Los Mil y un Caribe...
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Los Mil y un Caribe... - Jorge Enrique Elías Caro
Catalogación en la publicación – Biblioteca Nacional de Colombia
Elías-, Jorge Enrique, autor, editor
Los mil y un caribes... : 16 textos para su (des)entendimiento / editores, Jorge Enrique Elías-Caro, Fabio Silva Vallejo ; autores, Jorge Enrique Elías-Caro [y otros dieciséis]. -- Segunda edición. -- Santa Marta : Editorial Unimagdalena, 2023.
1. recurso en línea: archivo de texto: Epub. -- (Ciencias Sociales. Antropología y Sociología)
Incluye datos curriculares de los autores y editores -- Incluye referencias bibliográficas al final de cada artículo.
ISBN 978-958-746-685-0 (impreso) -- 978-958-746-686-7 (pdf) -- 978-958-746-687-4 (epub)
1. Cultura - Caribe (Región) - Siglos XV-XXI 2. Caribe (Región) - Vida social y costumbres - Siglos XV-XXI 3. Caribe (Región) - Condiciones socioeconómicas - Siglos XV-XXI 4. Caribe (Región) - Política y gobierno - Siglos XV-XXI 5. Caribe (Región) - Historia - Siglos XV-XXI 6. Caribe (Región) - Geografía I. Silva Vallejo, Fabio, 1962-, autor, editor II. Avella Esquivel, Francisco, autor III. González Arana, Roberto, autor IV. Vidal Ortega, Antonino, autor V. González Ñáñez, Omar, 1944-, autor VI. Carabalí Angola, Alexis, autor VII. López Civeira, Francisca, 1943-, autora VIII. Gullón Abao, Alberto J., autor IX. Santana Hernández, Adalberto, autor
CDD: 306.098 ed. 23
CO-BoBN– a1135257
Segunda edición impresa, noviembre de 2023
Primera edición digital, noviembre de 2023
2023 © Universidad del Magdalena. Derechos Reservados.
Editorial Unimagdalena
Carrera 32 n.o 22-08
Edificio de Innovación y Emprendimiento
(57 - 605) 4381000 Ext. 1888
Santa Marta D.T.C.H. - Colombia
https://editorial.unimagdalena.edu.co/
Colección Ciencias Sociales, serie: Antropología y Sociología
Rector: Pablo Vera Salazar
Vicerrector de Investigación: Jorge Enrique Elías-Caro
Diseño editorial: Luis Felipe Márquez Lora
Diagramación: Eduard Hernández Rodríguez
Diseño de portada: Lisa Paola Calderón Camargo
Fotografía portada: Andrés Felipe Moreno Toro
Corrección de estilo: Hernando García Bustos
Santa Marta, Colombia, 2023
ISBN: 978-958-746-685-0 (impreso)
ISBN: 978-958-746-686-7 (pdf)
ISBN: 978-958-746-687-4 (epub)
DOI: https://doi.org/10.21676/9789587466850
Hecho en Colombia - Made in Colombia
Este libro se inserta en el proyecto europeo Connected Worlds: The Caribbean, Origin of Modern World. This project has received funding from the European Union´s Horizon 2020 research and innovation programme under the Marie Sklodowska Curie grant agreement Nº 823846. This project is directed by professor Consuelo Naranjo Orovio, Institute of History-CSIC.
El contenido de esta obra está protegido por las leyes y tratados internacionales en materia de Derecho de Autor. Queda prohibida su reproducción total o parcial por cualquier medio impreso o digital conocido o por conocer. Queda prohibida la comunicación pública por cualquier medio, inclusive a través de redes digitales, sin contar con la previa y expresa autorización de la Universidad del Magdalena.
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Contenido
A manera de introducción: antillanidad, caribeñidad, costeñidad: tres categorías diferentes, una realidad absoluta
Jorge Enrique Elía-Caro y Fabio Silva Vallejo
El Caribe: bases para una geohistoria
Francisco Avella Esquivel
El Caribe y su pasado
Roberto González Arana y Antonino Vidal
Identidad y diversidad lingüística en el Caribe
Omar González Ñáñez
Integración y fronteras en el Caribe. Nuevas visiones
Jorge Enrique Elías-Caro
La libertad en el Caribe: entre ideas y realidades
Fabio Silva Vallejo
Caribeños o antillanos: los cubanos en la identidad compartida
Francisca López Civeira
Los burdeles tolerados habaneros en la segunda mitad del siglo XIX
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Relaciones y cooperación: Cuba-Centroamérica
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Miradas históricas sobre la reconfiguración geomarítima del golfo mexicano en el contexto de la ruta trasatlántica, 1750-1850
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A manera de introducción: antillanidad, caribeñidad, costeñidad: tres categorías diferentes, una realidad absoluta
Jorge Enrique Elía-Caro y Fabio Silva Vallejo
Universidad del Magdalena
Referirse a temas del Caribe y sus diversas concepciones es una suerte de componenda que induce a múltiples reflexiones e interrogaciones. Máxime porque en la mezcolanza de preceptos que versan sobre él existe todo un entramado social, político, geográfico, económico y, por supuesto, cultural, que lo hace similar en sus contextos, pero en la misma medida, diferente. Conocer sobre el Caribe es discutir sobre la mezcla de razas; de la configuración de una región sin región; de civilización y barbarie; de existencia o carencia de identidad; de procesos históricos integrados y de nociones sobre ver y sentir la vida de una manera particular.
La gran cuenca del Caribe, como algunos autores la han denominado, presenta una amalgama de facetas que la hacen única frente a otras regiones del mundo, hoy unida y separada a la vez por la historia, donde los procesos esclavistas, la dominación del uno sobre el otro, la rapiña, las búsquedas de ideas libertarias, el entorno socioeconómico que la baña, entre otros aspectos, son las características más relevantes de un escenario en donde hasta hoy los investigadores o estudiosos del tema —desde distintas ópticas— aún no se han puesto de acuerdo, afortunadamente. Algunos dicen que sí existe esa unidad, llamada espacio Caribe, otros que no, que eso es un invento que sirve para tres cosas, como dijeran el historiador dominicano Frank Moya Ponds y el filósofo cubano Joaquín Santana Castillo. En primera instancia para los hacedores de la política exterior de Estados Unidos, que ven en el espacio Caribe un potencial geopolítico estratégico para la ampliación de sus intereses expansionistas; como segunda medida, para los gerentes de líneas de cruceros y de hoteles de cinco estrellas, en su afán de vender las bondades que ofrecen las zonas costeras del Mar Caribe, con playas paradisiacas y un entorno medioambiental, recursos que sirven para prestar servicios turísticos muy rentables; y, por último, para académicos e investigadores que buscan en este escenario un tema en el que trabajar, en el afán de dar coherencia a las disparidades y sentimientos que sobre este espacio geográfico en sus distintas visiones se versa.
De ahí que con este escrito más que exponer lo que es el Caribe como concepto o percepción, lo que se quiere es mostrar que, con relación al espacio Caribe existen distintas posturas que van desde el hecho de aceptar su categoría como región de regiones y la de otros que niegan tal condición; es más, se aduce que, en la identidad de sus miembros, a pesar de contar con algunas características que los hacen afines, en la misma medida distan mucho de ser una realidad.
Por eso, para comprender las distintas miradas y realidades de lo que es el Caribe en su categoría de región, ilustraremos desde la historia, la antropología, la sociología, la geopolítica y la economía qué se entiende por espacio Caribe; para ello es necesario comprender algunas miradas históricas sobre la configuración de la región, como la que realiza Abel Juárez Martínez, profesor de la Universidad veracruzana, que brinda una clara visión de lo que es el proceso de configuración, pues desde la primera porción del dieciochesco hasta la segunda mitad de la centuria decimonónica, en la época en que los gobiernos europeos luchaban por mantener su hegemonía en el Caribe, la política colonial de la Corona española principalmente —país con más porciones de tierra en el escenario del ultramar Caribe— siempre estuvo de espaldas al mar que bañaba sus aguas y, en medio de una corte fastuosa y ridícula como lo menciona tajantemente este autor, se vilipendiaba a todo aquello que no fuera de origen español y, por tanto, se olvidaban de las tierras no peninsulares, dedicándose única y exclusivamente a analizar la problemática socioeconómica y militar hispánica; dejando así de lado por completo diferentes procesos y actores que a la postre eran los pilares fundamentales para la construcción sólida de una categoría de Estado-Nación. Entre estos olvidados estaban los comerciantes, a quienes se les consideraba tan sólo una fuente inagotable de ingresos, ya que los permisos que concedía la metrópoli para que los mercaderes comerciaran sus productos tenían como principal finalidad beneficiar al rey y sus vasallos y, por ende, con ello evitar el estancamiento mercantil de España causado por las distintas guerras sostenidas con Francia, Inglaterra y Holanda entre los siglos XVII y XVIII.
El primer ensayo del libro está escrito por Francisco Avella, profesor de la Universidad Nacional de Colombia, sede San Andrés, titulado «El Caribe: bases para una geohistoria»; este es un tema que ha sido de mucha importancia para el profesor Avella, su formación como geógrafo y sociólogo y su experiencia de vida en la isla de San Andrés lo han llevado a investigar y publicar numerosos ensayos sobre ¿qué es el Caribe? Para el profesor Avella el Caribe hay que mirarlo desde la geopolítica y no desde la geografía tradicional, puesto que ésta le quita cualquier intención de cambio al estatizar los espacios y negarles su espacialidad. Por el contrario, desde la geopolítica, el Caribe debe ser visto como un territorio en constante movimiento y conflicto; por tanto, propone una metodología en la línea que Fernand Braudel y Jean Pierre Lévy propusieron para entender a Europa y el Mediterráneo. Construir una geohistoria del Caribe es para el profesor Avella crear una metodología que supere las miradas tradicionales.
Por esto las diferencias tradicionales entre historia y geografía son mucho menores actualmente, ya que ninguna de las dos ciencias pretende el monopolio ni del tiempo ni del espacio. Son conscientes de que los dos procesos no pueden existir independientemente uno del otro y que ambos forman parte de los procesos de estructuración de las sociedades modernas.
Termina su ensayo con un párrafo del recientemente desaparecido geógrafo alemán Sandner (1982)¹, que resume en general la intención no solamente de este escrito sino de todos sus escritos sobre el Caribe: «para entender el Caribe, incluso en sus contradicciones y sus conflictos, es necesario superar siempre de nuevo y hoy más que nunca las limitaciones impuestas por las visiones tradicionales y cómodas, buscando nuevas perspectivas y formas de preguntar» (p. 7).
En el ensayo «El Caribe y su pasado», los historiadores e investigadores Roberto González Arana y Antonino Vidal, profesores de la Universidad del Norte, presentan un interés similar al del profesor Avella: ¿Qué es el Caribe? Pero lo centran en el Caribe colombiano. En una primera parte dan un breve panorama de lo que ha sido el Caribe como categoría y como realidad histórica y geográfica. La segunda parte del ensayo se centra en el Caribe colombiano y en sus características regionales frente a la división del país entre lo andino y lo costeño, división que ha generado una marginalidad y que desde ella es donde no solamente se producen los diferentes discursos de lo nacional, sino que también debe ser el contexto en el que se apueste a superar los procesos de desarrollo con el fin de generar políticas más justas para el país.
En «Identidad y diversidad lingüística» en el Caribe el investigador de la Universidad de los Andes (Venezuela) Omar González Ñáñez parte con un dato que realmente es revelador en América, ya que según el autor se han descubierto más de mil lenguas indígenas; ese dato le sirve para introducir la complejidad cultural del continente, pero también cómo parte de esa complejidad lingüística y cultural se representa en el Caribe y cómo a partir de los procesos de transculturación generados por la llegada del componente negro al Caribe, en los siglos XVI y XVII, serán determinante para la caracterización de este. Adquire principal relevancia en este orden el proceso de las lenguas criollas. Los idiomas Criollos del Caribe son producto, en primer lugar, del contacto entre hablantes de lenguas del África Occidental e idiomas europeos. El mayor volumen del vocabulario de lenguas como el Criollo Caribeño proviene del idioma europeo involucrado en el contacto para el momento de formación de este idioma. Así, existen francés-Criollo, inglés-Criollo, y Criollos hispanoportugués, así como holandés-Criollo.
Esta realidad lingüística enriquecerá las dinámicas identitarias de la región, pero también se convertirán en instrumentos de denuncia y lucha por la independencia.
Seguidamente en el artículo «Integración y fronteras en el Caribe. Nuevas visiones» el profesor Jorge Enrique Elías Caro aporta elementos fundamentales para la comprensión y entendimiento de categorías como el Caribe y lo Caribe. Para comprenderlas, anota el profesor Elías, es necesario tener en cuenta cómo las vemos y desde dónde las vemos, y acude, en su pesquisa, a una extensa base bibliográfica que contribuye más a su entendimiento. El primer aspecto que hay que resaltar es cómo el autor a partir de las categorías de frontera hace un balance de qué tan cerca estamos de ese imaginado Caribe insular y cómo, debido a nuestra posición geográfica en la región, nuestras fronteras llegan a coincidir con países que a primera vista vemos muy lejanos, por lo menos desde nuestro referente geográfico. Otro de los aspectos analizados por el autor es cómo ha sido construido el imaginario del Caribe y cuáles han sido los intereses de EE. UU. y de Europa a lo largo del tiempo por mantener su influencia en las dinámicas económicas; para esto el autor se vale de los análisis que al respecto han hecho entre otros autores los dominicanos Juan Bosch y Juan Moya Ponds, el puertorriqueño Antonio Gaztambide y el trinitario Eric Williams. El autor finaliza su texto con un llamado a la necesidad de cambiar la actitud de los países frente a sus políticas fronterizas y sus relaciones en la región, pues la baja participación por país en los mercados internacionales obliga a los gobiernos del Caribe a un cambio de miradas en sus relaciones internacionales.
El ensayo «La libertad en el Caribe: entre ideas y realidades» del profesor y antropólogo Fabio Silva Vallejo es un texto que nos invita a pensar el Caribe más allá de los afanes regionalistas o del exotismo del folclor, y nos lleva a cuestionarnos aquello que llamamos Caribe, haciendo énfasis en la necesidad política, económica y social de reflexionar el problema de la identidad cultural, la cual es construida a partir del contexto histórico y social, planteando entonces que, así como en el resto de Latinoamérica, la homogeneización de la condición de colonizado produjo la heterogeneidad de identidades en conjunción con su experiencia histórica. En este sentido, el autor explora las posturas del intelectual insular y continental a partir del sentido de libertad, un sentido profundamente arraigado en la historia y la cultura de los pueblos; es así que generalmente la posición del primero se expresa en una constante denuncia mientras que la del segundo, concretamente la del intelectual costeño, se desvanece entre lo obvio y sus formas exóticas.
En «Tres momentos en la vida política de las etnias del Caribe colombiano», el profesor Alexis Carabalí Angola, antropólogo de la Universidad de La Guajira, considera que la historia política de las etnias del Caribe colombiano se puede analizar con base en tres momentos que dan cuenta del devenir de estos grupos en la vida del país. Esos momentos asociados a la territorialidad y las circunstancias que los definen permiten esclarecer cómo los sujetos étnicos se convierten en sujetos jurídicos, y hasta dónde las taras coloniales de los grupos dominantes levantan verdaderos muros de contención ante los embates de una sociedad que quiere reconocerse como diversa más allá de la normativa y la legalidad.
De la misma forma «Caribeños o antillanos: los cubanos en la identidad compartida», de la historiadora cubana Francisca López Civeira, gira en su primera parte en torno a la pregunta qué es el Caribe y cómo Cuba está inscrita incondicionalmente a una historia. Para la profesora cubana «La condición de crucero del mundo por el lugar geográfico donde nos ubicamos hizo confluir la presencia de las principales potencias colonialistas desde el siglo XV hasta el XX». Y es a partir de esta condición de «crucero» desde donde las diferentes potencias ven en el Caribe un espacio para explotar y desde esa multiplicidad de espacios también hay una multiplicidad de nombres para denominarlos. Desde los nombres erráticos dados por Colón, debido a su confundido plan de viajes que concluyeron en la errática categoría de descubrimiento, pasando por las constantes denominaciones generadas por España y las demás potencias de ultramar hasta llegar a las nuevas formas de colonialismo moderno instauradas por los norteamericanos. A lo largo de estas etapas se fortalece un proceso identitario que más tarde que temprano se llama Latinoamérica y que en palabras de Martí se llamó Nuestra América, como aquel territorio que estaba al sur del Río Bravo y que concentraba toda una historia de colonización, pero también de resistencia ante dicha condición. Es a partir de dicha experiencia, dice la autora, que Cuba comienza a autodefinirse en su espacio y desde su propia experiencia histórica. Entran en escena categorías como las de antillanidad, basada en lo que sería el proyecto revolucionario de Martí, fortalecido con las ideas de intelectuales y políticos como Betances y Hostos y reunidos en una realidad histórica similar que se escenificaba entre Cuba, Puerto Rico y República Dominicana. Concluye la autora con un texto de Roberto Fernández Retamar:
Al Caribe llegaron en el alba del capitalismo los primeros europeos, los mal llamados «descubridores», y aquí comenzaron a implantar en América su «civilización devastadora», de que habló Martí, «dos palabras que, siendo un antagonismo, constituyen un proceso»: ella implicó el exterminio de la población aborigen, y la esclavización de millones de hombres y mujeres descuajados salvajemente del gran continente africano para hacer producir plantaciones, cuya estructura daría homogeneidad a la zona, desde el sur de los actuales Estados Unidos hasta el nordeste brasileño, pasando por el arco de las Antillas. Aquí, los gánsteres náuticos de las grandes potencias dirimían sus querellas de cuatreros, a las que sus mentidas historias darían pomposos nombres de guerras, almirantes y tratados. Aquí sobreviven aún colonias de los viejos imperios destartalados, y hasta del imperio yanqui (véase a Puerto Rico), que ya ha comenzado a su vez a ser viejo.
El artículo «Miradas históricas sobre la reconfiguración geomarítima del Golfo Mexicano en el contexto de la ruta Trasatlántica: 1750-1850» del historiador mexicano Abel Juárez, ilustra cómo los comerciantes después de la liberalización del comercio diversifican las rutas mercantiles utilizando estrategias de tráfico neutral, coyuntura que les permitía a los negociantes hacer alianzas y con ello planificar de la mejor forma posible el incremento de las operaciones mercantes y así, consecuentemente, ampliar las flotas, el intercambio comercial y la cobertura de ciudades puertos de destinos y origen. Estas circunstancias aunadas les permitieron a los comerciantes no sólo ampliar los negocios desde el punto de vista geográfico o desde las fronteras o límites naturales, sino también desde la forma y la concepción de hacer los negocios. Si se tiene en cuenta el punto de vista histórico como configuración de una región, a partir de la formación de estas redes empresariales y rutas marítimas comerciales se forjaron muchos de los tejidos sociales que hoy día son parte de ese espacio llamado Caribe, pues no sólo había corredores mercantiles en el Golfo de México sino en toda la costa de tierra firme y las porciones insulares; es así que algunos puertos de la América española empezaron a mezclarse en principio por la vía del comercio, ya fuera lícito o de contrabando con puertos de EE.UU. como Baltimore, Charleston, Filadelfia, Boston y New York, con la isla danesa de Saint Thomas, con Jamaica, con Curazao, Martinica, entre otros; hecho que más tarde reflejó no sólo un tráfico constante de mercancías sino también una trashumancia permanente y con ello, por supuesto, la mezcla de idiomas, culturas, tradiciones, costumbres, etcétera; combinaciones que coadyuvaron a generar una categoría única que hoy conocemos como Caribe.
A lo anterior se le debe sumar la mezcla de razas producto de la importación de esclavos procedentes de África, el raizal que habitaba las zonas y la llegada del europeo, todos con genes particulares, formas distintas de ver la vida, sistemas de producción diferentes, pero que al mezclarse, todos aportan en la construcción o destrucción de algo; así, por ejemplo, el indígena aportaba en los hábitos alimenticios, en la manera de vivir, en los sentimientos que poseía frente a los recursos de la naturaleza, en su cosmogonía, etcétera; por su parte, el negro contribuía con sus tradiciones, con la forma de sentir y hacer la música, en la manera que le imprimía la fuerza al trabajo, entre otros aspectos; y, en esa misma medida, el europeo aportaría su carácter dominante, la religión católica y protestante, otras costumbres al relacionarse y oras maneras de explotar la tierra. Aspectos socioculturales que en el momento de combinarlos en el tiempo van dejando una estela, no sólo de mezcla de razas, sino de arquetipos, culturas, comportamientos, ideologías y, por ende, de consonancias. Relaciones éstas que son las que configuran la conducta contextual e identitaria de una sociedad determinada con una imagen comunitaria e imaginada.
En la medida en que las economías de las provincias ultramarinas y de Tierra Firme se iban conformando, el tejido social lo hacía de manera colateral. Así las concentraciones de personas en el espacio Caribe, en muchos de los casos, como lo dice Juárez en su escrito, se convierten en urbes imbuidas de un espíritu internacional, arrellanadas de exotismos y suntuosidades, en medio del ir y venir de los bergantines, navíos, galeones y polacras, del ajetreo de carruajes y de la competencia desleal de mujeres alegres por retener quiméricamente el «afecto» de los marineros que tornaban cargados de doblones, como lo describe el profesor de la Universidad de Cádiz Alberto José Gullón Abao en su escrito «Los burdeles tolerados habaneros en la segunda mitad del siglo XIX». Son estos sitios, en inmediaciones de los muelles de los puertos, hacia los que se dirigen verdaderos ejércitos de individuos, juristas, médicos, mercaderes, sacerdotes, financistas, piratas o facinerosos en busca de damiselas para obtener los beneficios que brinda la copulación comprada, ya que las prostitutas en medio de toda esa ingeniería social fueron toleradas por la sociedad dominante por considerarlas un «mal necesario» para el desfogue de los varones, evitando con ello que la ansiedad sexual se dirigiera hacia las mujeres del clan familiar patriarcal.
En medio de esos escenarios de rutas mercantiles se conformaron los circuitos comerciales, siendo uno de los más importantes el que se hiló entre Cádiz, Tenerife, La Habana y Veracruz; caso que plantea —como mencionamos en párrafos anteriores— Abel Juárez en su artículo «Miradas históricas sobre la reconfiguración geomarítima del Golfo Mexicano en el contexto de la ruta Trasatlántica: 1750-1850». Ruta en la que se llevaban a cabo operaciones o transacciones comerciales de gran valía y actividades conexas como las prácticas de contrabando, usura, prostitución y piratería.
En ese mismo sentido, el profesor Arturo Sorhegui de la Universidad de la Habana ofrece el artículo «La Habana y La Nueva España, el Mediterráneo Americano y la Administración Española en el Siglo XVIII» en el que plantea, parafraseando a Braudel, que el Caribe, además de ser un mar y un archipiélago, es el Mediterráneo Americano. El Caribe deriva en un único mar que cuenta en su interior con dos millones de kilómetros de agua que integran la cuenca del golfo de México y el mar que baña la porción insular desde el arco que conforman las Antillas mayores y menores hasta la porción continental que tienen costas con frente al Caribe y en el que estos archipiélagos que conforman estas islas están dispuestos en un gran arco que va desde la desembocadura del río Orinoco hasta Florida, incluyendo el Golfo de México y el de Honduras.
De esta manera Sorhegui denomina al Caribe como el Mediterráneo americano, pues en él no sólo se sitúa la masa de agua, sino también sus poblaciones, y en la que se ofrece además un espacio para dimensionar distintas percepciones. A esto se le debe añadir que sobre esa misma concepción existe la denominación de Mar de las Antillas; por tanto, existe una ambigüedad ostensible, pues esta última no incluye de manera explícita los territorios continentales con costas en este mar. Dentro de estas condiciones geopolíticas las relaciones comerciales intercolonias daban fuerzas para generar una estratificación social y su articulación regional. A todo lo anterior se le debía sumar las debilidades que la política colonial de la Corona española les daba a sus posesiones de América y el Caribe, pues en palabras de Sorhegui a la Monarquía le faltaba la conformación de una adecuada estructura estatal para mayores ambiciones, al no haber logrado barrer totalmente el antiguo sistema polisinodial, razón por la cual seguía siendo policéntrica, sin coordinación y con multiplicidad de jurisdicciones.
A pesar de todo, al tenor de este autor, los cambios favorecieron una mejor utilización de las aguas del Mediterráneo americano en su triple condición de: (1) puente líquido marítimo o de unión entre las Antillas y el norte, el sur y el centro del continente americano; (2) como punto obligado para la intercomunicación con Europa, a través de la Corriente Ecuatorial que, surgida en África, hace las veces de «camino» hasta este mar interior, y (3) como ruta en la conexión con Asia por intermedio del galeón de Manila que llegado a Acapulco seguía por tierra hasta Veracruz y otra vez en la cuenca aprovechaba el Gulf Stream para su arribo al viejo continente. Eso sin contar que las múltiples alteraciones que se suscitaron en la administración colonial española, debido a los embates acaecidos y ocasionados por las potencias europeas enemigas —Francia, Inglaterra y Holanda—, hicieron que se modificaran las rutas comerciales, se magnificaran unas ciudades con respecto a otras, se constituyeran estrategias de ocupación territorial con nuevas concepciones militares de defensa y ataque, y, por supuesto, se estrecharan cada vez más las brechas que existían sobre las dinámicas de interacción entre los distintos territorios y los pueblos que circundaron al Caribe.
Así las cosas, infortunadamente cuando se habla de la historia de muchos de los pueblos y ciudades que ciñen a la masa de agua del mar Caribe, es la que se versa alrededor de violentos huracanes, de actividades corsarias y de filibusteros, de luchas encarnizadas a muerte de unos por dominar y de otros por no dejarse imponer, pero también de corrupción, injusticias y hechos inmorales, siendo la prostitución una de ellas y quizá la que lleva las banderas. Por esto el historiador Alberto Gullón con su escrito sobre la prostitución en el siglo XIX trata de ilustrar cómo los hechos prostitucionales permitieron en determinadas sociedades que grupos denominados marginales incidieran en aspectos económicos, sociales, políticos y culturales; y a su vez, cómo pusieron de manifiesto la interacción social entre la prostitución con el género, la familia, la condición femenina, la sexualidad y, en general, con diversos elementos de reproducción de una sociedad clasista. Hechos que de una u otra manera estaban ligados a factores propios del avance de las ciudades, ejemplos de ello son la trashumancia y los procesos migratorios, el carácter portuario y de capitalidad de algunas ciudades, etcétera. Factores estos que en el momento de fusionarse en un geo-espacio determinado hicieron que se incrementara la demanda de meretrices, coyuntura que a la postre servía como uno de los principales procesos transformistas de la sociedad, pues la sociedad al verse implicada en estos deseos tolerados se fue adaptando a la situación política, social y económica existente y con ello también a los cambios que sufrió la fisonomía urbanística de las ciudades.
Dentro de ese mismo contexto, pero visto desde las fiestas populares, la antropóloga Genny Negroe Sierra con su escrito «Fiestas y modernidad en Yucatán de finales de siglo XIX» muestra precisamente que dentro de todo este entramado de interrelaciones, factores, normas, limitaciones y prohibiciones se genera el cambio y con el decurso del tiempo se construyen una condición social y una identidad, la cual, a pesar de la guerra de castas y mezcla de razas, es materializada con alto despliegue cuando se ostenta en la promoción de sus ritos y en la ejecución de las fiestas y, por ende, en los cambios significativos que en su estructura social y cultural se presentan. Determinantes que ayudan a conformar las condiciones de Estado-Nación, pues por un lado la nación se constituye como fruto natural de los lazos tradicionales del idioma, las costumbres, la religión, etcétera, y, por otro lado, la visión liberal y moderna de los Estados, producto de contactos, intercambios, integración, comunicaciones y educación. Paralelamente se difunde el respeto y la sumisión hacia las leyes creadas con el principio genérico de igualdad. Por tanto, en palabras de esta autora, «la modernización implica sobre todo el fortalecimiento del Estado-nación y la extensión de éste en competencia y capacidad coercitiva y dominadora».
Es ese sentido que el Estado pretende conformar la existencia de una comunidad nacional a través de un lenguaje ritual y simbólico compartido y la idea de nación se va formando a partir de los mitos de una historia «nacional» que se impone al imaginario colectivo a través de mecanismos efectivos que éste crea. Es aquí donde las fiestas nacionales crean ese sentimiento de integración. Al establecerse fiestas nacionales se pretende conmemorar una fecha como símbolo de soberanía nacional, y con ello, buscar un distintivo o sello emblemático que en esa integración y conformación de Estado-nación estén totalmente identificados. Sin embargo, para que localmente en los distintos territorios ese sentimiento de identidad y adopción de lo nacional se origine de manera totalizante o generalizadora, se requiere que se mitifique en un hecho unificador, pues de lo contrario se corre el riesgo de que se desgarre ese sentimiento producto de que el hecho histórico que desea convertirse en el lazo integrador, en muchos de los casos puede ser el talón de Aquiles al resultar ajeno al contexto local. Las ceremonias, los rituales, las fiestas patrias y las fiestas religiosas son los motores principales que sirven para encender el vehículo de la identidad nacional. De ahí que en todo proyecto modernizador del Estado se deba abarcar todos los ámbitos de la vida social y consecuentemente con ello, se debe dejar la marca de su sello.
Por eso, cuando se trata de Estado-nación, tanto en las poblaciones del campo como en las de las ciudades, entre indígenas como entre blancos y negros, las festividades populares forman parte de la cotidianidad, hecho que dentro del calendario civil marcan las pautas en la sucesión de los trabajos. Pero mucho más importante aún, según los criterios de Negroe, es que bajo el amparo de sus símbolos los grupos sociales materializan su identidad social, máxime que las fiestas religiosas, como ejemplo, son inclusivas, la participación es general y en ellas se expresa y se ejerce la condición de miembro de una sociedad. La fiesta hace sociedad, o al menos, como dice Negroe, «crea la ilusión de comunidad». Esto indica que las fiestas independientemente de sus funciones sociales, económicas o políticas se presentan como un intento de ordenar determinadas realidades mediante los símbolos y los ritos, teniendo en cuenta que cada sociedad solo ritualiza lo que es fundamental para su reproducción social y cultural. Caso que, para la península de Yucatán y en subsidio para todo el Caribe, es bastante representativo.
El profesor Manuel Uc Sánchez escribe «Notas para estudiar los límites entre México y Belice» en el que su inquietud se centra en profundizar los temas bilaterales entre estos países y qué incidencia presenta esa franja en esos territorios desde varios sentidos. Los problemas de estudios en el Caribe son interminables, y el caso de los límites fronterizos mexicanos-beliceños quizá sea un ejemplo clave de ello. Las primeras manifestaciones de relación de estas regiones nacen desde un sentido mercantil, pues originalmente los asentamientos ingleses en Belice surgieron de la necesidad de suministrar maderas y palo de tinte a la industria inglesa, el cual era obtenido por negociaciones con piratas y contrabandistas que tenían como guarida la costa sudoriental de la Península de Yucatán, que no era otro territorio más que Belice. Y como lo dice el autor, el nombre mismo testimonia su origen pirático inglés.
Desde que entraron los ingleses a las zonas de la península de Yucatán, por superioridad de fuerzas en su marina de guerra, Inglaterra nunca más salió de ahí, al alzarse con una porción de tierra continental geoestratégicamente bien ubicada para los intereses británicos en el Caribe y que, en la última década de la centuria decimonónica, con la firma del tratado Spencer Mariscal, le asegura la posesión de esta tierra, coyuntura política que vino a establecer límites más duraderos entre México y Belice. El mencionado tratado, en palabras de Uc Sánchez, dio pie para que las relaciones entre ambos países se mantuvieran estables, aunque el segundo continuó dependiendo directamente de la corona inglesa.
En otro caso, el insigne estudioso de los problemas latinoamericanos, el profesor mexicano Adalberto Santana, con buena tinta publica «Relaciones y cooperación: Cuba-Centroamérica», en donde expone las relaciones que en los últimos años del siglo XX y en los inicios del siglo XXI mantiene Cuba con los países centroamericanos. En este escrito el autor trata de identificar determinados vínculos de esas naciones, particularmente la situación de sus relaciones diplomáticas y la colaboración de Cuba con los pueblos centroamericanos desde distintos tópicos. Aspectos que, a su vez, los sitúa en el escenario de la dinámica social y económica que se presenta en el conjunto de países de la región latinoamericana, dentro del cual hace un análisis del panorama político y dónde ilustra unos condicionantes de retos, desafíos y perspectivas.
Al voltear la hoja de temáticas, el premiado tantas veces Oscar Zanneti Lecuona escribe el artículo «Gestación de la moderna economía azucarera en las Antillas hispanas (1850-1900)» en el que desde su introducción invoca de manera tajante que el protagonismo de las Antillas hispanas en la historia azucarera del Caribe es un fenómeno relativamente tardío, aunque ese proceso comenzó en La Española hace justamente medio milenio. Aunque aquella isla fue asiento de las primeras plantaciones americanas, tras breves décadas de auge su producción experimentó una rápida decadencia hasta perder toda importancia económica. A pesar de ello, en Santo Domingo y en la contigua isla de Puerto Rico continuaron moliendo trapiches y elaborándose algún moscabado, al igual que en su vecina mayor, Cuba, donde con posterioridad incluso se fomentarían ciertas áreas productoras, sobre todo en torno a La Habana. Sin embargo, esas posesiones españolas carecían de trascendencia en el desarrollo del comercio azucarero del Atlántico, cuyas raíces productivas se afincaron primero en el nordeste brasileño y más adelante en las islas inútiles del Caribe que, como Barbados, Antigua, Santa Lucía y muchas otras, España fue perdiendo a manos de sus rivales europeos.
No obstante lo anterior, el panorama de la producción azucarera en las Antillas hispanas durante el siglo XIX, resultado de la industrialización, cambia de manera radical, hecho que se constituyó en un proceso de vasto alcance, del cual la mecanización de las operaciones productivas constituía el más complejo de sus aspectos, máxime que el grueso del dulce caribeño se producía en las plantaciones donde se hablaba español, por más que buena parte de sus trabajadores fuesen africanos esclavizados. Esa preeminencia productiva alcanzada por las Antillas hispanas llegó a su plenitud en la segunda mitad de la centuria decimonónica, en consonancia con el desarrollo de la gran industria. Todo esto, en palabras del mismo autor, era un crecimiento fundamentalmente extensivo; la mayor capacidad de procesamiento de los ingenios mecanizados demandaba, además de costosas inversiones en equipo, un área de cañaverales más extensa y un incremento considerable del número de esclavos en los campos, todo ello sin que se consiguiese un progreso sustancial en materia de rendimiento, pues la extracción de azúcar de las cañas no alcanzaba un incremento proporcional satisfactorio y más porque el crecimiento de la oferta tuvo un efecto desastroso sobre los precios del azúcar.
Para enfrentar la caída del precio y prevalecer, la producción azucarera antillana tendría que experimentar una vasta transformación. El primer reto para vencer en esa senda fue de carácter tecnológico, pues se necesitaba capturar apropiadas economías de escala mediante fábricas capaces de procesar eficientemente más caña por unidad de tiempo y obtener de esta un rendimiento más elevado en azúcar. Ante esta problemática, textualmente Zanetti aduce que la oferta de capitales resultaba de todas maneras muy restringida, lo cual imponía la búsqueda de fórmulas que abaratasen la inversión. Una vía era la de explotar también con otras finalidades ciertas instalaciones requeridas por los centrales, como lo eran el ferrocarril, los talleres mecánicos y hasta los almacenes y establecimientos comerciales, lo cual aliviaría el peso de los costos operativos, aunque difícilmente amortizaría la inversión. Para reducir la magnitud de esta habría que apelar a decisiones más radicales, a un profundo cambio en las concepciones organizativas de la plantación.
Antes de concluir el siglo XIX la industrialización del azúcar era en Cuba un hecho consumado, y el éxito de dicho proceso podía acreditarse casi por completo a la iniciativa local. Hechos que trajeron consigo distintos matices problematizadores, pues uno de los grandes cambios que comportó la modernización de las economías azucareras fue la transformación de las relaciones laborales, ya que al abolirse la esclavitud las nuevas industrias azucareras trabajaron sin este tipo de fuerza de trabajo y de ahí que muchos autores sostengan que no se deba considerar a los procesos esclavistas como un componente esencial en la industrialización del azúcar, pues para cuando esta se gestó a escalas y con gran productividad, la esclavitud ya había desaparecido muchos años antes. Es el caso de la reaparición del sector azucarero en Santo Domingo en el siglo XIX, el cual desde sus inicios se gestó sin procesos de esclavitud.
Como consecuencia de lo anterior, la actividad mercantil cambió sus escenarios, encontró nuevos protagonistas, modificó sus prácticas, desplazando poderes y generando inéditas influencias, con todo lo cual contribuía a la creación de un orden internacional portentoso y temible. De ahí que el desarrollo industrial facilitara la incorporación del azúcar a esa dinámica. Desde el punto de vista del consumo, Norteamérica con una población acrecentada rápidamente por el constante y cuantioso flujo de inmigrantes, era sin duda el mercado más expansivo del planeta, ya que además su consumo individual de azúcar casi se duplica, lo que daba a entender que las ventas azucareras de las Antillas hispanas se orientaban cada vez de manera más exclusiva hacia el mercado norteamericano de los Estados Unidos, con el que, en la última década del siglo XIX, las tres Antillas hispanas comerciaban bajo las condiciones de reciprocidad.
En ese acontecer de discernimiento la investigadora e historiadora cubana Olga Portuondo Zúñiga brinda «Tres siglos de relaciones intercaribes. Santiago de Cuba y Tierra Firme (1494-1823)», en donde plantea, como antecedente y de manera literal, que antes de la llegada de los europeos el arco antillano se fue poblando por grupos del tronco etnolingüístico suramericano arauco que llegaron, en oleadas sucesivas y durante siglos, hasta épocas cercanas a la conquista, de donde ya en el siglo XV se hallaban interrelacionados. Coyuntura que fue interrumpida por que las Grandes Antillas fueron la base primaria del establecimiento hispano en el Nuevo Mundo. Desde su centro del virreinato de La Española se planeó la conquista de nuevas tierras y es allí donde se organiza la vida institucional (Audiencia y Cabildos) del Imperio desde 1508; los descubrimientos y las conquistas debían hacerse en nombre de la fe y del rey de España, cuya soberanía sobre las tierras nuevas era automática.
Para el caso que nos ocupa, Santiago de Cuba, capital de la Fernandina y muy próxima al virreinato de La Española, se convirtió en cabeza de puente para la conquista de los territorios del norte, en especial de Yucatán, Veracruz y Florida, y geográficamente hablando también sobre los países bañados por las aguas del mar Caribe en la tierra firme (Venezuela. Colombia y Panamá) y de las naciones centroamericanas de Costa Rica, Nicaragua, Honduras, Belice, Guatemala. Mientras esto ocurría, en La Española se cerraba definitivamente la fase inicial de la dominación hispana en el Caribe, pues con posterioridad la expansión colonizadora se trasladaría definitivamente a Cuba.
Pese a las actividades piratescas ejercidas en el Caribe desde muy temprano por franceses, ingleses y holandeses, el comercio, la navegación y las comunicaciones entre el Departamento Oriental de la isla de Cuba y la Tierra Firme gozaron de una fuerte expansión desde finales del siglo XVI. Varias eran las razones que motivaban el trasiego por estas rutas marítimas: en primer lugar, una Real Cédula de 1586 permitía el comercio de los frutos, labranzas y crianzas de Santiago de Cuba y Bayamo con Cartagena, Santa Marta, Riohacha y el Cabo de la Vela en el Nuevo Reino de Granada y con Venezuela, la cual según la misma historiadora, diez años después el Cabildo de Santiago de Cuba solicitaba la prórroga de este beneficio, no obstante los altos precios de unas y otras mercancías de intercambio y de los riesgos que corrían las embarcaciones en su tránsito por el Caribe; como segunda medida, porque era bastante frecuente el movimiento de funcionarios y militares entre una región y otra. Y en tercer lugar porque, al decir de Olga Portuondo, los representantes del Santo Oficio en la Isla dependían del Tribunal de la Inquisición radicado en Cartagena, que despachaba los títulos de alguacil mayor y alguaciles, además de juzgar a los acusados de violar las reglas de la pureza de la religión y las buenas costumbres, razón de más para el movimiento de ida y vuelta constante entre ambas regiones del Caribe durante el siglo XVII.
Pese a