De qué va la ética: Lo específico de la moral
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El autor trata la diferencia entre lo moral y lo natural, y cómo ambas realidades pueden y deben encajar, lejos de una mirada utópica hacia la ética. ¿Qué legitimidad puede reclamar un juicio moral? ¿Cómo dictaminar la calidad ética de una acción? ¿Hay acaso criterios objetivos? ¿Dónde? ¿Cómo? ¿Por qué la intuición inicial se encuentra luego con tantos obstáculos al tratar de sistematizar el orden moral? ¿Por qué tiene que ser todo tan difícil?
José María Barrio Maestre
José María Barrio Maestre es doctor en Filosofía y profesor titular de Antropología Pedagógica en la Universidad Complutense de Madrid. Amplió estudios en las U. de Münster y Viena. Ha publicado más de dos centenares de trabajos científicos. Entre sus libros, destacan El balcón de Sócrates, El Dios de los filósofos, Elementos de Antropología Pedagógica y Metafísica para gente corriente, todos ellos publicados en Rialp.
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De qué va la ética - José María Barrio Maestre
JOSÉ MARÍA BARRIO MAESTRE
DE QUÉ VA LA ÉTICA
Lo específico de la moral
EDICIONES RIALP
MADRID
© 2024 by José María Barrio Maestre
© 2024 by EDICIONES RIALP, S. A.,
Manuel Uribe 13-15, 28033 Madrid
(www.rialp.com)
Preimpresión: produccioneditorial.com
ISBN (edición impresa): 978-84-321-6788-1
ISBN (edición digital): 978-84-321-6789-8
ISBN (edición bajo demanda): 978-84-321-6790-4
ISNI: 0000 0001 0725 313X
No está permitida la reproducción total o parcial de este libro, ni su tratamiento informático, ni la transmisión de ninguna forma o por cualquier medio, ya sea electrónico, mecánico, por fotocopia, por registro u otros métodos, sin el permiso previo y por escrito de los titulares del copyright. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita reproducir, fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.
ÍNDICE
Prólogo breve
PARTE I
LO ESPECÍFICAMENTE MORAL
1. Saber vivir: núcleo del saber práctico
2. En qué consiste la vida buena
3. La fractura del bien humano
4. ¿Qué es, cabalmente, la ética?
PARTE II
LA ESPECIFICACIÓN MORAL
5. El criterio moral
6. El sujeto moral
Epílogo. La virtud libera lastre
Referencias bibliográficas
PRÓLOGO BREVE
Hace no mucho conversaba con mi sobrino Guillermo sobre sus expectativas profesionales para cuando termine los estudios universitarios. A la gente de mi generación puede resultarle algo sorprendentes las ideas que muchas personas de su edad —en torno a los veinte— se forjan sobre lo que pueden aportar a la sociedad con su trabajo, que no tienen mucho que ver con lo que hacen sino más bien con cómo lo hacen, con qué talante lo afrontan. Lo importante no es a qué te dedicas, venía a decirme el sobrino, sino qué sentido le das a lo que haces y qué valor aportas. Me llamó la atención esta última observación, y me pareció interesante, más allá de que cupiera pensar —en aquel momento también esto se me vino a las mientes— que estaba algo escasa de realismo, incluso que podría revelar cierta ingenuidad.
A menudo se me antoja ingenua la pretensión, que creo percibir en mucha gente joven que trato, de trabajar «sin tener que sujetarse a la rutina», «hacer algo que marque la diferencia», o de «ser fiel tan solo a uno mismo». Pero de Robert Spaemann aprendí que la filosofía —lo que profeso; soy profesor de eso— es una forma de ingenuidad institucionalizada1. De manera que no debería sorprenderme tanto.
En el mundo hay hechos y cosas2. Esta es su composición básica, una estructura bipolar que, como en la gramática de la lengua —bien que en unas lenguas se enfatice más uno u otro de los polos— comprende dos elementos: lo sustantivo y lo verbal. El plusvalor al que se refería mi sobrino forma parte de lo verbal. En principio no pertenece a la masa sustancial del mundo, de lo dado, sino de lo que hacemos con las cosas, de lo que pensamos de ellas y del modo en que las tratamos. Así, dicho valor añadido aparece más vinculado a la creatividad y a la innovación que a las rutinas reglamentarias y protocolizadas que ya vienen dadas. Lo que ocurre es que dicho componente verbal
—dinámico— de la realidad también llega, digámoslo así, a cobrar sustancia. En la civilización tecno-artística se nos ha hecho familiar la noción de performance, la hipóstasis de una acción, de un sentido, y la materialización de lo simbólico.
Ortega y Gasset puso mucho énfasis en esta dimensión performativa del vivir humano. «A diferencia, pues, de todo lo demás, el hombre, al existir, tiene que hacerse su existencia, tiene que resolver el problema práctico de realizar el programa en que, por lo pronto, consiste. De ahí que nuestra vida sea pura tarea e inexorable quehacer. La vida de cada uno de nosotros es algo que no nos es dado hecho, regalado, sino algo que hay que hacer. La vida da mucho quehacer» (Ortega, 1965, p. 45). Esta observación nos sitúa ya ante la preocupación principal del librito que el amable lector tiene entre sus manos.
El texto se articula en dos partes o secciones: la especificidad de lo moral y la especificación moral. La primera de ellas incursiona en el peculiar tipo de realidad de lo moral tratando de delimitarlo con la mayor precisión respecto de la realidad natural. ¿Qué tipo de entidad posee lo moral
(genus moris), y en qué se distingue de lo natural
(genus naturae)? ¿Cómo puede encajar lo primero en lo segundo y qué cualidades tiene ese encaje? ¿Es utópica la ética, o tiene algún lugar
(topos)? En otros términos, ¿cómo se inserta lo moral en este mundo? ¿Cabe en él lo bueno y lo debido? ¿Qué lugar concretamente ocupa en el mundo humano? ¿Cómo lo caracteriza y matiza?
Por otro lado, ¿podemos tener acceso a esa realidad de lo moral? En su caso, ¿qué tipo de acceso: racional, empírico, emocional…? ¿Cabe hacer evaluaciones morales? Y en su caso, ¿a qué estarían dirigidas: a las acciones o a los actores? ¿Qué legitimidad pueden reclamar los juicios de valor moral?
En la segunda parte se trata de acotar en lo posible la cuestión del criterio moral, es decir, de qué elementos cognoscitivos, o vitales, disponemos para dictaminar la calidad ética del obrar humano. El acceso inmediato e intuitivo que los humanos tenemos al orden moral contrasta abiertamente con las dificultades que encontramos a la hora de reflexionar sobre él, de tematizarlo y teorizarlo.
Por último, ¿qué papel tiene la libertad en el orden moral? Parece que alguno ha de tener, y no pequeño, pues el componente ético de la existencia humana tiene mucho de reto, y de drama con final abierto, y sin duda esto atañe a nuestra libertad. Se dice en la Biblia que «Dios hizo al hombre desde el principio y lo dejó en manos de su albedrío» (Eclo 15,14). «Terrible faena», que diría Ortega, es eso de hacerme ser lo que soy en lo que mi propia biografía tiene de más crucial.
En fin, confío que la indagación que se ensaya aquí pueda hacer algo de luz en cuestiones que son abstrusas, pero igualmente decisivas para vivir sabiamente.
PARTE I LO ESPECÍFICAMENTE MORAL
Es común distinguir dos usos de la razón, el que hacemos de ella con la pretensión de conocer y el que procura afrontar inteligentemente la praxis, la acción en la que el hombre se propone alcanzar ciertas metas pudiendo seguir caminos distintos. En términos muy amplios podemos hablar de dos formas de discurso racional: el teórico y el práctico. Propiamente no son razones distintas las que se emplean de una u otra manera, sino justamente eso, dos modos distintos de usar la misma facultad racional.
De acuerdo con una larga tradición, ambos usos determinan la división más primordial del discurso filosófico, la que lo distribuye en dos sectores: por un lado, el que podríamos denominar territorio del espejo y, por otro, el de la acción propositiva. Al conocimiento teórico
también se le denomina especulativo
por cuanto la teoría no pretende en principio otra cosa que reflejar
la realidad tal como es —como hace el espejo (speculum) con lo que tiene delante—, es decir, dejarla ser lo que es y reconocerla rindiéndole el homenaje de decirla con lealtad. Por el contrario, el discurso práctico la acomete, digámoslo así, con la pretensión de transformarla, dominarla y humanizarla a través de la libre iniciativa secundada por la acción eficaz, diestramente dirigida.
Según el esquema aristotélico —que obviamente hoy quedaría demasiado escueto—, el territorio del espejo se divide en tres parcelas: la lógica, la filosofía de la naturaleza y la metafísica. Por su lado, el discurso práctico comprende igualmente tres capítulos: la ética, la economía y la política.
La razón teórica o especulativa busca conocer, mientras que en su uso práctico lo que busca la razón es ordenar. Decían los escolásticos latinos que es propio del sabio ordenar
(sapientis est ordinare), en el doble sentido que tiene esta expresión en castellano: poner orden y dar órdenes. Al igual que la economía y la política, la ética aspira conocer, por supuesto, pero en último término para organizar inteligentemente la acción en cada uno de los ámbitos (ethoi) en los que se desempeña la vida y la actividad humana: organizar la propia vida (ética), la vida doméstica o familiar (economía) y la vida civil (política). El ser humano no es
relación, pero sí es un ser en relación
: en primer término consigo mismo, después con sus inmediatos prójimos, y finalmente con sus conciudadanos. Fuera de esos tres espacios de relación ningún ser humano puede desarrollar su vida de manera satisfactoria, ni siquiera suficiente. Desde luego, para que haya una comunicación significativa con los demás se necesita tener algo que comunicar, algo que hemos apropiado interiormente y nos acrece como personas. Pero eso a su vez hemos de comunicarlo: nadie puede vivir sólo para sí. Asimismo, la dimensión inter-personal —la alteridad como estructura del ser personal— tampoco el humano puede cumplirla satisfactoriamente solo en el reducto de la convivencia familiar, con sus inmediatos prójimos; también necesita proyectarse en un espacio suprafamiliar, propiamente civil. Para Aristóteles, el hombre tan solo puede alcanzar una vida satisfactoria —a esta noción apunta la voz griega autarkía: suficiencia, o autosuficiencia— en un nivel de apertura mayor que el del entorno doméstico, bien que tal apertura no soslaya sino que, por el contrario, presupone una intimidad, individual y familiar1.
Aunque no sería posible hacerlo inteligentemente sin conocimiento, organizar la propia vida, la casa y la ciudad no es solo
una cuestión de conocimiento. La ética indaga, pregunta, y todo preguntar presupone en quien pregunta un interés cognoscitivo, mas el objeto del conocimiento ético no es conocer el bien, dice Aristóteles, sino hacerlo. (De hecho, nunca se llega a saber lo que es bueno hasta que no salpica, digámoslo así. Para saber lo que debo hacer, afirma también el Estagirita, debo hacer lo que quiero saber2).
—¿En qué consiste el saber práctico? Concretamente, ¿qué añade la nota de lo práctico al conocimiento, que es primordialmente teoría? —El valor de referencia de la teoría es la verdad o, dicho de otro modo, una teoría está bien hecha cuando es una mirada atenta que nos da a conocer, dentro de los límites de la capacidad humana, la verdadera realidad de lo que miramos. A su vez, el valor de referencia del discurso práctico no puede ser otro que el bien; la buena acción es la que está inteligentemente conducida. Verdad y bien comparten en último término la condición de ser aspectos distintos de lo mismo, de lo real, y prueba de ello es que no puede ser bueno lo que no lo es verdaderamente. El bien, en último término, no es más que la verdad práctica, la que está por hacer, y la buena praxis es la que verdaderamente contribuye a la realización personal de quien la lleva a cabo. —Mas, ¿cómo puede producirse el trasvase entre el ser verdadero cognoscible y el ser bueno practicable? ¿Se trata de una aplicación de la teoría a la praxis? ¿O bien de una traducción? En definitiva, ¿qué régimen posee propiamente el discurso práctico justamente como discurso racional?
Vuelvo a que conocer y mandar son efectivamente usos distintos de la misma facultad intelectual. No se trata de facultades distintas, y justo por ello es posible el trasvase sin salir de lo racional (tal vez matizando que lo racional
en sentido práctico generalmente tiene la estructura de lo razonable
, que a menudo se mueve en un terreno de fronteras movedizas, más borrosas e inciertas que el de las categorías con las que se maneja la razón teórica).
Ordinariamente, la traducción de lo teórico a lo práctico es compleja, no es automática
, y, desde luego, en ningún caso un silogismo práctico es una inferencia deductiva
. Es falaz el naturalismo que deduce el deber ser del ser natural. En el lenguaje de la teoría ética se conoce como falacia naturalista el error consistente en pensar que el trasvase es automático, toda vez que son órdenes distintos de realidad el ser y el deber o, dicho en términos clásicos, el genus naturae y el genus moris. Incluso cuando ocurre lo que debe ocurrir es menester distinguir el orden de las cosas tal como de hecho se dan, de aquel otro en el que consiste lo debido, lo que debería darse.
La fórmula que emplea Rudolf Hermann Lotze para describir el valor —lo que merece ser (daß, was würdig zu sein)— bien podría emplearse también para describir el genus moris. El tipo de ser de lo moral
evidentemente no es solo lo que es o lo que hay, y su peculiaridad no puede detectarse con la mirada natural; hace falta una lectura metafáctica —recurrir a una lente más afinada, de más aumentos— para descubrir algo que a simple vista no comparece abriendo los ojos. En cierto modo, la realidad moral es intuitiva, se nos antoja inmediata sobre todo cuando tratamos con las personas, aunque no veamos con detalle reflexivo, por ejemplo, que son buenas o malas personas. La cualidad moral solo se atribuye a seres humanos, y no a todo en ellos, sino solo a algo de ellos, que es la conducta libre, los actos humanos
. Por ejemplo, las conductas denominadas reflejas
aparecen desprovistas de dicha cualidad. Mas aunque tengamos intuición primaria de la cualidad moral de ciertas conductas personales, así como de las mismas personas que son los titulares de ellas, es claro que necesita afinarse esa intuición, hace falta contrastarla, y en parte la ética suministra elementos para corregir y rectificar nuestras primeras impresiones. Necesitamos sensores e instrumentos conceptuales más elaborados para saber mejor lo que ya sabemos, incluso para someter a prueba esa primera intuición tosca. Por intuitiva que parezca la percepción de ciertas cualidades morales, nunca es esta plenamente espontánea: la realidad moral no comparece sin más, con naturalidad
.
Igualmente constituye un naturalismo falaz confundir lo debido con los deberes. No cabe responder a la pregunta qué significa deber con una enumeración de los deberes, por cuanto no es lo mismo la forma que el contenido. Ahora bien, que sean órdenes distintos el de lo natural y el de lo moral o, dicho más sencillamente, el de los hechos y el de los valores, no significa que nada tengan que ver el uno con el otro. No de forma deductiva, pero sí en forma inductiva es posible descubrir en las cosas indicios de cómo las debemos tratar. Ciertamente para eso es preciso no reducir la realidad a su mostrenca facticidad, a lo que de hecho se nos da de ella. Es menester que ella misma nos provea alguna indicación acerca de su plenitud, de su telos, o de su valor, aspectos todos ellos que no se descubren a simple vista, porque propiamente son metafácticos, se sitúan más allá de lo que hay
. J. R. Ayllón señala que la realidad tiene muchos lenguajes, y uno de ellos es el deber, lo que las cosas nos dicen, siendo, acerca del modo en que hemos de tratarlas para hacer de este mundo un lugar más habitable y más humano (Ayllón, 1998, p. 61).
A propósito de la idea kantiana según la cual resulta plebeyo acudir a la experiencia en cuestiones éticas, observa Rodríguez Duplá que
cuando se trata de comprobar la verdad de un juicio normativo (…) no tiene sentido mirar a la realidad efectiva, pues los juicios normativos no hablan acerca de cómo es esta de hecho, sino acerca de cómo debería ser. Un juicio normativo no puede ser confirmado ni refutado por un hecho. El principio que prohíbe mentir no sería menos válido si se comprobara que algunos o incluso todos los seres humanos mienten como bellacos. (…) No faltan casos en los que la linde que separa lo descriptivo de lo normativo se vuelve borrosa. Ocurre a veces, en efecto, que la descripción leal de lo que nos sale al paso nos obliga a emplear términos que,