La luz entra en las heridas: Historias sobre la gracia divina de Dios
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Estas emotivas narraciones, algunas divertidas y otras dolorosas, siempre toman giros inesperados para encontrarnos a Dios en todos los caminos de la vida. Ahí se cifra la gracia que nos permite vivir con las respuestas que vemos y las que no. En esta colección nos encontraremos con Arthur Bias, el policía negro retirado que ama a los que odian; a Agnes Brill, la estridente maestra de piano de paciencia; Junie Piper, amorosa con las personas sin hogar; Melvin, quien honra a su anciana madre honrando a la niña en la que se ha convertido; Lucian, el amante de los ladrones; y Blue Jack, el instrumento de Dios.
Los lectores descubrirán en estas historias una poderosa demostración del trabajo de Dios en la vida de todos nosotros. Encontrarán un lugar donde trabajarán incluso en la oscuridad, incluso en las luchas, incluso en las heridas. Este es el lugar donde entra la luz de Dios.
Walter Wangerin Jr.
Walter Wangerin Jr. is widely recognized as one of the most gifted writers writing today on the issues of faith and spirituality. Known for his bestselling The Book of the Dun Cow, Wangerin’s writing voice is immediately recognizable, and his fans number in the millions. The author of over forty books including The Book of God, Wangerin has won the National Book Award and the New York Times Best Children’s Book of the Year Award. He lives in Valparaiso, Indiana, where he is Senior Research Professor at Valparaiso University.
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La luz entra en las heridas - Walter Wangerin Jr.
PARTE 1
¿Dónde está Jesús?
CAPÍTULO 1
¿Dónde está Jesús?
En 1948 Wally era tan pequeño que podía gatear entre las bancas de la iglesia y tan joven como para dejarse reprender por su madre y ser conducido de vuelta a casa con una sola mano. Al mismo tiempo, ya contaba con la edad suficiente para sufrir una crisis espiritual. Wally jamás había visto a Jesús con sus propios ojos. Seguramente el Salvador se encontraba recorriendo todas las habitaciones de la casa de Dios.
Wally estaba convencido de que los otros fieles, con los que se topaba cada domingo, habían visto a Jesús cara a cara; si no, ¿de qué otra manera podrían entonar aquellos himnos sin que les produjera ansiedad, o cómo podrían murmurar quedamente sus oraciones? Ellos no tenían que gritar, porque su dios estaba cerca, vistiendo una sotana o una bata y sandalias, comiendo sándwiches y bebiendo refrescos de soda.
Quizá Jesús se estaba escondiendo de Wally en particular. Quizá estaba enojado con Wally por algún pecado que éste hubiera cometido. Pero ¿qué pecado? Wally no podía recordar. ¿Y no debería un niño recordar un pecado tan grave que le hubiera costado el rechazo de Jesús? Wally intentaba con todas sus fuerzas recordar qué era aquello tan malo que había hecho para entonces poder decir que estaba muy, muy arrepentido.
El predicador hablaba con palabras vanas y superficiales. Durante sus sermones, el pequeño Wally se deslizaba por el suelo hasta las bancas, descubriendo un bosque de pantorrillas, valencianas, zapatos y agujetas. No pasaba mucho rato antes de que su madre lo tomara del cuello de su camisa, lo arrastrara hacia la banca y lo forzara a quedarse junto a ella, con aquella mano de la que era imposible desasirse.
Su madre era una mujer muy fuerte. Y su voluntad era absoluta. Alguna vez, en el Parque Nacional Glacier, el guardabosques le había dicho: Si te encuentras con un oso, sácale la vuelta. No lo mires a los ojos. No corras. Huye despacio, muy despacio
.
Cuando Virginia se topó con un oso que se acercaba peligrosamente y acechaba su tienda de campaña, fue tras el animal mientras chocaba contra sí dos sartenes y le gritaba: No te metas con mis hijos
.
El oso simplemente gruñó y se alejó.
Pero Wally era obstinado. ¡Y quería ver a Jesús!
Entonces, un domingo, durante la ceremonia, de pronto sintió unas irreprimibles ganas de ir al baño. Se encogió mientras le decía a su madre: Tengo que ir a hacer pipí
.
Ella le contestó: Si te urge, pues te urge. Pero regresa rápido y directamente para acá
.
• • •
El corazón de un niño es capaz de albergar una gran desolación y, por eso mismo, de poseer también una gran astucia. Mientras más abandonado me sentía, más se exacerbaba mi infantil decisión de descifrar dónde se escondía Jesús. Pensaba que lo encontraría cuando él bajara la guardia; por ejemplo, en la oficina del pastor. Lo busqué ahí pero no lo encontré. Lo busqué en el ruidoso cuarto del calentador. En la cocina de la parroquia. En el baño de los niños. Y entonces, con una mezcla de miedo y emoción, me aventuré a buscarlo en uno de los lugares más sagrados: el baño de las niñas. Los chicos le teníamos una clase de asombro reverencial a aquel lugar.
El baño tenía el aroma del misterio de la feminidad. A lo largo de una de sus paredes había un gran tocador frente al que se encontraban unas sillas altas muy acolchonadas. En la barra se hallaban coquetas botellitas de perfume y cajas de Kleenex, y de la pared colgaba un elaborado espejo enmarcado con madera. Pero tampoco ahí encontré a Jesús. Del otro lado de la estancia había dos gabinetes metálicos. Nerviosamente abrí las puertas, una después de la otra… Sin éxito, regresé con mi madre. Me sentía un pequeño niño desolado y perdido.
La siguiente idea que se me ocurrió fue absolutamente brillante.
Cuando el pastor se volvió hacia el altar y empezó a entonar un cántico, no pude creer que la voz tan profunda que escuchaba fuera suya. El pastor era un hombrecillo pálido, con lentes, demasiado pequeño y muy suave
como para producir aquella voz. ¿Y qué? Solamente estaba fingiendo cantar. ¡Esa voz solamente podía ser la gloria del Señor! Ahora el altar me parecía un largo trozo de madera rectangular, algo así como un féretro. Ahí era donde Jesús estaba escondido.
Tan pronto como terminó el servicio y la gente se arremolinaba fuera de la iglesia, me escabullí hacia el presbiterio en dirección al altar. Entonces, súbitamente, brinqué detrás de él. (¡Hurra!). Pero tras el altar sólo estaba el piso empolvado, un viejo himnario y una silla rota. Y no estaba Jesús. Mi sueño no estaba ahí, leyendo la Biblia mientras bebía un jugo de naranja.
El corazón de un niño puede abrumarse bastante debido a la pena y a la frialdad de la soledad. Yo sabía que no era un niño bonito. Cara de Luna
, me llamaba mi madre. Débil de pensamiento.
Quizá verme era suficiente razón para sentirse avergonzado.
Mi vida estaba acabada.
Algún tiempo después, durante un servicio similar, noté por primera vez lo que mi madre había estado haciendo durante todos mis años de vida. El pastor de apariencia fantasmagórica se volvió hacia el altar y dijo: Pan
, y luego: Mi cuerpo
. Todo el mundo estaba de pie. Mi madre también.
El pastor siguió: Sangre. Bébanla
.
Asqueroso.
El pastor se volvió hacia la audiencia y declaró: La paz del Señor
. Y todos cantaron: Amén
.
Entonces, un hombre se acercó a cada fila de las bancas y dijo que todos debían ir hacia el altar. Había una larga fila de personas y, entre ellas y el pastor, una larga almohadilla donde podían arrodillarse. El pastor rondaba alrededor de esa fila.
Cuando le tocó el turno a nuestra banca, noté un cambio en la actitud de mi madre. Su cabeza estaba inclinada hacia abajo, y sus manos, entrelazadas. Ya saben, igual que el ángel que adorna el vidrio emplomado de la iglesia. Así como lo habían hecho los demás, ella se arrodilló, pero lo más increíble fue cuando el pastor se acercó, ella sacó la lengua y él depositó una pequeña galleta, que mi madre masticó y tragó. Justo como un bebé comiéndose una galleta de animalito. Entonces el pastor le acercó aquella copa dorada a los labios. ¡Un vasito entrenador! ¡Y Virginia Wangerin bebió! Esta no era la mujer que podía espantar a los osos. Esta no era la madre que podía levantar a un niño con una sola mano. Era otra, diferente de cualquiera que hubiera visto antes. Es decir, todo era distinto.
Cuando regresó casi flotando hasta nuestra banca, la cara de mi madre estaba beatificada: tenía la cara de una pequeña e inocente niña.
Y cuando se sentó junto a mí, incluso olía diferente. Era como si hubiera regresado envuelta en una nube de aroma místico y riquísimo. Se sentó, bajó la cabeza con reverencia y empezó a mover los labios. Está rezando, pensé. Yo también me arrodillé y puse mi nariz cerca de su cara. Ella volteó a verme con cierto enfado; No obstante, le pregunté ¿Qué es eso?
—¿Qué es qué? —respondió ella.
—Ese olor —insistí—. Ese olor en tu nariz.
—Ah, eso —contestó—. Lo que bebí.
—¿Qué bebiste?
—Vino, Wally.
—No —repliqué—. ¿Qué es eso dentro de ti?
Virginia se tomó su tiempo para responder. Entonces contestó: Sangre. Es la sangre de Jesús. Jesús está en mi interior
.
¡Oh, por Dios! ¡Mi madre es tu habitación!
Después de que todos los presentes terminaron de arrodillarse, comer y beber, y ya que habían retornado a sus respectivos lugares en las bancas, nos levantamos y cantamos: Señor, ahora permite a tus siervos ir en paz de acuerdo con tu palabra… Mis ojos han visto la salvación…
CAPÍTULO 2
Una anciana jorobada
Una fría tarde de marzo llevé a mi hija a la Catedral de San Patricio, en Manhattan. Había estado dando algunas conferencias y leyendo algunos pasajes de la Biblia en la misma iglesia donde el presidente George Washington era conocido por asistir a los servicios religiosos.
En aquellos días había prometido llevar a mis hijos a un viaje, uno por uno, a donde me invitaran a impartir mis conferencias: llevaría a Joseph a San Louis; a Matthew, a un juego en Chicago, y a Talitha a San Francisco y a Alcatraz. Esta vez era el turno de Mary. Tenía diez años.
Aquel vasto y abovedado santuario me dejó sin palabras. Mary simplemente tenía curiosidad. Me preguntó: ¿Dónde está Jesús?
El alto techo creaba un eco con las voces distantes de los diferentes grupos de gente: turistas que se paseaban con cámaras que colgaban de sus cuellos, estudiantes que tomaban notas, monjas devotas que se arrodillaban y que iban pasando las cuentas de sus rosarios mientras murmuraban alguna plegaria, y algunos párrocos que a lo lejos susurraban la misa en las capillas de los extremos, y que me parecían figuras oscuras, solitarias y melancólicas. Sin faltar la gente sin hogar que se había hecho de un pequeño territorio, recostados con sus viejos y raídos abrigos, junto a bolsas del súper que contenían sus escasas posesiones.
Era de esperarse que estuvieran allí. Hacía un frío penetrante afuera, y a pesar de que la Catedral de San Patricio no era muy cálida, les proveía protección contra el terrible viento de Nueva York.
De hecho, no había llevado a mi hija sólo a conocer la catedral como hace cualquier turista. Quería mostrarle cosas como la arquitectura cruciforme, las historias bíblicas enmarcadas en las ventanas de vidrios emplomados, las columnas de mármol, las esculturas de los santos, los símbolos y las tradiciones de la antigua Iglesia.
Nos fuimos acercando lentamente hacia el ala izquierda de la nave.
—Nave —le expliqué— es una palabra que proviene del latín y significa barco
. Algunas veces, los cristianos equiparaban sus iglesias con grandes barcos que surcaban las olas del mundo. Los botes los mantenían a salvo de la perversidad, del