La Pajarera
Por Eduardo Plaza
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A medio camino entre la crónica, la novela y el mejor relato periodístico, Eduardo Plaza logra —con sutileza, precisión y un asombroso tino narrativo— una voz que sopla suave, pero, al mismo tiempo, remece mediante un humor punzante y una melancolía tan enigmática como conmovedora. Un libro híbrido, entretenidísimo, apreciable.
“Es mayo y no he vuelto a Coquimbo. Hay una barrera sanitaria que lo impide. Para cruzarla debes demostrar que no estás contagiado y justificar el viaje con una razón importante, sensata. Mostrar papeles. No vale decir tímidamente que extrañas a Nora. Que te has equivocado mucho y que quieres ir a dormir a la pajarera. Y que ya descubriste hasta dónde llegan esos rieles: a ninguna parte”.
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La Pajarera - Eduardo Plaza
En La pajarera Eduardo Plaza (1982) despliega un admirable abanico narrativo para delinear Coquimbo o, más específicamente, sus recovecos y su imaginería. Un caudillo busca transformar la ciudad en un epicentro del turismo pirata y, a la vez, en un muestrario de todas las potencias del mundo; una celebración anual empuja al frenesí colectivo, pero también a charlatanes y criminales; el guitarrista de una célebre banda de cumbia elige —después de recorrer el país y el extranjero— no moverse del nido; una adictiva investigación advierte la presencia y la negación de los changos como pueblo originario de la bahía; y como telón de fondo, siempre latente y delicado, un cuadro familiar lleno de grietas, fantasmas, giros y rearmes.
A medio camino entre la crónica, la novela y el mejor relato periodístico, Eduardo Plaza logra —con sutileza, precisión y un asombroso tino narrativo— una voz que sopla suave, pero, al mismo tiempo, remece mediante un humor punzante y una melancolía tan enigmática como conmovedora. Un libro híbrido, entretenidísimo, apreciable.
Eduardo Plaza
La pajarera
La Pollera Ediciones
www.lapollera.cl
Índice
Trenes, una introducción
La cruz
Cumbia de cahuín
Maicol, Marité
Lobos de mar
Guayacanes
Agradecimientos
Trenes, una introducción
Entonces hablemos de Coquimbo.
Dejé Coquimbo hace varios meses. Partí a las cinco de la tarde. Llené el estanque y enfilé hacia Santiago. Puse una radio local para saber por dónde me convenía avanzar. Roberto Dueñas, exfigura de la farándula chilena devenido líder de opinión regional, insultaba a un juez y amenazaba a un fiscal porque no actuaban con mano dura. Era trece de noviembre. Un reportero dijo que había barricadas en la salida sur de Coquimbo. En vez de seguir por la Ruta 5, que estaba cortada, subí por el camino hacia La Cantera y tomé la Ruta 43, que viaja en paralelo a la primera y une Coquimbo con Ovalle, al interior de la región. Desde La Cantera se alcanzaba a ver la Cruz del Tercer Milenio, sobre el cerro El Vigía, uno de los lugares más pobres de la ciudad. Tres semanas antes habían intentado incendiarla. También quemaron y saquearon supermercados, un centro médico y parte del hospital. Fuera de eso, no mucho más. ¿Cómo prenderle fuego a esa mole de noventa metros de concreto?, pensé. No creo que hayan querido derrumbarla, solo era necesario verla arder como un faro anunciando la guerra. Me metí a un camino que une ambas carreteras a la altura de Tongoy. Dejé atrás la barricada y seguí por la Panamericana. Estaba vacía. Después entendería por qué: también había piquetes en Los Vilos y otros llegando a Santiago. Un par de horas más tarde me detuve en un servicentro y revisé las redes sociales en busca de noticias: si Piñera había salido a hablar, si volvería a decretar estado de excepción, si los milicos se estaban acuartelando, si se venía un golpe. Había perdido la señal FM varios kilómetros atrás. Decidí que de allí en adelante guardaría los tickets de peaje por si necesitaba demostrar que estaba viajando. Me pidieron bailar para cruzar en Los Vilos y lo hice. Y la noche me encontró en un taco interminable a doscientos kilómetros de la capital. Fueron cuatro horas detenido, no lo sé, tal vez cinco. Un canal de noticias tenía su señal online abierta y me quedé sentado, con las ventanas abajo, mirando lo que ocurría en Santiago desde la pantalla de mi celular. De vez en cuando salía a fumar o a mear y miraba la caravana brillante que se hacía pequeña hasta parecer una romería de luciérnagas. Éramos un centenar de sujetos fumando y compartiendo el arcén, y qué importaba, si nada se movía. Las máquinas reposaban y escuchábamos el murmullo de las chupadas de cigarro y el arrastre de pies. Desde la carretera se abría un silencio vasto, negro y tirante. Se alcanzaban a ver unas pocas casas a oscuras. A un lado se adivinaban los cerros. Al contrario se adivinaba el mar.
Pensé en volver. Devolverme al puerto. Llamar a mi madre. Preguntar si podía dormir en su casa. No la había visto durante siete semanas y estábamos a un par de cuadras.
No quiero partir este libro con la trampa de la nostalgia. No quiero partir diciendo: «Cuando éramos chicos, nos gustaba recorrer Coquimbo siguiendo las vías del tren». No quiero decir: «Dejábamos monedas antiguas sobre los rieles y esperábamos a que el tren las aplastara». No quiero decir: «Nos sabíamos de memoria el horario del tren». Tampoco: «Mi abuela me había regalado una bolsa de monedas viejas. No sé por qué lo hizo. Mi abuela me despreciaba. Y yo las aplastaba en el tren». Pero si no explico el contexto, no puedo escribir de Coquimbo. No es un tren de pasajeros: al igual que la mayoría de las vías férreas nortinas, fue diseñada y construida como un brazo de la explotación minera. Chupar, transportar y embarcar. Expoliar. En algún momento hubo un servicio de pasajeros, pero da lo mismo. No es eso lo que quiero contar. El tren partía en El Romeral, una mina de hierro veinte kilómetros al norte de La Serena, y terminaba en Guayacán, el puerto al extremo norte de la boca de la playa La Herradura, en Coquimbo, treinta y cinco kilómetros hacia el sur. Antes de eso, en el siglo XIX, ya había otras conexiones que hacían el mismo recorrido y terminaban en el Valle del Elqui. Y antes de esas, otras. O sea: el tren sobre el tren sobre el tren. La reproducción. Cuando éramos chicos, nos gustaba recorrer Coquimbo siguiendo las vías. Y caminando sobre ellas podías hacerte una idea bien clara de gran parte de la ciudad: partíamos en Guayacán, donde todavía está emplazado el puerto de la CAP que embarca las cargas de hierro a quizá dónde, no tengo idea, no era información útil: lo que hacías cuando chico era inventártelo, no averiguar. Salíamos de la playa y cruzábamos hacia la Covico y la Fedeco, dos villas que nacieron al amparo de la misma empresa de ferrocarriles, cuando todavía trabajadores y gerentes hacían esa clase de tratos. Caminando hacia el oriente llegábamos a El Olivar y Las Torres, por entonces el límite de la ciudad. Más allá solo había tierra.
Escribo sobre mi ciudad. Antes de