Trilogía IREMONGER 2: La caída de Foulsham
Por Edward Carey
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Tras la primera entrega: Los secretos de Heap House, llega el segundo volumen de la trilogía.
Los Iremonger son una familia peculiar.
La mansión de HEAP HOUSE y sus mentiras quedaron atrás. Ahora Clod, el escuchador, y la sirvienta Lucy Pennant han sucumbido a la maldición familiar y se han convertido en indefensos objetos: Clod, una moneda de oro a la que muchos quieren echar el guante, se dirige a FOULSHAM, la infecta ciudad al otro lado del muro; Lucy, transformada en un insignificante botón, espera abandonada en la inmundicia de los CÚMULOS a que alguien repare en ella y la saque de allí.
Si al menos pudieran mantenerse unidos. Si al menos encontrasen ayuda y pudieran, por fin, enfrentarse a quienes desean acabar con ellos. Como todos los lugares malditos, FOULSHAM ha creado muchos monstruos. Algunos ni siquiera recuerdan quiénes fueron. Pero allí donde no hay justicia ni esperanza, donde unos pocos deciden el futuro de los inocentes, los monstruos pueden ser los mejores aliados.
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Trilogía IREMONGER 2 - Edward Carey
Índice
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Créditos
Primera parte. Las calles de Foulsham
I. Observaciones desde un cuarto infantil
2. En el fondo
3. La odisea de un medio soberano
4. El hombre inmundo
5. ¡¡¡Aviso público!!!
6. ¿Ha visto a este chico?
7. Los cúmulos golpean
8. Respirar de nuevo
9. El Effra y más allá
10. El sastre de Foulsham
11. En las calles de Foulsham
12. Alguien hace una promesa y algo se deshace
13. Cama y cerveza
14. Antes de que amanezca
Segunda parte. La pensión
15. En casa, de nuevo en casa
16. No aguantará
17. Mi herencia
18. Encerrados en un fogón
19. Oh, mi pelirroja
20. Orden de destrucción
21. Hacia las verjas
Tercera parte. La fábrica de la Casa de la Hoja de Laurel
22. Ante las verjas
23. Al otro lado de las verjas
24. ¡Adelante, soldados de Foulsham!
25. Sangre
26. Observaciones desde un cuarto infantil
Agradecimientos
Notas
EDWARD CAREY nació en Inglaterra, durante una tormenta de nieve. Como su padre y su abuelo, ambos oficiales de la Marina, asistió al Pangbourne Nautical College, donde lo más cerca que estuvo de seguir la vocación de su familia fue al interpretar a un capitán de barco en un musical de la escuela. Quizá fue en ese escenario donde descubrió su pasión por el teatro, que encontraría su desarrollo natural en sus estudios posteriores en la Hull University.
Pero sus grandes vocaciones son sin duda la escritura y la ilustración. Según el propio autor siempre dibuja los personajes sobre los que escribe, aunque a menudo sus ilustraciones contradicen la escritura, y viceversa. También es extremadamente exhaustivo a la hora de documentarse para sus obras. Little, su biografía novelada de Madame Tussaud, fue escrita solo tras trabajar en el museo de cera.
Durante el confinamiento por la covid-19 puso en marcha el proyecto Una ilustración diaria, que terminó alargándose casi dos años. Nadie pone en duda la incombustible paciencia de Carey. La Trilogía Iremonger, su obra cumbre, le llevó cerca de una década. Esta nació de la nostalgia que sentía viviendo en Texas, y que le llevó a establecer su historia en la Inglaterra victoriana. En ella ofrece a sus lectores una crítica agudísima al sistema de clases, una mirada ecologista y un entramado lleno de misterios.
Título original: Foulsham – The Iremonger Trilogy
© del texto y las ilustraciones: Edward Carey, 2014
© de la traducción: Lucía Barahona, 2024
© de la edición: Blackie Books S.L.
Calle Església, 4-10
08024 Barcelona
www.blackiebooks.org
Diseño de cubierta: Luis Paadin
Maquetación: Acatia
Primera edición digital: octubre de 2024
ISBN: 978-84-10025-99-8
Todos los derechos están reservados. Queda prohibida la reproducción total o parcial de este libro por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, la fotocopia o la grabación sin el permiso expreso de los titulares del copyright.
Para Gus
Primera parte
Las calles de Foulsham
I
OBSERVACIONES DESDE UN CUARTO INFANTIL
La historia de James Henry Hayward,
propiedad de la Fábrica de la Casa de la Hoja de Laurel,
Forlichingham, Londres
Me habían asegurado que yo era el único niño en todo aquel gran edificio, pero no era así. Sabía que no lo era. A veces los oía; me refiero a los otros niños. Los oía gritar en algún lugar más abajo.
Vivía en una fea habitación con mi institutriz. Se llamaba Ada Cruickshanks. Debía dirigirme a ella como «señorita Cruickshanks». A menudo me hacía tomar una medicina en una cuchara sopera, que tenía un olor bastante raro, pero me hacía sentir calentito por dentro, como si se llevara el invierno. Me daba dulces para comer: bizcochos y pastas, también pastel de Forlichingham, que, si soy sincero, no era en absoluto mi favorito, porque la parte de arriba estaba un poco chamuscada, como marca la tradición, y el interior era una amalgama de sobras recubiertas de melaza negra para ocultar el sabor. La señorita Cruickshanks decía que debía comérmelo entero, que se enfadaría conmigo si no lo hacía. Así que yo me lo comía.
La señorita Cruickshanks me contaba historias extrañas, historias que no sacaba de ningún libro, sino de su cabeza. Se sentaba a mi lado con gesto severo en el rostro y decía así:
—Escúchame, niño, la verdad es esta. Hay dos tipos de personas, las que están al tanto de los objetos y las que no. Yo pertenezco al primer grupo, por eso puedo explicártelo. Puedo contarte que una vez había un lugar donde los objetos no hacían lo que se les pedía. En ese lugar, no te diré dónde, mi atrevimiento no llega a tanto, en ese lugar la gente estaba tan cansada y tan harta de las cosas que ciertas cosas podían llegar a parecer humanas y, a su vez, un ser humano podía verse reducido de manera fulminante a una cosa. En ese lugar había que prestar mucha atención a lo que se recogía, porque podía darse el caso de que algo que parecía una simple taza de té, en realidad era alguien llamado Frederick Smith que se había transformado en taza. Y en aquel lugar había señores de las cosas, terribles recaudadores de impuestos que podían convertir a una persona en una cosa como si nada. ¿Qué te parece?
—No sabría decirle, señorita Cruickshanks.
—En ese caso, reflexiona sobre ello hasta que lo sepas.
Con frecuencia me preguntaba:
—¿Todavía lo tienes? ¡Enséñamelo ahora mismo! ¡Enséñamelo!
Y yo debía sacar el medio soberano de oro del bolsillo y mostrárselo. Siempre tenía que llevar esta moneda encima, era mi soberano particular. Menudo jaleo armaban por él. Cada vez que lo sacaba en público, los habitantes de aquel viejo caserón ahogaban un grito, y la señorita Cruickshanks chillaba:
—¡Guárdalo! ¡No lo dejes a la vista! ¡Es peligroso! ¡Es peligroso! ¡Nunca se sabe quién estará mirando!
Cada cierto tiempo me hacían salir del cuarto infantil para ir a ver al anciano. Me conducían a su gran sala llena de estanterías, y él me permitía mirar las cosas que guardaba en ellas, pero no podía tocarlas. Eran de lo más extrañas, algunas eran simple basura: pedazos de pipas viejas, una teja, un viejo tazón; pero había otras que brillaban y eran de plata o de oro. No sabía por qué almacenaba todas esas cosas. Me imaginaba que formaban parte de su colección especial. Pensaba que algún día disfrutaría reuniendo mi propia colección.
Lo primero que debía hacer cuando iba a visitar al anciano era mostrarle mi soberano. Se lo acercaba y lo depositaba en sus manos grandes y arrugadas. Él lo estudiaba y le daba una y mil vueltas. Le encantaba hacer eso, podía tirarse un buen rato así. Hasta que por fin me lo devolvía y miraba cómo me lo guardaba al fondo del bolsillo.
—Estoy satisfecho contigo, joven James Henry. Haces un buen trabajo.
—Gracias, señor. Me gustaría mucho trabajar, señor, si es con usted.
—El amo Umbitt es un hombre muy ocupado —aseguraba la señorita Cruickshanks.
—Nunca debes gastarte ese soberano, James Henry —me decía el anciano.
—Lo sé, señor. Lo sé bien —reponía yo, porque me lo recordaba cada vez que iba a verle.
—Dímelo, James Henry.
De pronto se ponía muy serio.
—No debo gastarme mi soberano. Nunca.
De todos modos, ¿dónde iba a gastarlo? En la fábrica no había nadie, y nunca me dejaban salir a la ciudad. Qué manera de insistir en lo mismo, una y otra vez. No te lo gastes. Nunca te lo gastes.
—Buen chico —decía el anciano—. La señora Groom te preparará algún postre. Es una cocinera excelente, la mejor de todo Forlichingham. Qué afortunados somos de que nos envíe comida aquí, a la Casa de la Hoja de Laurel.
Y luego yo debía dedicarle una pequeña reverencia y volvían a conducirme a mi habitación.
La Casa de la Hoja de Laurel, mi hogar, era el lugar más alto y espléndido de todo el vecindario. Había sido concebido como un gran peso, como un ancla. Era un lugar incuestionable. No se marcharía a ninguna parte. Era fácil dormir en un lugar como ese, con la certeza de que, cuando despertaras por la mañana, la Casa de la Hoja de Laurel seguiría en pie. En efecto, ¡qué lugar! ¡Qué fortuna la mía al poder comer tantas cosas ricas!
En realidad, eran ellos los que me repetían sin cesar lo afortunado que era de estar ahí. Lo cierto es que yo no estaba seguro de sentirme afortunado. La Casa de la Hoja de Laurel era una especie de fábrica, aunque no sabría decir qué era lo que fabricaba exactamente. En algunas salas hacía mucho calor. Había hornos y chimeneas que expulsaban humo, sofocando el resto del vecindario con hollín.
La casa estaba llena de tuberías, grandes tuberías de metal que serpenteaban por los techos y que servían de columnas a las paredes, a veces había más de cien. Estas tuberías alcanzaban hasta el último rincón del edificio. Estoy seguro de que no había ni una sola habitación que no tuviera tuberías en su interior. Algunas eran frías al tacto, muy frías, mientras que otras estaban espantosamente calientes y podían llegar a abrasarte.
Tenía el acceso prohibido a un montón de habitaciones. No entres ahí, chico, ¿me oyes? No es lugar para ti. Mantente alejado del segundo piso, del tercero. ¿Desde dónde suenan las campanas?, les preguntaba. No es asunto tuyo, respondían. Me hubiera gustado saber qué significaban todos esos silbidos que se oían de noche y de día. No debes preocuparte por eso, me decían.
Así que, en definitiva, debo decir que sabía muy poco acerca de la Casa de la Hoja de Laurel. En ocasiones la oía ocupándose de sus asuntos. Oía a gente pegando gritos, una especie de gritos de dolor que no venían de muy lejos. Habría jurado que eran voces infantiles. Cada vez que las oía gritar me ponía nervioso. Y entonces Ada Cruickshanks cogía un martillo y golpeaba las tuberías. Los gritos solían detenerse enseguida.
—¡Los he oído, señorita Cruickshanks! ¡He oído niños!
—No sabes lo que dices.
—Se lo aseguro.
—No sabes nada.
Bueno, en eso tenía bastante razón.
Sabía que me llamaba James Henry Hayward, que vivía en el vecindario londinense de Filching, junto a los grandes cúmulos de desechos. Sabía que había nacido allí, en Filching. Llevo el lugar en la sangre. Pero era la señorita Cruickshanks la que me había contado todo eso, no era algo que yo recordase. Me llamaba «niño del vertedero».
Hacía grandes esfuerzos por recordar a mi familia, pero de nada servía. ¿Qué aspecto tenía mi madre? ¿Y mi padre? ¿Tenía algún hermano o hermana? ¿Por qué permanecía encerrado allí dentro con ella en lugar de estar fuera con ellos? ¿Cómo había terminado en aquel gran caserón? ¿Por qué tenía que vivir en una fábrica?
—¿Puedo salir? —le preguntaba—. ¿Aún vive allí mi familia? No consigo recordarlos. ¿Puedo ir a verlos?
—¡No, no! —espetaba—. ¡Qué asquerosidad! ¡Ahí fuera te ensuciarías! Te perderías. Forlichingham es peligroso, hay personas horribles, ladrones y asesinos. Sepárate de la ventana, ¡cuántas veces tengo que decírtelo! —Y se volvía hacia mí—: ¿Todavía lo tienes? ¡Enséñamelo! ¡Enséñamelo! —Y yo le enseñaba la moneda.
Filching era todo casuchas. Las veía desde la ventana: pequeñas casas por aquí y por allá, un tanto abandonadas, con las ventanas destrozadas y agujeros en los tejados; edificios apuntalados, chapuceros, ese tipo de cosas. El muro de los montones protegía a Filching de toda la masa de cúmulos de basura y, al otro lado de la sucia ciudad, se levantaba el otro muro. El muro que separaba a Filching del propio Londres. Ese muro era más alto que el de los montones, y más reciente. Estaba coronado con pinchos y al otro lado se extendía Londres, el verdadero Londres, nuestro vecino, tan cerca pero tan lejos, porque era un Londres que nunca debíamos pisar. Londres era un lugar imposible para nosotros, los habitantes de Filching. Prohibido el paso.
Bajo mi ventana, justo después de los raíles de la fábrica, estaba la parte de Filching más próxima a la Casa de la Hoja de Laurel. Era un edificio alto y blanco del que entraba y salía gente sin parar. Me gustaba observarlo. Cuando miraba por la ventana y veía la ciudad torcida sabía que la amaba. Sabía que anhelaba poner los pies en ella, deambular por esas calles oscuras y sinuosas. Allí, en alguna parte, estaba mi familia.
Sufría unos dolores de cabeza terribles y, cuando esto sucedía, cuando mi pobre sesera ardía de tanto pensar, la señorita Cruickshanks me traía la cuchara con la medicina. Después de tomarla me sentía muy calentito por dentro, el dolor de cabeza desaparecía y todo se nublaba, pero era una sensación muy agradable. En fin, diría que para mí la bruma era una constante. Sabía muy poco, me ocultaban tantas cosas que vivía en una pesada neblina. Y por si esto fuera poco, o como si lo confirmase, la señorita Cruickshanks llevaba un sombrero negro con un velo que no dejaba verle la cara. No sabría decir qué aspecto tenía.
Pero ni siquiera después de tomar la medicina era incapaz de dejar de pensar en mi familia allá fuera, en Filching.
—¿Sabe dónde están mis padres? —le preguntaba.
—Hay cuestiones más importantes en juego.
—Me gustaría visitarlos. Si es que están allí, al otro lado de las puertas.
—Bien, pero no puedes, chico. No debes.
—¿Por qué no puedo?
—¡Y dale con las preguntas! Todo son preguntas. Tus preguntas me perforan como picotazos, me arañan y me enfurecen. Deja que te diga lo que nadie más va a decirte: es un lugar peligroso y desvencijado, plagado de enfermedades y de crueldad. La gente corriente ya no dice Filching, ahora lo llaman Foulsham* porque es un lugar apestoso, un lodazal rebosante de pestilencia. Un hombre al que han apodado el Sastre se esconde en los callejones y mata a las personas. Y esa gente vale tan poco que nadie se preocupa por ellos. Sal de aquí, James Henry Hayward, y no durarás ni un minuto. El exterior es peligroso. El aire mismo es pestilente. Si sales, morirás, si sales, te desplomarás, si sales, te harás añicos.
—Pero allí vive gente. La he visto pululando por esas calles oscuras.
—Esa gente son ratas, cucarachas. Enfermos moribundos.
Debió de ser la alusión a las personas rata lo que me refrescó la memoria, porque de repente me acordé de algo que no había recordado hasta entonces. Recordaba una casa, recordaba una habitación en una casa con el suelo sucio. Había un armario, y el armario tenía una puerta. Recordaba abrir la puerta del armario; dentro había una niña pequeña que se llevaba un dedo a los labios para mandarme callar. ¡Me acordaba! ¡Me acordaba de algo! Al principio no sabía quién era esa niña, ni dónde había soñado una cosa así. Pero me gustaba pensar en ello. Intentaba imaginarme esa cara, aunque cada vez que volvía a pensar en ella, cuando abría el armario en mis pensamientos, la niña no estaba allí, y en su lugar había una rata.
La noche después de acordarme de la niña en el armario oí a la señorita Cruickshanks murmurando en su lado de la habitación. Me preguntaba qué era lo que le hacía murmurar de un modo tan furibundo. Ya se había acercado dos veces de puntillas para comprobar si dormía y para asegurarse de que el medio soberano estaba guardado debajo de mi almohada, y creo que debía de estar convencida de que yo al fin dormía. Pero no era así y, en silencio, sin hacer ruido, salí de la cama y me deslicé sigilosamente por el suelo, escudriñé la habitación y allí estaba ella, sentada en el borde de su cama con un espejo en las manos, y empezó a retirarse el velo. Y al fin vi su rostro. ¡Menuda sorpresa me llevé!
¡Una grieta gigantesca le surcaba el rostro! ¡Un gran rasguño en el centro de la cara! ¡Como si fuera un trozo de cerámica y no una persona!
—¡Demonio de niño! —gritó, dándose la vuelta.
—Lo siento, señorita Cruickshanks. No era mi intención.
—¡Maldito ladronzuelo!
—¿Le duele, señorita Cruickshanks? Me refiero al corte. Lo siento mucho, no sabía que estuviera herida. Discúlpeme, señorita.
—¡Te odio!
—Sí, señorita Cruickshanks.
—¡Espero que te pudras!
—Sí, señorita Cruickshanks.
—Tómate tu medicina. Ahora.
—Sí, señorita Cruickshanks.
—Estamos atrapados el uno con el otro, niño.
—Sí, señorita Cruickshanks.
—Vete a la cama.
Ver su rostro herido cambió mi opinión sobre ella. Pobre vieja Cruickshanks. Decidí que en lo sucesivo pensaría en ella de una manera más amable. Cruickshanks era una persona, y además una mujer, con todas esas cosas de mujer a su alrededor, todos esos pedacitos que denotan lo femenino. Era un pensamiento que deseaba no haber tenido.
A partir de ese momento preferí no tomar tanta medicina, no quería sentirme tan confundido. Empecé a fingir que la tomaba. Me la metía en el bolsillo. La escupía cuando se me presentaba la oportunidad. Desapareció toda esa blanca espesura y pude volver a centrar mi atención. El dolor de cabeza era perpetuo, pero aumentaron los recuerdos. Recordaba a la niña en el armario, podía verla mejor.
Se escondía allí, era su lugar secreto. Ahí guardaba su muñeca de trapo. Comencé a preguntarme si la niña sería mi hermana. Me fui convenciendo de que lo era. Y con esa certeza empecé a recordar más que un armario. Veía una habitación entera, y a gente en ella. Una anciana que tosía, una mujer más joven y un hombre. También había un niño, todos estaban atareados con alguna labor. En un primer momento no supe lo que era. Luego, a base de mucho esfuerzo, pude ver más. Miraba por encima de sus hombros. Hacían pequeñas jaulas. Jaulas, ¿jaulas para qué? Miré hacia arriba: había jaulas colgando del techo, no sabría decir cuántas, con pájaros en algunas de esas jaulas, gaviotas andrajosas y palomas polvorientas.
Y en el suelo había otras jaulas. Estas tenían una especie de rejilla con resorte. ¡Entonces lo supe! ¡Lo comprendí! ¡Trampas! Trampas para ratas, eran trampas para ratas. Eso es lo que eran, esas personas eran cazadores de ratas. Eran los mejores cazando ratas. Se me desbocó el corazón. Sí, claro que sí, los conocía. Los conocía y los quería. Eran mi familia. ¡Mi familia eran grandes cazadores de ratas en Filching!
Ahí estaba mi padre, fuerte y corpulento, con las manos y la cara cubiertas de arañazos, ¡qué gran cazador de ratas era! ¡Un campeón! Ahí estaba mi madre, también con su buena dosis de arañazos, feroz y cariñosa. Así es, te conozco, madre. Mi hermano, aprendiendo a hacer una trampa para ratones. Mi hermana y su muñeca de trapo, una rata de trapo con un vestido. Mi abuela en el rincón, reparando trampas, con una mano donde faltaban dos dedos que había