Escribir gastronomía 2023: La mejor escritura gastronómica de 2023 en español
Por Paola Miglio
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La idea de comenzar a recopilar los mejores textos sobre gastronomía que se hubieran publicado en español surgió durante el II Congreso de Periodismo Gastronómico de The Foodie Studies: «¿Por qué no poner en valor, como hacen en EE. UU., nuestro oficio y a las nuevas voces que lo llevan a cabo?». Y nos pusimos manos a la obra.
Este proyecto nace con la única pretensión de llevar al papel lo que muchas veces se pierde injustamente en la vorágine digital y de preservar la buena literatura gastronómica. También de descubrir a los lectores y lectoras que quizá sí, que seguro, existen muchas voces y también muchas formar de utilizar las palabras para despertar a los muertos, para hacer un fuego, para sonreír y para conseguir todo eso al contar la gastronomía.
Paola Miglio
Estudió Lingüística y Literatura en la Pontificia Universidad Católica del Perú (PUCP) y se convirtió en escritora freelance y editora especializada en gastronomía, viajes y cultura después de trabajar en varios medios de prensa escrita. Recorrió su país durante tres años redactando guías de viajes, mientras escribía y editaba la revista sobre música Phantom. Fue crítica de restaurantes del diario peruano El Comercio hasta la pandemia, editó el libro La magia del pisco y coeditó el libro Perú, el gusto es nuestro, la historia de los últimos 12 años de la gastronomía peruana. Actualmente publica en distintos medios peruanos y del extranjero y es editora del sitio de gastronomía El Trinche. Además, ha sido maestra del curso de extensión sobre periodismo gastronómico de la PUCP y Academy Chair para la región Sudamérica Norte de la lista 50 Best.
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PRODUCIR JUNTOS
TAMARA TENENBAUM – ELDIARIO.ES (ARGENTINA)
Pienso bastante seguido, y creo que escribo bastante seguido, también, sobre la nostalgia, contra ella. La nostalgia me aterra porque es una fuerza conservadora, no solo cuando extraña un pasado real, sino principalmente cuando extraña pasados imaginarios: es una forma de decirle a la gente joven que nunca van a entender el mundo porque se perdieron la mejor parte, la primera media hora de la película en la que se explicaba todo. Me aterra la nostalgia, me aterra su matriz política y su jactancia, pero, por supuesto, nunca me aterra más que cuando la reconozco en mí. No me pasa casi nunca, pero me doy cuenta de que me pasa cuando veo The Bear.
The Bear sigue la historia de Carmy, un muchacho de familia italiana de Chicago que se convirtió en un chef con tres estrellas Michelin y, luego de la muerte de su hermano, vuelve a su ciudad natal a hacerse cargo del bolichito de sándwiches familiar que él llevaba. La primera temporada se trata de eso: Carmy profesionalizando una cocina caótica, enseñándoles a sus empleados que lo que hacen es valioso y que saben más de lo que creen saber, solo tienen que organizarse y encontrarle el erotismo a la disciplina militar. En la segunda, que salió hace unos meses, Carmy les propone un salto aún más grande: convertirse efectivamente en un restaurante de fine dining, una cocina que pueda ganarse una de esas estrellas que él ya tuvo pero que a Sydney, su sous chef, aprendiz y fan, le importan más que nada en el mundo.
En algún sentido, entonces, sentí esta temporada un poco más desangelada que la anterior. Lo de resucitar el restaurante de la familia tiene un poco más de mística, en principio, que lo de armar un lugar lujoso para romperla. Pero a medida que avancé me di cuenta de algo que ya había intuido cuando vi la primera temporada, y es que la mística de The Bear es la mística de la familia y de la tradición, pero no la de la familia de sangre ni la de la tradición del barrio: es la de la familia del trabajo, y la tradición de la excelencia.
Y ahí es cuando me pongo, muy a mi pesar, nostálgica. Viendo esta temporada me di cuenta de que es verdad que hay algo bello en la especificidad del trabajo de la cocina, de su perfeccionismo y su precisión, del modo en que exige creatividad y sutileza pero también una templanza (y es una tarea generosa, porque lo que exige te lo da: mi amiga cocinera dice que el verdadero zen lo encontrás picando verduras antes que en cualquier clase de yoga, en el peso pero también en el alivio de que en la cocina haya que hacer, en algún sentido, todos los días las mismas cosas); pero si en la primera temporada me interesó más pensar en esa planicie de la cocina, sin buscarle simbolismos, en esta segunda no pude evitar pensar que me emociona esta historia de cocineros porque evoca la fantasía del ascenso social, de la gente que cree que si hace las cosas bien le saldrán las cosas bien, y en la fantasía de lo colectivo como vehículo de progreso y proyecto de sociedad civil.
Eso que se ve en The Bear, cómo cocineros de oficio pueden profesionalizarse y cambiar su vida, lo he visto en cocinas de verdad, y aquí mismo, en Argentina: la contra-cara positiva del boom del consumo, que a veces pienso que genera unas subjetividades un poco complicadas (el culto del goce termina convirtiéndose en algo que casi se separa de la desprolijidad que debería ser parte indispensable de nuestra relación con el deseo y el cuerpo para convertirse en una gula de perfección), produjo en la elevación del status de la gastronomía una elevación potencial del status de sus trabajadores. Digo potencial porque no sucede en todos los casos, sigue siendo un trabajo altamente precarizado, y porque efectivamente también la disponibilidad de esas oportunidades depende de muchos factores: es muy emocionante, por eso, la trama de los dos cocineros de cincuenta y pico a los que Carmy manda a educarse a la escuela de cocina, lugar en el que una florece y el otro se angustia. Pero más allá del caso concreto de la cocina, entonces, The Bear me recuerda a una época que fue imaginaria pero creo que también fue real, en la que el trabajo se entendía ni solo como explotación ni solo como realización personal, sino como algo que hacemos todos juntos.
Aprendí bastante sobre esto haciendo teatro y filmando una serie: son lugares en los que esa sensación de proyecto colectivo sobrevive, lugares en los que no hay que ubicarle a nadie un ping pong para que se ponga la camiseta de la empresa como se hacía en 2005 porque se entiende que, de verdad, la empresa somos todos. Es algo que no se puede inventar y no se puede fingir: los proyectos son colectivos o no lo son y ningún departamento de recursos humanos puede maquillar eso. Supongo que no todos los trabajos pueden ser así, en una sociedad de masas; es más, por lo que el mundo muestra, cada vez menos trabajos pueden ser así a la escala productiva a la que se está moviendo el mundo. Los negocios chicos no sobreviven, los trabajos se automatizan y van quedando solamente accionistas, gente que manda mails y muy por debajo gente haciendo tareas tan rutinarias y deshumanizantes que es imposible que involucren en ella sus almas como efectivamente pueden involucrarlas en un postre.
Lo que me pregunto, y es pensando en las elecciones también,1 porque está difícil pensar en otra cosa, es por la relación entre la desaparición de estos mundos del trabajo y una relación civil con lo colectivo que sin ellos es muy difícil de inventar. Tanto en mi generación como en las que vienen después en Argentina quienes hablan de lo colectivo piensan sobre todo en actividades de militancia, y está perfecto, pero trabajando en un set o en una cocina una ve unas formas orgánicas de la construcción de comunidad entre gente de ideas y trayectorias muy distintas (el modo en que vamos aprendiendo a compartir no porque lo elegimos, sino porque auténticamente lo necesitamos) que de verdad no sé si se arman en una asamblea, a las que (además) no mucha gente tiene ganas de ir, y está bien, porque no todo el mundo quiere vivir en el Ágora griega, pero esto pensaba, claro: el trabajo solía ser nuestra ágora.
Pienso en las conversaciones que mi mamá me contaba que tenía con sus compañeros de guardia en el hospital, los vínculos que se armaban allí con todos, con enfermeros y enfermeras, con los mozos de los cafés de la zona, socialidades ahora bastante desarmadas porque el que puede quedarse con el consultorio privado se queda allí y no vuelve más, porque andar comprando cafecitos es caro y ya no son los mozos los que los traen, sino que es siempre gente distinta, en fin: odio entrar con ese tango del viejo mundo, ya lo dije, lo empiezo y no me reconozco, pero de verdad le dedico bastante tiempo a pensar si hay alguna forma de aprender ese amor a producir juntos cada uno desde su casa o desde su plataforma o desde sus ganas de ser estrella, y la solución no se me está acercando; ese amor a producir juntos que produce el mundo por fuera de la familia, por fuera de lo privado, ese amor que hace nacer lo público y que no se puede crear más qué haciendo, más que encontrándonos en ese disfrute humano atávico del trabajo, de encontrar el mundo desarmado y devolver otra cosa.
_____________
1] Cuando se escribió este texto, aún estaban por celebrarse las elecciones presidenciales en Argentina.
SEÑOR CRÍTICO: PÓNGASE LAS GAFAS DE VER DE CERCA
MARÍA NICOLAU – EL PAÍS GASTRO (ESPAÑA)
Rafael García Santos siempre ha sido un provocador. Lo que leímos hace algunos días en la última entrevista que le realizó Paz Álvarez para este mismo medio no es nada nuevo,1 y quizá aquí esté el quid de la cuestión: el crítico sigue siendo el mismo de siempre, pero el mundo se ha movido. Hace 20 años, cuando él sentaba cátedra temblaba la tierra. Hoy, sus declaraciones tienen una musicalidad que recuerda a la de «hijo, antes todo esto era campo».
El que tuvo, retuvo, y no estoy aquí para discutir el calado ni la importancia que tuvieron figuras como la suya en el devenir de la última revolución gastronómica. Su vasto bagaje y lo que en su día como crítico representó siguen inspirando hoy profundo respeto, pero quizá sí podamos decir sin miedo que su tiempo terminó.
Algunas de sus puñaladas, aunque expresadas de forma tosca, son certeras, pero van dirigidas a un animal que ya está moribundo. El sistema que critica, con sus congresos mediáticos, con sus chefs multiestrellados en la cresta de la ola levitando a dos palmos del suelo, con sus hordas de trabajadores mal pagados inmolándose por amor al arte y por fe en una causa gastronómica superior, hace tiempo que dejó no ya de ser sostenible, porque nunca lo fue, sino de sostenerse. Su apología de la jornada laboral de 16 horas diarias hace eco en una sala vacía empapelada de ofertas de trabajo sin respuesta. Claro que los chefs no están en sus restaurantes; de algún sitio tiene que salir el dinero para mantenerlos abiertos: no hay cliente para tanto menú degustación a más de 200 euros el cubierto. Y claro que quien mucho asesora poco aprieta y que el talento, por grande que sea, repartido entre decenas de restaurantes dispersos por todo el mundo, termina desleído como Bilbo Bolsón, como mantequilla untada sobre demasiado pan. Todo esto ya lo sabemos.
Es natural que el fin de una revolución, para aquellos que la vivieron como protagonistas desde su cara más brillante, sea motivo de tristeza o nostalgia, pero ningún organismo ni sistema puede vivir en estado de revolución permanente, eso no es ni sano, ni deseable, ni posible y, en cualquier caso, hoy, hacer otra revolución o mantener el fuego de la anterior vivo no parece ser del interés de nadie. Y no pasa nada. Los cocineros talentosos de este país, que son muchos y valientes, están a otra cosa, y abogan por otra definición de éxito que no se corresponde con la de hace 20 años. Quizá quieran tener vida más allá del trabajo. Quizá prefieran tener empresas saneadas y con estructuras de costes más asumibles y manejables. Quizá prefieran iluminar durante el doble de tiempo aunque sea con la mitad de intensidad. Y esto no es ningún drama, sino el nacimiento de un nuevo paradigma, que aún no sabemos cómo será, pero que también puede ser excitante.
Como me dijo hace tiempo Pau Gascó, buen amigo y reputado cocinero, creatividad es solucionar problemas. Hoy, la creatividad de los chefs está en conseguir la cuadratura del círculo en un contexto de inflación desbocada, falta de personal, pérdida de poder adquisitivo de los clientes y toma de consciencia de sostenibilidad climática y humana. En medio de esta vorágine, quizá la revolución gastronómica que viene no es la de la sacudida violenta, sino la del conseguir mantener las posiciones y, si acaso, alzarse titilando y con un fulgor transparente en un dar de comer rico, coherente, amable y con una regularidad sostenida en el tiempo. Quizá no es tiempo de hablar de arte con gesticulación grandilocuente, sino de apreciar el valor de la artesanía ejecutada con mimo y oficio.
Me aventuro a suponer que las cuatro sonoras omisiones muy concretas a la pregunta de si hay algún cocinero que le emocione, a la cual responde con un «no» sin paliativos, no habrán provocado más que una torcedura de gesto y un suspiro entre los sospechosos habituales afectados. García Santos, como cualquier gato viejo, tiene filias, fobias y viejas rencillas conocidas por todos. Más preocupante es su negación a que del presente pueda surgir algo interesante, incluyendo las escuelas de hostelería.
Es aquí donde toca pararse y recomendar a García Santos una revisión de las gafas de ver de cerca y una visita al fisioterapeuta. Para ver hay que levantar la vista, y hay que estar dispuesto a ver. Si a nivel planetario pasamos de la revolución bulliniana directamente al McDonald’s es que tenemos un problema serio a la hora de percibir todo lo que hierve en el mar que baña esos dos extremos, y se me ocurren unos cuantos nombres propios, y unas cuantas decenas de miles de profesionales anónimos que trabajan a pico y pala, que podrían fácilmente tomarse esa afirmación como una falta de respeto.
Con los beneficios que obtiene de sus inversiones en Bolsa, el crítico alimenta una cruzada filantrópica para devolverle a la sociedad lo que esta le ha dado fomentando lo que él llama la Revolución de la Tortilla de Patatas. Entiendo, pues, que como experto en mercados bursátiles estará ya familiarizado con ese viejo mantra de «rentabilidades pasadas no garantizan rentabilidades futuras». Haber sabido leer el pasado no implica ser capaz de descifrar el presente. La llave es buena, pero han cambiado la cerradura.
Como diría Walter Sobchak, el personaje que interpreta John Goodman en El gran Lebowsky: García Santos, está usted fuera de su elemento.
_____________
1] Álvarez, P. (09/10/2023). «Rafael García Santos (el crítico más temido): El mejor restaurante ahora es McDonald’s
». El País. https://elpais.com/gastronomia/2023-10-09/rafael-garcia-santos-el-critico-mas-temido-el-mejor-restaurante-ahora-es-mcdonalds.html.
DEL ESFUERZO A FUEGO LENTO AL ÉXITO EN OLLA EXPRÉS
CURRO POLO – HAMBRE MAGAZINE (ESPAÑA)
El 11 de febrero de 1963 se emitía el primer episodio oficial de The French Chef. En una cocina doméstica, aparecía una joven Julia Child con una camisa estilo taller americano, algo desabotonada, impregnando el ambiente con cierto aire informal. Su ceñido delantal de cinutra negro le servía para colgar un trapo blanco algo descuidado que, lejos de pretender lucir perfecto, irradiaba normalidad. Julia enseñaba al mundo cómo preparar un boeuf bourguignon para seis comensales. Si bien es cierto que no fue el primer programa de cocina televisado (que sepamos, fue I Love to Eat, emitido en 1947 a través de la cadena estadounidense NBC), bien podríamos decir que fue el prólogo de los tan aclamados realities de cocina actuales. The French Chef se emitió hasta 1973. 17 años más tarde, y a todo color, saldría del horno la primera edición de MasterChef en Gran Bretaña, donde el formato y la temática cambiaban completamente. La cocina comenzaba a colarse en rincones antes intransitados empujada por el boom del reality televisivo. Probablemente, los medios se dieron cuenta de que el recetario galo perdía atractivo o que ya no era interesante la especialización para un público que comenzaba a doparse de los impulsos cortoplacistas de internet. La palabra cocina se fundía en el puchero mientras que la competición relucía en el plató. La cocina dejaba de ser un fin para convertirse en el medio.
No sorprende que en la misma década se comenzase a fraguar la imagen del chef estrella. Me vienen a la cabeza las imágenes en analógico que le hicieron al cocinero británico Marco Pierre White, con el pelo suelto fumando lo que me imagino que sería un Lucky Strike; o aquella otra que le tomaron en su restaurante Harveys, en la que salía emplatando algo delante de dos chicas, dejando sus ojos cerrados pero los labios abiertos a la posibilidad de un beso.
Las recetas, la comida, ya no eran las protagonistas, sino quien las ejecutaba, el chef. Además, si esta persona se quitaba el delantal y se ponía unas gafas de sol a lo Axl Rose y enseñaba los dientes, mejor: «dejaros de sartenes y enfocadme la cara». Me imagino a una Julia Child algo desorientada, con un pollo de Bresse en la mano, pero sin comensales con quienes compartirlo. Vamos Julia, ¿a quién le va a importar el punto de vino de la salsa si puedo ver a Maldonado en pantalla sufriendo por hacer un cupcake liofilizado con una salsa de vainilla o vanidad?
Desmontando este tema como si fuera una cebolla, por capas, llego a una pregunta: y si… ¿y si detrás de todo esto se asoma también una paradoja del tamaño de lo que supondría que a los cocineros les hubiera dejado de gustar cocinar?
¿Y si salir en televisión fuera más apetecible o desafiante que conquistar el paladar cotidiano, donde los méritos se cuecen con el cuchillo en la mano? A ratos, y viendo todo esto desde afuera, me quedo con la sensación de que, frente al «sexo, drogas y rock’n’roll» (o «tik-tok, Madrid Fusión y 50Best») el «perejil, aceite y ajo’n’roll» ha perdido su