Flor de sombra
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En la apariencia nada distingue a la maldad de la bondad. No hay estigmas diferenciadores. Sin embargo, puertas adentro, carne adentro, la cuestión es muy diferente.
Todos tenemos una sombra, decía Jung; pero no todas las sombras son iguales. Las hay verdaderamente tenebrosas, porque el mal no es una entelequia, sino una realidad constatable. Y esa maldad, si entra en el alma de una persona, la impregna de tal modo que tiene mucho que ver con una posesión: tiene memoria y empuja a esa alma no solo a permanecer cautiva, sino a profundizar cada vez más en la oscuridad. Hay personas que han tenido contacto con el mal, tal vez por una cuestión laboral o, quizá, por ideales. En principio, tal vez ese contacto los repugnó, sintieron rechazo de lo que hacían e incluso de sí mismos; pero, una vez que se atraviesan ciertos límites, ya no hay marcha atrás y, lo que producía espanto, comienza a generar placer. Ese es el fruto de la sombra cuando se la cultiva. Flor de sombra. Lo siniestro, cuando se normaliza, se convierte en una fuente de poder, de placer, de superioridad sobre la víctima. Pero no es un placer gratuito. Más temprano que tarde reclamará el pago, y nadie tiene tantos fondos como para poder satisfacer esa factura.
Ángel Ruiz Cediel
Ángel Ruiz Cediel (Madrid, 1955) es uno de los más prolíficos autores de la literatura actual española, y tal vez el autor más completo en cuanto a la variedad estilística y a la profundidad de su obra. Finalista de los Premios La Rama Dorada 1986, Azorín de Novela 1996, Planeta 1999, Fernando Lara 2002, Ateneo de Sevilla 2002 y Planeta 2008 entre otros, es autor de numerosas novelas que abarcan casi todos los géneros literarios, aunque todas ellas con un denominador común: no son obras concebidas solo como entretenimiento, sino que se adentran en las profundiades de la condición humana y su sociedad, con el fin de reflexionar en cada una de ellas sobre un aspecto trascendente que enriquezca nuestra existencia.
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Flor de sombra - Ángel Ruiz Cediel
No quiso más la luz. ¿Para qué? No saldría más
de aquellos silencios, de aquellas lobregueces
Miguel Hernández
1
Fermín Cisneros
La sensación que sintió al franquear la puerta fue la de enfrentarse a la boca de un túnel. Siempre le sucedía lo mismo, al menos desde que su mujer murió, algunos años atrás, y no salía ninguna voz a recibirle. Aquel corredor larguísimo, a cuyos lados se abrían media docena de puertas, siempre sumido en penumbra y siempre con un acre olor encastrado, le producía hondísima aversión, como le producía amargo rechazo el taquillón de la entrada o los cuadros de pájaros que pendían de los muros; pero más que nada era aquella resonancia de casa abandonada lo que le ofendía, aquel seguro saber que nadie había aguardándole, sino una cama sin hacer, una butaca con una pata descompuesta o aquel vacío inconsolable de casa desierta.
Cerró la puerta con el pie, sin girarse, puso sobre el taquillón las llaves y se pasó la palma de la mano sobre el cabello mientras se asomaba al espejo que había sobre el taquillón; pero lo hizo instintivamente, por costumbre y no con un propósito definido. Luego, caminó cansadamente un par de metros y, metiendo la mano antes que el cuerpo, prendió la luz de la sala.
Se dirigió al receptor de televisión directamente, y lo conectó; acto seguido, de espaldas a la voz metálica que surgía del aparato, se desprendió de la gabardina y la echó con descuido sobre la mesa camilla, para tomar asiento, por fin, en un sofá de orejas que estaba al otro lado de una mesita de centro, al otro lado del televisor.
Estaba exhausto.
Apoyó los codos en las rodillas y metió el rostro entre las manos, deslizándolas después hacia el calvatrueno que coronaba su cráneo, como repitiendo los movimientos instintivos de antes.
Pensamientos muy desemejantes le asaltaron, percibiéndose incapaz de poner orden en su desgreño de ideas, sintiendo solamente deseos de tener la cabeza tan hueca como vacío sentía en sí.
Sopló con resignación, casi quejándose, y dándose unas sonoras palmadas sobre las rodillas se puso en pie, colocó sus manos sobre los riñones y presionó hacia adelante, al tiempo que se ponía de puntillas y daba tensión a todos los músculos de su cuerpo, tal vez con la intención de desentumecer las vértebras.
Enfiló hacia la cocina, pues tenía cierta desazón no muy bien identificada que enseguida aparejó con el hambre, reparando en ese preciso momento en que apenas había tomado bocado en todo el día, y que todo él lo había pasado bebiendo.
Bueno, en realidad esto era más que disculpable, por una parte, porque los días de lluvia, desde siempre, solía padecer una insaciable sed, y desde luego pocos días de lluvia como este; y por otra, por la efeméride de la despedida. Y, las despedidas, ya se sabe.
Regresó con una bandeja con distintas viandas y media botella de vino entre las manos, tomó asiento y comió con buen apetito mientras veía un programa de televisión que ni siquiera se molestó en seleccionar, aunque su mente no le prestaba la menor atención porque deambulaba perdida aún entre las heterogéneas y profundas emociones que le había dejado la jornada.
Al terminar la frugal cena se fumó un cigarrillo ante la pantalla, en la cual se sucedían las imágenes en vertiginosa cadencia; los brazos colgando, los ojos abiertos como platos y las pupilas dilatadas eran síntomas de que su mente obraba por libre, sin pedirle permiso a su voluntad.
No recobró la consciencia de sí hasta que el cigarrillo quemó sus dedos amarillos. Entonces, tras apagar la colilla en un cenicero, se puso en pie, tomó la gabardina con la mano izquierda y con la mano derecha extrajo de uno de sus bolsillos un paquete mal envuelto.
Volvió frente al sillón, arrojó los papelotes del envoltorio y, al tiempo que se sentaba de nuevo, puso el objeto sobre la mesita, junto al cenicero. Era una placa de plata con peana de madera de ébano. Tenía una inscripción:
A
Fermín Cisneros Montemayor
de los compañeros de la
Brigada de Investigación Social
en el día de tu jubilación.
Debajo, había grabadas dos fechas: la de ingreso en la brigada y esta, la de hoy, tan temida.
Permaneció contemplando la placa unos segundos, no sabía bien si emocionado o resentido. La colilla humeaba todavía, trazando líneas grises sobre la plata bruñida y ondulando los rígidos moldes de las tallas. Pensando, apoyó su cabeza en la oreja del sofá y cerró los ojos. Un latigazo de inteligencia, como un presentimiento urgente, le advirtió de la acechanza de la muerte por comparación de que entre aquellas dos fechas tan próximas cupiera casi toda su vida.
—¡Qué poco espacio necesita tanto tiempo! —recitó.
Y la caterva de años vividos le pasó en tromba por el recuerdo, apenas en un minuto. Tan desabrido fue el vértigo que experimentó, que hubo de abrir los ojos precipitadamente, no sin muestras de un vago espanto reflejándose en sus ojos.
Un locutor daba las últimas informaciones del día. Le pareció injusto que no difundieran la noticia de su jubilación, algo más que merecido después de toda una vida dedicada a la ley y al orden; pero el informativo concluyó sin hacer mención alguna al hecho. Poco más tarde, el himno nacional que anunciaba el cierre de la emisión por ese día vino a llenar con sus sones marciales la vacuidad desoladora que zumbaba en su cráneo, y, si hasta ese momento había permanecido casi inane como un muñeco descompuesto, al escuchar los sones patrios se incorporó como si le hubieran lanceado y apagó el aparato. «La música esa», como él llamaba muy despectivamente al himno que tanto amara en otro tiempo, le resultaba particularmente desagradable desde que se instauró la democracia en el país, y no podía escucharla sin sentir que una fiera terrible le roía las entrañas.
Sin recoger los pliegos de papel que había en el suelo, la bandeja de la cena o la gabardina, se dirigió al cuarto en que dormía. Al encender la lámpara se encontró con la desagradable imagen de la cama deshecha, y se quedó mirándola desconcertado; esa era, muy posiblemente, la imagen que más le desagradaba de todas, porque le resultaba parecido a tener el sueño deshecho o desbaratado el descanso.
Se desnudó con parsimonia, casi recreándose en el doloroso agarrotamiento de sus articulaciones, se enfundó el pijama y, estirando previamente las sábanas, se metió en la cama. Conectó el radio despertador y se dispuso a escucharlo un rato, no sin antes haber mullido la almohada y haberla situado convenientemente contra los barrotes del cabecero. Luego, prendió un cigarrillo y escuchó un programa de gente triste y sola mientras daba amargas bocanadas de un humo denso y áspero. Al fin, harto de lo que escuchaba, sofocó el pitillo en un cenicero atestado de colillas y se dispuso a localizar otra emisión más alegre, girando el dial con la mano izquierda por no variar su cómoda postura; pero no encontró ninguno a su gusto, sino tres de la misma catadura del primero. «Pareciera que ya no hay sino llorones», se dijo en voz baja, yéndosele el pensamiento a intentar discernir por qué había cobardes que necesitaban proclamar que estaban solos; pero no alcanzó a imaginar una sola causa que lo justificara, sino a convencerse una vez más de que eran criaturas débiles y sin principios, personas sin ideales porque hasta para soportar la soledad eran necesarios. Al fin, bajó el volumen del aparato y se dispuso a dormir, dejándose acunar por el ronroneo de algún infeliz anónimo que mendigaba afecto de quien fuera.
Mientras el sueño acudía, le vino a mientes el recuerdo de Gracia, su esposa, a quien le deseó que ardiera por siglos en el infierno. Diez años contados llevaba ya de viudo, sintiendo su vida desierta como el corredor de la entrada, con muchas puertas que daban a muchos recuerdos... La imagen pía de su esposa se estableció tras sus párpados, con su velo cubriéndole el cabello recogido en moño con prendedor, su misal y su rosario, como si siempre estuviera regresando o lista para marcharse a una novena.
Mejor le parecía que se casó con una rama de la Iglesia que con una mujer, siempre dispuesta para el rezo y el sacrificio, y nunca para la liturgia de la carne. Entonces reparó en que jamás la había visto desnuda, que siempre que la tuvo entre sus brazos estuvo ataviada con aquel camisón que le sirvió de sudario, y que, mientras su sangre hervía de deseo, ella permanecía inane como una muñeca hinchable, rezando entre dientes el santísimo rosario hasta que la sangre se fue aplacando, sofocándose en una rutina que fue distanciando los encuentros carnales y relegándolos a fechas muy contadas, no más de dos o tres veces por calendario.
Recordó que cuando murió, gracias al cielo, quitó todos sus retratos de la casa, incluso los del álbum familiar, pues aquellos labios finos y sin sensualidad le herían como le dañó en vida su permanente facha de rata de sacristía que negaba cualquier clase de deseo mundano, cual si siempre le reprobara que todo cuanto en él había fuera pecado, sobre todo si eran deseos de mostrarse hombre.
Le parecía que se casó con su madre o con su abuela, lacónica y decimonónica, apergaminada en una mentalidad donde el mismo vivir era un suplicio para ella. Y, por un momento, imaginó sentirla a su lado, en el lecho, ocupando un espacio inútil, atufándole con su perpetuo hedor a jabón de fregar y a confesionario, y hasta sintiendo casi bajo el camisón espectral un cilicio oprimiendo su muslo. «¡Jódete y reza!», se dijo para sí el jubilado y, girándose con incomodo, se negó a nuevos desvaríos y se durmió.
Aunque no descansó bien, no pudo despertarle el incesante tronar de la tormenta que se desató durante la noche, levantándose a las ocho en punto, como siempre, justo un cuarto de hora antes de que llegara Justa, la mujer de la limpieza, quien ponía en habitabilidad la casa dos veces por semana. Sin embargo, Fermín aguardó abuzado sobre la cama a que sonara el timbre, permitiendo que el sol tenue que entraba por la ventana le calentara la piel y que las herrumbrosas ondas de la pesadilla nocturna se diluyeran en su cerebro.
La chicharra de la puerta le salvó de la hecatombe de sus diversiformes pensamientos y de aquel machacón cuchicheo de noticias y música de la radio, la cual aún permanecía conectada. Se enfundó el batín y, arrastrando las pantuflas por el corredor, se encaminó a franquearle el paso a la tarasca.
—Buenos días, don Fermín. ¿Se durmió bien? —dijo la mujer apenas abrió la puerta, metiéndose a saco en la casa.
—Se durmió —respondió él, mientras regresaba a su alcoba—, se durmió.
Reparó entonces en que no había dormido bien, pues al instante, como invocadas, se le repitieron ágiles algunas imágenes del sueño, las cuales, aunque sin sentido y difuminadas, grabaron en su magín cierto desconcierto, acertando a ubicarlas en el contexto de una pesadilla que le hizo retorcerse entre las sábanas.
—¿Preparo café? —voceó la mujer.
—No, no: desayunaré por ahí —replicó él.
Fermín sentía vacío en su estómago, hambre incluso; pero no había compañía más desagradable para él que la de Justa, seguramente debido a su socarrona campechanía y a su poca clase. Desde siempre detestó esos modales rudos, esa soez bellaquería del populacho, su jerga infame y sus deplorables hábitos a vestir con pingajos, en todo carentes de los refinamientos del buen gusto. Y tal vez el mejor exponente de todo esto lo fuera Justa, una mujerona gruesa y hosca con manazas de herrero que gustaba acompañar sus afanes y fregoteos canturreando coplas con muy mal tino, siempre con las guedejas cayéndole en la cara, aquel deplorable mandilón de lanilla y aquellas zapatillas de orillo en chancleta.
La cara de la mujer era bien redonda, con papada, y estaba abierta casi en canal por una boca sorprendentemente amplia, la cual mostraba sin recato una imperfecta dentadura. Sus manos las tenía siempre enrojecidas por las faenas domésticas, pareciendo sus dedazos abotargados como cubiertos de escamas, y con las uñas roídas. Sin embargo, era incansable. Con sus tonadillas iba casa arriba, casa abajo, dando zorrazos a los muebles, componiendo un cuarto en un santiamén o haciendo la colada en un decir Jesús. Lo mismo iba corredor adelante con la sereta de la ropa, al tendedero, que corredor atrás, a la cocina, para armar el puchero de la comida, o estaba en la sala limpiando muebles, ordenando revistas y descolgando cuadros para limpiarlos, todo entre sus canturreos deplorables, los cuales formaban una algazara de mil demonios, pues siempre gustaba de tener encendidos cuantos aparatos capaces de hacer ruido hubiera en la casa, ya fueran radios, televisiones y hasta despertadores. Y si además había de dar una puntada a un descosido y se le hacía preciso usar la máquina, ¡Jesús!, no había quién parara.
Por eso Fermín, aquellos dos días por semana de zafarrancho no paraba en casa y prefería marcharse temprano y desayunar por ahí fuera, aunque siempre volvía a la hora de comer, ya que eran las únicas ocasiones a su alcance para echarse al coleto un guiso como Dios mandaba. En otra cosa, no; pero para la cocina, la maritornes tenía una maña como para echar bendiciones al cielo.
Así, mientras Justa afinaba sus primeros gallos, Fermín se atrincheró en el aseo, llevándose consigo el magnetófono con algo de Wagner para enmascarar el gorjeo de la criada. Se duchaba cada mañana, se afeitaba con navaja de barbero y se volvía a lavar, pues estaba convencido de que la higiene era el distintivo de la capa social a la que se pertenecía, y él desde muy chico tenía una obsesiva pasión por el aseo, no habiendo un solo día en que se lavara menos de una docena de veces, sobre todo las manos. Tan era así que, no bastándole con la suciedad del cuerpo, era suficiente motivo el ojear una de esas revistas que él tenía muy bien guardaditas bajo llave con el fin de que no pudiera Justa detectar sus inclinaciones solitarias, para fregotearse las manos y la cara o para ducharse restregándose con la manopla de esparto.
Cuando salió del cuarto de baño encontró Fermín a Justa encaramada a una silla desprendiendo las cortinas de la sala, pues había determinado que se hacía preciso darles una agüita. Le advirtió de la hora de su regreso, le dio las instrucciones de costumbre y le indicó el lugar del aparador en el que debía poner la placa que le obsequiaron los compañeros el día anterior, y se marchó.
Los primeros rayos del tibio sol de febrero asomaban tímidos entre los racimos de nubes grises, calentando a ratos el frescor de lluvia reciente de las calles y levantando hilachas de vaho de las alcantarillas. Se encaminó a la cafetería de la esquina con las manos en las faltriqueras de la gabardina, paseando remisamente entre el bullir de la ciudad que se iba despertando. Pretendía estar feliz en su nuevo estado de jubilación, el cual aguardó con impaciencia durante muchos años; pero ahora que ya había llegado el momento, sentía cierto temor a la inacción que significaba, que en definitiva no era sino el pasar la última página de la vida. Quería rehuir el tópico del balance, el disparate de hacer análisis de sus muchos años de servicio y disponerse a vivir sin obligaciones tanto tiempo como le quedara de vida. Al fin y al cabo, su padre tenía ochenta y cuatro años y seguía tan fresco, además de que le había quedado una pensión nada desdeñable; todo ello, motivos para ponderarse feliz y desoír las voces íntimas que le decían que ya no era útil para nada y aún aquel presagio urgente de la noche anterior de que la muerte estaba al acecho.
Apenas si le quedaban diez o doce metros para alcanzar la cafetería, cuando advirtió que un joven, como de veintitantos años y con las manos en los bolsillos, cruzaba entre el tráfico apresuradamente la calle, en su dirección. Sintió que sus pies se clavaban en el suelo y que un helor mortal le paralizaba, sobrecogiéndose por la certeza de que el presagio de la noche anterior estaba a punto de materializarse. Sus ojos quedaron fijos en el joven con cierto espanto, entretanto en su cuero cabelludo comenzó a sentir pinchazos y sus manos se trenzaban en los bolsillos de la gabardina, porque en ese momento preciso recordó que por primera vez en su vida profesional había salido de casa desarmado. El joven terminó de cruzar la calle, subió a la acera, le miró sin detenerse, tal vez sorprendido del gesto de estupor que lucía el jubilado y, pasando a una veintena de centímetros de él, siguió su camino acera adelante.
Fermín sopló con alivio y, casi al instante, advirtió que sus piernas