La democracia tomada
Por Gino Costa y Carlos Romero
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Hay pocas dudas sobre la profundidad de la crisis por la que actualmente atraviesa nuestra democracia. Desde 2016, la confluencia de factores políticos, escándalos de corrupción y el impacto devastador de la pandemia ha generado serios problemas de gobernabilidad y producido seis presidentes en ocho años. Lejos de ser una salida a la crisis, las elecciones de 2021 contribuyeron a su profundización, pues dividieron y polarizaron el país, y llevaron a la Presidencia a un maestro rural sin experiencia política y de gestión pública. Gino Costa y Carlos Romero analizan el contexto que facilitó su victoria electoral, las condiciones políticas adversas en que debió gobernar, la manera en que lo hizo y los principales errores en que incurrió. Su análisis nos presenta un sistema político en descomposición, bajo el ataque combinado de intereses particulares y tentaciones autoritarias, que provienen tanto de la izquierda como de la derecha. El resultado es una democracia que, más que sitiada, ya podemos considerar tomada.
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La democracia tomada - Gino Costa
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De la tormenta perfecta a la victoria inesperada
La victoria de Pedro Castillo en las elecciones presidenciales de 2021 fue inesperada y sorpresiva. Seis meses antes de la primera vuelta ni siquiera se sabía que sería candidato y tres meses antes no figuraba en las encuestas de intención de voto. Recién una semana antes de la primera vuelta el Perú cayó en la cuenta de que encabezaba las encuestas y que, más que seguro, definiría la elección con Keiko Fujimori. De ahí en adelante no dejaría la punta, aunque ganaría por una mínima diferencia de 44.000 votos en un universo de 25 millones de electores.
Desde que Alberto Fujimori ganó la presidencia en 1990 no se había visto un resultado tan improbable, aunque derrotó a Mario Vargas Llosa por más amplio margen. Como en aquella oportunidad, poco se sabía del ganador, e inmediatamente surgieron las preguntas sobre cómo así, casi de la nada, había llegado a la presidencia de la república. Se barajaron todo tipo de especulaciones acerca de las razones de su triunfo, desde atribuirlo al azar, al voto de protesta o identitario por el malestar de los electores con el elenco estable de la política peruana o a una profunda demanda de cambios en el manejo de la cosa pública, que no era nueva y se tradujo en un voto antisistema en 2006 y 2011 por Ollanta Humala y en 2016 por Verónika Mendoza.
Sin duda, el azar contribuyó a que Castillo fuera candidato presidencial. La historia es conocida. Fue a buscar a Vladimir Cerrón, presidente de Perú Libre, para pedirle un cupo en la lista parlamentaria por Cajamarca, sin tener registrado que este había quedado inhabilitado para competir por la presidencia debido a una condena por corrupción, y que, entonces, estaba a la búsqueda de quien encabezara su fórmula presidencial. Cerrón solo aspiraba a que su partido pudiera pasar la valla y contara con una bancada parlamentaria, cosa que no consiguió en las elecciones generales de 2016 ni en las complementarias de 2020. Rápido se percató de que, con Castillo, tenía ante sí al candidato que andaba buscando. Castillo se dio a conocer nacionalmente como líder de los sectores más radicales del magisterio en la huelga de 2017, cuando, con el apoyo del fujimorismo en el Congreso, tuvo a mal traer al gobierno de Pedro Pablo Kuczynski (PPK). Quizá esa gesta, todavía en la memoria de algunos maestros, le permitiría encabezar una propuesta electoral atractiva.
Cerrón tampoco tenía mejor opción, pues ya había fracasado en su intento de construir un frente de izquierda a principios de 2019, luego de convocar en Huancayo a los líderes más importantes de ese sector, entre los que no estuvo Castillo, por haber considerado que no tenía la jerarquía de Verónika Mendoza, de Nuevo Perú; Gregorio Santos, del Movimiento de Afirmación Social (MAS) de Cajamarca; Zenón Cuevas, del Frente de Integración Regional Moquegua Emprendedora (Firme); y Walter Aduviri, del Movimiento de Integración por el Desarrollo Regional Mi Casita de Puno. Muy pocos meses después, Cerrón, Santos y Aduviri serían condenados por la justicia y terminarían presos, los dos primeros por corrupción y el tercero por los hechos de violencia y vandalismo del Aimarazo de 2011.
De ese ambicioso esfuerzo solo quedó una controvertida alianza con Mendoza, que por problemas administrativos no pudo ser inscrita para las elecciones complementarias de 2020, y terminó colapsando. En ese momento, ella contaba con el más importante capital de la izquierda, pues venía de salir tercera en las presidenciales de 2016, a muy poca distancia de PPK. Con un poco más de suerte hubiera podido protagonizar la final con Keiko Fujimori. Su bancada de veinte congresistas fue la segunda más numerosa después del fujimorismo. Ese capital se desvaneció un poco con la división de su bancada por diferencias con Marco Arana del Frente Amplio y por sus dificultades para conseguir la inscripción de Nuevo Perú, pero, insisto, era la lideresa más importante de la izquierda de lejos. Representaba su corriente liberal —que agrupaba a sectores populares, especialmente en el sur del país, donde su votación fue arrolladora— como también de clase media urbana y profesional, en oposición a la izquierda más conservadora, emprendedora y provinciana, encarnada por Cerrón y sus invitados.
Para las elecciones presidenciales de 2021, Cerrón ya le había ofrecido la candidatura a Mendoza y a Arana, pero ni siquiera le agradecieron la invitación. Hasta la inscripción de la fórmula de Castillo fue azarosa, pues, según el periodista de investigación Christopher Acosta, esta se materializó con las justas el día que se vencía el plazo. No cabe duda, pues, de que el azar ayudó a Castillo, pero por sí solo no explica su victoria en las dos vueltas electorales ni en la lucha subsiguiente para hacer respetar los resultados ante los infundados cuestionamientos de fraude.
El voto de Castillo, sin duda, representó la protesta ciudadana contra el elenco estable de la política peruana y una demanda de profundos cambios por el manejo de la cosa pública, pero ambos hechos por sí solos tampoco tienen suficiente valor explicativo, pues no dan cuenta de la envergadura y alcance del malestar existente ni de los elementos causales que lo explican. Es, también, evidente que Castillo se vio favorecido en segunda vuelta por el voto antifujimorista, que antes había beneficiado a figuras tan disímiles como Humala en 2011 y PPK en 2016. Pero esa explicación es quizá menos relevante en 2021, considerando que el gran frente antifujimorista —integrado por Mario Vargas Llosa y la derecha liberal, así como por toda la izquierda— en esta oportunidad, a diferencia de las anteriores, dividió sus lealtades, pues la mayoría de los primeros optaron por apoyar a Keiko Fujimori, mientras que casi toda la izquierda cerró filas con Castillo, al tiempo que otros optamos por el voto en blanco o por viciarlo.
Mi tesis es que todas estas razones contribuyen a explicar en parte el triunfo de Castillo, aunque para entenderse cabalmente este debe ser visto como el desenlace —no necesariamente inevitable, pero desenlace al fin— de la crisis política iniciada en 2016, de la que doy cuenta en mi libro La democracia sitiada: un testimonio parlamentario (Perú 2016-2021). Esa crisis que, a principios de 2021, estaba por cumplir cinco años, produjo uno de los quinquenios más agitados, inestables e impredecibles de nuestra historia republicana, con una intensa pugna entre poderes, cuyo resultado fueron cuatro presidentes, un Congreso disuelto y unas elecciones complementarias inéditas, y la multiplicación de interpelaciones parlamentarias y censuras ministeriales, numerosas vacancias y dos renuncias presidenciales.
Los años de la ilusión
No me parece posible entender esta crisis, que es la de la democracia peruana, ni la victoria de Castillo, que es su desenlace, sin referirnos a los factores causales que, a mi criterio, contribuyen a desencadenarla. Pero antes de entrar a ella recapitulemos brevemente lo ocurrido desde la caída de Alberto Fujimori en 2000 y la sucesión de cuatro gobiernos democráticos, uno de transición, el de Valentín Paniagua, y tres gobiernos constitucionales completos, los de Alejandro Toledo, Alan García y Humala, que son los antecedentes del quinquenio turbulento que se inaugura con PPK. Los tres primeros resultaron de procesos electorales impecables; el último también, aunque Keiko Fujimori, derrotada por segunda vez consecutiva, no quisiera reconocerlo, actitud que, precisamente, daría inicio a la crisis.
Un periodo de estabilidad política tan largo no se vivía desde principios del siglo XX, durante la República Aristocrática, cuando en todo caso la democracia era bastante restringida, porque excluía a la mitad de la población, las mujeres y a todos los analfabetos, incluyendo la población indígena, mayoritariamente sometida a condiciones de servidumbre hasta la reforma agraria de 1969. En lo económico, el país creció a tasas altas, por lo menos hasta 2014, gracias al boom de los commodities, que se tradujo en términos de intercambio muy favorables para los minerales, nuestros principales productos de exportación; luego, el crecimiento se ralentizaría, aunque la economía no dejó de crecer. Así lo grafican las tasas de crecimiento quinquenal, que fueron del 4,9% con Toledo, 6,8% con García, 4,7% con Humala y 2,5% con PPK y sus sucesores. La caída del último quinquenio no solo tuvo que ver con la crisis política, sino principalmente con la pandemia y la autoinducida paralización económica de 2020.
Como consecuencia del crecimiento económico, tuvieron lugar progresos sociales nada desdeñables, como la caída de la pobreza del 54% a principios de siglo al 19% en 2019, justo antes de la pandemia. También se redujo la pobreza extrema e incluso la desigualdad. Durante esos años, siempre en el entendido de que se mantuvieran las altas tasas de crecimiento, no faltaron quienes, dentro de los que me cuento, nos ilusionamos con la posibilidad de dar el salto al desarrollo, que pasaba en primer lugar por ingresar a la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE) para acelerar la adopción de los estándares internacionales del primer mundo. Casi una década después, Perú aún no ha ingresado a la OCDE, y parece estar lejos de lograrlo, a diferencia de México, Chile y Colombia, nuestros socios en la Alianza del Pacífico, que ya tienen varios años de haberse incorporado.
Quizá por los indiscutibles avances de las dos primeras décadas del siglo XXI y el entusiasmo que en sus mejores momentos generaron, viejos y persistentes problemas fueron ignorados. La alternancia en el poder de cuatro sucesivos gobiernos elegidos democráticamente contribuyó al fortalecimiento del Estado de derecho y garantizó un régimen de derechos y libertades, incluyendo la libertad de información, expresión y prensa. No obstante, la democracia posfujimorista se asentó en bases precarias, especialmente sobre un sistema político sin partidos, en sentido estricto. El viejo sistema vigente durante la década de 1980, integrado por tres grandes bloques partidarios —uno de derecha (Acción Popular y el Partido Popular Cristiano), otro de centro (APRA) y uno de izquierda— desapareció como tal con el fujimorismo de los años noventa, aunque algunos de esos partidos subsistieron y reemergieron con la recuperación de la democracia a fines de 2000. El Partido Aprista, por ejemplo, volvió al poder con García en 2006 y Acción Popular a la Municipalidad de Lima con Jorge Muñoz en 2018 y, brevemente, a la presidencia con Manuel Merino en 2020.
Los nuevos partidos que emergieron fueron esencialmente caudillistas, carentes de doctrina y de estructuras partidarias sólidas, que siguieron la suerte de sus líderes y que son utilizados como vehículos electorales por políticos independientes. Entre ellos destacan, por mencionar los más importantes, Perú Posible de Toledo, Partido Nacionalista de Humala, Peruanos por el Kambio de PPK, Solidaridad Nacional de Luis Castañeda, Somos Perú de Alberto Andrade, Alianza para el Progreso (APP) de César Acuña, Podemos Perú de José Luna y Unión Por el Perú (UPP) de José Vega. Quizá la excepción es Fuerza Popular, de Keiko Fujimori, que si bien se construye sobre una tradición familiar y caudillista, cuenta con una estructura partidaria sólida, asentada nacionalmente y con liderazgos estables que, al mismo tiempo, se renuevan de manera constante.
Salvo Somos Perú y APP, los liderazgos de estos partidos, supuestamente nacionales, son principalmente limeños, y la vida partidaria se activa para las elecciones, cuando los partidos salen a buscar candidatos que puedan ayudar al financiamiento de sus campañas y a ganar cuotas de poder. Su precaria presencia territorial hace que estos partidos nacionales convivan con decenas de movimientos regionales, que en los últimos procesos electorales de los gobiernos subnacionales fueron los actores protagónicos, mientras que los primeros se han limitado a ser vehículos electorales para las contiendas presidenciales y congresales.
En conclusión, el declive del sistema de partidos de los años ochenta, la subsistencia de algunos de sus componentes y su convivencia con múltiples partidos caudillistas y decenas de movimientos regionales han contribuido a una gran fragmentación y a una permanente incertidumbre e inestabilidad. Las reformas políticas y electorales de los últimos años han reducido las exigencias para la creación de nuevos partidos y movimientos regionales, lo que se diseñó para que fuera compensado por la introducción de las elecciones primarias, abiertas, simultáneas y obligatorias (PASO), que constituirían una nueva valla junto a la del 5% del voto nacional para tener representación parlamentaria. Sin embargo, el actual Congreso ha eliminado estas primarias, lo que incrementará peligrosamente el número de partidos que compitan en las elecciones generales, algo que, sin duda, contribuirá a una fragmentación adicional del voto y a la elección de autoridades con cada vez menor legitimidad.
Esta precariedad en lo político va acompañada de un Estado relativamente débil, financiado por una magra recaudación fiscal, que se ha ubicado alrededor del 14% del PBI durante los últimos años. Con una economía en crecimiento, esa recaudación es tres veces y medio superior a la que el país tuvo a finales de los años ochenta como consecuencia del mal manejo económico y de la hiperinflación. No obstante, con una extendida corrupción y serios problemas de gestión, los servicios públicos ofrecidos por los tres niveles de gobierno son mediocres, por decir lo menos, lo que se traduce en muy altas tasas de insatisfacción ciudadana, como viene siendo registrado, por ejemplo, por el Barómetro de las Américas.
Esa insuficiente presencia del Estado es, al mismo tiempo, causa y efecto de una sociedad y una economía altamente informales, tanto en lo tributario como en lo laboral, que superan el 70% de la población económicamente activa, lo que significa que los peruanos informales carecen de jornada laboral, vacaciones y pensiones. En el pasado, la informalidad pareció ser un mal menor frente al desempleo. Sin embargo, en el mediano plazo representa un obstáculo al desarrollo, tanto por su baja productividad si se le compara con el sector formal de la economía como por los insuficientes beneficios sociales de quienes laboran en ella. La ausencia de protección que brinda un empleo estable y de los derechos que lo acompañan tuvo consecuencias funestas durante la pandemia en lo económico y en lo sanitario, pues la falta de protección social de la mayoría de los peruanos los obligó a incumplir las disposiciones de inmovilización social obligatoria, contribuyendo así al contagio.
Otra consecuencia de la debilidad del Estado es la facilidad con la que prosperan las economías criminales, como el narcotráfico, la minería ilegal, la trata de personas, la tala ilegal de madera, el comercio ilegal de vida silvestre, las extorsiones y el tráfico de terrenos. Ricardo Valdés, Carlos Basombrío y Dante Vera, de Capital Humano y Social Alternativo, estiman que para el Perú esa cifra asciende al 3% del PBI, sin incluir la corrupción y el lavado de activos, que son inherentes a su funcionamiento, y podrían llevar la cifra al 4%. Diversos estudiosos, como Francisco Durand, han demostrado la estrecha retroalimentación que existe entre ciertos sectores formales e informales de la economía, al igual que entre estos y las economías ilícitas. Por ejemplo, los formales proveen a la minería ilegal de maquinarias, les adquieren el oro para procesarlo y exportarlo, y desvían insumos químicos para su producción y la de cocaína. Más peligroso aún, las economías criminales corrompen y capturan los sistemas de seguridad y justicia, y penetran la política de mil maneras, especialmente a través de su financiamiento.
A pesar de la estabilidad política, el crecimiento económico y el progreso social de los primeros tres lustros del