Ricardo Samper. La tragedia de un liberal en la Segunda República
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Roberto Villa García
Roberto Villa es profesor Titular de Historia Política en la Universidad Rey Juan Carlos y primer premio de investigación de su Consejo Social. Ha publicado numerosos trabajos sobre partidos, elecciones, violencia política y crisis de la democracia en la España y la Europa contemporáneas. Sus últimos libros son 1936. Fraude y violencia en las elecciones del Frente Popular (2017), 1917. El Estado catalán y el Soviet español (2021) y, en esta misma colección de Biografías Políticas, Lerroux. La República liberal (2019).
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Ricardo Samper. La tragedia de un liberal en la Segunda República - Roberto Villa García
Capítulo 1
EL BLASQUISTA QUE DESCUBRIÓ EL LIBERALISMO (1881-1923)
Ricardo Samper Ibáñez nació en Valencia el 25 de agosto de 1881. Era el primer hijo de Ricardo Samper Bega y de Joaquina Ibáñez Romero, un modesto matrimonio que regentaba un taller de ebanistería en la Gran Vía de Germanías de la ciudad levantina. La madre de Ricardo murió en el parto y esta temprana orfandad apenas quedaría atenuada por el segundo matrimonio de su padre que, aunque aumentó la prole con tres hijos más, no cubrió las necesidades de afecto de un niño sensible, pues presumiblemente pudo quedar desplazado por los hijos naturales de su nueva madre. Samper aludiría a lo largo de su vida, y varias veces, a ese constante sentimiento de pérdida que le acompañó siempre, y a los inconvenientes de crecer sin el cariño de una madre.
El joven Ricardo, delgado y de corta estatura, tenía un carácter serio e introvertido. Su proverbial modestia disimulaba, no obstante, una inteligencia despierta y una tenacidad a prueba de obstáculos, que suplirían las dificultades que de partida le procuraron su modesta cuna y la aneja falta de relaciones, que tan útiles eran para alcanzar y consolidar una destacada posición social en aquella España de entresiglos. Si bien hacía un siglo que se habían roto las rigideces de casta del Antiguo Régimen, y ello había hecho proliferar una cantidad nada despreciable de self-made-men, de hombres de origen humilde que alcanzaron un notable éxito profesional y que coparon los altos puestos de la vida política y de la económica, era, no obstante, también una sociedad más jerarquizada y menos móvil que la actual.
Samper estaba dispuesto a superar todas esas barreras y, desde muy pronto, renunció a emplearse a tiempo completo en la ebanistería de su padre, como era el deseo de este. Los estudios, que preparaban para empleos de mayor cualificación, constituían en aquella España el principal ascensor social, y a ellos se dedicó de lleno nuestro personaje. Sus excelentes calificaciones en las lecciones nocturnas de la Escuela de Artesanos de Valencia sirvieron para que su progenitor aceptara que Samper se matriculase por libre en el Instituto de Bachillerato de la capital levantina. Su aportación a la economía familiar tampoco la haría trabajando en el taller de ebanistería, sino empleándose como escribiente, primero en el despacho de Filiberto Tuset, secretario de Sala de la Audiencia de Valencia, y luego en el bufete de abogados de Francisco Serrano Larrey. Su elección laboral estaba íntimamente ligada a su vocación por el Derecho. Trabajando de día y estudiando de noche, Samper pudo al fin satisfacerla accediendo a la Universidad de Valencia. En los estertores de la España decimonónica, con un Estado y una legislación en crecimiento, la abogacía era, junto a la medicina, una profesión liberal de prestigio que, ejercida con competencia y provecho, aseguraba cierto éxito social. Las aptitudes del joven Samper, reforzadas por una dedicación absorbente y un profundo sentido de la responsabilidad «que me acompaña como un dolor»¹, como puntualizaría años más tarde, no pasaron desapercibidas para el jurisperito Francisco Barado Ferrer, que lo convirtió en oficial de su notaría².
Con todo, ese periodo de aprendizaje, que Samper valoró como parte fundamental de su formación y factor de primer orden en sus postreras victorias ante los tribunales, no colmaba las ambiciones de nuestro personaje, que se cifraban en la apertura de su propio bufete. Obtuvo el título universitario en 1904, a los veintitrés años, una edad tardía en aquel tiempo, pero impuesta por el agobiante menester de alternar los estudios con el trabajo. Sin medios y sin un nombre que garantizara el éxito su bufete, Samper necesitaba asegurarse antes la subsistencia, y se lanzó a opositar para un puesto en la función pública, en concreto para la plaza de jefe de Sección de Fomento en la Diputación Provincial de Valencia. La obtuvo y, de ese modo, alternó durante un tiempo la actividad funcionarial con la abogacía.
La codiciada estabilidad económica sirvió también al joven Ricardo para casarse en 1907 con su novia de toda la vida, Consuelo Vayá Cifré, sorteando así cualquier oposición de su suegro, que por entonces era un empleado de alto rango en un comercio mayorista de tejidos y que disfrutaba, por ello, de un nivel de vida superior al de la familia de Samper. De hecho, Consuelo y sus hermanos habían recibido una educación esmerada. Amante de la música y estudiante de piano, la esposa de Samper adquirió en propiedad un taller de modistería que, junto a los ingresos de su marido, serían el principio de una vida económicamente desahogada. Ambos tendrían tres hijos: Ricardo, Helena y Gloria Samper Vayá³.
Durante la segunda década del XX, la pericia de Samper ante los tribunales sería progresivamente reconocida en su ciudad. Se especializó en los recursos contencioso-administrativos, con todas las dificultades anejas de pleitear contra el Estado. Fue esa ardua vía la que le abrió un hueco en la abogacía valenciana, convirtiéndose en uno de los profesionales más valorados de la ciudad. Sus informes ante el Tribunal Supremo le dieron fama de jurisconsulto, acrecentada por victorias tan señaladas como la que Samper consiguió a costa de Felipe Sánchez-Román, futuro dirigente de la Segunda República y, por entonces, catedrático de Derecho Civil e hijo de un influyente exministro del Partido Liberal de la Monarquía. La competencia y el éxito profesional de Samper propiciaron que su bufete fuera requerido con cada vez más asiduidad por la aristocracia y los hombres de negocios más importantes de Valencia. Su despacho se abrió, progresivamente, a los lucrativos pleitos mercantiles y se hizo con la representación de los bancos y las empresas de la tercera capital de España que, durante la segunda revolución industrial, había vuelto a destacar como uno de los centros comerciales y financieros más dinámicos del país.
Pero la reorientación mercantil de su bufete no hizo que Samper olvidara a sus clientes humildes, y continuó admitiendo sus pleitos contra la administración. Una actividad que era, para nuestro personaje, vocacional, pero que también se relacionaba estrechamente con su progresiva inmersión en la vida política valenciana dentro de las filas republicanas. Los crecientes ingresos del bufete hacían cada vez más innecesaria, y hasta gravosa, la atención al puesto funcionarial en la Diputación Provincial, al que Samper renunció gustosamente en 1915. La abogacía era, para él, una pasión que trascendía las consideraciones puramente profesionales o las que la erigían en un trampolín para alcanzar metas más altas de carácter empresarial o político. Por eso, Samper no dudó en zambullirse también en su vida asociativa. Se convirtió en un miembro destacado y activísimo del Colegio de Abogados de Valencia, al que se sentiría muy unido hasta que los altos puestos que alcanzó durante la República le obligaran a trasladarse a Madrid. Célebre no solo por su conocimiento enciclopédico del Derecho, sino también por su honestidad personal, Samper sería elegido varias veces miembro de la Junta Directiva del Colegio, y ejercería los cargos de secretario y tesorero por luengos años.
***
La segunda década del XX no fue solo para Samper la de su consagración profesional, sino también la de su iniciación en la vida política. Si, según su propio testimonio, su militancia republicana data de 1900⁴, lo cierto es que hasta entonces la política activa le había ocupado poco tiempo. De hecho, aunque a primera vista la política de partido pudiera contemplarla como una plataforma para consolidar su bufete, asegurándole una clientela fija entre sus correligionarios, esa filiación republicana matiza un tanto la hipótesis, por cuanto Samper se adscribió a una fuerza contraria al sistema político establecido. Sin embargo, los republicanos no eran en Valencia una fuerza de simple oposición a la Monarquía liberal, sino también una facción gobernante que a comienzos del nuevo siglo se había hecho con las riendas del Ayuntamiento de la ciudad. Controlar la administración de la tercera ciudad de España les otorgaba, por tanto, un notable influjo que aprovecharon a fondo, especialmente en los términos de la clásica política clientelar, del favor y el contrafavor.
Además, el hecho de que el movimiento republicano tuviera que pugnar contra las capas superiores del Gobierno y la administración, en especial con las instituciones nacionales gobernadas por los partidos monárquico-constitucionales de entonces –el Liberal y el Liberal-Conservador–, otorga un sentido especial a la especialización de Samper en los recursos contencioso-administrativos. Retraducida en términos partidistas, podía ser una más de las vías de esa lucha trascendental entre el «pueblo republicano» –los republicanos, a fuer de movimiento populista, se identificaban siempre con el pueblo y sus intereses– y las instituciones del Estado que los republicanos consideraban bastardeadas por la Monarquía, es decir, puestas al servicio de los intereses del Rey y de la «oligarquía» gobernante, que mantenían de ese modo secuestrada a la Nación.
Ahora bien, una relación demasiado estrecha entre la dedicación política de Samper y su éxito profesional queda quizás desmentida por dos factores a considerar. El primero, el hecho de que su puesto de funcionario lo ligara no al Ayuntamiento sino a la Diputación, esta siempre controlada por los partidos monárquicos, mayoritarios en el conjunto de la provincia de Valencia. Y el segundo, la cada vez más escogida clientela del bufete, poco afecta al republicanismo y con litigios que trascendían del marco local. De hecho, lo que en la trayectoria de nuestro personaje se percibe no es esa interrelación entre política y abogacía común a muchos de sus coetáneos sino, por el contrario, una separación completa entre ambas actividades, apenas matizada por las situaciones en las que sus conocimientos jurídicos eran requeridos por su partido o por militantes republicanos que le pedían su asistencia para resolver asuntos de naturaleza personal. Ciertamente, el papel de Samper no trascendía del de un técnico, pues apenas mostró interés en usar de la influencia que su puesto de funcionario y, sobre todo, su bufete le otorgaban para crearse una clientela dentro del republicanismo valenciano. Como veremos en los capítulos que siguen, su afición por la política no le absorbió hasta el punto de convertirse en un profesional dedicado exclusivamente a esa actividad. Le refrenaba su sincera vocación forense, y también una mentalidad muy pragmática, que anteponía la estabilidad económica familiar a los riesgos y dispendios, enormes por entonces, de una dedicación total a la vida pública.
Si no fuera por los vínculos familiares, reforzados quizás por lo trabajoso de su ascenso social, no cabría explicar satisfactoriamente la atracción de Samper por el republicanismo valenciano y singularmente por su mayoritaria fracción blasquista, es decir, por aquella agrupación fundada y liderada entre la última década del XIX y la primera del XX por el célebre novelista Vicente Blasco Ibáñez. A priori, el carácter de Samper, y el modo en que había logrado una posición social, lo convertían en un cuerpo extraño dentro de aquel movimiento. El más ajustado retrato de Samper lo hizo quien llegaría a conocerle bien ya en la fase final de la Restauración, Alejandro Lerroux, al que aquel siempre consideró su referente en la política nacional. Lerroux, una vez que desde la frustrada revolución de 1917 consolidó su evolución desde posiciones de izquierda republicana hasta un liberalismo templado, apreciaba en Samper su significación de «hombre de orden» y «espíritu gubernamental». Por contraposición a otros dirigentes del blasquismo, Samper era un «liberal republicano» que no se daba «a las expansiones revolucionarias verbalistas» ni a los coqueteos tan de moda por entonces con el «socialismo». Por su «ninguna audacia», su comedimiento y proverbial falta de pasión, Samper siempre le pareció a Lerroux más «norteño» que «levantino»⁵. Ni que decir tiene que esas cualidades, junto a su competencia como jurisconsulto y su experiencia en la gestión administrativa, explican que Lerroux considerara a nuestro personaje la figura más aprovechable del blasquismo y que, en calidad de tal, figurara en su primer gobierno en septiembre de 1933.
Como era de esperar, Samper había trabado mucho antes amistad con Blasco Ibáñez. Con todo, su relación personal era muy desigual, erigida en una admiración cuasi discipular de Samper a Blasco, sin que este contara con el joven Ricardo para puestos de relevancia dentro de su partido, al menos mientras el novelista lo dirigió en persona. Interrumpido el contacto por la marcha al extranjero de Blasco Ibáñez, este se estrecharía de nuevo en los años de la dictadura del general Primo de Rivera, cuando Samper visitara varias veces la villa del escritor en la bella población de Menton, en la Costa Azul francesa. Por tanto, nuestro personaje no debió su carrera política al fundador del partido, pues cuando Samper se inició como redactor de El Pueblo⁶ –órgano de prensa del blasquismo– y luego cuando fue electo candidato a concejal, Blasco Ibáñez ya se había retirado de la política activa y ausentado de Valencia permanentemente.
Antes de marcharse, Blasco Ibáñez había escindido a su formación de la Unión Republicana, una organización nacional que desde 1903 agrupaba a casi todos los republicanos españoles y del cual el blasquismo era su sección valenciana. El novelista se alineó así con Alejandro Lerroux cuando este decidió impugnar la coalición electoral que el provecto jefe nacional de la UR, Nicolás Salmerón, había establecido con los nacionalistas catalanes y los tradicionalistas, y que sería conocida como la Solidaridad Catalana. Ese pacto, con el que Salmerón pretendía republicanizar al nacionalismo a cambio de la concesión de una autonomía política, impulsó a Lerroux a crear en 1908 un nuevo partido, el Republicano Radical, que agruparía a todos los republicanos contrarios a la Solidaridad. Aunque Blasco Ibáñez procuró coordinarse electoral y parlamentariamente con los radicales, no integró a su organización en ese partido, que quedó como una formación valenciana de carácter provincial, aun cuando su área de influencia no fuera más allá de la capital y del distrito electoral de Sueca⁷. El grupo de Blasco adoptaría la denominación de Partido de Unión Republicana Autonomista (PURA). Aunque, con el tiempo, el «autonomismo» del PURA se identificaría con proyectos de descentralización administrativa, que debían permitir la creación de una esfera valenciana de poder, al comienzo solo quería decir que el republicanismo valenciano se organizaba de manera autónoma frente a cualquier movimiento republicano de carácter nacional.
Si el carácter y la experiencia profesional de Samper le hacían, en principio, poco compatible con el tremendismo de la propaganda blasquista, y si tampoco pudo anudar en la primera década del XX una estrecha relación con Blasco Ibáñez, su temprana adhesión al republicanismo solo puede explicarla el influjo de su padre, ávido consumidor de la prensa republicana local, singularmente de La Bandera Federal y El Pueblo, que Samper también leyó de adolescente durante los ratos que robaba al trabajo o al estudio⁸. Sin embargo, no consta que don Ricardo, absorbido como sus otros hijos por los avatares del negocio familiar, alimentara en Samper una vocación por la actividad política. De hecho, murió en 1914, a los sesenta y cinco años de edad⁹, y aunque pudo presenciar la meritoria consolidación profesional de su primogénito, apenas asistió a lo más incipiente de su carrera política.
En realidad, la política acabó siendo una actividad vocacional para Samper; a fin de cuentas, la proyección pública de su labor en la gestión administrativa de la Diputación valenciana y, como era común en los políticos del periodo, también de la curatela en el bufete de los intereses particulares de sus clientes. Su gusto por la vía contencioso-administrativa encubría unas inquietudes sociales que explican su inmersión en la vida pública. Estas sirven para identificar un primer sustrato de ideas que Samper mantendría incólume durante toda su carrera política, y que se explicitaría constantemente en sus discursos: la complementariedad de la acción pública con la iniciativa privada. Si esta permitía liberar las energías y el talento de los individuos que se elevaban por medio de la inteligencia y el trabajo, cuya aportación Samper consideraba un bien social de primer orden, la política debía servir para remover obstáculos como la carencia de medios económicos o las jerarquías basadas exclusivamente en el privilegio. Estos factores obturaban esa liberación del talento entre aquellos individuos que procedían de familias humildes, dificultándoles la adquisición meritocrática de una posición social. Claro está, esas ideas de Samper derivaban de aplicar su experiencia personal a la sociedad de su tiempo. Normalizar su exitosa trayectoria liberando de trabas a aquellas personas dispuestas a demostrar su valía por medio del trabajo, único criterio de legitimación de una elite social, era para Samper la misión fundamental del republicanismo. De ahí que Lerroux captara bien el fondo de ideas de Samper cuando lo definiera como un liberal, una rara avis que contrastaba con el republicanismo doctrinal que imperaba en el PURA. De ahí también que Samper se adscribiera, de manera temprana y decidida, al proyecto lerrouxista de reorientar la Segunda República a los principios no exclusivistas de una democracia liberal.
Pero el joven Samper se había politizado a través del republicanismo, y esa mezcla de republicanismo y liberalismo daba a sus ideas un tono no siempre coherente. Como él mismo confesaría años más tarde, su «conciencia social», como entonces se conocía a la denuncia de todas aquellas injusticias que mantenían a los humildes en un estado de postración, se había despertado con la novela naturalista, cultivada profusamente por Blasco Ibáñez, y popularizada por la prensa republicana a través de los folletones por entregas¹⁰. El naturalismo buscaba inventariar, con hipérboles a veces cómicas y casi siempre dramáticas, todas las máculas de aquella sociedad «burguesa» de entresiglos. Su expresión política en España, la Monarquía constitucional, sancionaba institucionalmente esas injusticias sociales contra las que clamaban los republicanos. De ahí que, ser republicano en la España de principios del XX no implicara simplemente postular la abolición de la Corona, sino también una completa transformación de la sociedad por medio de la acción pública, que incluía una previa puesta a punto del Estado mediante una profunda reorganización de su esquema de poderes y de una nueva Constitución donde se volcaran los puntos fundamentales del programa republicano. El cambio debía implicar, por supuesto, el desplazamiento y la deglución de la elite política de la Monarquía, que permitiría consagrar el monopolio político de los republicanos, esto es, de aquellos que debían velar permanentemente por ese programa de redención social. Por ello, no pueden entenderse las ideas de Samper, ni siquiera esos matices liberales que con el tiempo predominarían, sin conocer previamente cuáles eran los postulados básicos del republicanismo en el que militaría toda su vida.
***
En la segunda década del siglo XX, el republicanismo español era, más que un partido, un movimiento heterogéneo, de impronta populista y vocación interclasista. Su doctrina establecía que la modernidad era incompatible con cualquier forma monárquica de gobierno y con el predominio social del catolicismo, de modo que aquella solo podría abrirse paso aboliendo la Corona e iniciando una laicización activa y coercitiva de la sociedad. A diferencia del liberalismo, el republicanismo no se quedaba solo en el afán de acabar con las restricciones a la expresión del pensamiento que pudiera imponer la Iglesia católica como guardiana de la moral pública. Tampoco pretendía aprovechar la consagración de la tolerancia religiosa en la Constitución de 1876 para acelerar la apertura de nuevos espacios a la libertad de conciencia y a la secularización, fenómenos que se hacían cada vez más presentes durante el reinado de Alfonso XIII y que matizaban con fuerza el predominio social que el catolicismo había disfrutado tradicionalmente.
Muy al contrario, el republicanismo era una suerte de religión secular, que pretendía institucionalizar a través del Estado su propio culto, sustituyendo al catolicismo no solo como base de sustentación moral de la sociedad, sino también como puntal del «viejo orden» monárquico, que relegitimaba de generación en generación por medio de creencias que para los republicanos eran antinaturales y supersticiosas, en tanto que contrarias a la «razón republicana». La palabra «laicismo» daba nombre a una verdadera revolución cultural que aspiraba a erradicar la influencia social de las iglesias cristianas, con el fin de erigir una nueva fe fundada en una enigmática fusión de cientifismo y nacionalismo. Este último componente era importante, además, en un país católico como España. Los republicanos denunciaban al Papa como un poder extranjero, y esto reforzaba la necesidad de subordinar la Iglesia al Estado, imitando el patrón de la República francesa. Con la bandera anticlerical, los republicanos pretendían convencer a los liberales de izquierda de que el derrocamiento de la Monarquía suponía, en realidad, abolir un Estado reaccionario que impedía, con ese «oscurantismo» católico, el progreso de España. Solo desde esta perspectiva, puede entenderse el hecho que, desde el Ayuntamiento valenciano, los blasquistas subvencionaran en exclusiva las llamadas «escuelas laicas» o «racionalistas», y no las católicas. O que, al mismo tiempo que suprimían el presupuesto para festividades religiosas, que proscribían las procesiones de Semana Santa –si es que no las boicoteaban violentamente– o que eliminaban el santoral del callejero valenciano, subvencionaran festividades laicas a las que acudían las autoridades republicanas locales, haciéndolas coincidir además con días señalados para los católicos.
Los republicanos partían de una premisa: la bondad innata del ser humano. De modo que, liberado este de las relaciones sociales tradicionales, que calificaban de opresivas y de generadoras de las injusticias del presente, surgiría un hombre y una sociedad nuevos, en armonía, sin conflicto. La República no era, por tanto, una mera forma de gobierno sino, conforme a las viejas máximas de finales del XVIII y principios del XIX, la expresión institucional de esa «tierra prometida», una parusía que permitiría, al fin, el libre desenvolvimiento de la «soberanía popular». A grandes rasgos, esta última implicaba la supeditación de la dimensión privada del individuo a su condición de ciudadano, que le obligaba a dedicar la mayor y la mejor parte de su esfuerzo al sostenimiento del proyecto republicano. La «soberanía popular» diluía también el principio liberal de la división del poder, para concentrarlo en una asamblea de hombres virtuosos, que encarnaría sin trabas la voluntad del pueblo y el imperio de la razón frente a las inercias irracionales de principios como la tradición, la herencia o el gobierno personal que encarnaba toda forma monárquica, incluso la