La mezquita blanca
Por Sofia Samatar
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musulmán de Jiva. Bautizado como Ak Metchet, «la mezquita blanca», por la iglesia encalada de los menonitas, el pueblo sobrevivió cincuenta años.
En busca de esta curiosa historia, Samatar descubre una serie de personajes cuyas vidas convergen en torno a la antigua Ruta de la Seda, desde un rey astrónomo del siglo XV hasta una intrépida viajera suiza de la década de 1930 o el primer fotógrafo uzbeko, y explora temas como el cine de Asia Central, los mártires menonitas y el complejo trasfondo de la propia Samatar como hija de una menonita suiza y un musulmán somalí, criada como una menonita de piel oscura en Estados Unidos.
Una peregrinación laica a un pueblo perdido y a una historia casi olvidada, La mezquita blanca traza las fronteras de la identidad, porosas y siempre en expansión.
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La mezquita blanca - Sofia Samatar
La mezquita blanca
La mezquita blanca
Sofia Samatar
traducción de Cristina Lizarbe Ruiz
Esta es una obra de no ficción creativa. Los nombres de las personas vivas que no son figuras públicas se han cambiado. En algunos casos, dos personas se han juntado en un único personaje. Hasta donde la autora sabe, las historias son ciertas. Los lugares son reales.
Un agradecido reconocimiento por la reimpresión de materiales a las siguientes personas: A la Pennsylvania German Society y al editor John J. Gerhart. Fragmento de Mennonite Identity and Literary Art de John L. Ruth. Usado con el permiso de Herald Press.
Reservados todos los derechos. Queda rigurosamente prohibida, sin la autorización escrita
de los titulares del «Copyright», bajo las sanciones establecidas por las leyes, la reproducción parcial
o total de esta obra por cualquier medio o procedimiento, incluidos la reprografía y el tratamiento
informático, así como la distribución de ejemplares mediante alquiler o préstamo públicos.
Título original: The White Mosque
Edición original: Catapult, New York, 2022
Primera edición: mayo 2024
Edición ebook: septiembre 2024
Fotografía de solapa: Fotografía por Khudaybergen Divanov. Museo-reserva estatal de Itchan-Kala.
Fotografía de solapa: © Jim C. Hynes, 2022
Copyright © Sofia Samatar 2022
Published by special arrangement with Catapult, an imprint of Catapult, LLC in conjunction with their duly appointed agent 2 Seas Literary Agency and co-agent SalmaiaLit.
Copyright de la traducción © Cristina Lizarbe Ruiz, 2024
Copyright de la edición en español © Armaenia Editorial, S.L. 2024
Armaenia Editorial, s. l.
www.armaeniaeditorial.com
Diseño: Joaquín Gallego
isbn: 978-84-18994-57-9
A mi madre, Lydia Samatar
A mis suegros, Annetta Miller y Harold F. Miller
Y en memoria de mi padre, Said Sheikh Samatar
Combinando un anguloso tipo de letra gótica del siglo XVI conocida como «Fraktur» —que les era familiar a través de cuadernos escritos y grabados, distinciones de su formación, escrituras y edictos oficiales— con los motivos ligeramente orientales de los diseños textiles tejidos y estampados de la Europa del siglo XVIII, los alemanes de Pensilvania produjeron un nuevo arte de tal riqueza, y en tan grandes cantidades, que debería considerarse más un resurgimiento que la supervivencia de la iluminación medieval.
—Donald A. Shelley, The Pennsylvania German Style of Illumination
La historia se ha vuelto luminosa.
—John L. Ruth, Mennonite Identity and Literary Art
PARTE UNO: NÓMADAS
Uno
Taskent. Una visión más deslumbrante
Primero el resplandor
Primero el resplandor: el tenue rayo de una historia medio olvidada. En esta habitación de hotel a oscuras, un vestigio de ocre delinea el contorno de las cortinas. Las aparto a los lados y un fulgor de color beige se abre sobre mis brazos, revelando la ciudad a mis pies, el polvo y los enebros, los bucles del tráfico. La luz parece manar de las calles tanto como del cielo, es un matiz en el aire, no tanto una luminosidad, sino una atenuación general de la atmósfera, parece no tener una única fuente, llega a todas partes a la vez, desde todos los confines de la tierra, desde el futuro y el pasado.
Las sábanas revueltas. Las paredes estampadas, sedosas. Una silla decorativa en un rincón, rígida y distante, como una dama de compañía. He viajado antes —como turista, como estudiante, como profesora de inglés voluntaria—, pero nunca para investigar, nunca como peregrina.
Fuera, un autobús llamado Golden Dragon. Los troncos de los árboles pintados de blanco. El calor de junio. Y la inmensidad de Taskent, sus kilómetros de parques bien cuidados, las mezquitas gigantes que guardan cierto parecido con las desoladas estructuras soviéticas, unos edificios varados en el cielo, mucho más altos que los árboles. Cuanto más grande es todo, más pequeña me siento yo, y más siento el resplandor. Mi insignificancia me acerca a las cosas descartadas y descarriadas, a la historia que me ha traído aquí, a esta brizna de hierba que arranco junto a la estatua del emir Timur, el conquistador, custodiado por ángeles, nacido con los puños llenos de sangre.
Peregrinos
Almuerzo con Kholid. El restaurante, con las cortinas cerradas para protegerlo del resplandor del mediodía, parece una cueva a primera vista, y luego, poco a poco, los manteles emergen de la penumbra, el brillo de las teteras, el rojo y el morado y el rosado de los cojines, unos estampados mareantes que deberían chocar entre sí, pero todo tiene un aspecto maravilloso. Kholid es un doctorando en Historia. Charlamos sobre el Orientalismo de Edward Said, bebiendo un té tras otro. Kholid acompaña el recorrido turístico como experto local; es educado y desprende seguridad en su papel, lleva la camisa planchada, los objetivos claros. Y yo, yo soy la viajera, franca, sudorosa, desaliñada, dándole sorbos a la sopa de ternera, comiendo las cucharadas de queso cremoso espolvoreado con pimentón, las samosas uzbekas de una cestita (las samosas, según me informa Kholid, son originarias de Uzbekistán, no de India), consumiéndolo todo con el aire caótico y distraído de una persona que ha caído desde la atmósfera, con falta de sueño, ladeada por el jet lag, con esa tensión e ingravidez tan peculiares, esa sensación de estar vacía e hinchada a la vez, como un globo, que se traduce en dolor de cabeza. Un dolor de cabeza lánguido, como un zumbido, veteado de corrientes de euforia. En 1941, me cuenta Kholid, Stalin envió una expedición para abrir la tumba de Timur, el gigante militar del siglo XIV conocido en Occidente como Tamerlán. Ignorando la inscripción de advertencia —«¡Quienquiera que perturbe mi tumba desatará a un invasor más terrible que yo!»—, un equipo de científicos asaltó su sepulcro. Dos días después, Hitler invadió la Unión Soviética. Además, la grúa de los ladrones de tumbas se averió misteriosamente, se les fue la luz y el hedor a almizcle que manaba del ataúd hizo que el equipo entero perdiera el conocimiento.
El dulzor que mana del pasado puede golpearte fuerte. Puede lanzarte a través del planeta. Ahora llega el plov, el plato nacional, salpicado de pasas, cada grano de arroz reluciente y oscuro con aceite y especias. El plov sabe mejor si lo comes con los dedos, comenta Kholid, pero él lo come con un tenedor, así que yo también lo hago. Me cuenta que, de niño, el emir Timur —el título de emir significa «príncipe»— recibió la visita del fantasma de Alejandro Magno. Esto debió de ocurrir en la ciudad natal del conquistador, Shahrisabz. He leído sobre este lugar, y sobre la residencia que Timur construyó allí, Ak Saray, «el palacio blanco», del cual un embajador español escribió: «La ejecución de este palacio era tan exquisita que sería imposible describirlo sin contemplarlo y acercarse a todo con paso lento».
Quiero acercarme a todo con paso lento. Pero esto es un viaje organizado, tenemos que seguir un programa. No puedo pararme donde ese hombre del parque para que dibuje un retrato mío, no puedo quedarme a la sombra del puente donde pasean las parejas jóvenes, cerca del Museo de las Víctimas de la Represión. Nuestro guía turístico, Usmon, nos explica que se descubrió una fosa común aquí cuando se excavaba el terreno para construir una pista de tenis —el tenis es el deporte favorito de Islam Karimov, que se convirtió en el primer presidente del Uzbekistán independiente en 1991—. Sigue siendo presidente en este momento, en el verano de 2016. Las cúpulas del museo vibran contra el cielo, son del mismo azul fresco e intenso que el de la cúpula del museo de Timur, un turquesa que acabaré asociando para siempre con Uzbekistán, un azul con la vitalidad de una hoja. En el cálido cielo veraniego, este azul rezuma un frescor casi verde. Cerca de allí hay una línea de ferrocarril. En la época de Stalin, dice Usmon, traían a la gente a este lugar por la noche, transportada en secreto desde los campos de concentración de Kazajistán, y la asesinaban bajo el ruido del paso de los trenes.
Las leyendas de los conquistadores, conservadas en orgullo y miedo. La tumba de Timur, la que se construyó para él, permanece vacía en Shahrisabz; en su lugar, fue enterrado en Samarcanda debajo de una losa de jade. El sitio fue descubierto cuando un niño se cayó dentro de la cripta. Escribo estas historias en mi cuaderno, añadiendo de vez en cuando una estrella para marcar los momentos en los que la gran marea de la historia se fusiona con la mía, cuando aparece mi investigación, el caprichoso afluente que me ha traído a este lugar, pues se trata de un viaje organizado doble, una búsqueda palimpséstica. Por un lado, es una visita a los lugares más importantes de Uzbekistán; Usmon es nuestro guía en este ámbito. Por el otro, es un recorrido por el legado menonita, que reconstruye el viaje de un grupo de menonitas que se instalaron aquí procedentes del sur de Rusia, la actual Ucrania, en la década de 1880. Kholid, cuyo padre está escribiendo una monografía sobre los menonitas, nos acompaña para hablarnos de esta historia menor. Y también tenemos un tercer guía: Frank, un historiador menonita estadounidense, un experto en esa pequeña y extraña historia.
Escribo en mi cuaderno: Shahrisabz. Lo marco con una estrella.
La mayoría de las personas de este viaje organizado son descendientes de los menonitas que se instalaron aquí hace más de un siglo. Han venido a ver por dónde caminaron sus antepasados, a saborear el aire, la fruta, a fotografiar cualquier rastro que pueda quedar. Son estadounidenses y canadienses. Al igual que sus antepasados, que migraron aquí desde Rusia, tienen la piel clara, apellidos de origen germánico y raíces en Europa central. También hay dos conductores de autobús uzbekos en este viaje, y nuestros guías, Usmon y Kholid. Está Nozli, una chica uzbeka, una guía turística en formación. Y luego estoy yo.
Un precioso error
¿Qué me ha traído aquí? En cierto modo, he llegado por casualidad. Estoy obsesionada con un pedacito de historia, la historia de un pequeño, robusto y testarudo grupo de personas que viajaron aquí hace más de cien años. Estoy obsesionada con una fotografía de su iglesia, encalada, plantada entre los álamos de una árida plaza de pueblo. Cuando la vi por primera vez, imaginé que sus gruesos muros estaban hechos de cristal, que su superficie sabía a sal y que era capaz de contener más de lo que era físicamente posible, como una palabra.
Como vi esta iglesia en una foto, sentía que podía sostenerla en mi mano. Como la foto tenía un siglo, sentía estar sosteniendo mi siglo, en el que yo había nacido, el siglo XX. Como la iglesia estaba ubicada en Asia Central, en el actual Uzbekistán, un lugar que yo no había visto nunca y del que no sabía prácticamente nada, la sentía muy ajena. Como la iglesia era una iglesia menonita, perteneciente a mi propia confesión, la tradición religiosa de la familia de mi madre, la sentía muy próxima.
Sentirse muy próximo a lo que es muy ajeno es una de las definiciones de embrujo. Como punto de referencia más destacado del pueblo donde se encontraba, la iglesia de la fotografía le dio al sitio su nombre: Ak Metchet, «la mezquita blanca». Para la población local, en su mayoría musulmana, la iglesia era una mezquita blanca.
¡Un precioso error, un equívoco resplandeciente! Ya seas cristiano, musulmán o ninguna de las dos cosas, las iglesias y las mezquitas constituyen nódulos de un sentimiento poderoso. Las pasiones se agrupan a su alrededor. Hay quienes las perciben como violentamente opuestas, pues sus implicaciones hacen que deban repelerse la una a la otra. Otros las colocan juntas, como representantes del mismo impulso monoteísta, extremista y conquistador del mundo. Pero independientemente de si consideras que las fuerzas que emiten estos lugares son de una naturaleza sumamente distinta, generando cosmovisiones que no pueden tocarse nunca, o si las ves unificadas a un nivel profundo, amplificándose entre sí en una sofocante rivalidad fraternal, o si tu opinión comparte ambas ideas, yo me encuentro en medio de esta tormenta eléctrica. La familia de mi madre son menonitas suizo-alemanes, la de mi padre musulmanes somalíes. Me encuentro en medio de este relámpago que, aquí, en el siglo XXI, solo parece volverse aún más intenso.
Así que quise entrar en la iglesia que era una mezquita. Su sencillez. Su blancura casi cegadora.
La iglesia se desmoronó hace décadas. Ya no existe.
Un peregrinaje, pues, al equívoco, a los fantasmas, a lo accidental, al resplandor.
La historia inverosímil
La primera vez que me topé con la historia de los menonitas de Ak Metchet, apenas reparé en ella. Tenía dieciséis años por aquel entonces, era alumna de la Lancaster Mennonite School de Pensilvania, y estaba cursando la asignatura obligatoria de Historia menonita. Esta historia comenzaba con una cantidad enorme de palizas, tornillos en la lengua y personas en la hoguera. Los menonitas, según aprendimos, fueron perseguidos sin piedad tanto por los católicos como por los protestantes porque rechazaban el bautismo infantil, que es el motivo por el que se los conoce como anabaptistas, o rebautizadores, pues gente como Menno Simons, de quien toma su nombre esta confesión, iba por ahí bautizando a adultos en los estanques de las provincias neerlandesas. Los menonitas también rechazaban la violencia —a Menno le horrorizaba el comportamiento de algunos de los anabaptistas de su época, como el famoso Jan van Leyden, que tomó el mando de la ciudad de Münster, practicaba la poligamia, abolió la propiedad privada e iba de un lado para otro completamente desnudo—. Menno era un personaje mucho menos apasionante, pero tenía cierto encanto pícaro, como el héroe de una fábula. Según la leyenda, una vez lo pararon en un camino unos cazadores de anabaptistas que quisieron saber «si Menno Simons iba en el carruaje». Resultó que Menno era el que conducía el carruaje. Se inclinó y le preguntó a la gente que iba dentro: «¿Está Menno ahí?». La respuesta fue «¡No!». Y así salió del aprieto sin mentir. Escribió un libro con el maravilloso título de Why I Do Not Cease Teaching and Writing*, murió tranquilamente y lo enterraron en su jardín.
Cuando la clase empezó, prestar atención resultaba fácil: había muchísimas y espeluznantes historias de martirio, de menonitas viviendo escondidos como revolucionarios clandestinos. Pero luego llegó la primavera, empezó a hacer más calor en el aula, la atmósfera se volvió soporífera y la historia de los menonitas aburridísima, solo era gente abandonando sus hogares una y otra vez. Por lo general, se metían en problemas por negarse a alistarse en el ejército de cualquiera de los países en los que resultase que estaban. Entonces se veían obligados a volver a mudarse: a Prusia, a Rusia, a las Américas. Tuvimos que memorizar todas sus travesías para el examen final. En el exterior, el aparcamiento era lava. Las moscas chocaban contra las ventanas. Nuestro libro de texto tenía un espantoso color rosa blancuzco, el color de los azulejos del baño. En el catálogo de miserias y migraciones, el viaje de los menonitas a Asia Central quedó casi enterrado, solo se mencionó brevemente y con desaprobación. El grupo que hizo ese viaje lo había liderado, según leí, un falso profeta, un hombre llamado Claas Epp Jr., que se había atrevido a predecir la fecha del regreso de Cristo. Sus profecías no acertaron, por supuesto. El libro describía el viaje como un triste tropiezo, «un monumento de advertencia».
Una historia repetitiva, monótona como una llanura, sosa como el trigo. Me abrí camino a través de ella a base de bostezos, abanicándome con un trozo de papel del cuaderno. Y aun así, años después, la historia de este viaje se me iba a aparecer de la nada. Estaba en Nairobi, a punto de aceptar un puesto de profesora en Sudán del Sur, cuando mi suegro me dio un libro: The Great Trek of the Russian Mennonites to Central Asia, 1880-1884**. Recuerdo leerlo allí, en aquella habitación pequeña con el armario de contrachapado, bajo una lámpara fluorescente. Antes de meterte en la cama tocaba la ritual caza del mosquito. Eran tan rápidos que resultaba imposible aplastarlos con la mano. Les dábamos con las almohadas. Las paredes y las fundas de las almohadas salpicadas de sangre, y ese libro entre mis manos, una historia de maravillas y horror, peregrinaje y exilio, fervor apocalíptico y fracaso, una historia alejada de mí por el tiempo y el espacio y que, aun así, me llamaba con sus paisajes urbanos con cúpulas, camellos, himnos alemanes y nieve. Para entonces, estaba acostumbrada a llevar una vida fragmentaria. Era menonita, somalí-americana, una reciente estudiante de literatura africana y escritora de novelas de fantasía todavía sin publicar, y había aprendido que estas cosas, aunque pudieran estar una al lado de la otra, no podrían combinarse jamás. La verdad es que no había forma de juntarlas, excepto a modo de mosaico: es decir, como una fragmentación. Lo interiorizaba siempre que me preguntaban por mis orígenes, o, como decía la gente con un cauto énfasis, mi «origen étnico» —una experiencia que tenía, y sigo teniendo, casi a diario—. Conocer a una persona nueva exige una explicación de quién soy, y de cómo llegué a existir, tan larga y compleja que parece una novela de fantasía. De cómo mi madre, una menonita de origen suizo de Dakota del Norte, viajó a Somalia como profesora de inglés misionera. De cómo conoció a mi padre, que les enseñaba la lengua somalí a los misioneros, y que había crecido arreando ganado en el desierto. Se había criado a base de carne y leche. Su escuela primaria se encontraba debajo de un árbol. Había memorizado el Corán. Ella llevaba en el pelo, enrollado en un moño, el tocado menonita tradicional, una suave curva de redecilla blanca. Cuanto más lo cuento, más inverosímil suena. Me pregunto por los efectos de contar repetidamente, a lo largo de una vida, una historia tan rara, de tener que crear una identidad a partir de semejante historia, y de ver, una y otra vez, en los rostros de los oyentes, expresiones de asombro: bocas abiertas, ojos como platos, la breve carcajada de sorpresa. Creo que podría hacer que alguien se sintiera como un error, una metedura de pata cósmica. Podría hacer que una persona se sintiera como una especie de teatro ambulante, exótico y efímero, acampando en los matorrales donde el bosque y la carretera se encuentran, perteneciente a ningún pueblo. Podría hacer que te sintieras como una máscara de carnaval, demasiado estridente para usarla a diario. Podría hacer que te encantaran esas cosas. Podrías convertirte en una fan de lo estrafalario. Podrías sentir como propio ese relato que provoca un grito ahogado de incredulidad. Podrías ser la persona más feliz, sentirte en casa como nunca, con lo inverosímil.
Empecé a leer la historia de la travesía menonita desde Rusia hasta Asia Central, y luego empecé a contarla. La contaba en todas partes, en aviones, en cafeterías, en entrevistas de trabajo, en conferencias académicas, en iglesias. En todas partes recibía la misma expresión de asombro, el mismo movimiento de cabeza alucinado, mezclado con curiosidad o con escepticismo, que siempre había recibido mi propia historia. Esto me producía un placer oscuro e infantil. Describía cómo los menonitas se instalaron en lo que por aquel entonces era el kanato de Jiva, cómo los expulsaron al borde del desierto con los vientos de la profecía, cómo su pueblo se mantuvo allí cincuenta años.
Cada tres días se iban a la ciudad a vender su mantequilla, la fruta de los árboles que habían plantado. En el bullicioso mercado de Jiva, con sus trajes y sus sombreros oscuros. Los veo con sus carretas, los arbas locales con unos radios enormes. A su alrededor, el laberinto de lenguas: uzbeko, turcomano, kazajo, ruso.
Lo que encanta es el contraste, la incongruencia. Más allá del shock inicial de la historia de la descabellada profecía, esa historia que hace que mis oyentes meneen la cabeza, retrocedan o se rían, está la reverberación de menonitas en Uzbekistán. Muchos de mis oyentes son menonitas que nunca han oído esta historia, o que creen no haberla oído nunca, al igual que yo, habiendo olvidado mi libro de texto del instituto, pensaba que no la había oído jamás cuando cogí The Great Trek of the Russian Mennonites to Central Asia. Otros oyentes son gente que nunca ha oído hablar, o muy pocas veces, de los menonitas. Primero quieren saber qué es un menonita, y yo les ofrezco mi resumen rápido: Europa, Reforma radical, bautismo adulto, pacifismo, granjeros, misioneros, parentesco con los amish. Estos trocitos de información, mezclados con unas pocas imágenes sacadas de la cultura popular, como Kelly McGillis con su capota en la película Único testigo, y superpuestos con el sonido de la propia palabra menonita, que, al igual que israelita o ludita, lleva consigo un aura dogmática, tribal y como de secta, es suficiente para imprimir en mi audiencia lo extremadamente raro que es que un grupo de esas personas acabara en Uzbekistán. Porque Uzbekistán, un concepto que suele ser aún más confuso para mis oyentes que los menonitas, significa Oriente, la Ruta de la Seda y Gengis Kan. Uzbekistán es «la ruta dorada a Samarcanda». Está ahí, en alguna parte, entre los otros «-stán», entre los escombros cartográficos que la Unión Soviética dejó a su paso.
Nos encontramos, por supuesto, en el reino de los estereotipos. Pero lo significativo aquí es la conjunción de clichés. Cuando dos conjuntos de imágenes, que se asumen como fijas y separadas, se juntan, esto sugiere que es posible un tercer término. Este es el origen de la luz.
Una existencia de urraca
Alrededor de la época en la que leí por primera vez sobre el viaje menonita a Asia Central, para luego olvidarlo por completo, también leí «Melanctha», de Gertrude Stein. Leí esta historia en estado de máxima alerta. Era la primera vez que leía sobre una persona mestiza como yo, y estaba lista para captar toda la sabiduría que divulgase. Mi profesora de inglés dijo que se consideraba que «Melanctha» era la mejor historia de Tres vidas, ante lo cual me sentí satisfecha, como si yo fuera responsable de alguna manera de su éxito, como si hubiera ayudado personalmente a Melanctha a derrotar a la buena de Anna y a la afable Lena, dos aburridas damas de origen alemán. Melanctha, según observé, no tenía un adjetivo que la definiera, solo su nombre —un apelativo parduzco, meditabundo, impronunciable, que parecía presagiar grandes tribulaciones en su futuro—. Y, en realidad, aunque su subtítulo «Cada cual como guste» sonaba prometedor, Melanctha resultó ser puro dolor. Según mi profesora, representaba al «mulato infeliz» o, en este caso, la «mulata infeliz», que jamás puede encajar en ninguna de las sociedades estadounidenses, ni en la blanca ni en la negra, y que está condenada a fracasar entre ambas. Mulato viene de mula, porque las mulas son estériles. Es una forma de decir que las personas mestizas no tienen futuro. Esto me preocupaba, sobre todo porque sentía que cualquiera podía describirme fácilmente igual que Gertrude Stein describía a Melanctha. Yo también era una chica negra atractiva, guapa, de un tono amarillo claro y elegante, a veces un poco misteriosa en mis formas, y siempre buena y agradable, siempre dispuesta a hacer cosas por la gente. Además, era compleja respecto al deseo. El final de este párrafo debería describir cómo he cambiado, pero sigo siendo la misma.
Decir que «solo es ficción» resulta inútil; no hay nada más poderoso que una historia, sobre todo si te la encuentras en un estado receptivo e impresionable. En la actualidad, soy consciente de los peligros de tomar a Melanctha como modelo, pero pensar en ella todavía me provoca un escalofrío supersticioso de vez en cuando, porque ella siempre estaba buscando calma y tranquilidad, y lo único que podía hacer era crearse problemas, saltando de sitio en sitio hasta que murió de tuberculosis. En Taskent, fotografío el inmenso pórtico de una madrasa del siglo XVI, con su superficie de terracota e incrustaciones de azulejos azules, un patrón como de punto de cruz que se eleva desde una inmensidad de ladrillos grisáceos que parece concebida para representar un desierto. El calor quema en este erial moderno y bien barrido. En el lado opuesto, en el Museo Muyi Mubarak, llamado así por el «pelo bendito» del Profeta, mi grupo contempla el Corán más antiguo del mundo, redactado en una gruesa escritura cúfica sobre una piel de gacela tumefacta por el tiempo. Este Corán pertenecía al califa Uthman, que fue apuñalado hasta la muerte mientras lo leía; su sangre motea una página como la sombra de una polilla. Fue este califa, explica Usmon, el que ordenó los versos revelados por el Profeta para recopilarlos en el Corán, en vez de memorizarlos sin más o distribuirlos en fragmentos de huesos de camello. Ahora, ese libro enorme, cada página tan larga como mi brazo, está recostado bajo un cristal en un sarcófago climatizado importado desde Alemania. Recuerdo que, cuando recibí mi primera clase de árabe, me cautivó la idea de una escritura antigua y viva a la vez. Había encontrado una forma de escritura preservada de forma tan impecable y durante tanto tiempo que una persona alfabetizada puede leer en la actualidad poesía escrita en el siglo VIII. Intenta leer alguna vez poesía inglesa del siglo VIII. Yo lo hice en una clase de anglosajón, y fue brutal. Cabe señalar que no tenía necesidad de ir a clases de anglosajón, pues estaba especializándome en el suajili. Tampoco tenía necesidad de ir a clases de árabe, pero al final dio lo mismo, porque, durante un programa de estudios en el extranjero, me encontré con un antiguo novio de la universidad en Zanzíbar, me casé con él unos pocos meses después, abandoné mi programa de doctorado y me mudé a Sudán del Sur.
Una existencia de urraca. Nunca más de cinco años en el mismo lugar —establecí este periodo de tiempo ya en Nueva Jersey, de niña—. La decisión de enseñar suajili, no, árabe, no, inglés, no, árabe al final, pero luego no, inglés. La carrera como académica, o si no como novelista. ¿Es que no puedo hacer las dos cosas a la vez? Claro que sí, haz tantas como quieras —pero las harás mal—. O eso me digo a mí misma en mis momentos de más desánimo, por ejemplo mientras coso el brazo de un sofá del cual mi marido ha extraído un ratón muerto. El ratón se metió dentro del sofá y murió, estuvo pudriéndose allí durante días, y en vez de tirar el sofá en cuanto nuestro hijo localizó el diminuto cadáver, cortamos y abrimos el brazo, sustituimos la espuma y limpiamos bien el tejido, escondiéndole todo el proceso a nuestra hija, sensible y amante de los animales. Reparando el brazo de este sofá raído, de color de ratón y que fue una ganga, comprado en uno de esos antros mal iluminados donde cada pieza de cada mueble en liquidación llora la caída de su tribu, no puedo evitar pensar que puede que la gente que se ha criado en una única tradición esté predispuesta a una vida organizada y estable. Conozco a algunas de estas personas, primos de ambos lados de mi familia, y me da la impresión de que no tienen plagas de ratones, moscas de la fruta o hiedra venenosa, de que sus días tienen un ritmo regular, estructurado en torno a la iglesia o la mezquita, y de que las bombas de agua de sus sótanos no sueltan misteriosamente más agua que cualquier otra casa de la calle. Estas personas tienen carreras sólidas, porque solo han seleccionado una. Están al tanto