Más allá de la carne
Por Cristina Buhigas
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Las diversas historias personales se entrelazan. Blanca asiste a los acontecimientos de la primera mitad del siglo XX y avanza, junto con su nieta Inma, hasta los años 70 y 80. Alba ya nace en el XXI, la cría su abuela y las dos comparten los enormes cambios de un mundo nuevo y a veces hostil.
La casa que las tres generaciones van habitando en la colonia madrileña Fuente del Berro es una referencia para ellas y los hombres que comparten sus afectos a través de los años. Allí se oculta un secreto familiar que planea sobre toda la narración y, cuando se descubre, se revela como la clave del auténtico nexo sentimental entre las protagonistas.
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Más allá de la carne - Cristina Buhigas
Cubierta y diseño editorial: Éride, Diseño Gráfico
Más allá de la carne
© Cristina Buhigas
© Éride ediciones, 2023
Edición eBook, junio 2024
Éride ediciones
Espronceda, 5
28003 Madrid
ISBN: 978-84-10051-44-7
eBook producido por Vintalis
Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra sólo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.
Cristina Buhigas...
...abandonó el periodismo económico para dar una nueva dimensión a la literatura erótica, utilizando tramas realistas y personajes con los que cualquiera puede identificarse. «El sexo es una parte esencial de la vida, expresión de los sentimientos e instrumento de realización personal, por eso no debe ocultarse como algo prohibido o inadecuado y no debe expulsarse de la literatura», afirma. Sus protagonistas son mujeres libres que se han convertido en modelos para sus lectoras, con quienes mantiene un contacto fluido en las redes sociales. En Más allá de la carne, su sexta novela, la autora (nacida en Vilagarcía de Arousa) profundiza en las diversas formas de sentir femeninas. Sus anteriores obras son: Geometría de la pasión, Un año para despertar, Donde reside el poder, Prometo serte infiel y Desde la piel, escrita en colaboración.
Cristina Buhigas«Yo tenía el privilegio de vivir desde el inicio, constantemente, con plena conciencia,
lo que siempre acaba por descubrirse con asombro
y perplejidad: el hombre al que se ama es un extraño».
Annie Ernaux
Pura Pasión
Blanca, 1919
Hoy comienzo a escribir con la voluntad de dejar constancia de mi vida para no olvidar ninguno de los hechos importantes que me vayan sucediendo. Considero que a los 19 años ya soy una mujer, aunque joven y sin experiencia, y que de ahora en adelante ocurrirán cosas fundamentales para que acabe teniendo un marido e hijos, es decir, una familia que cuidar. Hasta ahora mi existencia ha transcurrido plácidamente como corresponde a una de las siete hijas de una familia acomodada. Soy la menor de mis hermanas y, como todas ellas, me he criado entre mimos y regalos. Nuestra madre siempre ha actuado como si fuera una niña más y mi padre la ha tratado aceptando que lo es, incluso la llama «chiquitina». Sin embargo papá nos ha impuesto bastante disciplina, desde recoger nuestros cuartos a bañarnos cada dos días —algo que extraña a las criadas y a nuestras amigas— y hacer una tabla de ejercicio a diario en una habitación en la que ha instalado cuerdas, espalderas para trepar y hasta un trapecio. Nuestras amigas tampoco entienden lo del gimnasio. Una de ellas me dijo en el colegio que, según su padre, el mío es «uno de esos diabólicos krausistas». Como no entendí este calificativo se lo pregunté a papá. Él se rio y respondió: «No soy diabólico, sino promotor de una sociedad moderna, racional e higiénica», con lo que tampoco comprendí mucho más.
Mis seis hermanas y yo hemos ido al colegio de San Luis de los Franceses, allí aprendimos francés perfectamente porque todas las clases se imparten en ese idioma excepto la de lengua española.
Habitualmente utilizamos el francés entre nosotras y con mamá, quien realmente habla mejor francés que español porque se crio en Francia. El abuelo era diplomático y se casó con una francesa, de la zona de Alsacia, casi en Alemania, aunque siempre vivió en París. Mi madre es rubia, con los ojos azules y muy menuda, parece ser que la abuela también era así, y la mitad de sus hijas hemos salido a ellas. La otra mitad, en realidad la mayoría porque son cuatro, son castañas de ojos marrones como nuestro padre.
Me gusta escribir, también leer, no solo novelas, y estudiar. La historia y la biología son mis asignaturas favoritas. Soy la única de las hermanas Pérez Artigas que ha estudiado bachillerato en el colegio, las demás han recibido instrucción para señoritas, es decir: cultura general, bordar, tocar el piano y cuentas para poder llevar la casa cuando se casen. Yo le pedí respetuosamente a papá estudiar bachillerato y respondió que le parecía bien porque así tendría más conocimientos y podría conversar con mi marido o con sus invitados desempeñando un buen papel. Cuando acabé el primer curso, sacando muy buenas notas, teníamos que ir a examinarnos al instituto, yo estaba deseando hacerlo para demostrar todo lo que sabía ante el tribunal, pero la mère Laurent me dijo compungida que mi padre no había dado permiso para que yo asistiera a los exámenes. Esa misma noche, antes de cenar, le pregunté por qué no me dejaba examinarme, argumentando que yo quería tener el título de bachillerato como mis compañeras. Me cogió por la barbilla con cariño y negó con la cabeza. «Blanca, eres la más inteligente de mis hijas y estoy orgulloso de ti, pero no vas a necesitar ese título para nada y me parece impropio de una señorita mezclarse en el instituto con jóvenes que pueden calificarte de lo que no eres. Con lo que estás estudiando te basta y te sobra para educar a tus hijos y administrar la fortuna que compartas con tu marido», me dijo.
Todos los cursos, hasta que terminé el colegio hace dos años, le pedí que me dejara examinarme y me lo negó reiteradamente. Le quiero mucho, pero esta decisión no puedo perdonársela. Reconozco que él puede saber más que yo de como deben ser las cosas, pero si en mi curso han terminado el bachillerato doce alumnas y una de ellas va a ir a la universidad, ¿por qué yo no puedo hacerlo? Insistí tanto esa última vez que zanjó la conversación alterado. «¿No te irás a convertir en una salvaje como esas sufragistas inglesas?», me preguntó sin esperar respuesta y se metió en su despacho.
En estos dos años podría haber hecho ya dos cursos de Medicina. Me habría gustado ser médico, curar a las personas, especialmente a los niños, pero ya sé que esa ilusión no podré cumplirla nunca porque no soy un hombre y mi padre nunca dará el permiso preceptivo. Dentro de lo que cabe he tenido suerte porque estoy estudiando de forma parecida a como hice el bachillerato, aunque sin ir a clase. Gloria, una de mis hermanas mayores, está comprometida con Fernando, que ya es médico, le conté mi interés y me ha prestado muchos de sus libros. He estudiado anatomía, patología, fisiología, enfermedades infecciosas, farmacología. Ya sé que mis conocimientos no están completos y que no los he practicado, pero he aprendido mucho, especialmente sobre como es el cuerpo humano. Ha sido muy interesante y revelador saber como funciona la anatomía de las mujeres, la gestación y el parto. He intentado contar todo esto a mis hermanas y a nuestras amigas, pero la mayoría no quiere ni oír hablar de ello, dicen que les da miedo. A mí también me asusta pensar en el dolor y el riesgo de morir que conlleva el dar a luz, pero prefiero saber a qué me enfrento en cada circunstancia, no ir siempre como un burro con orejeras. A veces pienso que muchas mujeres fingen ser niñas, como hace mi madre, porque intentan olvidar que siempre hay un hombre que decide sobre ellas. Quizá sea mejor vivir así que enfadarse, como me ocurre a mí por no poder estudiar en la universidad.
Este verano, como todos desde que tengo uso de razón, la familia se ha trasladado a Suances porque mi padre considera que respirar el aire del mar es bueno para la salud. También nos ha acostumbrado desde niñas a los baños. Algunas de mis hermanas entran y salen del agua rápidamente porque está fría y les da miedo meterse hacia lo más profundo, pero Elena y yo hasta hemos aprendido a nadar. Papá nos ha enseñado. Yo me siento feliz entre las olas, a veces me tumbo y dejo que me mezan como si estuviera durmiendo en una hamaca. Un día mi padre vino a rescatarme porque yo no me había dado cuenta y la resaca me estaba llevando hacia dentro. Nos costó bastante salir y, cuando ya estábamos en la arena, me regañó enfurecido. «¡Has estado a punto de ahogarte! ¡Mira el disgusto que le has dado a tu madre!», me recriminó. Mamá estaba llorando desconsolada al borde del síncope y todo el mundo se dedicó a atenderla sin ni tan siquiera darme una toalla. Me fui sola a la caseta a ponerme ropa seca y desde ese día tuve mucho más cuidado.
En Suances pasamos más de tres meses. Nos trasladamos con un montón de baúles, maletas, sombrereras y cestas con comida, una para alimentarnos durante el viaje en tren y otras con lo necesario para la despensa durante los días en que nos instalamos. Entre todos nosotros y el servicio, llenamos casi un vagón. Otras familias veraneantes van en primera y las criadas en tercera; pero mi padre nos lleva a todos juntos en segunda. Debe ser otra de sus originales decisiones diabólicas, que diría el padre de mi compañera de colegio. Él afirma que lo hace porque así es más fácil que mi madre esté atendida durante el largo trayecto. Siempre estamos en la misma casa, un hotelito alquilado cercano a la playa, que se convierte en nuestro hogar durante el verano y que a mí me gusta mucho más que el piso de Madrid, en la calle Infantas, donde tenemos que soportar las interminables obras de construcción de la Gran Vía.
No solo me gustan la playa y el mar, también pasear por el campo. Por las tardes, si no llueve, algo que aquí sucede muy frecuentemente, salimos después de tomar el té, cuando ya hace menos calor. Las pequeñas a andar por los prados y ver animales y plantas, las mayores a recorrer arriba y abajo incontables veces el paseo junto a la playa. Cada año alguna de las pequeñas se ha ido pasando al grupo de las mayores.
Yo siempre me he resistido porque me gusta hacer barbaridades, que es como llama mi madre a saltar vallas, correr delante de las vacas, subirme a los árboles o escalar piedras.
Este año creo que no voy a poder salvarme porque solo Elena, la cuarta de las siete, me quiere acompañar de vez en cuando al monte, así que acabaré aburrida, sin quitarme el sombrero, saludando cientos de veces a las mismas personas al cruzarnos. Cuando he insistido en pasear por el monte, mamá me ha dicho que no puedo ir sola. Para eso ya tenía solución, me acompañaría Gertrudis, la nueva criada que ayuda a la cocinera, una chica muy joven a quien también le gusta correr por el campo; pero la negativa fue tajante: «¿Te crees que me fío de un par de locas? ¿Quién cuidaría a quién?». Además, mi madre añadió un larguísimo sermón explicándome que a los diecinueve años ya debía dedicarme al «trabajo necesario»
para encontrar un buen marido y que muchos jóvenes de buenas familias hacían el paseo en busca de jovencitas casaderas. «Blanca, solo Gloria y Genoveva están colocadas, ¡faltáis cinco! Espero que precisamente tú, que eres la más guapa, no te quedes soltera».
Inma, 1973
¡Acabo de recoger la última papeleta! ¡Aprobado el Romano! ¡He pasado primero entero, a pesar del miedo que tenía con Historia del Derecho! Ahora a disfrutar de las vacaciones porque el próximo curso es más fuerte. Dicen que es donde se empieza la carrera de verdad. He conseguido convencer a mi padre, que me ha hecho una autorización para viajar sola, y me voy con mi amiga Ana a Ibiza. Estoy ilusionadísima porque es la primera vez que voy a tener unas vacaciones sin mis padres. Además a un sitio lleno de gente joven, con muchos extranjeros, hippies, algo muy distinto de lo que me rodea en Madrid. En la facultad hay de todo, militantes del PC, los de Ruiz Giménez etc.; pero la mayoría son niños de papá, que quieren hacer oposiciones a notarías o heredar el bufete familiar. Yo he hechos amigos enfrente, en Filosofía y Letras, es otro mundo. Hasta nos distinguimos por la forma de vestir en el autobús, yo sé desde que me monto donde se va a bajar cada uno. Los de Ciencias, Medicina o Farmacia, ellos con chaquetas de mezclilla, ellas con faldas plisadas. Las chicas de Biológicas son una excepción, van mucho más monas. En las ingenierías solo hay chicos, todos muy circunspectos, con zapatos y maletines caros. Así son también los de Derecho, aunque aquí hay más corbatas y las chicas van, bueno vamos, muy arregladitas y conjuntadas. Lo de Filosofía es muy diferente, está lleno de gente en vaqueros, con jerséis de lana gruesa y bandoleras, ellos y ellas. Ana es de allí, está en Comunes, los dos primeros cursos, y después va a estudiar Historia. De alguna forma la envidio, pero como soy una persona práctica, me he inclinado por el derecho, me parece que tiene más salidas profesionales, incluso oposiciones, quizá decida presentarme a juez.
Ana y yo somos amigas desde pequeñas. Fuimos juntas al colegio Estudio, un lugar donde aprendí a ser una mujer libre y decidida a ir a la universidad y trabajar para ser independiente, no como mi madre y todas las señoras de su edad. También conozco muchas chicas que tienen como principal objetivo en la vida casarse, tener hijos y ser amas de casa. Las hay hasta en la facultad. El otro día me dijo una al recoger una papeleta que le daba igual suspender porque estaba en Derecho solo para encontrar novio y que dejaría la carrera al casarse. No le importaba terminarla o no. La verdad es que agradezco a mi padre que me metiera en el Estudio, en contra de mi madre que quería llevarme al Sagrado Corazón, el de monjas donde ella estudió. No sé para qué, porque no sabe nada de nada, se pasa la vida de cotilleo con sus amigas, de compras, en la peluquería o jugando a las cartas. Nada que ver con la abuela Blanca, la madre de papá. Ella insistió para que fuera al Estudio en contra de mi madre. «Las monjas nunca han servido para nada bueno. ¿Cómo van a enseñar a unas niñas a desenvolverse en la vida si ellas están encerradas?», argumentó y su hijo le dio la razón.
La verdad es que Lita (de abuelita), como ha acabado llamándola toda la familia desde que yo empecé a usar este nombre, ha sido la persona más importante en mi educación. Con ella he aprendido a analizar el comportamiento de las personas, las verdaderas razones por las que hacen o dicen algo. «Cuando alguien hace daño a otro suele ser para defenderse. Tienen miedo de que vuelva a sucederles cualquier cosa mala de cuando eran niños», dice y he comprobado que tiene razón en muchas ocasiones. Me ha contado infinidad de cosas de su vida y casi siempre concluye con la misma frase: «La mujer más egoísta es menos egoísta que el hombre menos egoísta». Parece un juego de palabras, pero es el resumen de su forma de pensar. De momento no puedo darle la razón, no he conocido profundamente a ningún hombre salvo a mi padre y, sinceramente, estoy convencida de que mamá es mucho más egoísta que él.
Gracias a Lita y a la enorme biblioteca que forra casi todo el piso de abajo en su casa de Fuente del Berro, he leído un porrón de novelas y de otras cosas, algunas de las que todavía está prohibido editar en España, de tiempos de la República. De pequeña fui llevándome cada semana libros de Julio Verne o las historias de Guillermo, de Richmal Crompton, con los primeros conocía lugares lejanos o soñaba con inventos futuros, con los segundos me partía de risa. Todavía algunos viernes, que suelo ir a tomar el té con ella, cojo alguno de la estantería y, aunque me los conozco casi de memoria, vuelvo a estallar en carcajadas. Después he ido leyendo otras cosas, desde mitología clásica a historia, desde anatomía a derecho; también tiene encuadernada una colección de Blanco y Negro de los años veinte, que solo me interesa para ver cómo era la moda en aquella época.
He dicho que no conozco a ningún hombre profundamente y es verdad, pero eso no significa que no me trate con chicos, al contrario. A los doce o trece años se me empezaron a acercar algunos mayores que yo, hasta con más de veinte. Ahora, además de los compañeros de estudios o amigos de mis primos, hay hombres de más de treinta años que me persiguen por la calle, eso me da miedo, especialmente cuando me miran intensamente o se acercan a decirme burradas susurrándome al oído. Pero me resulta peor encontrarme con la mirada de algunos amigos de mi padre, señores ante los que no puedo escabullirme o insultarlos, sino todo lo contrario, debo aceptar su actitud babosa y sus frases de alabanza que me dan asco. «¡Hay que ver como se ha puesto la niña!», le dicen a papá, a quien parece que no le importa ver que me ruborizo y hasta me anima a servirles una copa, un momento especialmente desagradable porque a veces me tocan un brazo o hasta me pellizcan la mejilla. Hay profesores en la facultad igual de repugnantes, pero me resulta más fácil mantener las distancias. Todavía no me ha sucedido lo que comentan otras alumnas, tener que aguantar tocamientos en sus despachos cuando han ido a revisar algún examen; por suerte siempre he sacado buenas notas.
Con los chicos de mi edad las cosas son diferentes, ocurre algo curioso, distinto a lo que me cuentan las demás: en cuanto hablo dos veces con uno, me convierto en su amiga, en su compañera de estudios o su confidente. Esto pasa desde los primeros guateques a los que fui con catorce o quince años, mientras Ana y Macarena, mi otra amiga íntima, bailaban defendiéndose del espachurramiento a que las sometían los chicos, yo siempre acababa charlando durante horas con uno de los asuntos más diversos, de música, de libros o de lo que queríamos hacer en el futuro. Ahora, tengo un grupo bastante grande de compañeros de la facultad en donde solo estamos un par de chicas y alguna otra se suma de vez en cuando, pero desde luego ninguno de los chicos me quiere para nada que no sea hablar de política o compartir apuntes.
Algo parecido me pasa con los de Filosofía. Ana ha tenido un novio este año, le ha dado tiempo incluso a acostarse con él, a dejarlo y a acabar el curso tonteando con otros. Mientras yo, nada de nada, me miran como a uno de ellos, intercambiamos libros o me piden que les presente a alguna compañera atractiva. No hay ninguno ni en mi facultad ni en la de enfrente que me guste mucho, pero hay algunos con los que no me importaría probar a ver cómo son sus besos, porque de momento mi única experiencia es el que me dio Miguel Márquez en la fiesta de cuando cumplí los quince años. En aquel entonces Macarena, Ana y yo salíamos con la pandilla de amigos de mi primo Juan, hijo de una hermana de mi madre, que tiene dos años más que yo. Ellos organizaban guateques en sus casas y nos pedían que lleváramos amigas. Cuando iba a cumplir los quince quise hacer uno para celebrarlo. Mis padres se negaron a ceder el piso familiar de Jorge Juan. «Me lo vais a destrozar», auguró mamá, que tiene todo lleno de cajitas y porcelanas. Acudí a pedir auxilio a Lita para que la convenciera, pero ella, como siempre, me ofreció algo mejor. «Puedes hacerlo en el chalet, en el piso de abajo, apartamos algunos muebles y ya está.
Eso sí, tenéis que traer el tocadiscos porque ya sabes que yo solo tengo el gramófono antiguo», dijo, añadiendo con cierta picardía: «Yo me quedaré en el gabinete de arriba. Prometo no bajar».
Miguel me gustaba, era el único de los amigos de Juan que no parecía un crío y que no balbuceaba al dirigirse a mí. Era ya un hombre, al menos ese era su aspecto. Con diecisiete años debía medir más de metro ochenta, tenía los hombros anchos y fuertes y un vello negro y contundente en los antebrazos que también se escapaba por la abertura del niqui. Lo mejor era su cara, de mandíbula cuadrada, nariz recta y pómulos bien dibujados bajo unos ojos negros de pestañas largas y rizadas. Tenía la barba cerrada y un pelo ensortijado que no se cortaba muy frecuentemente. Su relación conmigo era para mis deseos demasiado amistosa, me gastaba bromas y me animaba a ser su cómplice en las fechorías que perpetraba contra los demás. En ninguna de las reuniones bailaba conmigo, pero me hacía comentarios graciosos mientras giraba con otra cualquiera entre los brazos.
De muy pequeña, creo que no tendría ni ocho años, descubrí que en mi cuerpo, entre las piernas, había un lugar que, si me lo tocaba, me daba un placer enorme al tiempo que se me aceleraba el corazón.
No lo hablé con nadie, intuí que era algo privado, que probablemente solo me ocurría a mí y lo disfrutaba siempre que podía, generalmente de noche, cuando me metía en la cama y sabía que nadie vendría a molestarme. A los doce años, lo comenté un poco asustada con Ana y se rio de mí, respondiendo que eso le pasaba a todo el mundo, incluso sabía cómo se llamaba, masturbación. Me pareció un nombre feo y demasiado largo para nombrar a algo tan dulce, pero me alegré de no ser la única mujer del mundo a quien le pasara aquello. Cuando estaba cerca de los quince