Prisionero del Rock and Roll
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Prisionero del Rock and Roll - Francisco López Sacha
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Edición: Alfredo Prieto
Diseño de cubierta: Elisa Vera Grillo
Diseño interior y diagramación: Onelia Silva Martínez
Conversión a ebook: Alejandro Villar
© Francisco López Sacha, 2016
© Sobre la presente edición:
Ediciones UNIÓN, 2024
Ediciones ICAIC, 2024
ISBN: 9789593083737
ISBN: 9789593043946
2 Ediciones UNIÓN
Unión de Escritores y Artistas de Cuba
17 no. 354 e/ G y H, El Vedado, La Habana
E-mail: [email protected]
Logo_Ediciones_ICAIC_transparente Instituto Cubano del Arte e Industria Cinematográficos
Ediciones ICAIC
Calle 23 no. 1155 e/ 10 y 12, El Vedado, La Habana, Cuba
E-mail: [email protected]
Logo_Ediciones_ICAIC_transparenteÍndice de contenido
Introducción
UNO Los eternos rivales
DOS Descubrimiento del sonido espacial
TRES La trágica soledad de John Lennon
CUATRO La revolución del Sgt. Pepper’s Lonely Hearts Club Band
CINCO Una inocente disputa entre Paul Anka y Paul McCartney
SEIS El dulce pájaro de la juventud
SIETE La famme plus belle
OCHO El anillo mágico del tiempo
NUEVE En todos los universos posibles
DIEZ Un paréntesis de música francesa
ONCE Una pieza emblemática de Los Rolling Stones
DOCE Elvis Presley y Benny Moré: el viaje del son al rock
TRECE El sonido afluyente del rock alternativo
CATORCE Imágenes de un dios
QUINCE Crónica de un huracán
DIECISÉIS Aprender a escuchar
DIECISIETE Retrato del artista adolescente
DIECIOCHO La Invasión Británica: viaje iniciático de la ingenuidad a la psicodelia
DIECINUEVE El largo y tortuoso camino de Los Beatles (I)
VEINTE El largo y tortuoso camino de Los Beatles (II)
VEINTIUNO El largo y tortuoso camino de Los Beatles (III)
VEINTIDÓS El largo y tortuoso camino en el fin de una época
VEINTITRÉS El mejor álbum de Los Rolling Stones
VEINTICUATRO Bob Dylan en el prisma de una cultura
VEINTICINCO Los Beatles: una vanguardia dentro de la vanguardia
VEINTISÉIS Elton John: la seducción del piano
VEINTISIETE Los caminos secretos del rock cubano
VEINTIOCHO Historia musical del rock and roll
VEINTINUEVE The End
TREINTA Voy a escribir la eternidad
Gratitudes
Los sueños de la juventud se cumplen en la vejez.
Goethe
A mis amigos amantes del rock, Julio César Imperatori,
Narciso Fernández, Tony Vázquez Gallo,
Guillermo Castro Herrera, Hugo Vergara, René Muiños,
Rodolfo Rubio, José Luis de la Tejera, Marcio Estrada,
Guillermo Rodríguez, Yoss, Ernesto Juan Castellanos,
Luis Manuel Molina, Guille Vilar y Abel Prieto Jiménez.
A la memoria de Danilo Orozco, Armando Ilisástegui
y Alberto Hernández Cañero.
Introducción
A los dieciocho años, después de escuchar toda la historia del rock, desde Chuck Berry y Little Richard hasta Los Beatles y Los Who, comprendí que mi mayor deseo era escribirla. Entonces no tenía herramientas para hacerlo, ni suficiente soltura en las manos, pero ya sospechaba que el rock en su variante beat iba a ser una música tan imperecedera como las sinfonías de Mozart y Beethoven, que había escuchado precisamente durante aquel fabuloso verano de 1968 en mi pueblo natal, Manzanillo, en la casa de Augusto Comas, en un RCA Víctor alta fidelidad que había sobrevivido casi intacto al bloqueo, con su aguja de diamante y todo. Gracias a mi amigo, comprendí la sonoridad de una orquesta sinfónica y el papel que tenía en ella el director. No era lo mismo Bruno Walter que Hebert von Karajan. Y eso se captaba en el sonido, en el espíritu, más allá de la simple melodía. En ese verano, la música de Beethoven invadió mi cabeza y me produjo un mareo que aún recuerdo con devoción. A los dieciocho años empezaba a gustar de la asimetría de Bob Dylan y Los Rolling Stones, empezaba a entender que la verdadera música podía ser mucho más compleja que las tonadas de Paul Anka y Neil Sedaka que todavía me empecinaba en tararear.
Ese 1968, cuando la década llegó a su cumbre, fue un año decisivo en mi formación musical. No solo asimilé a Ravel, Mahler y Debussy, sino que me reconcilié con Benny Moré y la Orquesta Aragón gracias a la polémica a favor o en contra de la llamada música moderna, donde pude constatar algunos valores de nuestra cultura que aún desconocía. Un año después escuché a Santana y más tarde leí el brillante artículo de Leo Brouwer aparecido en Cine Cubano a propósito de la influencia del chachachá y el montuno en los grupos rockeros. De atrás hacia delante empecé a modificar el rompecabezas y a escuchar con placer a Miguelito Cuní, la Sonora Matancera y el Trío Matamoros. Entonces comprendí lo que más tarde me inculcó mi primer maestro, el poeta y trovador Guillermo Rodríguez Rivera, ante una audición comentada del Sgt. Pepper’s, que el rock, ese milagro, era resultado de una mezcla certera entre el guajiro y el negro en la cultura popular norteamericana.
Solo así estuve en condiciones de emprender esta tarea. Es cierto que demoré mucho —diez libros publicados y miles de páginas lanzadas hacia atrás—, pero valió la pena. Después de tantas vueltas en el estilo, y de colocar al rock como sustrato visible e invisible de mis narraciones, me encuentro en ese punto climático que me permite historiar a mi manera esa larga tradición popular que acaba de cumplir sesenta años.
Al principio fueron los balbuceos iniciales, ese tránsito anfibio del rhythm and blues, el rockabilly, el boggie, el swing y la balada. Al comienzo fue esa cosa de negros, ese sonido al parecer diabólico rechazado por los blancos racistas, ese sonido áspero e hiriente que sin embargo provenía del gospel, del banjo campesino, del jazz, de las descargas, del piano de Fats Domino, la ronquera de Muddy Waters, la guitarra de Les Paul.
Después vino la furia. Bill Haley y sus Cometas, extraño conjunto de músicos blancos encabezados por un rockero en pantalón con pliegues, mocasines de dos tonos y mota de caracol. Extraño y solitario conjunto, en verdad, una banda de swing y boggie boggie con metales y guitarra eléctrica, una especie de ornitorrinco musical. Entonces nació un sonido que iba a tener muchas réplicas, un sonido sin nombre, arcaico y novedoso al mismo tiempo, sonido anónimo, sin duda alguna, calificado como rock and roll por un disc jockey neoyorquino. Y la furia, la furia concertada, se llamó Rock Around The Clock, el primer emblema de la nueva música: síncopa reiterada, estridencia en las voces, insistencia en el punteo de la guitarra prima y aun en los instrumentos tomados del son, el jazz, y las orquestas de fanfarria, y como herencia de todos los bailes, el raro balanceo, las vueltas hacia arriba y hacia abajo de la muchacha, el tirón hacia acá y hacia allá en un compás de dos por cuatro irresistible.
Por fin entramos a la nueva galaxia, al estallido múltiple y a la llegada de los nuevos dioses. Carl Perkins, Little Richard, Chuck Berry y Elvis Presley. Una verdadera constelación de astros que vienen del fondo, de esa radiación y esa masa increada hasta formar el perfil de otro universo, un cuerpo estelar que aparece de pronto con una percusión cada vez más intensa, con voces desgarradas y atonales, con guitarras concertadas hasta la polirritmia, o con saxos, con un piano totalmente obediente a esos arpegios bruscos, a esas dos notas que saltan y regresan. Por fin, los nuevos ídolos, con el micrófono pegado a los labios, todavía algo melosos a la manera crooner, pero ya el aire auténtico, el lamento y la ira del negro de ciudad, del ghetto, el hacinamiento y la miseria, del blanco pobre, rural y solitario, el camionero, el buscavidas, el desclasado, en la ansiedad del dinero y la noche. Se acaba la uniformidad de ese mundo de las factorías, de esas casas para pobres en Liverpool, de esa hilera de grandes chimeneas, símbolos de la esclavitud y la opulencia.
De improviso el rock and roll se adueñó del imaginario juvenil, de esa masa irredenta en los talleres y aun de los tímidos muchachos de high school. El rock and roll nacía como emblema de la necesidad y la rabia de vivir, y se oponía a las voces pastosas y persuasivas, a los metales ordenados, simétricos, de las viejas jazzbands, a los sacos blancos y las pecheras y los lazos negros de pajarita. El rock se vestía de obrero, con los blue jeans manchados de grasa, las chamarretas oscuras, de tela o de piel, los mocasines penny lovers y los tenis U. S. Keed de patear el asfalto, y el pelo con gomina o brillantina líquida, la mota un poquito deshecha, caída sobre la frente. Así era, así fue durante su largo dominio sobre el mundo. Las muchachas con ballerinas oscuras y pony tails. Los muchachos todavía frente al espejo enmarcado para ver caer el pelo en un discreto remolino, con un pulóver ajustado o una camisa McGregor, un cinturón de cuero, ancho, y un pantalón estrecho, de teca o de mezclilla.
Y de pronto, cambiar. Tirarse el pelo hacia delante y dejárselo crecer atrás, quizás como algunas muchachas influidas por Juliette Gréco y la moda existencialista, pero más varonil, por las patillas, en medio de la risa o el escarnio, y para nosotros, en Cuba, la prohibición. Y empezar a sentir la música en dúos, en tríos, en aquellos acoples vocales tendientes al agudo, con una avalancha de guitarras primas y un redoble implacable, casi asordinado, metido muy dentro de la melodía, a lo Dave Clark Five, o una batería dura, compacta, con un sonido limpio de baquetas y platillos, a la manera de Los Beatles.
En menos de siete años, de 1954 a 1961, el rock fue otra cosa. Se convirtió en la Nueva Música Clásica, como lo definió el narrador mexicano José Agustín. Y ahí dimos el salto. De pronto escuchábamos a Los Beatles con la boca abierta, por aquel sonido inconcebible, que era rock, pero no rock and roll, que era melódico, pero no dulzón, que era temperado, armónico y a la vez estridente, que parecía venir de todas partes e inundaba la grabación con un sonido uniforme, macizo, listo para golpear. Por supuesto, nos quedamos sin aire, así como quedó John Lennon en 1957 después de escuchar Long Tall Sally
. Aquel noqueado, ahora noqueador, abría las piernas, rasgaba su guitarra y se metía en nosotros y sacudía el alma, la conciencia, las ganas de vivir.
Después de 1962 comenzó otra historia que alcanzamos a comprender mucho después. Cuando asumimos a Bob Dylan y a Ray Charles, cuando el sonido de Motown Records en Detroit nos trajo a Smokey Robinson y los Four Tops, cuando Otis Redding, Aretha Franklin y Wilson Pickett sacaron las piezas de soul que iban a recomponer el vastísimo rompecabezas del rock junto a la Invasión Británica, los conjuntos de la Costa Oeste y el Verano de Amor.
Oh, aquel sonido underground interminable de mis dieciocho años, junto a la vieja organeta de Young Rascals, Lovin’ Spoonful, Doors, y esa indescifrable guitarra enloquecida de Jimi Hendrix; la voz rajada de Janis Joplin y la clara opacidad de Cream y Blind Faith, guiados por Eric Clapton; la rabia pura de Lynyrd Skynyrd, Troggs, Steppenwolf, Bruce Springteen, The Spencer Davis Group, Chicago, Greateful Dead, Frank Zappa and The Mothers of Invention. Sí, amaneceres claros con Neil Diamond, The Mamas and The Papas, Simon and Garfunkel, Badfinger, Turtles, Traffic y las reminiscencias de Little River Band. Rock duro, progresivo, psicodélico, rock con aspereza y rock con brilladera, al estilo Elton John, rock Led Zeppelin, con toda su grandeza, country rock pop con Eagles, Creedence Clearwater Revival y Van Morrison, rock latino, o más bien rock cubano, con Santana, Irakere y Van Van, rock alternativo, punk, al modo de Pattie Smith y rock sinfónico con Moody Blues y Queen, y eso que suena desde el fondo del mar, Deep Purple y Pink Floyd, que no tiene aún un sitio en el sonido, que lo abarca todo y entra a formar parte de la música en su aspecto global, fuera de cualquier clasificación. Oh.
Frente a todo ese sonido y esas épocas, cuando Bob Dylan estrena Like a Rolling Stone
y Los Rolling Stones lanzan (I Can’t Get No) Satisfaction
en el verano de 1965, ambas las canciones más reconocidas de los años 60 y quizás de toda la historia de la música rock, cuando Los Beatles graban el Sargento Pimienta y su Banda de Corazones Solitarios y abren otra época para el sonido beat en 1967, colocando a este álbum en la cima indiscutible de todas las grabaciones por venir, cuando Blood, Sweat and Tears y Paul Butterfield Blues Band encabezan el retorno al jazz, cuando, en realidad, por obra del azar, termina la década en 1971 con el Sticky Fingers de Los Rolling Stones, el What’s Going On de Marvin Gaye, el Who’s Next de Los Who y el Tapestry de Carole King, cuando finalmente comienzan los años 70 con la grabación y el lanzamiento de The Dark Side Of The Moon de Pink Floyd, en 1973, la síntesis sonora de todos los experimentos, desde la acústica más compleja y la grabación por pistas hasta el sentido de profundidad y perspectiva en la música. Frente a todo ese sonido y esa época, ¿qué queda entonces de David Bowie, Don McLean, Rod Stewart, Bonnie Raitt, Steely Dan, Gilbert O’Sullivan? ¿Qué queda entonces para los oscuros Kinks?
La historia del rock hace un giro en este punto, para bien y para mal. Comienza la era de los grandes conciertos, los oratorios colectivos, las llamas en silencio de cientos de miles de fanáticos y las ganancias millonarias para los empresarios de la industria del disco. Comienza una distancia para las variantes del rock, para la música funky y la música pop, que ya no son auténticas, como empieza a dejar de ser auténtico el sonido folk, el country, el propio rock and roll. Ha terminado la época de los gigantes, la época de la buena voluntad y la experimentación gratuita. La rivalidad, la competencia, no se mide ahora por el avance en lo desconocido, sino por las ventas, los contratos y las giras. Todavía, sin embargo, quedan grandes energías para Queen, Billy Joel, Peter Frampton, The Police, Earth, Wind and Fire y aun para el revival de los Bee Gees. El gran rock todavía estremece a los fans a pesar de los grandes negocios