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El mejor del mundo
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Libro electrónico270 páginas4 horas

El mejor del mundo

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¿Nuestra vida está marcada por el apellido que llevamos? Una novela sobre realidades paralelas.

Antonio es un empresario gallego con una ambición desmedida. Cuando por fin asume la dirección de la fábrica de ataúdes fundada por su padre, hasta entonces reacio a ceder el testigo, da un cambio radical al negocio. Quiere situarlo en lo más alto y pone la vista en el sector del lujo. Eso lo lleva de viaje por Houston y Ciudad de México, donde alcanza el éxito con el que ha vivido siempre obsesionado. Pero apenas lo toca, sus sueños se desvanecen de una injusta e inexplicable manera, capaz de hacer perder la cabeza al más juicioso. A su regreso a España va a percibir paulatina, dramática e irremediablemente que todo ha cambiado, y sin solución. Casi nada es como era cuando lo dejó quince días antes: ni la familia, ni la casa, ni los amigos, ni el trabajo, ni la ciudad, ni el mundo, ni siquiera él mismo. Nada tiene sentido, todo escapa a lo posible. ¿Qué ha pasado? ¿Cómo, en qué instante o circunstancia se distorsionó la realidad?

Juan Tallón se adentra en una historia que aborda la experiencia de la extrañeza, esa sensación tan repetida a lo largo de la vida, y lo hace a través de un personaje contradictorio, implacable, violento, a ratos tierno, sin demasiados límites morales, que no encaja en el mundo, que no entiende –como en algún momento nos ocurre a todos– muchas de las cosas que suceden a su alrededor, a las que, sin embargo, tendrá que desafiar para salir adelante. Dueño de un pasado tormentoso, enfrentado a un padre que lo aborrece, víctima incluso de un apellido atroz, Antonio es el vivo ejemplo de cómo resistir al vapuleo de las grandes adversidades y satisfacer cualquier ambición, siempre y cuando uno esté dispuesto a hacer todo lo que haga falta.

IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento4 sept 2024
ISBN9788433928726
Autor

Juan Tallón

Juan Tallón (Vilardevós, Ourense, 1975) es licenciado en Filosofía, aunque siempre se ha ganado la vida con el periodismo. Es autor de varios libros en gallego, y en castellano ha publicado obras de no ficción como Libros peligrosos y Mientras haya bares, así como las novelas El váter de Onetti, Fin de poema, Salvaje oeste y en Anagrama Rewind: «Un ejercicio literario impactante... Un libro vivo» (Manuel Jabois, El País); «Escritura excelente... Una oda a las cosas rotas» (Juan Cruz, El País); «Un libro elocuente y sobrecogedor» (Pilar Castro, El Mundo); «Una novela maravillosa sobre el duelo, la capacidad de hacer memoria y la vivencia de la felicidad como espejismo. Un libro, de extraña melancolía, que habla de cómo los humanos salimos adelante tras el derrumbe» (Marta Sanz, El Periódico de Catalunya); y Obra maestra: «La habilidad de Tallón ha sido escribir una novela que no lo parece, o que quizás ni siquiera lo sea. El lector decide» (Alberto Moyano, El Diario Vasco); «Muy disfrutable, y desde varios puntos de vista. Y eso es lo primero que debe alcanzar la literatura» (Marcos Pereda, Jot Down); «Obra maestra halla el modo de explicar una historia que roza la condición de no-historia con agilidad e ingenio, y con mayor sencillez de lo que aparenta su carácter fragmentario» (Nadal Suau, El Cultural); «Son muchos elementos los que están en juego: política, identidad nacional, fracaso y éxito, torpeza congénita, mala leche, innovación en la gramática del arte… Y de esta manera tan oblicua y prismática, Tallón ha escrito una novela “total”. Divertida, trágica y rotunda» (Carlos Pardo, Babelia). Su novela más reciente es El mejor del mundo.

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    El mejor del mundo - Juan Tallón

    Índice

    Portada

    Primera parte

    1

    2

    3

    4

    5

    6

    7

    8

    Segunda parte

    1

    2

    3

    4

    5

    6

    7

    8

    9

    10

    11

    12

    Epílogo

    Agradecimientos

    Créditos

    Marta y Helena

    ¿Quién me puede decir quién soy?

    WILLIAM SHAKESPEARE,

    El rey Lear

    Primera parte

    1

    Antonio extrae el puro del bolsillo de la chaqueta y lo huele con una inspiración larga, muy larga, larguísima. Al final, se le escapa un «Aaahhh» extasiado. Es un Cohiba Behike 56 que robó de casa de su padre el día de su entierro. Quizá el hombre lo guardaba para una ocasión especial. Pero ya no habría ocasiones especiales. No merecía la pena dejarlo allí, esperando a alguien que obviamente no iba a fumar más. Lo examina como a un anillo recién encontrado en el suelo y lo vuelve a guardar, empaquetando las ganas de fumárselo. Tiene tanto que celebrar que ese puro es un símbolo de la felicidad. Piensa que nunca estuvo tan cerca de ella. La persiguió y la atrapó. Se siente investido de un extraordinario poder. En su cabeza es omnipotencia, casi inmortalidad, al menos hasta el día en que pase lo peor. Es un momento álgido, dorado, devuelve el puro al bolsillo y estudia el centro de convenciones de un vistazo, atestado de visitantes que dirigen su atención al estand de Ataúdes Ourense, donde resplandece el Apolo, y constata que sigue ahí arriba, que al fin atrapó el éxito, que llegó, y que lo hizo pese a las circunstancias, a las adversidades que se sucedieron en cada una de las etapas de su vida hasta hoy. La pregunta que siempre lo ha empujado: «¿Hasta dónde estarías dispuesto a llegar?», y su respuesta: «Muy lejos», alcanzan al fin la plenitud.

    Se esfuerza en contener la euforia, por educación, porque hay gente al lado y hay que saber ganar, saber estar. Pero le cuesta dominarse. Saber estar es un arte que o se cultiva desde pequeño o ya nada, así que acaba regresando a la euforia. No es hora de ser humilde, ni diplomático, ni sobrio. Se le escapa una enorme sonrisa, secreta y exagerada. «Sonrisa de cacho hijo de puta», como dice su amigo Pedro.

    Por la megafonía le llega una música que no identifica. Hernández, a su lado, dice que es el Réquiem de Gabriel Fauré.

    –Es que de joven toqué la trompa en una orquesta –explica Hernández.

    Antonio cierra los ojos unos segundos. Aprieta los párpados de simple placer, para reafirmarse en que no hay nada como hacer negocios y ser un hombre ambicioso, que no teme al fracaso, que no cree en los obstáculos infranqueables, que no piensa que después de todo lo malo vayan a seguir pasando cosas horribles. Cerrar un buen trato lo reconcilia con cualquier varapalo, fealdad, injusticia que el mundo depara. Quizá «Hombre de negocios» resuma todo lo que quiere que ponga en su lápida cuando se muera, si se muere, claro. Hoy ve su muerte como una circunstancia inviable. ¿Habrá algo tan excitante, embriagador, bello como firmar un contrato de venta, ganar mucho dinero, advertir cómo te alcanza el secreto resplandor del sueño de una vida? No importa si en algún momento tuvo que hacer algo demasiado terrible para llegar hasta ahí, algo escalofriante, inenarrable, que, de vez en cuando, aun sin querer recuerda, pero se perdona a sí mismo.

    Al abrir los ojos de nuevo apoya en el suelo su maletín rojo y se deja caer en la silla con las manos en los bolsillos, con sus nueve dedos, que apenas caben dentro de lo fornidas y aparatosas que son, como azadas. Primero cae a cámara lenta, imitando un plástico bamboleado por el viento, y en el último instante vertiginoso, convertido, sin explicación, en una estatua de hierro. Nota que el traje le aprieta en la cadera. Es culón y los bolsillos se abren al sentarse. Pero la incomodidad se diluye en bienestar. Se quita el zapato izquierdo y se coloca bien el calcetín, el que al andar se ha ido retorciendo. Se masajea la planta del pie y vuelve a calzarse. Se frota una mano con otra y se las huele.

    Echa otro vistazo al Apolo, que desde donde se encuentra, en la zona de restauración, apenas adivina tras la gente. Es magnífico. Todo el mundo se detiene en su empresa a admirar el ataúd, a fotografiarlo, a preguntar de dónde salió, cuánto cuesta, dónde se compra, de qué está hecho, a quién van a meter dentro. Es demasiado hermoso y a la vez escalofriante. Respira hondo, se aploma, y después suelta el aire poco a poco. Pena que no se pueda fumar aquí, comenta. Mientras lo hace repara en una pelusilla adherida al hombro. Es inapreciable, pero mirada atentamente, durante un rato, se hace más y más enorme, y ya es una archienemiga. Sopla pero la pelusa no se mueve, provista de la plomiza pesadez de lo incorpóreo. Se aferra a su sutil insignificancia.

    Al lado de su silla hay otra vacía, la recoloca y planta los pies encima, un instinto del poder, atento siempre a acomodarse, estirarse, expandirse. Gasta un 45 y sus resplandecientes zapatos de hebilla, sobre el asiento, parecen dos cuervos en un tendido eléctrico, a la espera no se sabe de qué. Lentamente, la paz lo embarga.

    No ve la hora de celebrar todo lo que le está pasando. Algunos días la vida real se pone a la altura de su versión imaginada, idílica. Daría casi cualquier cosa por que su padre pudiese contemplarlo justo ahora, tan lejos de España, y pronunciase una de sus frases arrogantes y estúpidas, como «No es tu momento» o «No tienes madera para los negocios», para hacérsela tragar letra a letra, hasta que se le hiciesen una bola y se ahogase con ella.

    Mira a los tres empresarios que le acompañan. El que tiene bigote de manillar y habla poco es Matías; cuando lo hace es como si se cayese un plato de duralex al suelo, sin romperse. Mueve los hombros y el cuello para no tener que decir palabras como «Sí», «Casi», «Ándale», «Me vale madres»... Tiene un tatuaje detrás de la oreja que no sabe qué representa, y algo que le llama aún más la atención: los bolsillos del pantalón le abultan mucho, piensa que porque se le juntan la cartera, gordísima, el teléfono, grande, a lo mejor pañuelos limpios y sucios, o quizá una pistola.

    De los otros dos empresarios, con los que ya coincidió hace dos semanas en Houston, en una feria similar, uno es bajito, cilíndrico, la punta de su nariz mira descaradamente hacia la derecha, y la corbata le queda demasiado corta. Pobre, piensa. Esto le parece lo peor. Se llama José Fernando. Siempre le da lástima la gente incapaz de ponerse bien una corbata. Él, que tiende a mirar a las personas y ver en primer lugar formas, cree que José Fernando se amolda a la de una botella de agua mineral. Sus manos peludas le recuerdan a los mejillones de batea. Huele bien, pero un bien de hace veinte años.

    El tercero, y más gordo, cuyo cuerpo le parece que tiene forma de tetera, come con un apetito agónico, de hiena. Desde el primer momento se presentó por su apellido: Hernández.

    Los dos tienen por clientes a delincuentes millonarios y peligrosos. Así es México. Pero eso a él es lo que menos le importa. Solo cuenta no ser un criminal en persona, así que cuando trazó el itinerario por las ferias del sector, primero en Houston y ahora en Ciudad de México, sabía qué terreno quería conquistar. Y México es justo lo que Hernández y los otros dos representan. Estar ahí, hacer negocios con esta gente, que parezca, en ese país, saberlo todo sobre la muerte y cómo sacarle partido, le hace sentirse aún más orgulloso de todo lo que está consiguiendo.

    –No conozco una feria en la que se coma mejor que la de Funermex –dice Hernández, como si necesitase justificar que ya vaya por su sexto taco. Le cuesta llegar a la mesa de lo gordo que está. Su frase y la comida se funden y producen un curioso efecto en una de las ferias de productos y servicios funerarios más importantes del mundo–. Es un aliciente más, creo yo –añade, limpiándose la barbilla con una servilleta de papel.

    Nadie parece escucharlo.

    Antonio da un trago a su botella de cerveza y a continuación otro al vasito de mezcal que tiene al lado, y así sucesivamente, de manera que su euforia, sin nada sólido en el estómago, se va envolviendo en una vaga ebriedad. Cuando el nivel del mezcal baja hasta la mitad del vaso, considera que ya está bien de tragos moderados y con un golpe de cuello lo vacía.

    Entre traguitos y tragos intenta vigilar qué pasa en su estand. Está acostumbrado a controlarlo todo, a no fiarse de nadie, a pensar que sin él la empresa se vendría abajo. Pertenece, como antes que él su padre, a la familia de los imprescindibles, los que están encima de cada asunto, papel, decisión, detalle.

    La escena en Ataúdes Ourense es la misma desde el día que empezó la feria: visitantes y más visitantes agolpados ante el estand. Cuando llegan a ese punto del centro de convenciones, muchos están cansados de ver ataúdes, hornos crematorios, mesas y libros de firmas, flores, placas, lápidas, minilápidas, máquinas de grabado, rosarios, cruces, esquelas, coches fúnebres, urnas de madera, latón, cerámica, sudarios, equipos de tanoestética, y mucha gente, profesionales y visitantes. Pero el ataúd de su empresa es otra cosa: su ataúd es de oro y terciopelo de Génova. Cómo no frenar en seco, atónito, y preguntarse si el féretro expuesto en el centro, bautizado como Apolo, está fabricado realmente en ese metal, y si una idea así tiene sentido, si no es una excentricidad condenada a volverse una anécdota ridícula, inmoral, y cuya historia, por supuesto, acaba en la ruina del genio de turno.

    «Cubierto en pan de oro», precisa el folleto, «para funerales exclusivos.» Apolo brilla como el oro, se comporta como el oro, logra que todos los ojos que pasan cerca lo observen fascinados, y, en última instancia, las cabezas moldeen la misma pregunta: «¿Oro?». Cada ángulo, detalle, moldura, intensifica el fulgor del ataúd, de cuyo interior brota, rebosante, el terciopelo azul, inmaculado, acogedor, que hace pensar en la calidez de la vida. Al lado del féretro un cartel impreso en letras doradas anuncia con inalcanzable perfección: EL MEJOR DEL MUNDO.

    Antonio viene de esa escuela de negocios para la que el marketing lo es todo. Cree en la comunicación agresiva, en las ideas que se elevan con el sagaz arte de la exageración. Aunque el mensaje –«El mejor del mundo»– no fue un hallazgo propio, sino la simple frase de una empleada que quiso resultar graciosa, él lo adoptó al instante como una idea genial. La inteligencia de jefe la encumbró a marketing.

    Fabricar féretros de lujo para un público exclusivo respondía a la inspiración, a su inclinación a pensar a lo grande, lo que siempre era motivo de desencuentro con su padre, acostumbrado a otra escala, a alentar sueños más modestos, exentos de riesgos. Por supuesto, resulta ocioso, pueril, absurdo, discutir si un ataúd es o no es el mejor del mundo. Pero ¿y? ¿Dónde está el problema? A nadie perjudica afirmar eso del Apolo, y menos aún poner nombre a un ataúd. Cualquier otro fabricante podría sostener lo mismo de los suyos. «Hay cosas que no significan nada, pero si las dices el primero, ay, amigo, entonces creas un valor donde antes no había nada», argumentó cuando apadrinó el mensaje. Y ese era el triunfo del marketing.

    Con aquel féretro y aquella frase dejó de tener miedo a la feroz competencia china, que produce ataúdes a precios bajos y pone al alcance de la gente la aspiración de organizar un entierro barato para sus amadísimos padres, hijos, hermanos, parejas.

    Retira los pies de la silla y se incorpora expeditivo. Nada queda en él de la maciza estatua que se desplomó un rato antes sobre la silla. Vuelve a ser un plástico volador. «Ya está bien», susurra, sin tener claro qué está bien. Es hora de ponerse de pie, sin más, y ya se verá cómo continúa la historia. Se frota las manos, tiene esa manía, que no es fea, pero tampoco bonita, y que consiste en un refregar por refregar, en absoluto por frío, o para ir al grano, o porque va a ponerse manos a la obra. Sus acompañantes lo estudian, sentados, cuestionándose si también ellos deberían levantarse y acelerar sus planes, pero al final se limitan a mirar hacia arriba, como si pasase un helicóptero.

    –Creo que voy a darme el último baño de multitudes antes de que se acabe la feria –anuncia–. ¿En qué hora estamos?

    Tiene reloj, un viejo Longines de esfera rectangular, con correa de piel de cocodrilo, pero apenas lo usa. Si viaja, se lo pone, porque puede ser de relativa utilidad en el aeropuerto, pero al llegar al hotel lo deposita en la caja fuerte hasta el día de regreso. No le molesta que la hora exacta flote en el ambiente como partícula de polvo, le basta con saber que es aproximadamente un momento u otro. Está de parte de los que tratan el tiempo con cierta indiferencia. Le gusta que todo quede en el aire.

    –Las cinco y... nueve minutos y medio –responde Matías.

    Antonio aprieta los labios y asiente, le admira la pasión por la exactitud horaria que muestran los mexicanos. A primera vista, piensa, las cinco y nueve minutos y medio es una hora finísima, que tanto puede caer del lado de lo que se considera tarde, como del que encaja en temprano. Se agacha para recoger el maletín, cuyo color rojo obliga a todo el mundo a mirarlo y a preguntarse qué contiene.

    –A las nueve en el restaurante del Intercontinental. Buena comida, buena bebida, buen ambiente –le recuerda José Fernando antes de que desaparezca–. Y después os llevaré a un local especial. No hay nada ni remotamente parecido en España –dice, señalándolo–. Un lugar dudoso, digamos. A veces existe y a veces no. Se borran las puertas por las que se llega. De hecho, hay que entrar siempre a través de negocios vecinos. Es también un local anónimo, no tiene nombre para que la gente no lo llame, no diga «Nos vemos en Palace», o «Por qué no quedamos en Futuro», como dices cuando quieres ir a esas discotecas. Nadie sabe nunca fijo cuándo abre. Es como si abriese solo de milagro. Pero alguien que tiene siempre buena información me ha dicho que hoy abre. Y sé por qué puerta.

    Antonio se dirige a paso vivo hacia su estand, pero cuando ya está cerca se frena, o lo frenan, porque vuelve a arremolinarse en torno al Apolo una multitud de curiosos que le impide el paso. El empresario valenciano que atiende el estand vecino al suyo le hace una señal para que se acerque, porque desde ahí le resultará más fácil acceder. Ya es tarde para hacer como que no lo ha visto. Es un pesado profesional, alguien que podría vivir, y vivir bien, de ser pesado, piensa. Su empresa es una pirotécnica que oferta disparos al aire de cenizas de difuntos, ya en la modalidad de trueno, de cohete de la mascletà, o mediante la palmera de fuegos artificiales, que estalla a ciento cincuenta metros de altura y dispersa las cenizas en un radio de medio kilómetro.

    El colega valenciano no disimula la impresión que le causa ver a tantas personas agolpadas para admirar el ataúd de oro.

    –Por cierto –se anima a decirle mientras se rasca la barbilla–, y disculpa si soy muy directo, pero con este ataúd, ¿en qué cifras nos movemos?

    –¿Cuánto cuesta, quieres decir? ¡The million dolar question, amigo! –Deja escapar una carcajada estrepitosa–. Nada me gustaría más que satisfacer tu curiosidad, pero lamentablemente, por razones secretas, me es del todo imposible. Pura estrategia empresarial, ya te puedes figurar.

    –Barato no debe de ser. ¿Y no teméis a los saqueadores de tumbas? Este me parece un país capaz de todo, en especial de llevarse un ataúd de oro enterrado dos metros bajo tierra.

    –Digamos que los problemas que se dan bajo tierra, cuando la mercancía se ha entregado, ya no son de nuestra incumbencia. Mira, me están llamando; parece importante. –Le muestra el teléfono, iluminado–. Ha sido un placer compartir estos días contigo. –Se dan la mano.

    El teléfono sigue sonando. Es su mujer. Resopla, mira al techo, mira al teléfono, mira al infinito, que coincide con la suma de cabezas que tiene delante. Se apuesta un brazo que a no quiere nada. Se apuesta otro brazo a que, después de no querer nada y de llamar por llamar, habrá una discusión. Se aleja despacio. Pulsa la opción de cortar la llamada, porque no le apetece hablar justamente ahora, y, sin embargo, se lleva igual el aparato a la oreja, para que el empresario valenciano no crea que todo ha sido un vulgar truco para sacárselo de encima. «Hola, cariño. ¿Cómo va todo?», dice en un tono alto para que aquel lo oiga bien, y después de cinco pasos se gira con disimulo para espiarlo con el rabillo del ojo y le parece ver que lo está observando, como si sospechase algo y no acabase de tragarse la jugada de la llamada, así que mantiene el pulso de la conversación con una esposa que no está al otro lado, y le explica que restan apenas dos horas para que se cierren las puertas, lo que significa que están a punto de llegar los de la empresa que se encarga de recoger todo el material y trasladarlo al puerto de Veracruz, donde al cabo de unos días partirá en un contenedor rumbo a España. Cuando la conversación alcanza este punto, es imposible que el valenciano lo escuche.

    Por una extraña razón, se siente cómodo con la situación, pese a su absurdo, así que sigue hablando, y hablando, y hablando, como si el pesado fuese él, hasta que de pronto, sin venir a cuento, aunque nada en la escena viene a cuento, imprime un giro al monólogo y empieza a decirle a su mujer que no aguanta más, que está aburrido, que su matrimonio está acabado, que solo es una fuente de fastidios y amarguras diarias. Lo más probable es que también ella esté asqueada, dice. ¿Por qué se aguantan, entonces? ¿A qué están esperando? Se pregunta si esto tiene sentido, si merece la pena, y la respuesta es no, qué va, ni de coña, afirma. Se ahorrarían disgustos, errores, enfados, alegrías que no valen nada; en definitiva, pérdidas de tiempo en una vida que todo el mundo coincide en calificar de corta.

    Interrumpe su soliloquio para agacharse y traspasar por debajo la cinta que separa el espacio de Valenclá del estand de Ataúdes Ourense. Baja el teléfono lentamente, hasta que su mano pende como un columpio.

    Ahora ve de frente a los curiosos amontonados delante del Apolo. Hay ancianos, adultos, incluso niños, miradas sorprendidas y miradas hastiadas, caras que comprenden y caras que no. Guadalupe, una de las dos auxiliares que atienden el estand, se vuelve hacia su posición y lo ve apoyado en el habitáculo que estos días ha hecho las veces de improvisada sala de reuniones. Le sonríe. Él le devuelve el saludo, y a continuación desvía la vista al brazo izquierdo de la chica, escamado por la soriasis. La primera vez que la vio le dio repelús, ahora lo mira por mirar, como a esos letreros de neón que dicen simplemente BAR, pero el neón tiene algo que hace que uno lo mire y lo mire y no se canse: la soriasis lo mismo. Se pregunta si tendrá novio, si tendrá hijos. No sabe decir si es guapa o no, si le gusta o le disgusta. Se lleva el teléfono de nuevo a la oreja y le dice a su mujer que ya seguirán hablando.

    Se acerca a Guadalupe marcando cada paso, como si no solo los contase, sino que también los midiese.

    –Me da pena que se termine la feria.

    La mujer inclina a un lado la cabeza, como si no entendiese de dónde viene la pena.

    –Pero le ha ido todo muy bien, ¿no? Tendría que estar muy feliz.

    –Sí, claro. –Tensa los labios. Está a punto de decir algo más, pero como si descubriese en el último instante que eso no es lo que quiere decir, ni va a producir ningún efecto, se frena. Da un paso más hacia Guadalupe, hasta tenerla tan cerca que podría rodearla con el brazo por la cintura y atraerla hacia él–. A lo mejor deberíamos celebrar que se acaba todo con una cerveza –dice finalmente, con la seguridad de quien se cree en racha y todo lo puede.

    Guadalupe echa ahora la cabeza hacia atrás, como si sus frases estuviesen precedidas siempre de un gesto que las augura, o las pone en una especie de rampa de salida. Después se observa a sí misma, desde los pies a la cintura, como si necesitase confirmar que le gusta la ropa que lleva para ir a tomar una cerveza con alguien al que apenas conoce, para el que trabaja desde hace solo cuatro días, y que además se llama Antonio Hitler.

    2

    Sucedió muy rápido, como en un chasquido mágico de dedos. En unos pocos segundos, Amancio contó seis mil euros sin equivocarse, de una tacada; ni un pelo se le movió. Eran billetes nuevísimos, y estaban depositados sobre la mesa del despacho en un montoncito perfectamente alineado. Eran de cincuenta y daba gusto ver su disciplina. Hablaban de una vida fácil, liviana, y al mismo tiempo oscura.

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