En la corte de tres papas: Una jurista y diplomática americana en la última monarquía absoluta de Occidente
Por Mary Ann Glendon
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En la corte de tres papas - Mary Ann Glendon
PARTE I LA CORTE DE JUAN PABLO II
Entonces, repentinamente, como el claro sonido de la campana de maitines,
tu señal de disentimiento, que es como un milagro.
Las personas preguntan, sin comprender cómo es posible
que el joven de los países no creyentes
se reúna en plazas públicas, hombro a hombro,
esperando noticias de hace dos mil años.
Y se tiren a los pies del Vicario
que acogió con su amor a toda la tribu humana.
Tú estás con nosotros y estarás con nosotros
de ahora en adelante.
Cuando las fuerzas del caos alcen la voz
y los dueños de la verdad se encierren en iglesias
y solo los que dudan se mantengan fieles
tu retrato en nuestros hogares cada día nos recuerda
lo mucho que un hombre puede lograr y cómo funciona la santidad.
Czeslaw Milosz, Oda para el lxxx cumpleaños de Juan Pablo II
1. DE DALTON A ROMA
Pensé que lo sabía todo cuando llegué a Roma pero pronto descubrí que tenía todo que aprender.
Edmonia Lewis, escultora estadounidense.
Asistí a la Universidad de Chicago en una época en la que los bromistas solían decir que era la universidad donde los profesores judíos enseñaban Tomás de Aquino a los estudiantes marxistas. Personalidades como Richard Weaver, Leo Strauss y Richard McKeon enseñaban las obras de Agustín y Tomás de Aquino. Luminarias católicas como Jacques Maritain y Martin D’Arcy realizaban frecuentemente largas visitas al campus. Me familiaricé con las riquezas de la tradición intelectual católica a través del plan de estudios centrado en los ‘grandes libros’, creado por Robert Maynard Hutchins, quien una vez se refirió a la Iglesia católica, con cierta envidia, diciendo que tenía «la tradición intelectual más larga de cualquier institución en el mundo», y quien se inspiró libremente en esa tradición al establecer el núcleo obligatorio de cursos de Chicago. De este modo, no sólo me familiaricé con los ‘grandes’ de mi propia tradición, sino que observé que esos pensadores eran tenidos en alta estima por los mejores profesores de Chicago.
La misma educación que reforzó un acercamiento crítico al aprendizaje, también ayudó a reforzar los hábitos y prácticas religiosas que había adquirido en Dalton. El trabajo de Tomás de Aquino tuvo un significado especial en mi formación. Entendió al intelecto como un regalo de Dios —un regalo cuyo uso avanzaría la habilidad individual de conocer, amar y servir mejor al Creador—. Absorbí un poco del enfoque de Tomás hacia el conocimiento, que le había permitido abordar la filosofía pagana con la confianza de que su deseo de saber no perturbaría su fe sino que, más bien, lo acercaría más a la mente de Dios.
Como es el caso de muchos católicos de mi generación, mi educación me brindó un aprecio vivo por las riquezas intelectuales y espirituales del catolicismo, pero conocía poco del pensamiento social cristiano, el centro de las enseñanzas de la Iglesia sobre asuntos económicos y políticos. Eso cambió con la aparición de la famosa encíclica del papa Juan XXIII, Pacem in Terris, ‘Paz en la tierra’.
Era el verano de 1963 y estaba en Bélgica, terminando un año de estudios de posgrado en leyes en la universidad extremadamente secular Université Libre de Bruxelles y trabajando como interna en la sede del Mercado Común Europeo, el predecesor de la Unión Europea. Había estado trabajando activamente en causas sociales como pasante y estudiante de Derecho en la Universidad de Chicago, así que me entusiasmaba que el papa mismo estuviera respaldando los ideales en los que yo creía. Su enfática insistencia en que «la discriminación racial de ninguna manera puede ser aceptada», su afirmación de los roles y derechos de las mujeres en la sociedad contemporánea y sus elogios a la Declaración Universal de Derechos Humanos me dieron un sentimiento de orgullo de que mi Iglesia estuviera a la vanguardia de los cambios históricos.
Para una católica estadounidense como yo, también fue un cierto motivo de orgullo ver la amplia atención pública que atrajo la encíclica. Por primera vez en la historia, una encíclica papal (una carta que tradicionalmente circulaba entre las iglesias) utilizó un lenguaje moderno de derechos humanos. Además, estaba dirigida a «todos los hombres de buena voluntad», lo que atrajo la atención más allá de los círculos religiosos. El New York Times la publicó completa y más de dos mil estadistas, académicos y diplomáticos destacados de todas partes del mundo asistieron a una conferencia en las Naciones Unidas dedicada al documento.
La Declaración Universal de Derechos Humanos de las Naciones Unidas que se debatía en París —mientras Angelo Roncalli, quien luego se convirtió en el papa Juan XXIII, era Nuncio papal en Francia— se convirtió en un punto de referencia importante para la Iglesia al dirigirse a una sociedad secular. Debido a que la Declaración había venido a servir como modelo para la mayoría de las Declaraciones de derechos posteriores a la Segunda guerra mundial y ya que era fundamental para las discusiones transnacionales sobre la libertad y dignidad humanas, tenía sentido que el papa la invocara. En años posteriores, tanto Juan Pablo II como Benedicto XVI seguirían el ejemplo de Juan XXIII, basándose en la Declaración, al tiempo que también expresaban reservas sobre su susceptibilidad a un uso indebido.
A pesar de que Pacem in Terris me cautivó y aunque estaba emocionada por el Concilio Vaticano II, perdí contacto con gran parte de lo que estaba sucediendo en la Iglesia durante unos años en la década de 1960, cuando me desvié hacia lo que hoy se llamaría catolicismo de cafetería.
Sin embargo, me detuvo una dolorosa crisis personal. En mayo de 1966, mi amado padre murió a los cincuenta y cinco años de un cáncer que avanzaba rápidamente y que había sido diagnosticado sólo tres meses antes. Diez días después de la muerte de mi padre, nació mi hija Elizabeth y, poco después, el padre de Elizabeth —un abogado afroamericano que había conocido en el movimiento de derechos civiles— cambió de intereses. Me encontré con la completa responsabilidad de una hermosa niña, lejos de amigos y familiares, y me vi obligada a enfrentar el hecho de que mis propias decisiones —un matrimonio civil con una persona que apenas conocía— me habían llevado a esta situación.
Decidí que dejaría mi trabajo como asociada en la Firma de abogados de Chicago, Mayer, Brown and Platt, y regresaría a Massachusetts para poder estar más cerca de mi madre, quien en ese entonces estaba sufriendo de problemas mentales, y de mi hermano y hermana adolescentes, quienes estaban devastados por la pérdida de mi padre.
Sin estar segura de cuál era la mejor manera de hacer la transición de regreso a Massachusetts, consulté a una de mis mentoras en la Facultad de Derecho de la Universidad de Chicago, Soia Mentschikoff, que había sido la primera mujer en enseñar derecho en Harvard. Soia me puso en contacto con el decano de la Facultad de Derecho de Boston College, el padre Robert Drinan, quien me invitó a una entrevista que rápidamente condujo a una oferta de trabajo.
En el verano de 1968, regresé a Massachusetts con Elizabeth para comenzar mi carrera académica. El ambiente del Boston College fue de gran ayuda para mi vida espiritual. Estuve rodeada de fieles colegas católicos que se convirtieron en buenos amigos, y el erudito jesuita que presidía el departamento de Filosofía, Joseph Flanagan, me dio la bienvenida a proyectos interdisciplinarios. Mediante la oración regular, la asistencia a Misa y el imperativo de ser la mejor madre posible, me convertí en una mejor católica. Y a través de los grupos de estudio del Boston College recibí algo así como una educación de posgrado en teología mientras leía y discutía obras de Romano Guardini, Karl Rahner, Joseph Ratzinger, Bernard Lonergan y otros. Estas sesiones interdisciplinarias me ayudaron a ver los problemas legales en relación con los múltiples desafíos que enfrentaba la Iglesia en un mundo posmoderno secularizado.
Dos años más tarde tuve la gran fortuna de casarme en una ceremonia católica con Edward Lev, con quien había trabajado en Mayer, Brown and Platt, y quien trasladó su práctica de derecho laboral a Boston. Fue una época de muchas bendiciones. Edward adoptó a Elizabeth, nació nuestra hija Katherine, Edward ganó el premio Ross de ensayo de la Asociación de Abogados de Estados Unidos por un brillante artículo sobre arbitraje y yo estaba en camino de ser titular con la publicación de un texto con Max Rheinstein, quien había sido mi supervisor en el programa de Maestría en Derecho Comparado de la Universidad de Chicago. En 1973, en agradecimiento ‘a quien corresponda’ (como diría mi esposo judío), adoptamos a una adorable huérfana coreana de tres años, a quien llamamos Sarah Pomeroy Lev en honor a mi madre, que murió a principios de ese año.
A lo largo de la década de 1970, la vida familiar y el trabajo como profesora principiante de derecho ocuparon casi todo mi tiempo y atención. Para bien o para mal, la mayor parte de esa década llena de acontecimientos (la debacle de Vietnam, el pontificado de Pablo VI, las secuelas inmediatas del Vaticano II, Watergate, Woodstock, Roe vs. Wade, la crisis de los rehenes en Irán) simplemente la pasé por alto. Mi único esfuerzo por servir a la Iglesia en ese período fue un desastre. ¡Enseñar a estudiantes de derecho era muy sencillo en comparación con una clase de catecismo para estudiantes de octavo grado!
En octubre de 1978, cuando Karol Wojtyla se paró en un balcón que daba a la Plaza de San Pedro y se presentó como ‘un papa de una tierra lejana’, no tenía idea de cómo ese evento cambiaría el mundo y afectaría el resto de mi vida. Al año siguiente, cuando el nuevo papa, Juan Pablo II, visitó Boston, el único miembro de nuestra familia que fue (bajo una lluvia torrencial) a escucharlo hablar fue Elizabeth, que entonces tenía doce años.
Cuando estuve lista para dedicar tiempo a actividades pro bono, casi no reconocía las causas a las que alguna vez me había dedicado. Seguí intensamente interesada en el cuidado de nuestro medio ambiente, en los derechos humanos y en los asuntos que afectan a las mujeres, las familias y el mundo del trabajo. Pero no veía cómo involucrarme con los movimientos que entonces dominaban en esas áreas. Mi insatisfacción con las tendencias en esas áreas finalmente me llevó a buscar mejores enfoques en organizaciones basadas en el pensamiento social católico. En los Berkshires, en mi juventud, estuve inmersa en lo que llamábamos conservacionismo. Los nativos de Berkshire estaban, desde antes, preocupados por los peligrosos productos químicos que la planta de General Electric de Pittsfield estaba vertiendo al río Housatonic y estaban atentos a la necesidad de proteger el monte Greylock de la explotación comercial. Mi abuelo Pomeroy me inscribió en la Federación nacional de vida silvestre cuando tenía diez años. Así que me sentí atraída por el nuevo campo del derecho ambiental. Pero el enfoque y el tono del movimiento ecologista de los años setenta estaban tan centrados en el control de la población que casi parecía ser antipersonas. Parecía alejado de la idea de proteger toda la creación de Dios.
También había cambiado el panorama político. Como estudiante universitaria, me enorgullecí de haber emitido mi primer voto en una elección presidencial por John F. Kennedy de Massachusetts, y como estudiante de derecho y joven abogada, había participado activamente en la gran causa del momento: la lucha por poner fin a la segregación. Pero ni el Partido Demócrata ni el movimiento de derechos civiles aceptaban a aquellos de nosotros que creíamos que la ‘querida comunidad’ de Martin Luther King debía preocuparse por los no nacidos y dar asistencia a las madres que necesitaban apoyo. Al mismo tiempo, el Partido Republicano no fue muy acogedor con las personas que admiraban muchos aspectos del ‘Nuevo trato’ de Franklin D. Roosevelt. Así que me hice independiente.
Estaba también la forma particular de feminismo que dominó en la década de 1970. Cuando los estudiantes me preguntan si soy feminista, siempre he contestado: «Sí, si eso significa interesarse por aquellos asuntos que conciernen principal o mayormente a las mujeres». Mi concepto de feminismo había sido informado por Susan B. Anthony, del condado de Berkshire, quien luchó por el sufragio de las mujeres y creía que el aborto principalmente beneficiaba a los hombres irresponsables. Me era difícil identificarme con un movimiento que promovía animosidad hacia los hombres, el matrimonio y la maternidad y que enfatizaba el derecho al aborto.
Así, conforme crecían mis hijos, dediqué la mayoría de mis actividades pro bono a organizaciones católicas. Me volví activa en asuntos de la Iglesia tanto en la Arquidiócesis de Boston y a nivel nacional, como consultora para el Comité de la Conferencia Episcopal en políticas internacionales (ahora el Comité Internacional en Justicia y Paz). El arzobispo de Boston, Bernard Law y yo teníamos mucho en común. Ambos habíamos sido criados por un padre católico y una madre protestante y ambos habíamos estado involucrados en la lucha por derechos civiles en Mississippi, él como editor de campaña de un periódico católico local y yo como abogada voluntaria de los trabajadores en derechos civiles que habían sido arrestados. Uno de sus primeros actos en Boston fue establecer un Comité Asesor sobre Justicia Social, al que me uní entusiasmada.
Los miembros de este nuevo comité eran un grupo diverso de líderes empresariales y laborales, académicos y profesionales de la salud. Su presidente, monseñor William Murphy, que acababa de llegar de Roma después de haber trabajado durante varios años en el Pontificio Consejo para la Justicia y la Paz, comprendió bien que nuestra asesoría no iba a ser útil si nuestra comprensión de la justicia social provenía de la mentalidad secular que prevalecía en los lugares donde la mayoría de nosotros trabajaba. Así que su prioridad fue proveernos con algunos tutoriales. Nos mandó a cada uno una copia de la Encíclica de Juan Pablo II Sollicitudo Rei Socialis (Atención a la realidad social) que recién había salido y consiguió que uno de los colaboradores más cercanos al papa, el cardenal belga Jan Schotte, participara en nuestra primera reunión. El cardenal Schotte, quien había trabajado con Murphy en el Consejo de la Justicia y la Paz, nos habló sobre los principios que se esperaba que aplicáramos a las cuestiones de justicia social en la arquidiócesis. Dirigió nuestra atención hacia un pasaje sobre el papel de los laicos:
Y en esto conviene subrayar el papel preponderante que cabe a los laicos, hombres y mujeres… A ellos compete animar, con su compromiso cristiano, las realidades y, en ellas, procurar ser testigos y operadores de paz y de justicia (47) (énfasis en el original).
La mayoría de nosotros necesitábamos esa llamada de atención. Monseñor Murphy estaba decidido a meternos en la cabeza que dependía principalmente de nosotros, los laicos, y no del clero, dar vida a los principios de la enseñanza social católica en las esferas seculares donde vivimos y trabajamos. Afortunadamente, mi trabajo en estos comités encajaba bien con mi trabajo académico. Los temas que había elegido para estudio comparativo (la familia, el mundo del trabajo, las cuestiones Iglesia-Estado) eran centrales para las enseñanzas de la Iglesia sobre cuestiones sociales y económicas. La mayor parte de mi investigación y mis escritos se centraban en cómo los sistemas legales de países en etapas comparables de desarrollo, manejaron los problemas con los que Estados Unidos se estaba enfrentando en ese momento, especialmente en el mundo del trabajo y la vida familiar. En mi libro The New Family and the New Property (La nueva familia y la nueva propiedad), tracé el cambio que se estaba produciendo en la importancia relativa de la familia, la participación en la fuerza laboral y el gobierno como determinantes de la riqueza, la posición social, el sentido de valor y la seguridad