El pueblo que nació de las palabras
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Santiago Zabalegui, un joven mexicano con ascendencia vasca, jamás imaginó que su vida tranquila cambiaría para siempre tras la aparición de un antiguo y enigmático manuscrito: El Libro del Pueblo que Nació de las Palabras. Este libro, que guarda secretos milenarios sobre el legado cultural del pueblo vasco, se convierte en el centro de una peligrosa búsqueda a nivel mundial.
Desde México hasta los antiguos senderos del Camino de Santiago, Santiago debe enfrentarse al misterioso grupo nacionalista Triple A, cuyos oscuros intereses amenazan con pervertir los secretos más recónditos del libro. En una carrera contra el tiempo, y acompañado por personajes inesperados, Santiago recorrerá España, Irlanda e Inglaterra, descubriendo que su misión no solo es proteger un libro, sino también el legado de su propio linaje.
El Pueblo que Nació de las Palabras es una historia de aventuras que entrelaza la herencia cultural, el misterio y la lucha por mantener viva la esencia de un pueblo. Acompaña a Santiago en su travesía mientras explora el poder de las palabras y la historia que se esconde en ellas, y descubre si será capaz de salvaguardar no solo un libro, sino la identidad de todo un pueblo.
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El pueblo que nació de las palabras - César Adrián Garza Ruiz
Para Sandy, por hacer de este viaje algo extraordinario, la mejor compañía en este camino.
Agradecimientos
Por poner a prueba las ideas de este libro, a:
Caro Rdz.
Sorkunde Olabarri
Begoña Blasco Laffón
Y por ser mentor en mi aprendizaje;
Mario Escobar
Prólogo
Las palabras de mi padre resonaban en mi mente como una oración: El tiempo no perdona nada ni a nadie
. Habían pasado algunos años desde que dejé de esperar con ansias una nueva carta suya. Pasaba las tardes buscando en internet fotos del Camino de Santiago. Las historias que mis padres compartían eran ahora un recuerdo constante, un enigma que mi madre intentaba esconder, aunque yo aún no entendía por qué. Comenzaba a descubrir los secretos que guardaba ese recorrido sagrado por el norte de España. Mientras observaba las fotos, intentaba armar el rompecabezas de los recuerdos compartidos. Cada nueva imagen encajaba con un recuerdo, y cada pieza se ensamblaba perfectamente con la siguiente.
Pero ese día cambió por completo mi historia. El sonido chirriante del timbre de la puerta rompió la calma de la tarde. Con algo de pereza, bajé a ver quién estaba en la puerta. No había nadie esperando; solo alcancé a ver al cartero alejándose, el ruido del escape de su motocicleta resonando por la calle. Dentro del buzón había un sobre. Aún no lo sabía, pero ese pedazo de papel cambiaría mi futuro. Con cierta desconfianza lo busqué, sintiendo un temblor genuino de nerviosismo al pensar que podía ser de mi padre.
Mi corazón esperaba volver a ver la letra que hacía tanto tiempo no veía, pero tampoco quería desilusionarme. Volví a la casa evitando mirar para quién estaba dirigido, el corazón me estallaba por la curiosidad. Pero pude ser más fuerte y, como si fuera una brasa encendida, lo arrojé a la mesa de la cocina. Caminé como si nada pasara, tratando de contener las emociones, y subí a mi cuarto para seguir navegando por internet. En un movimiento mecánico, miré el reloj: marcaba las cuatro treinta y dos. En la esquina de la pantalla mis ojos se quedaron fijos en la fecha: 4 de agosto de 2003. Me sorprendió estar tan meditativo, así que quise despejar mi mente y busqué nuevos correos en la bandeja de entrada.
Había correos de mis compañeros de escuela, otros que solo eran noticias y ofertas, pero había uno diferente. Solo se titulaba Hola Mexicano y había llegado a las cuatro exactas. El remitente era [email protected]. Aún no me había recuperado de la extraña carta que llegó al buzón, y ahora tenía un correo desconocido en mi bandeja.
El cursor seguía estático junto a las letras en negritas del título. Era como si estuviera parado frente a un precipicio; me quedé congelado, sin atreverme a abrirlo y descubrir su contenido.
En aquel momento, mi vida era aún un laberinto, y seguía caminando en círculos por los cambios de los últimos años. Mi padre había planeado durante muchas jornadas su viaje a España. Lo despedimos con la ilusión de conocer sus aventuras; viajó en busca de un libro y no regresó. Yo era fruto de un mosaico cultural. Mi madre, una irlandesa, vino a vivir a México siguiendo a mi padre. Una historia de amor de jóvenes rebeldes contra el sistema. Mi bisabuelo era un español que emigró a México escapando de la guerra civil. Mis abuelos paternos vivían en otra ciudad y cada vez los veía menos. Esa era mi familia mexicana, más alejada que la irlandesa, aunque solo porque vivía con mi abuela Claude. Me tocaba cuidarla en casa mientras mi madre daba clases en la universidad.
Finalmente, reuní valor, pero antes de hacer clic en el correo, una protesta me sorprendió: el enérgico grito de mi abuela desde la cocina.
—Damien, tienes una carta sin abrir.
—Sí, abuela, en un momento bajo —grité apresurado desde mi dormitorio.
Eran las cuatro y cuarenta, llevaba casi veinte minutos decidiendo si quería saber el contenido de aquel correo. Hice clic y el leve sonido al presionar el ratón agilizó las respuestas; las consecuencias de ese momento cambiarían mi futuro para siempre.
No sabía lo que iba a encontrar, pero pronto mi corazón comenzó a latir incontrolablemente. Un gesto de asombro se dibujó en mi cara; el correo solo decía: Hola, por favor contesta este correo si tu papá es Santiago Zabalegui
.
El mundo se detuvo en ese momento. Bajé corriendo para abrir la carta, esperando que fuera de mi padre. Por fin podría tener noticias de él, saber qué le había pasado y por qué no había regresado. Con movimientos bruscos y apresurados rompí el sobre, que contenía una sola hoja impresa. Mi sorpresa fue mayor cuando descubrí que lo único que decía era lo mismo: Si eres el hijo de Santiago Zabalegui, contesta esta carta
.
Corrí otra vez, bajando las escaleras de tres en tres para llegar a mi computadora. Mi abuela solo se asomó, extrañada por aquel escándalo. Con urgencia volví a abrir el correo, me quedé congelado y con la mente en blanco sin saber qué contestar. Era evidente que debía decir que sí, pero ¿quién era aquel extraño que me buscaba? Tal vez mi padre estaba secuestrado, o tal vez no… no sabía qué pensar. Seguía frente a la pantalla, con el cursor titilando. Finalmente, solo pude escribir con manos temblorosas: Sí, soy yo
.
Al presionar el botón de enviar, seguí estupefacto mirando la pantalla. La ansiedad por esperar la respuesta me consumía como una flama ardiente por dentro. Quería que el tiempo se acelerara y conocer el misterio detrás de aquel correo electrónico. Las suposiciones me zumbaban como un panal de abejas. Miles de opciones comenzaban a desplegarse en mi cabeza confundida. Tal vez las respuestas que había buscado durante más de tres años estaban cerca de revelarse. El trauma de sentirse abandonado por fin podría cambiar; saber el paradero de mi papá era una carga con la que la familia había estado lidiando.
Eran las cuatro cuarenta y nueve cuando apareció un correo nuevo en la bandeja de entrada. Esta vez no dudé en abrirlo: Tienes que acertar las siguientes preguntas; 1. Responde con el nombre de tu bisabuelo. 2. ¿Cómo se llamaba tu abuelo materno? 3. El nombre de tu mamá
. ¿Pero qué tipo de broma era esta? Parecía un juego. Sin darle mucha importancia, respondí: 1. Íñigo Zabalegui. 2. Damien McGrath. 3. Mia McGrath
. Y presioné el botón de enviar otra vez.
La espera se volvió ansiosa mientras intentaba adivinar si había dado las respuestas correctas. Un terremoto de emociones inundaba mi esperanza, aquella que, como una hoja seca, se resquebrajó en pedazos y ahora parecía imposible juntar. Los minutos pasaban lentamente y trataba de desviar mi atención a cualquier cosa. Aún recuerdo que miré el minutero cuando envié el correo, marcaba el número cincuenta y dos. Volví a revisar y se dibujó el cincuenta y tres. Pude comprobar la famosa frase: No por mucho madrugar amanece más temprano
. Intentaba distraerme, moví un poco la persiana para mirar por la ventana; solo podía sentir el sol cayendo a plomo en la calle.
En ese momento no lo sabía, pero aquel correo reavivó un maleficio que pronto descubriría. Una búsqueda desconocida que había destruido al menos tres generaciones. El reloj marcó las cinco con quince minutos cuando volví a mirar la pantalla. Un nuevo correo apareció en la bandeja, ahora con el título Mexicanito. El remitente era el mismo: [email protected]. El contenido del correo era extenso, casi una novela, pero fue el inicio de la investigación que me trajo hasta aquí.
Hola Damien, Yo soy Ignacio Cano, todos me dicen Nacho. Soy el mejor amigo de tu papá, Santiago. Durante este tiempo he ayudado a tu papá a esconder un libro antiguo. Hemos investigado mucho el origen de este códice. Ahora ha llegado tu turno de conocer todo lo que encontramos. Debo confesarte que no he tenido noticias de tu papá desde hace seis meses, y por eso te estoy buscando. Las instrucciones que me dejó son que, después de este tiempo, te entregaría todos los documentos. Sé que cumpliste dieciocho años hace un par de meses, la misma edad que tenía tu papá cuando lo conocí. Tienes que conservar este correo como una confesión. Una vez que termines de documentar todo, necesito un correo de confirmación. Es importante para poder transferirte los recursos que has heredado.
Lo que sabemos del libro es que, en el siglo X, un monasterio del área de Aquitania juntó una serie de cartas, historias y códices recién recuperadas de los vascones. Este libro fue traducido y llamado ‘Prima Lingua Vasconica’. Este códice explicaba lo que contenía el libro.
No se supo nada de este libro hasta el siglo XVIII, cuando en el famoso ‘Discurso Histórico sobre la Antigua Famosa Cantabria’ se hace alusión a ese tratado. Es la primera vez que se menciona a Manuel Larramendi y se crea la orden secreta ‘Euskal Bi Hutza’. En el siglo XIX, con un emergente nacionalismo vasco, sus creadores difundieron la idea de que, si se descubría el libro, se podrían destruir las bases históricas que unían el nacionalismo mediante la lengua vasca.
Ya en el siglo XX, el pergamino fue heredado a una de las casas más prolíficas de Vasconia, donde el ‘Euskal Bi Hutza’ lo reclamó para la causa nacionalista. Pero en una revuelta, por orden de un alto funcionario, se mandó esconder en un pueblo de la sierra norte de Navarra llamado Viscoret. Un grupo antagonista intentó recuperarlo, pero tu bisabuelo lo escondió sabiamente. Huyó con tu bisabuela Carmen y se estableció en México. En 1984, el País Vasco seguía convulsionado por una efervescencia nacionalista y trataban de encontrarlo. Tu bisabuelo envió a tu padre a España para recuperarlo. En los libros que te enviaré están sus memorias. Ahora tú eres el heredero y tienes que venir por él para que quede en buenas manos. En las siguientes conversaciones te daré instrucciones sobre cómo buscarlo.
Atentamente, Nacho Cano.
Después de intercambiar información general, direcciones, a dónde tenía que ir y otros datos, ya no recibí ningún correo más. Eso sí, solo llegaron los fondos que depositó en mi cuenta.
1
A Santiago le gustaba quedarse mirando el techo de su recámara, observando las figuras que se dibujaban en los hilillos de yeso. Con el dedo índice, recorría las siluetas como un barco surcando el río. En su memoria, se reproducían como una película las noches que compartió con Lucía, abrazados. Mientras lo hacía, su visión se volvía borrosa y su dedo quedaba estático. Una vez más, regresaba en su mente a ese pasado doloroso.
Siempre terminaba mezclando aquel recuerdo con una ingrata verdad: la realidad amarga de aquellos momentos que ya no volverían a ser. El destino se encargó de poner fin a la fantasía de estar juntos.
Por la ventana se filtraban los rayos del sol, y trataba de adivinar la hora del día; tal vez eran las diez de la mañana. Seguía echado en su cama, algo raro. Su mamá no había venido a despertarlo para mandarlo a trabajar. Levantó un poco la cabeza para tratar de escuchar los sonidos del exterior. Solo pudo oír el susurro metálico del aspersor, el agua golpeando con ritmo. Que el jardín estuviera siendo regado a esa hora no era común. De un salto, se incorporó y buscó sus pantalones. Por aquellos días, el sol ya no calentaba igual, así que escogió una playera de mangas cortas.
Se acercó al espejo para acomodarse los cabellos despeinados. En su cara se notaban los intentos de barba, y en su mente les imploraba a los dioses vikingos para que creciera rápido. Anhelaba con fervor despojarse de la piel de jovenzuelo y enfundarse en la de un hombre. Su imagen ya no reflejaba la lozanía de la adolescencia, sino la madurez incipiente de un adulto joven. A sus escasos 18 años, el mundo estaba listo para ser conquistado, aunque en su cabeza se decía que podía esperar.
Al salir, el silencio imperaba en la estancia; solo el chasquido de algunos trastes salía de la cocina. Con pasos inciertos, atravesó el estudio hacia el pasillo que unía la cocina. Se acercó a la puerta para observar por la ventanita. Y ahí estaba, con movimientos rítmicos, fregando los sartenes. Era Margarita, la criada que había acompañado su niñez. Desde que recordaba, se turnaba entre la casa del abuelo Íñigo y la casa de Santiago. Tal vez tenía treinta años al servicio de la familia; había sido como una madre para él.
—¡Joven Santiago! —exclamó sorprendida—. ¡Qué susto me ha dado! Me dijo su mamá que no estaba. La señorita Ana María salió para hacer unas compras.
—Ya no es una señorita —bromeó Santiago.
Una sonrisa maliciosa se dibujó en su rostro al recordar su niñez, cuando se divertía haciendo bromas a Margarita.
—Me dijo que hoy viene su abuelo a comer. Fue a comprar el pulpo, no se dio cuenta de que usted seguía aquí y me aseguró que ya se había ido a trabajar. ¿Quiere que le prepare algo de almorzar?
—Solo comeré cereal, ya me tengo que ir.
Los días pasaban a un ritmo constante y lento en esa ciudad de contrastes. La avenida principal bullía de vida, como una arteria palpitante llena de energía. La plaza era el corazón de la acción, rodeada de edificios con fachadas de colores y animados escaparates. Pero, a medida que se alejaba del centro o de la avenida, el ambiente se transformaba en un oasis de paz, con calles tranquilas, jardines vivos y casas llenas de calma.
El calor sofocante del verano se escapaba para dar lugar a una brisa otoñal que ofrecía un respiro. El cielo se extendía en un lienzo de azul profundo, adornado por nubes gigantes que flotaban en el horizonte infinito. El ir y venir de los autos, como olas que se funden con el mar, era la normalidad de los días.
Aquella jornada se anticipaba como cualquier otra, con la esperanza de que el tiempo transcurriese como una estrella fugaz. Santiago, con una prisa indiferente, continuaba su trabajo mientras decidía qué iba a estudiar. Por ahora solo heredaba una responsabilidad, estipulada en el último escalón de la compañía. Su puesto autoasignado era como ayudante del ayudante, una forma en que su padre Manolo, con su carácter inflexible forjado a base de trabajo duro y sacrificio, intentaba darle una lección. Manolo era un padre severo, de decisiones irrefutables y una mirada que imponía respeto. La responsabilidad que llevaba a cuestas no era un trabajo menor: continuar con el legado de la empresa.
Su abuelo había construido la cadena de ultramarinos desde cero. Era una historia familiar que Santiago escuchaba desde niño. Su abuelo había sido un inmigrante pobre que llegó al pueblo con grandes sueños y una gran determinación. Con mucho trabajo y sacrificio, logró establecerse en esta pequeña ciudad y comenzar su propio negocio. Cuando su padre tomó las riendas de la empresa, la hizo crecer aún más, pero siempre mantuvo los valores compartidos por su abuelo: trabajar duro, ayudar a los demás y nunca olvidar tus raíces. Aunque no era expresivo, su amor se manifestaba en la seguridad y el bienestar que brindaba a su familia.
Su abuelo, Íñigo Zabalegui, se había convertido en un símbolo de la comunidad. Dejaba siempre el ejemplo del esfuerzo y la amabilidad, el trato ameno que caracterizaba a aquel español, con el que se había ganado la admiración de la gente. Lo conocían como el español
por sus raíces, aunque siempre mantuvo la discreción de su origen. Junto a su esposa, doña Carmen Ruis, eran asiduos visitantes y contribuyentes en la iglesia y en obras de beneficencia. En esa ciudad, donde la severidad del desierto, los veranos incandescentes y el trabajo intenso se mezclaban, aún se podía disfrutar de los saludos en la calle. Los habitantes, forjados por su entrega al trabajo, dedicados a ofrendar su vida, a sus labores, eran personas amables que sabían disfrutar de sus vecinos y no dudaban en ayudar. Era una ciudad sencilla, donde el sentido de pertenencia enorgullecía a todas las generaciones.
Santiago añoraba los días pasados. Los estudios de preparatoria habían terminado hacía un par de meses, al igual que la rutina de salir con sus amigos y pasarla bien. Ahora, continuaba con las tareas diarias de su ocupación, y su mente se perdía en recuerdos de aquellos días: el corazón roto, las largas jornadas, los amigos que se habían ido. Aquella sensación de soledad que más bien era aburrimiento.
Sin embargo, también buscaba fuerzas para pasar los momentos solitarios. El carácter que su padre intentaba infundirle, para no doblegarse ante las dificultades, crear un caparazón para no mostrar debilidad y buscar soluciones, era su lucha interna diaria mientras intentaba concentrarse para terminar su jornada.
Entre la faena del día a día, una llamada le alegró el corazón. Era su abuelo al teléfono.
—¡Santiago, necesito que vengas a mi casa ahora, tienes una misión! —le dijo su abuelo con voz urgente—. Es algo importante, por favor, ven lo más pronto posible. Aquí te espero.
Sin mediar otra palabra, un chasquido abrupto cortó la conversación.
A pesar de la urgencia, Santiago mantenía su actitud habitual, una monotonía aburrida que parecía protegerlo de las emociones. Tal vez ya se había acostumbrado a la indiferencia, a la sensación de que la vida se deslizaba a su alrededor, sin que él pudiera hacer nada. La dejaba escapar como una sombra inalcanzable, mientras él se resignaba a no perseguirla. No lo notó, pero el día cambió. Se advertía denso, la rareza se podía palpar en el cuerpo, tal vez porque el sol ya estaba encendido y caía con fuerza.
Santiago Zabalegui, con su andar desenfadado y una camiseta que ajustaba las mangas al compás de sus movimientos, traspasó el umbral del portón de hierro forjado. La casa de su abuelo Íñigo se erguía majestuosa ante él, su fachada de piedra relucía bajo los rayos del sol que se negaba a ceder su trono al otoño. Los árboles, testigos mudos de incontables veranos, susurraban historias pasadas con el roce de sus hojas.
Con una despreocupación e indiferencia, como muchas veces había hecho, llegó a la casa de su abuelo.
No sé qué es lo que necesite tan urgente mi abuelo
, reflexionaba mientras abría el pestillo de la puerta del jardín.
Continuó con su andar, sintiéndose afortunado de poder estar allí. La tranquilidad que sentía en su corazón porque regresaba a su refugio seguro, un espacio impregnado de recuerdos felices que acunaban su alma. El aroma a maleza recién regada, la tierra mojada y unos pequeños charcos que de un salto esquivó, completaban la estampa de felicidad que lo rodeaba.
En la llamada, la voz de su abuelo transmitía una urgencia palpable, un ruego desesperado que Santiago, enfrascado en su propia burbuja, no supo apreciar. Al traspasar el porche de la casa, entró sin anunciarse. Pero como un golpe fugaz, la realidad lo golpeó sin contemplaciones. Su abuelo, en el despacho, era un manojo de nervios, buscando papeles con frenesí, como si una fuerza invisible lo impulsara.
—¡Santiago!, ¡qué bueno que llegaste! —exclamó Íñigo mientras bajaba los dos escalones que separaban la puerta de su despacho con la sala—. No hay tiempo para explicarte todo con detalle. Necesito tu ayuda urgente.
Buscaba detrás de las cortinas, buscando una señal que estuviera fuera de lugar.
—En este momento, se dirigen a mi casa los agentes del grupo Triple A del País Vasco —comentó sin pensar—. Lo que te pediré es peligroso, pero no tengo a nadie más a quien recurrir.
La confusión y el desconcierto de Santiago eran evidentes. Se mantenía en silencio, como un espectador, esperando que le revelaran la verdad.
—Pasaron casi cincuenta años para que me encontraran.
Santiago, extrañado por aquel recibimiento, sintió su corazón latir con fuerza, como un tambor de guerra, retumbando ante la noticia inesperada. ¿Triple A? ¿Qué sombras del pasado acosaban a su abuelo?
—Pero abuelo, al menos salúdame, que es todo esto, mi Madre te invita a comer a la casa, —le decía tranquilamente—. Mientras trataba de minimizar aquella escena, haciendo una mueca de sorpresa.
—Ezer ez, ezer ez¹, —contestó con su tono vasco que hace mucho no se le notaba—.—Eso ya no se va a poder. Ahora hay cosas más importantes en que concentrarse —dijo con seriedad, sin dejar de ver algunos papeles en la mesa—. No sé cuánto tiempo nos queda, pero vienen tiempos complicados —añadió, dirigiéndose a Santiago con una seriedad extraña, mientras acariciaba con nerviosismo su calva, peinando los cabellos laterales ya pintados de blanco, canas que anunciaban su experiencia.
—No entiendo nada, ¿qué es todo esto? ¿Qué hiciste? ¿Quién te sigue? ¿En qué problema te metiste? —le preguntó Santiago, viendo cómo su abuelo iba y venía con diferentes papeles. Era un vals agitado que se bailaba desde el despacho hasta el gran librero de nogal, su catedral del conocimiento, donde albergaba cientos de libros.
Don Íñigo hizo una pausa y, con más papeles en la mano, se dirigió a Santiago.
—Cuando salí de España hice un juramento a Gorka, es como mi hermano. Ya no lo he vuelto a ver, ni siquiera sé si está vivo —recitó con voz ahogada—. Recibí noticias de que posiblemente siga en el pueblo. Tu misión es que vayas a buscarlo. El pueblo se llama Viscoret —dijo, mientras buscaba en su memoria los recuerdos de un pasado lejano—. Está al norte de Pamplona, es un pueblo pequeño, pero necesito que tengas mucho cuidado. Necesitas hacerte pasar por un turista o algo.
Santiago continuaba parado en la sala, debajo de los dos escalones que separaban la sala del gran estante, siendo un espectador de una puesta en escena que no entendía.
—¿Tiene que ser ahora? ¿Por qué no vamos juntos? Me estás confundiendo más —dijo, sin comprender la gravedad del asunto.
Don Íñigo, con un ademán de sorpresa, golpeó con los dedos extendidos la documentación que buscaba y se dirigió a él, tomándolo por los hombros.
—Me descubrieron. Es una historia muy larga para la que no hay tiempo, pero pronto encontrarás respuestas —dijo con cara desencajada.
Finalmente, se tranquilizó y, con calma, le dijo:
—En el locker del club hay una caja fuerte. Ahí encontrarás dinero y una carta. Es importante que salgas en este momento con tus papeles y tomes un vuelo a España —le apresuraba a decir—. El vuelo parte pronto y debe estar todo listo —decía con la respiración agitada—. Ahí encontrarás un váucher para que lo canjees. Irás a Madrid y tomarás un tren a Pamplona, de ahí en autobús te diriges a Viscoret y buscas al sacerdote de la capilla. Es como mi hermano; él podrá darte las respuestas.
Las instrucciones eran muchas, pero Santiago se apresuraba a memorizar.
—Ahora necesito que salgas por la puerta de atrás. Ahí está mi auto. No puedes comentarle nada a nadie. No platiques con nadie hasta que llegues a Viscoret. Lo siento mucho, pero nuestras vidas