LA PAZ EN SU LABERINTO
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público sobre el proyecto de la "paz total". Más allá de los eslóganes políticos y de la polarización -las más de las veces infundada- lo que se necesita en la presente coyuntura, es poder conversar con argumentos. Evitar los lugares comunes y salirse de la simple y banal confrontación de "cafetería".
"La Paz en su Laberinto" es el título del libro porque la paz en sí misma ha sido esquiva a pesar de los múltiples intentos por lograrla. La historia demuestra que han sido muchos los momentos donde ha estado a portada de mano. Las mezquindades políticas, las coyunturas sociales y económicas, las inquebrantables economías ilegales, la realidad geopolítica y las enormes brechas entre las clases sociales, entre otros factores, han contribuido, en mayor o en menor medida, a que todavía no se encuentre una salida al capítulo más largo y doloroso de la historia de Colombia.
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LA PAZ EN SU LABERINTO - GABRIEL CIFUENTES
CAPÍTULO 1
UNA HISTORIA MARCADA POR LA VIOLENCIA
La historia de Colombia ha estado marcada por la violencia. No es una sola, ni todas tienen las mismas causas. Se disfraza de muchas maneras sin dejar de ser una desafortunada constante en nuestro desarrollo como Nación. Ha permeado todas las esferas sociales, políticas y económicas, contaminando incluso nuestra idiosincrasia. Se ha normalizado tanto que se entiende como un hecho dado, o por lo menos no ajeno a la cotidianeidad. Un fenómeno endémico y persistente.
Si bien cruda y con un saldo mortal alarmante, la violencia nunca implicó, al menos aparentemente, una ruptura o disolución completa de la sociedad y de sus instituciones. David Bushnell, destacado historiador, de manera gráfica tituló su obra: Colombia, una nación a pesar de sí misma. Con ello quería significar que, a pesar del conteo diario de muertos, de la lucha fratricida y la incesante confrontación armada que ha llenado varios de los capítulos de nuestra historia, el país logró mantener una de las democracias más longevas del hemisferio; un aparato productivo que, si bien incipiente, generó riqueza y desarrollo; y una institucionalidad relativamente sólida.
Lo anterior, representa una paradoja que solo se puede explicar a través de dos teorías que no son completamente excluyentes la una de la otra. La primera, es que la violencia nunca llegó a un nivel tan crítico como para invitar a refundar las estructuras políticas, sociales y económicas que cimentan el país. La segunda, es que la violencia misma ha hecho parte de la vida corriente y se ha incorporado a la narrativa nacional de todos los días. Más que una variable en un momento determinado, se constituyó como un fenómeno persistente con el que se aprendió a convivir y frente al cual sobrevinieron profundos procesos de adaptación.
No es exagerado pensar que la violencia haya sido normalizada o que se haya perdido el humano escozor a la desdicha que produce. En últimas, desde antes de los albores republicanos, en nuestra tierra no era un fenómeno del todo extraño. Lo resume de forma precisa Jorge Orlando Melo en su ensayo Colombia: las razones de la guerra (2021) cuando habla, a grandes rasgos, de tres etapas de la violencia. La primera, referente a la ejercida contra las comunidades indígenas durante la colonia. La segunda, producto de la gesta independentista y el posterior acomodamiento de fuerzas durante las primeras décadas de la naciente república. Y la última, la del siglo XX, característica de las luchas partidistas y luego por la insurgencia, que se explica en la supuesta búsqueda de una sociedad justa
.
De lo anterior no se puede deducir que se deba aceptar la violencia. El esfuerzo por identificar sus orígenes dista mucho de justificarla. Lejos de un relato apologético, urge en primera instancia reconocer las causas estructurales que permitieron su evolución en cada periodo. Al hacerlo, quizás, se podrá llegar a la conclusión de que Colombia no está condenada a un futuro definido por la guerra y el conflicto. La violencia no es un requisito indispensable ni inexorable de nuestra identidad nacional. Superarla, en gran medida, es una decisión de carácter político que exige una revisión a fondo de sus orígenes y de sus actores.
Aprender a convivir en medio de un conflicto no es una virtud, es justamente el error que se debe corregir. Que se haya logrado un cierto grado de desarrollo económico y social, o que se hayan mantenido prácticamente incólumes las estructuras políticas y democráticas, no equivale a subestimar el altísimo costo que encarna y la imperiosa obligación moral de sentar las bases definitivas de una paz estable y duradera.
Más aún, cuando se reconoce que Colombia ha podido avanzar a pesar de coexistir con múltiples tipos de violencia y que ha logrado un cierto grado de prosperidad económica y social, inevitablemente se invisibiliza y se pone de lado el precio que han tenido que pagar millones de víctimas. Se omite que, si bien se mantuvo el modelo democrático, fueron muchos quienes resultaron excluidos de cualquier escenario de participación política; que, a pesar del florecimiento de ciertas industrias, los mayores favorecidos representaban una minoría privilegiada. Por lo general, una minoría urbana o pequeños grupos de interés rurales que se beneficiaron de la herencia colonial de opresión a las comunidades campesinas y marginadas, al tiempo que aumentaba de manera desproporcionada la desigualdad y la inequidad.
Minimizar o simplificar el fenómeno de la violencia en nuestro país sería un craso error. Con ello, se desconocerían las deudas aún pendientes y cuyo pago podría enderezar la búsqueda de la paz y ayudar a encontrarle una salida al laberinto que infructuosamente se ha recorrido durante más de 200 años de vida republicana. Pero la anémica paz no es esquiva únicamente por asumir la violencia como una inevitable costumbre. También se debe al desconocimiento frente a su historia, origen y evolución.
Es por eso que, en esta sección, sin pretender hacer una reconstrucción histórica de la violencia en Colombia, se busca comprender las complejidades que esta implica. En especial, el último capítulo de una guerra que ya acumula seis décadas. Escudriñar cómo nace la insurgencia, sus actores y los factores que han imposibilitado —incluso a pesar de las inmensas transformaciones sociales y económicas que pese a todo se han logrado— la materialización de la paz. Un análisis particular merece la que es, tal vez, la variable de mayor riesgo y que ha contribuido a la contemporánea desnaturalización del conflicto y a la metamorfosis de sus actores: el narcotráfico.
Un breve paréntesis. En algunos apartes el lector podrá sentir que se hace uso de conceptos abstractos o teóricos. En otros, se tendrán referencias más anecdóticas o incluso reportes tan valiosos como los de la Comisión de la Verdad. El análisis que se propone a continuación, valga la claridad, no es un ensayo de carácter académico ni mucho menos un texto historiográfico. Es la síntesis de las más diversas fuentes y de la interpretación de la actual coyuntura a partir de múltiples lentes.
La violencia insurgente no nace de la nada. No surge en el vacío y como toda confrontación armada tiene un origen, unas causas, unos antecedentes y un contexto particular. De eso se ocupará la primera sección de este aparte. En este capítulo también se revisará la naturaleza y evolución de los actores del conflicto y el impacto de las economías ilícitas en su operación y propósito. Finalmente, se abordará un hito histórico en la historia de la violencia y es el que corresponde a la adopción de la Constitución de 1991, texto que encarna la verdadera revolución de la paz y en donde descansa, en últimas, la respuesta para transitar el camino hacia la anhelada reconciliación nacional.
Sin embargo, antes será necesario dar unos pasos atrás; retomar lo que se señaló iniciando estas páginas y recordar que la violencia, desafortunadamente, ha sido una constante en nuestra historia. Y si bien, tal y como lo sugiere Melo, no ha sido la misma, probablemente ha crecido del mismo tallo, uno mutante y evolutivo, que les ha dado vida a múltiples conflictos.
Los primeros días como nación —si contamos el grito de independencia de 1810 como el punto de partida— fueron testigos de cómo los mismos criollos, abanderando diferentes causas (federalismo/centralismo, realistas/republicanos, esclavismo/abolicionismo), se enfrentaron a muerte. Abrieron así el absurdo espacio para la reconquista de Murillo, y con ella, una década más de sangre y fuego.
Incluso después de la Batalla del Puente de Boyacá en 1819 y el nacimiento de la república, las confrontaciones motivadas por diferencias políticas e ideológicas continuaron. Esto de la mano de los generales independentistas, de las élites regionales y entre los abanderados del legado bolivariano y santanderista. Un enfrentamiento de élites intelectuales y militares que usaron a la población civil como su principal insumo de guerra.
Tal vez, esa lucha entre "benthamianos" laicos santanderistas y religiosos conservadores bolivarianos, anticipó de manera sensible el capítulo de la violencia del siglo XX. Es justamente allí donde germinó el choque posterior entre liberales y conservadores que desataría múltiples conflictos, generaría una fractura que duraría más de un siglo y le costaría a Colombia cientos de miles de muertos. Eso sin mencionar que, de las guerrillas de autodefensa liberales perseguidas por los diferentes gobiernos conservadores nacería —aunque con una causa y propósito distinto a la lucha de la primera mitad del siglo— la insurgencia