico. Con frecuencia le digo en broma que el día que los extraterrestres logren comunicarse con el planeta Tierra, va a ser a través de su teléfono.

—¿Cuál hermana? —me hago la tonta, y luego, porque no quiero evadir mi promesa, le digo—: Le manda cariños a todo el mundo —no sé por qué me invento aquello. Tal vez sea porque me hago la idea de que con un toquecito aquí y otro allá seguramente podemos volver a ser una familia.

—¡Jmmf! —refunfuña Mami—. ¿Cariño? ¿Qué quiere decir su cariño? Ni siquiera me mandó una tarjeta de Día de las Madres.

Y pienso, «pero si la ibas a demandar». «¿Qué te iba a decir?». «Querida Mami, feliz Día de las Madres de tu hija, la demandante.». O, un momento, ¿el demandante es el acusado o al revés? Debía saberlo con tanta información sobre O.J. en la tele. «Probablemente se le pasó —le explico—. Últimamente siempre anda de viaje».

—¿Oh? —dice, la curiosidad asomándose como la punta del zapato de un amante debajo del cubrecama—. ¿Adónde ha ido? Tu tía Mirta la vio en la tele, en vivo. Mirta dice que se ve muy mal, como si le remordiera la conciencia. Fue en uno de esos programas en que la gente puede llamar y hacer preguntas, pero tu tía no logró comunicarse. Te lo digo, yo exijo igual oportunidad de hablar. Quiero decirle al mundo entero lo mentirosa que es, lo mentirosa que siempre ha sido. ¿Te acuerdas la vez que se apareció en el convento de las Carmelitas y les dijo que era huérfana?

Por primera vez en mi vida, que yo recuerde, se me cae la quijada automáticamente, y no como una pantomima de pasmo. Recorro impaciente el pequeño pasillo de la cocina y me prometo comprarme uno de esos teléfonos inalámbricos para poder caminar por toda la casa y bajarme el berrinche cuando hable con mi familia. O por lo menos, adelantar mis labores domésticas. «Tú eras la que nos llevabas allí, Mami. ¿No te acuerdas?».

—¿Por qué iba a hacer eso, m’ija? Las Carmelitas no reciben visitas, tonta. Ellas hacen un voto de abandonar al mundo y sólo se les puede hablar, en caso de emergencia, por las rejas. Pero si una huerfanita les toca a la puerta, claro que le van a abrir. Gracias a Dios que tu prima Rosita, que había ingresado hacía poco, reconoció a Yoyo inmediatamente y me llamó.

¿Cómo se pueden rebatir tantos y tan buenos detalles? ¿Será que tal vez mi hermana y yo inventamos lo de las amenazas de Mami de dejarnos en el convento para entender mejor a una madre que encausa a su hija? De todos modos, quiero oír el final de su absurdo cuento.

—Bueno, ¿y qué pasó?

—¿Qué pasó? Nos metimos en el carro y la fuimos a buscar. Yo iba lista para darle la golpiza de su vida, pero primero le pregunté, por qué, por qué hiciste semejante cosa. Imagínate, es como hacerle una invitación. Y dice que fue porque extrañaba tanto a su prima Rosita que se escabulló del parque infantil al patio del convento, tocó a la puerta, y le dijo a la madre superiora que era una huerfanita que venía a visitar a la única parienta que le quedaba en este mundo, Rosita García —ahora hasta Mami se ríe—. ¿Puedes creerlo?

Y meneo la cabeza, no, no, porque ya no sé ni qué creer, excepto que todos los de mi familia son mentirosos.

Varios meses más tarde las cosas se han calmado, tal y como pronosticara mi marido. Mami retira el pleito, aunque sigue sin hablarle a Yoyo, excepto a través de mí. Al pobre Papi lo asaltan en una cabina telefónica en el Bronx, cerca de su antigua oficina. Las otras hermanas intercambian con Yoyo un par de tarjetas con parcos saludos de cumpleaños y alguna que otra llamada telefónica, todo muy armonioso, como si fuéramos una familia de Nueva Inglaterra o algo por el estilo.

Semanalmente nos llueven fotos que tengo que esconder de los niños. Éstas muestran a Sandi de perfil, desnuda de hombro a pubis, en tecnicolor, y al dorso, con una letra nítida, como si se esforzase en acicalar su vida para el bebé, escribe, cuatro semanas y dos días, cinco semanas, y así sucesivamente, y luego, en paréntesis, «¡Ya se han formado los ojos! ¡Ya se nota la diferencia entre los dedos de la mano!». Y volteo la foto y contemplo la imagen de nuevo, porque supone un verdadero acto de fe creer que una vida está formándose dentro de ese vientre liso, perfecto para un bikini.

—Y Yoyo no sabe nada de nada —se regodea en el teléfono. Las rodillas se me aflojan y voy a sentarme a la sala. Doy gracias a Dios por este teléfono inalámbrico que mi esposo me regaló en nuestro aniversario, aunque hubiera sido suficiente con el medallón de oro. Pero él dice que este teléfono lo protegerá del ataque cardiaco que le pueden provocar las carreras que da a la cocina a ver si estoy gritando porque me he cercenado un dedo o porque hablo con mi familia.

Finalmente, al cabo de doce semanas recibo una llamada furibunda de Sandi. Una de sus amigas la acaba de llamar de la Florida para decirle que leyó en USA Weekend un cuento de Yoyo sobre una madre soltera. «Tú no le has dicho nada, ¿verdad?». Sandi respira tan fuerte que le tengo que decir que se siente, que piense en el bebé. Pero no hay nada que la calme, y aunque prefiero pensar que tengo más carácter, tomo el camino fácil. «Por supuesto que no le he dicho nada.».

En cuanto cuelgo llamo a Yoyo. Estoy preparada para dejarle unas palabrotas bien escogidas en su contestador, ya que no he logrado conectarme con un ser humano en su casa desde hace varios meses. Pero contesta, y se oye tan contenta de escuchar mi voz que mi furia pierde unos cuantos decibeles. Aun así, estoy lo suficientemente indignada como para gritarle que en mi opinión ella trata de joder a todo el mundo a propósito.

—¿De qué hablas? —dice con una voz verdaderamente atónita. Me gustaría poder verle la cara, porque con sólo mirarle a los ojos sé cuándo está fingiendo.

—Del cuento sobre Sandi en USA Weekend.

—¿Sandi? —pasa revista a su memoria, lo reconozco en su voz, como si buscara algo mío en una de sus gavetas. Y de pronto lo encuentra—. Ah, ese cuento. ¿Qué te hace pensar que se trata de Sandi?

—Habla de una madre soltera, ¿no?

—¿Y por eso es sobre Sandi? —el teléfono retumba con su risa, pero no es una risa auténtica, sino una de ésas de daga escondida detrás de la espalda—. Antes que nada, quiero que sepas que Sandi no es la única madre soltera que conozco. Y dos, para tu información…

Le sale algo amenazante a Yoyo cuando sabe que está en lo cierto. No se conforma con decirte que estás equivocada sino que lleva el caso hasta el Tribunal Supremo.

—De hecho, yo escribí ese relato hace como dos años y medio, no, tres. Eso es, hace tres años. No tenía mi nuevo impresor todavía, así que lo puedo probar.

—Okey, okey, está bien —le digo.

—No, vamos a explorar esto un poco más.

¿Por obligación?, pienso. Abro la tabla de planchar para por lo menos planchar la ropa por si no puedo hacer lo mismo con la familia.

—Tal vez Sandi sacó la idea de ser una madre soltera de mi cuento, ¿qué crees tú? Yo antes les enviaba a ustedes mis escritos en cuanto los terminaba, así que a lo mejor ella lo leyó y dijo, caramba, ésa es una idea genial. Creo que yo también voy a secuestrar a un niño. ¿Qué crees tú?

—Sandi no ha secuestrado a ningún bebé. Está embarazada.

—Precisamente. La madre soltera en mi cuento secuestra a un bebé porque no quiere transmitir los genes de su lunática familia a una pobre criatura. Esa parte no es ficción.

Frente a mí, en la tabla de planchar, está la camisa favorita de mi esposo, de rayas azules y lavanda. Bajo la plancha. La abotono con la misma ternura que si él la tuviera puesta. Qué pasaría si no pudiéramos imaginarnos el uno al otro, me pregunto. Tal vez es por eso que los locos acribillan a la gente en los centros comerciales: todo lo que ven son seres extraterrestres, en vez de mamis y papis y hermanas y hermosos bebés. «Tienes razón —confieso—. Lo siento». Para compensar, la pongo al día sobre todos los acontecimientos familiares, incluyendo el nuevo bebé que, esta semana, ya tendrá sus órganos sexuales totalmente definidos. Pero entonces no me puedo contener. Tengo que saberlo. «¿Qué le pasó a la mujer que secuestró a su bebé?».

Hay una pausa durante la cual me puedo imaginar la expresión de placer en su cara. Y sé exactamente lo que se avecina, como si hubiera saltado hasta la última página de un libro muy grueso. «Léete mi cuento», es su respuesta.

No es hasta que el bebé de Sandi nace un brillante día de diciembre que toda la familia se reúne cara a cara en el hospital San Lucas. Examinamos al muchachito como si tuviéramos que pasar una prueba sobre a quién se parece más si queremos quedarnos con él. Es de un color moreno aceitunado que Papi afirma que no es más que por estar tostado del sol, hasta que Sandi lo hace callar, diciéndole que el cabello crespo se lo debe, por supuesto, a una permanente. «El doctor Puello analizó la esperma», le asegura Mami, y de nuevo uno de mis comiquitos locos se dibuja en mi mente. Un viejo con un sombrero grande y un bigote enorme que le cuelga a ambos lados de la boca, cuela esperma como si estuviera separando la clara de la yema en un cuenco en forma de vagina.

De cualquier modo, las tías están encantadas con el nuevo sobrino. Debo decir dos de las tías, porque Yoyo no está. A pesar de que luego de la conversación Sandi leyó el cuento del secuestro que yo le envié y se sintió como una tonta, sigue en pie el berrinche. Creo que es la ausencia de Yo lo que me tiene de capa caída, a pesar de que el nacimiento de un bebé saludable está, en mi escala de felicidad, al mismo nivel del Amor Verdadero y el flan de guayaba de Mami. Y algo más, aunque esto no se lo confesaría a nadie: me apena que no haya un padre presente. Que me tachen de antigua, pero me parece que un bebé debe tener un padre y una madre. Miren a mi familia. ¿Qué haríamos si no tuviéramos a Papi para llamarnos desde un teléfono público cuando Mami nos demanda? O cuando Papi nos deshereda, ¿quién más que Mami nos tranquilizaría asegurándonos que ya se le pasará?

Pero hasta aquella considerable tristeza se derrite cuando miro su carita de caramelo de limón, le desencrespo sus puñitos para convencerlo que no tiene que pelear contra el cariño que derraman su Mamá y sus tías. Sé que sólo la mitad de sus genes son nuestros, pero ya he comparado cada uno de sus rasgos con los de algún pariente. Cuando en mi mente lo vuelvo a ensamblar para adivinar a quién se parece en su conjunto, se me escapa de la boca: «Saben, se parece a las fotos de bebé de Yo».

Sandi frunce el ceño: «En lo blanco de los ojos, querrás decir».

Pero Carla coincide conmigo, especialmente cuando el bebé suelta un repique de berridos encolerizados, su boquita desparramada como si no supiera cómo funciona todavía. «La misma bocota, ¿se fijan?», apunta Carla.

Nos reímos a carcajadas, y súbitamente sentimos su ausencia en la habitación, y yo visualizo un subtítulo sobre la cama, junto a los globos que dicen «Es un varón»: ¿Qué falta en esta foto?

Por milésima vez le digo a Sandi: «Debes llamarla —Carla asiente. Sandi se muerde los labios, pero sé que casi la hemos convencido. Sus ojos tienen aspecto amelcochado, como si la pared estuviera cubierta de fotografías de su precioso bebé. De pronto, ladea la cabeza—: ¡Pero será posible que ustedes no le hayan dicho nada!».

Carla y yo bajamos la vista para esconder la culpabilidad que se nos asoma por los ojos.

—Ya veo, ya veo —dice—. Nadie en tu familia sabe cumplir una promesa —le dice al niño. Y mientras levanta el auricular, añade—: Inclusive yo.

Mataría a Yoyo. Puedo ver en la cara de Sandi que le ha contestado esa máquina imbécil que dice que llame a su agente. Sandi pone los ojos en blanco, y cual lo dictara su rol, el bebito comienza a gritar

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