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«Una novela sintética y punzante sobre eso que hay entre el deseo y la intimidad, sobre todo lo que no se ve en las relaciones personales pero que está ahí debajo. Un subtexto continuo narrado con matices, precisión y sentido de la imagen. Es la primera novela de Paula Ducay y estoy convencida de que no será la última». MARTA JIMÉNEZ SERRANO
«Es sutil y contenida, y sin embargo, profundamente conmovedora por su capacidad para sembrar dudas e inquietud en el lector. No he dejado de preguntarme acerca de los distintos modos en los que concebimos el amor y la amistad, y qué espacio tiene la ternura en nuestras vidas». VALERIA CORREA FIZ
«Paula Ducay me ha permitido oler, cotillear, saborear y escuchar los secretos de una serie de personajes que debaten entre el amor, el cariño y la frustración. En esa ternura he querido quedarme». LUNA MIGUEL
«El talento de Ducay desborda las páginas de su propia novela. Una escritura magnética». AIMAR BRETOS
«Un ejercicio muy bonito y muy lírico para tratar la relación entre subtexto y texto que existe en las relaciones de amistad». SARA BARQUINERO
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La ternura - Paula Ducay
A mis padres, Victoria y Miguel,
por darme mis primeros libros
y por recordarme que tenía que masticar
cuando, de niña, me quedaba embobada
leyendo durante la cena.
Si algo callé
es porque entendí todo.
GUSTAVO CERATI,
«Puente»
I
El aire caliente la golpea cuando baja del avión. Naima se aparta un mechón del flequillo y cierra un poco los ojos. Atraviesa el aeropuerto con una pequeña maleta de cuatro ruedas, el libro en la mano, como quien ha cruzado cientos de no-lugares y se encuentra cómoda en un tiempo detenido y expectante. Esa es la imagen tras la que le gusta imaginarse, una mujer joven sin dudas ni temblores, con los ojos fijos un poco por encima del horizonte, la respiración llevada a un ritmo tranquilo, adulto. Al pisar el suelo se pregunta fugaz por la temperatura de la pista, pero olvida enseguida el calor exterior. Nota el pinchazo en el meñique izquierdo, se lo masajea con la mano que sujeta el libro; siempre que lo hace piensa que nadie sabe eso de ella, nadie sabe en qué punto exacto del cuerpo se almacenan sus nervios.
Marco la espera entre la multitud más allá de las puertas automáticas, en un mar de carteles. Se saludan con un abrazo tentativo y Naima cree que él también piensa que pasaron del apretón de manos al abrazo sin pasar por los dos besos, lo cual es bonito y quizás una rareza que describe bien su relación. Él hace amago de cogerle la maleta, pero la ve enarcar las cejas y se aparta. Ambos sueltan al mismo tiempo una risa contenida.
—Puedes llevar el libro —dice ella.
Él lo inspecciona con dedos ágiles, expertos, que calculan el gramaje de las páginas con un toquecito. Se lo coloca bajo el brazo y Naima se pregunta si al libro le dará tiempo a absorber algo del olor de Marco y se pregunta también si en los días que van a pasar juntos él sonreirá alguna vez, como suele hacer, cuando ella abra un libro nuevo para olerlo.
—Me gustó mucho en su día. Lo leí como hace… veinte años —dice.
Naima ríe y él baja la mirada y no se detiene, pero ella le ve la sonrisa. Recuerda cómo al principio no le gustaron los dientes de Marco, lo que le sucede con todo el mundo que no tiene una dentadura perfecta, los incisivos separados por un hueco ínfimo, apenas perceptible a no ser que una se acerque demasiado. Ahora apenas repara en ellos. Le gusta provocar que asomen tras los labios, son un poco grises y le hacen juego con la barba. Naima reprime el impulso de alargar la mano para comprobar si pincha y, cuando ya está instalada en el asiento del copiloto y se alejan de la ciudad, entrelaza los dedos por encima del regazo, como para frenarse. Sabe que en unos días él se afeitará, porque eso es lo que hace siempre, a pesar de que ella cree que con barba está mejor y se lo ha dicho, aun sabiendo que ese no es su cometido, sea lo que sea que eso signifique.
Intercambian algunas preguntas de rigor sobre el vuelo, sobre el tiempo que hace, constatan en alto lo evidente: el verano, las vacaciones. «Por fin», dicen, «por fin».
—No ha llovido —comenta Marco—, en todo el verano. Normalmente está verde.
Naima observa los campos agostados, repara en los árboles desnudos, intenta imaginarse el lugar en primavera, teñido de verde, cuando ni Marco ni ella pueden verlo. Tienen puesto el aire acondicionado, pero ambos intuyen que el otro preferiría bajar la ventanilla, olfatear el calor.
—Casi estamos.
Han parado detrás de otro coche en un cruce. Marco aprovecha para estirar los brazos hacia arriba y Naima, casi sin quererlo, hace lo mismo. Se ríen. Naima lo mira y no sabe por qué comentario decantarse: «como siempre», o «como en la oficina», o «siempre a la par».
Marco tiene los ojos de un color indefinido, no del todo verdes, no del todo marrones. Naima recuerda aquella vez que se tapó los suyos con la mano y le preguntó «¿De qué color los tengo?» y él respondió, sin dudar ni un instante, «Negros», y ella aprovechó la intimidad inicial y los minutos que les sobraban en la pausa del café para decir: «¿Crees que vamos a ser amigos para siempre?», a lo que Marco contestó con un estallido de risa que hizo que las personas de la mesa de al lado se volvieran a mirarlos. A Naima le gusta aprovechar que se llevan muchos años para proponer las preguntas que solo suenan naturales en boca de los niños, preguntas que abandonan ese revestimiento inocente en cuanto vienen de un adulto. Esa, piensa, es una de las ventajas de la edad indefinida en la que se encuentra: ya no una chica, todavía no del todo una mujer.
Marco se frota los ojos antes de arrancar. Naima nota que le asalta una oleada de cariño al verle el gesto tantas veces repetido y una pizca de un curioso orgullo, que no sabe bien de dónde viene ni dónde colocar. A los pocos minutos, el pueblo aparece a la vista, detrás de una colina, donde el verde se extiende en una resistencia húmeda y abraza las casas, la iglesia y casi llega a rozar el pequeño castillo de las afueras.
—Ah —dice Naima—, se ve el río.
Marco aparca. Desconecta el aire, apaga el motor y saca la llave en un baile de gestos automáticos que Naima observa en silencio, todavía con el cinturón puesto. Sabe que Marco quiere salir del coche sin detenerse a mirarla y sabe, y se le escapa una sonrisa por la certeza, que si se queda quieta y callada el tiempo suficiente él la mirará. Naima sabe que en cuanto crucen el umbral de la casa dejarán de estar solos y le gustaría alargar el momento, pero sabe que Marco no quiere detenerse en el hecho de que ella esté allí; ahora que la presencia de Naima en la casa es real él hará lo posible por disimular que todo aquello tiene algún tipo de significado. Cuando finalmente Marco la mira, Naima le sonríe y después, un tanto turbada por el silencio del coche, se desabrocha el cinturón, abre la puerta y sale.
—¡Es enorme!
—Elisa tiene muchos hermanos —dice Marco.
—¿Van a venir?
—Quizá la menor con los niños, no sabemos todavía. ¿Podés?
Ella le guiña un ojo, saca la maleta del coche con un gesto ágil y la pone en el suelo. Las ruedas resuenan en el empedrado y Naima aprieta los dientes. El pueblo está en silencio, apenas se mueven las hojas de los álamos en la linde del río. Siente que el ruido anuncia su llegada e interrumpe algo antiguo y sagrado, que la señala definitivamente como extranjera. La casa está allí, cerca del agua, tras un jardín atravesado por un camino que flanquean algunas estatuas de piedra: un ángel caído, varias mujeres con vestidos vaporosos y los brazos extendidos, hasta un grupo de gnomos que parecen mirar a Naima con suspicacia. En el umbral de la puerta les espera una señora menuda con delantal.
—Hola, Clemen. Esta es Naima. Naima, Clemen.
La señora sonríe con un gesto amplio y acogedor. Dice unas pocas palabras en italiano que Naima no alcanza a entender. Hace un amago de cogerle la maleta. Insiste hasta que Naima suelta el asa y la levanta del suelo, entra en la casa y sube rápido las escaleras. Naima siente una punzada de culpa en el estómago. Enseguida, la mano de Marco tranquilizadora en el brazo, que la invita a pasar.
—¡Joder! —se le escapa.
Marco ríe y asiente.
—Es bonita, sí.
A Naima le da tiempo a echar un vistazo a la mesa de madera de la cocina, a los azulejos que recorren la pared por encima de la encimera, a las plantas colgantes, al cuenco de fruta colocada de manera impoluta.
—Pero ¿y esto? —se echa a reír—. No me habías dicho que vivíais en una casa rural cinco estrellas.
Suben las escaleras, Naima detrás de Marco. Este la guía hasta una habitación bañada de luz, tiene una cama individual y una cómoda antigua. Es pequeña, pero Naima enseguida proyecta su vida allí los próximos días: la maleta debajo de la cama, los libros apilados en la mesilla de noche, el bañador secándose en el respaldo de una silla cerca de la ventana. Va a volverse para agradecer la invitación, pero Marco ya ha cruzado el pasillo y la mira desde la barandilla que baja con las escaleras.
—Te dejo para que te instales.
Naima suspira y asiente. Reconoce la sensación de extraño vacío cuando dejan pasar esos momentos, las idas y venidas en las que se buscan y se rehúyen, en los que la amistad parece tensarse para aguantar una presión que ninguno de los dos sabría definir. La chica coloca la maleta en la cama y saca despacio la ropa. Intenta no apurar el momento, apaciguar una impaciencia que empieza a arremolinarse en el