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Curiosidades de la literatura
Curiosidades de la literatura
Curiosidades de la literatura
Libro electrónico275 páginas3 horas

Curiosidades de la literatura

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Información de este libro electrónico

Isaac Disraeli, padre del que fuera dos veces primer ministro británico y novelista, Benjamin Disraeli, es mucho menos conocido hoy que su renombrado hijo, aunque a lo largo del siglo XIX gozó de un enorme reconocimiento como uno de los autores más eruditos de su tiempo. Anticuario, bibliófilo, pero sobre todo escritor imaginativo y comentarista li
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento26 jun 2024
ISBN9789563902488
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    Curiosidades de la literatura - Andrés Anwandter

    Isaac Disraeli

    Curiosidades

    de la Literatura

    Traducción de Andrés Anwandter, Jessica Rainey,

    Pedro Araya, Ricardo Mendoza, Sergio Mansilla

    y Verónica Zondek

    Primera edición digital de

    CURIOSIDADES DE LA LITERATURA

    de Isaac Disraeli

    traducción de Andrés Anwandter, Jessica Rainey, Pedro Araya,

    Ricardo Mendoza, Sergio Mansilla y Verónica Zondek

     (56-63) 2444338

    www.edicionesuach.cl

    Valdivia, Chile

    Dirección editorial

    Yanko González Cangas

    Cuidado de la edición

    César Altermatt Venegas

    Diseño y maquetación

    Silvia Valdés Fuentes

    Todos los derechos reservados.

    Se autoriza su reproducción parcial para fines periodísticos

    debiendo mencionarse la fuente editorial.

    © Isaac Disraeli, 1881

    © de los traductores, 2024

    © Universidad Austral de Chile, 2024

    ISBN: 978-956-390-248-8

    CONTENIDO

    Sobre la vida y escritos de sir Disraeli, por su hijo

    Traducido por Yanko González Cangas

    Traducidos por Jessica Rainey:

    Los títulos de los libros

    Locuras literarias

    Un Senado de jesuitas

    Escritura minúscula

    Lámparas perpetuas de los antiguos

    Traducidos por Sergio Mansilla Torres:

    Poetas

    Anécdotas de autores censurados

    Críticos

    Un vistazo a la Academia Francesa

    Virginidad

    Traducidos por Ricardo Mendoza Rademacher:

    La bibliomanía

    Apuntes sobre la crítica

    Los sabios perseguidos

    Desprecio de la fama

    Seis disparates de la ciencia

    Imitadores

    Prefacios

    Los primeros impresos

    Erratas

    Diversiones de los sabios

    Traducidos por Andrés Anwandter:

    Profesores de plagio y oscuridad

    Manuscritos y libros

    Poemas filosóficos descriptivos

    Panfletos

    Libros pequeños

    Traducidos por Pedro Araya Riquelme:

    Origen de los periódicos

    Singularidades observadas/atendidas por varias naciones en sus comidas

    Títulos de los soberanos

    Juegos de azar

    Historia crítica de la pobreza

    El hombre ausente

    Traducidos por Verónica Zondek:

    Hombres geniales de conversación precaria

    Vida

    El Talmud

    Grotius

    Fisonomía

    SOBRE LA VIDA Y ESCRITOS DE SIR DISRAELI, POR SU HIJO

    ¹

    Benjamin Disraeli

    La noción tradicional de que la vida de un hombre de letras es necesariamente escasa en incidentes, parece haberse originado en una concepción errónea de la naturaleza esencial de la acción humana. La vida de cada hombre está llena de incidentes, pero los incidentes son insignificantes, porque no afectan a su especie; y, en general, la importancia de cada suceso debe medirse por el grado en que es reconocido por la humanidad. Un autor puede influir en la suerte del mundo en la misma medida que un estadista o un guerrero; y los hechos y actuaciones por los cuales se produce y ejerce esta influencia, pueden compararse en interés e importancia con las decisiones de grandes Congresos o con la hábil valentía de una campaña memorable. Mr. Voltaire era ciertamente un francés más sobresaliente que el cardenal Fleury, primer ministro de Francia en su tiempo. Sus acciones fueron más importantes y, ciertamente, no es exagerado sostener que las hazañas de Homero, Aristóteles, Dante o Bacon fueron acontecimientos tan considerables como cualquier cosa que haya ocurrido en Accio, Lepanto o Blenheim. Un libro puede ser una cosa tan monumental como una batalla, y hay sistemas filosóficos que han producido revoluciones tan grandes como las que han perturbado hasta la existencia social y política de nuestros siglos.

    La vida del autor, cuyo carácter y carrera nos aventuramos a revisar, se extendió mucho más allá del término fijado al hombre y, tal vez, ninguna existencia de igual duración exhibió jamás una uniformidad más sostenida. La fuerte inclinación de su infancia fue perseguida durante la juventud, madurada en la edad adulta y mantenida sin decadencia hasta una vejez avanzada. En el transcurso biográfico, ningún ingrediente es más mágico que la predisposición. Cuán puro, nato, e ingénito era el carácter de este escritor, solo puede apreciarse adecuadamente si se conocen las circunstancias en medio de las cuales nació, para ser capaz de estimar hasta qué punto ellas pudieron dirigir o desarrollar sus primeras inclinaciones.

    Mi abuelo, que se hizo ciudadano inglés en 1748, era un italiano descendiente de una de esas familias hebreas a las que la Inquisición obligó a emigrar de la península española a fines del siglo XV y que encontró refugio en los territorios más tolerantes de la República de Venecia. Sus antepasados habían abandonado su apellido godo al establecerse en la Tierra Firme y, agradecidos al Dios de Jacob que los había sostenido a través de pruebas sin precedentes y los había protegido a través de peligros inauditos, asumieron el apellido DISRAELI, un apellido nunca antes ni después utilizado por alguna otra familia, para que su raza pudiera ser reconocida para siempre. Sin ser molestados ni perturbados, florecieron como mercaderes durante más de dos siglos bajo la protección del león de san Marcos, lo cual era justo, ya que el santo patrón de la República era él mismo un hijo de Israel. Pero hacia mediados del siglo XVIII, las circunstancias alteradas de Inglaterra, favorables, como se suponía entonces, al comercio y a la libertad religiosa, atrajeron la atención de mi bisabuelo a esta isla, y resolvió que el menor de sus dos hijos, Benjamín, «su mano derecha», debía establecerse en un país donde la dinastía parecía por fin consolidada a través del reciente fracaso del príncipe Carlos Eduardo, y donde la opinión pública parecía definitivamente adversa a la persecución en asuntos de credo y conciencia.

    Las familias judías que se establecieron entonces en Inglaterra eran pocas, aunque, por su riqueza y otras circunstancias, estaban lejos de carecer de importancia. Todos ellos eran sefardíes, es decir, hijos de Israel, que nunca habían abandonado las costas del mar Mediterráneo, hasta que Torquemada los expulsó de sus agradables residencias y ricas propiedades en Aragón, Andalucía y Portugal para que buscaran mayores bendiciones que una atmósfera clara y un sol resplandeciente en medio de los pantanos de Holanda y las nieblas de Gran Bretaña. La mayoría de estas familias se han extinguido. Se mantenían alejadas de los hebreos del norte de Europa y solo ocasionalmente entraban en Inglaterra; eran considerados como una casta inferior, y sus sinagogas estaban reservadas únicamente a los sefardíes. Mientras, la rama de la gran familia, la que, a pesar de padecer prejuicios, tuvieron la audacia de despreciar, ha alcanzado una cantidad de riqueza y consideración mayor que los sefardíes, incluso con el patrocinio de sir Pelham, lo que nunca podrían haber previsto. Sin embargo, en la época en que mi abuelo se estableció en Inglaterra, y cuando sir Pelham —muy favorable a los judíos— era primer ministro, se podía encontrar, entre otras familias judías que florecían en este país, a los Villa Real, que trajeron riquezas a estas costas casi tan grandes como su nombre. Fue el segundo apellido más importante en Portugal y se aliaron dos veces con la aristocracia inglesa; también los Medina, los Lara, que eran nuestros parientes, y los Méndez da Costas, que, creo, todavía existen.

    Ya sea porque mi abuelo, a su llegada, no se sintió alentado por aquellos a quienes tenía derecho a admirar —lo que a menudo es un duro problema al comienzo de nuestra vida— o si estaba alarmado por las inesperadas consecuencias de la disposición favorable de sir Pelham hacia sus compatriotas en la vergonzosa derogación de la Ley Judía, que ocurrió muy pocos años después de su llegada a este país, no lo sé; pero ciertamente parece que nunca se mezcló cordial o íntimamente con su comunidad. Esta tendencia a la alienación fue, sin duda, fomentada posteriormente por su matrimonio, que tuvo lugar en 1765. Mi abuela, la hermosa hija de una familia que había sufrido mucho a causa de la persecución, se había empapado de esa antipatía por su raza, que los vanidosos son demasiado propensos a adoptar cuando descubren que han nacido para el desprecio público. El sentimiento de indignación que debería reservarse al perseguidor, en la mortificación de su sensibilidad perturbada, se inflige con demasiada frecuencia a la víctima; y la causa de la molestia no se reconoce en la malevolencia ignorante de los poderosos, sino en la convicción de conciencia del inocente que sufre. Sin embargo, transcurrieron dieci siete años antes de que mi abuelo se uniera, y durante ese intervalo no había estado ocioso. Tenía solo dieciocho años cuando comenzó su carrera y se le impuso una gran responsabilidad. No estaba a la altura de ella. Era un hombre de carácter ardiente; optimista, valiente, especulativo y afortunado; con un temperamento que ninguna decepción podía perturbar, y un cerebro, en medio de reveses, lleno de recursos. Hizo fortuna a mitad de su vida y se estableció cerca de Enfield, donde formó un jardín italiano, entretuvo a sus amigos, jugó al whist ² con sir Horace Mann, que era su gran compañero y que había conocido a su hermano en Venecia como banquero, comió macarrones aderezados por el cónsul veneciano, cantó canzonettas y —a pesar de una esposa que nunca le perdonó su nombre, y un hijo que defraudó todos sus planes y que hasta la última hora de su vida fue un enigma para él— vivió hasta casi los noventa años, para morir en 1817, en pleno disfrute de una existencia prolongada.

    Mi abuelo se retiró de los negocios activos en vísperas de esa gran época financiera a la que se adaptaban bien sus talentos, justo cuando las guerras y los empréstitos de la Revolución estaban a punto de crear esas familias de millonarios en las que, probablemente, él podría haber enrolado a las suyas. Sin embargo, ese no era nuestro destino. Mi abuelo no tenía más que un hijo, y la naturaleza lo había descalificado, desde su cuna, para las demandantes ocupaciones de los hombres.

    Un niño pálido y pensativo, con grandes ojos casta ños oscuros y cabellos sueltos, como los que se pueden contemplar en uno de los retratos anexos a estos volúmenes,³ había crecido bajo este techo de energía y goce mundanos, lo que indicaba incluso en su infancia, por todo el porte de su vida, que era de un orden diferente de aquellos entre quienes vivía. Tímido, susceptible, perdido en la ensoñación, aficionado a la soledad, que no buscaba mejor compañía que un libro; los años habían pasado hasta que llegó a ese triste período de la niñez en que las excentricidades excitan la atención y no inspiran simpatía. En el capítulo sobre la predisposición, en la más deliciosa de sus obras,⁴ mi padre ha extraído de sus propios sentimientos, aunque no reconocidos, verdades inmortales. Entonces comenzó la era de la crítica interna. Su madre, incapaz de profundos afectos y mortificada por su posición social, vivió hasta los ochenta años sin entregarse a una expresión tierna, y no reconoció en su única descendencia un ser calificado para controlar o vencer su inminente destino. Su existencia solo sirvió para engrosar el conjunto de muchos detalles humillantes. No era para ella una fuente de alegría, ni de simpatía, ni de consuelo. Ella previó para su hijo únicamente un futuro de degradación. Con una mente fuerte y clara, sin imaginación, creyó que contemplaba una fatalidad inevitable. El comentario agrio y el despectivo provocaron toda la irritabilidad de la idiosincrasia poética. Después de frenéticas ebulliciones, para las cuales, cuando las cir cunstancias eran analizadas por una mente ordinaria, parecía que no había causa suficiente, mi abuelo siempre intervenía para calmar y promover la paz con lugares comunes y buen humor. Era un hombre que pensaba que la única manera de hacer feliz a la gente era hacerles un regalo. Daba por sentado que un niño apasionado quería un juguete o una guinea. Más tarde, cuando mi padre se escapó de casa, después de algunas andanzas fue traído de regreso. Había sido encontrado tendido en una lápida en el cementerio de Hackney, donde mi abuelo lo abrazó y le dio un pony.

    En este estado de cosas, ser enviado a la escuela en el vecindario fue un hecho más que agradable. Esta estaba a cargo de un escocés, un tal Morison, un buen hombre, que no estaba exento de erudición, y es posible que mi padre hubiera sacado alguna ventaja de este cambio. Pero la escuela estaba demasiado cerca de casa, su madre atormentaba su existencia y nunca se contentaba con que él estuviera fuera de su vista. Su delicada salud fue una excusa para convertirlo, después de un breve intervalo, en un erudito diurno, salvando los muchos días de inasistencia. Por último, el solitario paseo de vuelta a casa a través del parque de Mr. Mellish era peligroso para las sensibilidades que, con demasiada frecuencia, explotaban cuando se encontraban al llegar a la chimenea doméstica con una escena que no armonizaba con el país de las hadas de la ensoñación.

    La crisis llegó cuando, después de meses de inusitada abstracción e irritabilidad, mi padre escribió un poema. Por primera vez, mi abuelo se alarmó seriamente. La pérdida de uno de sus «barcos mercantes», sin tener seguro, no podía haberle llenado de más consternación. Su idea de poeta se formó a partir de uno de los grabados de Hogarth que colgaban en su habitación, en el que un desafortunado vagabundo en una buhardilla escribe una oda a la riqueza, mientras lo acosa una acreedora.⁵ Se requerían medidas decisivas para erradicar este mal y evitar futuras desgracias, por lo que, como parece ser costumbre cuando una persona está en un aprieto, se resolvió que mi padre debía ser enviado al extranjero, donde una nueva escena y un nuevo idioma podrían distraer su mente de la ignominiosa búsqueda que tan fatalmente lo atraía. El desdichado poeta fue entregado como un fardo de mercancías al corresponsal de mi abuelo en Amsterdam, quien tenía instrucciones de colocarlo en algún colegio de renombre en esa ciudad. Aquí pasaron algunos años no sin provecho, aunque su tutor era un gran impostor, muy negligente con sus alumnos, y a la vez incapaz y reacio a guiarlos en estudios severos. Este preceptor era un hombre de letras, aunque un escritor miserable, con una buena biblioteca y un espíritu inflamado con toda la filosofía del siglo XVIII que, entonces (1780-1781), estaba a punto de producir y dar sus frutos largamente madurados. La inteligencia y el carácter de mi padre atrajeron su atención, y más bien le interesaron. Enseñó poco a su pupilo, pues él mismo estaba generalmente ocupado escribiendo malas odas, pero le dio vía libre en su biblioteca, y antes de que su discípulo cumpliera los quince años, había leído las obras de Voltaire y se había sumergido en Bayle. Esto es extraño para un escritor nacido y criado en una idiosincrasia tan esencialmente inglesa; no solo por su dominio de nuestra lengua, sino por su aguda y profunda simpatía por todo lo que concierne a la historia literaria y política de nuestro país en su época más importante.

    A los dieciocho años regresó a Inglaterra como discípulo de Rousseau. Había ejercitado su imaginación durante el viaje idealizando la entrevista con su madre, que iba a desarrollarse por ambas partes con un patetismo sublime. Su padre lo había visitado frecuentemente durante su ausencia. Estaba dispuesto a arrojarse sobre el pecho de su madre, a empapar sus manos con sus lágrimas y a tapar las suyas con sus labios, pero cuando entró, su extraño aspecto, su figura demacrada, sus modales excitados, su larga cabellera y su traje pasado de moda, no hicieron más en ella que llenarla de un sentimiento de tierna aversión. Estalló en una risa burlona y al notar en su hijo sus intolerables vestiduras, le prestó su mejilla a regañadientes, con lo cual Emilio,⁶ por supuesto, se puso heroico, lloró, sollozó y, finalmente, encerrado en su habitación, compuso una apasionada epístola. Mi abuelo, para tranquilizarlo, le habló de la preocupación común, como padres, por su bienestar, y le comunicó su intención, si le parecía bien, de colocarlo en el establecimiento de un gran comerciante en Burdeos. Mi padre respondió que había escrito un poema de considerable extensión, que deseaba publicar, contra el comercio, que era el corruptor del hombre. Al cabo de cuarenta y ocho horas volvió a reinar la confusión en este hogar, y todo debido a la falta de tacto psicológico del dueño de casa y su señora.

    Mi padre, que había perdido la timidez de su infancia, por naturaleza era muy impulsivo y ya no podía ser controlado. Estaba dotado de un grado de volatilidad que solo se ve en el sur de Francia y que nunca lo abandonó, hasta su última hora. Su conducta fue decisiva. Adjuntó su poema al Dr. Johnson con una apasionada exposición de su caso, quejándose, como siempre lo hizo, de que nunca había encontrado un consejero o un amigo literario. Dejó su paquete en Bolt Court, donde fue recibido por Mr. Francis Barber, el conocido criado negro del doctor, y le dijo que volviera a visitarlo en una semana asegurándose de que fuera muy puntual; pero el paquete le fue devuelto sin abrir, con el mensaje de que el ilustre doctor estaba demasiado enfermo para leer cualquier cosa. El infeliz y oscuro aspirante, que recibió este mensaje descorazonador, lo aceptó, en su total abatimiento, como una excusa mecánica. Pero ¡ay! La causa era demasiado verdadera y, pocas semanas después, en aquella cama, junto a la cual vacilaba la voz de Mr. Burke, y el tierno espíritu de Benett Langton estaba siempre vigilante, la gran alma de Johnson abandonó la Tierra.

    Pero el espíritu de confianza en sí mismo, la resolución de luchar contra su destino, el deseo supremo de encontrar algún sabio que lo comprobara, algún guía, filósofo y amigo, era tan fuerte y estaba tan arraigado en mi padre, que observé en una revista, hace unas semanas, una carta original escrita por él, por esta época, al Dr. Vicesimus Knox: estaba llena de sentimientos altisonantes, se leía como un romance de Scudery y suplicaba al docto crítico que lo recibiera en su familia y le diera la ventaja de su sabiduría, su gusto y erudición.

    Con un hogar que debería haber sido feliz, rodeado de algo más que comodidades, con el padre más bondadoso del mundo, un

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